lunes, 31 de marzo de 2025

Blowing in the wind (Bob Dylan)






How many roads must a man walk down

Before you call him a man?

How many seas must a white dove sail

Before she sleeps in the sand?

Yes, and how many times must the cannonballs fly

Before they're forever banned?

The answer, my friend, is blowin' in the wind

The answer is blowin' in the wind

Yes, and how many years must a mountain exist

Before it is washed to the sea?

And how many years can some people exist

Before they're allowed to be free?

Yes, and how many times can a man turn his head

And pretend that he just doesn't see?

The answer, my friend, is blowin' in the wind

The answer is blowin' in the wind

Yes, and how many times must a man look up

Before he can see the sky?

And how many ears must one man have

Before he can hear people cry?

Yes, and how many deaths will it take 'til he knows

That too many people have died?

The answer, my friend, is blowin' in the wind

The answer is blowin' in the wind



Ilustración: Jamie Perry





domingo, 30 de marzo de 2025

Caminito (Gabino Coria Peñaloza- Juan de Dios Filiberto)








Caminito que el tiempo ha borrado


que juntos un día nos viste pasar


he venido por última vez


he venido a contarte mi mal.


Caminito que entonces estabas


bordado de trébol y juncos en flor


una sombra ya pronto serás


una sombra lo mismo que yo



Desde que se fue


triste vivo yo


caminito amigo


yo también me voy



Desde que se fue


nunca más volvió


Seguiré sus pasos...


Caminito, adiós



Caminito que todas las tardes


feliz recorría cantando mi amor


no le digas, si vuelve a pasar


que mi llanto tu suelo regó



Caminito cubierto de cardos


la mano del tiempo tu huella borró...


Yo a tu lado quisiera caer


y que el tiempo nos mate a los dos





Ilustración: Gyula Halász 


sábado, 29 de marzo de 2025

El principe feliz (Oscar Wilde)

  







En la parte más alta de la ciudad, sobre una columnita, se alzaba la estatua del Príncipe Feliz.


Estaba toda revestida de madreselva de oro fino. Tenía, a guisa de ojos, dos centelleantes zafiros y un gran rubí rojo ardía en el puño de su espada.


Por todo lo cual era muy admirada.


-Es tan hermoso como una veleta -observó uno de los miembros del Concejo que deseaba granjearse una reputación de conocedor en el arte-. Pero no es tan útil -añadió, temiendo que lo tomaran por un hombre poco práctico.


Y realmente no lo era.


-¿Por qué no eres como el Príncipe Feliz? -preguntaba una madre cariñosa a su hijito, que pedía la luna-. El Príncipe Feliz no hubiera pensado nunca en pedir nada a voz en grito.


-Me hace dichoso ver que hay en el mundo alguien que es completamente feliz -murmuraba un hombre fracasado, contemplando la estatua maravillosa.


-Verdaderamente parece un ángel -decían los niños hospicianos al salir de la catedral, vestidos con sus soberbias capas escarlatas y sus bonitas chaquetas blancas.


-¿En qué lo conocen -replicaba el profesor de matemáticas- si no han visto uno nunca?


-¡Oh! Los hemos visto en sueños -respondieron los niños.


Y el profesor de matemáticas fruncía las cejas, adoptando un severo aspecto, porque no podía aprobar que unos niños se permitiesen soñar.


Una noche voló una golondrinita sin descanso hacia la ciudad.


Seis semanas antes habían partido sus amigas para Egipto; pero ella se quedó atrás.


Estaba enamorada del más hermoso de los juncos. Lo encontró al comienzo de la primavera, cuando volaba sobre el río persiguiendo a una gran mariposa amarilla, y su talle esbelto la atrajo de tal modo, que se detuvo para hablarle.


-¿Quieres que te ame? -dijo la Golondrina, que no se andaba nunca con rodeos.


Y el Junco le hizo un profundo saludo.


Entonces la Golondrina revoloteó a su alrededor rozando el agua con sus alas y trazando estelas de plata.


Era su manera de hacer la corte. Y así transcurrió todo el verano.


-Es un enamoramiento ridículo -gorjeaban las otras golondrinas-. Ese Junco es un pobretón y tiene realmente demasiada familia.


Y en efecto, el río estaba todo cubierto de juncos.


Cuando llegó el otoño, todas las golondrinas emprendieron el vuelo.


Una vez que se fueron sus amigas, sintiose muy sola y empezó a cansarse de su amante.


-No sabe hablar -decía ella-. Y además temo que sea inconstante porque coquetea sin cesar con la brisa.


Y realmente, cuantas veces soplaba la brisa, el Junco multiplicaba sus más graciosas reverencias.


-Veo que es muy casero -murmuraba la Golondrina-. A mí me gustan los viajes. Por lo tanto, al que me ame, le debe gustar viajar conmigo.


-¿Quieres seguirme? -preguntó por último la Golondrina al Junco.


Pero el Junco negó con la cabeza. Estaba demasiado atado a su hogar.


-¡Te has burlado de mí! -le gritó la Golondrina-. Me marcho a las Pirámides. ¡Adiós!


Y la Golondrina se fue.


Voló durante todo el día y al caer la noche llegó a la ciudad.


-¿Dónde buscaré un abrigo? -se dijo-. Supongo que la ciudad habrá hecho preparativos para recibirme.


Entonces divisó la estatua sobre la columnita.


-Voy a cobijarme allí -gritó- El sitio es bonito. Hay mucho aire fresco.


Y se dejó caer precisamente entre los pies del Príncipe Feliz.


-Tengo una habitación dorada -se dijo quedamente, después de mirar en torno suyo.


Y se dispuso a dormir.


Pero al ir a colocar su cabeza bajo el ala, he aquí que le cayó encima una pesada gota de agua.


-¡Qué curioso! -exclamó-. No hay una sola nube en el cielo, las estrellas están claras y brillantes, ¡sin embargo llueve! El clima del norte de Europa es verdaderamente extraño. Al Junco le gustaba la lluvia; pero en él era puro egoísmo.


Entonces cayó una nueva gota.


-¿Para qué sirve una estatua si no resguarda de la lluvia? -dijo la Golondrina-. Voy a buscar un buen copete de chimenea.


Y se dispuso a volar más lejos. Pero antes de que abriese las alas, cayó una tercera gota.


La Golondrina miró hacia arriba y vio… ¡Ah, lo que vio!


Los ojos del Príncipe Feliz estaban arrasados de lágrimas, que corrían sobre sus mejillas de oro.


Su faz era tan bella a la luz de la luna, que la Golondrinita sintiose llena de piedad.


-¿Quién eres? -dijo.


-Soy el Príncipe Feliz.


-Entonces, ¿por qué lloriqueas de ese modo? -preguntó la Golondrina-. Me has empapado casi.


-Cuando estaba yo vivo y tenía un corazón de hombre -repitió la estatua-, no sabía lo que eran las lágrimas porque vivía en el Palacio de la Despreocupación, en el que no se permite la entrada al dolor. Durante el día jugaba con mis compañeros en el jardín y por la noche bailaba en el gran salón. Alrededor del jardín se alzaba una muralla altísima, pero nunca me preocupó lo que había detrás de ella, pues todo cuanto me rodeaba era hermosísimo. Mis cortesanos me llamaban el Príncipe Feliz y, realmente, era yo feliz, si es que el placer es la felicidad. Así viví y así morí y ahora que estoy muerto me han elevado tanto, que puedo ver todas las fealdades y todas las miserias de mi ciudad, y aunque mi corazón sea de plomo, no me queda más recurso que llorar.


«¡Cómo! ¿No es de oro de buena ley?», pensó la Golondrina para sus adentros, pues estaba demasiado bien educada para hacer ninguna observación en voz alta sobre las personas.


-Allí abajo -continuó la estatua con su voz baja y musical-, allí abajo, en una callejuela, hay una pobre vivienda. Una de sus ventanas está abierta y por ella puedo ver a una mujer sentada ante una mesa. Su rostro está enflaquecido y ajado. Tiene las manos hinchadas y enrojecidas, llenas de pinchazos de la aguja, porque es costurera. Borda pasionarias sobre un vestido de raso que debe lucir, en el próximo baile de corte, la más bella de las damas de honor de la reina. Sobre un lecho, en el rincón del cuarto, yace su hijito enfermo. Tiene fiebre y pide naranjas. Su madre no puede darle más que agua del río. Por eso llora. Golondrina, Golondrinita, ¿no quieres llevarle el rubí del puño de mi espada? Mis pies están sujetos al pedestal, y no me puedo mover.


-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mis amigas revolotean de aquí para allá sobre el Nilo y charlan con los grandes lotos. Pronto irán a dormir al sepulcro del gran rey. El mismo rey está allí en su caja de madera, envuelto en una tela amarilla y embalsamado con sustancias aromáticas. Tiene una cadena de jade verde pálido alrededor del cuello y sus manos son como unas hojas secas.


-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás conmigo una noche y serás mi mensajera? ¡Tiene tanta sed el niño y tanta tristeza la madre!


-No creo que me agraden los niños -contestó la Golondrina-. El invierno último, cuando vivía yo a orillas del río, dos muchachos mal educados, los hijos del molinero, no paraban un momento en tirarme piedras. Claro es que no me alcanzaban. Nosotras las golondrinas volamos demasiado bien para eso y además yo pertenezco a una familia célebre por su agilidad; mas, a pesar de todo, era una falta de respeto.


Pero la mirada del Príncipe Feliz era tan triste que la Golondrinita se quedó apenada.


-Mucho frío hace aquí -le dijo-; pero me quedaré una noche contigo y seré tu mensajera.


-Gracias, Golondrinita -respondió el Príncipe.


Entonces la Golondrinita arrancó el gran rubí de la espada del Príncipe y, llevándolo en el pico, voló sobre los tejados de la ciudad.


Pasó sobre la torre de la catedral, donde había unos ángeles esculpidos en mármol blanco.


Pasó sobre el palacio real y oyó la música de baile.


Una bella muchacha apareció en el balcón con su novio.


-¡Qué hermosas son las estrellas -la dijo- y qué poderosa es la fuerza del amor!


-Querría que mi vestido estuviese acabado para el baile oficial -respondió ella-. He mandado bordar en él unas pasionarias ¡pero son tan perezosas las costureras!


Pasó sobre el río y vio los fanales colgados en los mástiles de los barcos. Pasó sobre el gueto y vio a los judíos viejos negociando entre ellos y pesando monedas en balanzas de cobre.


Al fin llegó a la pobre vivienda y echó un vistazo dentro. El niño se agitaba febrilmente en su camita y su madre se había quedado dormida de cansancio.


La Golondrina saltó a la habitación y puso el gran rubí en la mesa, sobre el dedal de la costurera. Luego revoloteó suavemente alrededor del lecho, abanicando con sus alas la cara del niño.


-¡Qué fresco más dulce siento! -murmuró el niño-. Debo estar mejor.


Y cayó en un delicioso sueño.


Entonces la Golondrina se dirigió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz y le contó lo que había hecho.


-Es curioso -observa ella-, pero ahora casi siento calor; sin embargo, hace mucho frío.


Y la Golondrinita empezó a reflexionar y entonces se durmió. Cuantas veces reflexionaba se dormía.


Al despuntar el alba voló hacia el río y tomó un baño.


-¡Notable fenómeno! -exclamó el profesor de ornitología que pasaba por el puente-. ¡Una golondrina en invierno!


Y escribió sobre aquel tema una larga carta a un periódico local.


Todo el mundo la citó. ¡Estaba plagada de palabras que no se podían comprender!…


-Esta noche parto para Egipto -se decía la Golondrina.


Y solo de pensarlo se ponía muy alegre.


Visitó todos los monumentos públicos y descansó un gran rato sobre la punta del campanario de la iglesia.


Por todas partes adonde iba piaban los gorriones, diciéndose unos a otros:


-¡Qué extranjera más distinguida!


Y esto la llenaba de gozo. Al salir la luna volvió a todo vuelo hacia el Príncipe Feliz.


-¿Tienes algún encargo para Egipto? -le gritó-. Voy a emprender la marcha.


-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, ¿no te quedarás otra noche conmigo?


-Me esperan en Egipto -respondió la Golondrina-. Mañana mis amigas volarán hacia la segunda catarata. Allí el hipopótamo se acuesta entre los juncos y el dios Memnón se alza sobre un gran trono de granito. Acecha a las estrellas durante la noche y cuando brilla Venus lanza un grito de alegría y luego calla. A mediodía, los rojizos leones bajan a beber a la orilla del río. Sus ojos son verdes aguamarinas y sus rugidos más atronadores que los rugidos de la catarata.


-Golondrina, Golondrina, Golondrinita -dijo el Príncipe-, allá abajo, al otro lado de la ciudad, veo a un joven en una buhardilla. Está inclinado sobre una mesa cubierta de papeles y en un vaso a su lado hay un ramo de violetas marchitas. Su pelo es negro y rizoso y sus labios rojos como granos de granada. Tiene unos grandes ojos soñadores. Se esfuerza en terminar una obra para el director del teatro, pero siente demasiado frío para escribir más. No hay fuego ninguno en el aposento y el hambre lo ha rendido.


-Me quedaré otra noche contigo -dijo la Golondrina, que tenía realmente buen corazón-. ¿Debo llevarle otro rubí?


-¡Ay! No tengo más rubíes -dijo el Príncipe-. Mis ojos es lo único que me queda. Son unos zafiros extraordinarios traídos de la India hace un millar de años. Arranca uno de ellos y llévaselo. Lo venderá a un joyero, se comprará alimento y combustible y concluirá su obra.


-Amado Príncipe -dijo la Golondrina-, no puedo hacer eso.


Y se puso a llorar.


-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te pido.


Entonces la Golondrina arrancó el ojo del Príncipe y voló hacia la buhardilla del estudiante. Era fácil penetrar en ella porque había un agujero en el techo. La Golondrina entró por él como una flecha y se encontró en la habitación.


El joven tenía la cabeza hundida en las manos. No oyó el aleteo del pájaro y cuando levantó la cabeza, vio el hermoso zafiro colocado sobre las violetas marchitas.


-Empiezo a ser estimado -exclamó-. Esto proviene de algún rico admirador. Ahora ya puedo terminar la obra.


Y parecía completamente feliz.


Al día siguiente la Golondrina voló hacia el puerto.


Descansó sobre el mástil de un gran navío y contempló a los marineros que sacaban enormes cajas de la cala tirando de unos cabos.


-¡Ah, iza! -gritaban a cada caja que llegaba al puente.


-¡Me voy a Egipto! -les gritó la Golondrina.


Pero nadie le hizo caso, y al salir la luna, volvió hacia el Príncipe Feliz.


-He venido para decirte adiós -le dijo.


-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -exclamó el Príncipe-. ¿No te quedarás conmigo una noche más?


-Es invierno -replicó la Golondrina- y pronto estará aquí la nieve glacial. En Egipto calienta el sol sobre las palmeras verdes. Los cocodrilos, acostados en el barro, miran perezosamente a los árboles, a orillas del río. Mis compañeras construyen nidos en el templo de Baalbeck. Las palomas rosadas y blancas las siguen con los ojos y se arrullan. Amado Príncipe, tengo que dejarte, pero no te olvidaré nunca y la primavera próxima te traeré de allá dos bellas piedras preciosas con que sustituir las que diste. El rubí será más rojo que una rosa roja y el zafiro será tan azul como el océano.


-Allá abajo, en la plazoleta -contestó el Príncipe Feliz-, tiene su puesto una niña vendedora de fósforos. Se le han caído los fósforos al arroyo, estropeándose todos. Su padre le pegará si no lleva algún dinero a casa, y está llorando. No tiene ni medias ni zapatos y lleva la cabecita al descubierto. Arráncame el otro ojo, dáselo y su padre no le pegará.


-Pasaré otra noche contigo -dijo la Golondrina-, pero no puedo arrancarte el ojo porque entonces te quedarás ciego del todo.


-¡Golondrina, Golondrina, Golondrinita! -dijo el Príncipe-. Haz lo que te mando.


Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe y emprendió el vuelo llevándoselo.


Se posó sobre el hombro de la vendedorcita de cerillas y deslizó la joya en la palma de su mano.


-¡Qué bonito pedazo de cristal! -exclamó la niña, y corrió a su casa muy alegre.


Entonces la Golondrina volvió de nuevo hacia el Príncipe.


-Ahora estás ciego. Por eso me quedaré contigo para siempre.


-No, Golondrinita -dijo el pobre Príncipe-. Tienes que ir a Egipto.


-Me quedaré contigo para siempre -dijo la Golondrina.


Y se durmió entre los pies del Príncipe. Al día siguiente se colocó sobre el hombro del Príncipe y le refirió lo que habla visto en países extraños.


Le habló de los ibis rojos que se sitúan en largas filas a orillas del Nilo y pescan a picotazos peces de oro; de la esfinge, que es tan vieja como el mundo, vive en el desierto y lo sabe todo; de los mercaderes que caminan lentamente junto a sus camellos, pasando las cuentas de unos rosarios de ámbar en sus manos; del rey de las montañas de la luna, que es negro como el ébano y que adora un gran bloque de cristal; de la gran serpiente verde que duerme en una palmera y a la cual están encargados de alimentar con pastelitos de miel veinte sacerdotes; y de los pigmeos que navegan por un gran lago sobre anchas hojas aplastadas y están siempre en guerra con las mariposas.


-Querida Golondrinita -dijo el Príncipe-, me cuentas cosas maravillosas, pero más maravilloso aún es lo que soportan los hombres y las mujeres. No hay misterio más grande que la miseria. Vuela por mi ciudad, Golondrinita, y dime lo que veas.


Entonces la Golondrinita voló por la gran ciudad y vio a los ricos que festejaban en sus magníficos palacios, mientras los mendigos estaban sentados a sus puertas.


Voló por los barrios sombríos y vio las pálidas caras de los niños que se morían de hambre, mirando con apatía las calles negras.


Bajo los arcos de un puente estaban acostados dos niñitos abrazados uno a otro para calentarse.


-¡Qué hambre tenemos! -decían.


-¡No se puede estar acostado aquí! -les gritó un guardia.


Y se alejaron bajo la lluvia.


Entonces la Golondrina reanudó su vuelo y fue a contar al Príncipe lo que había visto.


-Estoy cubierto de oro fino -dijo el Príncipe-; despréndelo hoja por hoja y dáselo a mis pobres. Los hombres creen siempre que el oro puede hacerlos felices.


Hoja por hoja arrancó la Golondrina el oro fino hasta que el Príncipe Feliz se quedó sin brillo ni belleza.


Hoja por hoja lo distribuyó entre los pobres, y las caritas de los niños se tornaron nuevamente sonrosadas y rieron y jugaron por la calle.


-¡Ya tenemos pan! -gritaban.


Entonces llegó la nieve y después de la nieve el hielo.


Las calles parecían empedradas de plata por lo que brillaban y relucían.


Largos carámbanos, semejantes a puñales de cristal, pendían de los tejados de las casas. Todo el mundo se cubría de pieles y los niños llevaban gorritos rojos y patinaban sobre el hielo.


La pobre Golondrina tenía frío, cada vez más frío, pero no quería abandonar al Príncipe: lo amaba demasiado para hacerlo.


Picoteaba las migas a la puerta del panadero cuando este no la veía, e intentaba calentarse batiendo las alas.


Pero, al fin, sintió que se iba a morir. No tuvo fuerzas más que para volar una vez más sobre el hombro del Príncipe.


-¡Adiós, amado Príncipe! -murmuró-. Permíteme que te bese la mano.


-Me da mucha alegría que partas por fin para Egipto, Golondrina -dijo el Príncipe-. Has permanecido aquí demasiado tiempo. Pero tienes que besarme en los labios porque te amo.


-No es a Egipto adonde voy a ir -dijo la Golondrina-. Voy a la morada de la Muerte. La Muerte es hermana del Sueño, ¿verdad?


Y besando al Príncipe Feliz en los labios, cayó muerta a sus pies.


En el mismo instante sonó un extraño crujido en el interior de la estatua, como si se hubiera roto algo.


El hecho es que la coraza de plomo se habla partido en dos. Realmente hacía un frío terrible.


A la mañana siguiente, muy temprano, el alcalde se paseaba por la plazoleta con dos concejales de la ciudad.


Al pasar junto al pedestal, levantó sus ojos hacia la estatua.


-¡Dios mío! -exclamó-. ¡Qué andrajoso se ve el Príncipe Feliz!


-¡Sí, está verdaderamente andrajoso! -dijeron los concejales de la ciudad, que eran siempre de la opinión del alcalde.


Y levantaron ellos mismos la cabeza para mirar la estatua.


-El rubí de su espada se ha caído y ya no tiene ojos, ni es dorado -dijo el alcalde-. En resumidas cuentas, parece un pordiosero.


-¡Lo mismo que un pordiosero! -repitieron a coro los concejales.


-Y tiene a sus pies un pájaro muerto -prosiguió el alcalde-. Realmente habrá que promulgar un bando prohibiendo a los pájaros que mueran aquí.


Y el secretario del Ayuntamiento tomó nota para aquella idea.


Entonces fue derribada la estatua del Príncipe Feliz.


-¡Al no ser ya bello, de nada sirve! -dijo el profesor de estética de la universidad.


Entonces fundieron la estatua en un horno y el alcalde reunió al Concejo en sesión para decidir lo que debía hacerse con el metal.


-Podríamos -propuso- hacer otra estatua. La mía, por ejemplo.


-O la mía -dijo cada uno de los concejales.


Y acabaron disputando.


-¡Qué cosa más rara! -dijo el oficial primero de la fundición-. Este corazón de plomo no quiere fundirse en el horno; habrá que tirarlo como desecho.


Los fundidores lo arrojaron al montón de basura en que yacía la golondrina muerta.


-Tráeme las dos cosas más preciosas de la ciudad -dijo Dios a uno de sus ángeles.


Y el ángel se llevó el corazón de plomo y el pájaro muerto.


-Has elegido bien -dijo Dios-. En mi jardín del Paraíso este pajarillo cantará eternamente, y en mi ciudad de oro el Príncipe Feliz repetirá mis alabanzas.






Ilustración. Babs Webb

viernes, 28 de marzo de 2025

Garúa (Enrique Cadícamo- Aníbal Troilo)

 




¡Qué noche llena de hastío y de frío!

El viento trae un extraño lamento.

¡Parece un pozo de sombras la noche

y yo en la sombra camino muy lento.!

Mientras tanto la garúa

se acentúa

con sus púas

en mi corazón...


En esta noche tan fría y tan mía

pensando siempre en lo mismo me abismo

y aunque quiera arrancarla,

desecharla

y olvidarla

la recuerdo más.


¡Garúa!

Solo y triste por la acera

va este corazón transido

con tristeza de tapera.

Sintiendo tu hielo,

porque aquella, con su olvido,

hoy le ha abierto una gotera.

¡Perdido!

Como un duende que en la sombra

más la busca y más la nombra...

Garúa... tristeza...

¡Hasta el cielo se ha puesto a llorar!


¡Qué noche llena de hastío y de frío!

No se ve a nadie cruzar por la esquina.

Sobre la calle, la hilera de focos

lustra el asfalto con luz mortecina.

Y yo voy, como un descarte,

siempre solo,

siempre aparte,

recordándote.

Las gotas caen en el charco de mi alma

hasta los huesos calados y helados

y humillando este tormento

todavía pasa el viento

empujándome.




Ilustración: Sergio Larrain

jueves, 27 de marzo de 2025

LOS ESPECTROS DEL PROGRESO

 

       
  
Relatos del futuro que nos hablan sobre el hombre, las invenciones tecnológicas y la deshumanización. 
Un pájaro extraño regresa de algún lugar del tiempo a una ciudad que se está desmoronando, un sistema de salud basado exclusivamente en la técnica empieza a fallar, el resentimiento de un hombre fabrica máquinas de muerte, un antropólogo cuyo afán de conocimiento confluye en la magia, o la ciencia como instrumento de dominación deviene en la involución de la humanidad.     
Las psicosis subsisten y se transforman. En manos humanas nada es confiable.                                                                                                                           
 Bernardo Ruiz                                                                                                                                                                               





Ilustración: Fernando Vicente

miércoles, 26 de marzo de 2025

Sistematización de la moral positiva (Auguste Comte)

 





En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a

la política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su

naturaleza. Su independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron por fin,

en cuanto era posible, del régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso servicio

social, debido principalmente al catolicismo, formará siempre su más importante título al

agradecimiento eterno del género humano. Sólo después de esta indispensable separación,

sancionada y completada por la división necesaria de los dos poderes, pudo comenzar

realmente la moral humana a tornar un carácter sistemático, estableciendo, al abrigo de los

impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia

personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que

entonces presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho su eficacia, y hasta

comprometer gravemente su estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el

desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una doctrina que no podía seguir siendo

mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez más afectada por el

descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en adelante retrógrada,

acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna. Expuesta desde entonces a la

acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha recibido, en efecto, durante los cinco

últimos siglos, en cada una de sus tres partes esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que

no siempre han podido reparar, en la práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre,

a pesar del feliz y continuo desarrollo que entonces debía procurarles el curso espontáneo de

nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del espíritu positivo no viniera por fin a poner

término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente una mortal fluctuación a

todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también doméstica, e incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos

más groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.

En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede,

en efecto, consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical

incompetencia en este aspecto por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos

católicos hastalos meros deístas, que, en medio de sus vanas disputas, están sobre todo de

acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el único

motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a asuntos más

sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver activamente la

moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la fuerza para

preservarla, persisten, sin embargo, en hacerse de ella una especie de patrimonio eterno y

exclusivo, sin que la razón pública haya juzgado todavía de un modo conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en general, que la introducción de toda

regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo las inspiraciones

teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de nuestras ideas, y

además las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero la

totalidad del pasado demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos morales, así como todos

los demás, han sido cada vez más llevados a una consagración puramente racional, a medida

que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia real de cada conducta sobre la

existencia humana, individual o social. Separando irrevocablemente la moral de la política,

el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta tendencia continua, puesto que así la

intervención sobrenatural quedó directamente reducida a la formación de las reglas generales,

cuya aplicación particular era confiada desde entonces esencialmente a la prudencia humana.

Como se dirigía a pueblos más adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de

prescripciones especiales que los antiguos sabios habían creído que nunca podrían prescindir

de mandamientos religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India, por

ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además pueden observarse,

incluso más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos

filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear

necesariamente la próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas

escuelas monoteístas no impedirán más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones

convenientes, la conquista, práctica y teórica, del domino moral, ya entregado

espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones particulares nos

quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer

indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos

quiméricos, de modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora, entre

las necesidades intelectuales y las necesidades morales.

Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos

morales, la experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada

vez más perjudicial para aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta

funesta adherencia, a la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante

los tres últimos siglos. En primer lugar, esta fatal solidaridad debía debilitar directamente, a

medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así encontraban apoyo reglas que,

expues. tas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos, necesitan ser

preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que justamente inspiraba el

espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a muchas nociones morales, no

sólo relativas a las más importantes relaciones de la sociedad, sino también concernientes a la

simple vida doméstica e incluso a la existencia personal: un ciego afán de emancipación

mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir a veces al desdén pasajero de estas

saludablesmáximas en una especie de loca protesta contra la filosofía retrógrada de que

parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que conservaban la fe dogmática, esta

funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque la autoridad sacerdotal, después de

haber perdido su independencia política, veía también menguar cada vez más el ascendiente

social que para su eficacia moral es indispensable. Además de esta creciente impotencia para

proteger las reglas morales, el espíritu teológico les ha perjudicado a menudo de un modo

activo, por las divagaciones que ha suscitado, desde que no es ya lo bastante disciplinable,

bajo el inevitable desarrollo del libre examen individual. Ejercido de esta manera, ha inspirado realmente o fomentado muchas aberraciones antisociales, que el buen sentido,

abandonado a sí mismo, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías

subversivas que vemos hoy adquirir crédito, sea contra la propiedad, o incluso acerca de la

familia, etc., no son casi nunca forjadas ni acogidas por las inteligencias plenamente

emancipadas, a pesar de sus fundamentales lagunas, sino más bien por aquellas que persiguen

activamente una especie de restauración teológica, fundada sobre un vago y estéril deísmo o

sobre un protestantismo equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha

resultado también forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al

oponerse a su sólida reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no

consistiera más que en las ciegas declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las

diversas escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación,

los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas por el irreprochable

ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es mucho

más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que existe

evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos

deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior a la de

cualesquiera otros, no podrían hacerse nunca meros auxiliares de los motivos puramente

humanos: en el momento en que ya no dominen no pueden conservar eficacia real ninguna.

No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar por fin la moral sobre el

conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el mandamiento sobrenatural:

las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o más bien

sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la combinación inversa

no constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo principal estaría subordinado a lo accesorio.

Una exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna representa,

pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la pretendida

imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral: puesto que

esta peligrosa unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media, triplemente funesta

para la moral, ya enervando o desacreditando sus bases intelectuales, ya suscitando en ella

perturbaciones directas o impidiéndole una mejor sistematización. Si, a pesar de activos

principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado realmente, este feliz resultado no

podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este momento, por el contrario, en un

peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente acción del espíritu positivo, ya eficaz

en su forma espontánea, que consiste en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones

han secundado al impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente

las diversas aberraciones, sobre todo, las que emanaban de las divagaciones religiosas.

Cuando, por ejemplo, la teología protestante tendía a alterar gravemente la institución del

matrimonio por la consagración formal del divorcio, la razón pública neutralizaba mucho sus

funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las costumbres anteriores, las

únicas conformes con el verdaderocarácter de la sociabilidad moderna. Experiencias irrecusables han probado al mismo tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las masas

populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar

grandes sacrificios o actos de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones

directamente opuestas, y se mostraba unido, en general, a toda profunda convicción,

cualquiera que pudiera ser su naturaleza. Aquellos numerosos adversarios del régimen

teológico que hace medio siglo mantuvieron con tanto heroísmo nuestra independencia

nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena

y constante que los bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión

exterior.

Para concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológicometafísica, de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar

directamente la doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la

emancipación mental le ha obligado a establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo

formas más o menos explícitas, una especie de hipocresía colectiva, análoga a la que se

supone muy desacertadamente que fue habitual entre los antiguos, aunque no haya alcanzado

nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre desenvolvimiento

de la razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en vista

del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo

su autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún modo

particular a los jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu

protestante también le ha impreso, a su modo, una consagración aún más íntima, más extensa

y, sobre todo, más dogmática: los metafísicos propiamente dichos la adoptan tanto como los

mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta moralidad fuese verdaderamente

digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, no admiten ninguna

verdadera demostración, y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener

indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda resultar respetable en

aquellos que no le mezclan ninguna ambición personal, no tiende menos por eso a viciar todas

las fuentes de la moralidad humana, al hacerla descansar necesariamente sobre un continuo

estado de falsedad, e incluso de desprecio, de los superiores para con los inferiores. Mientras

los que debían participar en este sistemático disimulo han sido poco numerosos, su práctica ha

sido posible, aunque muy precaria; pero se ha hecho todavía más ridícula que odiosa cuando

la emancipación se ha extendido lo bastante para que esta especie de piadosa maquinación

tuviera que abarcar, como sería menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por

último, incluso suponiendo realizada esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja

subsistente la dificultad entera para las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se

encuentra así abandonada a su pura espontaneidad, reconocida ya justamente como

insuficiente en la clase sometida. Si hay también que admitir la necesidad de una verdadera

sistematización moral en estos espíritus emancipados, no podrá desde luego reposar más que

sobre bases positivas, que al fin se juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su destino

a la clase ilustrada, aparte de que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta

gran construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura

mental que supone esta fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal,

al menos en Francia. Así, el empírico expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a

cualquier precio, el antiguo régimen intelectual, no puede llevar finalmente sino a dejar

indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de los espíritus activos,

como se ve hoy con demasiada frecuencia.

Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en

conseguir por fin el ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema

caído, que, tan pronto impotente como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la

mente como condición permanente del orden moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer

hoy, respecto a nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente

susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de la

Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora

posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta,

privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento;

de donde resultarán naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las reglas de

conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden universal, y que, por

tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual. A pesar

de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado

convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma. No

se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias

estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común;

pero ya ocurre otro tanto para diversas prescripciones matemáticas, que se aplican, no

obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves, cuando, por ejemplo, nuestros marinos

arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas que no comprenden

en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de un régimen semejante

exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios

públicos, la intervención sistemática, unas veces pasiva y otras activa, de una autoridad

espiritual, destinada a recordar con energía las máximas fundamentales y a dirigir sabiamente

su aplicación, como he explicado especialmente en la obra antes indicada. Al realizar así el

gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo poder moral utilizará con cuidado la

feliz aptitud de la filosofía correspondiente para incorporarse espontáneamente la sabiduría

de todos los diversos regímenes anteriores, según la tendencia ordinaria del espíritu positivo

respecto a un asunto cualquiera. Cuando la astronomía moderna ha eliminado

irrevocablemente los principios astrológicos, no ha conservado menos celosamente todas las

nociones verdaderas obtenidas bajo su dominio; otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.




Ilustración: Ferdinand Meyer Wismar

martes, 25 de marzo de 2025

Ellos dos (Esteban Andrés Curci)








En los 90s, las vacaciones fueron un tiempo de tregua para ellos.  Tal vez comenzó a fines de los ochenta; tendría que recurrir a las fotos fechadas para confirmarlo.

 

Pero lo importante es que fueron unos años en que, por unos días, todo era como debía ser, y fueron una pareja mayor que se acompañaba; caminaban e iban a la playa juntos. El cariño original entre ellos parecía encontrar la oportunidad de manifestarse otra vez, y hoy se ve en sus rostros, al mirar las fotos.

 

San Clemente, Santa Teresita; sencillos paraísos breves para un amor extraño, conflictivo, de dos hermosas personas con carencias y errores que los sofocaron largo tiempo.

 

Pero la magia de esos días de verano que podían robarle a la realidad cruel de la discusión cotidiana y los reproches… les abría una puerta de felicidad recobrada.  Volvían a ser, se me ocurre, la pareja que bailaba y bailaba en la luna de miel en La Falda. Las ilusiones habían revivido. Había paz.

 

Y así juntos daban ‘la vuelta del perro’ a la tardecita. Juntos, habrán tomado el cafecito de la noche. Juntos iban después de cenar, a la feria de juegos. a ganar los premios que, llenos de orgullo por la proeza, nos mostrarían luego a nosotros, los hijos que, esas veces, los dejamos solos.

En los 90s, las vacaciones fueron un tiempo de tregua para ellos dos.

 



Para Andrés y Matilde

25 de marzo de 1958



                                                                      Ilustración: Joseph Lorusso

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...