
Escribe de tal manera que hasta a los ángeles les paraliza el entendimiento.
El diablo no nos toca en el hombro, pone sus manos con desdén en la repisa.
Ilustración: Arnold Bocklin
I
Se trata de algo que sólo puede presenciarse en Moscú, y eso, teniendo mucha suerte y buenas aldabas.
Yo presencié una vez esta especie de rito, desde el comienzo hasta el final, gracias a una feliz coincidencia, y quiero describirlo para los verdaderos entendidos y amantes de todo lo serio y grandioso que tiene sabor popular.
Aunque por una rama pertenezco a la nobleza, por la otra estoy cerca del «pueblo»: mi madre desciende de una familia de comerciantes. Al casarse abandonaba una casa muy rica, pero no hacía una boda de conveniencias, sino que se marchaba por amor a mi padre. Mi difunto padre era famoso por sus galanteos y siempre lograba lo que se proponía. Lo mismo le sucedió con mi madre. Sólo que, debido a esta habilidad, mis abuelos no dotaron a mi madre y sólo le dieron, como es natural, sus vestidos, la ropa de cama y las arras, que recibió a la vez que su perdón y su bendición eterna. Mis padres vivían en Oriol, con estrechez, pero también con dignidad, sin pedirles nada a los acaudalados familiares de mi madre ni mantener tampoco trato con ellos. Sin embargo, cuando llegó para mí el momento de marcharme a estudiar a la Universidad, me dijo mi madre:
-Haz el favor de visitar a tu tío Ilyá Fedoséievich y saludarlo de mi parte. No es una humillación, pues se debe respetar a los parientes de más edad. Ilyá es hermano mío, y un hombre muy piadoso, además, que goza de gran consideración en Moscú. Él presenta el pan y la sal siempre que se recibe a algún personaje… siempre está delante de todos con la bandeja o con una imagen… Frecuenta la casa del gobernador general y del metropolita… Puede aconsejarte bien.
Y aunque por entonces yo no creía en Dios después de estudiar el catecismo de Filaret, como le profesaba gran cariño a mi madre me dije un día: «Llevo ya cerca de un año en Moscú, y todavía no he cumplido el encargo de mi madre. Ahora mismo voy a casa del tío Ilyá Fedoséievich. Le haré una visita, le transmitiré los saludos de mi madre y veré si me da efectivamente buenos consejos.»
Desde niño me habían inculcado el hábito de mostrarme deferente con las personas mayores, cuanto más si eran conocidas del metropolita y de los gobernadores.
Conque, me puse en pie, me cepillé la ropa y fui a ver al tío Ilyá Fedoséievich.
II
Serían las seis de la tarde aproximadamente. Hacía un tiempo tibio, suave, algo nublado… Muy buen tiempo, en fin. La casa de mi tío -una de las principales de Moscú- era conocida de todo el mundo. Sólo que yo nunca había estado en ella ni tampoco había visto a mi tío, ni siquiera de lejos.
Sin embargo, me puse en camino tan campante, pensando: «Si me recibe, bien; si no me recibe, allá él.»
Cuando llegué esperaban delante de la entrada principal unos magníficos caballos moros, con las crines sueltas y el pelo lustroso como el raso, enganchados a una calesa.
Subí al balcón y dije que era fulano de tal, sobrino del señor, estudiante, y quería que me anunciaran a Ilyá Fedoséievich. Los criados contestaron:
-El señor baja ahora mismo. Va a dar un paseo en coche.
Y apareció un personaje de aspecto muy corriente, muy ruso, aunque bastante majestuoso. A pesar de que tenía en los ojos cierto parecido con mi madre, la expresión era distinta: la mirada de lo que se dice un hombre de peso.
Me presenté. Mi tío me escuchó en silencio, me tendió la mano lentamente y dijo:
-Sube. Daremos un paseo.
Yo quería negarme, pero me quedé algo cohibido y subí al coche.
-¡Al parque! -ordenó mi tío.
Los caballos arrancaron, partieron como flechas haciendo rebotar ligeramente el coche y, ya fuera de la ciudad, aceleraron aún más su carrera.
Así íbamos, sin decir ni una palabra, pero advertí que mi tío se había encajado el sombrero de copa hasta las mismas cejas y tenía en el rostro una mueca de aburrimiento.
Mi tío miraba a un lado, miraba a otro, y una vez me lanzó a mí una ojeada y profirió, sin venir a cuento:
-¡Fastidio de vida!
No sabiendo qué contestar, callé por toda respuesta.
El coche seguía rodando, yo me preguntaba adónde me llevaría y empezaba a parecerme que me había embarcado en algún lío.
De pronto, como si hubiera encontrado solución a lo que iba cavilando, mi tío se puso a dar órdenes al cochero:
-A la derecha, a la izquierda. ¡Para en el Yar!
Vi que desde el restaurante acudían hacia el coche muchos criados, todos haciendo grandes reverencias a mi tío; pero él, sin moverse ni apearse, mandó llamar al dueño. Fueron corriendo en su busca. Se personó el francés, también con mucha deferencia; pero mi tío, como si tal cosa, siguió pegándose en los dientes con el puño de hueso del bastón, y luego dijo:
-¿Cuántos extraños hay?
-Unas treinta personas en las salas y tres gabinetes ocupados.
-¡Todos fuera!
-Muy bien.
-Ahora son las siete -continuó mi tío, después de consultar su reloj-. Vendré a las ocho. ¿Estará listo?
-Para las ocho, será difícil… muchos han hecho ya el pedido… Pero, si tiene a bien venir a las nueve, no habrá en todo el restaurante ni un solo extraño.
-Bueno.
-¿Qué se prepara?
-Etíopes, naturalmente.
-¿Algo más?
-Música.
-¿Una orquesta?
-Mejor, dos.
-¿Mandamos recado a Riabika?
-Naturalmente.
-¿Señoritas francesas?
-No hacen falta.
-¡De la bodega…?
-Completa.
-¿Y de la cocina?
-¡La carta!
Trajeron el menú del día.
Mi tío le echó una ojeada y me parece que sin fijarse siquiera o quizá sin querer fijarse, pegó en la cartulina con el bastón y dijo:
-De todo esto, para cien personas.
Con estas palabras, dobló el menú y se lo guardó en el bolsillo.
El francés estaba encantado e inquieto al mismo tiempo.
-No podría servir de todo para cien personas -objetó-. Figuran aquí platos muy caros y en todo el restaurante sólo hay ingredientes para cinco o seis.
-¿Y cómo voy yo a establecer categorías entre mis invitados?
-Que haya de todo lo que se le ocurra pedir a cada uno. ¿Entiendes?
-Entiendo.
-Mira que, de lo contrario, de nada te servirá siquiera Riabika. ¡Tira!
Dejamos el restaurante con sus criados a la puerta y nos marchamos.
En este punto llegué al total convencimiento de que aquel barco no era para mí y quise despedirme, pero mi tío ni siquiera me oyó. Parecía absorto. Conforme rodábamos por las calles iba parando a distintos caballeros.
-¡A las nueve, en el Yar! -decía lacónicamente.
Y los interpelados, todos hombres de edad y de aspecto respetable, se quitaban el sombrero y contestaban con idéntico laconismo:
-Encantado, Fedoséich. No recuerdo a cuántos habíamos parado de esta manera, aunque pienso que serían unos veinte, cuando, al filo de las nueve, nos dirigimos de nuevo al Yar. Un tropel de criados acudió a nuestro encuentro. Ayudaron a mi tío a apearse y, en el balcón, el propio francés le sacudió el polvo del pantalón con una servilleta.
-¿No hay nadie? -preguntó mi tío.
-Un general se ha retrasado un poco y ruega encarecidamente que le dejen terminar en su gabinete…
-¡Fuera ahora mismo!
-Terminará en seguida.
-No quiero. Bastante tiempo le he dado. Ahora, que termine de cenar sobre el césped.
Ignoro cómo habría terminado aquello; pero el general salió en ese momento en compañía de dos señoras, subió a su coche y se marchó cuando empezaban a llegar uno tras otro los caballeros invitados por mi tío a cenar en el parque.
III
El restaurante, puesto con elegancia, estaba recogido y libre de visitantes. Sólo en una sala estaba sentado un gigante que se adelantó hacia mi tío en silencio y, sin decirle tampoco una palabra, tomó el bastón de sus manos y fue a dejarlo en alguna parte.
Inmediatamente después de entregarle el bastón al gigante sin la menor protesta, mi tío puso también en sus manos la billetera y el portamonedas.
Aquel corpulento hombretón, de pelo entrecano, era el mismo Riabika a quien, sin que yo comprendiera con qué finalidad, debía mandar recado el dueño del restaurante. Se le designaba como «maestro para niños», pero también allí se encontraba, evidentemente, para el desempeño de algún menester particular. Resultaba allí tan imprescindible como los gitanos, la orquesta y todo el servicio que, instantáneamente, se presentó al completo. Sólo que yo no comprendía cuál podría ser el papel del maestro: todavía era pronto, debido a mi inexperiencia.
El restaurante, brillantemente iluminado, entraba en funcionamiento: sonaba la música, los gitanos iban sentándose después de tomar algún fiambre mientras mi tío inspeccionaba el local, el jardín, la gruta y las galerías. Miraba en todas partes, cerciorándose de que no había «ningún indeseable», acompañado paso a paso por el maestro. Pero cuando volvieron al salón principal, donde se habían congregado todos los comensales, pudo advertirse una gran diferencia entre ellos: el maestro estaba fresco, tal y como había salido, y mi tío totalmente ebrio.
¿Cómo había podido ocurrir en tan poco tiempo? Lo ignoro, pero el caso es que estaba de excelente humor. Ocupó la presidencia de la mesa, y allá empezó la francachela.
Las puertas fueron cerradas, de modo que nada de fuera pudiese llegar hasta nosotros, ni nada nuestro salir al exterior. Nos aislaba un abismo, un abismo de todo: de bebidas, de manjares… Pero, sobre todo, un abismo de desenfreno -no quiero decir indecente, pero sí salvaje, frenético- tal que no podría describirlo. Ni tampoco hay que pedírmelo porque, al verme encerrado allí y aislado del mundo, me quedé sobrecogido y me apresuré a emborracharme. De manera que no voy a pintar cómo transcurrió aquella noche porque mi pluma no es capaz de describir todo eso. Sólo recuerdo dos episodios épicos y el final; pero precisamente ellos encerraban lo más terrible.
IV
Un criado anunció la presencia de cierto Iván Stepánovich, que resultó ser un fabricante y comerciante moscovita de mucho fuste.
Se produjo una pausa.
-He dicho que no entre nadie -contestó mi tío.
-Insiste mucho.
-¿Y dónde estaba antes? Que se marche por donde ha venido.
El criado fue a llevar la respuesta, y volvió diciendo tímidamente:
-Iván Stepánovich me manda decir que se lo ruega muy encarecidamente.
-Pues, no. No quiero.
Se oyeron voces de: «Que pague una multa».
-¡No! ¡Que le echen! Ni multa, ni nada…
Pero, volvió el criado más encogido todavía:
-Dice que está dispuesto a pagar cualquier multa, pero que, a sus años, le duele mucho verse apartado de los suyos.
Mi tío se levantó con los ojos relampagueantes, pero en ese momento, con toda su corpulencia, se colocó Riabika entre él y el criado: apartó al criado, como si fuera un polluelo, con un ligero movimiento de la mano izquierda, mientras con la derecha volvía a sentar a mi tío en su sitio.
Algunos comensales salieron en defensa de Iván Stepánovich: que entrara, que pagara cien rublos de multa para los músicos y entrara luego.
-El viejo es uno de los nuestros, un hombre piadoso. ¿Adónde va a ir ahora? Suelto por ahí, es capaz de armar un escándalo delante de gentuza de poca monta. Hay que comprenderlo.
Después de oírles dijo mi tío:
-Si no ha de ser como yo quiero, que tampoco sea como ustedes quieren, sino como Dios quiera: consiento que entre Iván Stepánovich, pero con la condición de que toque el bombo.
El criado fue con el recado y volvió:
-Dice que le pongan mejor una multa.
-¡Al diablo! Si no quiere tocar el bombo, allá él: que se largue adonde le dé la gana.
Al poco rato, Iván Stepánovich no resistió más y mandó a decir que aceptaba tocar el bombo.
-Que venga.
Entró un caballero de estatura aventajada y de aspecto respetable: tenía un aire grave, los ojos sin brillo, el espinazo doblado y la barba entrecana enmarañada. Intentó bromear y saludar a los presentes, pero en seguida lo atajaron.
-¡Luego luego! Eso, después -le gritó mi tío-. Ahora, ¡dale al bombo!
-¡Dale al bombo! -corearon otros.
-¡Música! ¡Algo que le vaya al bombo!
La orquesta atacó una pieza estrepitosa, y aquel respetable anciano agarró los palillos y se puso a pegar con ellos, unas veces al compás y otras no.
Los gritos y el alboroto eran infernales. Todos estaban encantados y gritaban:
-¡Más fuerte!
Iván Stepánovich arreciaba.
-¡Más fuerte, más fuerte! ¡Más!
El anciano pegaba con todas sus fuerzas como el rey Negro de Freiligrath, hasta que llegó la culminación: se produjo un horrible crujido en el bombo, reventó la badana, todos estallaron en carcajadas, el estruendo se hizo inverosímil y a Iván Stepánovich le aligeraron de quinientos rublos de multa en favor de los músicos por haber roto el bombo.
Iván Stepánovich pagó, se enjugó el sudor, tomó asiento a la mesa y, cuando todos alzaban las copas a su salud, descubrió con horror a su yerno entre los comensales.
Más risas, más alboroto, y así hasta que yo perdí toda noción. En los raros destellos de lucidez, recuerdo que vi bailar a las gitanas y a mi tío agitando las piernas sin moverse de su asiento, luego le vi levantarse engallándose con alguien, pero inmediatamente se interpuso Riabika, y ese alguien salió despedido hacia un lado mientras mi tío volvía a ocupar su sitio a la mesa, en cuyo tablero había dos tenedores clavados delante de él. Entonces comprendí el papel de Riabika.
Pero en esto, penetró por la ventana el frescor del amanecer moscovita y yo volví a cobrar un poco conciencia de las cosas, aunque me parece que sólo lo necesario para dudar de mi sano juicio. Estaba en medio de una batalla campal y una tala de árboles: se oían crujidos y trastazos, oscilaban los árboles, unos árboles frondosos y exóticos, y tras ellos se apiñaban rostros morenos en un rincón mientras que del lado nuestro, junto a las raíces, relampagueaban unas hachas terribles, manejadas por mi tío, por el anciano Iván Stepánovich… Un cuadro verdaderamente medieval.
Era que estaban «apresando» a las gitanas refugiadas en la gruta, detrás de los árboles. Los gitanos no las defendían, sino que las dejaban valerse por sus propias fuerzas. Resultaba difícil establecer una diferencia entre lo que era broma y lo que iba en serio: por los aires volaban platos, sillas y piedras arrojadas desde la gruta, y los hombres seguían a hachazo limpio con el bosque, siendo los más esforzados Iván Stepánovich y mi tío.
La fortaleza cayó al fin: las gitanas fueron apresadas, besuqueadas, manoseadas, cada uno le deslizó a cada una un billete de cien rublos por el escote, y se acabó el asunto…
Sí. De pronto se hizo el silencio… Todo había terminado. Nadie dio la señal de parar, pero ya era bastante. Se notaba que, si bien la vida era un fastidio antes de aquello, ahora bastaba ya.
A todos les parecía suficiente y todos estaban satisfechos. Quizá influyera el hecho de haber anunciado el maestro que era su «hora de ir a clase», aunque, lo mismo daba, la verdad: la noche de Walpurgis había pasado y la vida volvía a su cauce.
La gente no se separaba, no se despedía, sino que desaparecía sencillamente. No quedaban ya ni los músicos ni los gitanos. El restaurante ofrecía un aspecto de total arrasamiento, sin una cortina ni un espejo sanos; incluso la araña del techo yacía en el suelo hecha añicos, y sus colgantes de cristal se partían bajo los pies de los criados, extenuados, que apenas si podían tenerse. Mi tío bebía kvas, sentado él solo en medio de un diván. Alguna cosa recordaba de vez en cuando, y entonces agitaba las piernas. De pie a su lado, esperaba Riabika, impaciente por acudir a sus clases.
Trajeron la cuenta, breve, «sin detalles».
Riabika la leyó con atención y exigió una rebaja de mil quinientos rublos. Sin meterse en discusiones con él, quedó ajustado el total, que ascendía a diecisiete mil rublos y que Riabika declaró razonable después de repasarlo. Mi tío pronunció lacónicamente «paga», luego se puso el sombrero y me hizo ademán de que lo siguiera.
Advertí con horror que no se le había olvidado nada y que yo no tenía la menor probabilidad de escabullirme de él. Me inspiraba auténtico pavor, y no llegaba a imaginarme, debido al estado de exaltación en que se encontraba, lo que sería de mí cuando nos quedásemos cara a cara los dos solos. Me había hecho que lo acompañara, sin una palabra de explicación, y ahora me llevaba de un lado para otro sin dejarme resquicio por donde escapar. ¿Qué podría ocurrirme? De mi borrachera, no quedaba ni rastro. Lo único que me pasaba era que le tenía sencillamente pánico a aquella terrible fiera salvaje, con su inverosímil fantasía y su espantoso desenfreno. Entre tanto, íbamos a marcharnos ya. En la antesala nos envolvió una nube de criados. Mi tío dictaminó: «cinco por barba», y Riabika repartió el dinero. La propina fue inferior para los guardas, barrenderos, guardias urbanos y gendarmes, cada uno de los cuales, según resultó, nos había prestado algún servicio. Todos fueron recompensados. Aquello representaba ya una buena cantidad; pero aún quedaban los cocheros de punto, que ocupaban con sus carruajes todo el espacio descubierto del parque, y todos nos esperaban también: esperaban al bátiushka Ilyá Fedoséich «por si su señoría se dignaba mandarles algo».
Se calculó cuántos eran, se les repartieron tres rublos a cada uno y mi tío y yo subimos al coche. Riabika le entregó entonces la billetera a mi tío.
Ilyá Fedoséich sacó un billete de cien rublos y se lo presentó a Riabika.
El hombre le dio unas vueltas entre los dedos y dijo:
-Es poco.
Mi tío añadió dos billetes de veinticinco.
-Tampoco es bastante: no ha habido ni una sola bronca.
Mi tío alargó un tercer billete de veinticinco, y entonces el maestro le entregó su bastón y se despidió.
V
Nos quedamos los dos frente a frente en el coche, que partió a toda velocidad hacia Moscú, seguido al galope, entre alaridos y traqueteos, por toda la patulea de cocheros. Yo no acertaba a comprender lo que pretendían, pero mi tío sí lo entendió. Era indignante: querían arrancarle otra propina de despedida y, con el pretexto de darle una prueba de deferencia a Ilyá Fedoséich, exponían su dignísima persona a la mofa general.
Estábamos ya muy cerca de Moscú, que aparecía ante nuestros ojos, todo envuelto en la maravillosa luminosidad matutina, nimbado por la tenues nubecillas de humo de los hogares, despertándose al plácido tañido de las campanas que llamaban a misa.
La calzada estaba flanqueada a ambos lados por almacenes que llegaban hasta la puerta de la ciudad. Mi tío mandó detener el coche delante del primero, se llegó hasta un barrilillo de madera de tilo que había a la entrada y preguntó:
-¿Es miel?
-Sí.
-¿Cuánto vale el barril?
-Vendemos al por menor, por libras.
-Pues me lo vendes al por mayor. Calcula lo que vale.
No recuerdo muy bien si fueron setenta u ochenta rublos lo que se calculó.
Mi tío arrojó el dinero.
Los coches que nos seguían se habían detenido también.
-¿Qué, muchachos? Los cocheros de nuestra ciudad me quieren bien, ¿no es cierto?
-¡Claro que sí! Nosotros, a vuestra excelencia, siempre…
-Me tienen cariño, ¿eh?
-Muchísimo.
-¡Fuera las ruedas de los coches!
Los cocheros se quedaron perplejos.
-¡Vamos, vamos! ¡Pronto! -ordenó mi tío.
Los más ágiles, unos veinte, rebuscaron debajo de los asientos, agarraron las llaves y se pusieron a aflojar las tuercas.
-Bien -dijo mi tío-. Ahora, ¡a engrasar los ejes con miel!
-¡Bátiushka!…
-Ya lo han oído.
-¡Una cosa tan rica!… Mejor sería comérsela.
-¡A engrasar los ejes con ella!
Sin más, mi tío volvió a subir al coche y partimos a toda velocidad dejando a los cocheros, con los vehículos sin ruedas, en torno al barrilillo de miel que, a buen seguro, no emplearon para untar los ejes con ella, sino que se la repartirían o se la revenderían al dueño del almacén. El caso es que nos dejaron en paz y fuimos a parar a una casa de baños. Allí pensé que había llegado para mí el fin del mundo y permanecí medio muerto dentro de una bañera de mármol mientras mi tío se tendía en el suelo; pero no simplemente tendido, ni en una postura normal, sino más bien apocalíptica. Toda la mole de su obeso corpachón sólo tocaba el suelo con las yemas de los dedos de sus pies y sus manos. Sostenido por tan endebles puntos de apoyo, su cuerpo rojo se estremecía bajo los chorros de una lluvia fría dirigida contra él, y él rugía con el rugido sofocado de un oso que estuviera arrancándose una espina. Aquello duró una media hora, y durante todo ese tiempo estuvo él estremecido como un flan sobre una mesa movediza hasta que, finalmente, se levantó de un salto, pidió una jarra de kvas, y entonces nos vestimos y fuimos al bulevar Kuznetski, «donde el francés».
Allí nos recortaron y nos rizaron ligeramente el cabello, nos peinaron, y luego nos encaminamos a pie hacia el centro, a la tienda de mi tío. Por lo que a mí se refiere, ni conversaba conmigo ni me dejaba marchar. Sólo una vez dijo:
-Espera, que no todo se hace de golpe. Y lo que no comprendes, con los años lo comprenderás.
En la tienda hizo sus oraciones, lo inspeccionó todo con el ojo del amo y se instaló detrás de su pupitre. El exterior del recipiente ya estaba limpio, pero dentro conservaba un gruesa capa de inmundicia que buscaba ser depurada.
Yo me percataba de ello, y no sentía ya temor, pero sí curiosidad. Deseaba ver qué castigo se imponía: ¿abstinencia o alguna buena obra?
A eso de las diez comenzó a manifestar fastidio, espiando la llegada de un tendero vecino suyo para ir a tomar el té, pues juntándose tres personas salía cinco kopecs más barato. El vecino no apareció: se había muerto de repente.
Mi tío se santiguó y dijo:
-Todos hemos de morir.
El hecho no lo afectó mayormente a pesar de que, durante cuarenta años, habían ido juntos a tomar el té a Novotróitski.
Llamamos al vecino del otro lado, y con él fuimos varias veces a reponer fuerzas con un tentempié, pero todo con sobriedad. Me pasé el día entero al lado de mi tío y acompañándolo hasta que, a la caída de la tarde, mandó en busca de su faetón para ir al convento de la Vsepetaia.
También era conocido allí y se le recibió tan reverenciosamente como en el Yar.
-Quiero prosternarme a los pies de la Virgen y llorar mis pecados. Y aquí les presento a mi sobrino, hijo de mi hermana.
-Pase, pase, por favor -instaban las monjas-. ¿Con quién podría mostrarse la Virgen más misericordiosa que con su merced? Siempre ha favorecido usted su santa casa. Llega muy a tiempo: se está celebrando el servicio de vísperas.
-Esperaré a que termine. A mí me gusta que no haya gente y que me acondicionen cierta penumbra, para recogerme.
Se hizo lo que pedía, apagando todas las luces, menos una o dos lamparillas y la que ardía justo delante de la Virgen, en un vaso de cristal verde, grande y profundo.
Mi tío no se hincó, sino que se desplomó de rodillas, luego cayó de bruces golpeando el suelo con la frente, ahogó un sollozo y se quedó inmóvil.
Las dos monjas y yo nos sentamos en un rincón oscuro, cerca de la puerta. Hubo una larga pausa. Mi tío seguía tendido en el suelo, mudo y quieto. Me pareció que se había quedado dormido, y así se lo dije a las monjas. Una de las hermanas, la de más experiencia, se quedó pensando un instante, luego sacudió la cabeza, encendió una vela muy fina y, con ella en la mano, se encaminó sigilosamente hacia el penitente. Dio una vuelta a su alrededor, despacito, de puntillas, y susurró muy agitada:
-Ya surte efecto.
-¿Cómo lo sabe?
La monja se inclinó, indicándome que yo hiciera lo mismo, y dijo:
-Mire, justo a través de la llama, donde tiene los pies.
-Ya veo.
-¡Qué lucha! ¿Verdad?
Me fijé y advertí, efectivamente, cierto rebullir: mi tío continuaba devotamente prosternado, sumido en sus oraciones, pero daba la impresión de que a sus pies había dos gatos peleándose, arremetiendo alternativamente el uno contra el otro y pegando saltos.
-¿De dónde han salido esos gatos? -pregunté a la hermana.
-Eso es lo que le parece a usted -contestó-; pero no son gatos, sino tentaciones del maligno. ¿No ve que su espíritu se eleva ya hacia el cielo, pero permanece todavía con los pies en el infierno?
Entonces vi que, en efecto, mi tío agitaba los pies como si terminara de marcarse el baile de la víspera. Lo que faltaba por precisar era si su espíritu se había elevado ya hacia el cielo.
Como en respuesta, mi tío exhaló de pronto un tremendo suspiro y gritó a voz en cuello:
-¡No me levantaré mientras no me perdones! ¡Porque sólo tú eres santo y todos nosotros somos malditos pecadores! -y prorrumpió en sollozos.
Sollozaba con tanto sentimiento que las monjas y yo rompimos también a llorar, pidiéndole a Dios que atendiera su plegaria.
Y antes de que pudiéramos recobrarnos estaba ya a nuestro lado, diciéndome en voz baja, con unción:
-Vamos. Tenemos que hacer.
Las monjas preguntaron:
-¿Ha tenido la ventura de ver el divino resplandor, bátiushka?
-No. El resplandor no lo he visto -contestó-. Pero esto… sí lo he notado…
Apretó el puño y lo levantó, como se levanta a los chiquillos por el pelo.
-¿Lo ha levantado?
-Sí.
Las monjas empezaron a santiguarse, y yo las imité, mientras mi tío explicaba:
-¡Ahora tengo su perdón! Desde lo más alto, desde la misma cúpula, ha descendido su diestra abierta, me ha agarrado de todos los pelos juntos y me ha puesto de pie…
Y no se sentía ya repudiado. Era feliz. Dejó una espléndida limosna para el convento donde sus plegarias habían producido aquel milagro, notó que la vida había dejado de ser un fastidio, envió a mi madre toda la dote que le correspondía y a mí me inició en la buena creencia popular.
Desde entonces conocí el gusto de lo popular en la caída y en la exaltación… Esto es lo que se llama chertogón, lo que hace salir a los demonios del cuerpo. Pero, repito, Moscú es el único sitio donde puede presenciarse, y eso si le acompaña a uno la suerte o goza del favor de algún venerable anciano.
Ilustración: Valere Bernard
No corresponde sino a las obras realmente hermosas dar lugar a imitaciones afortunadas o desafortunadas. Son otros tantos homenajes indirectos ofrecidos al genio, y que no le han faltado al más donoso, al más emotivo de los poemas, Pablo y Virginia, que Bernardin de Saint-Pierre catalogaba modestamente como una pastoral. Pastoral inmortal sin duda alguna, en la que la exactitud del paisaje y de las costumbres criollas no se rinde sino ante el encanto indecible que de ella se desprende. Las líneas que siguen no tienen ninguna relación, en cuanto al fondo, con la conmovedora historia de los dos jóvenes habitantes de la isla Mauricio. Los hechos transcurren en esta ocasión en la isla Bourbon [actual Reunión] y en época diferente. No obstante, la cercanía de las dos islas, separadas apenas por treinta y cinco leguas, traerá consigo ciertas analogías de descripción, salvo las diferencias del relieve, con frecuencia esenciales como podrá comprobarse, entre la obra de Bernardin y este relato sobre la muerte novelesca de un negro célebre por su habilidad, su valor y su originalidad.
La isla Bourbon es más grande y más elevada que la isla Mauricio. Sus cumbres más altas alcanzan entre 1.700 y 1.800 toesas por encima del nivel del mar; y las elevaciones circundantes están aún cubiertas de selvas vírgenes en las que el pie del hombre no ha penetrado sino en contadas ocasiones. La isla es como un cono inmenso cuya base está rodeada de ciudades y establecimientos más o menos considerables. Pueden contarse alrededor de catorce, todos ellos bautizados con nombres de santos y santas, según la piadosa costumbre de los primeros colonos. Algunas partes de la costa y de la montaña llevan también denominaciones extrañas para los oídos europeos, pero que éstos adoran: L’Étang Salé, Les Trois Bassins, Le Boucan Canot, L’Îlette aux Martins, La Ravine à malheur, Le Bassin bleu, La Plaine des Cafres, etc. Es raro encontrar entre la montaña y el mar una franja de más de dos leguas, salvo en la sabana des Galets y junto al río Saint-Jean, una a sotavento y el otro a barlovento de la isla. Según los antiguos criollos, el mar, que antaño rompía al pie mismo de la montaña, se había ido retirando paulatinamente; y es sobre las lenguas de arena y tierra que fue abandonando donde se construyeron las ciudades y los pueblos. No sucede lo mismo con la isla Mauricio que, salvo algunos picos comparativamente poco elevados, es baja y plana. No se encuentran en ésta las largas torrenteras que surcan la isla Bourbon desde las selvas hasta el mar, con una profundidad pavorosa de mil pies y en las que en la estación lluviosa discurren con un ruido ensordecedor irresistibles torrentes que arrastran rocas de incalculable peso. La vegetación de la isla Bourbon es también más vigorosa y activa, y el aspecto general más grandioso y severo. El volcán, cuya erupción es permanente, se encuentra hacia el sur en medio de montes desolados, que los negros denominan Pays brûlé.
Hacia 1820, un negrero de Madagascar desembarcó su carga humana entre Saint-Paul y Saint-Gilles. Se hicieron lotes que se distribuyeron sobre la arena y luego cada comprador volvió a subir la montaña con sus nuevos esclavos. Entre los que siguieron a su amo hacia las orillas del barranco de Bernica había un joven negro que será, si el lector tiene a bien permitirlo, el protagonista de esta historia tan verídica al menos como las aventuras de la obra que transcurre en la isla Mauricio.
Sacatove era de temperamento tan dulce y de carácter tan alegre; se acostumbró con tanta facilidad a hablar en criollo, que su amo lo distinguió entre los demás. Durante cuatro años enteros no cometió ninguna falta que pudiera merecerle algún castigo. Su entrega y su conducta ejemplar se hicieron proverbiales a diez leguas a la redonda. El patrón lo nombró capataz pese a su edad y los negros se acostumbraron a considerarlo como su superior natural. Todo iba perfectamente en la hacienda cuando, un buen día, Sacatove desapareció para no volver. La búsqueda más minuciosa resultó inútil y antes de que pasaran dos meses todo el mundo lo había olvidado.
La familia del amo blanco al que pertenecía estaba formada por un hijo y una hija de dieciocho y dieciséis años respectivamente. El chico era duro y cruel, aunque valiente, como la mayoría de los criollos; la chica era indolente y fría, con una piel de nieve, ojos azules y cabello rubio. El hermano pasaba la vida cazando en la montaña y en la sabana; la hermana vivía recostada en su habitación, desocupada y perezosa hasta la saciedad. Por lo que respecta al padre, fumaba entre treinta y cuarenta pipas diarias y bebía café a cada hora. Por lo demás sabía suficientemente de todas las cosas como para apreciar adecuadamente el aroma de su tabaco y el de su licor favorito. Era, no obstante, un buen hombre; algo feroz pero no demasiado.
La vivienda que ocupaban en su hacienda de Bernica poseía dos galerías superpuestas cerradas por persianas de rota pintada. Allí se encontraban algunos dormitorios construidos expresamente para evitar los intensos calores de enero. En uno de ellos descansaba habitualmente la joven criolla. Una mañana, sus esclavas predilectas, tras haber esperado largo rato la señal acostumbrada, inquietas por tan prolongado sueño, abrieron la puerta de la habitación y no encontraron a nadie. La joven había desaparecido. La habitación se encontraba tal y como estaba la víspera, sin que faltara ningún objeto de lujo de los que la decoraban, salvo la ropa y los objetos personales de la joven. Sólo podía tratarse de un rapto amoroso; y, aunque el padre y el hijo no sospecharan acerca de quién lo había realizado, las aventuras de esta naturaleza eran demasiado frecuentes como para no tomar medidas urgentes y enérgicas.
Era posible que el raptor se hubiera dirigido hacia la isla Mauricio. Supieron, efectivamente, que un navío había salido de Saint-Paul con ese destino el mismo día del rapto. Se siguió inmediatamente aquel navío, pero resultó que sólo había tocado puntualmente la isla vecina prosiguiendo su ruta rumbo a la India. El padre y el hijo regresaron a su hogar y esperaron pacientemente a que la fugitiva les diera noticias, buenas o malas. El primero no fumó por ello menos pipas; el segundo no cazó menos perdices y liebres. Todo prosiguió como de costumbre en la casa; sólo que hubo una habitación desocupada. Que el lector no se sorprenda por esta indiferencia, ni me acuse de exageración. El criollo tiene el corazón poco efusivo y encuentra ridículo enternecerse. No se trata de estoicismo sino más bien de apatía; lo más frecuente es un completo vacío bajo la tetilla izquierda, como diría Barbier. Dicho sea respetando la excepción que, como todo el mundo sabe, confirma de forma irrecusable la regla general.
Fue poco tiempo después cuando se oyó hablar de Sacatove en la hacienda. Un negro aseguró haberlo visto en los bosques. Esta noticia fue pronto confirmada de manera evidente. Una banda de negros cimarrones desvalijó las haciendas situadas cerca del bosque y la del patrón de Sacatove no se libró. Una noche entre otras, el dormitorio de la joven raptada fue tan completamente desvalijado que sólo quedaron los tabiques, puesto que hasta la persiana de rota se llevaron. El destacamento de los hauts de Saint-Paul recibió orden de perseguir a los cimarrones. Nuestro joven criollo cogió su escopeta de caza y se unió al destacamento como voluntario. Al verlo, su padre encendió una pipa y se tomó varias tazas de café a modo de despedida.
No hay nada más bello que un amanecer visto desde los montes de Bernica. Desde allí se descubre la mitad más rica de la parte de sotavento y el mar a treinta leguas. A la derecha, al pie de la Montagne-à-Marquet, la sabana des Galets se extiende sobre una superficie de tres o cuatro leguas erizada de grandes hierbas amarillas, que surca, como una larga raya negra, el torrente que le da nombre. Cuando la claridad que anuncia la salida del sol aparece por detrás de la montaña de Saint-Denis, una orla de oro fundido corona los dentellones de los picos y destaca vivamente sobre el azul oscuro de sus masas lejanas. Luego se forma de repente en el extremo de la sabana un imperceptible punto luminoso que va agrandándose poco a poco, se desarrolla, invade toda la sabana y, como una marea resplandeciente, pasa de un salto el río de Saint-Paul, resplandece sobre los tejados pintados de la ciudad y pronto rocía toda la isla en el momento en que el sol se lanza gloriosamente por encima de las cumbres más elevadas en el azul oscuro del cielo.
Es un espectáculo sublime que he tenido ocasión de admirar con frecuencia y que se desarrolló también ante los ojos del destacamento cuando hizo su primera parada, a las seis de la mañana, sobre el picacho rojo del Bernica, a unas 1.200 toesas por encima del nivel del mar. Pero, desgraciadamente, los criollos adoptan con gusto como divisa el nil admirari [«no emocionarse por nada»] de Horacio. ¿Qué les importan las magnificencias de la naturaleza? ¿Qué el resplandor de sus noches sin igual? Esas cosas no tienen salida en las plazas comerciales de Europa; un rayo de sol no pesa lo que un fardo de azúcar, y las cuatro paredes de un almacén alegran más sus ojos que los más amplios horizontes. ¡Pobre naturaleza, admirable de fuerza y de poder! ¿Qué les importa a tus ciegos hijos tu maravillosa belleza? No la venden ni al por menor ni al por mayor, luego no sirves para nada. ¡Alimenta con sueños huecos el débil cerebro de los poetas y de los artistas! El criollo es un hombre prematuramente grave, que sólo se deja llevar por los beneficios netos y claros, por la cifra irrefutable, por los sonidos armoniosos del dinero en metálico. Después de eso, todo los demás es vano: amor, amistad, deseo de lo desconocido, inteligencia y saber; nada de eso iguala en valor a un grano de café. Y esto es aún cierto ¡oh, lector!, muy cierto y muy deplorable. Los más fríos y apáticos de los hombres han sido ubicados bajo el más espléndido y dilatado cielo del mundo, en medio del océano infinito, con el fin de que quedara constatado que el hombre de estos tiempos es el ser inmoral por excelencia. ¿Hay inmoralidad más flagrante que la indiferencia y el desprecio de la belleza? ¿Hay algo más odioso que la sequedad de corazón y la impotencia del espíritu frente a la naturaleza eterna? Yo por mi parte he pensado siempre que el hombre así constituido no es sino una monstruosa y odiosa criatura. ¿Quién librará al mundo de él?
El destacamento penetró en los bosques. También éstos están repletos de un encanto austero. El bosque de Bernica, entonces como ahora, lucía en toda la abundancia de su fecunda virginidad. Henchida de cantos de pájaros y de melodías de brisas, dorada por aquí y por allá por los rayos multiplicados a través de las hojas, enlazada por lianas brillantes con mil flores incesantemente variadas de forma y de color y que se balanceaban caprichosamente desde las cimas osadas de las nates y de los bois-roses hasta los tubos redondeados de lospapayers-lustres; habríase dicho que era el jardín de Armenia en los primeros días de existencia del mundo, el retiro perfumado de Eva y de los amigos que iban a visitarla. Mil ruidos diversos, mil suspiros, mil risas se cruzaban hasta el infinito bajo las amplias sombras de los árboles, y todas aquellas armonías se unían y se confundían a veces de tal manera que la selva parecía formarse con ellas una voz magnífica y poderosa.
El destacamento pasó silencioso, y el paso de los cazadores se perdió en las profundidades solitarias del bosque. A una legua más o menos, en medio de una inextricable red de lianas y de árboles, la torrentera de Bernica, crecida por las lluvias, corría sordamente a través de su lecho de rocas dispersas. Dos paredes perpendiculares de 400 a 500 pies se erguían a ambos lados de la torrentera. Aquellas paredes, tapizadas en algunas zonas por pequeños arbustos trepadores e hierbas silvestres, estaban generalmente desnudas y dejaban que el sol calentara en demasía la piedra ya calcinada por las antiguas lavas de las que la isla ha conservado la imborrable huella. Si el lector tiene a bien detenerse un instante a mirar la orilla izquierda del barranco, observará en medio de la escasa vegetación de la que acabo de hablar una apertura de un tamaño reducido, más o menos a la mitad de la muralla. Prestando algo más de atención, sus miradas descubrirán una gruesa liana nudosa que desciende a lo largo de la roca hasta la citada entrada, que sus raíces resistentes han fijado más arriba en las grietas de la piedra alrededor del tronco de los árboles.
Había allí una gran gruta dividida en dos partes naturales, siendo la primera bastante más amplia que la segunda, e iluminada a medias por algunas grietas en la bóveda. Apenas se franqueaba la entrada, la curva de la roca se lanzaba a una altura que triplicaba la anchura de aquel cobijo conocido por los negros cimarrones. Tres de éstos se habían sentado en un rincón y fumaban silenciosamente.
En total desorden, colgados o por el suelo, escopetas, machetes de cortar la caña de azúcar, barriles de tocino salado, sacos de arroz, de azúcar y de café, ropas de todo tipo, marmitas y cacerolas llenaban aquella antecámara o más bien aquel cuerpo de guardia de la gruta. Girando un poco hacia la derecha y levantando una cortina de seda amarilla de la India, se entraba en la otra parte. Allí ardían cinco o seis grandes teas de madera de olivo, cuyos reflejos rojizos jugueteaban extrañamente sobre los tejidos de color con los que habían tapizado las paredes de la roca. Sillas, sillones y divanes amueblaban aquel extraño salón; al fondo, indolentemente reclinada sobre un rico sofá azul, vestida de muselina, tranquila e inmóvil aunque algo pálida, dormía o fingía dormir una joven blanca. A unos pasos de ella, apoyado sobre un largo bastón guarnecido de hierro, Sacatove la contemplaba con su expresión despreocupada y dulce arqueando su hermoso torso desnudo.
La joven hizo un movimiento y abrió sus grandes ojos azules. Sacatove se acercó sin hacer ruido y, de rodillas ante ella, le dijo con tono de ternura temerosa:
-¡Perdón, patrona!
Ella no respondió y le echó una mirada fría y despectiva.
-¡Perdón! ¡La amaba tanto! No podía seguir viviendo en los bosques. Si no la hubiera encontrado en la hacienda habría regresado a las cadenas antes que correr el riesgo de no volver a verla jamás. ¡Perdón!
-Debías regresar, efectivamente -contestó la joven-. ¿No eras el mejor tratado de todos nuestros esclavos? ¿Por qué te marchaste con los cimarrones?
-¡Ah! -dijo Sacatove riendo ingenuamente- es que quería ser un poco libre, patrona. Y además, tenía intención de traerla, y cuando Sacatove tiene un deseo, hay doscientos buenos brazos que obedecen. Yo la amaba, patrona, ¿no me amará usted nunca a mí?
-¡Déjame!, ¡estás loco, miserable esclavo! Sal de aquí; no, oye: llévame de nuevo a la hacienda, no diré nada y pediré que te perdonen.
-Sacatove no necesita el perdón de nadie, patrona; es él quien perdona ahora. Vamos, sea buena, patrona -dijo queriendo rodear con sus brazos el cuerpo de la joven.
Pero ante este gesto, ella lanzó un grito de repugnancia invencible y se echó violentamente hacia atrás golpeándose la cabeza con la roca. Palideció y cayó sin conocimiento. Al oír aquel grito estridente, varias negras entraron corriendo y le hicieron volver en sí; luego se marcharon.
-No tenga miedo de mí -dijo Sacatove-, mañana por la mañana estará usted en la hacienda.
-Está bien -susurró fríamente-; cumpliré mi palabra y pediré que te perdonen.
Sacatove sonrió tristemente y salió. Apenas había franqueado el estrecho sendero que separaba las dos puertas de la gruta cuando aparecieron las piernas desnudas de un negro en la entrada de ésta.
-Capataz -gritó con terror- ¡los blancos! ¡los blancos!
Entonces, de todos los rincones de la gruta salieron como por encanto un centenar de negros que tomaron las armas apresuradamente.
-¿Te han visto? -preguntó Sacatove al recién llegado.
-No, no; pero vienen hacia acá.
-Entonces, ¡silencio! No encontrarán nada.
Pronto, efectivamente, se oyeron numerosos pasos por encima de la gruta acompañados de palabrotas y maldiciones; luego el ruido disminuyó y desapareció por completo.
-¡Pobres blancos! -dijo Sacatove con un desprecio indecible. Los negros lanzaron grandes carcajadas al oír aquella exclamación de su jefe.
-Mañana, mañana por la mañana, señorita María, estará de nuevo en la hacienda con sus muebles y su ropa.
Los negros hicieron gestos de asentir silenciosamente; y Sacatove, aproximándose a la entrada de la gruta, sujetó su bastón con los dientes y desapareció trepando por el tronco nudoso de la liana.
El destacamento bajaba de la montaña una hora después de esta escena. El hermano de María se había retrasado unos pasos para dispararle a un hermoso piéjaune que se inclinó a recoger cuando se sintió derribado por una fuerza superior a la suya y oyó una voz, que le resultaba conocida, decirle en criollo:
-¡Buenos días, patrón! La señorita María está bien y pronto la verán de nuevo. No se sorprenda, patrón, soy yo, Sacatove. Salude al viejo blanco. ¡Adiós, patrón!
El joven criollo, recuperando su libertad de movimientos, se incorporó inmediatamente lleno de rabia, pero el negro se encontraba ya a treinta pasos de él y cuando quiso perseguirlo el otro desapareció en el bosque.
Al día siguiente del fijado para el regreso de María, cuando su padre y su hermano pasaban por debajo de la ventana de ésta fumando sus pipas, la vieron de repente y el primero exclamó:
-¡Cómo! ¿Eres tú, María? ¿Dónde has estado?
-¡Hable más bajo! -respondió la joven asomándose a la ventana. Sacatove me llevó al bosque, pero le he prometido el perdón, que hay que concederle por miedo a que hable.
-Si viene o si me lo encuentro -dijo el joven- no hablará.
No comprendió, efectivamente, la fuerza de voluntad y la generosidad que Sacatove había necesitado para desprenderse de una mujer que nadie en el mundo habría podido arrebatarle. Sólo recordó el doble ultraje de su esclavo y juró castigarlo con sus propias manos. No tuvo que esperar mucho. Una mañana que se encontraba cazando en la linde del bosque, en el momento en que apuntaba, Sacatove apareció ante él. Estaba desnudo como siempre, sin armas y con las manos cruzadas a la espalda.
-Buenos días, patrón. ¿La señorita María se encuentra bien?
-¡Ah, perro! -exclamó el criollo disparando.
La bala rozó el hombro del esclavo que dio un salto hacia delante, agarró al joven por la cintura y lo elevó por encima de su cabeza como para lanzarlo contra el suelo. Pero ese momento de ira no duró mucho. Lo dejó en el suelo y le dijo con calma:
-Inténtelo de nuevo, patrón; Sacatove es muy desgraciado; ya no le gustan los bosques y lo que desea es irse al país del buen Dios donde los blancos y los negros son hermanos.
El criollo recogió fríamente su arma, la cargó y lo mató a quemarropa. Así murió Sacatove, el célebre cimarrón. Su joven patrona se casó poco después en Saint-Paul, y no se dijo que su primogénito tuviera la piel menos blanca que ella.
Ilustración: Pedro Genaro Rodriguez
Era un buen marido. Un buen padre. No lo entiendo. No lo creo. No creo que sucediese. Vi cómo sucedía, pero no es verdad. No puede ser. Él siempre fue amable. Si lo hubieran visto jugando con los niños, nadie que lo hubiera visto con los niños hubiese pensado que tenía algo mal. Nada, ni tan siquiera un huesecillo. Cuando lo conocí, vivía aún con su madre, cerca del lago Primavera; yo los veía juntos, a la madre y los hijos, y pensé que merecía la pena conocer a un joven tan bueno con su familia. Luego, una vez que iba yo por el bosque, lo encontré solo. Volvía de cazar. No había cazado nada, ni un ratón de campo tan siquiera, pero no estaba enfadado por ello. Andaba retozando por allí, disfrutando del aire de la mañana. Fue una de las primeras cosas que me gustaron de él. No se tomaba nada a mal, no gruñía ni gemía cuando las cosas no salían a su gusto. Así que aquel día estuvimos charlando. Y supongo que las cosas fueron liándose a partir de entonces, porque muy pronto estaba aquí casi continuamente. Y mi hermana dijo (mis padres se habían mudado el año anterior y se habían ido al sur, dejándonos a nosotras aquí), mi hermana dijo, tomándome el pelo un poco, pero seria:
-¡Bien! ¡Si se va a pasar aquí todo el día y la mitad de la noche, supongo que ya no hay sitio para mí!
Y se mudó… camino abajo. Siempre hemos estado muy unidas las dos. Es una de esas cosas que no cambian nunca. Nunca habría podido superar este problema sin mi hermanita.
Bueno, el caso es que él se vino a vivir aquí. Y lo único que puedo decir es que fue el año feliz de mi vida. Era de lo mejor conmigo. Muy trabajador, nunca holgazaneaba, tan grande, tan apuesto. En fin, todos lo respetaban a pesar de lo joven que era. Las noches de reunión le pedían cada vez con más frecuencia que dirigiese el canto. Tenía una voz tan bonita… y empezaba fuerte, y los demás lo seguían y se le unían. Ahora me estremezco al pensarlo, cuando lo escuchaba las noches que me quedaba en casa y no iba a la reunión, cuando los hijos eran pequeños… el canto llegaba hasta aquí arriba entre los árboles, y la luz de la luna, las noches de verano, la luna llena iluminando. Nunca volveré a oír nada tan hermoso. Nunca volveré a conocer aquella dicha.
Fue la luna, eso es lo que dicen. Fue culpa de la luna y de la sangre. Lo llevaba su padre en la sangre. Yo no conocí a su padre y ahora me pregunto qué habrá sido de él. Era de más allá de Aguablanca y no tenía parientes por aquí. Yo siempre creí que habría vuelto allí, pero ahora no sé. Se contaban de él cosas, historias que salieron después de lo que pasó con mi marido. Es algo que se lleva en la sangre, dicen, y puede no salir nunca, pero si sale es siempre por el cambio de luna. Pasa siempre cuando no hay luna. Cuando todo el mundo está en casa y duerme. Hay algo que le viene al que lleva en la sangre la maldición, según dicen, y se levanta porque no puede dormir, y sale al sol cegador y se va solo… va a buscar sin poder evitarlo a los que son igual que él.
Y puede que sea así, porque mi marido lo hacía. Yo me incorporaba medio dormida y le decía:
-¿A dónde vas?
Y él decía:
-Oh, a cazar, volveré de noche.
Y no parecía él, hasta la voz era distinta Pero yo tenía sueño y no quería despertar a los pequeños, y él era tan bueno y tan responsable, no estaba bien que me pusiera a preguntarle por qué y a dónde y esas cosas.
Esto pasó tres o cuatro veces. Volvía tarde, agotado, de muy mal humor para alguien de tan buen carácter como él… No quería hablar de aquel asunto. Yo me decía que todos han de hacer una escapada de vez en cuando y que acosándolo no adelantaría nada. Pero la verdad es que empecé a preocuparme. No tanto porque se iba, sino por lo cansado y raro que volvía. Hasta el olor era raro. Me ponía los pelos de punta. No podía soportarlo y decía:
-¿Qué es eso… ese olor que tienes por todo el cuerpo?
Y él decía:
-No sé -muy secamente, y se hacía el dormido.
Pero se iba abajo cuando creía que yo no me daba cuenta y se lavaba, se lavaba. Pero aquellos olores no se le iban, se le quedaban en el pelo, quedaban en nuestro lecho durante varios días.
Luego, pasó aquello tan horrible. No me resulta nada fácil hablar de ello. Me entran ganas de llorar cuando tengo que recordarlo. Nuestra hija más pequeña, la chiquitina, rechazó a su padre. Fue de pronto. Llegó él y ella puso cara de miedo, se quedó rígida, los ojos muy abiertos, luego empezó a llorar y a esconderse detrás de mí. Aún no hablaba bien, pero no hacía más que repetir: «¡Que se vaya, que se vaya!».
Qué mirada la de su padre, cuando la oyó decir esto. Eso es lo que nunca quiero recordar. Eso es lo que no puedo olvidar. La expresión de sus ojos, solo un instante, mirando a su propia hija.
A la pequeña le dije:
-¡Debía de darte vergüenza!, ¿qué te pasa? -riñéndola, pero al mismo tiempo apretándola contra mí, porque también yo tenía miedo. Tanto que temblaba.
Entonces él apartó la vista y dijo, más o menos:
-Supongo que acaba de despertar y sigue soñando -y no le dio más importancia, o lo procuró.
Yo hice otro tanto. Y me enfadé mucho con mi pequeña cuando siguió mostrando tanto terror hacia su propio padre. Pero ella no podía evitarlo y yo no podía hacer nada.
Él pasó fuera todo aquel día. Porque ya lo sabía, me imagino. Sabía que empezaba ya el período en que no hay luna.
Hacía calor dentro, era agobiante, estaba oscuro, y llevábamos todos durmiendo un rato cuando me despertó algo. Él no estaba a mi lado. Presté atención y oí un rumor en el pasadizo. Así que me levanté, porque no podía aguantar más. Salí al pasadizo y había luz, la penetrante luz del sol que venía de la entrada. Y lo vi allí plantado en la hierba alta de la entrada. Con la cabeza inclinada. Luego se sentó, como si se sintiese cansado, y miró hacia abajo, hacia los pies. Me quedé quieta, dentro, mirándolo… sin saber por qué.
Y vi lo que él veía. Vi el cambio. Empezó por los pies. Se le volvieron largos, más largos, se estiraron, se estiraron los dedos y se estiraron los pies y se hicieron blancos y carnosos. No había nada de pelo en ellos.
Empezó a desaparecerle el pelo por todo el cuerpo. Era como si con la luz del sol se derritiese y desapareciese. Se quedó todo blanco, igual que un gusano. Y volvió la cara. Le iba cambiando mientras lo miraba. Se le fue aplanando cada vez más, y la boca también se le acható y ensanchó y los dientes le asomaban planos y romos y la nariz era ya solo un botón de carne con dos agujeros, y desaparecieron las orejas y los ojos se volvieron azules (azules, con bordes blancos alrededor del azul) y me miraban fijamente desde aquella cara blanca, suave, plana.
Luego se levantó sobre dos piernas.
Lo vi. Tenía que verlo, mi propio amor convertido en el abominable.
No podía moverme, pero mientras estaba agazapada allí mirando hacia el día, temblé y me estremecí con un gruñido que estalló en un aullido horrible y demencial. Un aullido que era grito de dolor y de terror y llamada de auxilio. Y los demás me oyeron, aunque estaban dormidos. Despertaron.
Me miró, entornó los ojos, la cosa aquella en que se había convertido mi marido, y alzó la cara hacia la entrada de nuestra casa. Yo estaba aún paralizada por un miedo mortal, pero los pequeños habían despertado y la pequeña lloriqueaba a mi espalda. Me invadió entonces la furia materna y avancé con un gruñido.
La cosa hombre miró a su alrededor. No tenía ningún arma, como las de los lugares de los hombres. Pero cogió una rama grande de árbol con su largo pie blanco y lanzó el extremo de la misma hacia la entrada de la casa, en mi dirección; yo así la punta de la rama entre los dientes y empecé a avanzar, pues sabía que el hombre mataría a nuestros hijos si podía. Pero llegaba ya mi hermana. La vi correr hacia el hombre con la cabeza baja, los ojos amarillos como el sol de invierno. Se volvió hacia ella y alzó la rama para pegarle. Pero yo salí entonces, enloquecida por la furia materna y ya llegaban todos los demás respondiendo a mi llamada, toda la manada unida, allí en aquella claridad cegadora, bajo el calor del sol de mediodía.
El hombre nos miró a todos y lanzó un gran grito y blandió la rama. Luego echó a correr, dirigiéndose hacia los campos más despejados y hacia las tierras de labor, ladera abajo. Corría, con dos patas, saltando y zigzagueando, nosotros lo seguimos.
Yo iba detrás, porque el amor aún frenaba la cólera y el miedo que había en mí. Iba corriendo cuando vi que lo derribaban. Los dientes de mi hermana se clavaron en su garganta. Cuando llegué, ya había muerto. Los demás se apartaron de la pieza cobrada por el gusto de la sangre, y por el olor. Los más jóvenes se encogían, algunos gemían, mi hermana se frotaba la boca contra las patas delanteras sin parar, para borrar aquel sabor. Me acerqué, porque creía que si la cosa estaba muerta, el hechizo, la maldición habría cesado y mi marido volvería… vivo, o incluso muerto; si pudiese al menos verlo, mi verdadero amor, tan hermoso en su verdadera forma… Pero allí solo estaba el hombre muerto, blanco y ensangrentado. Fuimos apartándonos de él, alejándonos, hasta que dimos vuelta y nos alejamos corriendo, volvimos a las montañas, a los bosques de sombras y de penumbra y de bendita oscuridad.
Ilustración: Bartolomé Esteban Murillo
En los primeros días del otoño de 1838 un asunto de negocios me llevó al sur de Irlanda. El tiempo era agradable, el lugar y la gente me eran nuevos. Alquilé un caballo en una taberna y envié mi equipaje con un sirviente a bordo de una diligencia de correo y luego, con la curiosidad de un explorador, inicié un recorrido de 25 millas a caballo, por caminos inhóspitos, hasta llegar a mi destino. Atravesé pantanos, colinas, planicies y castillos en ruinas, siempre bajo un consistente viento.
Inicié la marcha tarde, y habiendo hecho poco menos de la mitad del camino, ya estaba pensando en hacer un alto en el próximo lugar conveniente, para que descansase el caballo y se alimentase, y también para hacerme de algunas provisiones.
Eran cerca de las cuatro cuando el camino, que ascendía gradualmente, se desvió a través de un desfiladero entre la abrupta terminación de unas montañas a mi izquierda, y una colina que se elevaba a mi derecha. Abajo se erguía una precaria villa bajo una larga línea de gigantescos árboles de hayas, cuyas ramas cobijaban a pequeñas chimeneas que emitían sus respectivas columnas de humo. A mi izquierda, separadas por millas, ascendiendo el cordón montañoso antes nombrado, había un bosque salvaje, cuyos follajes y helechos terminaban en las rocas.
A medida que descendía, el camino daba algunas curvas, siempre teniendo a mi izquierda el paredón de piedra gris, cubierto aquí y allá con hiedra. Y al acercarme a la villa, a través de sendas en el bosque, pude ver el largo murallón de una vieja y ruinosa casa ubicada entre los árboles, a medio camino entre el pintoresco paisaje montañoso.
La soledad y la melancolía de esa ruina picó mi curiosidad, y una vez que hube llegado a la posada de St. Columbkill, habiendo puesto a descansar a mi caballo y permitiéndome a mí mismo una buena comida, comencé a pensar nuevamente en el bosque y la casa ruinosa, resolviendo dar luego un paseo por aquellas soledades.
El nombre del lugar, supe, era Dunoran; y luego de traspasar el portón de entrada a la propiedad, inicié un paseo por la dilapidada mansión.
Una larga senda en la que sobresalían muchas ligustrinas, me llevó, luego de algunas curvas y recodos, a la vieja casona, bajo la sombra de los árboles.
El camino traspasaba una hondonada recubierta de malezas, pequeños árboles y arbustos, y la silente casa tenía su puerta principal abierta hacia esta oscura cañada. Más allá se extendían robustos árboles por entre la casa, en sus desiertos parques y establos.
Entré y vagué por todos lados, viendo ortigas y ligustrinas a través de los pasillos; de cuarto en cuarto los cielorrasos estaban caídos, y por aquí y por allá había vigas oscuras y raídas, con zarcillos de hiedra por todos lados. Las paredes altas, con el yeso picado, estaban manchadas y enmohecidas. Las ventanas estaban opacadas por la hiedra y, cerca de la gran chimenea unos grajos, especie de pequeños cuervos, revoloteaban mientras que de los árboles que cubrían la cañada, desde el otro lado, se escuchaban los graznidos de sus pichones.
Y, mientras caminaba por entre aquellos melancólicos pasillos, mirando solo en las habitaciones cuyos entarimados no estaban hundidos (circunstancia que hacía de mi exploración una actividad peligrosa), comencé a preguntarme por qué una casa tan grande, en el medio de tan pintoresco paisaje, se había permitido decaer; soñé con la hospitalidad de quienes mucho tiempo antes fueran sus dueños, e imaginé la escena de fiestas y francachelas que se habría visto en medianoche.
La gran escalera era de roble, y había aguantado maravillosamente el tiempo. Me senté en sus escalones pensando vagamente en la transitoriedad de todas las cosas bajo el sol.
Excepto por el ronco y distante clamor de los pichones, apenas perceptible desde donde yo me encontraba sentado, ningún sonido quebraba la profunda quietud del lugar. Raras veces había experimentado tal sentimiento de soledad. No había viento; ni siquiera el crepitar de una hoja marchita a través del pasillo. Todo era opresivo. Los altos árboles que se erguían alrededor de la casa la oscurecían y añadían algo de terror a la melancolía del lugar.
En ese momento, cercano a mí, escuché con desagradable sorpresa una voz muy particular, que repitió estas palabras:
-Comida para los gusanos, muerta y podrida.
Había una pequeña ventana en la pared, y a través de su oscuro hueco vi, casi entre las sombras, la forma difusa de un hombre, sentado y bamboleando su pie. Me miraba fijo y reía cínicamente; antes de que pudiera recuperarme de la sorpresa, repitió este dicho:
-Si la muerte fuera una cosa que con dinero se pudiese evitar, los ricos vivirían y los pobres habrían de morir.
-Fue una gran casa, señor -continuó- la Casa Dunoran, de los Sarsfield. Sir Dominick Sarsfield fue el último de su familia. Perdió la vida a no más de seis pies de distancia de donde usted está sentado.
Y mientras decía esto, saltó con un leve brinco al piso. Tenía el rostro oscuro, rasgos afilados, un poco encorvado. Tenía un bastón para caminar con el cual señaló a un punto en la pared. Una mancha en el yeso.
-¿Ve usted la marca, señor? -dijo.
-Sí -respondí, al tiempo que me paraba y miraba con curiosa anticipación.
-Está a unos siete u ocho pies del piso, señor, y usted no adivinará de qué proviene.
-Me temo que no -dije- supongo que es una mancha de humedad.
-Nada de eso, señor -respondió con la misma sonrisa cínica, aún apuntando al manchón con su bastón-. Es un manchón de sesos y sangre. Está ahí desde hace más de cien años; y nunca se irá mientras la pared esté en pie.
-Entonces, ¿fue asesinado?
-Peor que eso, señor -respondió.
-¿Tal vez se suicidó?
-Peor que eso, señor. Soy más viejo de lo que parezco, señor; usted no podrá adivinar mis años.
Se quedó en silencio, mirándome, como invitándome a una conjetura.
-Bueno, yo diría que usted tiene unos cincuenta y cinco.
Rió, tomó una pizca de rapé y dijo:
-Cumplí setenta hace poco.
-Le doy mi palabra que no lo aparenta; aún no lo puedo creer. ¿Usted no recuerda la muerte de sir Dominick Sarsfield? -dije, mirando la ominosa mancha de la pared.
-No, señor, eso ocurrió mucho antes de que yo naciera. Pero mi abuelo fue mayordomo aquí y muchas veces escuché de su boca el relato de la muerte de sir Dominick. No hubo mayordomo en la casa desde que ocurrió aquello, pero hubo dos sirvientes que la mantuvieron, y mi tía fue una de ellas. Ella me crió aquí hasta que tuve 9 años, hasta que se marchó a Dublín, desde ese momento todo comenzó a decaer. El viento fue despojando el tejado y la lluvia pudrió el maderamen. Poco a poco, a través de estos sesenta años, la casa se fue convirtiendo en esto que hoy ve usted. Pero yo aún tengo cierto afecto por el lugar, por los viejos tiempos. Nunca vengo por aquí, pero quise echar un vistazo. No pienso que esté viniendo muchas veces a ver la vieja casa, ya que estaré bajo el césped en no mucho tiempo.
-Usted se mantiene joven -dije, y dejando este trivial tema, comenté-: No me sorprende que le guste este viejo lugar; es un bello lugar, con muchos árboles.
-Desearía que lo hubiera visto cuando las nueces estaban maduras; son las nueces más dulces de toda Irlanda, creo -contestó con un práctico sentido de lo pintoresco-. Usted se llenaría los bolsillos mientras lo recorría.
-Este es un bosque muy antiguo -comenté-. No he visto ninguno más hermoso en toda Irlanda.
-¡Eiah! Usía, todas las montañas de por aquí ya tenían bosques cuando mi padre era mozo, y Murroa Wood era el más grande de todos. La mayoría eran robles, y hoy han sido en gran parte talados. Ni uno quedó que se pueda comparar con los de aquellos tiempos. ¿Qué camino tomó, usía, para llegar hasta aquí? ¿Vino desde Limerick?
-No. Killaloe.
-Bueno, entonces pasó por el lugar donde estaba en los viejos tiempos el Murroa Wood. Fue cerca de allí que sir Dominick Sarsfield se encontró por primera vez con el Diablo, el Señor nos libre, y este fue un mal encuentro para él.
Había tomado interés en esta aventura que había tenido lugar en el mismo marco que ahora me atraía tanto; y mi nuevo conocido, el pequeño encorvado, estaba bien dispuesto a narrarme la historia. Y comenzando a hablar, pronto nos sentamos.
-Cuando sir Dominick estaba aquí, la propiedad estaba esplendorosa; y aquí tenían lugar grandes fiestas, había música y se le daba la bienvenida a todos aquellos que se acercaban. Había vino de tonel de clase, comida caliente, como para incendiar una ciudad, y cerveza y sidra, como para hacer flotar un buque. Esto duraba casi todo el mes, hasta que el tiempo y la lluvia estropeaban las diversiones de nuestras danzas. Por esa época comenzaba la feria de Allybally Killudeen, distrayéndonos con sus diversiones.
“Pero sir Dominick sólo estaba comenzando, y no le había quedado método por intentar que lo llevase a deshacerse de su fortuna (bebida, dados, carreras, naipes y todo tipo de azares), con lo que no pasaron muchos años para que se viera en deuda y se convirtiera en un hombre muy desgraciado. Al mundo exterior mostró, mientras pudo, como que no ocurría nada. Luego vendió todos sus perros y luego fueron casi todos los caballos. Con eso se marchó a Francia, y nadie escuchó nada de él durante algo así como dos o tres años. Hasta que al final, muy inesperadamente, una noche se escuchó un golpe en la gran ventana de la cocina. Eran pasadas las diez y el viejo Connor Hanlon, mi abuelo el mayordomo, estaba sentado al lado del fuego, solo, calentándose. Soplaba un viento fuerte por las montañas, y silbaba a través de la copa de los árboles y hacía un ruido triste a través de la gran chimenea.”
El narrador miró fijo a la más cercana chimenea, visible desde su asiento.
-Como no estaba seguro acerca del golpe en la ventana, se levantó y vio el rostro de su patrón. Mi abuelo se alegró de verlo bien, ya que hacía bastante tiempo que no tenía noticias de él; pero al mismo tiempo estaba triste porque habían cambiado las cosas y sólo estaban a cargo de la casa el viejo Juggy Broadrick y mi abuelo mismo, habiendo apenas un hombre en el establo, y era cosa muy lamentable volver a la propia casa en tal estado. Él le dio la mano a Connor y dijo:
“-Vine aquí para hablarle. Dejé mi caballo con Dick en el establo; si no lo vuelvo a buscar antes del amanecer, quiere decir que jamás lo volveré a utilizar.
“Dicho esto, fue a la gran cocina y tomó un taburete, donde se sentó para tomar un poco de calor del fuego.
“-Siéntate, Connor, frente a mí, y escucha lo que voy a contar, y no temas decir lo que pienses.
“Habló todo el tiempo mirando al fuego, con sus manos extendidas. Se veía muy cansado.
“-¿Y por qué habría de temer, amo Dominick? -preguntó mi abuelo-. Usted ha sido un buen amo para mí, lo mismo que su padre, que su alma descanse en paz, antes de usted. Y soy sincero.
“-Todo terminó para mí, Con -dijo sir Dominick.
“-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo.
“-Reza por ello -dijo sir Dominick-. Perdí mi última moneda; sólo queda esta vieja casa. Debo venderla y he venido, sin saber bien por qué, a dar un último vistazo y luego marcharme hacia la oscuridad.
“Y dijo:
“-Con, dicen que el Diablo te da dinero durante la noche que al otro día se convierte en guijarros, astillas y cáscaras de nuez. Si juega limpio, creo que podré hacer negocios con él esta noche.
“-¡Dios no lo permita! -dijo mi abuelo, con un sobresalto, mientras se santiguaba.
“-¡Cómo pasa el tiempo! ¿Cuánto tiempo pasó desde que el capitán Waller lidió conmigo por la joya en New Castle?
-‘Seis años, amo Dominick, y con el primer disparo le rompió la pierna.
“-Lo hice, Con -dijo él- y ahora desearía que, en cambio, él me hubiera atravesado el corazón. ¿Tienes un whisky?
“Mi abuelo tomó una botella de un aparador y sir Dominick lo sirvió en una copa.
“-Saldré para echar un vistazo a mi caballo -dijo, levantándose y enfundándose con su capa, y con la mirada fija como si estuviese pensando en algo malo.
“No tardaré más que un minuto en ir al establo y mirar el caballo por usted, señor -dijo mi abuelo.
“-No iba a ir al establo -dijo sir Dominick-; puedo decirte la verdad, ya que lo sabrás tarde o temprano. Iba a ir a través del bosque; si vuelvo me verás en no más de una hora. De cualquier manera, no sería bueno que me siguieras, ya que si lo haces te dispararía y sería un mal fin para nuestra amistad.
“Dicho esto, caminó por este pasillo de ahí. Abrió la puerta y salió hacia la espesura bajo la luz de la luna y el viento frío. Mi abuelo lo vio caminar a través del bosque, hasta que entró y cerró la puerta.
“Sir Dominick se detuvo para pensar cuando se encontró en el medio del bosque. No se había dado cuenta cuando dejó la casa, pero el whisky no le había aclarado la mente, tan solo le había dado coraje.
“Ya no sentía el viento, no temía a la muerte, ni pensaba en nada más que en la vergüenza y la caída de su familia.
“De pronto no le vino mejor idea que seguir caminando hasta Murroa Wood, en donde podía subirse a uno de los robles para colgarse con su pañuelo de una de las ramas.
“Era una brillante noche de luna llena, tan solo había una pequeña nube que de cuando en cuando ocultaba al satélite que, sin embargo, daba tanta luz como si fuera día.
“Marchó hacia el bosque de Murroa, iba tan rápido que cada uno de sus pasos equivalía a tres normales. No tardó mucho tiempo en llegar al lugar en que los robles extendían sus sarmentosas raíces y sus ramas como si fueran los maderos de un techo, dejando filtrar, empero, algo de la luz lunar, y provocando unas sombras gruesas y tan espesas como la suela de mi zapato.
“Ya estaba volviendo a su sobriedad, y comenzaba a afloja su paso, pensando que sería mejor enlistarse en el ejército del Rey de Francia.
“En ese momento, cuando había resuelto para sí mismo no quitarse la vida, fue que comenzó a escuchar un leve tintineo a través del bosque y, de pronto, vio a un gran caballero justo enfrente suyo, que venía caminando por ese mismo lugar.
“Era joven, tal como él, y vestía un sombrero ladeado, con un listón dorado a su alrededor, como el de un oficial, y una indumentaria como la que en algunas ocasiones vestían los oficiales franceses.
“Los dos caballeros se quitaron sus respectivos sombreros, y el extraño dijo:
“-Estoy reclutando, señor -dijo él- para mi soberano, y usted se dará cuenta de que mi dinero no se convertirá en guijarros, astillas y cáscaras de nuez a la mañana siguiente.
“Al mismo tiempo sacó una gran bolsa repleta de oro; sir Dominick sintió cómo se le erizaban los pelos de la nuca.
“-No tema -dijo el extraño- el dinero no te consumirá. Si pruebas ser honesto y si esto prospera contigo, desearía proponerte un pacto. Hoy estamos a último día de febrero -continuó- te serviré durante siete años exactos, y al término de los mismos tú me servirás a mí. Volveré a buscarte cuando el séptimo año se cumpla, cuando el reloj surque el minuto entre febrero y marzo. Tú no me verás como un mal amo, ni tampoco como un mal sirviente. Amo mis propiedades; y ordeno todos los placeres y glorias del mundo. El contrato se iniciará hoy, y el arriendo se cumplirá en la medianoche del último día nombrado; y en el año de -me dijo el año, pero ciertamente lo olvidé- y si tú prefieres esperar para ver el progreso antes de firmar, tendrás un plazo de ocho meses y 28 días. Pero en este lapso no puedo hacer gran cosa por ti; y si llegado el día no quieres firmar, todo lo que te otorgué se desvanecerá, y te encontrarás tal y como esta noche, listo para colgarte del primer árbol.
“Bien, sir Dominick eligió esperar, y regresó a la casa con la bolsa llena de oro, tan redonda como su sombrero. Mi abuelo se alegró de ver a su amo seguro y regresando tan pronto. Llamó nuevamente por la cocina y dejó caer la bolsa sobre la mesa. Se quedó parado y moviendo los hombros, como si hubiera estado cargando un gran peso sobre ellos; miró la bolsa y mi abuelo lo miró a él, y de él a la bolsa y nuevamente a él. Sir Dominick se veía pálido como una hoja de papel.
“-No lo se, Con, ¿qué habrá dentro? Es la carga más pesada que jamás acarreé.
“Se mostró tímido para abrirla y antes de hacerlo hizo que mi abuelo avivara el fuego de la chimenea. Una vez abierta, vieron que la bolsa estaba repleta de monedas de oro, nuevas y brillosas, como si fueran recién salida de la casa de la moneda.
“Sir Dominick hizo que mi abuelo se sentara a su lado mientras contaba cada una de las monedas de la bolsa.
“No faltaba mucho para que rompiera el día cuando terminó de contar, y sir Dominick le hizo jurar a mi abuelo que no diría palabra de aquel asunto a nadie. Y él lo guardó en secreto.
“Cuando el plazo de los ocho meses y veintiocho días estaba cerca de expirar, sir Dominick regresó muy preocupado a esta casa. No sabía bien qué hacer. Nadie más que mi abuelo sabía algo sobre el tema, y no conocía ni la mitad de lo que había pasado.
“A medida que se acercaba el final del mes de octubre, sir Dominick se iba angustiando cada vez más.
“Una vez que pudo tranquilizarse pensando que no tendría que decir más nada sobre el asunto, ni hablar nuevamente con aquel que conociera en el bosque de Murroa, las deudas volvieron a hacer palpitar su corazón. Sólo unas semanas antes de la expiración del plazo, todo comenzó a andar mal. Un hombre le escribió desde Londres para decir que sir Dominick había pagado trescientas libras al hombre equivocado, y que debería pagar de nuevo; otro reclamaba una deuda de la que nunca antes había oído nada; y otro más, en Dublín, negaba el pago de una gran deuda, y sir Dominick no tenía idea de dónde había puesto los recibos. Por la misma fecha tuvo una cincuentena de reclamos similares.
“Una vez que llegó la noche del 28 de octubre, estaba por volverse loco con la cantidad de reclamos que le llegaban de todos lados. Sólo veía como salida el recurrir a su terrible amigo, aquel a quien había conocido aquella noche en el bosque de aquí cerca.
“Así que decidió marchar para cumplimentar el asunto que ya había iniciado, a la misma hora que había ido la última vez. Se quitó el crucifijo que llevaba en torno al cuello, ya que era católico, y su pequeño evangelio, y se deshizo de la astilla de la Sagrada Cruz que guardaba en un relicario, ya que desde que había tomado dinero proveniente del El Maligno, había comenzado a sentir miedo, y se había hecho de diversos elementos para protegerse del poder del demonio. Pero esa noche no se atrevía a llevarlos consigo, así que se los dio en la mano a mi abuelo, sin decirle palabra, con el rostro tan blanco como el papel. Luego tomó su sombrero y espada y le dijo a mi abuelo que estuviera pendiente de su regreso para luego salir hacia el bosque.
“Era una noche tranquila, y la luna, no tan brillante como la primera noche, iluminaba el brezal y las rocas y caía sobre el solitario bosque de robles.
“Su corazón iba latiendo, a medida que se acercaba al lugar, con mayor fuerza. No había sonido alguno, ni siquiera el aullido distante del perro de la villa cercana. Si no fuera por sus deudas y pérdidas que lo estaban por volver loco y, a pesar del temor por su alma, esperanzas del paraíso y de todo lo que su buen ángel le susurraba al oído, se habría dado la vuelta, habría enviado por su clérigo para que le tomare la confesión y le diera una penitencia, para poder cambiar su camino hacia una buena vida, ya que había llegado al punto de aterrorizarse por el pacto que iba a realizar.
“Aligeró el paso hasta que llegó al mismo lugar bajo las grandes ramas del viejo roble. Se detuvo y se sintió tan frío como un muerto. Imagínese que no se sintió mucho mejor cuando vio venir al mismo hombre por detrás del gran árbol.
“-Encontró que el dinero fue bueno -dijo éste- pero no fue suficiente. No importa, tendrás suficiente como para ahorrar. Te haré una sugerencia para que cada vez que necesites mi servicio, cada vez que desees verme, sólo tendrás que acudir a este lugar y recordar mi rostro en tu mente, y desear mi presencia. Ahora para fin de año ya no deberás ni un centavo, y nunca perderás a los naipes, siempre tendrás el mejor lanzamiento de dados y apostarás al caballo correcto. ¿Estás complacido?
“La voz de sir Dominick casi se atenazaba en su garganta, pero emitió una o dos palabras que significaban su consentimiento. Y con esto El Maligno lo tocó con una aguja, invitándolo a escribir unas palabras que tenía que repetir y que sir Dominick no comprendió, sobre dos delgadas hojas de pergamino. Con una de ellas se quedó el caballero, y la otra se la entregó a sir Dominick, dándosela en la misma mano de la que había tomado su sangre. También le cerró la herida, ¡y esto es verdad, como que usted está ahí sentado!
“Bueno, sir Dominick regresó a casa. Estaba muy asustado. Pero poco a poco iba calmándose. En breve tiempo se vio librado de sus deudas. El dinero pronto le cayó en avalancha, y nunca hizo apuesta o tomó parte en juego de azar que no ganara; y por sobre todo, no hubo pobre en sus propiedades que no fuese menos feliz que sir Dominick.
“Él volvió a los viejos tiempos, cuando el dinero propiciaba que hubiera sabuesos, caballos y vino en abundancia, muchos invitados, diversiones y todo aquello que alegraba la gran casa. Y algunos dijeron que sir Dominick estaba pensando en casarse, en tanto otros decían que no. De cualquier modo, algo había que lo preocupaba más de lo común y una noche, sin que nadie lo supiera, marchó al bosque de robles. Mi abuelo pensó que sería algún problema con una joven y bella dama de la que estaba celoso y enamorado. Pero es sólo una suposición.
“Bien, sir Dominick se metió en el bosque, caminando y espantándose cada vez más a medida que se iba acercando al punto de encuentro; luego de un rato allí, se estaba por volver sobre sus pasos, cuando vio a quien había ido a ver, sentado sobre una gran roca, bajo uno de los árboles. En lugar de estar ataviado como un elegante caballero, con el listón dorado y la gran vestimenta, ahora estaba vestido con harapos y su estatura era del doble que antes. Su rostro estaba embadurnado de hollín y tenía un gran martillo metálico, que se veía tan pesado como cincuenta, con un mango de casi un metro de largo entre sus rodillas. Estaba tan oscuro que no le vio claramente por un largo rato.
“Se paró, vio que tenía un tamaño descomunal. Qué ocurrió entre ellos mi abuelo jamás escuchó, pero sir Dominick se empezó a volver un tipo melancólico, noche tras noche, y no reía por nada ni decía palabra alguna a nadie. Cada vez empeoraba más y se volvía más solitario. Y esa cosa, cualquiera que fuera, solía atacarle espontáneamente, algunas veces de una forma y otras veces de otra, podía ser en lugares solitarios o cuando regresaba cabalgando solo a casa. Al final se desesperó tanto que envió por el sacerdote.
“El cura estuvo con él por largo tiempo, y cuando hubo escuchado toda la historia se marchó rápidamente en busca del obispo, quien estuvo aquí al día siguiente, dándole un buen consejo a sir Dominick. Le dijo que debía cortar por lo sano con los dados, los juramentos y la bebida, y que debía deshacerse de las malas compañías, para vivir en la virtud hasta que se cumpliera el plazo de siete años. Y si el Diablo no venía por él durante el minuto posterior a las doce en punto del primero de marzo, él estaría a salvo del pacto. No faltaban más de ocho o diez meses para que se cumpliera el plazo de los siete años, y sir Dominick vivió todo ese tiempo de acuerdo al consejo del obispo, tan estrictamente como si estuviera en un retiro.
“Bien, usted puede suponer que se sintió raro hasta que llegó la mañana del 28 de febrero.
“El cura llegó ese día, y sir Dominick y el reverendo se encerraron juntos en el cuarto que usted ve ahí, donde estuvieron rezando hasta casi la medianoche y durante la siguiente hora. No hubo signos de desorden ni mayor disturbio, y el obispo durmió esa noche en la habitación contigua de sir Dominick, despertando confortable al otro día, estrechando sus manos y besándose como dos camaradas luego de una victoria en la guerra.
“Sir Dominick creyó que tendría una placentera velada, luego de todas sus abstinencias y oraciones, así que invitó a una docena de sus camaradas, incluidos el cura, a cenar con él, y hubo copas y un sinfín de vino, juramentos, dados, naipes, cantinelas y cuentos, pero nada bueno para escuchar, de manera que él sacerdote se marchó cuando vio el rumbo que habían tomado las cosas. No faltaba mucho para la medianoche cuando sir Dominick, sentado a la cabeza de su mesa, exclamó:
“-¡Este es el mejor primero de marzo que jamás pasé con mis amigos!
“-Pero si no estamos a primero de marzo -dijo el señor Hiffernan de Ballyvoreen. Era un hombre erudito y siempre tenía un almanaque.
“-¿Qué día es entonces? -preguntó sir Dominick, pasmado, dejando caer una cuchara en el plato y mirándolo fijamente, como si tuviera dos cabezas.
“-Estamos a veintinueve de febrero, año bisiesto -dijo.
“Y mientras hablaban de esto, el reloj anunció las doce de la noche; y mi abuelo, que estaba medio dormido en su silla junto a la chimenea del vestíbulo, abrió los ojos y vio a un caballero robusto y no muy alto, con una capa y un cabello muy largo y negro, que escapaba de su sombrero, parado en ese lugar donde se ve esa luz contra la pared.”
Mi encorvado amigo apuntó con su bastón a una pequeña franja que iluminaba la luz del atardecer, que hacía un relieve sobre la profunda oscuridad del pasillo.
-Dile a tu amo -dijo él con una voz espantosa, como la del gruñido de una bestia- que estoy aquí por un contrato, y que lo esperaré durante un minuto.
“Mi abuelo subió por esas escaleras sobre las cuales usted está sentado.
“-Dile que aún no puedo bajar -dijo sir Dominick, y volviéndose a sus compañeros en el cuarto, les dijo, con un sudor frío en la frente-: Por el amor de Dios, caballeros, ¿alguno de ustedes podría saltar por la ventana e ir en busca del cura?
“Todos se miraron entre sí, sin saber qué hacer, y en ese momento mi abuelo regresó diciendo:
“-Señor, dice que, a no ser que baje, él subirá por usted.
“-No comprendo esto, caballeros, veré que significa -dijo sir Dominick, al tiempo que recomponía su semblante y caminaba a través del cuarto, como un hombre condenado al que su verdugo espera fuera. Al bajar las escaleras, algunos de sus camaradas espiaron a través del pasamanos. Mi abuelo iba caminando seis u ocho escalones detrás suyo, y llegó a ver al extraño dar unas zancadas en dirección a sir Dominick. Lo tomó entre sus brazos e hizo girar su cabeza contra la pared. En ese momento las velas y los leños de las chimeneas se apagaron con un fuerte viento que recorrió todo el piso.
“Los compañeros bajaron corriendo. Un golpe provino de la puerta principal. Algunos corrieron para arriba y otros para abajo, con faroles. Encontraron a sir Dominick. Alumbraron su cadáver y pusieron sus hombros contra la pared; pero no pudo decir ni media palabra, ya se había enfriado y se estaba poniendo tieso.
“Pat Donovan llegaba tarde esa noche. Luego que traspasó el pequeño arroyo, y que su carruaje se encaminó hacia la casa, faltando unos veinticinco metros para llegar, su perro, que estaba a su lado, dio un giro súbito y brincó, dando un aullido que se habrá escuchado a una milla a la redonda; en ese momento dos hombres pasaron a su lado en silencio, provenientes de la casa. Uno de ellos era pequeño y robusto y el otro como sir Dominick, pero sólo la forma, ya que como había muy poca luz bajo los árboles por donde pasaron, sólo se veían como sombras. Cuando pasaron por ahí, él no pudo escuchar sus pasos. Se asustó bastante y, cuando llegó a la casa, encontró a todos en una gran confusión, en torno al cadáver del dueño, con la cabeza en pedazos, yaciendo en aquel lugar.”
El narrador se detuvo y me indicó con la punta de su bastón el sitio exacto en donde estaba el cuerpo de sir Dominick, y mientras miraba, las sombras iban oscureciendo el manchón rojizo, a medida que el sol se iba ocultando tras las distantes colinas de New Castle, dejando la fantasmagórica escena en el profundo gris de la penumbra.
Al fin el narrador y yo partimos, no sin despedirnos con buenos deseos y una pequeña “propina” de mi parte que no fue mal venida.
Estaba oscuro y la luna brillaba en lo alto cuando llegué a la villa, monté mi caballo y di una última mirada al lugar de la terrible leyenda de Dunoran.
Ilustración: Giovanni Boldini
I
El 11 de febrero de 1817 la población de Santiago estaba dominada de un estupor espantoso. La angustia i la esperanza, que por tantos dias habían ajitado los corazones, convertíanse entónces en una especie de mortal abatimiento que se retrataba en todos los semblantes. El ejército independiente acababa de descolgarse de los nevados Andes i amenazaba de muerte al ominoso poder español: de su triunfo pendia la libertad, la ventura de muchos, i la ruina de los que, por tanto tiempo, se habian señoreado en el pais; pero ni unos ni otros se atrevian a descubrir sus temores, porque solo el indicarlos podria haberles sido funesto.
La noche era triste: un calor sofocante oprimia la atmósfera, el cielo estaba cubierto de negros i espesos nubarrones que a trechos dejaban entrever tal cual estrella empañada por los vapores que vagaban por el aire. Un profundo silencio que ponia espanto en el corazon i que de vez en cuando era interrumpido por lejanos i tétricos ladridos, anunciaba que era jeneral la consternación. La noche, en fin, era una de aquellas en que el alma se oprime sin saber por qué, le falta un porvenir, una esperanza; todas las ilusiones ceden: no hai amigos, no hai amores, porque el escepticismo viene a secarlo todo con su duda cruel; no hai recuerdos, no hai imájenes, porque el alma entera está absorta en el presente, en esa realidad pesada, desconsolante con que sañuda la naturaleza nos impone silencio i nos entristece. Temblamos sin saber lo que hacemos, el zumbido de un insecto, el vuelo de una ave nocturna nos hiela de pavor i parecen presajiarnos un no sé qué de siniestro, de horrible…
Eran las diez, las calles estaban desiertas i oscuras; solo al pié de los balcones de un deforme edificio se descubria, envuelto en un ancho manto, un hombre que, a veces apoyado en la muralla i otras moviéndose lentamente, semejaba estar en acecho.
De repente hiere el aire el melodioso preludio de una guitarra, pulsada como con miedo, i luego una voz varonil, dulce i apagada deja entender estos acentos:
¿Qué es de tu fe, qué se ha hecho
El amor que me juraste,
Rosa bella,
Acaso alienta tu pecho
Otro amor i ya olvidaste
Mi querella?
¿No recuerdas, linda Rosa,
Que al separarte jurabas,
Sollozando,
Amarme siempre, i donosa
Con un abrazo sellabas
Tu adiós blando?
Como entonces te amo ahora,
Porque en mi pasada ausencia,
A mi lado,
Te soñaba encantador,
Compartiendo la inclemencia
De mi hado.
Torna, pues, a tus amores,
No deseches mi quebranto.
¡Que muriera,
Si ultrajaras mis dolores,
Si desdeñaras mi llanto!
¡Hechicera…!
Pone fin a las endechas un lijero ruido en los balconea i un suave murmullo que, al parecer, decia:
—¡Cárlos, Cárlos! ¿Eres tú?
—Si, Rosa mía, yo que vuelvo a verte, a unirme a tí para siempre.
—¡Para siempre! ¿Nó es una ilusion?
—No: hoi que vuelvo trayendo la libertad para mi patria i un corazon para tí, alma mia, tu padre se apiadará de nosotros: yo le serviré de apoyo para ante el gobierno independiente, i él me considerará como un marido digno de su hija…
—¡Ah, no te engañes, Cárlos, que tu engaño es cruel! Mi padre es pertinaz; te aborrece porque defiendes la independencia, tus triunfos le desesperan de rabia…
—Yo le venceré, si tú me amas; prométeme fidelidad, i podré reducirle…
—¡Espera un instante, que en ese sitio estás en peligro!
El diálogo cesó. Después de un tardío silencio, se ve entrar al caballero del manto por una puerta escusada del edificio, la cual tras él volvió a cerrarse.
Pero la calle no queda sin movimiento; a poco rato se vislumbra un embozado que sale con tiento de la casa, desaparece veloz, i luego vuelve con fuerza armada, i ocupa las avenidas del edificio: voces confusas de alarma, de súplica, ruido de armas, varios pistoletazos en lo interior, turban por algunos momentos el silencio de la ciudad.
Una brisa fresca del sur habia despejado la atmósfera, las estrellas brillaban en todo su esplendor i la luna aparecia coronando las empinadas cumbres de los Andes; su luz amortiguada i rojiza, contrastaba con la oscura sombra de las montañas i les daba apariencias jigantescas i siniestras.
El chirrido de los cerrojos de la cárcel i de sus ferradas puertas resonó en la plaza: un preso es introducido a sus calabozos…
II
A la una del dia doce, estaba sentado a la mesa con toda su familia el marques de Aviles. Uno de los empleados del gobierno real acaba de llegar.
—¿Qué nos dice de nuevo el señor asesor? —pregunta el marques.
—Nada de bueno: los insurjentes trepaban esta mañana a las siete la cuesta de Chacabuco: nuestro ejército los espera de este lado, i en este momento se está decidiendo la suerte del reino, señor marques. Entre tanto, ¿V. S. no ha leido la Gaceta del Rei?
—No, léala usted i veamos.
—Trae la misma noticia que acabo de dar a V. S. i este párrafo importante.
El Asesor lee:
“Anoche ha sido aprehendido, en una casa respetable de esta ciudad, el coronel insurjente Cárlos del Rio. Se sabe de positivo que este facineroso ha sido el vencedor de nuestras avanzadas en la cordillera; i que juzgando el insolente San Martin que podia sacar gran ventaja de la audacia i sagacidad de este oficial le ha mandado a Santiago con el objeto de ponerse de concierto con los traidores que se ocultan en esta ciudad. Pero la providencia divina, que proteje la causa del Rei, nuestro señor, puso en manos del gobierno el hilo de esta trama infernal, i uno de los mejores servidores de S. M. entregó anoche al insurjente, el cual se había atrevido a violar el asilo de aquel señor con un objeto bien sacrílego. S. M. premiará a su debido tiempo tan importante servicio, i el traidor espiará hoi mismo su crímen en un patíbulo, a donde le seguirán sus cómplices…”
Aquí llegaba la lectura del Asesor, cuando Rosa, que estaba al lado de su padre el marques, cae desmayada, lanzando un grito de dolor. Todos se alarman, la marquesa da voces, el Asesor se turba, unos corren, otros llegan; solo el marques permanecía impasible, i diciendo al Asesor:
—No se fije usted en esta loca, yo he sido quien ha prestado al Rei ese servicio, yo hice aprehender aquí, en mi casa, a ese insurjente que me traia inquieta a Rosa de mucho tiempo atras; qué quiere usted ¡casi se criaron juntos! La frecuencia del trato, ¿eh?… El muchacho se inquietó, con los insurjentes, yo le arrojé de mi presencia i hoi ha vuelto a hacer de las suyas!
Después de algunos momentos, merced a los ausilios de la marquesa, Rosa vuelve en sí: sus hermosos ojos humedecidos, su color enrojecido, sus labios trémulos, su cabellera desarreglada, sus vestidos alterados, todo retrata el dolor acerbo que desgarra su corazón: es un ánjel que pide compasion i que solo obtiene por respuesta una sonrisa fria, satánica!…
—¡Padre mio, dice arrodillada a los pies del marques, yo juro no unirme jamás a Cárlos, pero que él viva!… —¡Un sollozo ahoga su voz!
—Que él muera, replica el anciano friamente, porque es traidor a su Rei.
—¿No os he dado gusto, padre mio? ¿No me he sacrificado hasta ahora por respetaros? Me sacrificaré mas todavía, si es posible, pero que él viva!
—¡Vivirá i será tu esposo, si reniega de esa causa maldita de Dios que ha abrazado, si vuelve a las filas de su Rei… —el anciano se conmovió al decir estas palabras.
Rosa se levanta con una gravedad majestuosa, i como dudando de lo que oye, fija en su padre una mirada profunda de dolor i de despecho, i concluye exclamando con acento firme:
—¡Nó, señor! Quiero mas bien morir de dolor, i que Cárlos muera también con honra por su patria, por su causa: yo no le amaría deshonrado…
Desapareció. Un movimiento de espanto, como el que produce el rayo, ajitó a todos los circunstantes.
Las tinieblas de la noche iban venciendo ya el crepúsculo, que hacia verlo todo incierto i vago.
Habia gran movimiento en el pueblo, el susto i el contento aparecian alternativamente en los semblantes, nadie sabe lo que hai, todos preguntan, se inquietan, corren, huyen; el tropel de los caballos i la algazara de los soldados de la guarnicion lo ponen todo en alarma. La jente se apiña en el palacio, el Presidente va a salir, no se sabe a dónde: allí están el marques, la marquesa, el asesor i otros muchos de los principales.
Rosa aprovecha la turbación jeneral, sale de su casa disfrazada con un gran pañolón: oye vivas a la patria, sabe luego que los independientes han triunfado en Chacabuco, i corre a la cárcel a salvar a su querido: llega, ve todas las puertas abiertas, no halla guardias, todo está en silencio, los calabozos desiertos; corre despavorida, llama a Cárlos, solo le responde el eco de las ennegrecidas bóvedas. Penetra al fin en un patio: allí está Cárlos, el pecho cruelmente desgarrado, la cabeza inclinada i atado por los brazos a un poste del corredor… ¡Una hora ántes lo habian asesinado los cobardes satélites del Rei!
Rosa toma entre sus manos aquella cabeza que conservaba todavía la bella expresión del alma noble, intelijente, del bizarro coronel; quiere animarla con su aliento… se hiela de horror… vacila i cae de rodillas… Una mano de fierro la levanta, era la del marques que con voz trémula i los ojos llorosos le dice:
—¡Respeta la voluntad de Dios!
III
Era el 12 de febrero de 1818: el ruido de las campanas, las salvas de artillería, las músicas del ejército, los vivas del pueblo que llena las calles i plazas, todo anuncia que se está jurando la independencia de Chile!
¡La patria es libre, gloria a los héroes que en cien batallas tremolaron victoriosos el tricolor! ¡Prez i honra eterna a los que derramaron su sangre por la libertad i ventura de Chile!…
En el templo de las Capuchinas pasaba en ese instante otra escena bien diversa: las puertas estaban abiertas, los altares iluminados, algunos sacerdotes celebrando; una que otra mujer piadosa oraba. Las monjas entonaban el oficio de difuntos, su lúgubre campana heria el aire con sones plañideros. En el centro del coro se divisaba, al través de los enrejados, un ataud…
Ese ataud contenia el cadáver de la hija del marques de Aviles, estaba bella i pura como siempre, i su frente orlada con una guirnalda de rosas.
Ilustración: Sebastiao Salgado
A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...