viernes, 3 de octubre de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 7)










LAS VARIADAS MUERTES DEL RIO PARANA


 

7

 

 


Natacha Krakovsky ya no era la misma, todos en el barco se dieron cuenta, e incluso Tomasa debió reconocerlo.

     - ¿Pero cómo es esa mujer, realmente?- decía la vieja negra, sentada en su taburete de madera preferido cuando estaba en la cocina, a las mujeres que la ayudaban y a veces  a los marineros que se quedaban a comer. Algunos simplemente permanecían escuchándola porque les servía de pretexto para holgazanear. No sabían cuánto tiempo más se quedarían en ese puerto, pero el trabajo de mantener el barco era casi el mismo que el de navegar. De todos modos, a ellos no les interesaba lo que los dueños hicieran en su vida privada. Sólo obedecían las órdenes del capitán Mendoza y esperaban su comida y su paga.

     -Yo la conocí cuando se apareció en la chacra, hace quince años. Seria, como la condesa que decían que era, modosita y callada. Se conquistó la confianza de la tía más severa de la familia, y desde entonces ha hecho lo que quiso con todos. Al capitán le hizo la vida infeliz, y a su hijo se lo comió con tantos rezos y beaterías.

     - ¿Pero no dicen que el señor Manuel…? -dijo uno de los viejos que la escuchaba.

     -Eso no lo sé-lo interrumpió Tomasa. -Solamente sé que el niño Ariel no habría sido lo que fue, ni se hubiera muerto así, si esa mujer lo hubiera educado de otra manera.

     -Es una santa- dijo otro, y las mujeres, que estaban de acuerdo con Tomasa, lo miraron, enfurruñadas.

    - ¿Porque se viste de negro y reza todo el día? ¿O también te conquistó? -contestó la negra. Las otras rieron, y el hombre entonces se dio vuelta hacia la puerta de entrada a la cocina, donde estaba Natacha, parada y con un recipiente entre las manos.

     -Buenas noches, Tomasa. Vengo a preparar la cena de nuestro enfermo. Puede irse a dormir, y las otras también.

     A eso se referían cuando comentaban que había cambiado. Aunque seria y estricta, su lenguaje era otro.

      “A mí no me engaña”, pensó la negra.

     -No se lo voy a permitir, señora, ese es mi trabajo. - Se levantó limpiándose las manos en el delantal.

     -No se moleste, Tomasa. Deje que me encargue de mis deberes esta noche. El barco es mi hogar desde hace mucho, y a mis invitados los cuido yo. Si la necesito, la llamaré, no se preocupe.

     Si el tono hubiese sido el de antes, la vieja no habría dudado en contestarle mal, pero esa nueva forma que adivinaba hipócrita, la desconcertó. Por eso se calló la boca y salió de la cocina, no sin demostrar con sus gestos su malhumor y contrariedad, y sin dejar de echar una mirada atrás mientras salía. Los demás la siguieron.

     Natacha se quedó sola en la cocina. Muchas veces había cocinado para Ariel, porque no quería dejar en manos de la negra el estómago delicado de su hijo. Recordaba cómo se había esmerado en recordar recetas que había leído o le habían contado en Varsovia. Pocos de los ingredientes que usaban en Europa podían conseguirse en América, no sólo las costumbres eran diferentes, sino también el material con que se formaban. Pero luego de tanto tiempo en la chacra de Santa Fe, sabía a qué atenerse.

     Dejó el recipiente sobre la mesa. Se puso un delantal.  Buscó en los cajones bajo la mesa y levantó una olla vacía. La colocó en la pileta bajo la bomba de agua, y la llenó hasta la mitad. La llevó hasta el fogón, que nunca se apagaba del todo. Puso algo más de leña.

      Abrió el recipiente que había traído desde su camarote. Era una caja de metal que había cubierto con papel para que nadie la reconociera. Ni Tomasa se había dado cuenta, tal vez. Y de todos modos no importaba.

      Volcó el contenido en la olla, y escuchó el sonido al caer en el agua. No había más que esperar, así que, sin apurarse, caminó hasta la ventana y miró el río. Estaba anocheciendo, en una hora tendría preparada la cena para Manuel. De algún modo, se alegró de poder servirlo y ayudarlo como la vez anterior. La verdad era que no se había recuperado del todo desde la vez que ambos se dieron la mano en la cubierta. La cruz y el hombre formaban un todo que la inquietaban, sin saber definir el motivo. Era un éxtasis, ya lo había comprobado, pero no era todo. Luego había llegado la depresión, o el hundimiento, si se quiere. Pero ni lo uno ni lo otro eran sentimientos, sino simples sensaciones. Estados de ánimo que fácilmente podían claudicar.

     Lo único que no variaba era Ariel. Su rostro angélico, al que sólo le faltaba la barba para ser un hombre, tan parecido a su abuelo, que era como haberlo recuperado luego de verlo muerto en el comedor de la casa de Varsovia. Meses después, había renacido en otro lugar, y ahora se lo habían quitado una vez más. Y fue en ese momento cuando lo vio en la cocina. Estaba sentado como muchas veces lo había visto, en un taburete, contemplando el río y con un cuaderno sobre las piernas, trazando dibujos con un lápiz negro. ¿Tal vez le dictara los ingredientes? No hacía falta, el chico no lo haría. Su beatitud era demasiada como para hacer algo que dañara a otros. Su sacrificio había sido único, porque él era único. La convicción de lastimarse a uno mismo es la máxima bondad hacia nuestro prójimo. El daño no puede dejar de existir, y en la elección del objeto se mide la calidad de la persona.

    ¿Quién le había dicho eso? ¿O lo había escuchado? ¿Fue en algún libro de filosofía escolástica, o en boca de la tía Clotilde? La tía se había convertido en una filósofa luego de su ataque de apoplejía. Como ya no podía ir a misa, había mandado que el cura fuese casi todos los días a la casa, pero éste fue espaciando sus visitas. Un día discutieron y no fue más. Clotilde, desde entonces, había adaptado sus creencias al resentimiento, y el resultado fue una cólera que la exaltaba sin poder transmitirla completamente, porque la mitad de su cara se negaba a expresarla. Eso fue lo que la consumió, se había dicho Natacha muchas veces. No el dolor, sino la ira.

    Eso es lo que mueve al mundo, había terminado por pensar, y lo dijo entre dientes, -enojada de su impotencia y enojada con el Dios que se había construido para vivir- poco antes de su muerte.

     El agua había empezado su ebullición. Buscó en los armarios varios frascos con especias. Condimentó con tomillo y romero, sabía que a Manuel le agradaban. Luego desmenuzó trozos de pollo sobre una madera, y los agregó a la olla. Sería un caldo muy rico, le dijo a Ariel, pero el chico seguía mirando hacia el río, siempre extasiado por las imágenes que nunca pudo imitar con exactitud.

     -El arte más sublime es el que imita lo que no se ve-dijo ella, mientras revolvía el contenido de la olla con la cuchara, lenta y pacientemente. El olor del caldo inundó la cocina, y creyó ver alguna cara que se asomaba por la puerta. Si era Tomasa no se atrevería a perder su orgullo reconociendo que la espiaba, y si era otra no tenía sentido molestarse.

     Una hora después ya todo estaba listo. Había retirado la preparación del fuego, y la dejó asentarse durante unos minutos. Probó un sorbo con el cucharón, y sonrió imperceptiblemente. Ni siquiera ella sabía si lo hizo por el sabor o por algún recuerdo provocado por éste.

   Vertió una parte en la sopera y se dio vuelta para salir de la cocina. Ariel ya no estaba, pero pronto volvería.

    

     Caminó por el pasillo hacia el camarote de Manuel con la misma acritud con la que la habían visto salir no muchos días antes con una sábana arrugada y sucia. Ahora, mientras llevaba la sopera, parecía estar llevando un cáliz.

     Golpeó la puerta una sola vez. Julio Ruiz seguía cuidando al enfermo. Después de ocho días, la herida no daba muestras de estar cicatrizando, pero Manuel se mantenía despierto y tranquilo. No se quejaba de dolor, pero tampoco hablaba. Tenía la mirada fija en la pared frente a la cama, justo donde estaba la mesa en la que Ariel había apoyado la mano.

       -Traigo la sopa-dijo Natacha, y esbozó una sonrisa tan extraña a su cara, que fue como una tachadura bruta en alguno de los dibujos de Ariel. Un asincronismo, se dijo Ruiz, pensando, sin saber bien la razón, en un reloj cuyas agujas señalaban una hora y las campanas anunciaban otra. La cara de Natacha era la esfera con las agujas estancadas, atrapadas en un limbo del tiempo, y las campanas eran el sonido, quizá, de una carcajada sin alegría.

     Sí, era verdad que no sabía el porqué de esta imagen tan literaria que se había creado ante sus ojos al ver a Natacha. Su misma voz era diferente, como si hubiese recuperado algo perdido, como si su hijo, lo único que había amado, hubiese vuelto para quedarse, y de una forma que ya nadie podía robárselo.

      Dejó la sopera sobre la mesa, acomodó las almohadas tras la espalda y la cabeza de Manuel. Se sentó y le colocó dos servilletas grandes. La sábana tenía sangre, pero no importaba. Ella luego la cambiaría.

    -Vaya a descansar, Julio. Yo me encargaré desde ahora, no se preocupe.

    Escuchó un resoplido del médico, más bien un gesto de desprecio, pero hizo como si no se diera cuenta. Se levantó para ir a buscar la sopera y lo miró. Ella ahora estaba levemente inclinada, revolviendo con el cucharón y la vista sobre Ruiz. Él no soportó esa mirada, murmuró algo entre dientes, y se fue sin atreverse a golpear la puerta.

     Volvió a sentarse en la cama, poniendo la falda de su vestido sobre la sábana manchada. En una mano tenía el plato en el que había vertido algo de sopa, en la otra una cuchara que llevaba a la boca de Manuel. La primera vez dijo:

    -Abra la boca, querido, por favor. La sopa está muy rica y le va a hacer muy bien. Debe recuperarse, querido, antes que vuelva su mujer. Yo lo cuidaré y se repondrá. Ariel me ha dicho que es usted un hombre muy débil, y yo creo que es usted muy sensible. Usted debió haber sido cura, Manuel, de ahí nace su tristeza. Pero ahora tendrá un hijo, querido, y el suyo será como el que yo…

     No había previsto el nudo en la garganta, pero de pronto vio la cruz en el pecho.

    -Lo ayudaré a su expiación.

    Arrancó la cruz y la dejó caer en el plato.

    -Repita conmigo: “Este es mi cuerpo” …

    Manuel abrió la boca, y tomó de la cuchara como de una hostia.  

 

 

 

*

 

 

 

Había estado entrando y saliendo del sueño y la vigilia desde el momento en que había despertado con el grito y la sangre de Ariel. Recordaba el camino por la cubierta de vuelta al camarote ayudado por Natacha y Julio. Pero luego el tiempo era demasiado impreciso, sólo el lugar permanecía estable: la cama y la habitación. Su espalda yacía sobre el colchón en el que había pasado la mayor parte del tiempo. El “Juan Manuel de Rosas” le había dado la seguridad que el nombre le adjudicaba, como si lo hubiese tomado para formar parte de su estructura, y por eso había pasado tanto tiempo en esa cama, casi convertido en una parte más del mobiliario que sobrevivía de la regencia napoleónica. Sabía que su mente continuaba atada a ciertos cánones que ya no regían el mundo, y menos en América. Su forma de ser era incongruente porque era rígida su manera de pensar. Las discusiones con Altea nacían de esa dicotomía: ella era fría e indiferente, él era obtuso y pasional. Ambos eran dobles, y el resultado eran cuatro personalidades que jugaban un juego en el que nunca se llevaban de acuerdo, y en el que siempre perdían.

     Cuatro seres que ahora volvían en sus sueños como sombras, o figuras representadas en el día por otras: Julio y Natacha. Uno que lo cuidaba desde aquella mañana del despertar desesperado, limpiándolo, moviéndolo, dándole de comer, hablándole. Y la otra ausente hasta este día en que con su voz extraña parecía perdonarlo. Dándole cucharadas de caldo en la boca, hablándole parsimoniosamente de perdón y expiación.

     La veía frente a él, muy cerca, sentada en la cama, acariciando a veces una rodilla de Manuel, sin miedo a la sangre de la herida que no cerraba. Con la otra, extendía la cuchara llena de caldo, instándolo a que abriera la boca, como si fuese un chico. Tal vez había hecho lo mismo con Ariel.

     El caldo lo reanimaba, se sentía más despierto que con la comida que le traían Tomasa o Julio. Es verdad que transpiraba, el vello del pecho estaba empapado en sudor resbalando hasta las sábanas. Sentía la cruz, cuyo metal curiosamente lo refrescaba, como si le sorprendiera que el punto de aleación fuese mucho, mucho más alto que el simple calor que podía soportar un hombre. Veía que Natacha a veces desviaba la vista de sus ojos o su boca, y miraba la cruz.

     No sintió dolor cuando se la arrancó y la cadena se deslizó rota por el pecho. La cruz desapareció en el plato, y le dio otra cucharada.

     Diferente, porque de pronto escuchó un hormigueo en los oídos, y mientras su vista se aclaraba luego de tantos días de inquieta turbiedad, vio a Ariel junto a la cama. Creyó entender que madre e hijo se hablaban sin mover los labios. ¿Quizá él había tenido que ver en esa reconciliación? A veces somos instrumentos de los designios de Dios, y el personaje que nos toca en el teatro del mundo no es agradable. Judas Iscariote, por ejemplo, el melancólico traidor que nunca supo deshacerse del remordimiento, ni siquiera en su propia horca.

      El caldo le aliviaba, y la beatífica imagen de madre e hijo, uno junto al otro, le daba paz a su alma.

     Creyó morir, porque la claridad de la habitación era oscura, y la nitidez tan extrema, que era casi como ver todo en un mismo plano, una pictórica semblanza del paraíso. José, la Virgen y el Niño.

     Pero el niño era un ángel adolescente, y lo escuchó reprocharle a su madre, de pronto y luego de la beatífica sonrisa, la áspera actitud de la venganza. Ella respondió dejando la cuchara en el plato y mirando hacia Ariel, parado a su lado junto a la cama. Tenía la mano sana sujetando el muñón de la otra. Estaba desnudo y el pecho blanco y flaco era el de un esmirriado ángel enfermo.

    Manuel sabía que estaba presenciando la conversación de dos mundos, y que ambos estaban allí en ese momento. Natacha que hablaba, reprobando a Ariel, y el chico que por primera vez se rebelaba ahora, agarrando la cadena para reparar el eslabón roto. Manuel sabía que no podría hacerlo porque no era posible con una sola mano. Iba a hablar, a decirle al chico que no se preocupara, por favor, que no se preocupara. Pero entonces lo vio retroceder hacia la sombra del cuarto. Natacha había vuelto a mirar a Manuel, y recomenzó los lentos viajes de la cuchara cargada de caldo.

     Enseguida reapareció Ariel, la mano izquierda, muerta, en la mano derecha. Una llevó a la otra al muñón, y pronto comenzó a moverse como una araña moribunda. Manuel vio acercarse la mano hacia él, y quiso llorar, pero la mano simplemente recuperó la cadena, y entre ambas, repararon el eslabón roto.

     Natacha observaba, con la mirada seca.

    Cuando la cruz estuvo de vuelta en la cadena, Ariel se acercó a Manuel, que sintió el olor de la mano muerta. El chico estaba tan cerca, rodeándole el cuello para colocarle otra vez la cruz sobre el pecho, que fue casi un recuerdo exacto de aquella noche.

     Y cuando recuperó la cruz, la claridad se esfumó y la realidad se convirtió otra vez en un hálito nauseabundo, la calma comenzó a arrugarse y sus fibras se entrelazaron en nudos gruesos, y el dolor del cuerpo ya ni siquiera fue uno solo, sino múltiples dramas y tragedias que se sucedían simultáneamente, coordinando las contradicciones absurdas con los métodos del caos.

     Entonces comenzó a escuchar un aleteo, pero no sabía si antes o después de ver a Ariel retroceder hacia la sombra. Su cara, de tan escuálida, fue adquiriendo la forma de un triángulo, y ese triángulo formaba los contornos de una cara de murciélago. Vio el comienzo de unas alas tras la espalda, y de pronto toda la habitación se llenó de murciélagos.

     Ariel ya no estaba, y Natacha había dejado caer el plato al piso y se tapaba la cabeza con las manos.    

     - ¡Julio, Negra! -llamaba. Nunca se había acostumbrado a esas invasiones. Nunca había indicios de cuándo vendrían, o por lo menos ella no había sido capaz de entender por más que los marineros se lo hubiesen explicado muchas veces.

     Manuel no podía moverse demasiado. Lo sentaban en la cama y él así se quedaba, porque en cuanto intentaba mover las piernas la herida sangraba. Pero tampoco quiso moverse. Los murciélagos daban vueltas bajo el cielo raso, y chocaban con las paredes o los muebles, volteaban las lámparas, y cuando al fin había oscuridad, muchos se quedaban quietos, colgando del techo o apoyados en la cama.

     Y fue esto lo que sucedió. Nadie entró a cerrar las ventanas, y Natacha no se movía de su sitio. Los murciélagos se desplazaban sobre las sábanas, y él sintió que eran atraídos por la herida. El dolor había recomenzado desde que le habían devuelto la cruz. Y los animales se acercaban, tímidos primero, y luego ya sin miedo porque él no hacía nada para espantarlos. Sintió las patas caminando por sus muslos, luego los dientes sobre la herida. Las alas eran suaves como cuero liso. Era un alivio, quizá, ese contacto de las alas, que eran como sus manos. A veces las manos acarician, pero el rostro muerde.

     Ellos escarbaban y mordían, y el grito de Manuel era un gemido acongojado.

     Esa era su expiación, le habría dicho a Natacha de haber podido, porque si abría la boca sería solamente para gritar.

     El dolor es la expiación, el castigo es el dolor.

     ¿La expiación es tan larga como el pecado original? Entonces nunca terminaría, como tampoco el dolor. Su intensidad sería distinta, así como la apreciación del tiempo es diferente. Nos escabullimos del tiempo, pero no del lugar. El cuerpo sufre, y el beneficio de la anestesia del inconsciente se paga con crueles resabios más adelante: la impotencia, la incapacidad, el remordimiento, la culpa. Los cuatro vértices de la cruz.

     Escuchó a Natacha gritar al mismo tiempo que la luz se expandió a su alrededor. La habitación era una red de murciélagos que seguían revoloteando alrededor de los que estaban quietos. Las sábanas eran una sola mancha roja, y la falda y las mangas de Natacha eran de un rojo escarlata que combinaba eclesiásticamente con su vestido negro. Su mirada era de espanto, pero también de orgullo.

     Las luces que Julio y Tomasa habían traído fueron suficientes para que los murciélagos comenzaran a salir por la ventana.  Ruiz empezó a arrancar a aquellos que seguían prendidos a la herida, y Tomasa obligaba a Natacha a levantarse, pero ella gritaba y se sacudía el pelo revuelto.

     - ¡Sacámelos! - decía.

     - ¡No tiene ninguno en el pelo! ¡Salga conmigo!

      Se fueron, las voces sonaban casi como reconciliadas por un instante.

     Julio Ruiz tiró las sábanas al piso. La herida era una costra sucia de sangre, rodeada de un charco de caldo rojo.

     -Santo Dios-murmuró, y era extraño escucharlo.

    Vio los labios de Manuel, mordidos y sangrantes, y el rostro fruncido de dolor contenido.

    - ¡Grite, amigo, grite si quiere! ¡No se contenga! ¡Eche todos los diablos que tiene adentro! -le dijo, casi llorando y sacudiéndolo de los hombros. - ¿Cómo voy a arreglar esto, ¡cómo voy a arreglarlo! -se lamentaba.

     Manuel abrió los ojos. Tenía espanto en la cara, pero también un sesgo de piedad compatible con la idea que Julio se había hecho alguna vez de Dios. Levantó una mano y señaló con el dedo hacia la pared de enfrente.

    -Ellos nos cuidan-dijo.  

     Ruiz miró hacia donde algunos murciélagos colgaban de la pared alrededor del crucifijo.

     Entonces desnudó del todo a Manuel y le dijo que se recostara. El agua de la vasija no estaba del todo limpia, pero ya no importaba, lo único esencial era desprender esas costras de coágulos y mugre. Ya no tenía ánimos de llamar a nadie para que lo ayudara. Comenzó a trabajar como lo había hecho en los peores momentos durante la guerra de la Triple Alianza: utilizar el agua que hubiese a mano, a veces simplemente para lavar la cara del soldado, o para limpiar la sangre que tapaba las piernas y los brazos que había que amputar, y cuando lo hacía, no encontraba más que una masa de huesos rotos.

     Había vuelto de Europa dos años antes del final de la guerra, cuando las batallas fueron más cruentas porque ya los soldados estaban cansados y casi no se cuidaban, porque habían muerto muchos y quedaban pocos para defenderse, y porque los oficiales querían terminar de una vez por todas, y mandaban al frente a sus hombres sin pensarlo mucho antes.

      Había tenido demasiado trabajo, y aunque era el jefe de cirujanos en el puesto de Ita Ibaté, él trabajaba igual o más que los otros. A veces veía que algunos de sus colegas se caían al piso y otro debía reemplazarlo, mientras el soldado gritaba, porque el éter ya no alcanzaba para todos. Esa batalla duró unas horas para los oficiales, más de un día para los soldados, y varios para los médicos. Ellos seguían amputando: apenas las enfermeras vendaban, los ayudantes lo sacaban y subían a la mesa a otro, y así hora tras hora. Cuando las telas para las vendas escaseaban, se las sacaban a los muertos antes de enterrarlos y luego de lavarlas, a veces, volvían a usarlas en los recién llegados.

     Ruiz buscó en el armario y encontró camisas y ropa blanca. Las desgarró y las usó para lavar a Manuel. Apenas desprendió las costras, la sangre brotó espesa y oscura, y olía muy mal. Entonces sí Manuel gritó, tanto que Ruiz levantó la cabeza para mirarlo, y sonrió. Que gritase todo lo que quisiera, para que todo el barco se enterase de una vez por todas, para que hasta en el puerto y la ciudad todos supieran lo que le habían hecho. Ellos: la pulcra condesa Natacha y el eminente doctor Julio Ruiz.

     Gritó hasta quedarse sin voz, y luego se desmayó. El colchón, que ya había aceptado demasiada sangre durante muchos días, volvió a empaparse hasta chorrear debajo y al pie de la cama. Ruiz puso telas sobre la herida, una sobre otra, esperando que coagulara para volver a suturar. Pero sabía que no podría solo, y aunque lo hiciera Manuel necesitaba ir a un hospital. Si no lo había hecho antes era porque conocía su propio riesgo, si al entrar en la ciudad algún policía o militar llegaba a reconocerlo. Tampoco podía encargarle la tarea a nadie del barco, todos eran unos inútiles en ese aspecto, y Manuel se desangraría antes de llegar.

     Sin dejar de hacer presión sobre las telas, las anudó alrededor de los muslos y la pelvis. Luego volvió a inyectarle un sedante y le tomó el pulso. Estaba muy bajo. Sólo tenía una mínima oportunidad de sobrevivir si lo llevaba al hospital esa misma noche, ahora mismo, incluso. Debían ser las dos de la mañana, y ese hombre no viviría ya al amanecer.

     Envolvió el cuerpo de Manuel en dos sábanas y una frazada. Al levantarlo, volvió a gritar. Una mano de Manuel se acercó a su cara y pensó que era para golpearlo, pero solamente apoyó la palma en la mejilla y apretó con los dedos su oreja y luego la nuca. Abrió los ojos, y Ruiz vio la misma expresión de Cristo en los retablos que había visto en los museos de Europa.

     Sosteniéndolo en sus brazos, Ruiz acercó la cara a la frente y le dio un beso.

     -Perdón-dijo.

    - ¿Pero por qué? -murmuró Manuel, tan quedamente, que fue más un símbolo que una pregunta. En el fondo de esa boca Julio Ruiz escuchó todos los gritos que había escuchado a lo largo de su vida, incluso los gritos de los muertos que eran como una exhalación nunca interrumpida. Y escuchó el llanto de los bebés, en especial de Justo Farías, que había nacido sin piel, y que como todo justo, reclamaba el castigo.

     Cuando salió, muchos hombres obstruían el pasillo. Lo miraban sin preguntar, abriéndole paso. Tomasa lo detuvo.

     - ¿Está muerto?

     -Lo llevo al hospital.

     La vieja lo agarró de la ropa.

    -Déjeme en paz, negra. Sé lo que hago. Usted cuide a la señora, nunca la había visto como esta noche, y puede que se hiera.

     La negra estuvo a punto de reír, pero no era esa la ocasión.

    -A esa no la mata ni Mandinga…pero vaya, vaya, y haga lo que tenga que hacer para arreglar esto….

    Ruiz no la miró, sólo siguió caminando. Ya le habían preparado el bote y lo ayudaron a bajar a Manuel. Luego remó los pocos metros hasta el muelle, que anudó a un pilar y levantó al enfermo. Las piernas le dolían, pero pudo levantarse él y al otro, y empezar a caminar por el puerto en plena noche. La casilla de un policía estaba con luces, pero escuchó los ronquidos y pasó por delante. Las pocas casas del puerto estaban a oscuras. Los perros le ladraban, y una que otra linterna se encendió por unos segundos. Necesitaba una carreta, pero no se atrevía a despertar a nadie a esa hora si quería pasar lo más desapercibido posible.

     Media hora después había llegado al pueblo de Santa Lucía. Sabía que el viejo convento de jesuitas había sido convertido en un hospital de niños. Conocía al viejo doctor Ibáñez, que había sido el director luego de que Ruiz viajase a Europa, porque era amigo de su padre. Por cartas de éste se había enterado de la forma en que había muerto Ibáñez: el padre de un chico enfermo lo había apuñalado. Según sabía, el médico agonizó durante una semana, y durante todo ese tiempo pudo escuchar la construcción del patíbulo en el que ahorcaron al hombre. Había venido el mismo gobernador a presenciar la ceremonia, y luego quiso visitar a Ibáñez, pero debió pasar el resto del día y la noche con una reunión del partido y la obligada cena. En la mañana le dijeron que el médico había muerto. No fue a ninguno de los dos funerales, que de todos modos fueron en el mismo cementerio y a la misma hora. El cuerpo del ahorcado esperó todo un día en la comisaría, y cuando consiguieron la autorización de la curia para enterrarlo en tierra santa, el cuerpo del médico llegó en otra carreta. Uno en un carro tirado por un solo caballo viejo, con el sepulturero y un cura. El otro en una carreta de dos caballos, seguida del obispo y de los doce hijos del doctor Ibáñez. La esposa estaba demasiado angustiada, dijeron, para asistir. Los doce chicos, todos varones, caminaban en dos filas, y parecían haberse distribuido por edad y estatura. Iban con las cabezas gachas, y sólo los dos más pequeños miraban con curiosidad y miedo todo aquel paisaje de lápidas. Detrás, iban algunas enfermeras y colegas del médico, y más atrás, algunos vecinos de Santa Lucía. Las tumbas estaban a veinte metros de distancia. Una estaba llena de flores, la otra no tenía nada. Una tenía una cruz de madera, la otra una lápida costeada por el municipio y que había sido labrada esa misma mañana. El sermón del cura sobre la tumba del ahorcado duró cinco minutos, y luego se acercó a la otra, junto al obispo, donde se sucedieron breves discursos luego del responso. El padre de Ruiz se había esmerado en describirle todo esto porque había apreciado mucho al doctor Ibáñez. Lamentaba la forma de su muerte y la execrable pompa de su funeral de pueblo. Un año después vino la guerra y comenzaron a llegar los soldados.

      Ahora que estaba junto a la puerta de entrada, vio el viejo edificio jesuita con su oscura fisonomía de arcos y tejas, y el campanario que se ocultaba en la alta noche. Hizo una pausa para tomar aliento. No lo había revisado desde que salió del barco, y aunque escuchaba bajos quejidos, no los había escuchado en los últimos cien metros. Tomando aliento, sintió que lo tocaban en la cabeza con algo puntiagudo. Al levantar la vista, vio el cañón de un fusil que lo apuntaba.

    - ¿Qué le pasa, compadre? -dijo el policía.

    -Traigo a mi amigo…

    El otro se acercó para tocarlo.

   - ¿Está seguro de que está vivo? Venga, viejo, un dotor lo verá.

    Entre ambos entraron a Manuel, lo colocaron en una camilla y lo llevaron a una habitación. Un médico de guardapolvo sucio salió de otro cuarto restregándose los ojos.

    - ¿Qué pasa aquí? - empezó a decir, pero al ver el cuerpo, miró a Ruiz - Pero ¿qué le pasó? Sí, sí, ya me doy cuenta, ¿quién es usted? - preguntó, poniéndose los antejos y mirando a Ruiz con desconfianza.

     -Soy un amigo, usted verá que lo castraron, no sé decirle…

     -Vaya con el oficial. Nosotros vemos si se puede hacer algo con este hombre. - Y se desentendió de él llamando a las enfermeras, que lo ayudaron a llevar la camilla a una habitación al fondo del pasillo.

     Las lámparas no servían para alumbrar más que unos diez metros, y ni siquiera alcanzaba a ver las paredes a sus costados. El policía se puso detrás de él y le dijo que caminara hacia el mostrador, donde una enfermera lo esperaba bajo tres lámparas colgando del techo.

     - ¿Cómo se llama el enfermo?

     -Manuel Menéndez Iribarne.

     La enfermera lo miró con el ceño fruncido.

     - ¿Extranjero?

     -Español.

     - ¿Y dónde vive?

     - No sé- dijo Ruiz en voz muy baja.

     - ¿No me escuchó?

     -No vive acá, vino a visitarme hace unos días y se quedó conmigo.

     -Deme su nombre y domicilio, por favor,

     Él no contestó enseguida, la enfermera cargó la pluma en el tintero y aguardó un rato dispuesta a escribir.

    -Julio Ruiz-dijo él. -Tengo una casilla junto al río, usted sabrá entender, no tengo trabajo.

    La mujer debió escribir “vagabundo” en el papel, y suponer que el supuesto amigo era otro de ellos, y que todo probablemente ocurrió en una pelea de borrachos. Llamó al policía, miraron juntos el formulario recién llenado, y se cambiaron miradas.

     -Venga conmigo-le dijo el policía. Lo sujetó de un codo, sin brusquedad, como si lo ayudara a caminar hasta la pared frente al mostrador, y le dijo que se sentara. Luego se paró al lado durante un largo rato. De vez en cuando se escuchaban movimientos al final del pasillo, que él conocía: los ruidos de un quirófano. Metales que se chocan, voces airadas, alguna que otra risa breve, pero sobre todo le llegó el olor del éter y los medicamentos. Vio abrirse la puerta de vez en cuando, mientras una enfermera con delantal, barbijo y cofia salía y entraba.

      Había notado que el policía cambiaba el peso de su cuerpo en un pie o en otro de tanto en tanto, debía estar cansado. Después caminó hasta el mostrador y se puso a conversar con la enfermera. Cuchichearon un rato, se sonrieron. Luego ella agarró unos papeles del mostrador y lo dejó solo. Debía ir a hacer su ronda, así que sólo quedaba el hombre, tan iluminado que difícilmente debía alcanzar a ver a Ruiz sentado junto a la pared, dónde sólo podían verse la punta de sus botas embarradas. Retrocedió los pies hasta sacarlos del halo de la luz. Comenzó a desplazarse en el banco de madera hacia la puerta.

      El policía agarró el teléfono. Al principio no alcanzó a escuchar, pero en la tercera llamada empezó a hablar fuerte, la comunicación se interrumpía o la voz del otro lado era muy baja. ¿A dónde llamaría? ¿A Santa Fe? ¿A Buenos Aires? No pudo sacar nada en claro, por más que escuchó su nombre varias veces. Luego el policía colgó con brusquedad y lo miró, pero no lo estaba mirando porque no lo veía. Entonces se acercó corriendo hacia la pared y cuando lo tocó, le dijo:

    -Quédese donde lo dejé, viejo. Si no, lo llevo a la comisaría-. Y se sentó a su lado.

    Ruiz se frotó la cara, habría querido llorar. Podría haberse escapado mientras el otro hablaba, ¿por qué no aprovechó la oportunidad? ¿Qué le interesaba a él saber lo que el otro averiguaba por teléfono, si era obvio? Supo, en ese instante, que el alcohol y la miseria que había pasado se habían cobrado su buena cantidad de neuronas. Eso ya lo había sabido el día que Mendoza lo rescató para llevarlo al barco. Pero la buena comida y la tranquilidad que desde entonces tuvo, lo engañaron como se engañan todos con la frágil fachada de la prosperidad. La operación de Manuel era el signo más evidente de que ya no era más que una caricatura de lo que había sido como médico, y la oportunidad perdida esa noche le confirmaba que ya no era más que un imbécil que ni siquiera merecía la lástima del peor de los hombres.

      La puerta del fondo se abrió, y escuchó los pasos del médico por el pasillo. Las lámparas del techo lo iluminaban cada tantos metros. Primero lo vio con la cofia y el delantal, luego con el pelo revuelto y las manos desatando los nudos de las tiras, por último, con el delantal ya abierto y los vellos del pecho que brillaban como leves destellos por el sudor.

      - ¿Usted es familiar o un amigo? -le preguntó. El policía lo hizo levantarse.

      -Amigo-dijo.

      -Me imagino que no hay nadie más cercano.

      Ruiz negó con la cabeza.

      -Alguien debe quedarse a cuidarlo en la habitación.

     El médico intercambió una mirada con el policía, y ambos se hablaron en voz baja.

     -Tendrá que quedarse usted. Le diré a la enfermera.

     El médico se metió en otra habitación y el policía lo llevó sin soltarlo del codo hasta el cuarto de Manuel. Lo vio en la cama, inmaculada de blanco. Miró alrededor, y se dio cuenta cuánto extrañaba los hospitales, aún uno como aquel, armado en un convento. ¿Pero acaso no eran los conventos también hospitales del alma? Las almas de los curas debían seguir rondando por esos pasillos y habitaciones. Una cruz sobre la pared, a la cabecera de la cama, era muy parecida a la que tenía Manuel sobre el pecho. Pero se la habían sacado y estaba sobre la mesita de luz junto a la cama.

     -Siéntese, compadre. Si quiere algo se lo pide a la enfermera. -Luego salió y escuchó los pasos hacia la recepción.

     Si pudiese escabullirse por la penumbra de los pasillos, pensó. Pero enseguida entró una enfermera que no había visto antes. Era más vieja y gorda, sin duda más veterana que la de la recepción. Miró al enfermo, revisó las vendas y las ropas de la cama, y le tomó el pulso.

     - ¿Se va a sanar? -le preguntó Ruiz.

    - Eso tiene que decírselo el médico. ¿Usted qué es del señor?

    -Un amigo.

    - ¿Usted le hizo esto?

    Él no respondió. Ella se encogió de hombros.

    -Ya me imagino, se emborrachan y se matan entre ustedes.

    Lo observó por un momento, esperando la respuesta a la que debía estar acostumbrada, pero ante el silencio habrá pensado que Ruiz era más estúpido que los demás.

     Salió y dejó la puerta entreabierta. Apenas se asomó, vio que el policía había vuelto y estaba sentado frente a la puerta, con el pie derecho apoyado en la rodilla izquierda, y en las manos la porra que sostenía primero de un lado y luego del otro, jugando como distraído.

      Se sentó junto a la cama. Miró a Manuel y supo que estaba en buenas manos. Si vivía, sería por mérito de la gente de este hospital, si moría sería exclusivamente por el suyo.

 

 

 

*

 

 

El oficial estaba todos los días y a toda hora de guardia en el hospital. A veces venían a relevarlo los domingos, y a veces otro día de la semana, incluso, algunas noches. Pero él no sabía cuándo. No era mucho el trabajo: ayudar a entrar o salir enfermos, algún que otro borracho al que contener, en ocasiones un par de ladrones, o varias peleas de mujeres, y muchos perros rabiosos para matar. A veces estaba muy cansado, porque él se tomaba el trabajo en serio, así se lo habían enseñado en su casa. Tal vez porque aún era muy joven, como le decía el comisario Santángelo, pero sobre todo porque necesitaba trabajar y no quería que lo agarraran en algún error. Gálvez se esmeraba e intentaba permanecer despierto, y atento, lo que ya era más difícil, la mayor parte de sus guardias.

     Como esta noche, por ejemplo, que sentado frente a la puerta de la habitación donde estaba un posible asesino, los ojos se le cerraban, aunque sus manos jugaran automáticamente con la porra. Confiaba más en sus oídos en esas ocasiones, pero también muchas veces le habían fallado. Pensaba en la conversación con el comisario media hora antes. La comunicación era tan deficiente como siempre, y debía hablar a los gritos. Mirando al sospechoso desde el mostrador, o intentando verlo en la sombra junto a la pared, esperaba que fuera tan estúpido o sordo para que no se diera cuenta de que hablaban de él. En realidad, su mente se bifurcaba en dos pensamientos muy diferentes: su deber esa noche, que se presentaba algo diferente, y lo había hecho dudar de cómo lo vería su jefe, y por el otro el pensamiento de Camila, la enfermara. No podía alejarla de su mente ni de su cuerpo, sonreían y hablaban, y ese olor de ella lo excitaba. Cuando la veía pasar por el pasillo no podía dejar de seguirla con la mirada, y todas las veces que intentó tocarle las piernas, ella se escapó corriendo. Sin embargo, siempre creía verla darse vuelta un instante con una sonrisa que parecía invitarlo a perseguirla. ¿Cuándo sería su próximo relevo para poder estar con ella? Camila tenía horarios de descanso, él ignoraba los suyos, y en la mayoría de los casos no coincidían. El oficial Gálvez se tomaba su trabajo muy en serio, por eso se estaba preocupando demasiado por la llamada a la comisaría.

     - ¡Aquí el cabo Manolo Gálvez, señor comisario!

     - ¿Quién puta es? -escuchó decir desde el otro lado de la línea. Santángelo estaba soñoliento y malhumorado. Eran las tres y media de la madrugada.

     -Lamento molestarlo, comisario, pero es mi deber informarle de un hecho acá en el hospital de Santa Lucía.

    El comisario carraspeó y volvió a putear.

    -Está bien, ¿qué mierda pasó?

    -Entraron dos individuos, uno trajo al otro herido, medio muerto casi.

    - ¿Y para eso me jode a esta hora de la noche?

    -Disculpe comisario, pero me sospecho que el mismo que lo trajo lo hirió, y mire usted, comisario, le cortó los… ¿me comprende?

    - ¡¿Pero de qué me habla?! ¡Ah, ya entiendo! ¿Por qué no habla claro en lugar de como una mujercita? ¿Y son peligrosos?

    -No me parecen, uno se está muriendo, y el otro está demacrado…

     - ¿¡Y no podía esperar hasta mañana para decírmelo, carajo?!

     Gálvez tragó saliva.

     -Lo lamento mucho, mi comisario, pero me dijeron que informara de inmediato todo lo que me pareciera importante. Y cuando el tipo se muera, vamos a tener un asesinato acá.

     Se hizo una pausa desde el otro lado. En Santa Fe el comisario Santángelo debió haberse sentado para sorber un mate frío que había quedado en la mesa desde la noche.

     -Está bien, cabo. Con oficiales como usted el país tiene un gran futuro, mi querido. Deme los nombres-. Cuando Gálvez terminó, dijo: Mantenga detenido al tipo y espero órdenes.

     Ya había colgado cuando el cabo iba a preguntar cuándo vendrían a relevarlo. Pensó en Camila, que hacía su ronda, y de pronto vio que ya no veía la punta de las botas del viejo. Fue corriendo hacia el banco junto a la pared. Sí, allí estaba todavía.

 

      El comisario Álvaro Santángelo colgó el tubo y puteó al cabo. El hijo de puta parece un maricón de mierda, deben ser los fantasmas de los curas que dicen que viven en el hospital, se dijo en voz alta. El comisario vivía en la comisaría. Tenía cincuenta y cinco años y había dejado de tener más ambiciones cuando diez años antes tomó ese puesto. Debió haber sido su mal carácter, varios confusos episodios con reos muertos en sus celdas, y seguramente por la vez que lo encontraron con dos o tres mujeres del pueblo en la comisaría. Una de ellas, se decía, era la mujer del intendente. Estaba en camiseta y calzón, el escaso pelo revuelto y los ojos legañosos. De pronto su mirada se cruzó con los avisos y anuncios pegados en la pared detrás del escritorio. Todos viejos y vencidos, pero ya no se molestaba en sacarlos. Y entonces vio uno que debía tener casi diez años. “Doctor Julio Ruiz”. Lo buscaban hace mucho tiempo, ya no recordaba qué había hecho el tipo. Un nombre tan común, se había dicho muchas veces cuando posaba la vista por casualidad por ese cartel. Nunca en tanto tiempo había aparecido ni uno solo, y ahora había uno, y estaba en un hospital.

     Se rascó la entrepierna mientras pensaba que tal vez valiera la pena llamar al coronel en la mañana. Volvió al dormitorio, se tomó un sorbo de aguardiente que quedaba en el fondo de la botella y se colocó los pantalones. Fue a la cocina y puso a calentar la pava. Volvió al teléfono y levantó el tubo. Se acordó que no recordaba el número del coronel Gómez, y abrió el cajón del escritorio. Revolvió papeles una y otra vez, ya el agua había hervido. Fue a buscar el mate y la pava, se cebó uno y lo tomó. Volvió a revolver hasta encontrar la agenda, que no era más que un conjunto de papeles de bordes rotos. Se dio cuenta de que no veía un carajo, y fue al dormitorio a buscar los anteojos. Revolvió entre las sábanas un poco mojadas todavía, últimamente cuando se masturbaba le quedaban resabios de incontinencia. Cada vez le quedaban menos placeres en la vida, se dijo, ya ni las putas querían venir porque se quejaban de que les pegaba. Y qué querían que hiciera si eran ellas las que tenían la culpa de que las erecciones cada vez le duraran menos.

      Al fin encontró los anteojos y se los puso. Hizo varios intentos antes de conseguir línea, y se quedó dormido. El brazo a lo largo de la mesa, con el tubo en la mano, y la cabeza sobre el brazo. A la siete de la mañana entró la sirvienta que limpiaba, no se molestó en despertarlo, lo hizo solo con el ruido que hacía ella con los baldes y corriendo las sillas.

    -Buenas, comisario.

    Santángelo no le hizo caso. Se restregó los ojos, puteó al mate otra vez frío, y volvió a calentarlo. Mientras esperaba, se puso la chaqueta del uniforme en el dormitorio y volvió a lña mesa. Otro mate y otro intento de llamar. Al fin consiguió.

     -Buenos días, señora de Gómez. Lamento molestarla tan tempranito. ¿Está disponible el coronel?

     La mujer por toda respuesta dejó el tubo a un costado y él esperó. Escuchó algunos carraspeos y una discusión matutina entre marido y mujer.

    - ¡Hable!

     -Buenos días, mi coronel. Soy el comisario Álvaro Santángelo, de Santa Fe, señor. Lo molesto porque me creo en el deber de informarle sobre algo que usted me había recomendado con especial cuidado hace algunos años.

    - ¡¿De qué mierda me habla?!           

    -Parece que encontramos al doctor Julio Ruiz.

    Desde el otro lado de la línea se hizo una pausa, el coronel debía estar haciendo memoria.

     - ¿Ah, ¿sí? ¿Y dónde, qué han hecho con él? ¿Está seguro de que es el mismo?

    -En el hospital de Santa Lucía. No me confirmaron la descripción porque no la tenemos, pero llevó a otro tipo con los huevos cortados…

    - ¿Y el otro todavía vive?

     -Así me han dicho, pero a lo mejor no dura mucho.

     El coronel hizo otra pausa.

     -Así que le cortó los huevos y el otro sigue vivo…puede muy bien tratarse de un médico. Téngalo detenido, y espere órdenes.

     Y colgó. Santángelo tuvo que levantarse de la silla porque la mujer lo empujaba para lavar el piso.

 

      El coronel Anastasio Gómez colgó el teléfono que tenía junto a la cama. Su mujer ya se había levantado, rezongando por los subordinados que molestaban tan temprano. Él había hecho un respingo de indiferencia, pero mientras aún tenía el teléfono en una mano, con la otra palmeó el trasero de su esposa, que lo ignoró y salió de la habitación. Ese había sido el motivo, tal vez, de la pausa que había hecho mientras hablaba. Cuando colgó, pensó en lo raro que era encontrarse con el caso de Ruiz después de tantos años. La última vez que había sabido algo de él, le habían dicho que estaba hecho un borracho, rebotando de pueblo en pueblo como un vago cualquiera, y por eso no lo encontraban. Enviaría unas letras al diputado Farías, más tarde.

     Se levantó de la cama y se desperezó. Abrió el ventanal que daba sobre el parque. Tras la arboleda estaban las barrancas de San Isidro. Era alto y de un rubio que se iba encaneciendo. Tenía cuarenta y siete años, y se pasó la mano por el pecho y el abdomen. Se mantenía en forma porque cabalgaba todos los días, y los fines de semana jugaba al pato. Le gustaba hacer el amor con Delia, todavía, luego de más de veinte años. Habían tenido cinco hijos, dos se le habían muerto en la guerra, al tercero lo había salvado por ruego de su mujer, y el diputado Farías había logrado eso. Las dos hijas se habían casado y vivían una en Córdoba y la otra en Uruguay. Ellos dos vivían casi solos en la quinta. Lautaro, el menor, estudiaba, según decía, en Buenos Aires, pero era un tarambana que lo único que hacía era pedirle dinero para quedarse en un eterno primer año de abogacía.

      Desayunaron en el parque, estaba soleado y la mañana era fresca.

      - ¿Quién era? -preguntó Delia.

      - ¿Quién? ¡Ah! Un comisario de Santa Fe. Sobre el caso Ruiz

      -Estás distraído, ¿acaso es importante?

      -Tiene que ver con Farías, mi amor.

      -Entonces, sí.

      No hacía falta que le dijera más. Bartolomé había salvado al único hijo varón que les quedaba, aunque fuera un tiro al aire. Ya se asentaría, decía ella, que siempre lo mimaba y lo justificaba. El coronel callaba, pero esperaba que cualquier mañana lo llamara para pedirle ayuda. Ya conocía el tono de su hijo, entre despistado y sutil, escucharlo por teléfono le resultaba más sincero que mirarlo a la cara. Pero, en fin, estaba vivo y algún día les daría un hijo que continuara el apellido. Tal vez, un Gómez a secas.

     Como el de tantos Ruiz, salvo que quizá habían hallado, finalmente, la punta del ovillo.

     Esa mañana fue al pueblo a enviar un telegrama a Buenos Aires. No quería llamar al diputado directamente, sabía que estaba en plena campaña y además habían pasado muchos años, no sabía si Farías iba a conducirse oficial o extraoficialmente.

     “LO ECONTRAMOS EN UN PUEBLO DE LA PROVINCIA. AGUARDO SU ORDEN.”

      Eso era todo lo que se necesitaba para que Farías entendiera.

      Cuando volvió a la quinta se metió en su estudio a responder algunas cartas. Delia entró para dejarle la merienda.

      - ¿Alguna novedad, querido?

      -Nada, mi amor.

      Se dieron un beso breve, tomados de la mano, y luego ella lo soltó para que siguiera escribiendo.

 

     Bartolomé Farías ya tenía poco más de cincuenta años. Desde la muerte de su esposa había renovado su banca en diputados una vez, y ahora volvería a intentarlo. La verdad era que su hijo le hacía la vida imposible. El monstruo ese seguía viviendo, contra todo pronóstico de los médicos. Al fin de cuentas, qué sabían ellos, los matasanos. Todos no habían hecho más que matar a sus hijos y a su mujer. Y al último lo habían dejado vivo para convertirse en su calvario.

     Vivía en la planta alta de la casa de Palermo, encerrado todo el día. La sirvienta que había tomado la responsabilidad de criarlo también estaba cansada. Ella seguía sin quejarse, porque sabía que había dado falso testimonio, pero lo que más le importaba era lo que el padre haría con el chico. Durante aquellos diez años, Justo había aprendido a caminar. Se le había formado una costra de piel rugosa que duraba a veces muchos meses, y luego comenzaba a descamarse. Primero era blanca y fresca como manteca, luego iba secándose para tomar un color morado, finalmente comenzaba a tomar mal olor y era imposible entrar a la habitación sin taparse la nariz. La mujer lo limpiaba y le sacaba las costras como le habían enseñado los médicos, pero ya no pedía consejo. Ella lo conocía mejor que nadie. Había recibido golpes de parte del chico, que se hacía alto e impulsivo. No hablaba, por supuesto, sólo emitía gruñidos y quejidos. Nadie supo si tenía ojos, y en lugar de párpados había dos costras duras como hueso que nunca cambiaban. Caminaba encorvado por todo el espacio de la habitación, queriendo salir.

     Farías había pensado muchas veces enviarlo lejos, al campo, a ella y al chico, y tal vez, en algún momento, y cuando todos se hubiesen olvidado, el chico podría desaparecer. Pero cuando la prensa puso al tanto a casi todo el país sobre el hijo del diputado Farías, no se animó a hacerlo. De pronto, vio la manera en que la opinión pública había cambiado. Los colegas lo trataban con cierta deferencia que venía de la pena. Él habría mandado al carajo ese trato, pero se dio cuenta de que era más importante lo que pensaban los votantes, y la imagen que la prensa había hecho de él le había servido para volver con éxito a la política.

    Sus asesores le habían aconsejado sacarse fotos con el chico, jugando o enseñándole algo, sentados frente al escritorio. Pero él odiaba el sensacionalismo, y, además, no soportaba el olor ni el aspecto de Justo.

     El chico gritaba, como todas las mañanas. Y lo escuchaba a pesar del pasillo, la escalera y las puertas que lo separaban de su estudio. El grito de marrano aumentó y disminuyó cuando su secretario abrió y cerró la puerta trayéndole un telegrama. El viejo que había ayudado a escapar a Ruiz había muerto en un asilo.

     Leyó el texto y se apoyó en el respaldo, con la mirada fija en el papel, pensando. Recordó la cara de Julio Ruiz en esa época, el rostro de la confianza que había representado para él y su mujer. El rostro bien afeitado, de médico sereno y sabio, había generado intimidades que a nadie más había confiado. Quiso volver a verlo, ¿pero para qué? ¿Por qué quería verlo degradado? ¿O quizá porque extrañaba esa confianza para siempre perdida? Era verdad que Ruiz lo había defraudado, ¿pero era eso del todo verdad? Sea como fuere, ya no sentía nada más una renaciente necesidad de tenerlo enfrente de su escritorio, sabiendo que su silencio compartido mientras él trabajaba y Ruiz leía, era un vínculo que nunca había tenido ni volvió a tener.

    Los gritos de Justo se detuvieron. ¿Por qué le había dejado ese nombre que las enfermeras le habían dado? Justo no representaba ningún tipo de justicia, ni para el chico mismo ni para los que lo rodeaban. ¿Y dónde estaba o cuál era la justicia merecida? Los hombres de las Cámaras sólo disponían leyes que no eran más que endebles simulacros de justicia, meras cuerdas débiles a los que cada una se sujetaba hasta que se rompían.

    Bartolomé Farías tenía alta posibilidad de ser reelegido, y hasta le hablaron de postularse para presidente poco después. Estaba renaciendo, y era Justo Farías quien lo sostenía. Ya no necesitaba a nadie más.

     Levantó el tubo y pidió comunicación con el coronel Gómez. El tono llamó varias veces, hasta que atendió una mujer.

     - ¿Delia? Soy Bartolo, querida.

     -Ah, Bartolo, hoy hablábamos de vos, ¡qué gusto saber!

     -Lo mismo digo Delia. ¿Está cerca Tasio?

     -Sí, ya lo llamo. Te dejo muchos cariños.

     -Lo mismo para vos, querida.

      Tamborileó los dedos sobre la mesa, los gritos se reanudaron.

     -Hola Bartolo, querido y viejo amigo. Me han dicho que va muy bien lo tuyo, te felicito

     -Gracias Tasio, recibí tu telegrama.

     El coronel hizo una pausa muy breve, seguramente para pedirle a Delia que lo dejara solo.

     -Así es, amigo.

     - ¿Está confirmado?

     -Hasta donde yo sé. Por supuesto se corroborará sobre el campo.

     Ambos hicieron silencio, esperando la voz del otro, y pregunta y respuesta sonaron al mismo tiempo.

     - ¿Qué hacemos?

     -Fusílenlo.

      Farías miró alrededor de su escritorio. Se levantó y abrió la puerta, nadie había escuchado. Fue hacia la ventana, nadie estaba cerca. Miró hacia la silla donde Ruiz solía sentarse, y creyó verlo con un libro de anatomía en las manos, levantando la mirada de tanto en tanto, como lo hacía cuando lo escuchaba increpar por teléfono mientras trabajaba.

     Volvió al teléfono, el coronel aún aguardaba.

     - ¿Alguna pregunta, Tasio?

     -Ninguna, Bartolo. Si no te llamo, ya sabés.

     -Bien, Tasio. Dale un beso de mi parte a Delia, y un gran abrazo para vos. Decile a tu hijo que me llame, tal vez podamos encarrilarlo todavía.

      Colgó. La figura en la silla seguía ahí, y no estaba dispuesta a desaparecer.

 

      A eso de las seis de la tarde del día siguiente empezó a gotear. Estaba frío, el cielo encapotado con un aspecto de porcelana con matices de gris y negro. Desde el norte se veían nubes aún más oscuras. El cabo Gálvez continuaba en su puesto en la silla del pasillo, pero varias veces había ido y vuelto al baño, y cada vez que regresaba abría la puerta para comprobar que el viejo seguí adentro. La enfermera había llegado a su turno más temprano, y se le acercó con una silla y una bandeja. Le había traído la merienda, dijo, para compartirla juntos. Sonrió y empezaron a charlar mientras tomaban mate y tortas fritas que ella había preparado en su casa.

      -Parece que se viene una tormenta muy fea-dijo ella. -En la ciudad dicen que ya llueve mucho al norte, y el río está creciendo.

      El cabo desdeñó todo eso. Era mejor así, le dijo, tal vez ella entonces tendría que pasar la noche en el hospital y podrían estar más juntos. Ella se rio ocultando la cara en el hombro de él. De vez en cuando se escuchaba algún carraspeo desde la habitación, que era ahogado con las risas inútilmente reprimidas de los dos.

       Ya había oscurecido, y encendieron las luces del pasillo. Se oyó golpear palmas desde la entrada, y Camila fue a ver. Volvió al rato con un hombre robusto, de cabello y barba oscura y espesa. Gálvez vio que llevaba un fusil en banderola. Se paró e hizo la venia. Aunque estaba de civil, sabía que era el hombre que estaba esperando.

     -Cabo Gálvez, señor.

    -Descanse, cabo, soy el mayor González. ¿Dónde está el detenido?

    -En este cuarto, señor.

    Abrió la puerta y se asomó. Llamó a Ruiz y éste salió al pasillo.

    -Vamos afuera-dijo el mayor.

    Ruiz y Gálvez lo siguieron por el pasillo hasta la puerta. Salieron. El campo alrededor del hospital continuaba con una luminosidad tenue y sin reflejos. La lluvia había amainado, pero se sentía el olor del pasto y de la tierra mojada y caminaron no muchos metros, dando la vuelta a una esquina del edificio. El mayor miraba alrededor, como eligiendo un sitio en particular.

     -Acá está bien-dijo, y dirigiéndose a Ruiz, preguntó:

     - ¿Usted es el Doctor Julio Ruiz, hijo de Bernardo Amado Ruiz y Genoveva Beatriz Aranguren?

     -Así es, señor-respondió.

    - ¿Sabe a qué he venido?

    -Lo imagino, señor.

     Gálvez estaba en posición de firme, con las manos a la espalda, sin mirar a ninguno de los dos, con la vista fija tal vez en un árbol que estaba a veinte metros o en un perro acostado a su sombra.

      -Cabo, vende al detenido-ordenó, mientras revisaba su arma.

      Gálvez todavía no se había movido, tal vez pensaba qué tela iba usar, lo único que tenía era su pañuelo. Sin embargo, sus ojos no decían eso, en realidad trataba de no pensar.

      -Mayor, pido que se me otorgue un último deseo-dijo Ruiz.

      González apoyó la culata del fusil en la tierra.

      -Está bien, ¿qué quiere?

      -Escribir una carta.

      -Cabo, traiga papel y lápiz.

      Gálvez entró corriendo de vuelta al hospital. Tardó más de lo necesario para hallar algo que siempre estaba a mano en el mostrador de la entrada. Mientras, ellos dos permanecían en silencio, mirándose como si lo que tuvieran que soportar fuese únicamente la garúa molesta e irritante. Sin expresión alguna, sus caras eran dos rocas, o dos leyes. Ruiz, por un momento, pareció estar llorando. Tal vez viese la sombra de Farías moldeada por la lluvia en el espacio entre el mayor y él. Pero eran solamente gotas de lluvia que le chorreaban por la cara.

     Gálvez volvió con una hoja de papel y un lápiz. Ruiz los agarró y se dio vuelta para apoyar la hoja en la pared, y empezó a escribir.

     Esperaron un minuto, tal vez dos.

     -Ya basta, Ruiz. Dese vuelta.

    Julio Ruiz obedeció y devolvió el papel a Gálvez.

    -Cabo, vende al reo y póngalo de espaldas a la pared.

    Gálvez sacó un pañuelo de su bolsillo. Las manos le temblaban. Ruiz sintió la torpeza con la cual hacía el nudo, pero lo que sintió en especial fue el olor de la tela. Tenía el tenue perfume de una mujer. Tal vez la enfermera se lo había pedido prestado al cabo y se secara la frente o una mejilla esa misma tarde cuando llegó bajo la llovizna.

     Ruiz sonrió por un instante, pero pronto todo desapareció. El cabo apenas se había apartado de su lado cuando escuchó el tiro. No había alcanzado a retomar su posición de firme, ni siquiera había bajado los brazos del todo luego de hacer el nudo.

     El cuerpo estaba sentado contra la pared, con una pierna doblada y la otra extendida, y los brazos en la posición de una cruz rota. La cabeza colgaba hacia la derecha. En el pecho había un hueco grande y rojo que se iba tornando oscuro.

     Gálvez miraba todo esto, y sacó el papel del bolsillo donde lo había guardado. Se puso a leerlo, pero el mayor, gritó:

    - ¡Tire esa mierda!

     El cabo ahora tartamudeaba al hablar:

    -Es para el capitán Hurtado de Mendoza, mayor.

    González volvió a guardar el fusil en banderola y estiró el brazo, sin moverse para acercase a donde estaban el cabo y el muerto.

    - ¡Deme eso!

    El cabo caminó los dos metros que lo separaban, tropezando con uno de los pies del cuerpo.

    González empezó a leer:

    “Mi querido capitán, para cuando lea esto, ya estaré muerto. Sólo quiero encargarle a mi hijo, el que tuve en Concordia con la fulana esa, de la que le conté alguna vez. Cuídelo y hágale que estudie mi profesión. No crea que fue en vano lo que usted hizo por mí. Ahora me matan como a un perro, pero sobrio.”

      Dobló el papel en cuatro y lo guardó bajo la chaqueta.

     -Yo me encargo-dijo. -Entierre al reo.

     Luego se dio vuelta y se fue caminando hacia el pueblo.

     El cabo volvió al hospital y regresó con una pala. Arrastró el cuerpo hacia el árbol cercano. Empezó a cavar, la tierra estaba blanda, y eso era bueno. Ruiz ya había producido demasiados problemas.

     Cuando terminó, tiró el cuerpo y comenzó a llenar la fosa otra vez. Luego se quedó parado con los brazos cruzados en el mango de la pala. Murmuró algo e hizo la señal de la cruz. Después se fue caminando, encorvado. Su mente se fue deshaciendo lentamente de la imagen de muerto, y otra cara blanca y suave se fue mezclando al sueño que ya lo adormecía. Desapareció por la puerta del hospital.

     Hubo un par de relámpagos y truenos que repercutieron por el silencio. La tierra amontonada en la tumba se iría apelmazando de a poco. En la mañana nadie la notaría, incluso esa misma noche ya no habría vestigios de ella.

     El perro, que había visto todo desde la sombra del árbol, había levantado la cabeza al escuchar el tiro, luego volvió a acostarse. Cuando el hombre terminó de cavar, el perro se levantó y empezó husmear en la tierra removida, dio varias vueltas alrededor, levantó una pata y orinó . Después siguió su camino.

 

 

 

*

 

 

 

Escuchó el disparo. Fue como si hubiese sido justo contra la pared de la habitación. Abrió los ojos con un sobresalto que sacudió su cuerpo dolorido. No protestó, porque estaba la enfermera acomodándole las sábanas. Ella también se asustó, y miró hacia la ventana.

     ¿Era posible que lo mataran ahí mismo? Porque Manuel sabía de qué se trataba, había escuchado la conversación entre Julio y Natacha. ¿A qué otro motivo podía deberse tal disparo?

      -Lo mataron-dijo él en voz muy baja.

      La enfermera lo miró, levantando la vista de las anotaciones que había en su cuaderno.

      -Deben haber matado al perro ese que siempre anda dando vueltas-. Sin embargo, no sonaba convincente.

      Entonces el cabo Gálvez entró a la habitación, la buscó con ojos asustados. Se acercó a ella y la abrazó. Ella miró a Manuel, como avergonzada.

    -Salgamos-dijo en voz muy baja.

     Los escuchó cuchichear en el pasillo durante casi cinco minutos. Luego los pasos de él se alejaron de vuelta hacia la entrada, pero había un tercer paso también, como si usara algo de metal para apoyarse. Ella volvió a entrar, y se oyeron las voces de otros pacientes desde las habitaciones contiguas.

      - ¿Mataron al doctor Ruiz? -preguntó, porque necesitaba hablar después de tantos días de silencio.

      Ella asintió, secándose los ojos.

     - ¿Y al final, a usted qué le interesa? ¿No lo mata, casi? - Y volvió a salir.

     En el pasillo ella hablaba ahora con otras enfermeras, y oyó las puertas de otras habitaciones que se abrían y cerraban con celeridad. Manuel miró la cruz sobre la mesita de luz, y se estiró para alcanzarla. Tenía toda la parte inferior del cuerpo envuelto en vendas, y por debajo de ellas sentía como un caparazón que no dolía, pero daba la sensación de crujir e irse a romper en cualquier momento. Recordaba el olor de su propia sangre, y la pringosa humedad de esta en el colchón y las sábanas. Tal vez se estuviese transformando en un insecto, y la metamorfosis fuese ascendiendo lentamente, reemplazando su carne, sangre y huesos por cartílagos y membranas. Cuando la transformación fuese completa, tal vez se despertará una mañana viéndose en la cama como una cucaracha gigante patas arriba. Entonces Natacha ni Altea lo reconocerían, y sobre todo José ya no se atrevería a acercarse. ¿O quizá sí? Tal vez desease proteger a ese insecto indefenso para encerrarlo en una vitrina y observarlo todos los días, acariciar el lomo grueso y las patas frágiles, peinando las antenas como si fuesen dos largos cabellos, buscando sus ojos: los ojos de su hermano Manuel perdidos en la cabeza del insecto.

     Agarró la cruz y comenzó a atar la cadena tras su cuello. Levantar los brazos fue un triunfo de su voluntad sobre el dolor, pero pudo hacerlo. No miraría ni se tocaría bajo las sábanas, tenía miedo de dos cosas: las vendas húmedas por la orina y la sangre, o el caparazón que se estaba formando bajo ellas. Recordó a los murciélagos de la otra noche, y que si regresaban harían de él un festín inolvidable. Qué más desearían ellos, señores de la noche, más que encontrar aquel insecto gigante para solazarse con él a sus anchas. Nadie entraría en la habitación. Y cuando en la mañana entrara la enfermera o el médico, verían solo un par de antenas, tal vez algún pedazo de pata, y las sábanas manchadas con un espeso mucus negro del insecto desecho.

      Apretó la cruz con fuerza. Si hubiese estudiado para cura, a lo que su familia lo había destinado, ahora estaría en el centro de una catedral, frente a un altar, con su sotana negra. Se veía a sí mismo desde los altos techos y paredes con vitrales: un hombre solo vestido de negro, tan pequeño a la distancia, que parecía un insecto.

     Abrió los ojos ante la revelación de este pensamiento.

    Se goleó el pecho musitando mea culpa, mea culpa… hasta que la salmodia se convirtió en un rezo sin fin, que no necesitaba pronunciarse.

     Miró la cruz sobre la pared. El cuello le dolía, pero estaba bien: la vida es dolor. El Cristo de piel oscura en ese crucifico le estaba revelando precisamente esto: el color negro invierte los colores, los absorbe y los anula. Lo negro es siempre igual, lo negro no cambia, lo negro prefiere el dolor porque lo oculta en sus entrañas, profundas como la oscuridad.

     Dos o tres cucarachas caminaron por el suelo de la habitación, subieron al zócalo y ascendieron por la pared. Una llegó hasta el techo, y parecía estar mirándolo como desde lo alto de una catedral. Las otras dos se detuvieron junto al crucifijo, una a cada lado, igual a los ladrones condenados con Cristo.

     Si Natacha pudiese ver todo eso, lo disfrutaría como algo de su propia creación. Ella lo entendía, y por eso el afán de luchar contra el lado lascivo de Manuel, contra esa mitad que era su hermano José. Ella lo comprendía y por eso lo había lastimado desde el primer día que se estrecharon las manos. Si ambos se hubiesen encontrado en otro momento y en otro lugar, sus vestidos negros habrían tomado la forma de dos alas desplegadas alrededor de sus cabezas, que unidas formarían un solo rostro fino y angular.

     Entonces supo lo que debía hacer.

     Estar en esa habitación era más que una pérdida de tiempo, era una blasfemia. Debía salir y recoger los residuos del dolor y la miseria.

     Escuchó los truenos y la lluvia que había comenzado a caer torrencialmente sobre el edificio. Algunas puertas se golpeaban con el viento, dejando entrar el olor de la lluvia fría e intensa. Entraban sombras por la puerta de la habitación. No eran mujeres, no eran enfermeras. Eran las hojas arrancadas por el viento, y eran los insectos que escapaban de la tormenta y se protegían en esa habitación como en una gran entraña que comenzaba a latir con el ritmo desacompasado de la desesperación.

     Se deshizo de las sábanas. Sí, se dijo, era un ente en momificación. Las vendas ennegrecidas, endureciéndose a medida que las secreciones se secaban. Debía levantarse antes de que volviese a serle imposible. No iba a comportarse como en el barco, donde había dejado que la culpa se convirtiese en un organismo destructor, una enfermedad que tomaba cuerpo en su propio cuerpo. Ahora tenía que utilizar esa culpa como una fuerza que él manejara con sus manos. No iba a destruir, sí a reivindicar a los demás. Lo que le quedase por vivir no merecía ser vivido como un instrumento u objeto de escarnio. Ya llevaba una corona de espinas, pero esa misma corona lo hacía rey de su propia culpa. El castigo de los demás no se comparaba con el verdadero castigo del remordimiento.

     Pero aún sin saber lo que iba a haría, se levantó con todo el esfuerzo que pudo. Nadie iba a hacer caso a sus vanos quejidos. Los truenos y la lluvia tenían ocupados a todos, unos asistiendo a los enfermos temerosos, otros buscando las grietas de los techos y poniendo tachos en el piso.

     Se puso de pie, apoyándose en la mesa junto a la cama. Se colocó una bata para cubrir su desnudez. Caminó con pasos cortos, y todo fue bien hasta que llegó a la puerta de la habitación. Se asomó a la penumbra. Las lámparas que colgaban del techo se habían apagado con las ráfagas o con la lluvia filtrada. Oyó gemidos al fondo del pasillo. Prestó atención, o era alguien que estaba agonizando, o eran el cabo y la enfermera que hacían el amor esa noche de lluvia. Sí, pensó Manuel. Esos dos se merecían ese placer y ese descanso. Ambos estaban más allá de cualquier resquemor. Eran jóvenes y se ansiaban, y sobre todo habían cumplido muy bien con su trabajo, una curando a un vivo y el otro acompañando a un muerto.

      Salió al pasillo y caminó despacio, ya seguro de que no sería molestado a esa hora de la noche, cuando la lluvia continuaba haciendo caer su pretencioso diluvio para que el mundo permaneciese quieto en sus lugares: los animales en sus madrigueras y los hombres en sus cuartos. Esa noche era la del dominio del agua y de las plantas, de los árboles derrumbándose y del río que iba a crecer, del colchón de hojas cada vez más alto, alimentado de arbustos y barro. El agua era la dueña de esa noche, o quizá el cielo lo era, de donde venía esa lluvia.

      Salió y comenzó a ser azotado por la tormenta. Caminó despacio, pero cada vez más olvidado del dolor. Las vendas se empaparon y se cayeron. Quedó otra vez desnudo. No era un hombre civilizado ahora, sino una especie de salvaje de pelo largo y barba espesa, caminando encorvado, con la piel llena de una mugre que no se quitaba con el agua porque eran cicatrices. De pronto, sintió un dolor agudo en el ojo izquierdo, y vio un resplandor que confundió con un relámpago. Luego el destello desapareció, pero se dio cuenta que no veía con su ojo derecho. Se detuvo agarrándose la cabeza y tapándose el ojo izquierdo. Se palpó la cara para reconocer su rostro. El ojo derecho estaba abierto, pero ciego. Abrió el izquierdo, que, aunque seguía doliéndole, veía las cosas con una claridad que parecía prestada. Porque no era la vista del campo en una noche torrencial. Creyó ver la luna, absurdamente, en lo más alto del cielo. Quizá fuese el ojo enorme de un búho, pero tan absurdo era un búho como la luna en medio de aquella tormenta. O tal vez fuese el reflejo de los relámpagos en el río que a su vez se reflejaba en los gases acumulados por las nubes. Otro absurdo que necesitaba inventar, porque no se sentía preparado para aceptar la simpleza de su visión. Y esa simpleza era nada más que la sencillez de lo evidente, de lo que no tiene la complicación de la lógica ni los vericuetos del razonamiento. El espacio de su mente que había crecido tanto con los años, ese espacio de las congruencias necesarias iría despareciendo de a poco, acortándose hasta no requerir de esa especie de cámara de filtración de la realidad.

     Porque la realidad estaba en su ojo izquierdo sin pensamiento.

     Caminaba por un sendero muerto, cada tantos metros un tronco o el mismo viento le impedían avanzar. Se detenía entonces, temblando, apretándose el cuerpo con los brazos cruzados, viendo que las cicatrices no se abrían, y que el dolor iba concentrándose únicamente en el fondo del ojo. Luego continuaba, el camino se fue despejando o inbterrumpiéndose por los continuos cambios de la tormenta. Relámpagos que iluminaban lo que estaba hacía solo un segundo y al siguiente había desparecido. Eran los juegos de las sombras, seguramente, pero también del sonido, truenos y hojas quebradas, y gritos que eran chillidos. Él sabía que eran pájaros asustados u otros animales en sus madrigueras bajo la montaña de hojas y ramas. Sabía también que los hombres gritaban de esa manera, a muchos kilómetros de distancia, en algún pueblo o ciudad, y él, tan absurdamente como había visto la luna en medio de la tormenta, los escuchaba, distinguiendo los diferentes tonos que representaban otros tantos matices del dolor.

     Manuel ahora sabía que el dolor no es como lo representan: la consecuencia de un desgarro intenso ni de un imponderable golpe, ni de un hueso roto o un músculo cortado. El dolor es tan sutil como el silencio, y tan profundo como éste. Pero los sentidos del hombre son endebles y poco sensibles, necesita elevar los sonidos e incrementar los destellos para poder ver, oír o palpar el dolor. Entonces creemos que la pena aflige y el dolor desgarra, pero es al revés: el dolor aflige continua y sordamente, y la pena es sólo el chasquido abrupto de lo que se ha roto.

     Por eso, caminaba por un sendero de tierra rodeado de ramas que se balanceaban con el viento y se doblaban hasta partirse con el peso del agua y los golpes de la lluvia. Veía la noche con un solo ojo tapado por el azote del agua, sin embargo, veía claramente hacia adelante y hacia atrás. No lo sorprendió, entonces, escuchar los bufidos del caballo y el ruido de la carreta, ya los había visto venir desde varios kilómetros antes.

     Cuando la carreta estuvo a su lado en el camino, él de desvió un poco para dejarla pasar, pero el conductor le habló:

    -Oiga, amigo, ¿qué le anda pasando?

    Manuel no le hizo caso.

    -Escuche, viejo, caminando así desnudo bajo esta lluvia se va a terminar muriendo.

    Pero como Manuel continuaba ignorándolo, detuvo la carreta y bajó. Caminó los pocos metros que los separaban y lo agarró de un brazo.

     -Suba a la carreta o me va a obligar a forzarlo.

     Manuel lo miraba con los ojos afiebrados, pero sólo veía con el izquierdo la mitad del mundo. Veía a ese hombre flaco y alto que tampoco estaba protegido de la lluvia torrencial más que por la ropa que llevaba puesta. Creyó ver que tenía el pelo muy corto y una barba rala en el rostro angulado y de nariz aguileña.

     - ¿Qué le pasa? ¿Está loco o enfermo? No importa, venga conmigo. -  Sin soltarlo del brazo lo arrastró hasta la carreta.

     -Suba-dijo. -Ya me veo que tengo que hacerlo yo. -Abrazó a Manuel de la cintura y lo levantó. Una vez que estuvo sentado, lo empujó hacia atrás. Luego volvió a subir al pescante y retomó la marcha.

      Manuel había quedado acostado. Veía el cielo tras las copas de los árboles que intentaban de vez en cuando cruzar sus ramas sobre el camino, que a veces lo protegían de la lluvia, pero el resto del tiempo la sentía seguir golpeándole la cara. Sintió que no estaba solo en la parte posterior de la carreta, y al mirar al costado vio los cuerpos de dos adultos y un chico. Estaban fríos y su palidez era más evidente a la luz de los relámpagos.

     Miró hacia arriba en el inútil esfuerzo de buscar la luna, y se encontró con la cara del otro hombre que había girado la cabeza y lo miraba.

     - ¿Cómo se llama, viejo?

     -Manuel.

     -Bueno Manuel, yo soy Estanislao Gonçalvez. ¿Me va a decir que está haciendo así desnudo en plena tormenta? ¿Y quién le hizo esas heridas? ¿Lo asaltaron, amigo?

     - ¿Quiénes son éstos? -preguntó Manuel, como si no hubiera escuchado.

     -Bueno, ya me va a contestar después. Son muertos de cólera, hace rato que estoy yendo de casa en casa, y ya he visitado casi toda la provincia desde hace un mes. Pero cuando llego, ya están muertos o agonizando, y no tengo más que levantarlos y llevarlos a enterrar. Pero no se preocupe amigo, estos no lo van a contagiar, el agua de lluvia ya los ha lavado más de lo suficiente. Están más limpios que usted con esas heridas. ¿Dígame, si se digna contestar, por qué lo castraron? Parecen las incisiones de un cirujano.  

     - ¡Y usted qué sabe…!

     - ¿No le digo que soy médico?

     -Más parece un sepulturero.

     El hombre se rio, pero el sonido formó en el aire bajo las gotas de lluvia un ruido a hueco, como cayendo en una caja de madera. Sí, se dijo Manuel, la carreta era una especie de amplio ataúd.

      -Eso pregúnteselo a mis cofrades. Mis viejos son del norte, ¿sabe?, del Brasil. Mi familia se dedica a los funerales, pero yo me hice médico y me vine a la provincia. ¿Y quién me convence ahora que no estoy haciendo lo mismo que ellos?

     El viaje se hizo largo, y Manuel se durmió. Cuando despertó, estaba siendo zarandeado por el médico que le decía que se despertara.

    - ¡Ey, viejo, levántese y ayúdeme!

     Le había dado un fardo de tela como un costal para cubrirse, impermeable y cálido. Cuando se sentó con los pies colgando del pescante, Gonçalvez tenía una pala en una mano y le ofrecía la otra.

    -Tenga, si somos dos haremos más rápido. Ya va a amanecer y tengo que llegar a casa porque mi mujer debe estar enfurecida.

    Entre ambos buscaron al costado del camino.

     -Usted cave el pozo para el chico, no necesita ser muy largo, yo me encargo de los otros.

     Gonçalvez empezó primero, Manuel se puso a cavar con desgano y lentamente, echando miradas al médico que se esforzaba por cavar con tanta dedicación como la que debía poner al abrir una panza enferma o poner un hueso roto en su lugar. No parecía un médico, sino un manipulador del cuerpo humano. Lo vio tirar la pala una vez terminada la fosa y caminar hacia la carreta. Arrastró los dos cadáveres de los padres al piso, ató las piernas con una cuerda y se ató la misma a la cintura. Así arrastró a ambos al mismo tiempo, los dejó junto al agujero, y sin desatarlos, lo empujó con una patada. Hizo la señal de la cruz. Luego volvió a la carreta y agarró el cuerpo del niño, que debió haber tenido cuatro o cinco años. Se lo puso tras la nuca, sujetándolo de los pies y de los brazos con la otra, como una especie de res.

     - ¿Ya terminó, compadre? -gritó, porque el ruido de la lluvia era demasiado espeso. Sin esperar respuesta, llegó a su lado y tiró el cuerpo en la fosa. Movió la cabeza con desaprobación, pero no dijo nada. Se puso a palear para devolver la tierra primero en una tumba y después en la otra. Cuando terminó, se quedó apoyado con los brazos cruzados sobre la pala, y parecía deponer todo el cansancio de su cuerpo sobre la pala.

    - ¿Por qué no puso al chico con sus padres?

    - ¿Así que se quería ahorrar el trabajo también? -contestó Gonçalvez. Tal vez lo estaba mirando con ironía, pero era imposible verlo ahora tras el aguacero. Sólo sintió el sonido hueco que fue tomando la forma de una tela que se deshacía y se deshilachaba bajo la lluvia, pudriéndose.

    De pronto, cada palabra de ese hombre sonaba vacía de sentido, como una parte de la tierra que cae dentro de una caja vacía, para desaparecer sordamente al terminar de llenarse. Cuando Gonçalvez terminaba cualquier frase, no había nada que siquiera pudiese calificarse de silencio.

    Un vacío absurdo porque no era tal, sino la ausencia de todo, inclusive del vacío y del silencio.

     Lo escuchó respirar profundo en la oscuridad del camino, como si de repente recuperase su condición física.

    -No junto a los niños con los adultos porque la tierra se alimenta de forma diferente. De un lado se corrompe con mucha rapidez, del otro pronto crece la hierba. Hay algo que cambia en la pubertad más que el cuerpo. El conocimiento lo cambia todo. La mirada es lo principal que advertimos diferente, pero no es más que la señal más evidente y tonta de todas las que llegarán después. Cuando sabemos, ya nos ha infectado el bicho de la cólera, por decirlo de algún modo.

     Comenzó a reírse a carcajadas de su juego de palabras.

    -No me haga demasiado caso, usted me preguntó y me dejé llevar por lo que siempre ando pensando mientras ando por estos caminos con los muertos atrás.

     Retomaron el viaje, y Manuel volvió a dormirse, esta vez solo, en la carreta.

    

     Cuando despertó, el sol se escabullía entre las nubes y caía con reflejos insoportables sobre su cara. Se deshizo de la tela porque estaba completamente empapado en sudor. Al erguirse vio que se habían detenido frente a una casa quinta en las afueras de un pueblo, aislada en un terreno llano y amplio cercado por un límite natural de arbustos achaparrados.

     Vio salir a Gonçalvez.

    -Venga Manuel, usted está ardiendo en fiebre. Nosotros lo cuidaremos. -Y mientras se dejaba llevar, sintió que un brazo de mujer también lo ayudaba a mantenerse en pie.

     Cuando entraron, recorrieron la sala que apenas vio y lo llevaron hasta un cuarto con una cama ancha y con sábanas tan limpias que parecían haber sido recién tendidas. Se dejó caer sobre el colchón. Otro más, se dijo. Había pasado las últimas semanas de su vida acostado, porque no tenía más alternativa, pero se prometió que de algún modo haría todo lo posible por no morir en uno. Tal vez balbuceaba este pensamiento, porque los otros dos se reían mientras iban de un sitio a otro de la habitación, acomodando objetos que sonaban a porcelana, y otras veces escuchaba el sonido del agua y sintió sobre sí mismo el olor del jabón. Las manos de un hombre le estaban limpiando las heridas, y las manos de una mujer le lavaban la cabeza. Abrió los ojos un instante y escuchó la voz de ella diciéndole que los cerrara para que no le entrara jabón en los ojos. Manuel obedeció, como había obedecido a Altea muchas veces. Por un momento su mirada salió de la habitación por la puerta abierta, recorrió el pasillo recto, atravesó otra puerta cercana y vio una cuna en el otro cuarto. Estaba justo en el recto límite de su mirada. Creyó, también, escuchar un llanto, pero las risas de la mujer que lo limpiaba eran tan juveniles y frescas como pompas jabonosas que se rompían liberando algo sin historia previa. Cada pompa de jabón al morir alimentaba el aire con un peso que se condensaba en el interior de la casa, creando algo que aún no estaba pero que sentía tan pétreo e ingobernable como el futuro.

     Sí, eso es, se dijo mientras lo secaban y lo cubrían con sábanas limpias. La sensación de futuro era tan consistente por que se estaba condensando ahí cerca, cada vez más fuerte a medida que salía de su cuarto y recorría el pasillo, hasta convertirse en una certeza evidente y pesada como una roca suspendida en el aire que tarde o temprano tomaría la forma de la habitación, o tal vez antes de eso caería sobre alguien, aplastándolo.

    Durante los siguientes días lo cuidaron y alimentaron. Gonçalvez volvía tarde todas las noches, oliendo a medicamentos y hierbas, pero sobre todo con las botas sucias de barro. Había recorrido muchos kilómetros hacia el norte, y dijo que había zonas inundadas que tardarían meses en secarse.

     - ¿Y ya no hay tierra para enterrar a sus muertos? -preguntó Manuel.

     El médico estaba sentado a su izquierda, y miró a su mujer, que estaba a la derecha de la cama. Había tomado ella la costumbre de ir a leerle durante las tardes antes de cenar. Se miraron, pero luego sonrieron.

     -Mi marido ha tomado esas costumbres, y ya no se le quitan. A usted nada podemos ocultarle, parece que ve con un tercer ojo.

     -Déjeme revisarlo de la vista de una buena vez, amigo, ya se ha resistido demasiado, ahora que ya está mejor de la heridas-dijo Gonçalvez.

     Manuel dejó que se acercara con una linterna.

     - ¿Dice que no ve nada del derecho o del izquierdo?

     -Del derecho.

     Gonálvez tenía la palma de su mano en la frente de Manuel y le sostuvo primero un párpado y después el otro con el pulgar.

     -Pero al derecho no le pasa nada. Es el izquierdo el que está nublado, quiero decir obstruido por lo que se llaman cataratas. Vamos a hacer una prueba.

     Le tapó sólo el ojo derecho con una venda.

     - ¿Ve algo?

     -Todo.

     - ¿Y qué ve?

     -A usted, amigo, a la señora Cintia, y al niño Aurelio.

     Gonçalvez se dio vuelta para mirar atrás, e intercambió una mirada con su esposa.

     - ¿Y dónde esté el chico?

     -En su cuarto, allá adelante.

    - ¿Y cómo puede verlo si están las paredes de por medio?

     -Yo qué sé… sólo digo lo que veo.

     Gonçalvez frunció el entrecejo, le quitó la venda y tapó el ojo izquierdo. Le hizo una señal a su esposa para que saliera del cuarto en silencio.

     - ¿Y ahora ve lo mismo?

     -No puedo saberlo, no veo nada.

     -No me mienta.

     -No miento. Pregúntele a su esposa-dijo girando la cabeza hacia la derecha- ¿No es así señora, no le expliqué lo mismo hace un rato?

     Goncálvez entonces le quitó la venda. Manuel se frotó los ojos y vio que ella ya no estaba, comprendiendo la trampa, pero el otro ya estaba convencido.

      El día que se levantó por primera vez para cenar con la familia, se visitó con un pantalón y una camisa de Gonçalvez, grandes para su estatura, pero la mujer los había remendado. Lo recibieron con la mesa arreglada y con una serie de aplausos lisonjeros. El comedor estaba muy iluminado, y la mesa lucía elegante con el mantel blanco, los candelabros y la vajilla. Había una silla alta para el chico. Aurelio tenía dos años. Cintia lo había llevado en brazos unos días antes a su habitación para que lo conociera, y fue entonces cuando vio algo que no estaba bien. El niño tenía un cabello rubio ceniza y la piel de la cara tan transparente que cuando se agitaba o lloraba el rubor le daba el color de un tomate, y cuando dormía era tan pálido que se le veían las venas de las mejillas y el cuello. Manuel lo había acariciado, sintiendo algo que se estaba acumulando. Sólo podía compararlo con una inundación, ya que era la imagen más presente que tuvo a mano en esos días. El padre hablaba todas las noches de los pueblos inundados y de los muertos flotando, tantos que no era posible recogerlos y enterrarlos en algún sitio seco. Manuel contemplaba al chico en silencio mientras lo acariciaba y la madre sonreía. Pero él también veía el cuarto del niño, más allá de las paredes, vacío y sin embargo con una sensación de densidad, como si algo, - otra vez eso indefinible e indefinido- se estuviese condensando en el aire. Algo que iría petrificándose alrededor del chico. Le costó muchos días llegar a intuir, por lo menos, de lo que se trataba. Lo incierto que se personificaba con las propiedades del aire: la humedad, la densidad.

     Entonces vio, la noche de la cena, el ojo izquierdo de Aurelio, que lo estaba observando, serio, ensimismado, desde la sillita alta del otro lado de la mesa.

      Las voces de los padres lo distrajeron, conversando sobre el pueblo y sobre la inundación, intentando apartarse de la cotidiana rememoración de las enfermedades. Gonçalvez se esforzaba porque su charla fuese alegre y trivial, pero caía permanentemente en los mismos temas. La mujer era la única que lo lograba, distrayéndose, sirviendo la comida o yendo y viniendo de la cocina con los platos. Ella había preparado guiso de lentejas, papas hervidas y mazamorra. Pero no podía ser el eje continuo de la conversación, así que se dedicaba a dar de comer a Aurelio. Había pisado una papa con el tenedor y ahora se la daba en cucharadas. El chico abría la boca sin protestar, pero su mirada se dirigía hacia Manuel. Cuando éste se dio cuenta, también empezó a mirarlo de reojo, sin dejar de prestar atención a Gonçalvez, que le hablaba de su familia y de su llegada del Brasil. Manuel ya se había dado cuenta que la casa quinta y sus alrededores mostraban una prosperidad económica que no coincidía con las escasas entradas de su profesión. La mujer decía con un dejo de ironía que su esposo era demasiado bueno para cobrar a los enfermos. Manuel no estaba seguro de que ella hubiese querido decir lo que él interpretó: el fracaso. Debía sentir lástima por ese médico que no podía hacer más de lo que hacía, y que había encontrado quizá más placer y compensación en la labor de casual enterrador. Pero todo eso no era más que la superficie de lo que todos parecían saber y no decir. Él, sin embargo, lo había visto, y tal vez fuese mérito de su ojo izquierdo. El fracaso de Gonçalvez tal vez no fuese más que su aceptación de que no podía ser otra cosa porque estaba en su linaje, por llamar así a cierta clase de predestinación que no se refería solamente al futuro, sino que se enraizaba en un pasado tan impreciso que parecía no tener principio. La aceptación estaba en el rostro de Estanislao Gonçalvez con cada vez mayor certeza, pero no era más que una resignación que conllevaba el dolor como su mano derecha, como su guía, como el consuelo que servía para regocijarse con el sentido de tragedia. Sin ese sentido, nada de lo que le pasaba tendría jamás coherencia ni objetivo. Llamar sentido a la lógica interna de su tragedia era lo que lo conciliaba con su presente: la muerte que lo rodeaba sin tocarlo.

     Y en la sala de esa casa con paredes encaladas, cortinas finas, muebles traídos desde Buenos Aires, vajilla de Europa y copas de cristal, que únicamente podían explicarse por el dinero que la familia Gonçalvez le enviaba a su hijo descarriado, dinero que venía de su vieja empresa de servicio fúnebres, Manuel observó la mirada del ojo izquierdo de Aurelio. El chico, por primera vez, levantó una mano y rechazó la cuchara que le ofrecía la madre. Ella insistió, pero se dio por vencida, y se levantó llevándose el plato a la cocina.

     Manuel y Aurelio se observaron, y fue entonces que las miradas de ambos ojos izquierdos se cruzaron oblicuamente, y en la intersección formada Manuel vio lo que tanto lo había inquietado todos esos días. Lo que había presentido en la vida del padre del chico como una predestinación que se encaminaba lentamente hacia una misma dirección, como si ese algo tuviese pena del alma del hombre adulto, en el caso de Aurelio se trataba de una condena. No habría pena ni posibilidad de conmiseración por tratarse de un niño, o tal vez precisamente por eso no la habría. Un niño sentirá menos dolor porque aún no sabe de qué se trata. Los adultos comparan sus experiencias, y en lugar de servirles de consuelo, alimentan su resquemor y hunden más profundamente su sensación de tragedia. La primera vez del dolor es un evento sin comparación posible, ¿por qué debe haber lamentación sin saber de qué se trata? Luego vendrá el miedo, con el recuerdo. Por eso el futuro se ensaña tanto con los chicos como Aurelio. Los castiga sin que ellos se den cuenta, y cuando lo hacen, ya es demasiado tarde, y llega entonces el dolor como tal: desgarramiento, angustia, desesperación.

     Lo vio rodeado de paredes oscuras, como la del hospital de Santa Lucía. Sí, era un convento.

     Lo vio vestido de negro, encorvado, excavando.

     Vio que lloraba, protestando y quejándose de lo que no podía evitar. No entendía las palabras, pero peleaba con alguien, señalando al techo de vez en cuando.

      En una mano tenía la pala, con la cual removía la tierra y la dejaba a un costado, interrumpiéndose constantemente para agarrarse la cruz que colgaba de su cuello.

     Un ir y venir de la pala a la cruz, de la cruz a la pala.

      Entonces Aurelio, el chico de dos años, en la sala del comedor bien iluminado, levantó un brazo señalando a la araña en el techo con sus varias velas encendidas. El padre miró también, buscando lo que llamaba la atención del hijo. La madre regresaba de la cocina con un plato en las manos, y se detuvo también para mirar. Pero Manuel tenía la vista fija en el ojo izquierdo de Aurelio, y entonces vio la fragilidad del hueso que se había roto hacía tal vez incontables años en la larga línea de átomos de familia o de raza, quién podía saberlo ni estar seguro de la preeminencia o del privilegio de la tragedia. La fragilidad ya no era tal, porque la hendidura ya era tan firme como la roca, y por esa grieta ambos podían verse, y ambos podían ver lo que el otro contemplaba, extasiado de miedo y rodeado de una sensación de mísera angustia.

     El chico observaba a Cristo en el cielo raso de la sala, como una araña que quisiera descender sobre ellos, pero no hiciese más que darles su gran sombra, fría y negra como el vacío.

      Manuel nunca había visto una piedra hueca antes, el corazón de Aurelio fue suficiente.

    

     Desde esa noche se esmeró en dedicarle tiempo a Aurelio. Lo llevaba afuera en brazos, luego lo dejaba en el pasto y se sentaba a verlo jugar. Siempre veía lo mismo en el ojo izquierdo de Aurelio, una sombra que el chico reconocía cuando lo observaba a él, entonces detenía sus juegos y se contemplaban uno al otro.

     La madre comentó durante la cena que le resultaba prodigioso verlos juntos en el parque, mirándose como si se hablaran en silencio. Esa noche, Manuel empezó a pensar lo que debía hacer. El dolor de Aurelio podría ser evitado, y quizá la muerte de Ariel había servido para que él pasara por todo lo que había pasado hasta encontrar a este otro chico, cuyo nombre sonaba singularmente similar al otro, y hasta el aspecto físico se diferenciaba sólo por la edad.

     Si libraba a Aurelio de su futuro dolor, y de la penosa muerte que ya había visto (las palas se habían convertido en el principal instrumento de esa familia), también él quedaría redimido. Para eso había escapado del hospital, no para salvarse de su propia muerte física sino para ofrecerla en sacrificio. De esa forma salvaría su alma y la de Aurelio.

     Y empezó a pensar en cómo hacerlo. Todas las noches durante la siguiente semana se quedó despierto planeando una y mil formas, hasta que se quedaba dormido y se levantaba tarde. Y al escuchar los golpes en la puerta y los llamados de Aurelio que lo reclamaba para desayunar y jugar, se despertaba lamentándose que había pasado otro día en que todo había sucedido únicamente en sueños, y la mañana lo hostigaba con la dulce realidad de lo que debía convertirse en amargo.

      Se levantaba y cumplía su día como una jornada perdida. Ya su vida no era más que una espinosa carga que aborrecía. Sólo veía en los ojos de Aurelio una paz que consistía precisamente en abolir esa misma paz. El cortar el dolor desde su base, o mejor, desde antes que naciera. ¿Pero no estaba ya en la vida de Aurelio ese dolor? ¿Qué son el pasado o el futuro más que un eufemismo para disimular la arquitectura del presente?

     Si él ya veía en la mirada de Aurelio que por más que riera, ya estaba sufriendo. La única diferencia entre el dolor de un niño y el de un adulto es la desesperación. La del primero es irracional e incontrolable y disimula el dolor con expresiones puramente físicas. La del segundo es casi esmeradamente elegida, se razona con ella hasta que se hace una costumbre, y se tapa con mantos de angustia, que como capas de tierra hunden la desesperación hasta enraizarla en el alma y convertirla en un jardín de espinas y cizañas.

     El domingo Cintia iba a la misa del mediodía con su hijo. Gonçalvez salía a hacer visitas. Ella le había preguntado a Manuel si quería acompañarlos, porque había visto la cruz, pero él no quiso ir. Se quedó en la casa, recorriéndola a solas, pensando en los movimientos cotidianos de la familia cada minuto del día. Era como un ladrón que investigaba cómo penetrar el lugar en el que ya había entrado. Pero él no estaba para robar nada, sino para liberar un alma condenada.

     Cuando regresaron de la iglesia, escuchó la puerta de calle abrirse y cerrarse, las voces del chico y la risa de Cintia. Oyó los pasos de ella hacia la cocina y los de Aurelio, cortos y torpes, hacia la habitación de Manuel. Lo vio entonces parado en la puerta, porque le habían dicho que, aunque las puertas estuviesen abiertas, debía preguntar antes de entrar. Manuel lo miró sin decirle nada: era esa la última oportunidad. Una negativa lo habría hecho darse vuelta, y tal vez Manuel ya no se hubiese atrevido a hacer nada. Pero fue más fácil el silencio, que implicaba, entre ellos, el permiso.

     Aurelio corrió hacia la cama y se subió. Ambos se abrazaron. El chico le contó lo que había visto en la iglesia, la gente que habían encontrado, lo que había escuchado. Manuel lo dejó hablar y fue a cerrar la puerta.  

     De vez en cuando Cintia pasaba por el pasillo con el delantal puesto y un repasador en la mano, echando una ojeada a la puerta cerrada, siempre sonriendo. Ella era el contraste absoluto de su marido: él la pesadumbre, ella la alegría. Se complementaban, y el chico era una mezcla de ambos que nunca terminaría de formar una simbiosis. Uno de ellos prevalecería: el padre era el cuerpo hecho pesadumbre, la madre era el alma hecha optimismo.

     Cristo, sin embargo, era precisamente un cristo porque se había encarnado. Un dios no puede morir clavado en una cruz, porque no tiene manos ni pies. La carne siempre gana todas las batallas, pero pierde la gran guerra.

     Manuel obligó a Aurelio a callarse y acostarse. Y antes de que el chico pudiera contestar, le puso una almohada sobre la cara y presionó muy fuerte. Aurelio pataleaba y se sacudía, pero a Manuel le era fácil sujetarlo. Era tan chico, al fin de cuentas, tan pequeño su cuerpo y delgados sus brazos.

    La madre golpeó la puerta, llamándolo a almorzar.

   - ¡Vamos! -dijo Manuel.

   Tal vez a ella le extrañó no escuchar la voz de Aurelio, era muy raro que se mantuviera callado después de volver de la calle. Lo había escuchado desde la cocina hablar y hablar sin interrupción, y de pronto había hecho silencio.

      Ella abrió la puerta y los vio. Corrió hacia Manuel y comenzó a tirarlo de la ropa. La camisa se rompió e intentó tirar del cinturón, pero ella no tenía fuerza. Manuel se había recuperado gracias a sus cuidados, le había devuelto las fuerzas que ahora usaba para matar a su hijo.

    - ¡Basta! - gritaba ella, llorando y golpeando inútilmente la espalda de Manuel.

     Él no se había vuelto a mirarla. En realidad, había cerrado los ojos como si fuese una forma de no sólo de verla o incluso escucharla, sino que parecía concentrar su fuerza en presionar la almohada sobre la cara del chico.

    Pero de pronto ya no sintió los golpes de la madre. No supo cuánto tiempo pasó, pero debió ser muy breve. Sí escuchó los pasos de ella yendo y viniendo por la casa, luego el roce del vestido que estuvo tan cerca que imaginó volvería a sentir los inútiles golpes en la espalda. El chico aún se movía, no podía soltarlo,

    Y sonó el disparo. El ruido fue más rápido que el dolor.

    Manuel calló boca abajo sobre el cuerpo de Aurelio, pero ya no presionaba la almohada.

    La madre se subió a la cama y liberó a su hijo.

    Aurelio tenía los ojos abiertos y respiraba. Sin llorar, miraba la herida de Manuel en la espalda. Un gran agujero rojo que rápidamente fue tornándose negro. Cuando la madre lo levantó de la cama, él se sacudió en sus brazos, sin emitir sonido alguno, intentando tocar el cuerpo de Manuel, extendiendo los brazos hacia esa espalda que era como la puerta de entrada, la abertura abruptamente abierta hacia un mundo que solo ambos habían intuido. Manuel iba a conocerlo, ya estaba en camino de recorrerlo íntegramente. Aurelio extrañaba eso: lo que vendría.

 

     Gonçalvez llegó más temprano esa noche, por ser domingo. Al entrar vio a su mujer sentada en la mecedora, con Aurelio en brazos. El chico estaba dormido, pero cuando se acercó abrió los ojos.

     - ¿Qué pasó? -preguntó el padre a la madre.

    Ella estaba despeinada y tenía una manga del vestido manchada con sangre. Él imaginó que debía tratarse de Manuel, tal vez se habían abierto otra vez las heridas. Fue a la habitación. La puerta estaba abierta. En el piso frente a la cama estaba la escopeta que él a veces usaba para cazar. El cuerpo de Manuel seguía boca abajo en la cama.

    Se pasó las manos por la cabeza, confuso. Iba a volver a la sala a preguntar qué había pasado, pero se dijo que, si ella había hecho eso, era porque no había podido evitarlo. De su experiencia como médico pudo sacar muchas conclusiones sobre la conducta de la gente, y de su cada día más frecuente tarea de funebrero había aprendido que de los cadáveres se aprende aún más que de los vivos.

    Dio vuelta el cuerpo, lo desnudó y lo envolvió en las sábanas. Antes le sacó la cruz y la puso sobre la mesa de luz. Cerró la puerta y salió al parque y caminó hacia el galpón posterior. Estuvo el resto de la tarde de ese domingo y hasta mucho después de anochecer construyendo el ataúd. Volvió a entrar, pero Cintia estaba sola ante la puerta.

    - ¿Querés que te ayude?

    Él negó con la cabeza, entró y salió con el cuerpo a rastras. Ella después lavaría el piso.  Lo arrastró por el pasillo, los escalones de entrada y luego por el pasto y después sobre la tierra hasta el cajón. Lo puso adentro y lo cerró con clavos. Antes de partir, se acercó a la carreta.

     -No te olvides esto, no nos pertenece-dijo, y le entregó la cruz de plata envuelta en una venda.

      Esa misma noche hizo todo el camino hacia el puerto cercano a Santa Lucía. Manuel le había contado parte de su historia, y Gonçalvez la fue armando a fragmentos. Cuando llegó era ya casi la mañana. Encontró al encargado del embarcadero y le explicó. Entre ambos cargaron el ataúd hacia la casilla. Adentro, había otro cajón. Le entregó un sobre con la cruz.

      Luego salió y volvió a subir a la carreta. El caballo era el mismo de siempre, y tal vez se acordada del aroma de ese hombre que habían encontrado bajo la tormenta muchas noches antes. Pero pronto se olvidaría, como Gonçalvez también iba a hacerlo, porque los muertos eran demasiados para recordarlos a todos, y él sabía que la memoria es aún más endeble que la carne.








Ilustración: Michael Taylor
 

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