miércoles, 26 de marzo de 2025

Sistematización de la moral positiva (Auguste Comte)

 





En el organismo politeísta de la antigüedad, la moral, radicalmente subordinada a

la política, no podía nunca adquirir ni la dignidad ni la universalidad convenientes a su

naturaleza. Su independencia fundamental, e incluso normal ascendiente, resultaron por fin,

en cuanto era posible, del régimen monoteísta propio de la edad media; este inmenso servicio

social, debido principalmente al catolicismo, formará siempre su más importante título al

agradecimiento eterno del género humano. Sólo después de esta indispensable separación,

sancionada y completada por la división necesaria de los dos poderes, pudo comenzar

realmente la moral humana a tornar un carácter sistemático, estableciendo, al abrigo de los

impulsos pasajeros, reglas verdaderamente generales para la totalidad de nuestra existencia

personal, doméstica y social. Pero las profundas imperfecciones de la filosofía monoteísta que

entonces presidía esta gran operación hubieron de alterar mucho su eficacia, y hasta

comprometer gravemente su estabilidad, suscitando pronto un fatal conflicto entre el

desarrollo intelectual y el moral. Vinculada así a una doctrina que no podía seguir siendo

mucho tiempo progresiva, la moral debía luego encontrarse cada vez más afectada por el

descrédito creciente que iba necesariamente a sufrir una teología que, en adelante retrógrada,

acabaría por hacerse radicalmente antipática a la razón moderna. Expuesta desde entonces a la

acción disolvente de la metafísica, la moral teórica ha recibido, en efecto, durante los cinco

últimos siglos, en cada una de sus tres partes esenciales, heridas gradualmente peligrosas, que

no siempre han podido reparar, en la práctica, la rectitud y la moralidad naturales del hombre,

a pesar del feliz y continuo desarrollo que entonces debía procurarles el curso espontáneo de

nuestra civilización. Si el ascendiente necesario del espíritu positivo no viniera por fin a poner

término a estas anárquicas divagaciones, imprimirían ciertamente una mortal fluctuación a

todas las nociones un poco delicadas de la moral usual, no sólo social, sino también doméstica, e incluso personal, no dejando subsistir en todo más que las reglas relativas a los casos

más groseros, que podría garantizar directamente la apreciación vulgar.

En una situación semejante debe parecer extraño que la única filosofía que puede,

en efecto, consolidar hoy la moral se encuentre, por el contrario, tachada de radical

incompetencia en este aspecto por las diversas escuelas actuales, desde los verdaderos

católicos hastalos meros deístas, que, en medio de sus vanas disputas, están sobre todo de

acuerdo en vedarle esencialmente el acceso a estas cuestiones fundamentales, por el único

motivo de que su genio demasiado parcial se había limitado hasta ahora a asuntos más

sencillos. El espíritu metafísico, que ha tendido con tanta frecuencia a disolver activamente la

moral, y el espíritu teológico, que, desde hace mucho tiempo, ha perdido la fuerza para

preservarla, persisten, sin embargo, en hacerse de ella una especie de patrimonio eterno y

exclusivo, sin que la razón pública haya juzgado todavía de un modo conveniente estas pretensiones empíricas. Se debe reconocer, es cierto, en general, que la introducción de toda

regla moral ha tenido en todas partes que realizarse al principio bajo las inspiraciones

teológicas, entonces profundamente incorporadas al sistema entero de nuestras ideas, y

además las únicas susceptibles de constituir opiniones suficientemente comunes. Pero la

totalidad del pasado demuestra igualmente que esta solidaridad primitiva ha ido siempre decreciendo, como el ascendiente mismo de la teología; los preceptos morales, así como todos

los demás, han sido cada vez más llevados a una consagración puramente racional, a medida

que el vulgo se ha hecho más capaz de apreciar la influencia real de cada conducta sobre la

existencia humana, individual o social. Separando irrevocablemente la moral de la política,

el catolicismo hubo de desarrollar mucho esta tendencia continua, puesto que así la

intervención sobrenatural quedó directamente reducida a la formación de las reglas generales,

cuya aplicación particular era confiada desde entonces esencialmente a la prudencia humana.

Como se dirigía a pueblos más adelantados, ha entregado a la razón pública una multitud de

prescripciones especiales que los antiguos sabios habían creído que nunca podrían prescindir

de mandamientos religiosos, como lo piensan todavía los doctores politeístas de la India, por

ejemplo, en cuanto a la mayor parte de las prácticas higiénicas. Además pueden observarse,

incluso más de tres siglos después de San Pablo, las siniestras predicciones de muchos

filósofos o magistrados paganos sobre la inminente inmortalidad que iba a acarrear

necesariamente la próxima revolución teológica. Las declamaciones actuales de las diversas

escuelas monoteístas no impedirán más al espíritu positivo acabar hoy, en las condiciones

convenientes, la conquista, práctica y teórica, del domino moral, ya entregado

espontáneamente cada vez más a la razón humana, cuyas inspiraciones particulares nos

quedan sólo, sobre todo, por sistematizar. La Humanidad no podría, sin duda, permanecer

indefinidamente condenada a no poder fundar sus reglas de conducta más que en motivos

quiméricos, de modo que se eternizara una desastrosa oposición, pasajera hasta ahora, entre

las necesidades intelectuales y las necesidades morales.

Lejos de que el apoyo teológico sea indispensable siempre a los preceptos

morales, la experiencia demuestra, por el contrario, que se ha hecho entre los modernos cada

vez más perjudicial para aquéllos, haciéndolos participar inevitablemente, a causa de esta

funesta adherencia, a la creciente descomposición del régimen monoteísta, sobre todo durante

los tres últimos siglos. En primer lugar, esta fatal solidaridad debía debilitar directamente, a

medida que la fe se apagaba, la única base sobre la que así encontraban apoyo reglas que,

expues. tas a menudo a graves conflictos con impulsos muy enérgicos, necesitan ser

preservadas con cuidado de toda vacilación. La antipatía creciente que justamente inspiraba el

espíritu teológico a la razón moderna, ha afectado gravemente a muchas nociones morales, no

sólo relativas a las más importantes relaciones de la sociedad, sino también concernientes a la

simple vida doméstica e incluso a la existencia personal: un ciego afán de emancipación

mental sólo ha logrado, por otra parte, erigir a veces al desdén pasajero de estas

saludablesmáximas en una especie de loca protesta contra la filosofía retrógrada de que

parecían emanar exclusivamente. Hasta entre los que conservaban la fe dogmática, esta

funesta influencia se hacía sentir indirectamente, porque la autoridad sacerdotal, después de

haber perdido su independencia política, veía también menguar cada vez más el ascendiente

social que para su eficacia moral es indispensable. Además de esta creciente impotencia para

proteger las reglas morales, el espíritu teológico les ha perjudicado a menudo de un modo

activo, por las divagaciones que ha suscitado, desde que no es ya lo bastante disciplinable,

bajo el inevitable desarrollo del libre examen individual. Ejercido de esta manera, ha inspirado realmente o fomentado muchas aberraciones antisociales, que el buen sentido,

abandonado a sí mismo, hubiera evitado o rechazado espontáneamente. Las utopías

subversivas que vemos hoy adquirir crédito, sea contra la propiedad, o incluso acerca de la

familia, etc., no son casi nunca forjadas ni acogidas por las inteligencias plenamente

emancipadas, a pesar de sus fundamentales lagunas, sino más bien por aquellas que persiguen

activamente una especie de restauración teológica, fundada sobre un vago y estéril deísmo o

sobre un protestantismo equivalente. Por último, esta antigua adherencia a la teología ha

resultado también forzosamente funesta para la moral, en un tercer aspecto general, al

oponerse a su sólida reconstrucción sobre bases puramente humanas. Si este obstáculo no

consistiera más que en las ciegas declamaciones que emanan con demasiada frecuencia de las

diversas escuelas actuales, teológicas o metafísicas, contra el presunto riesgo de tal operación,

los filósofos positivos podrían limitarse a rechazar insinuaciones odiosas por el irreprochable

ejemplo de su propia vida diaria, personal, doméstica y social. Pero esta oposición es mucho

más radical, por desgracia; pues resulta de la incompatibilidad forzosa que existe

evidentemente entre estas dos maneras de sistematizar la moral. Como los motivos teológicos

deben naturalmente ofrecer, a los ojos del creyente, una intensidad muy superior a la de

cualesquiera otros, no podrían hacerse nunca meros auxiliares de los motivos puramente

humanos: en el momento en que ya no dominen no pueden conservar eficacia real ninguna.

No existe, pues, ninguna alternativa duradera entre fundar por fin la moral sobre el

conocimiento positivo de la Humanidad, y dejarla descansar en el mandamiento sobrenatural:

las convicciones racionales han podido apoyar a las creencias teológicas, o más bien

sustituirlas gradualmente, a medida que la fe se ha ido apagando; pero la combinación inversa

no constituye, ciertamente, sino una utopía contradictoria donde lo principal estaría subordinado a lo accesorio.

Una exploración juiciosa del verdadero estado de la sociedad moderna representa,

pues, como cada vez más desmentida, por el conjunto de los hechos cotidianos, la pretendida

imposibilidad de prescindir en adelante de toda teología para consolidar la moral: puesto que

esta peligrosa unión ha tenido que resultar, desde el fin de la edad media, triplemente funesta

para la moral, ya enervando o desacreditando sus bases intelectuales, ya suscitando en ella

perturbaciones directas o impidiéndole una mejor sistematización. Si, a pesar de activos

principios de desorden, la moralidad práctica se ha mejorado realmente, este feliz resultado no

podría ser atribuido al espíritu teológico, degenerado en este momento, por el contrario, en un

peligro disolvente; se debe esencialmente a la creciente acción del espíritu positivo, ya eficaz

en su forma espontánea, que consiste en el buen sentido universal, cuyas sabias inspiraciones

han secundado al impulso natural de nuestra civilización progresiva para combatir útilmente

las diversas aberraciones, sobre todo, las que emanaban de las divagaciones religiosas.

Cuando, por ejemplo, la teología protestante tendía a alterar gravemente la institución del

matrimonio por la consagración formal del divorcio, la razón pública neutralizaba mucho sus

funestos efectos, imponiendo casi siempre el respeto práctico a las costumbres anteriores, las

únicas conformes con el verdaderocarácter de la sociabilidad moderna. Experiencias irrecusables han probado al mismo tiempo, por otra parte, en gran escala, en el seno de las masas

populares, que el pretendido privilegio exclusivo de las creencias religiosas para determinar

grandes sacrificios o actos de abnegación podía pertenecer de igual manera a opiniones

directamente opuestas, y se mostraba unido, en general, a toda profunda convicción,

cualquiera que pudiera ser su naturaleza. Aquellos numerosos adversarios del régimen

teológico que hace medio siglo mantuvieron con tanto heroísmo nuestra independencia

nacional contra la coalición retrógrada, no mostraron, sin duda, una abnegación menos plena

y constante que los bandos supersticiosos que, en el seno de Francia, secundaron la agresión

exterior.

Para concluir de apreciar las pretensiones actuales de la filosofía teológicometafísica, de conservar la exclusiva sistematización de la moral usual, basta considerar

directamente la doctrina, peligrosa y contradictoria, que el inevitable progreso de la

emancipación mental le ha obligado a establecer respecto a esto, consagrando en todo, bajo

formas más o menos explícitas, una especie de hipocresía colectiva, análoga a la que se

supone muy desacertadamente que fue habitual entre los antiguos, aunque no haya alcanzado

nunca más que un éxito precario y pasajero. No pudiendo impedir el libre desenvolvimiento

de la razón moderna en los espíritus cultivados, se ha tratado así de obtener de ellos, en vista

del interés público, el respeto aparente a las antiguas creencias, a fin de mantener en el vulgo

su autoridad, que se juzgaba indispensable. Esta transacción sistemática no es de ningún modo

particular a los jesuitas, aunque constituya el fondo esencial de su táctica; el espíritu

protestante también le ha impreso, a su modo, una consagración aún más íntima, más extensa

y, sobre todo, más dogmática: los metafísicos propiamente dichos la adoptan tanto como los

mismos teólogos; el mayor de entre ellos, aunque su alta moralidad fuese verdaderamente

digna de su inteligencia eminente, ha sido arrastrado a sancionarla en lo esencial, estableciendo, por una parte, que las opiniones teológicas, cualesquiera que sean, no admiten ninguna

verdadera demostración, y, por otra parte, que la necesidad social obliga a mantener

indefinidamente su imperio. Aunque una doctrina semejante pueda resultar respetable en

aquellos que no le mezclan ninguna ambición personal, no tiende menos por eso a viciar todas

las fuentes de la moralidad humana, al hacerla descansar necesariamente sobre un continuo

estado de falsedad, e incluso de desprecio, de los superiores para con los inferiores. Mientras

los que debían participar en este sistemático disimulo han sido poco numerosos, su práctica ha

sido posible, aunque muy precaria; pero se ha hecho todavía más ridícula que odiosa cuando

la emancipación se ha extendido lo bastante para que esta especie de piadosa maquinación

tuviera que abarcar, como sería menester hoy, a la mayoría de los espíritus activos. Por

último, incluso suponiendo realizada esta quimérica extensión, este pretendido sistema deja

subsistente la dificultad entera para las inteligencias liberadas, cuya propia moralidad se

encuentra así abandonada a su pura espontaneidad, reconocida ya justamente como

insuficiente en la clase sometida. Si hay también que admitir la necesidad de una verdadera

sistematización moral en estos espíritus emancipados, no podrá desde luego reposar más que

sobre bases positivas, que al fin se juzgarán así indispensables. En cuanto a limitar su destino

a la clase ilustrada, aparte de que semejante restricción no podría cambiar la naturaleza de esta

gran construcción filosófica, sería evidentemente ilusoria en una época en que la cultura

mental que supone esta fácil liberación se ha hecho ya muy común, o más bien casi universal,

al menos en Francia. Así, el empírico expediente sugerido por el vano deseo de mantener, a

cualquier precio, el antiguo régimen intelectual, no puede llevar finalmente sino a dejar

indefinidamente desprovistos de toda doctrina moral a la mayor parte de los espíritus activos,

como se ve hoy con demasiada frecuencia.

Es preciso, pues, sobre todo, en nombre de la moral, trabajar con ardor en

conseguir por fin el ascendiente universal del espíritu positivo, para reemplazar un sistema

caído, que, tan pronto impotente como perturbador, exigiría cada vez más la presión de la

mente como condición permanente del orden moral. Sólo la nueva filosofía puede establecer

hoy, respecto a nuestros diversos deberes, convicciones profundas y activas, verdaderamente

susceptibles de sostener con energía el choque de las pasiones. Según la teoría positiva de la

Humanidad, demostraciones irrecusables, apoyadas en la inmensa experiencia que ahora

posee nuestra especie, determinarán con exactitud la influencia real, directa o indirecta,

privada y pública, propia de cada acto, de cada costumbre, de cada inclinación o sentimiento;

de donde resultarán naturalmente, como otros tantos corolarios inevitables, las reglas de

conducta, sean generales o especiales, más conformes con el orden universal, y que, por

tanto, habrán de ser ordinariamente las más favorables para la felicidad individual. A pesar

de la extrema dificultad de este magno tema, me atrevo a asegurar que, tratado

convenientemente, es capaz de conclusiones tan ciertas como las de la geometría misma. No

se puede esperar, sin duda, hacer nunca suficientemente accesibles a todas las inteligencias

estas pruebas positivas de algunas reglas morales destinadas, sin embargo, a la vida común;

pero ya ocurre otro tanto para diversas prescripciones matemáticas, que se aplican, no

obstante, sin vacilación en las ocasiones más graves, cuando, por ejemplo, nuestros marinos

arriesgan todos los días su existencia sobre la fe de teorías astronómicas que no comprenden

en modo alguno; ¿por qué no se ha de conceder también igual confianza a nociones más importantes? Por otra parte, es indiscutible que la eficacia normal de un régimen semejante

exige en cada caso, además del poderoso impulso que resulta naturalmente de los prejuicios

públicos, la intervención sistemática, unas veces pasiva y otras activa, de una autoridad

espiritual, destinada a recordar con energía las máximas fundamentales y a dirigir sabiamente

su aplicación, como he explicado especialmente en la obra antes indicada. Al realizar así el

gran oficio que el catolicismo no ejerce ya, este nuevo poder moral utilizará con cuidado la

feliz aptitud de la filosofía correspondiente para incorporarse espontáneamente la sabiduría

de todos los diversos regímenes anteriores, según la tendencia ordinaria del espíritu positivo

respecto a un asunto cualquiera. Cuando la astronomía moderna ha eliminado

irrevocablemente los principios astrológicos, no ha conservado menos celosamente todas las

nociones verdaderas obtenidas bajo su dominio; otro tanto ha ocurrido para la química, relativamente a la alquimia.




Ilustración: Ferdinand Meyer Wismar

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