miércoles, 22 de octubre de 2025

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)






A veces como fiera aulla, a veces como niño llora.


Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Axinia, el escribiente Pálchikov, que vivía en Shalométievo, se enamoró de la hija del agrónomo. Era un amor ardiente, que secaba el corazón del pobre hombre. El escribiente fue a Grachovka, la capital del distrito, y encargó un traje. El traje resultó deslumbrante, y es muy probable que las franjas grises de los pantalones del escribiente decidieran el destino de ese desdichado. La hija del agrónomo aceptó convertirse en su esposa.


Yo, el médico del hospital N., de la zona X, de cierta provincia, después de haber amputado la pierna a una muchacha que había caído en la agramadera para el lino, adquirí tal renombre que estuve a punto de perecer bajo el peso de mi fama. A mi consultorio comenzaron a llegar por el camino apisonado hasta cien campesinos al día. Dejé de comer al mediodía. La aritmética es una ciencia cruel, pero supongamos que a cada uno de mis cien pacientes yo dedicara sólo cinco minutos… ¡Cinco! Quinientos minutos equivalen a ocho horas y veinte minutos. Seguidas, tenedlo en cuenta. Además, tenía a mi cargo el hospital, donde estaban internados treinta pacientes. Y además, realizaba operaciones.


En una palabra, al regresar del hospital a las nueve de la noche, yo no quería ni comer, ni beber, ni dormir. Lo único que verdaderamente deseaba es que no viniera nadie a llamarme para atender un parto. En el transcurso de dos semanas me llevaron cinco veces a diversos sitios por la noche, siguiendo los caminos trazados por los trineos.


En mis ojos apareció una oscura humedad y sobre el entrecejo pendía una arruga vertical, parecida a un gusano. Por las noches veía, en mis sueños, operaciones sin éxito, costillas desnudas y mis propias manos empapadas en sangre humana; me despertaba pegajoso y frío a pesar de la caliente estufa holandesa.


Visitaba a los pacientes del hospital con paso rápido. Me seguían el enfermero y tres enfermeras. Cada vez que me detenía junto a una cama en la cual, derritiéndose por la fiebre y respirando lastimeramente, yacía enfermo un ser humano, yo exprimía mi cerebro para sacar todo lo que había en él. Mis dedos tanteaban la piel seca y ardiente, examinaba las pupilas, daba golpecitos en las costillas, escuchaba cuán misteriosamente latía el corazón en lo profundo, y tenía un solo pensamiento: ¿cómo salvarle? Y a éste también. ¡Y a éste! ¡A todos!


Era un combate que comenzaba cada día por la mañana, a la pálida luz de la nieve, y terminaba bajo el parpadeo amarillento de una ardiente lámpara de petróleo.


«Me interesaría saber cómo terminará todo esto —me decía a mí mismo por la noche—. Si las cosas continúan así, seguirán viniendo en trineo en enero, en febrero y en marzo.»


Escribí a Grachovka y les recordé con cortesía que estaba previsto un segundo médico para la zona de N.


La carta se marchó en un trineo de carga y a través del liso océano de nieve recorrió una distancia de cuarenta verstas. Tres días más tarde llegó la respuesta: escribían que sí, que por supuesto, por supuesto… Con toda seguridad… Pero no ahora…, de momento nadie vendría —La carta terminaba con unos cuantos juicios agradables sobre mi labor como médico, y deseos de futuros éxitos.


Alentado por ellos me dediqué a poner tapones, inyectar suero contra la difteria, abrir abscesos de dimensiones monstruosas, poner vendas de yeso…


El martes ya no fueron cien sino ciento diez personas las que llegaron. Terminé la consulta a las nueve de la noche. Me quedé dormido tratando de adivinar cuántos vendrían al día siguiente, miércoles. Soñé que venían novecientas personas.


La mañana se asomó por la pequeña ventana de mi dormitorio de una manera particularmente blanca. Abrí los ojos, sin comprender qué me había despertado. Luego me di cuenta: llamaban a la puerta.


—Doctor —reconocí la voz de la comadrona Pelagueia Ivánovna—, ¿está usted despierto?


—Hmm… —contesté con voz hosca, aún medio dormido.


—He venido a decirle que no se apresure a ir al hospital. No han venido más que dos personas.


—¡No es posible! ¿Está bromeando?


—Palabra de honor. Hay tormenta de nieve, doctor, tormenta de nieve —repitió ella con alegría a través de la cerradura—. Los que han venido tienen los dientes con caries. Demián Lukich se los extraerá.


—Vaya… —Y sin saber por qué, me levanté de la cama.


La jornada resultó magnífica. Después de hacer las visitas, estuve paseando el día entero por mi apartamento (el apartamento del médico tenía seis habitaciones y, por alguna razón, era de dos plantas: había tres habitaciones en la planta de arriba y la cocina y tres habitaciones más en la de abajo), silbando melodías de óperas, fumando, tamborileando con los dedos en la ventana… Detrás de las ventanas ocurría algo que yo no había visto en mi vida. No había cielo. Tampoco tierra. La blancura revoloteaba, daba vueltas de arriba abajo, a lo ancho, a lo largo, como si el diablo se estuviera divirtiendo con polvo para los dientes.


Al mediodía di a Axinia —que desempeñaba los puestos de cocinera y sirvienta en el apartamento del doctor—la orden de calentar agua en tres baldes y en el caldero. Hacía un mes que no me había bañado.


Axinia y yo sacamos de la bodega una tina de un tamaño increíble. La colocamos en el suelo de la cocina (en N. no se podía siquiera pensar en tener bañeras. Sólo las había en el hospital, pero estaban deterioradas).


A eso de las dos de la tarde la red giratoria que había en el exterior disminuyó notablemente. Yo estaba sentado en la tina, desnudo y con la cabeza enjabonada.


—¡Esto sí lo entiendo… —farfullaba con deleite, mientras me echaba agua hirviente sobre la espalda—, esto sí lo entiendo! Y después comeremos, y después dormiremos una siesta. Si logro descansar suficiente, ya pueden venir mañana ciento cincuenta personas. ¿Qué novedades hay, Axinia?


Axinia se encontraba sentada detrás de la puerta, esperando que la operación del baño concluyera.


—El escribiente de la hacienda Shalométievo se casa —contestó Axinia.


—¡Qué dice! ¿Ha aceptado la joven?


—Se lo juro. Y él está enamorado… —cantó Axinia, haciendo sonar la vajilla.


—¿Es hermosa la novia?


—¡La más hermosa! Es rubia, delgada…


—¡Vaya!


Y en ese momento la puerta retumbó. Disgustado, me enjuagué y me puse a escuchar con atención.


—El doctor se está bañando… —dijo con voz cantarina Axinia.


—Brr… brrr… —farfulló una voz de bajo.


—Una nota para usted, doctor —chilló Axinia a través de la cerradura de la puerta.


—Dámela por la puerta.


Salí de la tina encogiéndome de hombros e indignándome contra el destino, y cogí de manos de Axinia un sobre grisáceo.


—Eso sí que no. No saldré después de haber tomado un baño. También yo soy una persona —me dije a mí mismo no demasiado convencido, y una vez de nuevo en la tina abrí el sobre.


«Respetado colega (gran signo de admiración.) Le rué (tachado) Le pido encarecidamente que venga con urgencia. Una mujer ha sufrido un golpe en la cabeza y hay hemorragia por las cavidades (tachado) la nariz y la boca. Está sin conocimiento. No he conseguido hacer nada. Le pido persuasivamente que venga. Los caballos son magníficos. El pulso es malo. Hay alcanfor. Doctor (una firma ilegible).»


«Tengo mala suerte en la vida», pensé con tristeza, mientras miraba los ardientes leños de la estufa.


—¿Un hombre ha traído la nota?


—Un hombre.


—Que entre.


Entró y me pareció un antiguo romano debido al brillante casco que llevaba colocado encima de un gorro con orejeras. Se abrigaba con una pelliza de piel de lobo. Una corriente de aire frío me golpeó.


—¿Por qué lleva casco? —pregunté, cubriendo mi cuerpo a medio bañar con una sábana.


—Soy un bombero de Shalométievo. Tenemos un cuerpo de bomberos… —contestó el romano.


—¿Quién es el doctor que escribe?


—Uno que ha venido como invitado a casa de nuestro agrónomo. Un médico joven. Lo que ha pasado es una desgracia, una desgracia…


—¿De qué mujer se trata?


—De la novia del escribiente.


Axinia dio un grito al otro lado de la puerta.


—¿Qué ha ocurrido? (Oí cómo el cuerpo de Axinia se pegaba a la puerta.)


—Ayer se celebraron los esponsales y después de eso el escribiente quiso pasear con su novia en trineo. Enganchó el caballo, la sentó en el trineo y se dirigió hacia el portón. Pero el caballo se lanzó al galope, hizo que la novia se sacudiera y se golpeara la frente contra la jamba del portón. La novia salió despedida del trineo. Es una desgracia tal que no se puede describir… Están vigilando al escribiente, no sea que intente ahorcarse. Ha perdido el juicio.


—Me estoy bañando —dije lastimeramente—, ¿por qué no la han traído? —Y al decir esto me eché agua en la cabeza y el jabón cayó en la bañera.


—Es impensable, respetado ciudadano doctor —dijo el hombre con profundo sentimiento, y juntó las manos como en una plegaria—, no hay ninguna posibilidad. La muchacha moriría.


—¿Y cómo iremos? ¡Hay tormenta de nieve!


—Ya se ha calmado un poco. ¡No! Se ha calmado por completo. Los caballos son fogosos, están enganchados en fila india. En una hora llegaremos…


Gemí con mansedumbre y salí de la tina. Con furia me eché encima dos baldes de agua. Luego, sentado en cuclillas ante las fauces de la estufa, metí una y otra vez la cabeza en ella, para secármela aunque fuera un poco.


«Definitivamente pescaré una pulmonía. Una bronconeumonía, después de un viaje así. Y lo principal: ¿qué voy a hacer con ella? Ese médico, se ve por la nota, tiene aún menos experiencia que yo. Yo no sé nada, solamente he aprendido algunas cosas en la práctica en estos seis meses, pero él ni siquiera eso. Se ve que acaba de salir de la universidad. Y me toma a mí por un médico experimentado…»


Pensando de esta manera, ni siquiera me di cuenta de cómo me vestí. Vestirse no era sencillo: los pantalones y la camisa, las botas de fieltro, sobre la camisa una chaqueta de cuero, luego el abrigo y encima de todo una pelliza de piel de cordero, la gorra y el maletín. (En el maletín: cafeína, alcanfor, morfina, adrenalina, pinzas de torsión, material esterilizado, una jeringuilla, una sonda, un revólver Browning, cigarrillos, cerillas, el reloj y el estetoscopio.)


Cuando atravesamos el cercado, las cosas no me parecieron tan terribles, aunque ya oscurecía y el día se iba disolviendo. La tormenta parecía soplar con menos fuerza. Lo hacía de costado, en una sola dirección, me golpeaba la mejilla derecha. El bombero me impedía ver la grupa del primer caballo. Los caballos resultaron verdaderamente fogosos; sus músculos se tensaron y el trineo se puso en marcha, bamboleándose en los baches. Me acomodé en el trineo y me calenté de inmediato. Pensé en la bronconeumonía y en que era probable que el hueso del cráneo de la muchacha se hubiera roto por dentro y una astilla se le hubiera clavado en el cerebro…


—¿Los caballos son del cuerpo de bomberos? —pregunté a través del cuello de la pelliza de cordero.


—Uhu…, hu… —gruñó el cochero sin volverse.


—¿Y qué ha hecho el doctor con ella?


—Pues él…, hu, hu…, él, sabe, él ha estudiado enfermedades venéreas…, uhu…, hu…


—Hu… hu… —resonó en el bosquecillo la tormenta, luego silbó desde un costado, cayó la nieve… Comencé a cabecear, a cabecear, a cabecear… hasta que me encontré en los baños Sandunóvskie de Moscú. Y con la pelliza puesta, en el vestidor, me vi envuelto por el vapor. Luego se encendió una antorcha, entró un aire frío. Abrí los ojos y vi que brillaba un casco rojizo. Pensé que se trataba de un incendio… Luego me desperté y me di cuenta de que habíamos llegado. Me encontraba junto a la entrada de un edificio blanco con columnas, por lo visto de la época de Nicolás I. A mi alrededor había una profunda oscuridad. Me recibieron los bomberos y las llamas bailaban sobre sus cabezas. Inmediatamente saqué del bolsillo de la pelliza mi reloj y vi que eran las cinco. Significaba que en lugar de una hora habíamos viajado dos y media.


—Prepárenme los caballos para regresar de inmediato —dije.


—A sus órdenes —contestó el cochero.


Medio dormido y húmedo, como si llevara una compresa bajo la chaqueta de cuero, entré en el zaguán. Desde un costado me golpeó la luz de una lámpara cuya franja luminosa se extendía sobre el suelo pintado. En ese momento salió un joven de cabello rubio y grandes ojos, vestido con unos pantalones recién planchados. La corbata blanca con lunares negros estaba torcida hacia un lado, la pechera parecía una joroba, pero su chaqueta estaba reluciente, nueva, como si tuviera pliegues metálicos.


El hombre agitó los brazos, se aferró a mi pelliza, me sacudió y comenzó a gritar con cierta timidez:


—Querido mío…, doctor…, rápido…, se muere. Soy un asesino. —El joven miró hacia un lado, abrió severamente sus negros ojos y dijo dirigiéndose a alguien—: Soy un asesino, eso es lo que soy.


Luego se echó a llorar, se cogió de los escasos cabellos y comenzó a arrancárselos. Yo vi cómo se arrancaba mechones de pelo, enrollándolos entre los dedos.


—Basta —le dije, y le apreté el brazo.


Alguien se lo llevó. Salieron corriendo unas mujeres.


Alguien más me quitó la pelliza. Me condujeron a través de las alfombras de gala hasta una cama blanca. A mi encuentro, se levantó un médico muy joven. Sus ojos estaban agotados y confundidos. Por un instante brilló en ellos el asombro, al ver que yo era tan joven como él. En realidad nos parecíamos como dos retratos de una misma persona, hechos en un mismo año. Pero después se puso tan contento de verme que incluso se atragantó.


—Qué contento estoy…, colega…, mire…, el pulso se debilita, ve usted. Yo en realidad soy venereólogo. Estoy muy contento de que haya venido…


Sobre un trozo de gasa que estaba encima de la mesa había una jeringuilla y unas cuantas ampollas con un aceite amarillo. El llanto del escribiente llegaba desde fuera; cerraron la puerta y una figura de mujer, vestida de blanco, creció a mis espaldas. El dormitorio estaba en penumbra: habían cubierto parte de la lámpara con un retazo de tela verde. En la sombra verdusca, yacía sobre la almohada un rostro del color del papel. Los cabellos rubios, revueltos, colgaban en mechones. La nariz se había afilado y los orificios estaban tapados por trozos de algodón, rosado a causa de la sangre.


—El pulso… —me susurró el médico.


Cogí la muñeca inanimada y con un gesto ya habitual busqué el pulso. Me estremecí. Bajo mis dedos sentí pulsaciones débiles y seguidas que comenzaron a quebrarse, a convertirse en un hilillo. Como siempre que veía la muerte cara a cara, sentí frío en la parte baja del pecho. Odio la muerte. Tuve tiempo de romper el extremo de la ampolla y de absorber con la jeringuilla el espeso aceite. Pero lo inyecté de una manera maquinal, lo introduje inútilmente bajo la piel del brazo de la muchacha.


Su mandíbula inferior se estremeció, como si se estuviera ahogando, luego se relajó; su cuerpo se contrajo bajo la manta, pareció quedarse inmóvil, y luego también se relajó. El último hilillo se perdió entre mis dedos.


—Ha muerto —le dije al oído al médico.


La figura blanca de cabello cano se desplomó sobre la lisa manta, se apretó contra ella y se estremeció.


—Calle, calle —le dije al oído a aquella mujer vestida de blanco, mientras el médico miraba con angustia hacia la puerta.


—No ha dejado de torturarme —dijo en voz muy baja el médico.


Hicimos lo siguiente: dejamos a la sollozante madre en el dormitorio y, sin decir nada a nadie, nos llevamos al escribiente a una habitación alejada.


Allí le dije:


—Si no se deja inyectar una medicina, no podremos hacer nada. ¡Usted nos atormenta y eso estorba nuestro trabajo!


Entonces el escribiente aceptó. Llorando en silencio se quitó la chaqueta. Le subimos la manga de su elegante camisa de novio y le inyecté morfina. El médico fue a ver a la difunta, supuestamente para ayudarla, y yo me quedé con el escribiente. La morfina ayudó más rápido de lo que me había imaginado. Un cuarto de hora más tarde, el escribiente, quejándose y llorando cada vez más débilmente, comenzó a adormecerse; luego, colocó su lloroso rostro sobre las manos y se quedó dormido. Ya no oyó los ajetreos, los llantos, los murmullos y los ahogados lamentos.


—Escúcheme, colega, es peligroso viajar ahora. Podría extraviarse —me decía el médico, en voz muy baja, en el recibidor—. Quédese, pase la noche aquí…


—No, no puedo. Me marcharé pase lo que pase. Me habían prometido que me llevarían de regreso inmediatamente.


—Le llevarán, pero considérelo…


—Tengo tres enfermos de tifus a los que no puedo abandonar. Debo verlos por la noche.


—Considérelo…


El médico mezcló alcohol con agua y me lo dio a beber; y allí mismo, en el recibidor, me comí un trozo de jamón. Sentí calor en el estómago y disminuyó mi tristeza. Entré por última vez en el dormitorio, miré a la difunta, pasé a ver al escribiente, dejé una ampolla de morfina al médico y, bien abrigado, salí al porche.


La tormenta silbaba, los caballos habían bajado la cabeza, la nieve les azotaba. Una antorcha se agitaba.


—¿Conoce usted el camino? —pregunté, cubriéndome la boca.


—Conozco el camino —contestó muy tristemente el cochero (ya no llevaba el casco)—, pero debería quedarse a pasar la noche aquí…


Hasta las orejeras de su gorro dejaban ver que no tenía ningunas ganas de llevarme.


—Debe quedarse —añadió un segundo hombre, el que sujetaba la encolerizada antorcha—, el tiempo es muy malo.


—Son doce verstas… —gruñí sombríamente—, llegaremos. Tengo enfermos graves… —Y me subí al trineo.


Me arrepiento de no haber añadido que el solo pensamiento de quedarme en una casa donde había sucedido una desgracia, y donde yo era impotente e inútil, me resultaba insoportable.


El cochero se dejó caer resignadamente en el pescante, se acomodó, se balanceó y nos pusimos en marcha hacia el portón. La antorcha desapareció como si se la hubiera tragado la tierra o, quizá, simplemente se apagó. Sin embargo, un minuto más tarde otra cosa llamaba mi atención. Volviéndome con dificultad pude observar que no sólo la antorcha se había desvanecido, sino que Shalométievo entero había desaparecido con todos sus edificios, como en un sueño. Esto me mortificó de manera desagradable.


—Sin embargo es fantástico… —No sé si lo pensé o lo mascullé. Saqué un instante la nariz y la escondí nuevamente, tan malo era el tiempo. El mundo entero se había hecho un ovillo y estaba siendo zarandeado en todas direcciones.


Un pensamiento atravesó mi mente: ¿no sería mejor volver? Pero lo ahuyenté, me acomodé más profundamente aún en el trineo, como si estuviera en una canoa, me encogí y cerré los ojos. De inmediato emergió el retazo de tela verde sobre la lámpara y el rostro pálido. De pronto mi cerebro se iluminó: «Debe haber sido una fractura de la base del cráneo… Sí, sí, sí… ¡Sí!… Justamente eso!» Se encendió en mí la confianza de que ése era el diagnóstico correcto. Pero ¿para qué servía? En ese momento ya no servía para nada y antes tampoco hubiera servido. ¡Qué se puede hacer con una cosa así! ¡Qué destino tan terrible! ¡Qué absurdo y tremendo es vivir en el mundo! ¿Qué ocurrirá ahora en casa del agrónomo? ¡Sólo pensarlo era desagradable y angustioso! Luego comencé a compadecerme: qué difícil era mi vida. La gente en estos momentos duerme, las estufas están encendidas y yo, una vez más, no he podido siquiera terminar de bañarme. La borrasca me lleva como si fuera una hoja. Ahora llegaré a casa y, con toda seguridad, me llevarán de nuevo a algún sitio. Yo soy uno, y los enfermos son miles… Pescaré una pulmonía y moriré en estos lugares… Así, después de haberme compadecido de mí mismo, me sumergí en las tinieblas, pero ignoro cuánto tiempo pasé en ellas. Esta vez no fui a dar a baños, y comencé a sentir frío. Cada vez más frío, cada vez más.


Cuando abrí los ojos, vi una espalda negra y después caí en la cuenta de que no nos movíamos.


—¿Hemos llegado? —pregunté abriendo más los ojos.


El negro cochero se movió apesadumbrado. Bajó del pescante y me pareció que el viento le hacía girar en todas direcciones. De pronto, sin el menor respeto dijo:


—Hemos llegado… Hemos llegado… Debió haber hecho caso a la gente… ¡Ya lo ve! Nos moriremos nosotros y los caballos también…


—¿No encuentra el camino? —Sentí frío en la espalda.


—De qué camino habla —respondió el cochero con voz desolada—… ahora todo el ancho mundo es un camino para nosotros. Nos hemos perdido por nada… Llevamos viajando cuatro horas, ¿y adonde?… Ya ve lo que nos ha pasado…


Cuatro horas. Comencé a hurgar en mis bolsillos, palpé mi reloj y saqué las cerillas. ¿Para qué? Fue inútil, ni una sola cerilla se encendió. Al frotarla se inflama, pero inmediatamente se apaga el fuego.


—Le he dicho que son cuatro horas —dijo con aire fúnebre el hombre—, ¿qué haremos ahora?


—¿En dónde nos encontramos?


La pregunta era tan tonta que el cochero no juzgó necesario responderla. Se volvía en distintas direcciones, pero por momentos me parecía que él se encontraba inmóvil y era yo quien daba vueltas en el trineo. Salí con dificultad y enseguida descubrí que la nieve me llegaba hasta las rodillas. El caballo de atrás estaba hundido hasta el vientre en un montón de nieve. Sus crines colgaban como el cabello de una mujer con la cabeza descubierta.


—¿Se han parado ellos solos?


—Sí. Están agotados…


De pronto me acordé de algunos relatos y, por alguna razón, sentí rabia contra Tolstoi.


«El vivía muy tranquilo en Yásnaia Poliana —pensé—, a él no le llevaban a visitar moribundos…»


Tuve lástima del bombero y de mí. Luego sentí de nuevo una llamarada de miedo salvaje, pero la apagué en mi pecho.


—Eso es cobardía… —murmuré entre dientes.


Y una energía impetuosa apareció en mí.


—Mire, buen hombre —comencé a decir, sintiendo que los dientes me castañeteaban—, no debemos desalentarnos, porque nos perderemos, nos perderemos irremediablemente. Los caballos han estado parados y han descansado un poco; debemos seguir adelante. Camine usted y lleve las riendas del caballo delantero. Yo conduciré el trineo. Tenemos que salir de aquí o nos sepultará la nieve.


Las orejeras de su gorra tenían un aspecto desesperado, pero el cochero, de todas formas, se arrastró hacia adelante. Cojeando y hundiéndose en la nieve logró llegar hasta el primer caballo. Nuestra salida de allí me pareció infinitamente larga. La figura del cochero se desvanecía, mientras la nieve seca de la tormenta me golpeaba en los ojos.


—Arre —gimió el cochero.


—¡Arre! ¡Arre! —grité yo, haciendo restallar las riendas.


Poco a poco los caballos se pusieron en movimiento y comenzaron a patalear en la nieve. El trineo se balanceaba, como si estuviera sobre una ola. El cochero a veces crecía, a veces se empequeñecía: caminaba hacia adelante.


Aproximadamente durante un cuarto de hora nos movimos de esa manera, hasta que por fin sentí que el trineo crujía de una manera más regular. La alegría brotó en mí cuando vi cómo aparecían y desaparecían los cascos traseros de los caballos.


—¡Hay poca profundidad, es el camino! —grité.


—Uhu… hu… —respondió el cochero, que vino cojeando hacia mí y recuperó su estatura normal—. Parece que sí es el camino —añadió con alegría, incluso con una especie de trino en la voz—. Mientras no nos volvamos a perder… Ojalá…


Cambiamos de lugar. Los caballos marcharon con mayor viveza. Me pareció que la tormenta, como si se hubiera reducido, comenzó a debilitarse. Pero arriba y a los lados no había nada, nada, excepto la niebla. Había perdido la esperanza de llegar precisamente al hospital. Quería llegar a algún sitio. Un camino siempre conduce a algún sitio habitado.


Los caballos de pronto tiraron con más fuerza y movieron sus patas con mayor rapidez. Me alegré, aun sin conocer la causa de su conducta.


—¿Quizá han olfateado una vivienda? —pregunté.


El cochero no me contestó. Me levanté en el trineo y comencé a observar a mi alrededor. Un sonido extraño, melancólico y amenazador surgió de algún lugar de la niebla, pero se apagó rápidamente. Por alguna razón tuve una sensación desagradable y me acordé del escribiente y de cómo emitía gemidos agudos con la cabeza entre las manos. De pronto a mi derecha distinguí un punto oscuro que fue creciendo hasta tener el tamaño de un gato negro. Creció aún más y se acercó. El bombero de pronto se volvió hacia mí y cuando lo hizo me di cuenta de que su mandíbula temblaba; preguntó:


—¿Ha visto, ciudadano doctor…?


Un caballo se dirigió a la derecha, otro a la izquierda, el bombero cayó encima de mis piernas, lanzó un grito, se enderezó y comenzó a tirar de las riendas. Los caballos resoplaron y se desbocaron. Con sus patas levantaban bolas de nieve, las arrojaban, galopaban irregularmente, temblaban.


Varias veces sentí un escalofrío que me recorría el cuerpo. Dominándome, metí la mano en mi pecho y saqué la Browning, maldiciéndome por haber dejado en casa el segundo cargador. Si no había aceptado quedarme a dormir, ¡¿por qué no había cogido una antorcha?! Imaginé la esquela en el periódico, con mi nombre y el del desdichado bombero.


El gato adquirió el tamaño de un perro y se deslizaba relativamente cerca del trineo. Me volví y vi, ya muy cerca de nosotros, una segunda alimaña de cuatro patas. Puedo jurar que tenía las orejas puntiagudas y que corría con enorme facilidad detrás del trineo. Había algo amenazador y descarado en sus esfuerzos. «¿Es una manada o son sólo dos animales?», pensé, y ante la palabra «manada» el calor me inundó debajo de la pelliza y los dedos de mis manos se desentumecieron.


—Sujétate con fuerza y controla los caballos, voy a disparar —dije con una voz ajena, desconocida para mí.


El cochero sólo dio un grito en respuesta y encogió la cabeza entre los hombros. Vi un resplandor y oí un estrépito ensordecedor. Disparé una segunda y una tercera vez. No recuerdo cuánto tiempo fui zarandeado en el fondo del trineo. Oía el salvaje y estridente resoplido de los caballos y apretaba la Browning. Mi cabeza se golpeó contra algo cuando intentaba salir del heno y, mortalmente asustado, pensaba que de un momento a otro se me echaría encima un cuerpo enorme y musculoso. Ya me imaginaba mis entrañas destrozadas…


En ese momento el cochero gritó:


—¡Por fin! ¡Por fin! Allí está…, allí… Señor, sálvanos, sálvanos…


Por fin conseguí librarme de la pesada pelliza de piel de cordero, saqué los brazos, me levanté. No había fieras negras por ningún lado. La nieve caía y en medio de aquella rala cortina centelleaba el ojo más encantador, ese que yo hubiera reconocido entre miles, y que reconocería aun ahora: centelleaba el farol de mi hospital. «Es mucho más hermoso que un palacio…», pensé, y de pronto, en éxtasis, disparé dos veces más hacia atrás, hacia el lugar donde habían desaparecido los lobos.


* * *

El bombero estaba de pie en mitad de la escalera que partía de la parte baja del magnífico apartamento del médico, yo me encontraba en la parte alta de esa escalera y Axinia, cubierta por una pelliza, abajo.


—Agasájeme —dijo el cochero—, para que la próxima vez… —Pero no terminó de hablar, bebió de un trago el alcohol mezclado con agua y lanzó un horrible graznido. Luego se volvió hacia Axinia y añadió, abriendo los brazos todo cuanto le permitía su constitución—: ¡De este tamaño…!


—¿Ha muerto? ¿No han podido salvarla? —me preguntó Axinia.


—Ha muerto —respondí con indiferencia.


Un cuarto de hora más tarde todo estaba en silencio. La luz se apagó en la parte baja. Me quedé solo arriba. Por alguna razón sonreí convulsivamente, me desabotoné la camisa, la volví a abotonar, me dirigí hacia la estantería de los libros, saqué un tomo de cirugía con la intención de leer algo acerca de las fracturas en la base del cráneo, pero dejé el libro.


Cuando me desvestí y me metí debajo de las mantas, un temblor se apoderó de mí durante más de medio minuto y luego desapareció; el calor se extendió por todo mi cuerpo.


—Agasájeme —balbuceé mientras me quedaba dormido—, pero no volveré a ir…


—Irás…, claro que irás… —silbó burlonamente la tormenta. Pasó con estruendo sobre el tejado, cantó en el tubo de la chimenea, salió volando de allí, murmuró algo detrás de la ventana y luego desapareció.


—Irás… Irás… —marcaba el reloj, pero los sonidos eran cada vez más apagados, más apagados…


Nada más. El silencio. El sueño.





Ilustración: Jozef Marian Chelmonski

martes, 21 de octubre de 2025

Paludismo (Víctor Cáceres Lara)






La noche iba poniendo oscuros toques de angustia en los ángulos de la habitación destartalada donde el aire penetraba sometido a racionamiento riguroso y donde la luz, aun en la hora más soleada del día, no alcanzaba a iluminar plenamente. Afuera, sonaba como temeroso de ser oído el chorro imperceptible de una llave de agua mal cerrada. La única llave para la sed de infinidad de personas que habitaban la misma cuartería. Un niño imploraba pan a voz en cuello y la madre —posiblemente por la desesperación— le contestaba su pedido con palabras groseras:


—¡Callate, jodido… nadie ha comido aquí!


Ella, la enferma del cuarto destartalado, veía cómo la poca luz iba terminándose; no disponía de alumbrado eléctrico y el aceite de la humilde lámpara estaba casi agotado. Ella no sentía ni un hilo de fuerza en sus músculos, ni una emanación tibia dentro de sus venas vacías. Un frío torturante iba subiéndole por las carnes enflaquecidas; ascendía por su cintura otrora flexible y delicada como los mimbres silvestres y se apoderaba de su corazón que entonces parecía enroscarse de tristeza, estallando en una plegaria muda, temblorosa de emoción reconcentrada.


La luz del día terminaba lentamente. En la calle se oían pisadas de gentes que iban, en derroche de vida, camino de la diversión barata: del estanco consumidor de energías y centavos; del burdel lleno de carne pútrida vendida a alto precio; en fin, de toda esa sarta de distracciones que el pobre puede proporcionarse en nuestro medio y que, a la larga, lejos de ocasionar gozo o contento, acarrea desgaste, enfermedad, miseria, desamparo, muerte…


Ella, ahora, en la tarde que afuera tenía gorjeos alegres, se sentía morir. Sentía que la “pálida” se enroscaba en su vida e iba asfixiándola lenta, implacable, seguramente, mientras un frío terrible le destrozaba los huesos y le hacía tamborilear enloquecidamente las sienes.


Abandono total en torno de ella. Nadie llegaba con una palabra, con un mendrugo de cariño, con un vaso de leche. Ella misma tenía que salir, entre uno y otro de los fríos de la fiebre, a buscarse el pedazo de tortilla dura que comía, vacío en la imposibilidad de comprarse un poco de con qué. En sus salidas pedía limosnas y las había estado obteniendo de centavo en centavo, tras de sufrir horribles humillaciones.


Y ella no podía explicarse el porqué del abandono que sufría… Fue ella siempre buena con el prójimo. Fue siempre caritativa y dadivosa. Por sus vecinas hizo siempre lo que pudo: a los niños los adoró siempre, quizá porque no pudo tenerlos. Pero era posible que la vieran muy delgada, muy amarilla. Quizá la oían toser y pensaban que estaba tísica. Ella sabía que la mataba el paludismo¹. Pero, ¿cómo hacer para que los demás no creyeran otra cosa? Mientras tanto había que sufrir, que esperar el momento definitivo en que cesaran sus negras penas, sus infructuosas peregrinaciones, su terrible sangrar de plantas recorriendo los pedregales del mundo…


En el techo empezaban a bailotear sombras extrañas; las sienes la martillaban más recio y su vista se le iba hacia lejanías remotas, una lejanía casi imprecisa ya, casi sin contornos, pero que al evocarla en lánguida reminiscencia, la hacía sentir una voz de consuelo y resignación abriendo trocha de luz en lo más puro y en lo más íntimo de su vida.


Vivía entonces sus días de infancia en la aldea remota que atesoraba fragancia tonificante de pinos; música de zorzales enamorados; olor de terneritos retozones; cadencia de torrentes despeñados; frescura de sabanetas empapadas de rocío; pureza de sencilleces campesinas impregnadas de salves y rosarios devotísimos.


En la aldea lozana y cándida vio cómo se levantaban sus senos robustos y cómo le vibraban las carnes a los impulsos primeros del amor, del amor sencillo, sin complicaciones civilizadas, pero con las dulzuras agrestes de los idilios de Longo. Después, sus anhelos por venirse hacia la costa soñada, insinuación de dichas y perspectiva en brazos de promesa cuando desde la lejanía se sueña.


Las ilusiones prendían grandes fogatas en su mente sencilla y buena y los llamados del instinto empezaban a quemar sus carnes morenas, turgentes, con un fuego distinto al del generoso sol de los trópicos. Empezó a deleitarse en la propia contemplación cuando, libre de la prisión del vestido, surgía a la luz la soberbia retadora de su cuerpo y cuando crespos por la cosquilla de la brisa, como dos conos de fuego, se le escapaban los pechos de la prisión delicada de la blusa.


Entonces conoció al hombre que avivó su fuego interior y la predispuso a la aventura en tentativa de dominar horizontes. Oyó la invitación de venirse a la costa como pudo haber oído la de irse para el cielo. El hombre le gustaba por fuerte, por guapo, por chucano. Porque le ofrecía aquello que ella quería conocer: el amor y, además del amor, la Costa Norte.


—Allá —le decía él— los bananos crecen frondosos, se ganan grandes salarios y pronto haremos dinero. Tú me ayudarás en lo que puedas y saldremos adelante.


—¿Y si alguna mujer te conquista y me das viaje?


—¡De ninguna manera, mi negra, yo te quiero solo a ti y juntos andaremos siempre!… Andaremos en tren… En automóvil… Iremos al cine, a las verbenas, en fin, a todas partes…


—¿Y son bonitos los trenes?


—¡Como gusanones negros que echaran humo por la cabeza, sabes! Allí va un gentío, de campo en campo, de La Lima al Puerto. Un hombre va diciendo los nombres de las estaciones: “¡Indiana!… ¡ Mopala!… ¡Tibombo!… ¡Kele-Kele!…” ¡Es arrechito! ¡Lo vas a ver!


Ella deliraba con salir del viejo pueblo de sus mayores. Amar y correr mundo. Para ella su pueblo estaba aletargado en una noche sin amanecer y de nada servía su belleza, acodada junto al riachuelo murmurante de encrespado lecho de riscos y de guijas. Quería dejar el pueblito risueño donde pasó sus años de infancia y donde el campo virgen y la tierra olorosa pusieron en su cuerpo fragancias y urgencias vitales. Así fue como emprendió el camino, cerca de su hombre, bajando estribaciones, cruzando bulliciosos torrentes, pasando valles calcinados por un sol de fuego entre el concierto monótono de los chiquirines que introducía menudas astillitas en la monorritmia desesperante de los días.


¡Y qué hombre era su hombre! Por las noches de jornada, durmiendo bajo las estrellas, sabía recompensarle todas sus esperanzas, todos sus sueños y todos sus deseos. A la hora en que las tinieblas empezaban a descender sobre los campos, cuando la noche era más prieta y más espesa, cuando la aurora empezaba a regar sus arreboles por la lámina lejana del Oriente… Ella sentía la impetuosidad, el fuego, la valentía, el coraje indomeñable de su hombre y sentía que su entraña se le encrespaba en divinos palpitos de esperanza y de orgullo.


Llegaron, por fin, a La Lima y empezó la búsqueda de trabajo. Demetrio lo obtenía siempre porque por sus chucanadas era amigo de capitanes, taimkípers y mandadores, pero lo perdía luego porque en el fondo tenía mal carácter y por su propensión marcada a los vicios. Montevista, Omonita, Mopala, Indiana, Tibombo, los campos del otro lado… en fin, cuanto sitio tiene abierto la Frutera conoció la peregrinación de ellos en la búsqueda de la vida. Unas veces era en las tareas de chapia, otras como cortero o juntero de bananos; después como irrigador de veneno, cubierto de verde desde la cabeza hasta los pies. Siempre de sol a sol, asándose bajo el calor desesperante que a la hora del mediodía hacía rechinar de fatiga las hojas de las matas de banano. Por las noches el hombre regresaba cansado, agobiado, mudo de la fatiga que mordía los músculos otrora elásticos como de fiera en las selvas.


En varias oportunidades enfermó él de paludismo, y, para curarse, acudía con más frecuencia al aguardiente. Todo en vano: la enfermedad seguía, y suspender el trabajo era morirse de hambre. Trabajaban por ese tiempo en Kele-Kele. Ella vendía de comer y él tenía una pequeña contrata. Una noche de octubre los hombres levantaban el bordo poniéndole montañas de sacos de arena. Las embestidas del Ulúa eran salvajes. Las aguas sobrepasaban el nivel del dique y Demetrio desapareció entre las tumultuosas aguas que minuto a minuto aumentaba el temporal.


Quedó sola y enferma. Enferma también de paludismo. Con un nudo en el alma dejó los campos y se fue al puerto. Anduvo buscando qué hacer y solo en Los Marinos pudo colocarse en trabajos que en nada la enorgullecían sino que ahora, al evocarlos, le hacían venir a la cara los colores de la vergüenza. Miles de hombres de diferente catadura se refocilaban en su cuerpo. Enferma y extenuada, con el alma envenenada para siempre, dejó el garito y vino a caer a San Pedro Sula. El paludismo no la soltaba, cada día las fiebres fueron más intensas y ahora se encontraba postrada en aquel pobre catre, abandonada de todos, mientras la luz se iba y sombras atemorizadas le hacían extrañas piruetas cabalgando en las vigas del techo.


Sus ojos que supieron amar, son ahora dos lagos resecos donde solo perdura el sufrimiento; sus manos descarnadas, no son promesa de caricia ni de tibieza embrujadora; sus senos flácidos casi ni se insinúan bajo la zaraza humilde de la blusa; pasó sobre ella el vendaval de la miseria, y se insinúa, como seguridad única, la certeza escalofriante de la muerte.


En la calle, varios chiquillos juegan enloquecidos de júbilo. Una pareja conversa acerca del antiguo y nuevo tema del amor. Un carro hiere el silencio con la arrogancia asesina de su claxon. A la distancia, el mixto deja oír la estridencia de su pito, y la vida sigue porque tiene que seguir…





Ilustración: Hans Silvester

lunes, 20 de octubre de 2025

La estatua de bronce (Juan Vicente Camacho)






 I


Era Alberto uno de esos hombres que vienen al mundo para ocupar un lugar distinguido en la sociedad; así le abundaban las cualidades morales como se aventajaba en prendas físicas. Era alto, bien formado, de miembros delgados y nerviosos. Tenía ojos de mirada penetrante y fuego irresistible, una boca que envidiaría una niña de quince años, y una fisonomía llena de fuego e inspiración. Largos cabellos negros ondeaban, naturalmente rizados, sobre un cuello que un estatuario pondría sobre los hombros de un Apolo, y en su apuesta y gentil presencia se descubría la finura aristocrática y el porte de un hombre del gran mundo.


En el momento en que le conocemos está sentado junto a una mesa cubierta por un tapiz de terciopelo oscuro, en esta mesa se ven con profusión objetos de artes y ciencias diseminados por todas partes; cartas geográficas, planos principiados, instrumentos de matemáticas, pinceles, paletas, trozos de mármol y aves disecadas. En toda la habitación se encuentran los mismos objetos, más o menos: caballetes de pintor, cuadros antiguos, arreos de caza, esqueletos humanos, cinceles y estatuas de estuco, madera y mármol, rotas las unas, principiadas las otras y ninguna concluida.


Pero lo más notable que se ve en el centro de aquel salón, colgado y entapizado con un gusto exquisito, es una estatua colosal de bronce de un trabajo perfecto y acabado. Representa a Venus, la voluptuosa protectora del amor en el momento de recibir una ofrenda. Su cuerpo, de formas redondas, mórbidas y tentadoras, está ligeramente inclinado; tiene un brazo extendido con gracia como para aceptar lo que le ofrecen y con el otro se cubre ruborosa el seno. Respira aquella obra maestra un perfume de amor indefinible; y en sus ojos sin pupilas, en su boca entreabierta, en sus formas de una belleza ideal, hay ese encanto irresistible que tanto conmueve al artista.


Alberto se levantó de su asiento y con lento paso cruzando los brazos se puso a contemplar con un interés imposible de describir la hermosa Venus; sus labios se agitaban como como si murmurara una oración, y de vez en cuando hondos suspiros salían de su pecho. Encantadora imagen, la decía:


Tú que un tiempo el amoroso culto

del universo entero recibías;

tú que la dicha al corazón volvías

de los que te imploraban en tu altar;

tú que en carro de nítidas neblinas

al vago aliento del Olimpo fuiste;

tú que vida del alma recibiste

en las revueltas ondas del mar:


Yo te adoro, ángel nacido

de las espumas del mar;

si otros te dan al olvido

yo animoso te he erigido

en mi corazón un altar.


Y arrodillado ante la estatua, derramaba lágrimas ardientes, y arrebatado por el impulso de su delirio posaba sus labios de fuego en los helados labios de la Venus de bronce. Hablaba con la inanimada diosa como si fuera su desposada; la hacía mil protestas de ternura y de amor eterno, y de tal modo estaba dominado de su febril emoción que sin reparar lo que hacía, puso un magnífico anillo en los dedos de la Venus, en prueba de su amor imperecedero.


II


Desconsolada la noble familia de Alberto de su estado lastimoso, buscaba en vano los médicos más hábiles para librarle de la fiebre tenaz que le devoraba. Todo era inútil. Alberto solo pasaba algunas horas tranquilas cuando le permitían ir a su gabinete, pero desde el instante en que le alejaban de ahí, empezaba el delirio y la calentura. Su buen padre resolvió que hiciera algunos viajes, acompañado de un amigo de colegio, porque el honrado anciano temía que su hijo estuviera dominado por una pasión desgraciada, no pudiendo concebir que una Venus de bronce fuera capaz de volverle el juicio.


Partió en efecto Alberto en unión de su amigo, y seguramente la variedad de objetos, el placer del movimiento, las novedades que le sorprendían en otros países, efectuaron la curación de que habían desistido los más nombrados profesores. Con lágrimas de gozo recibió el anciano padre a Alberto, un año después de su partida, sano de sus pasadas manías.


Ya frisaba el joven los treinta años, y su padre sintiendo ya el fin de sus cansados días, le dijo una tarde que había ajustado su matrimonio con una rica y hermosa joven, y que no aguardaba más que su asentimiento para efectuar el enlace.


—Lo que haga usted está bien hecho, le contestó el hijo.


III


Pocos días después se oía en los salones del padre de Alberto el estruendo de la música, el rumor alegre del festín. Brillantes luminarias lanzaban sus reflejos usurpando las luces del día y una numerosa concurrencia se entregaba al placer del baile. Alberto se casaba esa noche y recibía de sus amigos felicitaciones y apretones de manos: era feliz.


Pronto concluyó el festín: que nada acaba más de prisa que el placer, y Alberto estaba departiendo con su esposa, solos, felices y olvidados del mundo. Ella había puesto un riquísimo anillo en los dedos de su esposo y este quiso darla en prenda de su amor una sortija que le era sagrada por haberla recibido de su madre. Entró con su esposa en el gabinete que ya conocemos, y ambos se acercaron a la magnífica Venus que aparecía como una figura siniestra en la media luz de la habitación. En su brazo extendido brillaba como un lucero el diamante de Alberto.


Fue este a arrancarle el anillo y quedó trémulo y sin color, y a no ser por su novia hubiera caído sin conocimiento. La Venus había apretado sus dedos fríos para no dejarle arrancar la prenda.


Un sudor helado corrió por la frente de la desposada, que trémula y vacilante se acercó a la estatua para quitarle el gaje de su esposo. La colosal figura extendió sus brazos y estrechando contra su seno a la desgraciada joven la ahogó. La pobre niña no lanzó ni un grito, dobló su frente, todavía coronada con sus azahares virginales y expiró tranquilamente.


Alberto dio un grito horroroso, sus ojos se fijaron de un modo horrible como si quisiera saltar de sus órbitas, y arrancándose los cabellos con desesperación cayó en el pavimento. Entonces llegó a su oído una voz espantosa que le dijo:


Yo te adoro, ángel nacido

de las espumas del mar;

si otros te dan al olvido,

yo amoroso te he erigido

en mi corazón un altar.


Se levantó frenético, arrojó la estatua del pedestal que rodó, poniendo en sus brazos un cuerpo helado: era el de su esposa. El infeliz cayó de rodillas en el pavimento, lanzando un grito que no se puede describir. Estaba loco.





Ilustración: Kathy Stecko

domingo, 19 de octubre de 2025

La aventura de un miope (Italo Calvino)

 




Amilcare Carruga era todavía joven, no carente de recursos, sin exageradas ambiciones materiales o espirituales: nada le impedía pues gozar de la vida. Y, sin embargo, observó que desde hacía un tiempo la vida para él iba perdiendo, imperceptiblemente, su sabor. Cosas de nada, como por ejemplo mirar a las mujeres por la calle; en otros tiempos solía comérselas con los ojos, ávido; ahora tal vez trataba instintivamente de mirarlas, pero en seguida le parecía que pasaban como ráfagas, sin producirle ninguna sensación, y bajaba indiferente los párpados. De las ciudades nuevas, que en otros tiempos le exaltaban —como estaba en el comercio, viajaba a menudo—, ahora solo notaba las molestias, la confusión, la desorientación. Antes, por las noches —vivía solo—, solía ir al cine: se divertía, cualquiera que fuese el film; el que va al cine todas las noches es como si viese un único gran film todo seguido: conoce a todos los actores, inclusive los característicos y los extras, y ya eso de reconocerlos cada vez es divertido. Bueno, pues ahora también en el cine todas esas caras le parecían descoloridas, chatas, anónimas; se aburría.


Por fin comprendió. Es que era miope. El oculista le recetó un par de gafas. A partir de ese momento su vida cambió, se volvió mil veces más rica de interés que antes.


El solo hecho de calarse las gafas era cada vez una emoción. Estaba, pongamos por caso, en una parada de tranvía, y le asaltaba la tristeza de que todo a su alrededor, personas y objetos, fuesen tan comunes, triviales, gastados por ser como eran, y él allí, a tientas en medio de un blando mundo de formas y colores casi deshechos. Se ponía las gafas para leer el número del tranvía que llegaba y entonces todo cambiaba; las cosas más corrientes, un poste eléctrico, se dibujaba con tantos detalles minúsculos con líneas tan nítidas, y las caras, las caras desconocidas, se llenaban de pequeños signos, puntitos de barba, granos, matices de expresión antes insospechados; y se sabía de qué tela estaban hechos los vestidos, se adivinaba el tejido, se espiaba el desgaste de los bordes. Mirar se convertía en una diversión, un espectáculo; no el hecho de mirar esto o aquello: mirar. Así Amilcare Carruga olvidaba fijarse en el número del tranvía, dejaba pasar uno tras otro, o bien subía en uno equivocado. Veía tal cantidad de cosas que era como si no viese ninguna. Poco a poco tuvo que hacerse a la costumbre, aprender desde el principio lo que era inútil mirar y lo que era necesario.


Además, las mujeres que cruzaba por la calle y que se le habían reducido a impalpables sombras desenfocadas, ahora el poder verlas con el juego exacto de llenos y vacíos que hacen sus cuerpos al moverse dentro de los vestidos, y evaluar la frescura de la piel, y la calidez contenida de la mirada, ya no le parecía solo una manera de verlas sino francamente de poseerlas. Caminaba a veces sin gafas (no siempre se las ponía, para no fatigarse inútilmente, sino solo para mirar de lejos) y entonces, más allá, en la acera se perfilaba una chaqueta de colores vivos. Con un gesto ya automático, Amilcare sacaba rápidamente las gafas del bolsillo y se las calaba en la nariz. Esta indiscriminada avidez de sensaciones era a menudo castigada: podía ser una vieja. Amilcare Carruga se volvió más cauto. Y a veces una mujer que se acercaba le parecía, por los colores, por la manera de andar, modesta, insignificante, indigna de consideración; no se ponía las gafas; pero cuando se cruzaban y se rozaban se daba cuenta de que había en ella algo que lo atraía fuertemente, quién sabe que, y le parecía que percibía en aquel instante una mirada de ella como de espera, quizá la mirada que ya desde su aparición le había echado y él no lo había advertido; pero ahora era tarde, había desaparecido en el cruce, había subido al autobús, se alejaba más allá del semáforo, y él no sabría reconocerla más. Así, través de la necesidad de las gafas, iba aprendiendo lentamente a vivir.


Pero el mundo más nuevo que le abrían las gafas era el de la noche. La ciudad nocturna, antes envuelta en informes nubes de oscuridad y de claridad coloreada, ahora revelaba divisiones exactas, relieves, perspectivas; las luces tenían contornos precisos, los carteles de neón, antes inmersos en un halo indistinto, se escondían ahora letra por letra. Lo bueno de la noche era sin embargo que ese margen de indeterminación que los lentes a la luz del día suprimían, perduraba: a Amilcare Carruga le venían ganas de ponerse las gafas y entonces se daba cuenta de que ya las llevaba puestas; la sensación de plenitud no era nunca comparable a la punzada de insatisfacción; la oscuridad era un terreno blando y sin fondo donde nunca se cansaba de cavar. Desde las calles, sobre las casas recortadas de ventanas amarillas, por fin cuadradas, alzaba los ojos hacia el cielo estrellado, y descubría que las estrellas no se achataban contra el fondo del cielo como huevos rotos, sino que eran agudísimos tajos de luz que abrían a su alrededor infinitas lejanías.


Estas nuevas preocupaciones sobre la realidad del mundo exterior no estaban separadas de las preocupaciones sobre lo que él mismo era, debidas siempre al uso de las gafas. Amilcare Carruga no se daba a sí mismo mucha importancia, pero como sucede a veces justamente con las personas más modestas, estaba sumamente encariñado con su manera de ser. Ahora bien, el paso de la categoría de los hombres sin gafas a la de los hombres con gafas parece poca cosa, pero es un salto muy grande. Si piensas que cuando alguien que no te conoce y trata de definirte, lo primero que dice es: «un tipo con gafas», ese detalle accesorio, que quince días antes te era completamente ajeno, se convierte en tu primer atributo, se identifica con tu esencia misma. A Amilcare, tontamente si se quiere, convertirse así, de pronto, en «un tipo con gafas», le fastidiaba un poco. Pero no es tanto eso: es que basta que empiece a insinuarse en ti la duda de que todo lo que a ti se refiere es puramente accidental, susceptible de transformación, que podrías ser completamente diferente y no importaría nada, para que por ese camino llegues a pensar que existas o no, da lo mismo, y que de ahí a la desesperación media un paso breve. Por lo tanto Amilcare cuando tuvo que escoger un modelo de montura, instintivamente optó por una de las más finas, minimizadora, apenas un par de delgadas patillas plateadas que sostienen desde arriba los cristales desnudos y con un puentecillo que los une sobre el tabique nasal. Así anduvo un tiempo; después se dio cuenta de que no era feliz; si llegaba a verse inadvertidamente en un espejo con las gafas puestas, sentía una viva antipatía por su cara, como si fuera esa típica cara de cierta clase de personas que le era ajena. Eran justamente esas gafas tan discretas, ligeras, casi femeninas las que le hacían parecer más que nunca «un tipo con gafas», alguien que no ha hecho otra cosa que llevar gafas toda la vida, al punto de que ya no se nota que las lleva. Las gafas pasaban a formar parte de su fisonomía, se amalgamaban a sus rasgos, y así se atenuaba todo contraste natural entre lo que era su cara —una cara cualquiera pero una cara al fin— y lo que era un objeto extraño, un producto de la industria.


No le gustaban, y por lo tanto no tardaron en caer y romperse. Compró otro par. Esta vez orientó su elección en sentido opuesto: compró un par con montura de plástico negro, de dos dedos de ancho, con unas bisagras que sobresalían de los pómulos como anteojeras de caballo, con unas patillas tan pesadas como para doblar el pabellón de la oreja. Era una especie de antifaz que le ocultaba media cara, pero debajo sentía que era él mismo: no cabía duda de que él era una cosa y las gafas otra, completamente separada; estaba claro que solo ocasionalmente se ponía las gafas y que sin ellas era un hombre totalmente distinto. Volvió —en la medida en que su naturaleza se lo permitía— a ser feliz.


Ocurrió que en aquel momento tuvo que ir, por ciertos asuntos a V. Era V. la ciudad natal de Amilcare Carruga y allí había transcurrido su juventud. Pero se había marchado hacía diez años y sus regresos habían sido cada vez más pasajeros y esporádicos, y ahora había estado varios años sin poner los pies en V. Ya se sabe qué sucede cuando uno se separa de un ambiente donde ha vivido mucho tiempo: cuando regresas de tarde en tarde, te sientes como un extraño, parece que las aceras, los amigos, las conversaciones de café, o son todo o ya no pueden ser nada, o los sigues día a día o no consigues volver a entrar, y la idea de reaparecer después de demasiado tiempo inspira algo como un remordimiento que rechazas. De modo que poco a poco Amilcare había dejado de buscar ocasiones para volver a V., y después, cuando se presentaron las ocasiones, las dejó caer y al final directamente las evitó. Pero en los últimos tiempos, en esa actitud negativa hacia su ciudad natal entraba, además del estado de ánimo que acabamos de descubrir, ese sentimiento de desamor general que experimentaba y que había identificado con el progreso de su miopía. Tanto es así que ahora que a causa de las gafas se encontraba en un estado de ánimo nuevo, aprovechando al vuelo la primera oportunidad que se le presentaba de volver a V., había decidido ir.


V. se le apareció bajo una luz completamente distinta a la de sus últimas visitas. Pero no por los cambios: sí, la ciudad estaba muy transformada, construcciones nuevas por todas partes, tiendas y cafés y cines completamente diferentes de los de antes, los jóvenes que, ¿quién los conoce?, y un tráfico el doble del de antaño. Pero todo lo nuevo no hacía más que acentuar y volver más reconocible lo viejo, en una palabra, por primera vez Amilcare Carruga conseguía ver la ciudad con los ojos de cuando era niño, como si la hubiera dejado el día antes. Con las gafas veía una infinidad de detalles insignificantes, por ejemplo cierta ventana, cierta balaustrada, es decir, tenía conciencia de verlas, de escogerlas en medio de todo el resto, cuando antes las veía sin más. Para no hablar de las caras: un vendedor de periódicos, un abogado, algunos envejecidos, otros tal cual. Parientes propiamente dichos en V. ya no le quedaban; y el grupo de amigos más íntimos hacía también tiempo que se había dispersado; pero conocidos los tenía en cantidad, no habría sido posible otra cosa en una ciudad tan pequeña —como era cuando él vivía— donde se puede decir que todos se conocían, por lo menos de vista. Ahora la población había aumentado mucho, había habido también —como en todos los centros privilegiados de Italia del norte— una inmigración de meridionales, la mayoría de las caras que Amilcare encontraba eran desconocidas pero justamente por eso tenía la satisfacción de distinguir a primera vista los antiguos habitantes, y le venían a la memoria episodios, relaciones, sobrenombres.


V. era una de esas ciudades de provincia en las que se conservaba la costumbre del paseo vespertino por la calle principal, y en eso nada había cambiado desde los tiempos de Amilcare. De las dos aceras, como sucede siempre en estos casos, en una fluía una corriente ininterrumpida de paseantes, en la otra menos. En sus tiempos, Amilcare y sus amigos, por una especie de anticonformismo, paseaban siempre por la acera menos concurrida, y desde ella lanzaban ojeadas y saludos y piropos a las muchachas que pasaban por la otra. Amilcare se sentía ahora como entonces, su excitación era incluso mayor, y echó a andar por su antigua acera, mirando a toda la gente que pasaba.


Encontrar a personas conocidas esta vez no lo ponía incómodo sino que le divertía, y se apresuraba a saludarlas. Con algunos le hubiera gustado detenerse a intercambiar unas palabras, pero por la calle principal de V., con sus aceras tan estrechas, con la gente apretujada que empujaba hacia adelante, y ahora con la circulación de vehículos mucho más intensa, ya no se podía ni caminar como antes por en medio de la calzada y atravesar la calle por donde se quisiera. En una palabra, el paseo se hacía o demasiado deprisa o demasiado lentamente, sin libertad de movimientos, Amilcare tenía que seguir la corriente o remontarla con esfuerzo, y cuando entreveía una cara conocida apenas tenía tiempo de hacer un gesto de saludo antes de que desapareciera, y no lograba siquiera saber si lo habían visto o no.


En ésas estaba cuando se encontró con Corrado Strazza, su compañero de escuela y de billar durante muchos años. Amilcare le sonrió e hizo incluso un amplio ademán con la mano. Corrado Strazza se acercaba mirándolo, pero era como si la mirada lo traspasase sin detenerse, y siguió su camino. ¿Era posible que no lo hubiera reconocido? Había pasado el tiempo, pero Amilcare sabía que no había cambiado mucho; hasta entonces había conseguido defenderse tanto del exceso de peso como de la calvicie y su fisionomía no había sufrido grandes alteraciones. Ahí venía el profesor Cavanna. Amilcare le hizo un saludo deferente, con una pequeña inclinación. El profesor al principio dio muestras de responder, instintivamente, después se detuvo y miró a su alrededor, como buscando a otro. ¡El profesor Cavanna, que era famoso por buen fisionomista porque de todos sus numerosos alumnados recordaba caras y nombres y apellidos y hasta las calificaciones trimestrales! Finalmente Ciccio Corba, el entrenador del equipo de fútbol, contestó al saludo de Amilcare. Pero poco después parpadeó y se puso a silbar, como pensando que había interceptado por error el saludo de un desconocido, dirigido vaya a saber a quién.


Amilcare comprendió que nadie lo hubiera reconocido. Las gafas que le hacían visible el resto del mundo, esas gafas de enorme montura negra, a él lo volvían a su vez invisible. ¿Quién hubiera pensado que detrás de aquella especie de antifaz estaba el propio Amilcare Carruga, ausente desde hacía tanto tiempo de V. que nadie esperaba encontrárselo de pronto? Apenas había llegado a formular mentalmente estas conclusiones cuando apareció Isa Maria Bietti. Iba con una amiga, paseaban mirando los escaparates, Amilcare se detuvo justo delante, estaba por decir: «¡Isa Maria!», pero le faltó la voz, Isa Maria Bietti lo apartó con un codo, dijo a la amiga: «Ahora se llevan así…» y siguió adelante.


Ni siquiera Isa Maria Bietti lo había reconocido. Comprendió de pronto que había vuelto solo por Isa Maria Bietti, que solo por Isa Maria Bietti había querido marcharse de V. y había pasado tantos años lejos, que todo, todo en su vida y todo en el mundo era solo por Isa Maria Bietti, y ahora finalmente volvía a verla, sus miradas se encontraban, e Isa Maria Bietti no lo reconocía. Tanta fue su emoción que no advirtió si había cambiado, engordado, envejecido, si era atractiva como en otros tiempos o menos o más, no había visto nada salvo que aquélla era Isa Maria Bietti y que Isa Maria Bietti no lo había visto.


Había llegado al final del tramo de calle por donde se paseaba. Allí la gente, en la esquina de la heladería o de la manzana siguiente, en el quiosco, daba la vuelta y recorría la acera en sentido inverso. También Amilcare Carruga dio media vuelta. Se había quitado las gafas. Ahora el mundo se había convertido en la nube insípida y él andaba a tientas, revirando los ojos, y no sacaba nada en limpio. No es que no consiguiera reconocer a nadie: en los lugares mejor iluminados estaba a punto de identificar una cara, pero siempre quedaba un margen de duda de que no fuera quien él creía, y finalmente, fuese o no fuese, tampoco le importaba tanto. Alguien hizo un gesto, un saludo, podía ser que lo saludaran a él, pero Amilcare no entendió bien quién era. Otros dos, al pasar, saludaron; estuvo por contestar, pero no tenía idea de quiénes eran. Un tipo, desde la otra acera, le lanzó un: «¡Chao, Carrú!». Por la voz podía ser un tal Stelvi. Con satisfacción Amilcare se dio cuenta de que lo reconocían, que se acordaban de él. Una satisfacción relativa porque él no los veía siquiera, o bien no llegaba a reconocerlos, eran personas que se confundían una con otra en la memoria, personas que en el fondo le eran más bien indiferentes. «¡Buenas tardes!», decía cada tanto, cuando percibía un gesto, un movimiento de la cabeza. Así, el que lo había saludado ahora debía de ser o Bellintusi, o Carretti, o Strazza. Si fuera Strazza quizá le hubiese gustado detenerse un momento a hablar con él. Pero había contestado a su saludo con tanta prisa y, pensándolo bien, era natural que sus relaciones fueran solo ésas, de saludos apresurados y convencionales.


Sin embargo su manera de mirar alrededor tenía claramente una finalidad: volver a encontrar a Isa Maria Bietti. Como ella llevaba un abrigo rojo, era visible de lejos. Durante un momento Amilcare siguió un abrigo rojo, pero cuando consiguió alcanzarlo vio que no era ella y entretanto otros dos abrigos rojos habían pasado en dirección contraria. Aquel año se llevaban mucho los abrigos rojos de entretiempo. Antes, con el mismo abrigo, por ejemplo, había visto a Gigina, la del estanco. Ahora una de abrigo rojo fue la primera en saludarlo, y Amilcare respondió con bastante frialdad, porque seguramente era Gigina, la del estanco. Después le asaltó la duda de que no fuese Gigina, la del estanco, ¡sino justamente Isa Maria Bietti! Pero, ¿cómo era posible confundir a Isa Maria con Gigina? Amilcare volvió sobre sus pasos para cerciorarse. Encontró a Gigina, era ella, no cabía duda; pero si ahora venía hacia allí, no podía ser que ya hubiese dado toda la vuelta; ¿o había dado una vuelta más corta? No entendía nada. Si Isa Maria lo había saludado y él le había contestado con frialdad, todo el viaje, toda la espera, todos los años pasados eran inútiles. Amilcare iba y venía por aquellas aceras, a veces poniéndose las gafas a veces quitándoselas, a veces saludando a todos y a veces recibiendo saludos de brumosos y anónimos fantasmas.


Pasada la otra punta del paseo, la calle se alargaba y en seguida se salía de la ciudad. Había una hilera de árboles, un foso, al otro lado un seto y los campos. En sus tiempos, al caer la noche, se iba hasta allí del brazo de una chica, si la tenías, y si se estaba solo, se iba para estar aún más solo, a sentarse en un banco y escuchar el canto de los grillos. Amilcare Carruga siguió hacia allí; ahora la ciudad se extendía un poco más allá pero no tanto. El banco, el foso, los grillos estaban como antes. Amilcare Carruga se sentó. De todo el paisaje la noche solo dejaba en pie unos grandes haces de sombra. Allí, quitarse o ponerse las gafas daba lo mismo. Amilcare Carruga comprendía que tal vez aquella exaltación de las gafas nuevas había sido la última de su vida, y que ahora había terminado.





Ilustración: Rogelio Polesello

sábado, 18 de octubre de 2025

Cuídate, Claudia (Ernesto Cardenal)







Cuídate, Claudia,

cuando estés conmigo,


porque el gesto más leve,

cualquier palabra, un suspiro


de Claudia,

el menor descuido,


tal vez un día

lo examinen eruditos


Y este baile de Claudia

se recuerde por siglos


Claudia, ya te lo aviso.





Ilustración: Ernesto de la Cárcova

viernes, 17 de octubre de 2025

La mata (Tomás Carrasquilla)






Vivía sola, completamente sola, en un cuarto estrecho y sombrío de cabo de barrio. Sus nexos sociales no pasaban de la compra, no siempre cotidiana, de pan y combustible, en algún ventorrillo cercano; del trato con su escasa clientela, y de sus entrevistas con el terrible dueño del tugurio. Este hombre implacable la amenazaba con arrojarla a la calle, cada vez que le faltase un ochavo siquiera del semanal arrendamiento. Y, como pocas veces completaba la suma, vivía pendiente de la amenaza.


Después de ensayar con varios oficios, vino a parar en planchadora de parroquianos pobres; que para ricos no alcanzaban sus habilidades. Faltábale trabajo con frecuencia, y entonces eran los ayunos al traspaso. El hambre, con todo, no pudo lanzarla a la mendicidad.


Era uno de esos seres a quienes la rueda de la vida va empujando al rodadero, sin alcanzar a despeñarlos. Más que vieja, estaba maltrecha, averiada por la miseria y las borrascas juveniles. De aquella hermosura soberana, que vio a sus plantas tantos adoradores, no le quedaba ni un celaje. De sus haberes y preseas de los tiempos prósperos, sólo guardaba el recuerdo doloroso. De aquel naufragio no había salvado más que el cargamento de los desengaños.


Su historia, la de tantas infelices: de cualquier suburbio vino, desde niña, a servir a la ciudad; pronto se abrió al sol de la mañana aquella rosa incomparable, y… lo de siempre. ¡Pobre flor!


Dos hijos tuvo y fueron su tormento. El varón huyó de ella y se fue lejos, no bien se sintió hombrecito. Su hija, un ángel del cielo, la recogió el padre, a los primeros balbuceos, donde nunca supiese de su madre.


Ni un amigo ni una compañera le quedaban en su ocaso, a ella que los tuvo sin cuento en su cenit; ni una palabra de conmiseración a ella que oyera tantas lisonjas. Y, las pocas veces que imploró un socorro, de algún bolsillo en otros tiempos suyo, no obtuvo ni siquiera una respuesta. El desprecio de los unos, el desconocimiento de los otros, caían sobre ella como la piedra mosaica sobre la hebrea infiel. La pobre mariposa, ya ciega, sin esmaltes ni tornasoles, se recogió, en su espanto, para morir entre el polvo abrigado de la gruta.


En su anonadamiento no pensaba en el cielo ni en la tierra; no pensaba en nada que pudiera redimirla. ¡Qué iba a pensar la infeliz! Sólo sentía el hambre de la bestia que ya no puede buscarse el alimento; sólo el frío del ave enferma que no encuentra el nido.


El hambre material… ¡muy horrible, muy espantosa! Pero esta otra del corazón; esta necesidad de un ser a quién amar, con quién compartir la negra existencia; esta soledad de la vejez, no podía, no era capaz de arrostrarla.


Consiguió un gato, un gato muy hermoso. Pero los gatos, lo mismo que el amigo, huyen de las casas donde el hogar no arde. Dos veces tuvo loro, y uno y otro murieron de inanición. Su desgracia les alcanza hasta a los pobres animales. Si ella consiguiera una compañera que no comiese… pero, ¿cuándo?


Un día, al pasar por la calleja un carro con enseres de una familia en mudanza, cayó junto a su puerta un tiesto con una planta. Como se hiciera trizas, lo dejaron allí abandonado. Tomó ella la raíz, sembróla en un cacharro desfondado y lo puso en un rincón, junto a la entrada.


Antes de un año era una planta que llamaba la atención de los transeúntes. Regarla, quitarle las hojas secas, ponerle abono, era su dicha; una dicha muy grande y muy extraña. Tan extraña, que siempre recordaba a su hijita, las pocas veces que pudo peinarla y componerla. Le propusieron comprársela a muy buen precio. ¿Vender ella su mata? ¡Si le parecía que era persona como ella; que era algo suyo; que la acompañaba; que sabía lo que pensaba! su cuchitril no se le hacía ya tan triste ni tan feo. Y la pobre, autosugestionada por esta idea, ya ponía algún esmero en el aseo y arreglo del cuartucho.


La planta iba creciendo a la sombra, como si Dios la bendijese. Y Dios la bendecía, porque consolaba a un alma triste. Una día llegó un brazo hasta el dintel, otro levantó un renuevo, otro se curvó en arco. Su dueña entonces, clavó dos varas, amarró el tallo, y la guirnalda de brillante follaje y de campánulas purpúreas se fue extendiendo, pomposa y exuberante, hasta formar un dombo. Las gentes se paraban a contemplar tanta gentileza y galanura. La pobre mujer, menos cohibida, mandaba entrar a los curiosos para que viesen todo aquello. Hasta una señora muy lujosa entró un día.


Su mata la iba volviendo al trato con las gentes; le iba dando nombre. Ya no se sentía tan despreciada ni tan abatida. Como ya podían verla los extraños, no era tan descuidada en su vestido, y sacudía las paredes y aderezaba sus pobres trebejos con el primor que en la miseria quepa. Día por día iba aumentando el aseo. Tanta limpieza le atrajo más clientela y se hizo célebre en el barrio. El cuarto de María Engracia se citaba como una tacita de plata.








Una mañana entraron dos señoras a contemplar la mata. Admiradas del aspecto de aquella vivienda mísera, que la pulcritud hacía agradable, se deshicieron en elogios. Esa noche hizo lo que no hiciera desde sus tiempos de servicio: rezó a la Virgen el rosario entero. Otro día sacó de un baúl, donde se apolillaba en el olvido, un cuadrito de la Dolorosa. Colgólo sobre su cabecera y le puso un ramo, el primero que cogía de la mata. Un domingo fue a misa de alba.


Aquel espíritu, que parecía muerto, resucitaba. Tal lo entendía ella. Todo era un milagro, un milagro que le hacía nuestro Padre Jesús de Monserrate, por medio de la mata. Sí: El era. Recordó, entonces, que un domingo, en sus tiempos tormentosos, al bajar del cerro con otras compañeras, le había dejado una tarjeta, en la última estación. Recordaba todo, punto por punto; su amiga Ana, que era muy instruida y muy tremenda, tomo un lápiz y puso al pie del nombre de este modo: “Acuérdate de mí, que soy una triste pecadora”. Y todo esto, que tenía olvidado por completo, ¿por qué lo recordaba ahora, como si lo estuviese presenciando? Pues, por milagro…


Al sábado siguiente se postraba ante un confesor. No fue poco el pasmo de los vecinos cuando la vieron arrodillada en el comulgatorio para recibir la Santa Forma. De ahí adelante llevó vida piadosa interior y exteriormente. La mata, más lozana y florida cada día, llegó a ser para ella un ser sobrenatural, enviado por Jesús de Monserrate para su enmienda y tutela.


Entre tanto se iba sintiendo muy enferma y quebrantada. Le daban palpitaciones con frecuencia; con frecuencia se le iba el mundo, y más de un vértigo la desvaneció en la iglesia. Presentía su fin muy próximo pero sin pena: antes bien con una dulce serenidad. ¡Si ella pudiera trasplantar su mata sobre su sepultura!


Un día llegó furioso el dueño del cuartucho. Sólo a una malvada como ella se le ocurría poner ese matorral, para tumbar el cuarto con la humedad. Si no sacaba al punto aquella ociosidad la echaba a la calle con todo y sus corotos.


Ella se pone a llorar, sin que piense ni en tocar la mata. Por la tarde torna el hombre y arremete a bastonazos contra cacharro, flores y follaje. Tira todo a la calle y hace sacar los muebles enseguida. María Engracia se desploma, presa de un síncope. De allí la llevan para el hospital. En sus delirios ve su mata frente a su cama, como el arco de triunfo para entrar al paraíso. Y al amanecer de un domingo, cae para siempre en la red infinita de la Misericordia.





Ilustración: Zdravko Ducmelic

jueves, 16 de octubre de 2025

Los conejos blancos (Leonora Carrington)






Ha llegado el momento de contar los sucesos que comenzaron en el número 40 de la calle Pest. Parecía como si las casas, de color negro rojizo, hubiesen surgido misteriosamente del incendio de Londres. El edificio que había frente a mi ventana, con unas cuantas volutas de enredadera, tenía el aspecto negro y vacío de una morada azotada por la peste y lamida por las llamas y el humo. No era así como yo me había imaginado Nueva York.


Hacía tanto calor que me dieron palpitaciones cuando me atreví a dar una vuelta por las calles; así que me estuve sentada contemplando la casa de enfrente, mojándome de cuando en cuando la cara empapada de sudor.


La luz nunca era muy fuerte en la calle Pest. Había siempre una reminiscencia de humo que volvía turbia y neblinosa la visibilidad; sin embargo, era posible examinar la casa de enfrente con detalle, incluso con precisión. Además, yo siempre he tenido una vista excelente.


Me pasé varios días intentando descubrir enfrente alguna clase de movimiento pero no percibí ninguno, y finalmente adopté la costumbre de desvestirme con total despreocupación delante de mi ventana abierta y hacer optimistas ejercicios respiratorios en el aire denso de la calle Pest. Esto debió de dejarme los pulmones tan negros como las casas.


Una tarde me lavé el pelo y me senté afuera, en el diminuto arco de piedra que hacía de balcón, para que se me secara. Apoyé la cabeza entre las rodillas, y me puse a observar una  moscarda que chupaba el cadáver de una araña, a mis pies. Alcé los ojos, miré a través de mis cabellos largos, y vi algo negro en el cielo, inquietantemente silencioso para que fuera un aeroplano. Me separé el pelo a tiempo de ver bajar un gran cuervo al balcón de la casa de enfrente. Se posó en la balaustrada y miró por la ventana vacía. Luego meció la cabeza debajo de un ala, buscándose piojos al parecer. Unos minutos después, no me sorprendió demasiado ver abrirse las dobles puertas y asomarse al balcón una mujer. Llevaba un gran plato de huesos que vació en el suelo. Con un breve graznido de agradecimiento, el cuervo saltó abajo y se puso a hurgar en su comida repugnante.


La mujer, que tenía un pelo negro larguísimo, lo utilizó para limpiar el plato. Luego me miró directamente y sonrió de manera amistosa. Yo le sonreí a mi vez y agité una toalla. Esto la animó, porque echó la cabeza para atrás con coquetería y me dedicó un elegante saludo a la manera de una reina.


-¿Tiene un poco de carne pasada que no necesite? -me gritó.


-¿Un poco de qué? -grité yo, preguntándome si me habría engañado el oído.


-De carne en mal estado. Carne en descomposición.


-En este momento, no -contesté, preguntándome si no estaría bromeando.


-¿Y tendrá para el fin de semana? Si fuera así, le agradecería inmensamente que me la trajera.


A continuación volvió a meterse en el balcón vacío, y desapareció. El cuervo alzó el vuelo.


Mí curiosidad por la casa y su ocupante me impulsó a comprar un gran trozo de carne a la mañana siguiente. Lo puse en mi balcón sobre un periódico y esperé. En un tiempo relativamente corto, el olor se volvió tan fuerte que me vi obligada a realizar mis tareas diarias con una pinza fuertemente apretada en la punta de la nariz. De cuando en cuando bajaba a la calle a respirar.


Hacia la noche del jueves, noté que la carne estaba cambiando de color; así que, apartando una nube de rencorosas moscardas, la eché en mi bolsa de malla y me dirigí a la casa de enfrente.


Cuando bajaba la escalera, observé que la casera parecía evitarme.


Tardé un rato en encontrar el portal de la casa. Resultó que estaba oculto bajo una cascada de algo, y daba la impresión de que nadie había salido ni entrado por él desde hacía años. La campanilla era de esas antiguas de las que hay que tirar; y al hacerlo, algo más fuerte de lo que era mi intención, me quedé con el tirador en la mano. Di unos golpes irritados en la puerta y se hundió, dejando salir un olor espantoso a carne podrida. El recibimiento, que estaba casi a oscuras, parecía de madera tallada.


La mujer misma bajó, susurrante, con una antorcha en la mano.


-¿Cómo está usted? ¿Cómo está usted? -murmuró ceremoniosamente; y me sorprendió observar que llevaba un precioso y antiguo vestido de seda verde. Pero al acercarse, vi que tenía la tez completamente blanca y que brillaba como si la tuviese salpicada de mil estrellitas diminutas.


-Es usted muy amable -prosiguió, tomándome del brazo con su mano reluciente-. No sabe lo que se van a alegrar mis pobres conejitos.


Subimos; mi compañera andaba con gran cuidado, como si tuviese miedo.


El último tramo de escalones daba a una alcoba decorada con oscuros muebles barrocos tapizados de rojo. El suelo estaba sembrado de huesos roídos y cráneos de animales.


-Tenemos visita muy pocas veces -sonrió la mujer-. Así que han corrido todos a esconderse en sus pequeños rincones.


Dio un silbido bajo, suave y, paralizada, vi salir cautamente un centenar de conejos blancos de todos los agujeros, con sus grandes ojos rosas fijamente clavados en ella.


-¡Vengan, bonitos! ¡Vengan, bonitos! -canturreó, metiendo la mano en mi bolsa de malla y sacando un trozo de carne podrida.


Con profunda repugnancia, me aparté a un rincón; y la vi arrojar la carroña a los conejos, que se pelearon como lobos por la carne.


-Una acaba encariñándose con ellos -prosiguió la mujer-. ¡Cada uno tiene sus pequeñas costumbres! Le sorprendería lo individualistas que son los conejos.


Los susodichos conejos despedazaban la carne con sus afilados dientes de macho cabrío.


-Por supuesto, nosotros nos comemos alguno de cuando en cuando. Mi marido hace con ellos un estofado sabrosísimo, los sábados por la noche.


Seguidamente, un movimiento en uno de los rincones atrajo mi atención, entonces me di cuenta de que había una tercera persona en la habitación. Al llegarle a la cara la luz de la antorcha, vi que tenía la tez igual de brillante que ella; como oropel en un árbol de Navidad. Era un hombre y estaba vestido con una bata roja, sentado muy tieso, y de perfil a nosotros. No parecía haberse enterado de nuestra presencia, ni del gran conejo macho cabrío que tenía sentado sobre su rodilla, donde masticaba un trozo de carne.


La mujer siguió mi mirada y rió entre dientes.


-Ese es mi marido. Los chicos solían llamarlo Lázaro…


Al sonido de este nombre, familiar, el hombre volvió la cara hacia nosotras; y vi que tenía una venda en los ojos.


-¿Ethel? -preguntó con voz bastante débil-. No quiero que entren visitas aquí. Sabes de sobra que lo tengo rigurosamente prohibido.


-Vamos, Laz; no empecemos -su voz era quejumbrosa-, no me puedes escatimar un poquitín de compañía. Hace veinte años y pico que no veía una cara nueva. Además ha traído carne para los conejos.


La mujer se volvió y me hizo seña de que fuera a su lado.


-Quiere quedarse entre nosotros; ¿a que sí? -de repente me entró miedo y sentí ganas de salir,  de huir de estas personas terribles y plateadas y de sus conejos blancos carnívoros.


-Creo que me voy a marchar; es hora de cenar.


El hombre de la silla profirió una carcajada estridente, aterrando al conejo que tenía sobre la rodilla, el cual saltó al suelo y desapareció.


La mujer acercó tanto su cara a la mía que creía que su aliento nauseabundo iba a anestesiarme.


-¿No quiere quedarse y ser como nosotros? En siete años su piel se volverá como las estrellas; siete años tan solo, y tendrá la enfermedad sagrada de la Biblia: ¡la lepra!


Eché a correr a trompicones, ahogada de horror; una curiosidad malsana me hizo mirar por encima del hombro al llegar a la puerta de la casa, y vi que la mujer, en la balaustrada, alzaba una mano a modo de saludo. Y al agitarla, se le desprendieron los dedos y cayeron al suelo como estrellas fugaces.






Ilustración: Carlos Gorriarena

miércoles, 15 de octubre de 2025

El unicornio (Lewis Carroll)








La vista del unicornio se topó con Alicia; se volvió en el acto y se quedó ahí pasmado durante algún rato, mirándola con un aire de profunda repugnancia.

—¿Qué… es… esto? —dijo al fin.

—Esto es una niña —explicó Haigha de muy buena gana, poniéndose entre ambos con el fin de presentarla—. Acabamos de encontrarla hoy. Es de tamaño natural y ¡el doble de espontánea!

—¡Siempre creí que se trataba de un monstruo fabuloso! —exclamó el unicornio—. ¿Está viva?

—Al menos puede hablar —declaró solemnemente Haigha.

El unicornio contempló a Alicia con una mirada soñadora y le dijo:

—Habla, niña.

Alicia no pudo impedir que los labios se le curvaran en una sonrisa mientras rompía a hablar, diciendo:

—¿Sabe una cosa?, yo también creí siempre que los unicornios eran unos monstruos fabulosos. ¡Nunca había visto uno de verdad!

—Bueno, pues ahora que los dos nos hemos visto el uno al otro —repuso el unicornio—, si tú crees en mí, yo creeré en ti, ¿trato hecho?









Ilustración: Alfredo Guttero

martes, 14 de octubre de 2025

El otro (Rosario Castellanos)

 






¿Por qué decir nombres de dioses, astros

espumas de un océano invisible,

polen de los jardines más remotos?

Si nos duele la vida, si cada día llega

desgarrando la entraña, si cada noche cae

convulsa, asesinada.

Si nos duele el dolor en alguien, en un hombre

al que no conocemos, pero está

presente a todas horas y es la víctima

y el enemigo y el amor y todo

lo que nos falta para ser enteros.

Nunca digas que es tuya la tiniebla,

no te bebas de un sorbo la alegría.

Mira a tu alrededor: hay otro, siempre hay otro.

Lo que él respira es lo que a ti te asfixia,

lo que come es tu hambre.

Muere con la mitad más pura de tu muerte.





Ilustración: Gabriela Aberastury

lunes, 13 de octubre de 2025

En la divisoria (Willa Cather)







Cerca de Rattlesnake Creek, al lado de un pequeño barranco, se alzaba la cabaña de Canute. Hacia el norte, el este y el sur se extendía la elevada llanura de Nebraska cubierta de ese césped de color rojo oxidado que se mecía constantemente al viento. Por el oeste, el terreno era escarpado y duro y había una estrecha hilera de árboles que seguía el enfangado y turbio arroyuelo al que apenas le llegaba la ambición para arrastrarse sobre el fondo negro. Si no hubiera sido por los escasos álamos y olmos que crecían en la ribera, Canute se hubiera suicidado de un disparo hacía años. Los noruegos aman los bosques y, si hay aunque sea una charca para tortugas con unos arbustillos de ciruelas alrededor, ya parecen sentirse atraídos irremediablemente hacia ella.


En cuanto a la cabaña, Canute la había erigido sin ningún tipo de ayuda, pues cuando se arrastró por la ribera de Rattlesnake Creek por primera vez no había ni un alma en veinte millas a la redonda. La construyó con troncos partidos por la mitad y tapó las rendijas con barro y yeso. El techo estaba cubierto con tierra y se apoyaba en una viga gigante curvada como un arco redondo. Era casi imposible que ningún árbol hubiera crecido con esa forma. Los noruegos solían decir que Canute había apoyado el tronco sobre su rodilla y lo había curvado hasta que tuvo la forma que él quería. Había dos habitaciones o, mejor dicho, había una habitación dividida con brotes de fresno entrelazados y atados como si de una gran cesta de mimbre se tratase. En una esquina, había un fogón de cocina, oxidado y roto. En la otra, una cama hecha de tablas y varas de madera sin alisar. Alcanzaba sin problemas los ocho pies de largo y sobre ella había un montón de sábanas oscuras. Había una silla y un banco de proporciones colosales y un armario de cocina normal y corriente con unos pocos platos sucios rotos en su interior y, a su lado, una caja alta con una pileta de hojalata. Debajo de la cama había un montón de botellas de medio litro, algunas rotas, otras enteras, pero todas vacías. Sobre la caja de madera descansaban un par de zapatos de proporciones casi increíbles. En la pared colgaban una silla de montar, un arma y unos harapos, entre los que destacaba un traje de tela oscura, que parecía nuevo, con un collar de papel envuelto con cuidado en un pañuelo de seda rojo y prendido a la manga. Encima de la puerta colgaban las pieles de un lobo y un tejón y, en la misma puerta, un conjunto de treinta o cuarenta pieles de serpiente cuyas ruidosas colas sonaban de forma siniestra cada vez que esta se abría. Lo más extraño en la cabaña eran los amplios alféizares. A simple vista, parecían como los hubieran golpeado y mutilado con una hachuela, pero si se observaban más de cerca, todos los nudos y huecos en la madera cobraban forma. Aquello se asemejaba a una serie de imágenes. Aunque artísticas y rudas, las figuras eran pesadas y estaban trabajadas, como si las hubieran tallado con mucha lentitud y con unas herramientas muy extrañas. Había hombres arando con pequeños diablillos cornudos sentados sobre sus hombros y sobre las testas de sus caballos. Había hombres rezando con una calavera que pendía sobre sus cabezas y pequeños demonios tras ellos burlándose de su actitud. Había hombres luchando con grandes serpientes y esqueletos bailando. Rodeando todas esas imágenes había vides en flor y follaje como nunca han crecido en este mundo; enredado entre las ramas de las vides, siempre se hallaba el cuerpo escamoso de una serpiente y tras cada flor se asomaba la cabeza de este animal. Aquello era una verdadera Danza de la Muerte de alguien que había sentido su aguijón. En la caja de madera había unas tablas y cada pulgada estaba decorada de la misma forma. En ocasiones, el trabajo era muy basto y descuidado, como si la mano del artista hubiera temblado. En otras ocasiones era difícil distinguir a los hombres de los genios malvados excepto por un detalle: los hombres siempre estaban serios y, o bien trabajaban con ahínco, o bien rezaban, mientras que los demonios siempre reían y bailaban. Habían partido varias de esas tablas para alimentar el fuego y resultaba evidente que el artista no tenía su trabajo en alta estima.


Era el primer día de invierno en la Divisoria. Canute se tambaleó hacia el interior de su cabaña con una cesta de mazorcas y, tras llenar el fogón, se sentó en un taburete e inclinó sus siete pies de largo sobre el fuego, mientras miraba con tristeza el amplio cielo gris al otro lado de la ventana. Conocía de memoria cada brizna de hierba que susurraba en las millas de pradera roja y descuidada que se extendía ante su cabaña. Conocía perfectamente su engañoso encanto a principios del verano, su amarga aridez otoñal. La había visto soportar todas las plagas de Egipto. La había visto sedienta en sequías, anegada por la lluvia, atizada por granizo y cubierta de fuego; en los años de las langostas, había visto que se la comían y la dejaban tan limpia como los buitres dejan los huesos. Tras los grandes incendios, la había visto extenderse millas y millas, negra y humeando como el suelo del infierno.


Se alzó con lentitud y cruzó la habitación, arrastrando con pesadez sus grandes pies como si fueran una carga para él. Miró por la ventana hacia el corral de puercos y vio cómo los animales se enterraban en la paja delante del cobertizo. Las nubes plomizas empezaban a descargar y los copos de nieve cubrían ya los trozos, blancos como la lepra, de tierra helada, allá donde los puercos habían roído hasta el suelo. Tembló y empezó a caminar, trastabillando pesadamente con sus torpes pies. Estaba hecho una ruina después de diez inviernos en la Divisoria y sabía lo que aquello significaba. Los hombres temen los inviernos de la Divisoria como un niño teme la noche o los hombres de los mares del norte temen el frío oscuro y sin movimiento del ocaso polar. Sus ojos se posaron en su arma y la bajó de la pared para examinarla. Se sentó en el borde de la cama y sostuvo el cañón contra su rostro, dejando que su frente se apoyara en él, y posó su dedo en el gatillo. Lo llenaba una calma perfecta, no se veía pasión ni desesperación en su rostro, sino la mirada pensativa de un hombre que está considerándolo todo. Al cabo de un rato, bajó el arma y metió el brazo en el armario para sacar una botella de alcohol blanco puro. Se la llevó a los labios y bebió con ansia. Se lavó el rostro en la pileta de hojalata y se peinó el cabello desastrado y la descuidada barba rubia. Después, lleno de dudas, se plantó ante el traje oscuro que colgaba de la pared. Era la quincuagésima ocasión en que lo tomaba entre sus manos e intentaba reunir el valor suficiente para ponérselo. Agarró el collar de papel que estaba clavado a la manga de la chaqueta y, con cautela, lo deslizó bajo su barba irregular mientras se observaba con una tímida expectación en el cristal rajado y manchado que pendía sobre el banco. Con una risa corta lo tiró sobre la cama y, tras ponerse su viejo sombrero negro, salió y avanzó por la planicie.


Sentía la necesidad física de alejarse de su cabaña de vez en cuando. Llevaba allí diez años, cavando, arando y plantando y recogiendo lo poco que el granizo, los vientos cálidos y las heladas le dejaban. La locura y el suicidio son muy comunes en la Divisoria. Llegan como una epidemia en la época de los vientos cálidos. Esos vientos ardientes y polvorientos que se alzan desde los riscos de Kansas parecen secar la sangre en las venas de los hombres de la misma forma que secan la savia en las hojas del maíz. Cuando las quemaduras amarillas surgen en el interior las zonas tiernas de las mazorcas, los forenses se preparan para el servicio activo, pues el aceite de la zona se ha agotado y no le cuesta mucho al fuego devorar la mecha. No causa gran sensación encontrarse a un danés girando en su molino y la mayor parte de los polacos, cuando han perdido el cuidado y ya no se interesan en afeitarse, conservan sus cuchillas para cortarse la garganta.


Quizá la siguiente generación que habite la Divisoria sea muy feliz, pero la actual llegó demasiado crecida. De poco le sirve al hombre que ha cortado abetos en las montañas de Suecia durante cuarenta años intentar ser feliz en una tierra tan llana, gris y desnuda como el mar. No es fácil que hombres que han pasado su juventud pescando en los mares del norte se contenten con seguir un arado. Los hombres que sirvieron en el ejército austriaco odian el trabajo duro y las prendas gruesas en la soledad de las llanuras y echan de menos las marchas, la emoción, la compañía en las tabernas y las hermosas camareras. Para un hombre que ha superado su cuadragésimo cumpleaños, no resulta fácil cambiar sus hábitos ni sus condiciones de vida. La mayoría solo se traen a la Divisoria los restos de las vidas que han malgastado en otras tierras entre otras gentes.


Canute Canuteson estaba tan loco como cualquiera de ellos, pero su locura no se encarnaba en el suicidio o en la religión, sino en el alcohol. Siempre había bebido alcohol cuando había querido, como todos los noruegos, pero después del primer año de aquella vida solitaria se había lanzado a ello con abandono. Se cansó del whisky después de un tiempo y entonces se dio al alcohol, porque sus efectos eran constantes y más seguros. Era un hombre grande con una cantidad terrible de resistencia y necesitaba mucho alcohol para que empezara a afectarlo. Después de nueve años bebiendo, las cantidades que tomaba le parecerían asombrosas al borracho común. Nunca dejaba que aquello interfiriera con su trabajo; solía beber por las noches y los domingos. Todas las noches, cuando concluía sus tareas, empezaba a beber. Mientras podía mantenerse erguido, tocaba su armónica o atacaba los alféizares con su navaja de mano. Cuando el licor se le subía a la cabeza, se tumbaba en la cama y miraba por la ventana hasta dormirse. Bebía solo y en soledad, no por el placer ni para divertirse, sino para olvidar el terrible desamparo y la monotonía de la Divisoria. Milton cometió una triste equivocación cuando puso montañas en el infierno. Las montañas suponen fe y aspiraciones. Toda la gente de la montaña es religiosa. Fueron las ciudades en las planicies las que, por su completa falta de espiritualidad y los caprichos locos de sus vicios, recibieron la maldición de Dios.


El alcohol tiene unos efectos perfectamente consistentes en el hombre. La borrachera es solo una exageración. Un hombre estúpido se vuelve sensiblero; uno sanguinario, despiadado; uno malhablado, vulgar. Canute no era ninguno de estos, sino más bien taciturno y melancólico, y el licor lo llevaba por los infiernos de Dante. Mientras yacía tumbado en su cama gigante, todos los horrores de este mundo y de todos los demás se mostraban ante sus sentidos relajados. Era un hombre que no conocía la alegría, que vivía entre el silencio y la amargura. El cráneo y la serpiente permanecían ante él, como símbolos de la futilidad y el odio eternos.


Cuando los primeros noruegos llegaron lo bastante cerca como para considerarlos vecinos, Canute se alegró y planeó escapar de su vicio del alma. Pero no era un hombre sociable por naturaleza y no tenía el poder de sacar el aspecto social de otras personas. Sus nuevos vecinos lo temían más bien por su gran fuerza y tamaño, su silencio y sus cejas bajas. Tal vez, también, sabían que estaba loco, con la locura de la eterna traición de las planicies, que cada primavera se cubren de verde y susurran la promesa del Edén, con sus largas lagunas verdosas llenas de agua limpia y ganado cuyas pezuñas se manchan de rosas silvestres. Antes del otoño, las lagunas se han secado y el suelo está seco y duro hasta que se llaga y se abren grietas.


Así que, en vez de convertirse en el amigo y vecino de los hombres que se asentaron cerca, Canute se convirtió en un misterio y un horror. Contaban horribles historias de su tamaño y fuerza, así como del alcohol que bebía.


Decían que una noche, cuando salió a echar un vistazo a sus caballos justo antes de irse a la cama, sus pasos fueron inseguros y las maderas podridas del suelo se partieron y lo echaron a los pies de un joven semental fogoso. Se quedó con los pies atrapados en el suelo y el caballo nervioso empezó a cocear frenéticamente. Al Canute sentir la sangre gotear sobre sus ojos desde una herida superficial en la cabeza, apartó su indiferencia soberbia y, con el silencioso coraje estoico de los borrachos, se inclinó hacia delante y rodeó con sus brazos las piernas traseras del caballo y las sujetó contra su pecho en un abrazo aplastante. Durante toda la oscuridad y el frío de la noche, yació allí, su fuerza enfrentándose a la fuerza del caballo. Cuando el pequeño Jim Peterson se acercó a la mañana siguiente a las cuatro en punto para ir con él al Blue a cortar madera, lo encontró así, con el caballo arrodillado, temblando y relinchando de miedo. Esa es la historia que los noruegos cuentan de él y, si es cierta, a nadie sorprende que teman y odien a ese Agarracaballos.


Una primavera, se mudó al «vecindario» una familia que supuso un gran cambio en la vida de Canute. Ole Yensen estaba demasiado borracho la mayor parte del tiempo como para temer a nadie y su esposa Mary era demasiado parlanchina como para temer a nadie que la escuchara hablar y Lena, su hermosa hija, no tenía miedo de hombre o demonio alguno. Así pues, Canute empezó a visitar a Ole para tomar alcohol más a menudo de lo que lo tomaba solo. Al cabo de un tiempo, circuló el rumor de que se iba a casar con la hija de Yensen y las chicas noruegas empezaron a burlarse de Lena sobre el gran oso para el que iba a cuidar su hogar. Nadie podía entender cómo había surgido el asunto, pues las tácticas de cortejo de Canute eran un tanto peculiares. No parecía hablar nunca con ella: se pasaba horas sentado con Mary a un lado charlando y Ole bebiendo al otro mientras observaba a Lena trabajar. Ella se burlaba de él, le tiraba harina a la cara y ponía vinagre en su café, pero él soportaba sus bromas pesadas con un silencio maravillado, sin sonreír ni una vez siquiera. La llevaba a la iglesia de vez en cuando, pero ni la gente más observadora o curiosa lo vio hablar con ella nunca. Se quedaba mirándola mientras ella reía y flirteaba con otros hombres.


A la primavera siguiente, Mary Lee se fue a la ciudad a trabajar en una lavandería a vapor. Volvía a casa todos los domingos y siempre iba donde los Yensen para sorprender a Lena con historias de teatros de a diez centavos, los bailes de fuego y el resto de delicias estéticas de la vida metropolitana. En unas pocas semanas, la cabeza de Lena había cambiado por completo de parecer y no dejó en paz a su padre hasta que le permitió ir a la ciudad a buscar fortuna en una tabla de planchar. Desde la primera vez que regresó a casa de visita, empezó a tratar con desprecio a Canute. Se había comprado una capa suave y unos guantes de niño, hizo que una costurera le confeccionase la ropa y asumió unos aires y una elegancia que provocó que todas las mujeres del vecindario la detestaran con cordialidad. Generalmente, se traía consigo a un joven de la ciudad que se enceraba el bigote y llevaba una corbata roja y ni siquiera se lo presentó a Canute.


Los vecinos se burlaban de Canute bastante hasta que noqueó a uno de ellos. No daba señales de sufrir por su abandono, excepto en el hecho de que bebía más y evitaba al resto de noruegos con más cuidado que nunca. Permanecía en su cubil y nadie sabía lo que sentía o pensaba, pero el pequeño Jim Peterson, que un domingo en la iglesia había visto a Canute mirar a Lena y al hombre de ciudad, dijo que no daría ni un acre de su trigo por la vida de Lena o la del hombrecillo de ciudad, y el trigo de Jim valía tan sorprendentemente poco que la declaración cobró una fuerza inusitada.


Canute se había comprado unas ropas nuevas que se parecían tanto a las del hombre de ciudad como era posible. Le habían costado la mitad de una cosecha de mijo, pues los sastres no están acostumbrados a medir a gigantes y le cobraron por ello. Había colgado esas ropas en su cabaña dos meses antes y nunca se las había puesto, en parte por miedo al ridículo, en parte por desaliento, en parte porque algo en su alma se sublevaba por la mezquindad de aquella idea.


Lena estaba en casa justo en esa época. La lavandería no tenía mucho trabajo y Mary no se encontraba bien, así que Lena se quedó en casa, bastante contenta por tener la oportunidad de atormentar una vez más a Canute.


En la cocina auxiliar, Lena lavaba y cantaba con fuerza mientras trabajaba. Mary, arrodillada, limpiaba el fogón y despotricaba con brío sobre el joven que vendría desde la ciudad esa noche. El joven había cometido el error fatal de reírse del parloteo incesante de Mary y nunca le perdonarían.


—¡No es trigo limpio y puedes acabar mal si sigues con él! No entiendo por qué una hija mía actúa así. No entiendo por qué el Señor me castigaría dándome una hija así. Con la cantidad de buenos hombres con los que podrías casarte…


Lena levantó la cabeza y respondió cortante:


—Resulta que no quiero casarme con ningún hombre ahora mismo, así que mientras Dick se vista bien y tenga su buen dinero para gastar, no pasa nada porque vaya con él.


—¿Dinero para gastar? Sí, eso es todo lo que hace con él, no lo dudo. Crees que está bien ahora, pero cambiarás de idea cuando lleves casada cinco años y veas a tus niños correr desnudos y la despensa vacía. ¿Acaso a Anne Hermanson le fue bien al casarse con un tipo de ciudad?


—No tengo ni idea de lo que le pasó a Anne Hermanson, pero sé que cualquiera de las chicas de la lavandería se quedarían con Dick si pudieran echarle las zarpas encima.


—Ya, y menudo grupo de chicuelas de salón sois. Y ahí está Canuteson, que tiene tierras y cincuenta cabezas de ganado y…


—Y un cabello que no ha visto unas tijeras desde que era bebé, una barba grande y sucia, lleva mono los domingos y bebe como un cerdo. Además, él seguirá soltero. Puedo divertirme todo lo quiera y, cuando sea vieja y fea como tú, podrá tenerme y cuidarme. Sabe Dios que nadie más se va a casar con él.


Canute alejó la mano del pestillo como si estuviera al rojo vivo. No era el tipo de hombre que sirviera para escuchar a escondidas y deseó haber llamado antes. Se recompuso y golpeó la puerta como un ariete. Mary dio un salto y la abrió con un chirrido.


—¡Dios! ¡Qué susto nos has dado, Canute! Creía que era el loco Lou, que ha estado vagando por el vecindario intentando convertir a la gente. Me da un miedo de muerte. Deberíamos echarlo, creo yo. Es perfectamente capaz de matarnos, quemar el granero o envenenar a los perros. Incluso ha estado molestando al pobre sacerdote, que encima tiene reumatismo. ¿Te fijaste en que el domingo pasado estaba demasiado enfermo como para dar el sermón? Pero no te quedes ahí en el frío, entra. Yensen no está, acaba de ir a casa de Sorenson a buscas el correo, no tardará mucho. Ve a la otra habitación y siéntate.


Canute la siguió, con la vista al frente, sin girarse ni fijarse en Lena cuando pasó a su lado. Pero la vanidad de Lena no le permitiría pasar sin ser molestado. Agarró la sábana mojada que estaba estrujando, le dio a Canute en la cara con ella y salió corriendo entre risas hasta el otro lado de la habitación. El golpe le picó en las mejillas y el agua jabonosa le entró en los ojos y, sin pretenderlo, empezó a limpiárselos con las manos. Lena rio con alegría ante sus molestias y la ira en el rostro de Canute se ennegreció más que nunca. Un hombre grande humillado es inmensamente menos digno que uno menudo. Olvidó el picor de su rostro con el amargo pensamiento de que se había portado como un idiota. Trastabilló a ciegas hasta el salón y se golpeó la cabeza contra las jambas de la puerta porque se olvidó de agacharse. Se dejó caer en una silla cerca del fogón e, impotente, colocó sus enormes pies a cada lado.


Ole tardó en llegar y Canute se quedó ahí sentado, silencioso y quieto, con las manos apretando sus rodillas; la piel de su rostro parecía haberse resecado convirtiéndose en pequeñas arrugas que temblaban cuando bajaba las cejas. Su vida había sido un largo letargo de soledad y alcohol, pero ahora estaba despertando, como cuando el calor estancado del verano estalla en truenos.


Cuando Ole entró trastabillando, henchido de licor, Canute se levantó al momento.


—Yensen —dijo con calma—. He venido a preguntarte si me dejarías casarme con tu hija hoy.


—¡Hoy! —jadeó Ole.


—Sí, y no esperaré hasta mañana. Estoy cansado de vivir solo.


Ole apoyó sus rodillas tambaleantes contra el marco de la cama y tartamudeó con elocuencia.


—¿Crees que casaré a mi hija con un borracho? ¿Con un hombre que bebe alcohol puro? ¿Que duerme con serpientes de cascabel? Sal de mi casa o te echaré de una patada por tu insolencia.


Y Ole se puso a mirarse con ansiedad los pies.


Canute no respondió ni una palabra sino que se puso el sombrero y salió a la cocina. Se acercó a Lena y le dijo sin dedicarle una mirada:


—¡Agarra tus cosas y ven conmigo!


El tono de su voz la sorprendió y, tras soltar el jabón, le respondió enfadada:


—¿Estás borracho?


—Si no vienes conmigo, te llevaré yo… Así que lo mejor será que vengas por tu propio pie —le dijo Canute con calma.


Lena levantó una sábana para golpearlo, pero él le agarró el brazo con dureza y le arrancó la sábana de las manos. Se giró hacia la pared, tomó una capucha y un chal que había allí y empezó a envolverla en ellos. Lena arañó y luchó como un animal salvaje. Ole se quedó en la puerta, maldiciendo, y Mary aulló y gritó con todas sus fuerzas. En cuanto a Canute, levantó a la chica en brazos y salió de la casa. Ella no dejaba de patalear y forcejear, pero el impotente lamento de Mary y Ole no tardó en desaparecer en la distancia y, como tenía el rostro firmemente apretado contra el hombro de Canute, no podía ver hacia dónde la estaba llevando. Solo era consciente del viento del norte silbando en sus oídos y de la oscilación veloz y continua, así como del gran pecho que se movía debajo de ella en respiraciones rápidas e irregulares. Cuanto más luchaba, más fuerte la sostenían esos brazos de hierro que habían sujetado pezuñas de caballos, hasta que sintió que la dejarían sin respiración y se quedó quieta llena de temor. Canute avanzaba por los campos llanos a un ritmo al que ningún hombre había ido nunca, introduciendo el punzante viento norteño en sus pulmones con grandes bocanadas. Caminaba con los ojos entrecerrados mirando al frente, y solo los bajaba al inclinar la cabeza para apartar de un soplido los copos de nieve que se posaban sobre su cabello. Así fue como Canute se llevó a Lena hasta su hogar, igual que sus barbudos ancestros bárbaros se llevaron a las frívolas y hermosas mujeres del sur entre sus brazos velludos y las metieron en sus navíos de guerra. Pues desde siempre el alma se cansa de las convenciones que no le pertenecen y, con un solo golpe, destruye las mentiras civilizadas que es incapaz de soportar y el brazo fuerte se alarga y toma por la fuerza aquello que no puede ganar con astucia.


Cuando Canute llegó a su cabaña, dejó a la chica en una silla, donde se quedó llorando. Él solo estuvo unos minutos para llenar el fogón de madera y encender la lámpara. Tomó un gran trago de alcohol y se puso la botella en el bolsillo. Se detuvo un momento, miró fijamente a la chica llorosa y luego se marchó, cerró la puerta con llave y desapareció en la oscuridad creciente de la noche.


El pequeño cura noruego, envuelto en franela y empapado en aguarrás, estaba sentado leyendo su Biblia cuando escuchó un golpe atronador en la puerta y Canute entró, cubierto de nieve y con la barba congelada unida a su chaqueta.


—Entra, Canute, debes de estar helado —dijo el pequeño hombre mientras acercaba una silla hacia su visitante.


Canute permaneció de pie con el sombrero puesto y dijo con calma:


—Quiero que venga esta noche a mi casa para casarme con Lena Yensen.


—¿Tienes una licencia, Canute?


—No quiero una licencia, quiero estar casado.


—Pero no puedo casarte sin una licencia, hombre, no sería legal.


Una luz peligrosa se encendió en los ojos del gran noruego.


—Quiero que venga a mi casa a casarme con Lena Yensen.


—No, no puedo. Un buey moriría si saliera en mitad de una tormenta así y mi reumatismo está muy mal esta noche.


—Si no viene por su propio pie, tendré que llevarlo yo —dijo Canute con un suspiro.


Agarró el abrigo de piel de oso del sacerdote y le ordenó que se lo pusiera mientras preparaba su calesa. Salió y cerró la puerta con suavidad. Después volvió y se encontró al párroco asustado, agachado ante el fuego con el abrigo en el suelo a su lado. Canute le ayudó a ponérselo y, con amabilidad, le envolvió la cabeza con su gran bufanda. Luego lo tomó en brazos y cargó con él hasta la calesa, donde lo dejó sentado. Mientras le ponía las mantas de búfalo a su alrededor, dijo:


—Su caballo está viejo, puede tropezar o desorientarse en esta tormenta. Yo lo guiaré.


El sacerdote asió las riendas débilmente y permaneció sentado temblando de frío. A veces, cuando el viento amainaba, podía ver al caballo luchando a través de la nieve junto al hombre que avanzaba sin cesar a su lado. Luego la nieve volvía a ocultarlos por completo. No tenía ni idea de dónde estaban ni de qué dirección habían tomado. Sentía que si lo estaban zarandeando en el corazón de la tormenta y rezó todas las oraciones que conocía. Pero, al fin, las cuatro largas millas terminaron y Canute lo dejó sobre en la nieve mientras abría la puerta. Vio a la novia sentada junto al fuego, con los ojos rojos e hinchados como si hubiera estado llorando. Canute le puso una silla enorme y dijo con brusquedad:


—Caliéntese.


Lena se echó a llorar y a gemir de nuevo, mientras suplicaba al párroco que la llevara a casa. Él miró con impotencia a Canute.


—Si ya está caliente, puede casarnos —dijo, sin más, Canute.


—Hija mía, ¿das este paso por tu propia voluntad? —preguntó el sacerdote con voz temblorosa.


—No, señor. ¡Y es vergonzoso que intente forzarme a ello! No me casaré con él.


—Entonces, Canute, no puedo casaros —dijo el párroco, alzándose tanto como le permitían sus reumáticas extremidades.


—¿Está listo para casarnos ahora, señor? —dijo Canute, apoyando su mano de hierro en el hombro caído del otro. El pequeño sacerdote era un buen hombre pero, al igual que la mayor parte de los hombres de cuerpo débil, era cobarde y le horrorizaba el sufrimiento físico, incluso después de haberlo padecido a menudo. Con tantos problemas de conciencia, empezó a llevar a cabo la misa de boda. Lena se quedó sentada de mal humor en su silla, mirando el fuego. Canute permanecía de pie a su lado, escuchando con la cabeza inclinada con reverencia y las manos unidas sobre su pecho. Cuando el hombrecillo terminó de rezar y dijo «amén», Canute empezó a envolverlo de nuevo.


—Ahora lo llevaré a casa —le dijo mientras cargaba con él y lo situaba en la calesa. Emprendió de nuevo el camino a través de la furia de la tormenta, trastabillando entre montículos de nieve que obligaban a arrodillarse incluso al gigante.


Cuando la dejaron sola, Lena no tardó en dejar de llorar. No tenía un temperamento especialmente sensible y poco orgullo le quedaba más allá del que otorga la vanidad. Tras agotar la primera ira amarga, no sintió nada más que una sana sensación de humillación y derrota. No se sentía inclinada a huir, pues ya estaba casada y, a sus ojos, aquello era definitivo y toda rebelión resultaría inútil. No sabía nada de licencias, pero sí que el párroco casaba a la gente. Se consoló pensando en que siempre había tenido la intención de casarse con Canute en algún momento.


Se cansó de llorar y de mirar el fuego, así que se levantó y se puso a examinar su entorno. Había oído historias raras sobre el interior de la cabaña de Canute, y su curiosidad pronto superó a su rabia. Una de las primeras cosas en las que se fijó fue en el nuevo traje negro que colgaba en la pared. No era una lumbrera, pero a una mujer vanidosa no le costaba mucho interpretar algo tan claramente halagador, por lo que se sintió complacida sin querer. Mientras miraba en el armario, el ambiente general de abandono e incomodidad la hizo compadecerse del hombre que vivía allí.


—Pobrecillo, no me sorprende que busque casarse para que alguien lave los platos. La soltería es dura para el hombre.


Es fácil compadecerse cuando la vanidad de alguien se ha visto estimulada. Lena miró el alféizar, tembló un poco y se preguntó si aquel hombre estaría loco. Después volvió a sentarse y permaneció así un rato largo, preguntándose qué harían Dick y Ole.


—Es raro que Dick no haya venido al momento. Seguro que ha venido, pues saldría de la ciudad antes de que estallara la tormenta y le costaría lo mismo seguir adelante que regresar. Si se hubiera apresurado, habría llegado antes que el párroco. Supongo que tiene miedo de venir, pues sabe que Canuteson lo aplastaría como a una cucaracha, ¡el muy cobarde! —Sus ojos brillaron de enfado.


Las agotadoras horas fueron pasando y Lena empezó a sentirse terriblemente sola. Era una noche extraña y aquel era un lugar extraño donde estar. Oía a los coyotes aullar hambrientos a poca distancia de la cabaña, pero mucho más terribles eran todos los ruidos desconocidos de la tormenta. Se acordaba de las historias que le habían contado sobre el gran tronco que tenía encima y temía las cosas serpentinas de los alféizares. Recordaba al hombre que había muerto en el duelo y se preguntó qué haría si viera el rostro blanco del loco de Lou mirando desde la ventana. El repiqueteo de la puerta se hizo insoportable y pensó que el pestillo debía de estar suelto, así que acercó la lámpara para echarle un vistazo. Vio por primera vez las feas pieles marrones de serpiente cuyo cascabeleo mortal resonaba cada vez que el viento agitaba la puerta.


—¡Canute, Canute! —gritó aterrorizada.


Desde el otro lado de la puerta, oyó un sonido pesado, como el de un gran perro levantándose y agitándose. La puerta se abrió y vio a Canute ante ella, blanco como un montículo de nieve.


—¿Qué pasa? —preguntó este con amabilidad.


—Tengo frío —se quejó.


Él salió y tomó un puñado de madera y una cesta de mazorcas y llenó el fogón. Después salió y se tumbó en la nieve frente a la puerta. Al momento, oyó que Lena lo llamaba de nuevo.


—¿Qué pasa? —dijo mientras se sentaba.


—Me siento muy sola, tengo miedo de estar aquí sin nadie.


—Iré y traeré a tu madre. —Y se levantó.


—No vendrá.


—La traeré —repitió Canute con tono de seriedad.


—No, no. No es a ella a quien quiero, porque no dejará de regañarme.


—Vale, pues traeré tu padre.


Lena habló de nuevo, como si su boca estuviera cerca de la ojo de la cerradura. Habló en un tono más bajo del que nunca le había oído antes, tan bajo que tuvo que pegar la oreja a la cerradura para poder escucharla.


—Tampoco es a él a quien quiero, Canute… preferiría que tú estuvieras aquí.


Durante un momento, Lena no oyó ningún ruido, pero entonces hubo algo parecido a un gemido. Con un grito de miedo, abrió la puerta y vio a Canute estirado en la nieve a sus pies, con el rostro entre sus manos, llorando en el umbral.





Ilustración: Jorge Álvaro

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...