1
Recibí dos llamados ese día.
Aún vivía en la casa de mis padres en Mataderos, pero a algunas cuadras de
cuando vivía mi papá. Un año después de que mamá se casara con Renato, nos
mudamos a quince cuadras, lejos del olor de la carne y su cruenta sabiduría. Ambos
eran maestros, y su fe en el conocimiento venía de los libros, la sabiduría de
la lógica escrita, que tenía la ventaja de la multiplicidad, la razón y la
fantasía aunadas para crear teorías que eran como seres vivientes. Y todos esos
estantes de libros cantaban odas a los mundos creados, tan diferentes a la
pesadumbre de mi padre ya muerto, cuyo recuerdo era una llaga abierta como su
mano herida mostrando tendones y músculos rotos, huesos quebrados e hilos
viejos con que los cirujanos habían intentado reparar lo irreparable.
El recuerdo de la carne era inevitable,
por supuesto, y su olor impregnado en el pensamiento de cada una de nosotras,
excepto en el de Renato. Por eso mamá fue seducida por el aroma a veces rancio
de la colonia de afeitar del maestro con quien se casó, o el olor a humedad de
los trajes donde encontraba bolitas de naftalina perdidas del invierno
anterior. Pero esos olores era resabios de antiguos tiempos donde la mente
dominaba a la carne: no había cuchillos ni hachas, y la tosca voz de los
hombres se convertía lentamente en un canto armonioso de sonidos y palabras.
La voz de la razón se encarnaba en la voz
de Renato cuando leía cuentos o ensayos los sábados a la noche, cuando
habitualmente se cortaba la electricidad durante muchas horas, y no había más
que alumbrarse con lámparas de querosén que brillaban en las ventanas enfrentando
el invierno que reclamaba entrar ya asentado en las veredas. El viento era su
voz, que ululaba, personificando las escenas que Renato leía, mientras mamá y
yo escuchábamos inmersas en un mundo que nos agradaba más que el recuerdo lejano
pero insistente de los Tejada.
Pero el olor persistía, daba vueltas y
vueltas por la habitación, aunque pretendíamos no sentirlo.
Y fue ese olor el que sentí luego de
levantar el tubo del teléfono poco después del mediodía. Los lunes suelo
quedarme en casa revisando pruebas para artículos y editoriales y los llevo a
última hora ese mismo día. Era de la redacción, reconocí la voz aflautada del
flaco Braulio, y me extrañó que me llamaran a esa hora.
- ¿Ceci? Tenés que ir a cubrir un accidente.
- ¿Es una broma? ¿No se encargan de eso
Scarfionne y Marizza?
-Los tanos están desde esta mañana en el
lugar, pero hay mucha gente que entrevistar. Lo manda el jefe, no hay más que
hablar. Apurate, Beltrame ya está allá.
¿Beltrame mismo cubriendo la noticia?
- Pero
¿qué pasó?
-Un desastre-dijo Braulio. -Un tren se
llevó por delante un micro escolar.
Eso era lo peor que me podía tocar un
lunes: ver sangre y cuerpos mutilados, y encima escribir sobre eso.
Me puse un sobretodo y la bufanda,
estábamos en agosto. Revolví en mi cartera buscando pañuelos que sabría iba a
necesitar con el viento helado de esa tarde, las libretas de notas y dos o tres
biromes. Le dije a mamá que tenía trabajo toda la tarde y seguro no volvía que hasta
la noche.
- ¿Es
por lo del accidente en Quilmes? -preguntó. Sabía que estaba en la cocina,
escuchando la radio o la televisión. No quería saber nada hasta llegar al
lugar. Le contesté que sí y salí cerrando la puerta antes de que volviese a preguntarme
algo.
Me
llevó una hora llegar. Había ambulancias, quizá las últimas en salir de la zona
del accidente, con las que me crucé cuando caminaba por la cuadra que llevaba al
paso a nivel. Los policías me pidieron identificación, pero ya había demasiados
periodistas de televisión transmitiendo en directo, otros de radio y muchos de
la prensa. Conocía a unos pocos que no me hicieron caso. Todos iban y venían
por las vías, sacando fotos al tren parado a casi cien metros del paso a
nivel. Las barreras estaban rotas. Y
había cientos de pedazos de metal esparcidos alrededor del tren y por
toda la zona de vías y aledaños. En eso había quedado el micro, por supuesto,
trozos más o menos grandes. Hice preguntas a los curiosos que no habían hecho
caso a las marcas que la policía y los bomberos habían puesto para mantener la
zona libre para el trabajo de rescate. Me dijeron que sólo había quedado un
poco más entera la parte delantera del micro. Los bomberos habían rescatado a
varios chicos vivos pero muy malheridos, y que algunos habían salido antes del
choque. Pero había casi treinta adentro.
Unas vecinas lloraban, sin dejar de
hablar. Yo escuchaba y tomaba apuntes. La llovizna finalmente humedeció el
papel y volví a guardarlo en la cartera. Las mujeres decían:
-Yo vi todo, señorita. Vi cuando el
micro se paró en medio de las vías. El chofer estaba nervioso porque el motor
no encendía. Varios hombres subieron a sacar a los chicos, pero todos estaban
histéricos y pudieron sacar a seis o siete antes de que llegara el tren. Ahí
fue cuando me tapé los ojos y me di vuelta. No podía ver eso, Dios mío….
La mujer lloraba y otras dos la abrazaban.
-Dicen que un médico rescató a uno que
estaba refugiado bajo el tablero del micro.
Tal vez tuviese la oportunidad de
entrevistarlo, pero era lo más probable que me hubiesen ganado de mano. Di las
gracias a las señoras y empecé a caminar por las vías. Vi la locomotora como un
viejo mastodonte herido, pero tuve que prestar atención al lugar donde pisaba.
Tenía zapatos de taco bajo, y maldije mi estupidez de no haber traído botas.
Había barro lleno de suciedad, papeles, cartones, y sobre todo hierros y
vidrios. Vi el único pedazo del micro que había quedado más entero, allí donde
estaban el chofer y el chico rescatado. Me sobresalté cuando me llamaron. Era
Beltrame, con un impermeable y un sombrero. Estaba con la corbata desprendida y
preocupado.
-Gracias, Ceci, necesitábamos una mujer
para darle un poco de sentimiento a la noticia.
-No me hagás reír, Bautista, lo que necesitabas
es amarillismo.
-Para eso los tengo a los hombres, Ceci.
Los que vomitan se quedaron en la redacción, como el marica de Braulio, los que
no sienten nada están acá, y van a escribir cursilerías. Yo te necesitaba a
vos, querida, porque sabés escribir.
Me quería convencer con halagos en medio
de ese mar de escombros, hierros y huesos. Porque me di cuenta recién entonces
que alrededor había un olor a carne chamuscada, pero sobre todo el aroma de la
carne que comenzaba a pudrirse. ¿Cuántas horas habían pasado? Las suficientes
para que el típico clima del invierno bonaerense comenzara a hacer efecto sobre
los restos.
Dejé a Beltrame y seguí caminando. La gente
me contaba cosas que yo no preguntaba. De qué escuela eran, dónde vivían,
quiénes eran sus padres, cómo se portaban, cómo era su aspecto, y qué les
gustaba hacer. Las mujeres los conocían a casi todos, y entonces volví a caer
en la realidad: algunas eran las madres, supongo, de los heridos o los muertos.
Me encontré con un bombero que hablaba con
un enfermero o médico, no lo sé. Le pregunté las cifras. Era importante, me
parece, contar con parámetros a qué atenerse: el tamaño de la tragedia era
proporcional al número de víctimas.
-No tenemos cifras oficiales, señorita,
pero sin contar a los que rescataron antes del accidente, sacamos a cinco
chicos muy malheridos, y a los demás- dijo, mirando al otro-, ¿qué quiere que
le diga? No podemos contarlos con precisión, hay partes, ya me entiende.
Entendía, y por un instante creo que me habría
largado a llorar. No lo hice porque no quería, respiré profundo para
recuperarme y fue peor el remedio que la enfermedad. Entraron en mis pulmones
los olores que antes mencioné, pero exacerbados por la reminiscencia del
recuerdo: la sangre en las veredas alrededor del matadero, el pus en la herida
de mi padre, y el lloriqueo de mamá en las noches luego de calmar las
inevitables lamentaciones de papá, que no podía evitarlas por más que se esforzara.
Al fin de cuentas era solo un hombre, como solo eran chicos estos que ahora se
habían convertido en cebo para los buitres. Porque eso éramos nosotros, los
periodistas, y también los curiosos que revoloteaban como moscas,
esperando.
Había un hombre no muy alto, delgado, de
cabello oscuro y enrulado, de barba rala, parado en me dio de las vías, con las
manos en la espalda, y medio inclinado, mirando hacia abajo. Me quedé un rato
observándolo porque me causaba curiosidad esa manera ensimismada de mirar al
suelo. Y cuando me acerqué me di cuenta de lo que llamaba su atención. Al
principio no reparé en mis maneras bruscas, hasta insolentes, sino cuando fue
demasiado tarde para reparar el agravio que más que a él, me dirigía a mí misma.
No estaba enojada más que con mi propio papel en esa escenografía de película
catástrofe, llena de todos los ingredientes trillados y remanidos de siempre,
pero donde la sangre era la sangre y el hierro el hierro. Y el hueso que ese
hombre estaba observando, -o contemplando, fue lo que me dije para hartarme de
ira y rencor-, era un pie cortado a nivel del tobillo, todavía con una media y
el zapato escolar.
- ¿Se entretiene? -le pregunté al
acercarme.
Se sobresaltó, tan ensimismado estaba,
tan atraído por lo que parecía ser un fetiche para él.
-No exactamente, sino pensando-me
contestó. La voz calma, triste, igual que sus ojos oscuros.
- ¿En qué?
-En cual es la causa de todo esto: el
objetivo de Dios o las maquinaciones de los hombres.
-Dios es una falacia que las
maquinaciones de los hombres han creado para evadirse de la responsabilidad- le
contesté enseguida, como si nuestros pensamientos congeniaran desde antes de
conocernos.
-Dice “hombres” en sentido de género, me
parece. Las mujeres también crean estragos, tal vez no tan catastróficos en lo
inmediato, pero sí más prolongados.
-Es verdad, señor…
-Doctor Bernardo Ruiz, señorita. Usted
debe ser del Radar, la vi conversar con Beltrame. ¿Usted también escribe
ficción?
No pude evitar una carcajada breve que
intenté ocultar tapándome la boca por si los demás nos miraban. Había
fotógrafos por todas partes.
-Acepto el retruque doctor. ¿Y qué hace aquí?
-. Me di cuenta de mi estupidez, pero también de la confusión que ese hombre me
provocaba.
Se encogió de hombros y abrió los brazos
como para mostrar lo evidente.
-Algo de peritaje forense, si así puede llamarse,
para el gobierno provincial.
Nos miramos un rato, en silencio, luego
él se inclinó sobre el pie muerto. Le sacó el zapato y la media. El pie de un
chico de diez años, blanco, cubierto de sangre seca, con los dedos al final de
largos tendones como cuerdas cortadas, que sin embargo sonaban en el silencio igual
a una guitarra tañida por los dedos del hierro o el acero, los elementos de la
muerte rápida y menos dolorosa, la del filo.
2
Así conocí a Bernardo, pero esa es otra
historia. Regresé a casa ya tarde, cerca de las dos de la mañana. Había pasado
por la redacción y me puse a cotejar mis notas con las de mis compañeros.
Acordamos escribir diferentes artículos, y me tocó, como siempre, la nota
sentimental. Pero allí estaban en mi memoria las palabras y las caras de las
mujeres que hablaban y lloraban, y la de los médicos, -pensé en Ruiz-, con su asombrosa
frialdad cubriendo el absoluto desconcierto de sus almas. Mamá ya dormía,
estaba acostumbrada a todo eso, por algo había sido alguna vez manifestante de
izquierdas en la Plaza de Mayo y levantando bastones que simulaban hoces.
Cuando ya me acosté, rendida de cansancio,
la escuché decirme desde su cuarto:
-Tu amiga llamó varias veces, parecía muy
angustiada.
Renato gruñó y mamá le contestó un
monosílabo.
- ¿Quién? -pregunté.
-Una tal Graciela.
No pensé mucho en eso, no recordaba a
nadie con ese nombre y me venció el cansancio. Pero a las tres y media sonó el
teléfono. Tengo el sueño superficial, descanso, pero me mantengo alerta, y eso
se acrecentó desde que entré en el diario. Era para mí, obviamente. Algún nuevo
capricho de Bautista.
-Voy yo, mamá.
Me levanté y fui hasta el comedor donde
estaba el teléfono sobre una mesita alta de madera, con un mantelito tejido
comprado en Córdoba y una libreta de anotaciones con una birome atada con un
hilo.
-Hola.
Escuché el llanto aliviado de una mujer.
La dejé terminar, y dijo:
- ¡Cecilia! ¡Los mataron, mataron a mis
chicos!
No tiene sentido describir toda la
conversación, un ida y vuelta de comunicaciones inconexas que fueron
coordinándose a medida que yo entendía quién era y de qué hablaba, y que ella
fue acomodando sus ideas hasta que tomaron forma. Hablamos largo rato, yo
sentada en el sillón hasta donde alcanzaba el cable del teléfono. Cuando
colgué, ya amanecía. Me acosté viendo la cara de papá Renato que iba al baño en
calzoncillos largos y el pecho blanco con poco vello, que me miraba con lástima
y enojo al mismo tiempo. Desayunaría rápido y saldría a tomar el colectivo para
ir a la escuela donde daba clases, mi madre seguiría durmiendo hasta las nueve,
cuando hacía las cosas esenciales de la casa para entrar en el turno tarde. La
profesora de historia y el maestro de primaria, esos eran mis padres, y me
dormí pensando en los padres que ya no lo eran porque sus hijos estaban
muertos.
Desperté tarde, quizá a la misma hora en
que ocurrió el accidente veinticuatro horas antes. Vi la luz entrando a
raudales por la cortina que había dejado abierta desde la tarde anterior.
Escuché el silencio de la casa. Debía ser mediodía porque ninguno de ellos
estaba, mamá salía a la escuela siempre antes de tiempo preocupada de llegar
tarde. Costumbres, me decía yo, extinguidas, erradicadas o asesinadas por la
desidia. Y pensé en los locos que conservan esos remedos de viejos tiempos como
si se aferraran a un salvoconducto, hasta el punto de convertirse en una
obsesión. Pero la obsesión puede ser la salvación o el suicidio.
Desayuné hojeando el diario de la mañana.
Todo muy prolijo como era de esperar en un diario no sensacionalista, que
conservaba el tercer puesto de ventas precisamente por eso. Algo había que
reconocerle a Beltrame, esa intuición por lo conveniente y lo discreto. Lo
conservador hasta el exacto punto de lo humanístico. Más allá, la
incertidumbre. Más acá, lo aparentemente seguro. Porque ni él sabía lo que los
demás, -ellos-, querían, esperaban, planeaban. Sus propias manos de director de
diario estaban atadas, o ancladas en el fondo de un río fangoso. El río al que
se echaban los muertos, y las heces de los vivos. El río que corría tan lento
hacia el mar porque no podía arrastrar el peso de los años. Y cuando las aguas
llegaban finalmente al mar, la inmensidad no era un alivio, sino la pena de la
nada, la complicidad del silencio y la mordaza en la boca.
La conversación de la madrugada por
teléfono se me tornó irreal, como si me hubiese dormido mirando una película en
televisión. Recordaba a Graciela, pero casi me había olvidado de ella después
de años. Habíamos ido juntas a la secundaria porque sus padres vivían en Buenos
Aires en ese entonces. Ahora ella vivía en Quilmes, muy cerca del paso a nivel
donde ocurrió el accidente. Por eso me llamaba. Dos de sus alumnos particulares
habían muerto. Al principio pensé que ahí terminaba todo, pero no entendía por
qué recurría a mi luego de no vernos tanto tiempo, ya habían pasado casi diez
años. Logré entender, después de hacer que se calmara y se sentara –supongo que
así lo hizo en alguna silla junto al teléfono de su casa de Quilmes-, que ella
daba clases de dibujo y pintura. Conocía a los chicos desde dos años antes y se
había encariñado con ellos. Creí haberme conciliado con las frases de tristeza
que recibía y de consuelo que me tocaba otorgar, pero pronto volvió a
confundirme.
-Ellos los mataron-me dijo.
-No entiendo a qué te referís…
-Los Oscuros los mataron, porque están
celosos, siempre hacen lo mismo. Matan a los que quiero.
Respiré profundo y recuerdo haberla
imaginado sentada tensa, con el cuerpo rígido, la mano apretando el tubo del
teléfono como si fuese un pedazo de hierro. Era rubia, tirando a pelirrojo, y
tenía muchas pecas, por lo menos cuando la conocí. Era linda, sí, pero muy
tímida, las otras chicas la llamaban “princesa” por su carácter distante. Era
una individualista, y a esa edad pocos lo entienden, y después menos, me
parece. Son los que se sienten bien estando solos, porque tienen un mundo interior
tan inmenso que está siempre en peligro de desbordarse, y cuando eso ocurre lo
llaman locura.
Ese mismo día volvió a sonar el teléfono
varias veces. Dejé pasar los primeros intentos, porque sabía que era ella. Me
había decidido a no hacerle caso, pero un dejo de remordimiento me calaba
hondo. Al fin, en el quinto llamado en menos de una hora, contesté. La escuché
más calmada, y me pidió si podía acompañarla en el velorio de los chicos, esa
tarde. No podía negarme, y era la ocasión adecuada, además, para algún otro
artículo. Las palabras se estaban acumulando en mi cabeza desde la noche
anterior. Siempre tuvo razón Beltrame cuando decía que lo trágico me sentaba
bien, como el luto a Elektra. Quedamos en encontrarnos en su casa. Avisé en la
redacción y escuché en Bautista el contento que tenía al confirmar sus
intuiciones sobre mis talentos, y no se refería a los literarios. Lo dejé
convencido de eso porque yo no estaba convencida de lo contrario.
Salí a la puerta cuando llegó el auto del
doctor Ruiz. Había llamado esa tarde un par de veces, algunos de los que yo
creía de Graciela. Esa fue la primera ocasión que salimos juntos, a un velorio.
Durante el viaje le dije que me sorprendía
que viajáramos en un Torino último modelo, que no era de esperar de la
formalidad de un médico. Me dijo que desde que tenía uso de razón trataba de
hacer todo lo que no se esperara de él, pero siempre había sucumbido a las
convenciones. El padre, médico rural pero también estanciero y de rigidez
militar, le había inculcado el sentido de la responsabilidad y la culpa. No
podía deshacerse de esta última, sobre todo. Con el tiempo, sabría yo que él
tenía razón, porque conocía sus propias limitaciones mejor que nadie: él mismo
se las imponía. Y el Torino, obviamente, también sucumbiría, tarde o temprano.
Llegamos a la casa de Graciela, una casa
tipo inglesa no muy grande pero muy cuidada, con una fachada angosta y alta, y
un tejado sombreado por dos pinos medianeros. Tocamos el timbre y escuchamos
los pasos sobre la madera del piso, que imaginé lustrada y brillante. Abrió la
puerta un hombre delgado y hombros anchos, brazos fuertes a juzgar por las
manos con que estrechó las nuestras.
-Buenas tardes, Cecilia. Muchas gracias
por venir.
Mientras le presentaba al doctor Ruiz, me
pregunté quién era ese hombre que me trataba con familiaridad.
- ¿No se acuerda de mí? - preguntó, sonriéndome.
- Soy el hermano de Leandro.
-Disculpáme, es que hace tanto… pero creo
que no te conocí mucho.
-Es que mis padres estaban separados desde
que éramos chicos, yo vivía con mi viejo en Haedo y Leandro con mamá.
Haciendo memoria mientras nos invitaba a
sentar, observé el piso de madera, pero opaco y astillado en los rincones, y
sobre todo los múltiples adornos y cosas que no sabría como denominar sobre los
estantes de los muebles: porcelanas, muñecos de todo tipo, material y tamaño,
platos colgando en las paredes, jarrones de cualquier forma, duendecitos y
trolls asomándose entre los libros de una biblioteca saturada. Vi que Ruiz
contemplaba lo mismo, y nos miramos, preocupados, recordando la breve
conversación que habíamos tenido sobre Graciela.
Ricardo esperó un momento, como
avergonzado de todas estas chucherías que trivializaban el interior noble de la
casa. En las paredes había muchas pinturas, algunas reproducciones que podían
encontrarse en cualquier sala de espera de dentista o abogado, pero otras eran
originales de Graciela. Vi su firma, y las aprecié. Eran de colores apagados, con
figuras inciertas, hombres o animales, y el paisaje en su mayoría era nada más
que una mixtura de sombras en todas las gamas posibles del gris. Y eso representaba
un talento, pensé yo. Encontrar nuevas formas de representar las innumerables
formas de la tristeza.
-Me acuerdo del baile que hicimos para
recaudar fondos para el viaje de egresados, fue en Morón, me parece, en la
quinta de mi prima.
Ricardo se rio, palmeándose el muslo con
regocijo. Vestía un traje azul que no debía usar más que en los velorios y
casamientos, con pitucones en los codos y las rodillas con peligrosos signos de
desgaste.
- ¡Cómo no me voy a acordar! Leandro me
invitó, y como los dos llegamos a la madrugada a mi casa nos quedamos todo el
fin de semana. El lunes papá y yo llevamos a Leandro a la casa de mi vieja, que
estaba enojada con todos, y por supuesto con papá. Discutieron en medio de la
calle. Leandro y yo, que nos veíamos poco, nos fuimos corriendo de vuelta a lo
de Leticia. Esa quinta era hermosa, casi todo campo a los costados de las vías
del Sarmiento. Nos asiló, digámoslo así, en uno de los galpones, que hacía de
vivero y carpintería. Nos quedamos toda la semana, hasta que mi viejo vino a buscarnos
enojado él también porque no le habíamos dicho nada, si hasta un policía se
trajo. Creo que fue Oscar el jardinero quien nos delató. Era un tipo medio loco
y siempre irritado, pero que tenía fotos pornográficas que nos mostró todas las
noches de esa semana. Cuando papá se enteró, se armó un lio con los padres de
Leticia. Después que lo echaron por ese motivo, supongo, se metió a colectivero,
creo.
Bernardo disfrutaba de la anécdota
mientras yo pensaba en dónde estaría Graciela, para que ese hombre estuviera
haciendo tiempo, retrasando lo más posible la visita al velatorio.
Ruiz dijo, con el ceño fruncido y la
barba oscura que tanto contrastaba con el cabello castaño y casi rubio del
otro, con esos ojos claros que se parecían a los de Leandro, pero en nada más:
-Disculpe, Ricardo, pero me quedé
pensando…seguramente es una casualidad…no puede ser tanta coincidencia… Ese
Oscar, el jardinero, ¿cómo se apellidaba?
-Ahí me mata, creo que nunca me enteré…aunque
espere…-. Se frotó el mentón y se pasó una mano por la cabeza, despeinándose
sin darse cuenta. Chasqueó los dedos y dijo:
- ¡Méndez!
Ahora me acuerdo, mire cómo son las cosas, después de tanto tiempo de tenerlas
olvidadas, justo ahora, cuando uno menos lo piensa…
Me gustaba su simplicidad. Su lógica era
clara y con la ingenuidad necesaria para asombrarse del mundo, pero sin
intentar arreglarlo. La aceptación es una forma de sabiduría. Hacía tareas de
mantenimiento, de todo tipo. Allí, en la casa de Graciela, había venido a
empapelar las paredes y colocar alfombras, y se había quedado a arreglar todo,
menos a esa mujer que le agradaba demasiado para cambiarla. La distinción de
Graciela no estaba en su exterior, sino en lo que escondía y se plasmaba en sus
pinturas.
Iba a preguntar por ella de una vez por
todas, cuando Ruiz me interrumpió, poniendo una mano sobre mi mano. Un signo de
cariño que esta vez fue nada más que un gesto profesional.
-Es el chofer, Cecilia, estoy seguro. La
misma edad…-Y volviendo a mirar a Ricardo, dijo: - ¿Tiene el diario de hoy?
-Sí, estaba en la puerta esta mañana, pero
lo escondí para que ella…
Fue a buscarlo a la cocina y regresó. Ruiz
lo abrió y buscó en las fotos. Lo apoyó en la mesita ratonera después de
apartar un montón de chucherías.
- ¿Es éste?
-El mismo, unos años más viejo y gordo,
pero la misma cara redonda como luna. Si me acordaré de la mueca que nos hacía
a Leandro y a mí. Cuando lo echaron, mi viejo nos comentó que el policía con el
que vino le dijo que Méndez había estado varias veces preso, por borracheras,
pero también por cosas raras con chicos…ya me entienden.
Así que el chofer del micro escolar era
ese, me dije en ese momento. Miró a los otros dos, que se habían quedado mudos,
pero no por mí, sino observando a Graciela, que bajaba la escalera, y
probablemente escuchando todo eso. Tenía un vestido negro y simple, el pelo
largo y suelto, menos rojizo que antes, pero con una coloración tiznada que resaltaba
sus pecas y los ojos claros, de un azul indefinido. Se acercó a nosotros y me
abrazó durante un rato. Los hombres carraspearon, como hacen casi siempre cuando
están incómodos, pero nosotras nos abrazábamos como si no hubiesen trascurrido
diez años, e incluso en ese tiempo se incubase una afinidad que antes no
existía.
-Gracias-dijo, en voz muy baja. Se sentó
en el sofá junto a su novio, o por lo menos eso supuse que era, ni siquiera
sabía desde cuándo se conocían. Ricardo apartó los almohadones inútiles, los
peluches y otros cachivaches, y le hizo un lugar.
- ¿Y qué le pasó a ese hombre? -
preguntó.
-Murió-dijo Ruiz. Un colega debe estar
haciéndole la autopsia a pedido del juez, por si estaba ebrio o algo por el
estilo.
Anoté mentalmente el dato para
desarrollarlo más adelante: ¿cómo era que un hombre de sus antecedentes había
sido contratado por la escuela? ¿Responsabilizar al municipio, a la provincia?
Ya veía que Beltrame me iba a desafiar: no le gustaban las mujeres rebeldes y
librepensadoras. Es decir, le gustaban demasiado, y por eso las confrontaba:
les tenía miedo. Se decía que una manifestante de izquierda era su amante, yo
no lo creía, pero en el mundo se ven muchas cosas inverosímiles, y casi siempre
éstas son las más probables.
-Creo que tenemos que salir si no queremos
llegar tarde-dijo Ricardo.
- ¿Y quién se va a ir? -le preguntó ella.
-Los muertos seguirán estando. Yo no voy a verlos más que a ellos. ¿Y ustedes?
La sala principal de la casa Municipal
fue montada como velatorio. Los catorce féretros estaban en dos filas de siete,
una frente a otra, separadas por el amplio espacio donde se acomodaba la gente,
parada, conversando en cuchicheos y llorosos, con decenas de coronas de todo
precio: de la junta escolar, de la cooperadora, de la directora y las maestras,
de los padres y madres de los chicos de otros grados, del intendente y el
gobernador, y hasta del presidente. Estaba tan lleno y las estufas a tan alto
grado que vi a muchos con la frente sudada, pero nadie se animó a protestar.
Caminamos abriéndonos paso entre el
gentío, pero antes nos detuvo un par de hombres que reconocí como policías de
civil. Ruiz presentó su credencial de médico y nos dejaron pasar. Había listas,
por supuesto, pero el intendente había dado orden de que no se prohibiera la
entrada a ningún vecino. Buenos modales electorales, me dije, mirando al
gobernador de la provincia codeándose con las autoridades municipales y dando
el pésame lenta y parsimoniosamente a cada uno de los padres de los chicos
muertos. Casi todos eran matrimonios, pero había un par de mujeres solas y
otros varios hombres solos, viudos o viudas, separados o divorciados o
simplemente solteros que habían criado un hijo para entregarlo a las vías.
Imaginé el sendero paralelo de esos aceros que sin embargo se juntaban en el
horizonte impreciso de la distancia, que es también el tiempo. ¿O es que el
tiempo se detiene, pero la distancia es incontable e infinita? Uno es el tiempo
individual, pero no hay otro, me digo. No existe más que la percepción propia
del tiempo. Si continúa luego de nuestra muerte, no nos consta ni nos importa.
Pero la distancia es otra cosa, pienso. El espacio persiste, porque nuestro
cuerpo persiste, aunque no esté vivo, aunque se pudra irremediablemente, y sin embargo
la carne se torna en gusanos y los huesos aguantan mucho, y por eso ocupan el
espacio de lo que fue nuestro cuerpo. Un féretro es más que una caja que
resguarda a los vivos de nuestra putrefacción, es un símbolo: como la caja de
música que guardaba mamá en la cómoda de su dormitorio, y donde ponía los aros,
los anillos y los collares baratos que usaba para dar clases o salir alguna vez
al teatro.
Graciela caminaba del brazo de Ricardo,
mirando a los padres, esperando tal vez que la reconocieran, sin tener ella que
acercarse e interrumpir la congoja que era interrumpida permanentemente por
todos los demás, los que no tenían, como ella, la discreción ni la
consideración, el respeto por el silencio que necesita el dolor para expresarse
y ser algo más que un grito bruto o exasperado. El verdadero dolor quizá sea la
amargura, solemne en su silencio, o la angustia, discreta en su semblante. Y
por más que la desesperación las llame con gritos y gestos enloquecidos, ellas
no responderán.
Nos detuvimos frente a los ataúdes. Cada
uno tenía un nombre. Leonardo, Lucas, Analía, Florencia, y varios otros, hasta
catorce. Ninguno repetido, como si la providencia hubiese distribuido
sabiamente los nombres a la muerte. Para eso estaban los dobles. Dios, me dije,
¿por qué estas disquisiciones en estos momentos?, ¿qué me lleva a filosofar
absurdamente con elementos tan deletéreos como los números y los nombres? Pero
ellos lo son todo. Las cifras determinan la realidad que nos determina: la
cantidad de nuestras células primero y la cantidad de nuestros días, por
último. Y nuestro nombre es un prefijo que podemos llegar a odiar, rechazar y
abolir, pero que siempre estará presente como el dios de los márgenes, mirando
con la cara obtusa de una madre ofuscada, porque ese nombre es el símbolo de un
destino imaginado durante nueve meses y muchos años. Un nombre contiene el
alma, y por eso dicen que cuando se nombran a los muertos se los llama, y ellos
no pueden descansar. ¿El olvido es la paz, entonces?
Muchos fumaban, y bajo el cielo raso se
habían formado halos de humo espeso que parecían nubes desde donde los querubines recién muertos nos
miraban. Me reí, imaginado un discurso que sin embargo estaba escuchando con
claridad. La directora de la escuela, vieja católica, taimada y confabulada con
el régimen militar, exponía su insoportable oratoria con execrables recursos
poéticos. Si hasta declamaba, histriónica, con pelo negro azabache recogido en
un rodete apretado y los labios rojos en su cara arrugada. Yo no sabía dónde
meterme, de vergüenza ajena. Ricardo y Bernardo se sonreían, Graciela lloraba.
Cuando esa tortura terminó, siguió otra del
intendente que mereció tibios aplausos que inició uno de sus colaboradores.
Después habló una maestra en representación de todas, y finalmente entraron los
abanderados. Fue el colmo, y nadie quiso reconocer de quién fue la idea. Si
hasta la directora pareció desentenderse cuando vio a los chicos entrar a la
sala encorvados con el peso de la bandera nacional y la papal. Tenían una cara,
pobres, que nos sabían dónde mirar. Tenían terror a los féretros y buscaban
ayuda en los otros, pero los vivos escondían sus miradas, porque se habían
olvidado de ellos, de decirles que no entraran, de avisar a alguien que no era
necesario, tan tarde, con tanto calor y tanto humo, y tanta muerte rondando.
El
olor de las flores se fue haciendo insoportable, más aún que el recuerdo de las
pésimas poesías de la vieja. Ellos olían eso, porque miraban las coronas repletas
de flores: jazmines, rosas, margaritas, calas, cualquier cosa que la gente
encontrara en las florerías del barrio, que esa semana ganaron más dinero que
en todo un año. Después, varias semanas después, dijeron que el municipio pagó
todo, y entonces vinieron los encomios en la prensa, la televisión y los
discursos oficiales. Nadie había perdido dinero, y visto de esta forma, hasta
los padres se ahorraban el gasto que los muertos habrían ocasionado de haber
vivido. Pero no era el cinismo el que rondaba el ambiente, aprovechando las
grietas entre el humo y el vaho de la podredumbre, sino el color de la
realidad, del tono de las flores de cementerio en ese punto en que se marchitan,
pero nunca mueren del todo, el punto exacto en que la vida se mofa de la
muerte.
Graciela se acercó a uno de los féretros.
Por común acuerdo de los padres, todos estaban siendo velados a cajón cerrado.
Algunos estaban muy malheridos y no era agradable exponerlos a la vista, y
otros eran simplemente fragmentos del cuerpo encontrados en las vías. Escuché,
en la sala, que un cajón no tenía nada adentro, pero sí un nombre grabado en la
placa. Graciela apoyó una mano en la tapa, y la otra sobre el ataúd de al
lado. La casualidad había dispuesto que sus dos alumnos estuvieran uno junto al
otro, igual a cuando iban a su casa a recibir lecciones de dibujo, con las
carpetas y la caja de témperas. Me acerqué a ella y la tuve de los hombros,
temía que se desmayara, pero entonces ella miró adelante, hacia la pared donde
no había más que oscuridad. Más allá de los cirios junto a cada féretro y la
luz mortuoria de las plaquetas en las paredes no había nada, y hasta el humo era
oscuro salvo cuando entraba en el haz de alguna luz. En esos remolinos lentos,
como dibujados en el aire, ella vio algo, y levantó un brazo señalando con el
dedo índice un punto incierto para todos, excepto para ella. ¿O no era del todo
así? ¿Vi algo, o fue sugestión?
-Los Oscuros-dijo.
Ricardo se acercó e intentó apartarla.
Ella se desprendió de sus manos. Vi que Ricardo sabía de qué se trataba todo
eso, ya lo había presenciado más de una vez. Reconocí en él al hombre que ella
necesitaba, porque era distinta, y él también debía serlo. Ese hombre común que
conciliaba su exterior, su forma de hablar y su aspecto con lo que el mundo
esperaba de él, no era más que una forma más del simulacro que todos
construimos a lo largo de la vida. La distinción se palpa como una roca cuando
llega el momento exacto. Eso eran ellos, el equilibro entre el bote y el mar, o
la lluvia sobre un tejado, o el polvo depositado sobre los libros. La exacta
medida entre la paciencia y el amor. No encontré definiciones, así como no hay
números para ciertas cosas. La muerte es exacta, pero la vida ecléctica. La
vida suele mentir.
Entonces vi con claridad, tanto como lo
permitían el humo de los cigarrillos y de los cirios luego de tantas horas, y
la luz penumbrosa que iba tornándose cada vez más lúgubre a medida que pasaba
la tarde y llegaba la noche, las figuras de tres hombres que parecían sólo tres
de los tantos otros que estaban en la sala, entrando y saliendo o dando vueltas
con pasos apesadumbrados y aburridos, ansiosos de irse, seguramente, pero
temerosos del qué dirán. Estos tres, sin embargo, no estaba juntos, pero lo suficientemente
para que la mirada los uniese en un solo conjunto. Tan diferentes entre sí,
pero aunados por un incierto factor de coincidencias que no eran tales.
Graciela los estaba observando a los tres como si viese a uno solo. Dos estaban
al pie de cada uno de los féretros a los que ella se había acercado, el otro
estaba en el medio, un poco más lejos y por lo tanto más cerca de la oscuridad
de la pared, donde había un plafón con una lamparilla débil con la forma de
cáliz. Los otros dos estaban iluminados tenuemente por dos velas cuyas llamas
se movían con el desplazarse de la gente aquí y allá.
El de la izquierda vestía un traje con
corbata, era fornido, pero a diferencia de otros hombres musculosos, el traje
le sentaba bien, tenía un vaso en las manos, en el que ocultaba la mirada
cuando se lo llevaba a la boca, y a veces levantaba la mirada como espiando alrededor.
El del medio era delgado y rubio, con un cabello casi ceniciento a la luz de
las velas, miraba de frente pero como si no viese nada, de nariz aguileña y de
rostro atractivo, con un vaquero y una polera de cuello alto. El de la derecha
era más bajo, de cara redonda, y parecía un chico tímido y ensimismado en un permanente
enojo adolescente, pero su mirada se escabullía hacia los costados, siempre
cruzado de brazos, buscando algo que parecía extrañar, y vestía un pantalón de
sarga y una camisa de corderoy, ropa vieja para un cuerpo joven. ¿Cuál sería la
edad de sus almas?, me pregunté. Todos ellos parecían presencias más que seres
humanos, entes, quiero decir. Formas que podían metamorfosearse en cualquier
momento. Casi no se movían. Uno con las manos ocupadas en un vaso cuyo
contenido nunca se agotaba, otro con las manos tras la espalda y mirando al
frente, hacia lo que su nariz prominente señalara en la infinita distancia, y
el tercero con las manos sobre el pecho como un escudo, buscando alrededor los
refuerzos que ya no estaban.
Pero nadie parecía fijarse en ellos, y
ellos tampoco miraban a nadie en particular, y casi podría decirse que
permanecían quietos tal vez desde el inicio del velorio y únicamente nuestra
mirada los había descubierto por casualidad, o más bien la mirada de Graciela. Y
sin duda, por su excitación creciente y desesperada, sabía que estarían en
algún lugar de esa sala, y al verlo comprobaba la iniquidad de su
presentimiento. Se tapó la cara y empezó a llorar casi a gritos, negando con la
cabeza y diciendo ¡no, no! con voz fuerte pero atenuada por las manos. Ella
sabía que la creían loca, y eso la exasperaba aún más. Ricardo la estrechó
contra su cuerpo y dejó que todo el llanto y los gritos fuesen ocultos por su
cuerpo, y vi cómo la cara de él se transformaba en un rictus de angustia, de endeble
tolerancia y luego en amargura. Esa amargura que es más estable que todo el
resto de los sentimientos, perenne, inconmovible como una fortaleza construida
en medio del desierto.
Miró hacia los hombres, pero no estoy
segura de que los viera. Si lo hubiera hecho, supuse que iría a desafiarlos,
pero creo que, aunque así fuese, ella y su desesperación eran lo único
importante en ese momento. La fue llevando hacia la salida, atravesando la sala
entre la gente que los miraba y compadecía. No los acompañé porque vi a Bernardo
caminar hacia uno de los hombres, el que estaba a la izquierda. Y entonces me
convencí, dándome cuenta de que me había dejado llevar por mi habitual y
estúpida fantasía. Esos hombres eran hombres. Decir menos habría sido
deshonrarlos, pero también exonerarlos, y yo intuía que esos hombres no serían perdonados
porque ellos mismos no lo hacían.
Vi la expresión de Bernardo, y tuve miedo
por él. De pronto lo vi como un caballero andante que desafiaba a los enemigos
que habían molestado a las mujeres. La leyenda del príncipe azul nos sale de
adentro, está impregnada junto con otras tantas imbecilidades aprendidas, como
un escudo protector, invisible y sin embargo eficaz para llevarnos hasta el fin
de nuestra vida de mujeres, ocultando la fuerza bajo el velo de la fantasía. A
veces, un hombre, por más estúpido que sea, es la salvación de nuestra psiquis,
es el equilibrio entre la desesperación y la frialdad. Un hombre bueno, sobre
todo, pero no hay hombres buenos, sólo hay hombres.
Y
Bernardo era el que había salvado a un chico en medio de la tragedia
irreversible de muchos otros, y yo lo admiraba desde el día anterior, cuando
supe de eso, por más que él no me hubiese contado nada en todo el camino en el
auto. Lo vi acercarse al hombre de la izquierda, que levantó la mirada, dejó el
vaso sobre el ataúd y le extendió la mano para saludarlo. Ruiz se quedó con las
manos a la espalda, y le habló con seriedad. El otro, de cuerpo más ancho, pero
no demasiado alto puso las manos en los bolsillos del traje y escuchó durante
un rato. No pude comprender su cuchicheo.
Cuando Ruiz volvió a mi lado, me dijo que
ya debíamos irnos. En la vereda nos esperaban Graciela y Ricardo, rodeados de
varias personas que se habían preocupado por ella. Subimos los cuatro al auto y
emprendimos el camino de vuelta. Ellos bajaron y nosotros nos quedamos un rato.
Bernardo estaba nervioso y había manejado todo el tiempo tenso y en silencio.
- ¿Quién era ese hombre? -pregunté.
-Se llama Jesús Méndez, y es mi paciente, o
lo fue un tiempo.
- ¿Méndez?
-Sí, es hermano del chofer.
Bernardo estaba de perfil, mirando tras el
parabrisas. Sólo pude ver un lado de su cara en ese instante, e imaginé que,
del otro lado, otro era el rostro.
-Vos, que salvaste la vida a uno de los
pocos chicos que sobrevivieron - fue lo único que se me ocurrió decir, como una
tarada - sos el médico del hermano del que mató a todos los otros.
Entonces me miró de frente y su cara era
una sola. No hay dos rostros como en las películas de terror, sino uno solo en
múltiples capas.
-Así es, ¿viste lo que son las cosas?
Así es la vida, Cecilia.
Acompañó el sarcasmo agarrándome una mano
con fuerza y llevándola a su entrepierna, y luego la otra a su barba.
- ¿Te gusta esto, mi amor, mi entrañable
amor? Esto es la salud, querida, lo otro es la muerte. ¿Pùedo elegir, acaso?
¿Vos podés?
Me soltó y me llevé las manos a la falda,
protegiéndome instintivamente de un peligro que en realidad no existía. Ese
hombre estaba llorando y no quería reconocerlo. No me haría daño. Me acerqué e
hice que apoyara su cabeza en mi pecho. Ahora sí lloraba.
- ¿Y qué hacía él en el velorio?
Bernardo habló con su boca casi pegada a
mis senos, sentí la tibieza de su aliento y la crudeza de su barba, y me sentí
bien, como si hubiese llegado a un lugar definitivo: un auto, una calle, un
hombre entre las piernas, y el llanto y el sudor de invierno convirtiendo la
inquina en un resplandor.
-Vino a autorizar la autopsia del otro y
a presentar respetos, aunque nadie se enterara de quién es.
- ¿Y quién es, o qué es? - pregunté,
jugando con la deformación profesional que lleva a muchos médicos a considerar
que un hombre es un diagnóstico. Yo sabía que Ruiz reunía conocimientos de
clínica y psiquiatría, por eso era perito.
-Lo que es toda esa familia-me contestó.
-Una sarta de locos.
Nos reímos, porque no había más
alternativa, y a veces los hombres son dioses cuando ríen.
3
Nos quedamos casi una semana
en Quilmes, alojándonos en la casa de Graciela. Como Bernardo tenía compromisos
por el peritaje del accidente, Ibáñez vino varias veces a buscarlo y lo traía
de regreso ya tarde. A veces conversábamos sobre Graciela, pero ninguno de los
dos arriesgaba un diagnóstico, más bien por compromiso y delicadeza. Yo pedí
permiso en la redacción, pero era obvio que tal licencia era al costo de varios
artículos sobre el accidente. Sabía que pronto iba a agotarse la atención del
público para derivar a otras cuestiones, y Beltrame me dijo que si cumplía con
una columna completa durante una semana me ascendería. Le agradaba mi estilo,
una especie de buena literatura con amenidades coloquiales de entendimiento
directo, y al final, un viento gramatical que soplaba sobre la piel más
sensible del intelecto, o del alma, para dejar pensando al lector. Tal metáfora
fue suya, porque él también es buen escritor cuando quiere. Colgué el tubo y
subí a ver a Graciela. Estaba en cama desde la tarde que volvimos. Despertaba,
se sentaba en la cama para comer o se levantaba para ir al baño. Siempre en
silencio, nos agradecía con monosílabos, a Ricardo y a mí, que nos turnábamos
para acompañarla. Él tenía trabajos de mantenimiento en otras casas, así que se
ausentaba desde temprano y regresaba a las cinco y media, entonces yo me iba a
descansar o escribir.
Cuando Graciela dormía, me quedaba mirando
desde el sillón frente a la cama la pintura que colgaba en la pared. Era, por
supuesto, de ella. Y precisamente representaba el objeto de su obsesión. Los Oscuros
eran tres figuras masculinas bien delineadas, pero sin rostros, esfumados por
la penumbra de un anochecer detenido. Había luces de mercurio a la largo de la
calle por la cual ellos caminaban, uno junto al otro, el del medio apenas un
paso atrás o adelante, porque eso era lo extraño. Cada vez que contemplaba la
pintura, no recordaba si en la ocasión anterior lo había visto más adelante o
más atrás que los otros. Me daba cuenta de tal lapsus de mi memoria, y en los
días que estuve allí, varias veces me decidí a no dejar pasar la oportunidad de
aclarar la confusión. Pero en cuanto ponía mis ojos en la tela, el recuerdo se
esfumaba, haciéndose impreciso y etéreo como la certidumbre que habitaba ese
cuadro. ¿De eso se trataba el impresionismo? Tal vez, pero a diferencia de las
obras de ese período, el paisaje de los Oscuros era renuente a clasificaciones:
concreto en su superficie, se amoldaba a la circunstancia del espectador.
Tampoco podía decir si las figuras iban de frente o de espalda, yendo o
viniendo del fin de la calle, perdida en la oscuridad del fondo, como si
desapareciese en la pared, o la atravesase.
Era una gran pintura, estoy segura,
aunque no soy ninguna experta y juzgo por gustos personales más que por técnica
pictórica. Graciela sabía también que era lo mejor que había logrado pintando,
y por eso la había colgado en su habitación en la pared blanca que recibía las impresiones
de la luz a toda hora del día, y contribuía a formar las luces y sombras de la
pintura. El cuadro, en otro lado, no sería el mismo. Era atrayente. Era
obsesionantemente invasivo de la atención de quien entrase en el cuarto. Ya al
segundo día me di cuenta de que no podía entrar sin observar la pintura, y
luego echarle una breve mirada de tanto en tanto, como comprobando que todo
estaba en su lugar. Y por momentos, sobre todo durante las horas de la siesta,
cuando el barrio era un cementerio de sonidos y un desierto donde soplaba la
brisa que apenas movía las cortinas, creí ver que las figuras se habían movido,
apenas un poco e imperceptiblemente. Deliré con el pensamiento de ir a buscar
un centímetro y medir cada día la distancia entre las figuras y el borde del
cuadro, pero cada vez que pensaba en eso me daba cuenta de que estaba en un
entresueño, y mi convencimiento se transformaba en un juego de sueño y vigilia
tan agotador que cuando finalmente despertaba, ya era media tarde y el único
pensamiento cuerdo era bajar a preparar la merienda para ambas.
El sábado antes de regresar a casa,
decidimos despedirnos de ellos con agasajo austero. Le dije a Ruiz, que también
trabajaba en la morgue esa mañana, que no se preocupara. Ricardo tampoco
llegaría hasta cerca de las cinco. Estaba trabajando mucho y se lo veía
cansado, pero sé que ambos se apartaban de nosotras: de una a la que no
comprendían, y de la otra que comprendía demasiado. ¿Así nos veían, o así éramos?
Salí a la calle con la bolsa de compras
que encontré en la cocina revolviendo cientos de cosas inútiles en los cajones
y las alacenas. Hasta me dolió la espalda de estar agachada buscando y
encontrando lo que no buscaba la mayoría de las veces. Me entretuve en ese juego
de palabras que distraía mi atención y aliviaba mi desesperación ante la
búsqueda de un tesoro (la bolsa de las compras) en medio de una selva
impenetrable. ¿Cómo cocinaríamos esa noche si no teníamos la más mínima idea de
donde hallar las cosas necesarias? Hasta ahora nos habíamos conformado con ir a
la rotisería. Me crucé en la vereda con tanta gente que preguntaba por la salud
de Graciela que tardé casi una hora en llegar al almacén más cercano. Dale saludos,
me decían, un beso de mi parte, pedían otros. Pero la mayoría ponía cara de
circunstancia, porque sabían cómo era Graciela, excepto los chicos, y por eso
fueron los únicos que no preguntaron por la maestra de dibujo. Ellos pasaban
por la vereda mirando hacia el balcón, asustados si iban solos, cuchicheando si
estaban acompañados.
Entonces vi en la esquina a un hombre al
que apenas presté atención al principio. Estaba parado, fumando. Era rubio, de
cabello ensortijado, con un vaquero gastado y una polera negra. Distraída por
los que me habían detenido en el camino, creo que quedé media estúpida
escuchando tantas estupideces, y pensé por un instante que estaba a en medio de
una película francesa, observando a un Belmondo que nunca hubiese sonreído.
Crucé la calle y caminé la siguiente cuadra, pensando en qué compraría. Y en la
siguiente esquina lo vi otra vez. Me detuve, miré atrás, ya no estaba allí,
pero tampoco lo había visto adelantarse. Seguí caminando, preocupada, es
verdad, porque pensé en que la sensación de las distancias estaba siendo
tergiversada esos días, empezando por el cuadro y siguiendo por la calle.
Miré los precios en las verdulerías,
compré unas pocas cosas. Buscaba una carnicería para hacer un asado en la
parrilla abandonada en el patio trasero de la casona. Crucé la calle a media
cuadra, y volví a ver al hombre, casi en la misma posición, salvo que ahora se
apoyaba más en el pie izquierdo que en el derecho, o así me pareció, una mano
en el bolsillo del pantalón, sin estar segura si era la misma que antes, y
fumando un cigarrillo que era otro tal vez, porque estaba casi intacto. Me miró
como si me esperase, al borde del cordón. Lo vi arrojar el cigarrillo en la
cuneta y estiró un brazo. El faso se hundió en el charco ancho que no me iba
permitir subir a la vereda más que dando un salto. Miré la mano que me ofrecía,
y no pude resistirme a tocar una visión que era tan clara como el sol de ese
sábado y a su vez tan etérea como la de un celuloide. El rostro inexpresivo
como el de un modelo de alta costura, pero sin la vestimenta correcta, por
supuesto. Ni siquiera simple elegancia tenía, sino simpleza de barrio me medio
pelo. La mano era gruesa y fuerte, blanca, de dedos largos, y cuando los toqué,
sentí la rugosidad de las cicatrices.
-Gracias-dije.
Apartó la mano, como avergonzado, y fui
yo también la que se avergonzó de observar absorta como una nena caprichosa el
defecto de alguien con quien se cruza en la vereda.
-Perdón-dije.
Él se miró las manos, tan diferentes de la
delicadeza de su cara. No era bello, sí atractivo. Las manos no contrastaban
demasiado con el cuerpo, pero eran las víctimas.
-Soy carnicero, y me corté muchas veces. Una
vez con la sierra, y muchas con el cuchillo.
-Lo lamento mucho…-No quise apartarme tan
rápido, creía que sería descortés, así que pregunté:
-Busco una carnicería, y como no soy del
barrio…
-Yo
tampoco, señorita. Soy de La Plata, vine por el velorio.
Era
él, me di cuenta, uno de los tres hombres que había visto y ante los cuales
Graciela se había asustado. El del medio más exactamente, salvo que bajo la luz
mortuoria del plafón de la pared el cabello había relucido como oro mientras su
cara permanecía en sombra.
- ¿Conocía a alguno de los chicos?
-A mi hijo, señorita.
No sabía dónde meterme de vergüenza.
Habría metido la cabeza entre las baldosas de la vereda como un avestruz urbano.
-Lo lamento mucho…
-No se preocupe, yo no lo conocía. Yo
tenía diecisesiete años cuando nació, y la madre me mintió diciendo que se había
hecho un aborto. Me enteré estos días, cuando buscaron los papeles en el
registro civil.
- ¿Y la madre?
-Nunca lo quiso, por eso fue a abortarlo,
pero se lo hicieron mal. Me dijeron que lo mantuvo, por supuesto, pero no la vi
en el velorio ni en el funeral. Dicen que sigue trabajando en la peluquería de
siempre. Supongo que está contenta.
-No diga eso…
Se encogió de hombros y encendió otro
cigarrillo.
-Bueno, tengo que seguir comprando. Le doy
mi pésame.
Le extendí la mano para despedirme, él no
se animó a volver a tocarme. Leí en los ojos algo semejante al resentimiento:
me veía como si estuviese viendo a la madre de su hijo. Y cuando lo escuché,
creí estar en medio del cuadro.
-Usted me agrada, señorita, es tan
diferente a Mara…
-Tengo que irme-. Me di vuelta con
rapidez, taconeando en la vereda como una puta asustada de un cliente loco y
peligroso.
4
Mario Marizza había entrado
al diario sin que nadie supiera cómo. No era un chico cuando empezó, pero al
principio le daban tareas de cadete porque no sabía hacer nada. Sin embargo,
luego se supo que él y Beltrame eran muy amigos, y parece que a Mario lo habían
echado al cerrar la fábrica de municiones en La Tablada. No sé de dónde se
conocían, o tal vez simplemente los milicos le recomendaron que cuidara a
Mario, que era pariente de militares. Con el tiempo el tipo fue expresando sus
ideas a quien quisiera escucharlo, en la redacción, el baño de hombres o el bar de
la esquina, y cuando fuimos conociéndolo, empezamos a apartarnos mientras más
firme se hacía el poder de turno. Comprendí el motivo de no haber seguido la
carrera militar como sus parientes, porque su cabeza tenía otras ideas, no demasiado
originales ni tampoco muy firmes, simplemente era la estructura que había
adoptado para no someterse a la familia. Y nosotros: el diario, y sobre todo
Beltrame, estábamos en el medio. Los milicos no querían desprotegerlo, había
por algún lado un oficial Marizza que movía los hilos muy sutilmente, porque el
trabajo sucio lo hacían los de abajo. Si el tipo hablaba y se descuidaba, si
por algún motivo se pasaba de la raya en su rebeldía, ahí estaba el ambiente
del diario que conservaba los límites del pudor, de lo correcto. El diario
fundado en tiempos de socialismo que fue tornándose conservador por
supervivencia, pero que había mantenido la calidad y el prestigio del
periodismo bien hecho. Es decir, bien redactado, porque eso era suficiente para
ocultar la desidia y la mugre que brotaba en los pasillos como los hongos en
las hojas de los diarios viejos.
Lo probaron como fotógrafo, pero no sacaba
mejores fotos que un chico de cinco años. Lo probaron como redactor, y sólo
hacía bien las necrológicas, copiando el boceto de siempre y cambiando los
nombres según la ocasión. Cuando faltaba un espacio que rellenar, ahí estaba
Mario, y Scarfionne se había acostumbrado a su compañía. Además de la diferencia de edad, Scarfionne era un periodista respetado desde hacía veinte años, y
mandaba a Mario como el “che pibe”. Un día Mario se cansó y lo mandó a la
mierda, pero al día siguiente se fueron juntos a cubrir una noticia policial en
La Plata, y cuando volvieron, algo había pasado entre ellos, y nos dimos cuenta
de que Mario había usado de la misma influencia de la que se jactaba querer
escapar.
Sarfionne y él llegaron desde la Plata a la
mañana siguiente, y Mario se fue a revelar las fotos que nos trajo de inmediato.
Se sentó sobre el escritorio, manchando el culo con la tinta china que todavía
se usaba para calcos y bocetos. No reímos, pero él, como si nada, se enfrascó
en su relato. Contaba mejor de lo que escribía, por supuesto, pero esta vez se
había pasado con las fotos. Entre tantas y tantas inútiles, había algunas que
parecían sacadas de un cuadro de horror.
Yo pensé en la pintura de Graciela. Me
pregunté cómo estaría, porque habían pasado más de veinte días y ninguno me
había llamado. El sábado que nos despedimos, ella se había levantado,
maquillado un poco y bajado a cenar en el patio. Comió y bebió, rio de nuestras
anécdotas y no mencionamos ni a los muertos ni a los fantasmas. Dijo que el
lunes siguiente reanudaría las clases. Ricardo le preguntó si no quería tomarse
más tiempo. Ella negó, le sentaría bien estar con otros chicos. Luego volvimos
a Buenos Aires. Bernardo y yo buscamos un lugar para vivir juntos. Encontramos
uno en Barracas luego de vender el Torino. Ahora tomaba el colectivo para ir al
hospital, pero estaba feliz.
Marizza nos contó que habían encontrado la
casa donde se decía que un hombre había mantenido encerrado a su padre durante
catorce años. El viejo estaba postrado en cama, desnutrido y deshidratado.
Cuando los policías quisieron hacerlo hablar, el tipo balbucía y se babeaba.
Sólo lograron, luego de varios intentos, comprender una palabra que repetía
como un latiguillo: perro, decía, perro.
- ¿A qué no saben qué pasaba? El tipo, el
dueño de la casa era una especie de loco que mantenía las buenas apariencias
hasta ahí nomás. Iba y venía del trabajo con un traje viejo, sin corbata y con
el diario del día sin abrir. Pasaba por la panadería todas las tardes y se
quedaba conversando con la panadera que era una especie de noviecita. Pobre
chica, si hubiera sabido le habría cerrado la puerta al verlo bajar del
colectivo y caminar hacia el negocio. Bueno, el tipo este tenía un perro, y un
día se le murió. Andaba como alma en pena por el barrio, y hasta lo vieron
llorar acodado en el mostrador de la panadería. La chica esta lo consoló, como
era de esperar. Fue a la casa, y vieron, el tipo era un tarambana, pero no un
estúpido…-. Mario hizo el gesto de meter un dedo en un orificio.
Scarfionne lo miraba desde su escritorio,
con los lentes en la punta de la nariz, lamentando el compañero que se veía
obligado a soportar. Los otros hombres, sin embargo, le festejaron la obscenidad
y me miraron, porque yo era la única mujer en ese corro de tarados. No dije
nada, sonreí, campechana y compañera.
Beltrame escuchaba desde la puerta de su despacho,
con los brazos cruzados. Lo miré un instante y le vi la cara de desprecio. La
culpa, debía estar pensando. El camino del infierno debía sonarle como el
repiqueteo incesante de las máquinas de escribir.
-Seguí contando-le dijo.
-Bueno, la mina esta le cuidaba la casa,
y mientras tendía la cama y esas cosas se le ocurrió regalarle al buen hombre
otro perro para consolarlo, parece que el tipo no se conformaba con la hembra
sola…
Ay, Dios, pensé, deseando que existiese e
hiciera caer un rayo sobre Mario.
- ¿Y por qué lo tenía encerrado al viejo?
- preguntó uno del grupo.
-Porque parece que mató a la mujer en una
golpiza ejemplar, y por lo que nos enteramos, el viejo tenía encima varios
muertos.
- ¿Y cómo se llamaba? -preguntó Raulio.
-Comisario Pascual Ansaldi.
Un murmullo surgió entre nosotros.
Sabíamos que se trataba de una familia de militares, y el hermano era un coronel
del que había que cuidarse, aunque sólo fuese cierto la mitad de lo que se
contaba.
- ¿Y sabés, Raulio, querido, lo que nos
dijeron en la seccional? ¡Che, Scarfionne, negame si no es verdad! - le gritó
como si el escritorio no estuviese a cincuenta centímetros. - Les tenía tirria
a los maricas, así que vos cuidate, querido…
Se rio sin esperar que lo acompañaran,
pero algunos lo hicieron. Se frotó la cara, cansado, y dijo que se iba a casa a
dormir. Y si no se me hubiera acercado tal vez no hubiese sabido lo que después
supe, y no me habría preocupado ni sacado las conclusiones que sin embargo no
evitaron las tragedias que vendrían más tarde. Como siempre, la verdad no sirve
para nada, solo para crearnos un mundo de falsa conciencia en donde ocultarnos
de las catástrofes inevitables después de que ocurrieron.
-Che, Ceci, me contaron de tu
concubinato…
Y se reía el hijo de puta, sin embargo,
la malicia no le quitaba el sentido de lo justo.
-Me alegro de que hayas cazado al doctor.
-Gracias Mario, y decime, che, ¿qué hicieron
con el tipo este, no con el viejo, sino con el hijo?
- ¡La pucha! Me olvidé de contarles. Se
escapó, Ceci, o le dejaron abierta la puerta de la comisaría, ¿y cómo iba a ser
de otra manera viniendo de donde venía?
Me guió un ojo y se fue, con la camisa
media salida del pantalón y llevando el saco colgando del hombro derecho. Esperó
el ascensor que lo llevaría a la vereda de Diagonal Norte y se ecaminaría
bostezando hacia algún bar de Corrientes para sentarse en un rincón y quedarse
dormido.
Me acerqué al escritorio donde estaban las
fotos desparramadas, ya Scarfionne había elegido las que necesitaba para el
artículo. Mario había sacado muchas repetidas, y entre ellas estaba la del
hombre. Levanté la foto a la altura de mis ojos, y la observé como si estuviese
viendo un cuadro en la pared. Estaba segura de lo que estaba viendo, y me dije
que ya tenía las tres identidades de los Oscuros. La foto era del tercero, el
de la izquierda, el hombre con cara de adolescente enojado que usaba ropa de
viejo, y que miraba de vez en cuando hacia abajo. Ahora sabía lo que buscaba, al
perro muerto. Tomás Ansaldi, se llamaba.
5
Durante dos meses casi no
supe nada de ellos, es decir, de Graciela y su novio. Las pocas veces que logré
que contestaran el teléfono los noté distantes y distraídos. Una vez, mientras
hablaba con él, se interpuso la voz de Graciela, y él la calló, irritado. Sé
que no era fácil vivir con ella. Sus fantasías obsesivas sobre los supuestos
Oscuros eran inquietantes porque no intentaba convencer a nadie, simplemente
los mencionaba como se habla del almacenero de la esquina. La verosimilitud
estaba tan implícita en su discurso, que el que hablara con ella se descubría
así mismo pensando en la misma forma por un instante al menos, como si fue
contagiosa. Ella parecía socavar los fundamentos de la lógica formal y
acomodarlos a su gusto. Y eso es lo que a mí más me preocupaba: su
convencimiento era tan exacto y firme que tranquilamente podía ser diagnosticada
como una esquizofrénica. La dicotomía amor-temor era evidente, por eso siempre
tuve la impresión de que no era amor lo que la unía a Ricardo, sino una especie
de necesidad protectora.
Supe, por terceros, que él ya no vivía en
la casona. Unos vecinos, cuya habilidad para el chisme fue lo único que me
resultó útil en esas circunstancias, me dijeron por teléfono que él iba a verla
de vez en cuando, pero siempre se iba golpeando la puerta, a veces ofuscado y
refunfuñando, otras cabizbajo como un hombre que estuviese a punto de llorar.
A fines de noviembre, Bernardo y yo ya
habíamos terminado de acomodarnos en nuestra casa de Barracas. Era un barrio de
obreros, la mayoría trabajadores en los barracones a la orilla del Riachuelo,
pero nuestra casa era amplia, de una sola planta, con muchos canteros con
malvones, jazmines y muchos arbustos que nunca reconocí, simplemente los dejaba
crecer por que me agradaban. Yo escribía desde casa la mayoría de los
artículos, pero la economía sufría ahora los estragos más severos de la
inflación, y la falta de pago era inversamente proporcional al trabajo que
teníamos. Las manifestaciones sociales de los gremios obreros, en su enorme
mayoría, sino su totalidad de izquierda, eran cada vez más frecuentes, y la
represión del gobierno dejaba heridos y muertos todas las semanas. El nombre de
la supuesta amante de Beltrame surgió esporádicamente en las noticias, pero a mí
me encargaban de recorrer los barrios menos peligrosos. Y esa especie de discriminación
no me molestó en ese momento: yo tenía miedo, no tenía armas, y era una mujer.
Tres cosas que me empujaban a atrincherarme en el anonimato de las calles
suburbanas, donde las mujeres caminan haciendo compras, oyendo y murmurando,
viendo las cosas y sin meterse en ellas. Tienen hijos, nietos, sobrinos. Hay
bombas en el centro que explotan a metros del Obelisco o del Congreso. Balas
perdidas desde los autos que pueden matar a un chico que cruza la calle. Para
quien quería el peligro, estaba en todas partes, y también para quien no lo
buscaba. Y entonces me di cuenta de que no necesitaba correr por Rivadavia en
medio de tiroteos y bombas: allí en Barracas los viejos se podían morir
fácilmente, y los jóvenes caían sobre los adoquines todavía con la piedra
encerrada en un puño.
Una noche, creo que eran las cuatro de la
mañana, sonó el teléfono. No sé cuánto tiempo, pero Bernardo estaba cansado y
debía pensar que lo llamaban del hospital. Como no contestaba, supuse que
estaba dormido o simplemente ignoraba el timbre. Me levanté y atendí. Una voz
desesperada se hundió en mi oído. Era Ricardo, al fin reconocí las inflexiones
de su voz en medio de un tartamudeo y el llanto.
- ¿Qué pasó, por Dios, tranqulizáte?
-A Graciela…-dijo, esforzándose por
calmarse, pero le costaba seguir.
- ¿Qué le pasó? -Eso dos me tenían con un
nudo en la garganta desde que los habíamos frecuentado, cada vez que sonaba el
teléfono me daba un vuelco el corazón pensando que les había sucedido algo.
Ella era una bomba a punto de explotar, y él el detonador.
-La violaron.
Esa
misma mañana fui para allá. Bernardo no había conseguido reemplazante en el hospital,
y le dije que no se preocupara, pero siempre se sentía obligado cuando de algún
conocido se trataba.
Cuando llegué a la casa hacía diez
minutos que se habían ido los policías. Graciela estaba en su cuarto. Ricardo
me recibió con el pelo largo y revuelto. Noté que se quejó un poco cuando me
dio la mano.
-No
es nada, uno de los tipos me empujó cuando salió corriendo.
- ¿Uno…?
-fue mi única reacción.
Entonces
me contó lo que había visto. Ya no vivía en la casa, pero quería a Graciela e
iba a verla casi todos los días porque no la veía bien. Las clases no habían
tenido éxito, los chicos se quejaban con sus padres de que la maestra estaba
distraía y hablaba sola. Se armó un lío cuando una madre vino a quejarse
personalmente, golpeando la puerta y amenazando con llamar a la policía. Había
visto los dibujos que Graciela le hacía hacer al hijo: figuras de hombres que
la mujer consideraba desnudos, aunque eran simplemente esbozos, líneas sin
detalles. Ricardo me los mostró porque llenaban las carpetas que Graciela usaba
como modelos. Pero luego me enseñó el cuaderno de ella, el que usaba para los
bocetos preliminares de sus pinturas. En todos estaban los Oscuros, en
diferentes posiciones, con las tres contexturas clásicas de cualquier hombre. Y
que precisamente coincidían por lo menos por aproximación con los tipos que
habíamos visto en el velorio. No se lo mencioné a Ricardo, poque me di cuenta
de que yo misma estaba cayendo en la misma obsesión, y el camino que me había
llevado era de una lógica tan rotunda que me avergoncé de mí misma.
Me dijo que esa anoche había llegado después
de las doce, como hacía casi siempre para ver cómo estaba. Como ya no daba
clases, no hacía más que pintar y comer poco. En la vereda se cruzó con dos hombres
a los que no pudo ver las caras. Le pareció extraño a esas horas, y tuvo la
sensación de que habían pasado muy cerca de la verja de la casa. ¿Y si habían
salido de allí? Entró y subió corriendo la escalera. Graciela estaba en el
piso, con la espalda apoyada en un costado de la cama. Tenía la cara morada, la
ropa interior toda rota, pero no lloraba.
-Cuando me vio, me acarició la cara y me
dijo que ellos estaban enojados, que estaban celosos por mi causa.
Pero un hombre salió de algún rincón en
donde se había mantenido escondido, y pasó corriendo, empujándolo y tirándolo
al piso. Ricardo sólo pudo ver la sombra fuerte de alguien que salía al balcón
y se arrojaba sobre el árbol que extendía sus ramas ahí nomás junto al
barandal. Oyó un par de ramas quebradas y luego los pasos rápidos y fuertes en
la vereda, hasta que desaparecieron.
No había visto más que sombras, pero una
sombra no deja moretones ni dolores en el cuerpo. Entonces se interrumpió,
porque tenía miedo de lo que iba a decir.
- ¿La llevaste al hospital?
-No quiso.
-Pero la policía…
-Ella se puso a gritar que la iban a
matar, que todo lo de esa noche había sido una advertencia, nada más. Los
policías no insistieron, creo que no le creyeron nada, ni siquiera a mi cuando
les dije…
- ¿Qué?
-Los Oscuros, Cecilia, ya no están en el
cuadro.
¡Ay, Dios!, me dije llena de hastío e
impotencia, frotándome la cara con las manos. Me dispuse a subir la escalera,
sacando conclusiones que me apartaran de las insensateces de esa casa de locos.
¿Sería posible que los tres
hombres fuesen los culpables? Méndez y Benitez tenían algún familiar
relacionado con el accidente, pero Ansaldi, que era el tercero necesario, ¿qué
hacía en el velorio? Además, no me constaba que se conocieran entre sí, y no
encontraba motivo por el que sintieran resentimiento o venganza contra
Graciela. Hasta que, mirando detenidamente los peldaños de la escalera como si
en ellos siguiera los pasos de mi razonamiento, se me ocurrió desconfiar de
Ricardo. ¿Y si fue él?
Pero
cuando entré al cuarto, todas aquellas hipótesis se desvanecieron, unas por
imposibles, otras por absurdas. La habitación estaba a oscuras. Me acerqué al
balcón, con el vidrio del ventanal roto, y levanté las cortinas de madera,
pesadas y ruidosas. Graciela estaba en la cama, abrigada con una frazada.
-Hola, Grace- le dije, porque le gustaba
que la llamaran de ese modo inglés.
Abrió los ojos. Los tenía amoratados,
igual que los brazos. Aparté un poco las sábanas y vi que seguía desnuda y con
la pelvis quemada por cigarrillos y llena de moretones.
-No hables si te duele, Grace. Dormí, que
te va a hacer bien.
Ricardo nos veía desde la puerta, pero
luego me di cuenta de que en realidad miraba la pared. Cuando yo lo hice, me
quedé quieta como si estuviese rodeada de una multitud en la que cada uno
tuviese un arma. Miedo no, fue terror que se me presentó con un escalofrío que
en realidad fue el viento frío de la mañana entrando por el balcón. El follaje
se movía, y oí el crujido de las ramas rotas que todavía colgaban casi al ras
de la vereda.
Contemplé el cuadro como si lo viese por
primera vez, porque así era. ¿Era otro cuadro? Debía serlo, así me lo decía la
lógica. Pero era exactamente igual, excepto por la ausencia de las tres
figuras. Disimulé mi asombro preguntando:
- ¿Lo cambiaron?
-Es el mismo. Los hombres desaparecieron
anoche, cuando pasó esto.
-No seas imbécil, ¿querés decir que
salieron de la tela y la violaron? Estás más loco que…-Me tapé la boca y me
mordí los labios. Estúpida, me dije.
Bajamos otra vez a la planta baja y nos
sentamos a la mesa de la cocina.
- ¿Conocés a algún Ansaldi por acá en
Quilmes, o en la zona sur?
Ricardo levantó la vista de la taza de
café que yo le había preparado. Tenía ojeras, estaba demacrado.
- ¿El coronel Ansaldi, el de Berazategui?
- Puede ser, ¿tiene familia en La Plata?
-Todos
los milicos de zona sur se conocen, está lleno de cuarteles y centros de adiestramiento.
Son dueños de muchos campos.
- ¿Viste a alguno en el velorio?
-A muchos. Los Ansaldi son muchos y están
emparentados también por matrimonios. Los que no se llaman así es porque el
apellido les viene por parte de madre. Creí que lo sabías, por tu trabajo,
digo. El chico que Bernardo salvó se escapó del hospital. Todavía no lo
encuentran, y no creo que lo hagan. Por acá se dice que los Ansaldi se lo
llevaron.
- ¿Para qué? Ay, Dios, ¡estoy cada día más
estúpida!
- ¡Andá a saber! La trata, Cecilia, la
venta de cuerpos, de chicos. Ya sabés…
-Pero a Graciela la violaron de verdad,
¿no?
Me miró con odio, esos ojos claros
transparentaban una de las iras más feroces que hubiese visto hasta entonces.
Se levantó y rompió la taza. El café salpicó la mesa y mi ropa.
- ¡Claro que la violaron! ¡Vení para acá!
Me agarró de una muñeca con fuerza y me
obligó a subir la escalera hasta la habitación. Sin soltarme, apartó la sábana
y desnudó el cuerpo de Graciela.
- ¡Mirale la concha y decime si vos, como
mujer que sos, no reconocés los signos de una violación! O crees que todo lo
imaginamos ella y yo.
Me llevó hasta donde estaba el cuadro.
-La misma pintura de mierda, la obra de
arte de Graciela. Yo los vi, a los tres, ahí quietos durante todo el tiempo
desde que entré en esta casa. Y todos los días veía cómo avanzaban hacia
adelante, un poco cada vez, hasta que al final…
Me soltó y se arrodilló en la alfombra.
La camisa abierta y las manos intentando contener el temblor del cuerpo. Tenía
la cara hecha un frunce de angustia. Luego fue otra vez hasta la cama y cubrió con
rapidez a Graciela, que seguía dormida. Se acostó a su lado, abrazándola, diciendo
algo así como una letanía.
Salí del cuarto, sin apenarme por la
muñeca magullada. Sólo pensaba en lo que me había dicho: ese movimiento de los
hombres del cuadro. Lo que yo creía mi propia imaginación, era también la de
los otros. La realidad es, tal vez, el resultado de una serie aún
desconocida de mecanismos matemáticos, alquímicos o simplemente físicos, de la
totalidad de las fantasías alguna vez imaginadas.
Me quedé todo el tiempo que las ásperas
relaciones entre Ricardo y yo lo permitieron. Hablé por teléfono a diario con
la redacción, y Beltrame me pedía, a cambio de dejarme faltar, mandarle
artículos sobre la violación, el ataque o lo que fuese, y sobre la inseguridad
y la delincuencia en el conurbano. Llegué a ver la situación no como una
traición a mis amigos, sino que, además de necesitar serenarme haciendo lo que
me agrada, que es pensar y escribir, creía estar colaborando el esclarecer un
poco las aguas turbias. No pretendía meter la mano en el nido de avispas, lo veía
demasiado peligroso, y lo que había pasado en esa casa de Quilmes era
simplemente un foco aislado y accidental, o lo que suelen llamarse efectos
colaterales, de una situación general que tenía raíces demasiado profundas en
la psiquis argentina. Un producto frankesteiniano,
si se me permite la palabra, de vanidad, holgazanería y frustración sociales,
mezclada con la habitual e inevitable complejidad de la organización
psicomotriz de cualquier ser humano: la avaricia carnal, el odio como secreción
de la impotencia, la furia de la infelicidad, los tumores como concepciones
violentas. Los niños monstruos que crecen deformes, con mirada torva y
vocabulario obsceno. Los que las buenas costumbres, que también son cánceres de
sábanas limpias, intentan esconder en desvanes de casas antiguas, en hospitales
abandonados por la desidia oficial, o arrojados en los ríos que suelen ser
cómplices de los hombres porque suelen ser muy parecidos (la indiferencia, la
prepotencia, la corrupción).
Escribía en la máquina que encontré
arrumbada en una habitación que habría servido de escritorio tal vez al padre
de Graciela. Es un cuarto estrecho comparado con el resto de las habitaciones
de la casa, y la simpleza del lugar mostraba que la obsesión acumuladora de
Graciela no había llegado hasta allí. Una biblioteca con libros de
abogacía, llenos de polvo en los cantos, folios con papeles sueltos y mal
ordenados como si hubiesen sido consultados apenas el día anterior. Pero el polvo
y el moho delataban el tiempo, lo mismo que las arañas que se escabullían ante
mi curiosidad e intromisión. Con la puerta cerrada para no molestar a Graciela,
escribía los artículos hablando de la inseguridad con teorías propias y muchas
extraídas a la bibliografía rudamente memorizada. Muchas veces
creí estar exagerando con teorías de conspiraciones que harían reír a los
fanáticos de la realidad, y entonces me limitaba a describir los hechos. Pero
pocos son los que ven la riqueza de los hechos: la ley suele juzgarlos por sí
mismos con la frialdad que llaman objetividad, y esa frialdad tampoco es una
denominación correcta, porque todo objeto puede desmenuzarse en miles de
partes, y cada una tendrá algo diferente del conjunto.
Los tres hombres de mi historia son entes
aislados en un mundo multiplicadamente complejo. La idea cerebral de la
perversión implica la existencia de una idea previa o simplemente paralela y
contraria que sirve de comparación. El mal requiere del bien, y viceversa, para
su existencia mutua. Nunca aparecen puros, son demasiado débiles. Los alimenta
la carne y las ideas, esos dos elementos nobles de los hombres. La química me atrae
y me aterra. Me asombra y le temo a los productos que surgen de la combinación
de dos elementos diferentes que dan otra cosa más diferente aún. Lo
aparentemente incontrolable del resultado es a lo que temo.
Un hijo, por ejemplo.
Pienso en Bernardo, que me llama todas
las noches desde casa o el hospital, preguntando cómo estoy y cómo está
Graciela. Pregunta por Ricardo si ya ha llegado del trabajo, le paso el tubo
del teléfono sin hablarle, y escucho su voz queda a veces, enojada otras
tantas. Los hombres se hablan poco y se entienden por más que se peleen. Las
mujeres hablamos mucho y quedamos resentidas. La solidaridad femenina no
existe, por eso hemos perdido. El feminismo de los libros, de las
manifestaciones y de las reivindicaciones sociales son peleas a gritos de una
mala novela latinoamericana.
6
A fines de diciembre estaba
muy caluroso. Fue un sábado, lo recuerdo porque Bernardo había llegado poco
después del mediodía del hospital, con una bolsa de carbón y otra con dos kilos
de asado comprados en el camino para hacer en la parrilla esa noche. El clima
era ideal para estar en el patio todo el día, oliendo el perfume de las plantas,
que rústicas y descuidas crecían a su libre albedrío. Me encontró sentada en el
patio, con el gato que iba y venía por el barrio sin que perteneciera a nadie,
creo. Se quedaba sentado en mi falda, y cuando Bernardo vio un rasguño en la
piel de mi muslo, porque solía saludarme al llegar con un beso en la boca y una
mano levantándome la pollera sin discreción.
-Tené cuidado-me dijo.
Yo asentí, porque me gustaba que me
cuidara. Sabía lo de mi padre y la diabetes. Más tarde me cuidaría más, hasta
el punto de la desesperación y eso que llamamos impotencia, productos de los
sueños frustrados. No nos conformamos con el instante en que confluyen el calor
y el amor, no nos son suficientes porque a ninguno de los dos podemos
conservarlos, como Bernardo querría y suele hacer con las piezas anatómicas del
hospital, en una heladera o en un frasco de formol.
Esa noche él vigilaba el fuego, cuyas
brasas iluminaban nuestras caras allí nomas, sentados ambos en las sillas del
juego de jardín, mirando las estrellas del cielo de verano, con un vino que a
veces le regalaba algún paciente.
- ¿Qué sabés de Graciela? ¿Cómo sigue el asunto?
-No hay nada nuevo. Ella se negó a que la
examinen, así que la denuncia quedó en nada.
-Pero los abogados encuentran maneras…
-Ella no quiere…Además, una compensación
económica a quién se la iban a pedir, ¿al municipio? A veces me asombra tu
ingenuidad, Bernie.
-Dirás mi fatal idealismo. Ibáñez me dijo
muchas veces que haga terapia. Los médicos tenemos como dos mundos paralelos
entre los que intentamos construir puentes que se derrumban, la realidad del
cuerpo vivo y la del cuerpo anatómico.
-La realidad no es un esquema de Testut-le
dije.
Él
se levantó a dar vuelta la carne en la parrilla y atizar las brasas.
Escuchamos que alguien palmeaba en la puerta.
Los perros del vecino ladraron. Voy yo, le dije. Me parecía raro que alguien
nos visitase a las once de la noche de un sábado en un barrio en el que éramos
nuevos y todavía vistos con despreciativo respeto: un médico y una periodista
(que se pretendía escritora).
Recorrí el patio hasta la puerta de
entrada. Miré por la mirilla y vi la sombra de un hombre.
- ¿Quién es?
La cabeza se acercó a la mirilla como si
pretendiese verme también a través de ella, y fue una sombra que cubrió la poca
de la calle. Escuché la voz, y abrí. Ricardo prácticamente se derrumbó sobre
mí, llorando. No alcancé a cerrar la puerta porque tuve que sostenerlo para no
caernos y llamé a Bernardo a gritos. Entre los dos lo sentamos en la mecedora
del patio. No quería soltarme. Me abrazaba y gemía con la cabeza apoyada en mi
hombro.
- ¿Qué pasa? Tranquilizáte un poco. - Mi
tono era impaciente, lo sé. Estaba cansada de sostener las tragedias de esos
dos que no se dejaban ayudar.
Bernardo trajo su maletín y le inyectó
algo en el brazo al levantarle la manga de la remera toda transpirada. Ricardo
se sobresaltó un poco con el pinchazo, me soltó y miró a la cara a Bernardo. El
rostro deformado por la angustia, sucio de lágrimas secas sobre las que se
juntaban nuevos surcos de otras nuevas. El pelo más largo que la vez anterior,
desordenado, la barba crecida y con olor a sucio, en la que había sentido el
aroma de la sangre.
Entonces abrazó a Bernardo y empezó a
decir:
-Tenés que salvarla, ¿sabés? Prometéme que
la vas a salvar.
Miré a Bernardo y ya no dudaba de una
tragedia, pero restaba saber cuál. Me paré delante de ellos dos y miré
alrededor. Por un instante me creí en un anfiteatro en un verano griego mirando
una obra de Sófocles: los gritos y los gestos, el llanto y la naturaleza irremediable
de los actos humanos. Los vi abrazarse y entendí que Bernardo lo entendía mejor
que yo, y que el otro se sentía consolado con los brazos que yo no supe
extenderle, y sobre un hombro que era tan fuerte como el suyo. La simbiosis de
la igualdad a veces es el equilibrio necesario. La complementariedad de los
contrarios ha sido sobreestimada.
El asado terminó quemándose, supongo, y la
noche del sábado se convirtió en una vigilia cuya urgencia se fue transformado
en una lenta, insoportable y hostil espera de la mañana. Lo ayudamos a entrar a
casa, no fuera que los vecinos estuvieran parando la oreja en la medianera. Lo
acostamos en el sofá y fui a prepararle algo caliente a la cocina. Bernardo
entró un par de veces.
- ¿Cómo está?
-Más tranquilo, pero no quiero sedarlo del
todo, no sé qué pudo haber consumido antes. ¿Y vos que estás haciendo?
-Ya lo ves…
Lo vi sacar de un mueble bajo de la cocina
una botella de whisky.
-Lo vas a matar-le dije, medio sonriendo.
- ¿Te
parece? ¿Después de lo que me contó?
Dejé
la pava sobre la hornalla, pero cuando iba al living a hablar con Ricardo, me
detuvo. El mismo apretón en la muñeca era ahora otro hombre el que me lo hacía.
-Esperá, Ceci. Yo te digo, mejor.
Yo ya estaba llorando porque sabía la
respuesta. No el cómo ni la forma, sino el resultado de esa operación
aritmética en la que se había convertido la tragedia griega: la suma de los
muertos era igual al producto de la resta. La complementariedad, tan obstinada
en demostrar la superioridad de los contrarios, había conquistado la noche.
-Se mató, Ceci. Se tiró bajo el tren, en
el paso a nivel ese, el que vimos…
No pude evitar ponerme a llorar como una
estúpida, y aborrecí mi condición de mujer llena de sentimentalismos absurdos,
de imposibilidades creadas, de abstractas reminiscencias ancladas en ritos que
estaban enraizados en mí como si yo fuese una diosa condenada a ser siempre
eso: lo eterno deletéreo, lo eterno que no sabe morir. Y allí estaban las
palabras de Bernardo, construyendo la escena final de la tragedia: el hombre de
ciencia que finalmente era el mejor escritor para esta obra que se fue armando
de a poco, día a día, mes tras mes a lo largo del final de un invierno, una
primavera y del comienzo de un verano. Las palabras que eran puentes destruidos
antes de que alguien los traspasara, que eran grandes grúas que intentaban
abrazar los cuerpos que transcurrían por el río, y yo sentía en mi espalda el
frío del metal exacerbado por el frío de las aguas.
Intenté apartarme de él, empujándolo,
golpeándole el pecho con risibles intentos de muñeca de plástico. Pero él no me
soltaba porque me quería, porque intentaba fundir en su cuerpo toda la ira que
yo sentía, la amargura que se había abierto paso en mi conciencia que
vanidosamente se jactaba de exactitud, voluntad y raciocinio.
Escuchamos un golpe en el living, y
Bernardo giró la cabeza hacia la puerta de la cocina. Pobre, me
dije, probe doctor que se ha echado encima el cuidado de dos almas torpes en su
desesperado y fútil intento de comprender la realidad.
Ricardo había intentado levantarse, pero
se cayó al piso por efecto del sedante. No se había lastimado, así que lo
sentamos. La remera estaba completamente mojada. Bernardo se la sacó y fui a
buscar una toalla para secarlo. Le froté la espalda y los hombros. Me miró y
dijo: “Así lo hacía Grace”.
-Está bien, Ricky, está bien…
- ¿Sabés lo que le pasó?
Asentí sin decir nada.
- ¿Te contó Bernardo cómo murió?
Dejé la toalla y me senté a su lado. Con
un brazo por encima de sus hombros intenté mecerlo como a un chico.
-No, querido. No importa ahora.
-Sí que importa, Ceci. Uno no se muere de
cualquier manera, ella…ella eligió esa…y yo quiero entender.
- ¿Y qué hay que entender? Fue su decisión
y nada más.
- ¿Y nosotros?
-Seguimos acá.
- ¿Cómo si nada?
-Como si nada, no, pero ¿qué podemos
hacer?
Miró a Bernardo y aceptó el vaso de
whisky. Bebió un sorbo y Bernie se lo sacó despacio de la mano.
Le hablaba a él, no a mí.
-Anoche hicimos el amor después de mucho
tiempo, ¿sabés? Fue algo hermoso sentir su cuerpo luego de las peleas y la
desgracia. Creí que empezábamos de nuevo. Ella se levantó temprano y fue a su
taller en el garaje. Nunca había dejado de pintar, pero yo no quería ver los
cuadros porque los pocos que había visto empezados eran siempre sobre los
Oscuros y todas esas imágenes tristes que no entendía. No había manera de
apartarla de esas ideas, y me dije que si por lo menos las transformaba en
arte, se desharía de ellas de esa manera. Pero yo no soy artista, y no
comprendía que todo eso no son más que teorías psicológicas. Me di cuenta de
que su arte alimentaba la obsesión, pero no de que también parecía estar
creando un mundo que se construía en la realidad.
Se
detuvo, pidió otro sorbo del whisky. Bernardo se lo dio, le murmuró una queda
palabra de conformidad, de complicidad, y volvió a sacárselo de las manos.
-Tantas veces me pregunté si lo que ella
me contaba de esos seres que venían de otro mundo en realidad no venían de su
propio mundo. Pero no era ese el problema. Los hombres que la atacaron existen
en alguna parte de este barrio. Los he visto, y son como los de las pinturas.
- ¿Iguales? - pregunté.
No me hizo caso, seguía hablándole a Bernardo.
-Esta mañana me levanté y me puse a preparar
el mate para los dos. Solía dejarle la pava y el mate en una bandeja sobre una
mesita al lado del taburete en el que se sentaba a pintar, y me iba a trabajar.
Cuando fui, ella no estaba, había ido al baño en la planta alta. Me puse a
mirar las pinturas, contra mi costumbre. Creo que me sentía demasiado bien por
nuestra reconciliación, así que todo era nuevo para mí, de algún modo. Los
cuadros estaban apilados de canto sobre el piso y apoyados contra la pared. Vi,
como pensaba, todas esas figuras más desarrolladas en diversas posiciones y
escenarios. Unas en lo que parecía un negocio de barrio, una especie de carnicería
me pareció. Otras en una oficina de algún edificio céntrico en Buenos Aires,
frente a una plaza. Otras en una casa común y corriente, de barrio con calles
en diagonal. Era como ver una historieta y la historia se iba revelando a
medida que pasaban las páginas. La vida de esos hombres, solitaria, pero con
aspectos comunes. Como vos y yo, creo-le dijo a Bernardo. -No tenemos nada en
común pero en algún punto coincidimos. Nos une la bronca, a lo mejor, o la
tragedia y la desesperación, que es la más fiel de las esposas.
Bernardo le dio otra vez el vaso, pero él
bebió antes. No me miraron, yo no existía.
-Salí sin saludarla. ¿Te das cuenta?
Se tapó la cara.
-Me doy cuenta-contestó Bernardo.
Era la una o dos de la mañana. El barrio
estaba en silencio completo. La luz del velador sobre la mesa junto al sofá era
como una luciérnaga en un campo desolado. Muebles viejos y sillas viejas
conseguidas en una casa de empeño cumplían el papel de edificios abandonados en
esa ciudad en la que estábamos: la noche construida alrededor de la descripción
de una tragedia.
-Después, a la tarde, lo supe. Y cuando
me lo contaron fue como verla exactamente, porque lo que el policía me contaba
con palabras plagadas de tecnicismos que cubrían malamente la pobreza y la mala
educación, yo compensaba todo eso con la belleza de Graciela, imaginando su
cuerpo caminando por la calle, con el pantalón de jean que usaba para pintar,
manchado con colores diversos, y la blusa vieja que había cubierto con la
campera, esa, ¿te acordás? que se puso el día que salimos a comer. Caminaba por
las calles, pensando, sin ver nada, porque no era su costumbre salir los
sábados a la mañana. La vi subir y bajar de las veredas, cruzar las calles,
pisar las baldosas rotas y esquivar los charcos de las cunetas. Se quedó, tal
vez, parada un rato en una esquina, como si esperara el colectivo. Pero ella
miraba más allá, hacia la estación. Sin embargo, no entraría para subir al
andén, seguiría de largo una cuadra o dos, hasta llegar a las barreras del paso
a nivel. Debían ser las nueve de la mañana todavía pero ya había mucho
movimiento, los que trabajan los sábados y los que salen a comprar o caminar
por el centro como el único paseo de fin de semana del que pueden darse el
gusto. La imagino parada frente a las barandas de metal que zigzaguean el caminito
por el que los peatones cruzan las vías. El rojo y el blanco dando el aviso de
alerta, y ella dudando en entrar, como si fuese un largo laberinto del que
temía no encontrar la salida.
Tosió.
Bernardo le dio una servilleta de papel y lo vimos escupir moco y lágrimas. Estornudó y Bernardo se ocupó de ir a tirar el papel sucio. Trajo la botella de
whisky y la dejó sobre la mesita junto al sofá. Sentado frente a Ricardo en una
silla, le palmeaba la cara con cariño.
Ricardo hizo una mueca que se parecía a
una sonrisa, pero que aún le daba vergüenza.
-Pero no le fue tan difícil. Pasó el laberinto y llegó ante las vías. Miró a un lado y a otro, los rieles paralelos
que se juntaban al final y al comienzo del trayecto a la largo varias
localidades. El mundo, sin embargo, confluía ahí, donde ella estaba, en la perpendicular
de las vías y una calle cualquiera, donde las barreras estaban rotas desde
hacía años, subiendo y bajando al ritmo irregular del buen o mal funcionamiento.
Pero no importaba, ella era una persona sola que tenía sus piernas para cruzar
rápidamente, viendo el tren que se acercaba hacia la estación, cada vez más
lento, pero que aún estaba a dos cuadras de distancia antes de detenerse en la
estación. Graciela cerró los ojos, seguramente, para sentir con más intensidad
el olor del acero caliente que tanto le atraía de las vías, para escuchar la
bocina del tren anunciando su llegada, estridente, alarmista, imponderable como
una tempestad. Sentiría, también, el retumbar del acero y de la tierra bajo los
pies, creciendo a medida que la embestida de los cientos de bestias de hierros
se acercaba sin posibilidad de otra cosa más que de seguir, porque para eso
habían sido creadas. Después el viento a su alrededor, el torbellino que la
máquina creaba a su alrededor.
Se detuvo, tragó saliva para desatar el
nudo en su garganta.
-Y se tiró justo antes, un segundo
antes, o en el mismo instante, ¿o diez segundos antes?, ¿o un minuto? Lo mismo
da, y ¿cómo saberlo, me querés decir? ¿Cómo saber a menos que uno mismo lo
haga? Y a nadie le serviría saberlo, porque no hay mejor o peor forma de morir
que la que es eficaz.
Eran las tres de la mañana.
-Andá a dormir, Ceci. Yo me quedo a
cuidarlo un rato, por lo menos hasta que se duerma.
Me besó, me abrazó un rato largo mientras
yo lloraba. Me acompañó a la cama y me arropó. Después se fue de vuelta a la
sala y oí mover una silla, un par de cuchicheos y la luz que se apagaba.
Sucumbí a un duermevela lleno de sueños
ridículos mezclados con otros que simulaban la realidad más con crueldad que
compasión. Así son los sueños y por eso no los entendemos. Nos conformamos con
su extrañeza, y pensamos que de esa forma cumplen su función. Nos despertamos
más tranquilos al ver que la realidad es más cuerda, y al salir de la cama
vemos por la ventana el panorama de una guerra que comienza.
En la mañana vino Mateo Ibáñez a
buscarnos con el auto. Los hombres se ducharon, y hablaron mientras desayunaban.
Yo me vestí lentamente, y de tanto en tanto Bernardo entraba a ver si me sentía
bien. Me trajo una taza de café con leche, y facturas que Mateo había traído.
Habría sido una espléndida mañana de domingo, soleada y con amigos para
desayunar en la mesa del patio, pero nosotros teníamos cita con un funeral.
Fuimos a Quilmes en el Falcon de Ibáñez.
Ricardo y yo atrás, Bernardo adelante. Ricardo había vuelto a dormirse, yo
cerré los ojos, escuchando la conversación que trascurría en el
asiento delantero. Bernardo debió darse vuelta para vernos, no desconocía la sensibilidad
de los oídos de una mujer.
- ¿Hablaste con los del municipio?
- ¿Con esos inútiles? Sí, pero no hicieron
más que levantar lo que quedaba y ponerlo en una bolsa.
-Te agradezco que aceleraras todo, Mateo.
Cuanto antes termine esto, mejor.
Fue un velatorio triste, con las mínimas cosas
que cubrían el presupuesto del seguro y la obra social de los maestros, El cajón,
por supuesto, cerrado, y unas pocas flores. Fueron unos algunos vecinos del
barrio, la mayoría por curiosidad, se notaba en las expresiones el concepto en
la que la tenían. Ningún chico, ningún padre o madre en representación de los
alumnos.
Fueron cinco horas de velatorio durante
la siesta del domingo, de por sí ya preñada de tristeza o somnolencia, de una
especie de decrepitud en la que se hunde la semana sin saber si va a despertar.
Entonces, luego de un largo rato de estar sentados o dando vueltas, bostezando
o intentando que Ricardo se mantuviera sentado en la silla (Bernardo le había
dado otro sedante en la mañana y al llegar al velorio), escuché la bocina del
tren que llegaba a la estación. En seguida entró el perro. Era grande, de pelo
espeso, y lo siguió un hombre. La luz de la tarde entró como un chorro de
luminosidad blanca en la penumbra de la sala. Apenas pude ver su silueta
recortada contra la luz. Pensé en el cuadro, era inevitable. Ahora cualquier
esbozo con la forma de hombre, aunque fuese una caricatura del diario, me lo
recordaba.
Se cerró la puerta, y cuando fui acostumbrándome
de nuevo a la penumbra, vi al hombre que había entrado, seguido del perro. Se
acercó al féretro, el perro husmeó el piso y se sentó, mirando a su dueño. El
hombre era delgado, de barba oscura, cara blanca como la leche, cabello oscuro.
Los ojos, que apenas pude ver desde donde estaba eran pequeños. Vestía un
pantalón de corderoy y un cardigan de lana. Me levanté de un salto y Bernardo
me siguió, preguntando qué pasaba.
-Ese hombre- le dije. -Es uno de ellos.
- ¿Uno de quienes?
-De los que… ¡yo qué sé! Pero se parece al
que se escapó de La plata, ya te conté.
Me acerqué.
-Buenas tardes, señor. ¿Usted conocía a
Graciela?
Me miró con ojos tristes.
-Si no se permiten perros, lo lamento,
pero si lo dejo afuera se pone a aullar.
-No dije eso, le pregunté si conocía a
Graciela.
-No la conocía, pero era prima de mi
mujer. Laura no pudo venir, y me pidió que presentara sus respetos.
No tenía idea de los parientes de
Graciela.
-Lamento mi brusquedad…es que…
-Lo entiendo… ¿Usted…qué relación tenía
usted con ella?
-Una amiga, en realidad una compañera del
secundario, nada más.
Me di vuelta y regresé a sentarme junto a
Bernardo. Vergüenza y hastío llenaban mis pulmones y latían en mi cabeza como
dos monstruos lacerantes.
-Vamos a casa, por favor, no me siento
bien.
Yo salí después de que Mateo y Bernardo
ayudaran a Ricardo a caminar. Vi que el hombre nos miraba de costado, y recién
me di cuenta de que no le había preguntado el nombre. Volví, decidida en mi
obstinación.
-Disculpe que lo moleste, pero no me dijo
su nombre.
-Tomás-dijo.
No me sorprendió, creo que hasta me sentí
más tranquila. Acaricié la cabeza del perro.
- ¿Cómo se llama?
-Perro. No puedo darle otro nombre después
del otro que se murió.
-Entiendo-dije. Saludé y me fui.
El lunes al mediodía era el funeral. Pero
el resto del domingo lo pasamos en silencio, yo en la cama, Bernardo dando
vueltas por la casa, viendo las antigüedades y echando un vistazo a Ricardo que
vivía tranquilo en el limbo de los somníferos. No lloraba, no sufría, hasta que
el cuerpo de Graciela desapareciera bajo tierra, y recién entonces su recuerdo
volvería para no abandonarlo.
Me acosté en la habitación de Graciela,
en la misma cama. Miré la ventana del balcón, las paredes blancas y la pintura
de los Oscuros, el fondo del cuadro sumido en los incontables tonos de grises,
la calle de un barrio cualquiera vacía luego de que sus habitantes la
abandonaran. Recordé las pinturas que había hecho en esos meses. ¿Qué sucedería
con la casa y todas las cosas que había dentro? Tal vez la prima había mandado
a su marido al velorio para poner un pie en el terreno de su interés. Yo no
sabía si las pinturas de Graciela valdrían algo.
Bajé,
dispuesta a distraer mi pesadumbre con alguna ocupación, y le pregunté a Bernardo
qué opinaba. Lo vi contemplando una pintura de la sala: los Oscuros aquí eran
una aberración de estilo incierto, algo así como expresionismo alemán, de tonos
ocres y dorados, por eso estaba en la sala principal de la casa.
-Me parecen buenas pinturas. Tenía
talento, pero lo escondía.
-Habría que pedir la opinión de un
marchand. Creo que mi jefe conoce alguno.
Fuimos juntos al taller de Graciela.
Abrimos la puerta y encontramos el lugar iluminado como si la luz hubiese
persistido encerrada en ese lugar cuando ya la tarde del domingo sucumbía.
Nos miramos pensando lo mismo. Vimos los
cuadros colgados, la paleta que había dejado sin limpiar el día anterior, la
pintura en la que estaba trabajando. Había decenas de cuadros apoyados contra
las paredes, unos sobre otros. Bernardo se puso a mover y mirar los de un lado,
yo los del otro. Encontré lo que Ricardo nos había contado, las múltiples
escenas de los Oscuros en sus diferentes vidas. No podía observarlos sin
sentimientos. Los pasé rápido, pero continué para hacer tiempo, quizá, o por
temor a serle infiel a Graciela. Esa tarde había descubierto que no la conocía,
lo cual ya sabía de mucho antes, y me había dejado arrastrar por la confianza
de esos pocos meses.
Y de pronto tuve que detenerme.
Vi ese cuadro y empecé a temer que las
manos y los brazos me traicionaran cuando fuera a levantarlo y apartarlo de los
otros. Eso estaba haciendo, y Bernardo escuchó mi respiración entrecortada y se acercó a ayudarme.
Cuando lo apoyamos en la pared, él entendió
lo que me pasaba.
La tela era grande, tal vez del mismo
tamaño de la que estaba en su habitación.
Era la misma calle, los mismos tonos
grises, la misma iluminación incierta. Estaban, otra vez las tres figuras de
los Oscuros, esta vez de espaldas, caminando claramente hacia el final de la
calle que se perdía en la perspectiva. Pero había una cuarta figura, de un tono
más oscuro, casi negro como el del sobretodo que había visto alguna vez en el
armario, y el cabello largo era más claro.
Era una mujer, y se iba con ellos.
Ilustración: Maria Barshkirtseff
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