Un poema es un
enigma, si entendemos por tal una construcción de formalidad estética cuya
finalidad es demostrar objetivamente con hechos concretos, -llámense palabras,
imágenes, símbolos- una realidad convertida en subjetividad por las
características personales. Como en la creación de una imagen visual por el ojo
y el cerebro, la realidad penetra por los órganos sensitivos- ojo y sus
estructuras sensitivas interiores-, llevada por el nervio hacia el centro
neurológico mediante una curiosa inversión que parece una extraña ironía que
Dios -y demos por descontado su existencia para alivio y plasticidad de
nuestras conciencias- nos ha jugado, y depositada en el limbo de la
subconciencia. Filtrada entonces por los censores primarios, mal pagados,
seguramente, de poca instrucción y todavía traumatizados por los residuos de la
aborrecible sentimentalidad que están empezando a odiar, pasan entonces, ya libres
de toda ornamentación, al inconsciente.
En
este terreno oscuro, donde puede haber un gran pantanal del que nunca se sale,
a veces surgen los extraños monstruos que creemos desconocer cuando se exponen
a la luz del día. ¿Pero acaso reconocemos una enfermedad en nuestro propio
cuerpo cuando la vemos por primera vez? Ella nos pertenece, y porque es nuestra
sabemos que es parte de nosotros, o quizá nosotros mismos. Nuestro corazón es
una de nuestras tantas vísceras, pero también estamos dentro de él. Somos
nuestra enfermedad.
Las impresiones, entonces, del exterior,
son subjetivadas sin que prácticamente nosotros, es decir nuestra conciencia, a
la que llamamos trivialmente nuestra esencia, pueda participar. Los censores
escondidos en los incontables subsuelos de la mente escarban, roen y destruyen
lo que no les gusta. ¿Quiénes son ellos? ¿Los representantes de la herencia?
¿Las fuerzas ancestrales de la raza? ¿Los residuos cloacales de la experiencia
escondida de los primeros años de la vida?
A veces me pregunto dónde está el límite
inicial de nuestros recuerdos. Algunos creen recordar cuando tenía dos o tres
años, otros recién desde los cinco años recuperan sus recuerdos. Pero yo me he
preguntado si todas esas imágenes no son más que imaginaciones armadas a partir
del polvo encontrado bajo la cama, y con el cual formamos un material hecho de
palabras exteriores y voces que nos han contado como cuentos durante la siesta
un domingo cualquiera. Y construimos bellas u horribles visiones que se acoplan
perfectamente a la estructura de nuestra psiquis, aquella misma que las
verdaderas experiencias que no recordamos y no recordaremos nunca, han
construido. La conciencia es el ornamento que aplicamos a las deformidades
inexplicables para poder ser toleradas.
La censura, entonces, es la base de
nuestro pensamiento.
Y cuando escribimos, las palabras son
símbolos de ideas que a su vez son imágenes invertidas de lo que tal vez son
las verdaderas experiencias enclaustradas en nuestra mente. Si fuera tan fácil,
me digo, esta fórmula, no habría más método que invertir los sentidos para
hallar la verdad. Pero aun cuando estemos dispuestos a hacerlo, ¿no es esta
fórmula sólo un método más de los viejos censores escondidos en cada una de
nuestras neuronas? Por decirlo de alguna manera, el cerebro es un universo
lleno de constelaciones: grupos innumerables de sistemas planetarios con soles
en distintos estados de descomposición, e infinitas piedras volcánicas que
llamamos planetas, aun si nuestra alquimia fuese la misma que los rige a ellos.
Una neurona es una gran casa de varias habitaciones y largos pasillos, y en
ella vive la energía electrizante de lo invisible. Las luces encendidas son
susceptibles de apagarse, pero en la oscuridad, ¿dónde hallaremos la perilla
para volver a encenderlas? Caminar palpando las paredes, tropezando a riesgo de
lastimarnos y no volvernos a levantar. Y mientras tanto, se escuchan ronroneos,
tal vez siseos, y a veces el sonido de la masticación y la peculiar deglución
de los restos de una masacre.
Habitaciones inmensas hechas de oscuridad.
Y si se prendiera la luz, quizá fuesen sólo cuartos pequeños como cajoncitos de
una antigua caja de costura: uno para cada tamaño de botón, para cada aguja y
dedal, para cada rollo de hilo. Hay cierta gracia en imaginar a Dios como una
costurera de barrio viejo, de cincuenta y cinco años, quizá, solterona, en una
pensión del barrio de La Boca, cosiendo para vivir desde que sus diecisiete
años. Las manos artríticas de Dios cosen con dedos que ya no sienten los hilos,
llenos de cicatrices de pinchazos que los dedales no han podido evitar. Ya en
el cuarto de la pensión, esa extraña costurera vive casi en penumbras, como sus
ojos claros y casi ciegos, porque la luz le hace mucho daño, y por eso tapa las
ventanas con trozos de telas de viejos vestidos. Y en el piso hay montañas de
telas y encajes antiguos, que a veces se mueven. Y la vieja costurera aparta la
mirada de su costura, a veces, para advertir a los censores que se tranquilicen.
Pronto saldrán del puerto, hacia el pasillo que los llevará a otras
habitaciones o hacia la puerta de calle, donde caminarán por empedrados entre
veredas rotas, o por asfaltos llenos de baches, o por la tierra de estrechas
rutas de campo. Llegarán a pleno espacio abierto, lleno de sol, tan claro que
será como la ceguera. Y su función ya estará cumplida.
Lo extremadamente blanco es la suma de
todos los colores, la simbiosis de todo lo posible: un papel en blanco es el
mayor dolor del hombre. Donde existen todas las posibilidades y nos las vemos,
donde hay que escarbar sin destruir, donde hay que echar, tal vez, un líquido
revelador ideado por la ciencia, para que surjan las imágenes de lo que somos.
Somos lo que no sabemos, y los tan
sobrevalorados sentimientos son mero remedos, exfoliaciones pobres y de olores
acres que no hacen más que embebernos de tragedia.
Eso es el hombre: la tragedia como
construcción. El esqueleto que no es más que hueso para sostener la estructura
de la mente.
La tragedia nos tranquiliza porque nos
hace sentir el irremediable dolor que nos consuela, porque nos hace conscientes
de nosotros mismos y desecha los misterios de lo inconsciente, esa creación que
médicos austríacos, o alemanes, y tantos otros, soñaron en las tardes lluviosas
de Praga o Berlín, escuchando los relatos de hombres y mujeres enajenados que
han visto o escuchado los monstruos disfrazados con vestidos decimonónicos o conduciendo
un Ford T. Médicos que escuchan todo eso luego de haber visto la anatomía del
cerebro en los hospitales de París, disecando cuerpos en busca de la fórmula anatómica
de la locura.
La tragedia construye nuestros cuerpos
visibles, se expresa en la forma de la espalda más o menos encorvada, en la
mirada de nuestros ojos llenos de brillo o de penumbra, en los gestos de las
manos que peinan el cabello de determinadas formas, reveladoras. El cuerpo es
el espejo, y el espejo de la pared invierte la imagen para hablarnos tan
suavemente que casi nadie lo escucha. Los espejos son nuestros únicos amigos,
pero ellos también están expuestos a la muerte. Si los censores llegaran a
verse en los espejos, éstos se trizarían con una extensa raja oblicua que
dividiría la imagen reflejada en dos zonas incompatibles, y ya no habría
conciliación.
Porque la única conciliación que existe es
la oscuridad en la que ellos se esconden. ¿O son ellos la misma oscuridad?
La paz de la ignorancia como alternativa a
la guerra sin fin del conocimiento. Mientras más voces en el tumulto, menos
comprensión. Cientos de departamentos en un edificio donde cada habitante grita
golpeando las paredes para que el otro se calle, y el otro hace lo mismo porque
no lo escucha, y el encadenamiento es un exquisito dominó cuya primera pieza ha
sido empujada por el delicado dedo de Dios.
Todo esto me hace pensar en Hamlet y los interminables
laberintos en donde perdió su voluntad y encontró la eterna duda. Los poemas que
escribí sobre “Hamlet” están inspirados, obviamente, por la obra de
Shakespeare. No hablaré de su importancia, sí de la forma en que me cautivó
desde su primera lectura. Tenía en la casa de mis padres una vieja edición sin
tapas de la obra de teatro, y aun cuando de adolescente intenté penetrar en el
texto, me resultó muy difícil pero irresistiblemente fascinante. No creo
haberla terminado de leer en esa época, pero los monólogos de Hamlet me
atrajeron por esa cualidad musical, mezcla de balada y recitación. En ocasiones
me puse a recitar en voz alta el "Ser o no ser", o "Cuán
débil carne es el hombre", o la escena del sepulturero. Más tarde,
viendo películas basadas en ella, la fascinación fue completa. No hablemos de
puestas en escena o adaptaciones, de actuaciones o dirección artística. Las
palabras de Hamlet persisten en el tiempo, crecen de significado, se
multiplican sus significaciones y se acrecienta su trascendencia. Porque ellas
hablan del hombre y su primera y última condición, sobre el azar y el destino de
la vida, sobre la muerte, la culpa, el remordimiento, el deseo y la lujuria, la
pusilanimidad, los celos, la ambición desmedida, el crimen, la hipocresía, el
amor, la locura. Cada personaje es un símbolo y ser de carne y hueso al mismo
tiempo. Los fantasmas conviven con los seres humanos, lo fantástico es parte de
lo no fantástico, las barreras entre cordura y locura son tan irreales como los
límites entre la vida y la muerte o entre lo real y lo ficticio. Una obra de
teatro dentro de otra obra de teatro pone en evidencia la realidad de un crimen
escondido tras una fachada de ficción.
Estos poemas pretenden recrear a través de mis propios medios expresivos, de mis propias preocupaciones y mi visión del mundo, lo que esta obra me sugirió, lo que su contenido y sus temas me han provocado a lo largo del tiempo. No es una copia de escenas, ni siquiera una reflexión sobre ellas, sino una apropiación de personajes. Ellos han cambiado, son los mismos nombres, pero son otros, se han embebido de mi forma de pensar, de mi forma de ver las cosas, han buscado y encontrado factores que yo no sabía que estaban allí. Esa es la función de los personajes que uno crea o recrea en la lectura: buscar, por medios indirectos, como espías, como huéspedes curiosos y entrometidos, en los rincones de la casa que habitamos desde nuestro nacimiento. Rincones que desconocemos a pesar de todos estos años.
Aquí está, entonces, esa mirada, el mundo
que hallaron, recreando y recreándose al explorarme.
Fueron escritos a lo largo de muchos años.
Una parte publicados en algunas revistas literarias y antologías, luego de
dejarme convencer por Leandro, aunque nunca me sentí satisfecha de su
resultado. Muchos de ellos surgieron como correcciones de viejos poemas de mi
adolescencia. Aquellos desaparecieron, pero como me sucede también en
narrativa, hay ideas que sobreviven a las formas primarias en que fueron
concebidas. Estos poemas son casi contemporáneos a una novela larga, y creo que
representaron una forma de contrarrestar o contrabalancear el esfuerzo y
atención que me llevó aquel trabajo. El largo aliento de las frases de la
novela, su clima denso y saturante, se veía aliviado por la escritura concisa y
corta de los poemas. Aún no estoy seguro de la validez de este conjunto, y cada
vez que los releo en ocasiones me satisfacen y en otras, encuentro falencias
que ya no tengo idea cómo subsanar sin modificar completamente los textos. Sé
que son poemas conceptuales, donde la emoción tiende a fluir muy lentamente, con
una frialdad casi quemante filtrada por el intelecto. El epígrafe con que
decidí encabezarlo es de uno de mis poetas favoritos, quizá con el que más me
he identificado, Alberto Girri. Esta elección estética no es casual, hay una
intención clara de seguir la misma línea de poesía, aunque no así el estilo,
por supuesto, determinado tanto por mis propios límites expresivos como por los
ilimitados niveles a los que llegó mi modelo.
No sé si volveré a escribir
poemas, es de esperar que sí lo haga porque ese es mi deseo. En el momento que
escribo este comentario estoy dedicado a la narrativa, y es allí donde vuelco
esos "conceptos" que antes ponía en poemas. Los párrafos son más
largos que mis pocos relatos, la acción se va retardando por interposición de
reflexiones que tienden a tener una musicalidad interna, intentando asemejarse a
ese ritmo fluido y casi barroco de la prosa faulkneriana. Tal vez sea eso lo
adecuado a mi estilo, no puedo decirlo con certeza. Faulkner decía que el
género mayor es el de la poesía, pero los narradores como él indudablemente
lograban un vuelo poético en su prosa mucho más eficazmente que muchos poetas
cuando escriben con el formato correspondiente a lo que se considera un poema.
La poesía es tan intensa tanto
de leer como de escribir, y el trabajo de corrección es quizá más largo,
agobiante e insatisfactorio que el de narrativa. Es difícil congeniar ambos
géneros, y pocos autores, salvo los más geniales, Borges, por ejemplo, u
Octavio Paz, fueron maestros en ambos planos. Los narradores tienden, a veces,
a crear poemas más que nada visuales, narrativos y de escasa música. A su vez,
los grandes poetas, cuando se atreven a la narrativa, suelen crear narraciones
cortas de tintes alegóricos o netamente como prosas poéticas. No intento hacer
generalidades, solo mencionar ejemplos que me vienen a la memoria, sin duda
selectiva y arbitraria. Es que la estructura de la poesía, a mi entender,
requiere un planteamiento mental muy particular, que, si bien no excluye, sí
desarma transitoriamente, los esquemas contundentes y bien afirmados de la
narrativa.
Para sentarse a escribir un poema hay que olvidarse de los recursos que
son sólo válidos para el cuento o la novela, me refiero a esos armazones,
planos y maquetas que los arquitectos utilizan para diseñar sus estructuras. Es
algo también cercano a una superstición, o quizá al miedo a la enfermedad
contagiosa. Mientras se escribe poesía, uno tiene miedo a leer narrativa,
porque lo difícilmente logrado podría derrumbarse por acción de esos virus
llamados "explicación" y "argumento" que tienden a tratar
de dar claridad y razón a cuanto se escribe. Cuando se hace narrativa, el leer
poesía no es invalidante ni hay temor alguno, pero si simultáneamente se
pretende escribir poesía y narrativa, el esfuerzo mental para cambiar de
ámbitos y climas es demasiado complicado, es más agotador que un esfuerzo
físico, sólo comparable tal vez con los sinsabores de una enfermedad. El
narrador tiene miedo a perder su poder de fluidez, su fuerza de un continuo y
perpetuo fluir de la conciencia narrativa, si se pone a escribir poesía.
Repito, estas son particularidades surgidas de mi criterio personal, que no
excluyen contemplar tantas otras posibilidades y experiencias, así como las
diversas formas narrativas y poéticas que no necesariamente se contraponen,
sino que se suman.
Todo depende, supongo, de los
límites del talento personal, y a qué llamamos con este nombre.
¿Cuáles son estos límites?
No hay más remedio que vivir, aún encerrados en una habitación, como
dicen que lo hizo Emily Dickinson, y ponerse a escribir lo que una ventana nos
concede del mundo, y permitir que surja todo lo que nuestra imaginación es
capaz de fabricar con esa concesión.
Para eso se
necesita austeridad y silencio. Virtudes, sin duda, difíciles de obtener. Hay
quienes prefieren la incontenible verborragia explicativa como una forma de
auto convencerse de los propios argumentos, y otros que gritan y desarman los
elementos de las cosas, como si esas cosas pudiesen darles la razón o hallar en
ellas los fragmentos indivisibles de la tranquilidad. Austeridad y silencio
como dos altos muros, o dos campos absolutamente llanos sin límites precisos,
ante y en los cuales gritan las Furias sin lograr respuestas. Porque los muros
no escuchan ni dejan atravesar el sonido chirriante de sus voces, ni en los
llanos hay construcciones que generen ecos. Ellas sólo esperan las
consecuencias de sus gritos, que lenta y permanentemente horadarán las piedras.
Y los hombres se esmeran en el silencio y la austeridad, no como
objetivos, sino simple consecuencia del tiempo, que engendra y fermenta el
hastío: único Dios por antonomasia.
Los reclamos no
sirven, porque se estrellan en la burocrática sociedad de los medios, llámense
periódicos, televisión o gobierno. La opinión individual es un estrago que
corroe la parsimonia satisfecha de la demagogia. La identidad es un caos, la
individualidad un delito. La simulación y lo bien visto son un mismo grano que
brota en todos los desiertos. El hastío y la desilusión, hijos que han
nacido viejos, y que aun así continúan esperando algo: el éxtasis de una
lectura en un cuerpo o en un libro, o por lo menos la indolora disolución de la
existencia.
Pero desde afuera
no dejan de escucharse, todas las mañanas, los acuciantes ladridos de los
múltiples perros que sueltan las Furias ante las puertas de nuestras casas. Hay
perros adentro, también, los que nos miran como buscando algo que no podemos
darles, y nos contentamos con la comida diaria y el reclamo permanente de la
fidelidad y la sumisión. La obediencia y el amor son una misma cosa cuando de
ellos se trata, entonces los soltamos frente a las bestias de afuera, o son
simplemente ellos que salen y pelean, y cuando regresan, lastimados y
perdedores, si es que regresan, los atamos con una cadena en señal de
penitencia. Ni comida ni agua les daremos hasta que aprendan a discernir la
realidad: si salen será para ganar, porque para perder más le valdría quedarse
en casa, bajo la cama, o acurrucados entre las sábanas, hasta que hombre y
perro se cansen de la quietud y se muevan hasta morderse mutuamente. El hombre
muerde con sus manos, el perro muerde con su miedo. El miedo del perro es un
alimento de la fuerza, el miedo del hombre es un alimento de la furia.
Las Furias no son
mujeres, aunque así las representen. Son enigmas. Dicen que tienen serpientes
en el pelo, pero lo más cierto es que tienen cuerpos de perro, a veces. La
verdad es que cambian sus formas según la venganza que contemplan. Y las
venganzas por delitos morales son las peores en su forma de realización, porque
habitualmente no abusan de la sangre ni de los encarnizamientos o matanzas.
Usan la fuerza de la culpa.
Se dice que el
remordimiento es el peor castigo, y los que contradicen esta sentencia son los
que anhelan castigar a otros. Las Furias no representan la justicia, sino la
venganza, y la culpa es una venganza que nunca termina. La culpa ni desaparece
no siquiera con el olvido. El tiempo y el espacio se encargan de eso: el lugar
de un suceso, el tiempo de un evento lamentable. Lo acometido no desaparece. Lo
que no vieron los ojos lo vio la mirada del pecho del hombre: los latidos del
corazón en un determinado espacio de tiempo marcan como puntos de Braille la
escritura de la culpa.
Ante la culpa, el
silencio es una respuesta. Las palabras oscurecen lo que explican, en cambio
los perros hablan más certeramente con sus ladridos. El grito de un hombre
desesperado se parece mucho a un ladrido acongojado. Escuchemos atentamente a
ese hombre que intenta suicidarse con un cuchillo cortándose las venas. Ha
gritado, ha advertido, y en la sangre que se vuelca encuentra la justificación
de la desesperada búsqueda de consuelo. Sabe que el consuelo no existe, y
simplemente es una caricia que posterga el alivio del dolor. Anestesia
emocional, dirían los académicos expertos, sin títulos universitarios, hablando
en programas de televisión durante las tardes en que hombres y mujeres dejan
pasar la visión de sus vidas durante horas y horas que se acumulan en los
desvanes de lo inútil.
Y un día, suben a
limpiar para hacer espacio porque ha llegado un hijo más, o porque no hay
dinero y lo alquilarán. Todo eso para no decir que buscan la causa del hastío.
En el techo inclinado del desván hay ganchos para colgar bicicletas, y al abrir
la puerta, la humedad los recibe con las imágenes de reces meciéndose en un
frigorífico, o perros ahorcados mientras el hijo mayor mira a sus padres,
apoyados en el marco de la puerta, preguntándose cuándo fue que ese hijo ha
nacido.
Un gancho es un
signo de pregunta.
Invita a mirar, y
la imaginación estalla en múltiples formas que aborrece y que sin embargo se
pegan como recuerdos. Y entonces ya no hay vuelta atrás: los puntazos en el
papel marcando los latidos acelerados del corazón se convierten en ladridos que
van tomando un ritmo irregular. Pero la irregularidad del ritmo también tiene
una armonía que se traduce en cualquier sistema musical: clásico, atonal,
dodecafónico. O quizá lo más parecido sea, al final, el triste minimalismo, que
con su ritmo casual e ingenuo del principio, se convierte en una insobornable e
invencible obsesión.
Ellas, las Furias,
se alimentan de eso.
¿Cómo podrían ver
el corazón del hombre si no estuvieran ya dentro?
La culpa no se
aprende ni se delata en miradas sentimentales de ojos turbios, ni en palabras
soeces ni en gestos o conductas más o menos características: la ira o la
sumisión.
La culpa se conoce
a sí misma y se transforma en lo que la mitología, ávida de símbolos que
expliquen lo inconsciente, llama mujeres enfurecidas, porque pocas cosas hay
tan gráficas como una mujer con sus gestos e improperios, aun cuando no tenga
ira, aun cuando no esté enojada. La paz de las mujeres no es el silencio sino
la voz, y pocos hombres alcanzan a discernir la diferencia. Mujeres con
serpientes en los cabellos, porque son las responsables del pecado. Mujeres con
lágrimas de sangre, porque la sangre es su continuo si no.
¿Pero mujeres con
cuerpo de perros? Eso es más difícil de imaginar. Los perros muerden, ellas
abruman. Los perros ladran, ellas cortan con la lengua.
Las Furias no son
mujeres, son enigmas.
Tienen perros que
les sirven de guía, porque son ciegas y ven la oscuridad donde hay luz, y
encuentran la luz en los pozos profundos del corazón del hombre. Allí donde el
olor es tolerable solo para ellas, que no tienen olfato, y donde el sonido del
roce de las larvas es tan exquisito que únicamente sus oídos pueden percibirlo.
Pero necesitan a los perros para llevarlos donde está el olor más intenso, y
luego los dejan libres. Los perros huyen si son hembras, o atacan si son
machos. Solamente ellos enfrentarán la ignominiosa batalla con la Culpa. Nos
saben que morirán luego de desgarrarse a pedazos con los incontables tentáculos
de la esa Medusa.
Las Furias, sin
embargo, no se desanimarán. Los perros de la ira nunca se acaban, nacen
múltiples en cada camada: cada acto culpable engendra tantos como los que luego
morirán.
Ellas, las Furias,
son los bellos policías de la venganza. Con su uniforme de escamas, de sangre y
de muerte, dirigen el tráfico de la realimentación del nacimiento y la muerte.
La bestial apertura de la vida y la ruptura de la carne en la muerte.
Perros naciendo
del corazón humano y colgando luego en los desvanes sucios de la mente.
El circuito del
cerebro y el corazón es el logro más espléndido de Dios.
El círculo
perfecto.
He soñado, en
muchas noches en que tuve fiebre, -si aún no lo he dicho alguna vez, lo he dado
a insinuar en infinitas ocasiones, porque mi insistencia sobre la enfermedad y
el cuerpo no es más que la impotencia de mi incertidumbre: estoy enferma, y
creo que siempre lo estuve, mi cuerpo es una llaga que a veces me duele y otras
me aterra- he soñado, como dije, con los que considero mis mejores ideas
literarias, o por lo menos las que más me gustan, las que se acercan a lo más
íntimo de mi conciencia. Cuando he querido arrancarlas, no pude, y por eso les
adjudico raíces en esa zona de las que tanto he hablado.
La literatura,
entonces, es como una mujer con fiebre. Hay que abrazarla y mecerla, apretarla
fuerte y secarle el sudor de la frente. Apartar también, de tanto en tanto, el
cabello de su cara enrojecida y vital. Pero sobre todo hay que escuchar lo que
nos dice, las historias de los mundos que visita. Esos mundos maravillosos que
la salud, vieja egoísta de carnes macilentas, trata de ocultarnos hasta el día
de la muerte.
Los escritores
debemos encargarnos de esa tarea porque nadie más lo hará. Los que trabajan la
tierra conocen el dolor del cuerpo inclinado sobre la oscuridad del fondo de
los pozos. Los pescadores pueden sentir el miedo en cada ola de cada anochecer
nublado, y el miedo creciendo desde el mar como un monstruo invisible que puede
palparse con las manos invisibles de la fatalidad. Los médicos pueden ver la
asincronía entre el alma y la pura anatomía, cuando el hartazgo se hace cinismo
y la afrenta sobre la dignidad humana hace añicos hasta la fe, tan inocente e
ignorante, que da lástima. Y ellos, los médicos, construyen panaceas con esos
trozos, utopías que todos llamamos desesperación, salvo ellos, hasta que llega
el día de su propia muerte. Y los abogados, ¿qué verán? Los recovecos de la Ley, las siniestras
cuevas tras las paredes del edificio de Justicia, donde se esconden los dolores
que no pueden ser destruidos. El esqueleto de los tribunales está sostenido por
la sustancia de la sangre coagulada, luego reseca, luego vuelta a diluir, pero
ya infame por efecto de las lágrimas y la transpiración de los dementes, los
inválidos y los desesperados. Fuera de ellos, el mundo es un desierto, sin
bocinas, con colectivos vacíos detenidos en plena calle, con veredas donde sólo
corre el viento y los expedientes que han caído por las altas ventanas de los
edificios gubernamentales.
Somos nosotros los
que encontramos las palabras para describir la enfermedad. No podemos curarla,
ni siquiera diagnosticarla, por supuesto. Sólo describirla para recrearla en
otra forma que pueda ser comprendida: los médicos agradecerán la parsimonia de
la observación, y los abogados se regocijarán de por fin darle un sentido a sus
sellos y sobres lacrados.
Lacra como sangre
coagulada en cada uno de los expedientes acumulados en los inmensos archivos de
los tribunales. Casos cerrados, casos muertos. Un nombre no es una resolución,
pero a veces sirve de consuelo. Los médicos lo saben, y se resignan. Los
abogados los saben, y fuman soñando con el cielo. Los pescadores vuelven al
muelle con un tripulante menos. Los labriegos regresan encorvados a sus casas
con la esperanza de morirse antes de la mañana.
Y las sirvientas
ven, en los baños de sus dueños, la muerte con resaca que pasó esa noche a visitarlos,
sentada en el inodoro, con los pantalones bajos, los brazos colgando entre las
piernas abiertas, la cabeza gacha sobre el pecho. La muerte eructando y
maldiciendo entre lloriqueos de borracho. La hoz apoyada en los grifos del
lavabo, mientras el agua corre sin fin perdiéndose en largos pasillos bajo
tierra.
La literatura es
eso, pienso. Llorar cuando se debe reír, reír cuando debemos lamentarnos. La
literatura es la ambivalencia de la equivocación, el error llevado al límite
máximo, exponenciándolo no con la facilidad de raíz cuadrada, sino con la
lentitud de un mogólico que agrega cero tras cero a un número primitivo que le
costó escribir al inicio de un cuaderno en blanco. Cifra tras cifra, el número
se acrecienta, y él no lo sabe, por eso la suma de su escritura exponencial no
hace más que hundirlo en la cada vez más desesperada profundidad de lo
irremediable. No es otra cosa sino la ignorancia, o la sabiduría de la
hecatombe, la que arrastra nuestra mano hacia los ceros que multiplican el
error.
Las correcciones
son incorrecciones.
Los fallos son
delitos.
La cura es una
enfermedad.
He visto acercase
por la vereda de enfrente a la salud, mientras yo escribía en mi cama de
enferma, con mi pierna desecha en simulacros de cadáver bajo las vendas. La vi pasar
cientos de veces por la vereda frente al departamento del tercer piso en el que
vivo. Me he asomado por la ventana del balcón a mirarla pasar, porque es muy
fácil reconocerla.
Es una vieja
ciega, con su bastón roto en finas astillas en el extremo en que apoya la mano,
pero no le duele que se incrusten en su carne. Camina a ciegas, aunque gira la
cabeza hacia las vidrieras, como si contemplara los vestidos, los dulces y los
panes, los libros expuestos y las pantallas encendidas de los televisores.
Habla con la gente con la que se cruza, aunque pasen a metros de distancia y no
la oigan. Saluda de lejos a los colectivos vacíos, a la casilla del vigilante de
la esquina que ya está muerto desde dos años antes, al vendedor de diarios cuyo
puesto está cerrado como un ataúd de metal.
La salud imagina
no sufrir, y por eso no sufre. Pero ni siquiera imagina, sino que ve lo que no
ve, oye lo que no oye y toca lo que no puede tocar, como ese perro que le ladra
y que ella ahuyenta porque tiene miedo de la realidad.
Me he reído de
ella en muchas ocasiones, por supuesto mientras estoy sola y Bernardo sigue en
el hospital hasta altas horas de la noche. Sé que piensa en mí, y en sus noches
de guardia me llama y conversamos, y a veces le he hablado sobre la vieja. “Es
la del cuarto piso”, intenta explicarme él, “esta ciega y no quiere operarse”.
Pero dudo que sea la misma que yo le describo. No importa, le contesto, no te
preocupes, y cuelgo. Miro otra vez por el balcón, ya está oscuro y ella sigue
dando vueltas, entrando en un bar a conversar, porque los negocios ya han
cerrado. La sigue un perro flaco que no ladra, pero ella insiste en gritarle
que se calle, y la gente se ríe de ella y de sus gestos. Mueve los brazos y atusa
el bastón contra el perro. La mano tiene sangre, pero ella no se da cuenta. A
veces la he visto vendada, pero hoy no. El bastón se mancha, como una espada
que se ha revelado contra su poseedor. Tal vez las astillas están metidas en su
mano y forman parte de sus huesos luego de tanto tiempo. Y el bastón es parte
de su esqueleto.
El perro no se va,
porque le tiene inquina. No le pide comida, simplemente la sigue, insistente
como sólo un perro pude serlo. La vieja no cede su intento de apartarlo. No lo
ve ni lo oye en realidad, pero lo huele. La salud sabe lo que está bajo la
limpieza, conoce los habitantes bajo la piel. Huele la mugre, aunque intente
llenar su nariz con el smog de la calle y la podredumbre de los baldíos.
Le tengo lástima,
y cierro la ventana, luego bajo la persiana y me quedo a oscuras. Enciendo una
luz junto a mi cama. Esta noche estaré sola, y podré recorrer a expensas de mis
dolores, los maravillosos mundos que ella, la vieja, no puede ver por más que
dé infinitas vueltas por el mismo barrio, espantando fantasmas y luchando con
imperios extintos.
Yo podré ver,
esta noche, los extraños ritos de la muerte, los inmensurables mundos de la
oscuridad hecha de miles de cielos grises. Podré escuchar los llamados de la
desesperación y las maldiciones de la ira. Veré a las Furias soltando los
perros en una blanca sala de recién nacidos. Oleré la sangre derramada, la sangre
expulsada, la sangre conservada en frascos de plástico durante milenios. Hasta
que el mundo sea el mismo: el círculo del tiempo como una serpiente que se
muerde la cola, que intenta devorarse cerrando el tamaño del círculo hasta
llegar al mínimo posible: el que determina su propio cuerpo.
De ese cuerpo no
podrá deshacerse, como no puedo deshacerme del mío.
Quedará la muerte,
cansada y ebria, sentada en un baño del cuarto piso, esperando a la sirvienta, que,
como un Dios, llegará para limpiar las heces de su orgía.
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