En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a
la política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su
naturaleza. Su independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron por fin,
en cuanto era posible, del régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso servicio
social, debido principalmente al catolicismo, formará siempre su más importante título al
agradecimiento eterno del género humano. Sólo después de esta indispensable separación,
sancionada y completada por la división necesaria de los dos poderes, pudo comenzar
realmente la moral humana a tornar un carácter sistemático, estableciendo, al abrigo de los
impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia
personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que
entonces presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho su eficacia, y hasta
comprometer gravemente su estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el
desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una doctrina que no podía seguir siendo
mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez más afectada por el
descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en adelante retrógrada,
acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna. Expuesta desde entonces a la
acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha recibido, en efecto, durante los cinco
últimos siglos, en cada una de sus tres partes esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que
no siempre han podido reparar, en la práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre,
a pesar del feliz y continuo desarrollo que entonces debía procurarles el curso espontáneo de
nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del espíritu positivo no viniera por fin a poner
término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente una mortal fluctuación a
todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también doméstica, e incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos
más groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.
En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede,
en efecto, consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical
incompetencia en este aspecto por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos
católicos hastalos meros deístas, que, en medio de sus vanas disputas, están sobre todo de
acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el único
motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a asuntos más
sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver activamente la
moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la fuerza para
preservarla, persisten, sin embargo, en hacerse de ella una especie de patrimonio eterno y
exclusivo, sin que la razón pública haya juzgado todavía de un modo conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en general, que la introducción de toda
regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo las inspiraciones
teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de nuestras ideas, y
además las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero la
totalidad del pasado demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos morales, así como todos
los demás, han sido cada vez más llevados a una consagración puramente racional, a medida
que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia real de cada conducta sobre la
existencia humana, individual o social. Separando irrevocablemente la moral de la política,
el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta tendencia continua, puesto que así la
intervención sobrenatural quedó directamente reducida a la formación de las reglas generales,
cuya aplicación particular era confiada desde entonces esencialmente a la prudencia humana.
Como se dirigía a pueblos más adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de
prescripciones especiales que los antiguos sabios habían creído que nunca podrían prescindir
de mandamientos religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India, por
ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además pueden observarse,
incluso más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos
filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear
necesariamente la próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas
escuelas monoteístas no impedirán más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones
convenientes, la conquista, práctica y teórica, del domino moral, ya entregado
espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones particulares nos
quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer
indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos
quiméricos, de modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora, entre
las necesidades intelectuales y las necesidades morales.
Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos
morales, la experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada
vez más perjudicial para aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta
funesta adherencia, a la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante
los tres últimos siglos. En primer lugar, esta fatal solidaridad debía debilitar directamente, a
medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así encontraban apoyo reglas que,
expues. tas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos, necesitan ser
preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que justamente inspiraba el
espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a muchas nociones morales, no
sólo relativas a las más importantes relaciones de la sociedad, sino también concernientes a la
simple vida doméstica e incluso a la existencia personal: un ciego afán de emancipación
mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir a veces al desdén pasajero de estas
saludablesmáximas en una especie de loca protesta contra la filosofía retrógrada de que
parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que conservaban la fe dogmática, esta
funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque la autoridad sacerdotal, después de
haber perdido su independencia política, veía también menguar cada vez más el ascendiente
social que para su eficacia moral es indispensable. Además de esta creciente impotencia para
proteger las reglas morales, el espíritu teológico les ha perjudicado a menudo de un modo
activo, por las divagaciones que ha suscitado, desde que no es ya lo bastante disciplinable,
bajo el inevitable desarrollo del libre examen individual. Ejercido de esta manera, ha inspirado realmente o fomentado muchas aberraciones antisociales, que el buen sentido,
abandonado a sí mismo, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías
subversivas que vemos hoy adquirir crédito, sea contra la propiedad, o incluso acerca de la
familia, etc., no son casi nunca forjadas ni acogidas por las inteligencias plenamente
emancipadas, a pesar de sus fundamentales lagunas, sino más bien por aquellas que persiguen
activamente una especie de restauración teológica, fundada sobre un vago y estéril deísmo o
sobre un protestantismo equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha
resultado también forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al
oponerse a su sólida reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no
consistiera más que en las ciegas declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las
diversas escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación,
los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas por el irreprochable
ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es mucho
más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que existe
evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos
deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior a la de
cualesquiera otros, no podrían hacerse nunca meros auxiliares de los motivos puramente
humanos: en el momento en que ya no dominen no pueden conservar eficacia real ninguna.
No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar por fin la moral sobre el
conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el mandamiento sobrenatural:
las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o más bien
sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la combinación inversa
no constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo principal estaría subordinado a lo accesorio.
Una exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna representa,
pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la pretendida
imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral: puesto que
esta peligrosa unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media, triplemente funesta
para la moral, ya enervando o desacreditando sus bases intelectuales, ya suscitando en ella
perturbaciones directas o impidiéndole una mejor sistematización. Si, a pesar de activos
principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado realmente, este feliz resultado no
podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este momento, por el contrario, en un
peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente acción del espíritu positivo, ya eficaz
en su forma espontánea, que consiste en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones
han secundado al impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente
las diversas aberraciones, sobre todo, las que emanaban de las divagaciones religiosas.
Cuando, por ejemplo, la teología protestante tendía a alterar gravemente la institución del
matrimonio por la consagración formal del divorcio, la razón pública neutralizaba mucho sus
funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las costumbres anteriores, las
únicas conformes con el verdaderocarácter de la sociabilidad moderna. Experiencias irrecusables han probado al mismo tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las masas
populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar
grandes sacrificios o actos de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones
directamente opuestas, y se mostraba unido, en general, a toda profunda convicción,
cualquiera que pudiera ser su naturaleza. Aquellos numerosos adversarios del régimen
teológico que hace medio siglo mantuvieron con tanto heroísmo nuestra independencia
nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena
y constante que los bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión
exterior.
Para concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológicometafísica, de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar
directamente la doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la
emancipación mental le ha obligado a establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo
formas más o menos explícitas, una especie de hipocresía colectiva, análoga a la que se
supone muy desacertadamente que fue habitual entre los antiguos, aunque no haya alcanzado
nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre desenvolvimiento
de la razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en vista
del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo
su autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún modo
particular a los jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu
protestante también le ha impreso, a su modo, una consagración aún más íntima, más extensa
y, sobre todo, más dogmática: los metafísicos propiamente dichos la adoptan tanto como los
mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta moralidad fuese verdaderamente
digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, no admiten ninguna
verdadera demostración, y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener
indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda resultar respetable en
aquellos que no le mezclan ninguna ambición personal, no tiende menos por eso a viciar todas
las fuentes de la moralidad humana, al hacerla descansar necesariamente sobre un continuo
estado de falsedad, e incluso de desprecio, de los superiores para con los inferiores. Mientras
los que debían participar en este sistemático disimulo han sido poco numerosos, su práctica ha
sido posible, aunque muy precaria; pero se ha hecho todavía más ridícula que odiosa cuando
la emancipación se ha extendido lo bastante para que esta especie de piadosa maquinación
tuviera que abarcar, como sería menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por
último, incluso suponiendo realizada esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja
subsistente la dificultad entera para las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se
encuentra así abandonada a su pura espontaneidad, reconocida ya justamente como
insuficiente en la clase sometida. Si hay también que admitir la necesidad de una verdadera
sistematización moral en estos espíritus emancipados, no podrá desde luego reposar más que
sobre bases positivas, que al fin se juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su destino
a la clase ilustrada, aparte de que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta
gran construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura
mental que supone esta fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal,
al menos en Francia. Así, el empírico expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a
cualquier precio, el antiguo régimen intelectual, no puede llevar finalmente sino a dejar
indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de los espíritus activos,
como se ve hoy con demasiada frecuencia.
Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en
conseguir por fin el ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema
caído, que, tan pronto impotente como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la
mente como condición permanente del orden moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer
hoy, respecto a nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente
susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de la
Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora
posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta,
privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento;
de donde resultarán naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las reglas de
conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden universal, y que, por
tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual. A pesar
de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado
convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma. No
se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias
estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común;
pero ya ocurre otro tanto para diversas prescripciones matemáticas, que se aplican, no
obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves, cuando, por ejemplo, nuestros marinos
arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas que no comprenden
en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de un régimen semejante
exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios
públicos, la intervención sistemática, unas veces pasiva y otras activa, de una autoridad
espiritual, destinada a recordar con energía las máximas fundamentales y a dirigir sabiamente
su aplicación, como he explicado especialmente en la obra antes indicada. Al realizar así el
gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo poder moral utilizará con cuidado la
feliz aptitud de la filosofía correspondiente para incorporarse espontáneamente la sabiduría
de todos los diversos regímenes anteriores, según la tendencia ordinaria del espíritu positivo
respecto a un asunto cualquiera. Cuando la astronomía moderna ha eliminado
irrevocablemente los principios astrológicos, no ha conservado menos celosamente todas las
nociones verdaderas obtenidas bajo su dominio; otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.
Ilustración: Ferdinand Meyer Wismar
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