sábado, 14 de junio de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 3)





 



 

EL VIAJE POR LAS TIERRAS DE LOS PERROS

 

 

 

3

 

 

 

Altea despertó con una sensación de nauseas. Se tocó la frente, empapada en sudor, lo mismo que el pecho y la espalda. Era un sudor frío, y se preguntó si tal vez era presa de la fiebre. Durante sus años en el litoral, ya había sufrido varias infecciones, pero su cuerpo las había asumido como se asume un inconveniente menor. Una tarde recostada, incluso un día completo, había sido todo lo necesario para reponerse. Hoy, sin embargo, sabía que no se trataba de eso. Era el embarazo, por supuesto. Y como era la primera vez, tuvo los temores que ya antes de salir del pueblo estaba decidida a ignorar. ¿Cómo podía ser que ella, una mujer hecha y derecha, que había ayudado a parir a las mujeres del pueblo, incluso enseñado a las adolescentes lo que debían saber sobre el sexo, tuviese miedo? Pero la verdad es que se engañaba: ellas sabían más de lo que ella pudiese enseñarles. Para esas mujeres era algo común y corriente, y se reían a escondidas cuando ella les hablaba tan preocupada y seriamente. Sus gestos, que pretendían ser simplemente realistas, le salían obscenos, y las palabras que utilizaba eran tan castizas que al final las mujeres se rían y no encontraba más remedio que sonreír y disimular la humillación.

      Ahora le habría gustado preguntarle algo a ellas, pero estaba sola en medio de ese río que había pretendido a odiar porque representaba su fracaso. Venir desde España ya había constituido una ingenuidad de su parte, confiar en Manuel, una estupidez, y a eso se había sumado la tragedia de la noche de los ritos. El niño era una tragedia en sí mismo. Una cruz, como no podía evitar asociarlo; ella también tenía el culto católico impregnado en el alma, gravado a cincel en las rocas más profundas de su psiquis. “¡Oh, Psyché”, murmuró, “¿quién sabrá analizarte mejor y más profundamente que una mujer? El problema es que nuestra sabiduría es la intuición, y no sabremos explicarlo nunca. Y ellos, los hombres, quienes poseen las palabras, no serán capaces, tampoco, de hallar las correctas, porque jamás entenderán el quid de la cuestión. Para ellos los grandes temas: Dios y la muerte, para nosotras: la carne y la insatisfacción.”

       Se levantó, secándose el sudor con esa única sabana sucia. Olía a mugre, olía al semen de Manuel. Detuvo la tela un instante sobre su cara, recordó la noche y toda la ira que había sentido. Era otro hombre, pero era el mismo. Olía a José, pero no podría decírselo jamás, a menos que quisiera matarlo. Ellos dos eran uno, ¿cómo podía ser que él luchara por negarlo terminantemente, silenciarlo toda su vida hasta que ese silencio se convirtió en un grito que ahora estaba despertando?

      Tendría que bañarse en el río, se dijo. Se puso el vestido que había llevado todos esos días. Salió de la casilla y comenzó a recorrer el sendero hacia la playa. El perro se había ido tal vez con Manuel, ¿pero dónde estaban él y el capitán? Caminó lentamente, cansada. Le dolía el bajo vientre, Manuel le había hecho daño. Sentía mareos, y el sol ya comenzaba a exacerbar la humedad junto al río. Escuchó voces, eran ellos. Miró hacia el muelle derruido, pero no había nadie. Las voces y los ladridos venían de la playa hacia la izquierda, escondida entre los sauces que lamían el agua.

       Se acercó tratando de no hacer ruido, miraría si estaban lo suficientemente lejos para que no la vieran cuando se metiera. Movió unas ramas, y los vio a ambos sentados en la arena, mirando al río, desnudos y conversando. Max la había visto, pero no hizo nada por ir a buscarla. Era un macho, también, y compartía esa sociabilidad de la despreocupación. ¿Quién podía saber de lo que hablaban?, no del tiempo perdido en ese puerto abandonado, no de la falta de abastecimiento hasta que llegara el barco que los llevara a Buenos Aires. Seguramente hablaban de sus mujeres, regañándolas como se regaña al ser sin el cual no se puede vivir, hasta que ese ser desaparece. Un día antes, le habría resultado muy extraño ver a Manuel así, desnudo junto a un casi desconocido, despreocupado y tan gestual mientras hablaba. Pero después de aquella noche, ya no se preguntaría quién era él, sino qué era.

      Entonces se resbaló en el barro, y ellos se dieron vuelta.

      - ¡Altea!

      Manuel tardó menos de un minuto en vestirse y llegar a donde estaba, caída de espaldas en el suelo. La ayudó a levantarse.

      - ¿Ibas a darte un baño? Ahora no tienes excusa.

      Escuchó la risa del capitán Mendoza, que recién llegaba, y ambos la miraron con burla, pero sin ironía, lo cual habría preferido, porque la ironía implica una inteligencia por ambas partes. Hasta el perro ladraba con alegría, dando vueltas a su alrededor, oliéndole el vestido sucio. Pero ella no sonrió ni dijo nada. Los hombres interrumpieron la jocosidad para tomar un aire solemne, que contrastaba con la espléndida mañana.

       -En la tarde zarparemos hacia el norte con el capitán Mendoza- dijo Manuel. Altea lo miró, asombrada. -No regresaremos a Europa, intentaremos en el norte, con el niño.

       -No voy a seguirte, no después de lo que pasó.

       -Si me permite-interrumpió Mendoza, que ya veía venir el temporal de las cuestiones familiares. -No hay barco a Buenos Aires hasta dentro de un mes, por lo menos. Es imposible que se queden acá. Además, puedo dejarlos en algún puerto o pueblo hasta que tomen una decisión definitiva.

      -Ya lo es…-empezó a decir Altea, pero Manuel le agarró un brazo con fuerza, y le hundió la mirada como si fuese un falo que aún no estaba satisfecho.

     Ella bajó la mirada hacia el brazo, él la soltó y se fue caminado de vuelta a la casilla. Altea lo miró irse, no caminaba erguido ni impetuoso, sino cabizbajo. Max lo seguía.

      Sólo quedaba Mendoza.

      -Veo que ha convencido a mi marido…-y ella misma sabía que ese sarcasmo era demasiado barato para que saliera de sus labios.

       -Al contrario, señora Iribarne, creo que él me ha convencido a mí. Ya usted sabe que en el barco están mi esposa y mi hijo. Ella es de un carácter peculiar, y temo la influencia que está ejerciendo en Ariel. He tenido el placer de observarla, señora, y creo que usted y mi esposa tienen muchos puntos en común, y pensé que tal vez sería una buena consejera para ella.

       -Capitán, si somos parecidas, dudo que pueda ayudarla. Ya habrá visto que mi carácter es reservado, no expansivo.

     -Pero el de usted parte de su naturaleza, por lo tanto, es flexible y se acomoda a las situaciones. El de Natacha es parte de una reacción aprendida, como un muro que se construyó para sí misma, la única alternativa es derribarlo o abandonarlo.

      Lo escuchó con atención mientras él agarraba una de sus manos. Tal vez Manuel estaba mirando, escondido entre las ramas, y ella se sintió contenta de ese cortejo imprevisto. Pero seguro que todo formaba parte de su imaginación. No podía haber celos donde no había amor, y nunca pudo estar segura de lo que Manuel sintiera fuese amor o desesperación.

      Apartó la mano, y sin contestar se metió entre los sauces hacia donde ellos habían estado. No miró atrás para corroborar que Mendoza se hubiese ido. No escuchó los pasos, y si se quedó mirándola mientras ella se desnudaba y se zambullía en el río, debió haber tenido la habilidad de una estatua. Altea se rio de sí misma; si todos lo hacían, ¿por qué no ella también? Al fin de cuentas se estaba convirtiendo en una tragedia de sí misma, o degenerando en una parodia, y pronta a caer, más adelante, en una mala imitación. Si deseaba conservar la dignidad, debía hacer creer que no sabía lo que sabía, lo que acostumbraban a hacer las mujeres desde mucho tiempo antes.

      Cuando salió del rio y se vistió, solamente encontró a Max, que la aguardaba, sentado, tranquilo, con las orejas bajas. Ella lo saludó y él movió la cola. Mientras se secaba y se vestía, ella le hablaba, y el perro parecía comprenderlo todo muy exactamente. La expresión de los ojos se lo afirmaba, y le habría gustado que le dijera lo que habían conversado los hombres esa mañana. Se lo preguntó, acariciándole la cabeza. Pero su mudez, por supuesto, fue absoluta. Ni una mirada, ni un sonido, ni nada en el cuerpo reveló lo que ella, sin embargo, intuía.

 

 

*

 

 

En la tarde, cuando ya estaba el sol descendiendo sobre los árboles de la costa oeste, la sombra del barco fue avanzando lentamente sobre el ancho del río. Cuando Altea alzo la mirada luego de atenuarse el reflejo del sol de esa tarde calurosa, se quedó pensando, con la vista fija y la cabeza levantada hacia el casco de la enorme nave, que sin embargo no contrastaba con la extensión de aquellas aguas de río, tan peculiares, tan  caprichosas en sus vueltas y recovecos, brazos y arroyos que se separaban y volvían a unirse al lecho principal, a veces tan ancho que apenas lograba verse la otra orilla, otras tan angosto que era suficiente nadar para cruzarlo. Y la vegetación formaba una especie de marco acorde a la magnificencia del barco. Los árboles tupidos eran una especie de muro de color verde oscuro, casi gris a medida que se desvanecía la luminosidad, y por momentos, ella creyó ver en esas imágenes los castillos de la vieja Europa.

      En el bote que habían mandado desde el barco hasta la playa para recogerlos, estaban ella, Manuel, Mendoza, el remero, el perro y el baúl con sus pertenencias. Vio alejarse el viejo muelle, la playa y la casilla donde habían pasado diez días, por lo menos. Ya no sabía en qué día de la semana o mes estaban, había perdido la cuenta. Se lo preguntó a Manuel, en voz baja, porque le daba vergüenza reconocerlo.

      -Son las seis de la tarde del 1ero de enero de 1891.

      Ella lo miró, desconcertada, no por la exactitud de la que los hombres les agradaba jactarse sobre la cartografía y el tiempo, sino de que hubiese cambiado el año, incluso la década, sin ella saberlo. Pensó en la noche diferente pasada con Manuel, en el cambio que él había sufrido, y no se asombró, entonces, ni del tiempo ni del lugar.

       La sombra del barco ya los había absorbido con su frío. Se había levantado viento desde el sudeste, que agitaba las copas de los árboles y removía las aguas haciendo que el bote se tambaleara un poco. Pero ya junto al casco a sotavento, el bote puedo detenerse y desde la borda arrojaron varias cuerdas. El remero y el capitán las ataron con sendos nudos a varios ganchos del bote. Manuel observó la técnica de los nudos durante unos minutos, y por su cuenta comenzó a ayudarlos. Altea no podía dejar de mirarlo, asombrada pero también obstinada en no ceder a su resentimiento. Estaba dispuesta a abandonarlo, definitivamente, y el temperamento que ahora mostraba lo convertía en una especie de bestia que no quería conocer.

       El bote comenzó a ser alzado despacio, a veces se sacudía o se inclinaba y los hombres se reían de la cara de susto de Altea. Ella terminó por reírse, también, cuando ya se vio a salvo a la altura de la borda, las aguas abajo, turbulentas, golpeando el casco que era un muro de madera vieja, carcomida de algas y conchillas. Manuel la agarró y la llevó en brazos hasta la cubierta. Ella se agarró de su cuello, asustada, oliendo el aroma a sudor y agua sucia en la barba de su esposo. Ya estaba de pie, pero no atinó a soltarse, contemplando el movimiento de muchos hombres de la tripulación, yendo y viniendo, y de varias otras personas que sin duda debían ser pasajeros. Había dos mástiles altos e inútiles, y una chimenea inmensa de la que salía un vapor blanco. El estruendo de la máquina de vapor no era tan intenso como había esperado, sino un sordo rumor enterrado en el interior del casco, algo que le daba la sensación de una amenaza, como un estallido inminente.

       Manuel se burló de ella, y la obligó a soltarse, pero antes le dio una palmada en el trasero. Altea miró a todos lados, avergonzada, y vio muchas sonrisas de complicidad, incluso de las mujeres, excepto de una que estaba a pocos metros, junto al puente del castillo. Era alta y delgada, vestida de negro. Tenía las manos juntas delante del cuerpo, el cabello oscuro, que a pesar de estar atado en la nuca, se sacudía por el viento en mechones que le tapaban parte de la cara.

       Altea escuchó el ruido del bote a caer sobre cubierta, los gritos de los hombres dándose órdenes unos a otros, y riendo. El capitán Mendoza no daba más que un par de consejos mientras observaba con atención, todos sabían qué hacer y no necesitaban control. Entonces se acercó a ellos y les pidió perdón por los inconvenientes del abordaje, y le ofreció llevarlos a los camarotes para que descansaran y se cambiaran. Manuel y Altea caminaron por cubierta, mientras los hombres les daban paso, y los pasajeros, que no eran más que hombres y mujeres de los pueblos del río, los miraban con cierto respeto. “Son españoles distinguidos”, escuchaba ella que decían entre dientes. El vestido gastado de Altea conservaba su distinción, y el pantalón y camisa de Manuel, con sus restos de volados en el cuello, dejando ver el pecho, le daba aires de pirata, pero la barba crecida y los ojos claros y tristes, insinuaban una tenebrosa profundidad. Ella resultaba altiva y segura, él un animal inquieto.

       Llegaron hasta la mujer que había visto antes.

      -Natacha, te presento a don Menéndez Iribarne y su señora esposa.

      Ellos dieron la mano a esa mujer de palmas secas y duras. La manga del vestido negro le llegaba a la muñeca con una puntilla delicada. Altea reconoció un vestido de seda. El cuello era alto y la falda larga. Las puntillas eran las mismas en el cuello, en el sobre corpiño y en los bordes de la falda.

      La mujer apenas sonrió. Era muy hermosa, pero la piel de la cara, naturalmente blanco, había tomado una tonalidad algo ocre con el sol del río. No sentaba bien aquel color al rostro esquivo y la sombra amarronada de sus ojos. Entonces ella dijo:

     - ¿Por qué me mira de ese modo, señor Iribarne?

      Manuel pareció despertar de su breve ensimismamiento.

       -Le pido disculpas, pero sus facciones me parecieron conocidas.

       -Tal vez de nuestra vieja y querida Europa, he oído hablar de la familia de usted, de sus tierras, de sus relaciones con la santa Iglesia. -Y en esas palabras no había ironía, sino admiración. Fue casi la única vez donde hubo complacencia en su cara, y no el escabroso laberinto de múltiples sentidos en que habitualmente caerían sus palabras desde esa tarde.

       Pero los pensamientos de Manuel eran distintos, la cara y color de esa mujer, con la sombra de la tarde ya muerta sobre la cubierta, con las nubes que se avecinaban y el húmedo viento desde los árboles de la ribera, le recordaron las efigies de los cristos tallados en las iglesias coloniales. Eso cuerpos más deformes que realistas, frutos de artesanos donde predominaban las ideas torcidas que los jesuitas habían intentado inculcar en los nativos. Pero esas imágenes de cristos con ojos salientes, blancos como en estado de éxtasis, de caras ocres y marcadas por la viruela, en los miembros flacos de músculos como cuerdas viejas, clavados en cruces de madera de palo borracho, eran las imágenes que nunca podría exterminar, porque ese era el Cristo de aquellas zonas, uno que la Inquisición debía abolir, y entonces sintió en su interior un dolor que lo hizo bajar la cabeza y tocarse el pecho.

      Natacha lo entendió. Acercó la mano para apenas tocarle el dorso de la mano.

      -Usted sufre…-dijo.

      Mendoza lo llevó hasta el camarote. Ellas se quedaron solas, y Natacha dijo con acritud:

      -Ya conozco la intención de mi marido, cree que las mujeres somos débiles…los débiles son ellos…-Y miró la entrada a la escalera que descendía hacia el puente bajo cubierta.

      Altea sabía que no sería fácil tratar con esa mujer. Pero no pudo dejar de responderle, algo la provocaba.

      -Lo son mientras están enamorados de nosotras, pero en cuanto los volvemos en contra nuestra, son peores que animales carnívoros.

      Natacha la guio al camarote. Bajaron la escalera estrecha y en penumbras. Llegaron a un pasillo corto, pasando entre barriles junto a las paredes. De la última puerta salía un resplandor tenue, eran las dos lámparas que habían bajado Manuel y Mendoza. Altea encontró a su esposo acostado en la cama, la luz le daba de lleno sobre la cara y el pecho agitado. Mendoza estaba sentado limpiándole el sudor con un trapo.

     - ¿Dónde hay una escotilla? - preguntó Altea tanteando las paredes.

      -No abra, el viento frío le hará peor-advirtió Mendoza. - Dejemos que transpire, creo que se trata de una fiebre infecciosa, ya otro de mis hombres la tuvo.

      - ¿No hay un médico?

      -Querida señora, sepa disculparnos, pero acá todos somos nuestros propios médicos. Si hay alguno, sería algún abortista al que no le interesa más que el anonimato y un plato de comida diaria.

      Natacha hizo una especie de respingo silencioso del que los demás se dieron cuenta. A Mendoza no pareció importarle, a Altea le hizo preguntarse por qué motivo esa mujer estaba en ese barco, y entonces sintió que una mano le tocaba el cuello. No la había visto acercarse, pero sintió perfume a almendras amargas que ya había olido al acercarse a Natacha en la cubierta. Su cara estaba muy cerca, y sólo el halo de luz las envolvía como en un teatro estrecho, casi una cámara de paredes húmedas donde ambas estaban condenadas a permanecer paradas y juntas, oliéndose y odiándose.

      Natacha ahora tenía la cruz nativa en su mano.

      -Es muy hermosa- dijo. Altea no respondió. - Si me permite…-Y sin esperar respuesta, comenzó a abrir el ganchillo de la cadena. Se apartó de ella y se acercó a la cama. Junto a Manuel era como una especie de aparición mística, porque la luz de las lámparas parecía iluminar únicamente la escena importante. Altea se preguntó si Dios estaba dirigiendo ese teatro, pero en los rincones del camarote no había más que sonidos equívocos, el agua del río, las voces humanas, el crujir de la madera del casco, el rumor de la maquinaria, o los quejidos de algún demonio oculto que se metamorfoseaba en cada uno o en todos aquellos sonidos.

      Natacha apoyó la cruz sobre el pecho de Manuel. Éste se estremeció como ante algo frío, pero la cruz conservaba todavía la calidez de la piel de Altea. ¿O serían las manos frías de Natacha? Pero luego comenzó a calmarse, y abrió los ojos. Estaba lloroso y débil como cuando había salido de España, vencido y resignado. Entonces comenzó a observar alrededor y a manotear el aire.

      - ¿Qué pasa, Manuel? - preguntó Altea. Natacha le hizo una señal para que se callara. Mendoza seguía en silencio, no era conveniente contrariarla.

      Todos oyeron los aleteos y los golpes sobre el casco. Les llegaron de arriba las risas de los hombres y los gritos atenuados de algunas mujeres. Correteos sobre cubierta y puertas cerradas con fuerza. Luego, la risa del capitán, que explicó:

     -Son murciélagos. De vez en cuando al oscurecer oscurece salen en bandadas que chocan con el barco. A la mañana aparecen unos pocos muertos en cubierta, y algunos de mis hombres los comen asados.

      Pero Manuel sequía azotando el aire con los brazos.

      -Está delirando por la fiebre, hay que darle mucha agua. Hay que cuidarle el corazón, así me lo recomendó un médico de Buenos Aires.

     Ahora ellas estaban sentadas en la cama, una a cada lado de Manuel, tratando de retenerle los brazos para que no se lastimara con los bordes de metal y con los vidrios de las lámparas.

      - ¿Cuándo se irán esos murciélagos? -preguntó Altea.

      -En una o dos horas. Ya estamos acostumbrados.

      Vio la mirada reprobadora de Natacha. Sintió la despreocupación del capitán. Manuel, sin embargo, veía murciélagos en el interior, revoloteando bajo el techo, sacudiendo las luces y provocando sombras con sus alas. Debía estar sintiendo cómo las membranas le rozaban la cara porque intentaba golpearse para sacárselas de encima.

      -Capitán, por favor, ayúdenos a retenerlo.

      Manuel tenía los ojos abiertos de terror. La cruz se balanceaba sobre el pecho porque se estaba levantando y ellas ya no podían retenerlo. Mendoza lo detuvo antes de que se cayera y lo acostó, pero Manuel daba manotazos que a veces lo golpeaban, y el capitán le hablaba como a un viejo amigo ebrio. Sudaba como un mar, esa fue la expresión que utilizó cuando comenzó a desnudarlo y mandar traer paños secos.

      -Querida, que traigan hielo y más trapos.

      Natacha salió. Altea temblaba. Manuel se llevaba las manos a la garganta, parecía que se ahogaba. Entonces Altea comenzó a tantear en las paredes en busca de la escotilla. Ella también se ahogaba en ese sitio. Halló la abertura, y después de varios intentos, logró abrirla. El ruido de las aguas turbulentas entró, intenso, junto al aire fresco, húmedo y pesado. Mendoza la recriminó.

      - ¡Pero se está ahogando!

      - ¡Y lo seguirá haciendo hasta que se despeje su garganta!

      Los murciélagos entraron. Dieron vueltas por el camarote, se chocaron con ellos y los muebles, rompieron las lámparas y quedaron a oscuras. Mendoza fue a tientas para cerrar la escotilla, pero tropezó con Altea. Ella se agarró a él, sujetándose de la camisa y tratando de cubrirse. Él la abrazó y la tapó con una sábana, después cerró la escotilla, pero los murciélagos seguían dando vueltas en la oscuridad. Escucharon pasos, tal vez de Manuel. Sí, eran los suyos, ella los conocía. Daba vueltas, perdido, con un sonido de asfixia en la garganta. Luego un golpe en el suelo, y de pronto llegó la luz desde la puerta. Tres hombres y Natacha entraron, y la luz descubrió a Altea abrazada a Mendoza. Se soltaron y Mendoza levantó a Manuel. Le sangraba la cabeza por el golpe contra la mesa. Seguía ahogándose.

       Natacha acomodó varias lámparas y la luz fue suficiente para alumbrar toda la habitación. Altea observó el camarote, amplio y de muebles antiguos. Había una sensación de vieja prosapia, resabios de resplandores de lejanas épocas y lugares. Pero ella ahora sólo sentía en su nuca la mirada de Natacha, por más que ya no se observaran. La expresión de esa mujer era una especie de gancho que atraía hacia sí la atención. La recriminación permanente era su forma de vida, por eso Altea ahora comprendía la preocupación del capitán Mendoza.

      Los hombres habían espantado o matado a los murciélagos que habían quedado. Trajeron hielo y lo colocaron sobre la cama y alrededor de Manuel. Mendoza ponía hielo sobre el cuerpo, casi cubriéndolo, y comenzó a temblar y ponerse blanco.

      El capitán Mendoza, entonces, se frotó la cara con las manos, y al separarlas luego, dijo:

      -Julio, deme su navaja.

      Julio era el segundo de a bordo.

      Las mujeres vieron entonces que Mendoza hacía una punzada en la garganta de Manuel, entre unos huesos de la tráquea. Julio le había enseñado eso, era necesario saber de todo cuando no había médico, o el que hubiera era un viejo borrachín de los ríos que curaba prostitutas o sacaba balas a los contrabandistas. Mendoza miró varias veces al hombre, como pidiendo consejo. Altea lo sabía, ya. Lo que mal había hablado el capitán de los médicos, se refería a ese que era su mano derecha en el barco. Observó el rostro gastado de Julio, las manos arrugadas y dominadas por un temblor que intentaba disimular agarrando siempre algo que sujetar. No era lo suyo quedarse quieto, observando, y ahora el capitán lo necesitaba.

      -Máximo….

      Altea escuchó por primera vez el nombre de pila del capitán, lo pronunciaba el otro, y sonaba cálido y cordial. Imaginó el nombre en la voz de Natacha, y de inmediato en su propia voz, deletreándolo con la cabeza apoyada en su cuerpo y protegida por sus brazos. Tapada con una sábana como si estuviesen en la cama.

      La garganta de Manuel sangró, y la sangre se esparció sobre el hielo, y el hielo la absorbió y se fue tiñendo de rojo, hasta que se detuvo, y el pecho de Manuel se expandió por primera vez en mucho rato. Su respiración se hizo sibilante, pero había recuperado el color natural del rostro y respiraba con alivio. Retiraron el hielo. Julio dijo algo al oído del capitán. Mendoza apoyó un brazo sobre sus hombros, y ambos se quedaron mirando a Manuel. De vez en cuando hacía el gesto de espantar algún murciélago, pero ya estaba más calmado.

     -Debemos dejarlo con alguien que lo cuide esta noche.

     -Nosotras nos quedaremos-dijo Natacha.

     -No es necesario que usted lo haga, señora. Yo soy su esposa. -Percibió en la mirada del capitán que la comprensión de su sarcasmo.

     -Pero usted está encinta, señora, está agotada después de tantos días de desventura, piense en su hijo. No puedo dejarla sola- respondió Natacha.

      Altea pensó en la cruz que le había quitado para dársela a Manuel, cuando había comenzado la llegada de los murciélagos y empezado a ahogarse. Pero ahora respiraba mejores gracias el capitán, y la cruz seguía sobre su pecho.

       Los hombres salieron. Ambas se quedaron. Cuando la puerta se cerró, cada una hizo lo que creía debía hacer, en silencio. Parecían dos muñecas a cuerda, pero se parecían a dos universos encerrados en una misma habitación dispuestos a aniquilarse.

 

 

 

*

 

 

Han regresado los murciélagos. Dan vueltas y vueltas, hacen sombras interponiéndose entre las lámparas. Giran y chocan con las paredes. Me azotan la cara con las alas. El chillido es estridente, y más aún cuando pasan cerca de mis oídos. Chillan y se lamentan, y se quejan. Porque todo les duele. El cuarto en el que estoy es muy estrecho, y las mujeres hablan y se quejan, y los hombres suspiran y se lamentan. Una de ellas me ha puesto una cruz en el pecho, y ahora me asfixio, el pecho se me anuda, se estrecha a las dimensiones proporcionales de esta habitación. Un universo lleno de murciélagos que giran en sus órbitas eternas, pero rompiendo la simetría de las esferas, provocando el choque de los astros-murciélagos.

     Una cara se pone delante de la mía. La cara del Cristo crucificado, en la imagen tallada en una vieja iglesia misionera en el pueblo de Toba. Un pueblo que todavía no ha sido fundado ni nombrado, pero en el cual vivimos como dioses caídos del cielo y llegados en grandes barcos a través de ríos anchos que nacen en las grandes cumbres: el cielo es la montaña más alta, y Dios el cóndor que todo lo observa y lo vigila. Es uno y muchos, una raza de cóndores que dan caza a todos, excepto a los murciélagos. Ellos regresan, como travestidos abogados para colmar de desnudas sentencias la vida de los hombres raros, los hombres solitarios, los que van contra la corriente, los extraños. Porque son los hombres que tienen los demonios torcidos: ángeles siempre en pie de guerra.

      La cara del crucifijo es la cara de un murciélago, redonda, casi un querubín negro, y las alas extendidas y clavadas en la cruz de adobe de una iglesia misionera, pobre, oliendo a orina en las paredes y semen tras el presbiterio, a vino rancio y a carne macilenta de algún perro muerto.

      Y el único hombre en quien confío, se me acerca y me clava una navaja en la garganta. La traición es eso, el arma en las manos de un hombre que obedece a una mujer. Ellas se lo ordenan, ellas son las vírgenes resentidas de mi cielo endemoniado. Un infierno de hielo que me hace temblar, rodeado de témpanos y solo, siempre solo en ambos polos del mundo. Parado en un témpano a la deriva, que no se mueve, que se derretirá nunca: el día que la voz de Altea se transforme con el tono de la abdicación y la derrota.

      Ella conversa con palabras como filos, rodeada de hielo. Y la otra le contesta, penetrada de arañas que confeccionan la casa en la que vivirá el resto de sus días. Ambas me ignoran no más de lo necesario, ya saben de los murciélagos, y son incólumes a sus profecías.

 

 

*

 

 

Manuel se ha dormido, por lo menos en apariencia, aunque se pregunta si tal vez no está lúcido bajo esa máscara del dolor. Igual a las estampas de los santos, o quizá más propiamente al rostro de los curas durante la confesión. Eso era lo que Manuel debió haber sido, eso lo habría hecho feliz. Pero si en realidad el camino de Dios está sembrado de espinas, se dijo, tal vez el calvario para Manuel fuese este: Altea y América.

      Le habían sacado la última ropa mojada y lo habían vestido con ropa de cama del capitán. No la había molestado que Natacha viese desnudo a su esposo, se comportaba como una enfermera abnegada. Cada nuevo rasgo que veía en ella, la manera en que se dedicaba a secarle el sudor, la forma de hablarle quedamente, de tomarle el pulso, de prestar atención a cada uno de los sonidos o movimientos que él hacía, aun cuando estaba sentada con las manos sobre la falda y los ojos cerrados. Sus oídos eran instrumentos hipersensibles que captaban la ironía con la que Altea comenzó a hablarle.

      -Es usted muy experimentada en el cuidado de enfermos. ¿Acaso ha estudiado alguna ciencia?

      Natacha la observó con desprecio, pero decidió ignorar la mala intención.

     -Nada de eso, me vi obligada a atender a mi padre durante muchos años, allá en Varsovia.

     - ¿Y por qué acompaña a su marido? No es vida para una mujer de su clase, por más que el barco tenga muchas comodidades.

      -Porque mi hijo ya tiene quince años, e insistió, con la venia de Máximo, en acompañarlo para aprender el oficio. Yo no pienso permitirlo, si puedo evitarlo, además de que me moriría en Santa Fe estando lejos de él.

      -Espero conocer pronto a su hijo- dijo Altea.

      -Ya conoció a mi esposo…

      - ¿Son muy parecidos?

      -Al contrario, son muy diferentes. Lo que quise decir…

      -Entendí lo que quiso decir.

      Siguieron en silencio un par de horas. Debían ser las dos de la mañana. Natacha seguía rígida en su silla. Altea estaba acostada en la cama. Manuel carraspeó y el vendaje de la garganta se manchó de sangre. Natacha trajo una venda nueva y Altea la cambió.

     -Ya no tiene fiebre- dijo. - Pero fíjese como sigue moviendo las manos. Cree que todavía hay murciélagos.

     -Siguen estando en su cabeza. Ir más a norte no le ayudará. Cada vez se pondrá más caluroso y las alimañas más salvajes. Yo que ustedes, regresaría a Europa. Si pudiera, me llevaría a mi hijo, pero sólo haría que me odiara si lo alejo de Máximo.

      -Yo regresaré, por más que Manuel quiera quedarse. He decidido separarme.

      -Pero en su estado…

      Altea suspiró muy profundamente, sus ojos se nublaron, y ante esa mujer que más bien parecía una araña, dijo en voz alta, por primera vez:

      -Me violaron, este hijo no es suyo.

      Natacha se le quedó observando, no parecía siquiera respirar. A Altea le agradó escandalizar a esa mujer pacata y rígida. Se sintió segura de sí misma. Dejó la cama y se sentó en la silla junto a la otra.

     -No me mire así, sé que me considerará una prostituta, y más por confesarlo cuando nadie me lo ha preguntado.

     Natacha se levantó y fue hacia la cama.  Se sentó y acarició la frente de Manuel.

     -Entiendo a su marido. Es cruel lo que debe estar pasando por su alma. Lo sentí cuando le di la mano cuando llegaron.  Para mí fue un mal presentimiento, pero para él fue como toparse con una angustia imperecedera. Sí, soy muy creyente, por eso entiendo a los que se han entregado a Cristo en alma, pero no en cuerpo. ¿Sabe una cosa? A las monjas se las llama esposas de Cristo, ¿y a los curas cómo deberían llamarlos? Amigos, tal vez… los amigos tienen también su intimidad, si hay verdadera confianza. Y la confianza ciega es muy parecida a la verdadera fe. Uno se casa con Cristo en cuerpo y alma, o no se está casado en absoluto. Todo lo que sea a medias, es un adulterio.

      Altea fue a apagar dos lámparas, la que quedaba era suficiente para el resto de la noche. Vio a Natacha acomodando la cruz sobre el pecho de Manuel, y luego tocarle el pecho. ¿Creería que era Cristo, acaso? Manuel sangraba como Cristo en la cruz, y respiraba con dificultad, como cuentan los evangelios. Su rostro era sabio pero triste, la barba crecida, el pelo crespo parecido a una corona de espinas. Alguna vez, mucho tiempo antes, cuando planeaban tener hijos, antes de venir a América, él le había dicho que le habría gustado llamar Jesús a su primer hijo. 

      - ¿Es usted católica, Natacha? ¿U ortodoxa?

      - ¡Católica, por supuesto! Me desconcierta su desconocimiento de mi país.

      - ¿Y por qué vino a América?

      -Los cosacos mataron a mi padre en el levantamiento del setenta. Nosotros no teníamos nada que ver, pero arrasaron con todas las antiguas familias polacas. Algunos dejaron todo, o se llevaron lo que pudieron el año anterior. Mi padre quiso quedarse, le había costado toda una vida de trabajo el mantener lo que había en nuestra familia desde dos generaciones antes, la fábrica, la casa, la granja, el criadero de perros de caza… ¡Santo Dios, tantas cosas! Nuestra casa era Polonia, y él no estaba dispuesto a abandonarla.

      Altea se quedó pensando en el criadero de perros. Recordó que la familia de Manuel, y especialmente él, se había dedicado a esa actividad.

      -Los Menéndez Iribarne también criaban perros. A Manuel le agradaba mucho eso, pero cuando nos comprometimos, ya mi suegro había decidido venderlo todo.

      Natacha le dirigió una mirada inteligente, sin dejar de tocar el pecho de Manuel.

      - ¿Sabía usted que esta cruz tiene virtudes muy especiales?

      -Me la regaló un chico del pueblo en el que enseñaba.

      -La familia le habrá enseñado, pero él la fabricó. Tiene un algo intermedio entre lo que llamamos el curanderismo y una ciencia exacta.

      - ¿De qué habla?

      -De las proporciones que guarda la cruz con el círculo que la envuelve. Si usted la apoya sobre un papel y dibuja una circunferencia que conecte las cuatro puntas, no le dará un círculo, por supuesto, pero si un óvalo. Pero si lo hace uniendo solo tres puntas, y para la cuarta utiliza los pies del Cristo, sí tendrá un círculo perfecto. Las dos medias líneas entonces, le darán el número Pi, el número infinito.

      - ¿Pero todo eso no se anula con el óvalo, que es lo único cierto?

      - ¿Qué es lo único cierto? ¿Acaso cada punto en cualquier línea no puede servir de fin o principio? ¿Acaso porque una línea tiene un fin, es ese el fin de la línea o el principio de ella? Cada óvalo que se forme con cada punto utilizado se sobrepondrá al círculo de la eternidad. Cada óvalo, cada órbita, representa nuestra vida, a veces lenta, a veces rápida, a veces abrupta en sus vueltas. Pero todas se superponen con el círculo perfecto de la vida de Cristo. Podemos tocarlo, pero casi nunca lo hacemos. Es como las órbitas de los planetas, a veces están más cerca del sol, otras lejos.

      - “Este es el invierno de nuestro descontento, hecho glorioso verano por el sol de York”- recitó Altea.

      -Sólo Shakespeare podría haberlo expresado tan poéticamente.

      - ¿Y qué tiene que ver la cruz con Manuel?

      - ¡Por Dios! Recita a Shakespeare, pero no se lo ocurre más que ser sarcástica.

      -Así es, sólo soy una mujer…

      Natacha volvió a sentir el alejamiento.

      -La cruz es suya, usted sabrá…

      Al amanecer, Mendoza entró al camarote. Lo seguía Max, que subió a la cama, lamiendo la cara de Manuel. Altea estaba dormida y se despertó con las patas del perro encima de ella.

     - ¡Basta Max!- le decía, pero Manuel estaba despierto y le hablaba en voy baja al perro. Mendoza se les quedó mirando, mientras Julio entraba con una bandeja con el desayuno. Altea miró las tazas de café, las galletas, el queso. Hacía años que no le servían tales cosas. Se sabía conmovida, pero estaba decidida a no revelarlo. Buscó a Natacha, pero ya no estaba. Dio las gracias a Mendoza, y éste salió con Julio y cerró la puerta.

      Se quedaron solos, ella, Manuel y Max. La cruz seguía pendiendo del pecho de él, mientras ella le llevaba cucharadas de café a la boca, pero Manuel renegaba y quería levantarse. Ambos rieron, mientras Max recibía galletas, con la mirada pendiente cada vez que terminaba una.  Esa mañana escucharon el sonido de la maquinaria de vapor que funcionaba a todo poder.  Y sintieron que el barco se movía río arriba. No sabían adónde, pero en ese exclusivo momento de la mañana del segundo día del nuevo año, no les pareció importante.

 

 

*

 

 

A mediados de enero ya habían pasado Goya y estaban rumbo a la ciudad de Corrientes. Pero en la margen derecha había un pueblo que se llamaba Lavalle, donde bajaron y subieron mercancías y pasajeros, y el capitán tenía que hacer algunos tratos de negocios. Manuel no se interesó por conocer el lugar. Altea había dicho que quería estar en tierra firme, aunque fuese por unas horas, sentía ya demasiados mareos y nauseas.

      -Ve con el capitán, podrás ayudarlo como secretaria, si te sientes bien, por supuesto. -A Manuel no le iba bien la ironía, por eso su malicia resaltaba extremadamente hiriente y pocas veces la utilizaba. Altea no le respondió con palabras, sino haciendo lo que sabía que iba a molestarlo.

       Natacha los vio bajar juntos al muelle, él con su traje de costumbre, el sable que ella aborrecía y esa cordialidad dibujada en la cara. Ella de su brazo, seria y respetable, como si fuese su esposa.

       Manuel y Natacha se quedaron en el barco, y Ariel compartió con ellos el almuerzo y la cena. Para cuando eran casi las doce de la noche, no habían regresado.

        Pasarán la noche en la casa de don Fermín Valente, el de la ferretería- dijo Natacha, sentada a la mesa del comedor.

        El barco todavía conservaba la disposición original para la tripulación mayor del siglo XVIII, cuando había sido proyectado y comenzado a construirse: los camarotes privados, la sala de baile que ahora se usaba como depósito de víveres, el salón comedor, que Natacha insistió en conservar como en el pasado porque le recordaba los buenos tiempos con su padre en la vieja patria. El techo estaba rodeado de molduras de oro, una araña de veinte luces, de las cuales encendían apenas un cuarto. La sirvienta que cocinaba y les traía la comida era una vieja esclava que había huido de una plantación del Brasil y a quien los padres de Mendoza habían refugiado en su estancia de Santa Fe. El joven Máximo era su favorito, por eso se había ido con él cuando compró el barco.

      -Pero iremos cerca del Brasil, Tomasa-le había dicho Mendoza.

      -N’importa, niño, usted me protegerá.

      - ¿O será que extrañás tu tierra?

      La vieja se había encogido de hombros, sin responder. Sabía que era un riesgo para ella que alguien la reconociera, pero la servidumbre de la tierra siempre era más fuerte para personas como ella.

      Tomasa iba y venía de la cocina, mientras el silencio entre los tres iba acrecentándose. Ariel revolvía su plato sin ganas de comer, porque veía que Manuel, con el que tan bien se llevaba en los últimos días, estaba enojado, aunque intentara ocultarlo. Y su madre estaba rígida, con las manos sobre la mesa, sin probar bocado.

      -Andá a acostarte, hijo. Ya es tarde para que sigas esperando…

      Manuel arrojó los cubiertos sobre el plato de porcelana. Natacha no lo reprendió. Ariel había notado que el carácter rígido de su madre se había suavizado, se había hecho más flexible, y hasta creyó descubrir una sonrisa en su cara cuando hablaba o simplemente miraba a Manuel.   

      Ariel amaba a su padre, lo admiraba, en realidad. Esa era la palabra correcta: esa educación que lo hacía dirigirse al más leve subalterno como si fuese no su igual, sino su superior, y a pesar de eso nadie osaba faltarle el respeto o desobedecerlo. El rostro del capitán Mendoza era sincero, varonil, cordial, y en sus ojos se leía un mensaje que ni un asesino podría resistir. Lo había escuchado hablar de la única batalla en la que había participado, durante la revolución del setenta y cuatro. Había apoyado a Mitre, y hasta llegó a ser parte de su guardia personal durante esos tiempos en Buenos Aires. Había matado a algunos hombres, lo habían herido, pero él relataba esos episodios sin darles demasiada importancia.

      -Quien está en medio de un campo de batalla, no piensa que lo que está haciendo es importante. Eso se deja para los generales, sólo para algunos que solamente buscan la gloria como si fuese una mujer. Pero ella se escapa, y a veces, cuando se la alcanza, dura muy poco tiempo, el suficiente para penetrarla. Después, tenemos que bañarnos con agua abundante, es tal el olor amargo…

       Así le había hablado a su hijo apenas un años antes, cuando aún estaban en la estancia de Santa Fe. Su madre se había acostado, y ellos dos, aprovechando esos instantes donde los ojos vigilantes de Natacha se habían cerrado, caminaron hasta la arboleda que bajo la luz de la luna parecía iluminada como una cúpula azulina, y los rayos penetraban entre las copas sólo subrepticiamente. Se habían sentado en la hojarasca, el capitán encendiendo su pipa, y compartiéndola con su hijo. Lo vio fumar con tranquilidad, como si no fuese la primera vez.

      -Deberás mascar hojas de eucalipto para sacarte el aliento cuando regresemos a casa. Tu madre nos regañará a los dos.

      Ariel, de pelo tan rubio que casi parecía blanco bajo la luna, delgado, casi esmirriado, no contestó. Se sabía débil y poco inteligente, sólo conocía de sí mismo la extraña capacidad a su edad de comprender a los demás. Todo le provocaba lástima, la eterna tensión y amargura de su madre, la triste parsimonia de su padre. Veía que sólo el capitán Mendoza era feliz: el padre transformado en militar y marino sonreía y se jactaba de su alegría y de su cuerpo, se mesaba la barba, se mojaba el pelo con agua del río dejando que el pelo crespo se secara en ondas largas y mechadas de incipientes canas. El cuerpo de su padre era admirable, no demasiado alto ni musculoso, pero si fuerte y proporcionado. Tan diferente al suyo… ¿de dónde habría recibido él ese cabello tan claro y la piel tan blanca, los ojos celestes, y sobre todo el cuerpo tan flaco que le daba vergüenza. Hasta su nombre era tan etéreo.

      -Padre, me gustaría acompañarte en tu próximo viaje, quiero aprender tu oficio. -Y mientras lo decía, echaba rápidas miradas a su cuerpo, brazos, piernas, pecho.

      Mendoza comprendió. Se sentía orgulloso, y ya no le importó la segura negativa de su mujer. Pasó un brazo por sobre los hombros de Ariel.

      -Estás pasando por una edad que todos los hombres hemos pasado. Yo también era tan flaco como vos, pero todos cambiamos después.

      -Pero padre, estos cabellos rubios, la piel, tu piel es cobriza y tu pelo no puede ser más negro.

      Mendoza no pudo evitar reírse.

      -La piel la heredás de tu madre, ella es blanca como la leche, por más que tenga cabello oscuro, sino fíjate en sus ojos verdes. En cuanto a lo rubio, creo que es de tus abuelos maternos.

      - ¿Entonces de ti no tengo nada?

      El capitán Máximo Mendoza se quedó pensativo. Varias veces estuvo por comenzar alguna frase que abortó de inmediato, antes de que fuese tarde para borrarla.

      -Heredaste el deseo por el mar o por el río, eso es más importante que los rasgos físicos. Es lo que te hará feliz si sabés aprovecharlo correctamente. Yo hablaré con tu madre. Vendrás conmigo cuando me entreguen el “Juan Manuel”.

       Y ahora estaba en ese viaje, finalmente, pero su madre había exigido acompañarlos, y ya nada pudo ser como se lo había imaginado. Ella lo obligaba a permanecer en el camarote durante casi todo el día, porque el sol le haría mal a su piel delicada; no debía tener conversaciones con los marineros porque se burlarían de él hasta hacerlo cómplice de sus actos y palabras soeces; tenía prohibido empezar algún trabajo en la cubierta, era demasiado débil para eso; tampoco le era posible recorrer el interior del barco ni pasar cerca de la maquinaria a vapor ya que era muy peligrosa. Tenía muchos libros y mucho papel para escribir. Entonces se pasaba las horas leyendo, y sólo cuando tuvieron que quedarse varados en Rosario casi dos semanas comprendió los beneficios de esa parada obligada: con la maquinaria detenida, no había más trabajos que la limpieza de las diferentes cubiertas, y la mitad de los hombres estaban en la ciudad. El cielo estaba nublado, pero no llovía. Entonces salió a cubierta en pleno día, con una carpeta de hojas en blanco, se subió a la barandilla y se sentó sobre el mascarón de proa, que era el busto de una mujer de rostro gastado por las olas, pero que mantenía sus pechos esbeltos y dos alas desplegadas. Ariel recordó la figura de esa mujer en pinturas de la revolución francesa. Pensó en la Victoria de Samotracia, sin brazos ni cabeza, pero con alas. Se puso a escribir, mirando hacia delante de tanto en tanto. El río quieto y turbio de las tres de la tarde. El muelle de Rosario, agobiado de pesadumbre y hombres cansados. Miró hacia el norte, la perspectiva de un río que nunca era igual a sí mismo: curvas, brazos, islas, una profundidad de variantes más inmensa que las posibilidades del infinito. Y vio, al final del horizonte donde el río se angostaba y desaparecía a derecha e izquierda, separados ambos brazos por una isleta, oculto su tamaño por montañas de vegetación, el ensombrecimiento del cielo sobre el río. Una o varias nubes formaban una línea curva, perpendicular al lecho. Parecía una letra “eñe”.

      Fue lo primero que dibujó en su carpeta, y desde entonces llenó hojas y hojas con dibujos de todo lo que veía: naturaleza, puerto, hombres. Durante días llenó la carpeta y sumó nuevas hojas, pero todo eso se detuvo cuando supo que debían zarpar. El motor a vapor ya estaba arreglado. Unos pocos lo habían visto sentado en el mascarón de proa, pero nadie le dijo a la madre, cuyos llamados eras bajos y escasos. No le gustaba exponer ante la tripulación los miedos y la necesidad de tener a su hijo al lado. Se callaba y se encerraba en su camarote, apretando los puños contra su cara para no llorar.

      Nunca le mostró sus bosquejos a su padre, mucho menos a su madre, que aunque tal vez aprobaría la aptitud artística, no lo haría en cuanto a la temática ni a cómo los había realizado. Pero el día que supo que había pasajeros nuevos, españoles, y que uno de ellos estaba enfermo, tuvo curiosidad por conocerlos. A Altea la vio salir del camarote varias veces durante la primera semana. También su madre entraba muy seguido, y notó que la frecuencia de ambas se había invertido en la segunda semana. La esposa del enfermo salía por la mañana y no regresaba hasta entrada la noche. Su madre entraba y salía durante todo el día, llevándose vendajes y ropa sucia y regresando con ropa limpia, comida y agua para beber o renovar el lavatorio. Un día le preguntó si podía ir a visitar al enfermo, ella le sonrió y le acarició una mejilla. Ya era tan alto que esa caricia le resultó propia para un niño, no para él. Alejó la cabeza, sonrojado, ella entendió y no dijo nada. Le abrió la puerta, y cuando entró, volvió a cerrarla, dejándolos solos.

      Era media tarde, y el enfermo parecía dormitar después del almuerzo. Se veía flaco y con la cara demacrada, la barba a medio crecer, el torso desnudo y con vello castaño, con una sábana que lo cubría por debajo de la cintura. La luz entraba por la escotilla junto con el rumor del río y el chillido de algunas aves. No supo si debía decir algo, solamente se sentó en la cama, y Manuel abrió los ojos.

      -Ariel- dijo.

      - ¿Me conoce?

      -Tu madre no deja de hablar de vos…

      Ariel se sonrojó.

      Manuel apoyó una mano sobre la nuca de Ariel.

      -Eres tan hermoso como dice tu madre, no te avergüences de ella.

      Manuel sonreía, y Ariel se sintió cómodo, tal vez, por primera vez en su vida. En ese lugar, con ese hombre, no parecía haber miedo, no existían siquiera la posibilidad de fracasar en cualquier intento. Lo que su madre esperaba de él era imposible de cumplir, y aunque su padre no le exigiese nada, era precisamente ese silencio el que hablaba por él. El silencio y el ruido. Pero en ese camarote, tanto este día como en los siguientes, el silencio resultó tan natural como el sonido, fragmentos etéreos que los visitaban dejando aromas y recuerdos, sin llevarse nada. Manuel le hablaba de España, recordaba miembros de su familia que creía olvidados, tíos de Andalucía, primos que se habían ido a vivir al África.

     - ¿Y es tan peligrosa como dicen los libros?

     -No he estado más que en Marruecos, pero mi hermano José estuvo en todo el continente. Me contó de la selva y de los ríos, y todo esto se le parece un poco.

     -He leído que hace mucho tiempo el África estaba unida a la América del Sur, es por eso.

      -Así es, Ariel, eso dicen los que saben. -Y formó con las manos una concavidad y una convexidad, uniendo ambas. Ariel lo observaba, y de pronto toda ingenuidad desapareció de su mirada.

       Manuel lo contempló con miedo, pero el miedo venía de sí mismo, porque recordaba a José, y una escena muy parecida cuando ambos eran adolescentes en Cádiz. Manuel era esmirriado y de tez blanca, José ya había desarrollado su cuerpo, y ambos estaban conversando en la habitación de su hermano porque Manuel iba casi todas las noches antes de irse a dormir para escuchar sus anécdotas, las fanfarronadas, como diría después, con se jactaba ante su hermano menor. Y fue entonces cuando comenzó todo: la mirada de José, suspicaz, maliciosa, los juegos de manos con que intentaba molestarlo, los desafíos de fuerza que le demandaba no rechazar si no quería que lo llamara cobarde o mariquita. Y Manuel, que siempre perdía, se iba de vuelta a su habitación y se desnudaba frente al espejo para comparar los tristes músculos de sus brazos con los de su hermano, su cuerpo todavía medio encorvado, hasta el tímido tamaño de su pene comparado con el de José. Y no podía evitar soñar con su hermano durante la noche, porque sabía que José pensaba en él, porque reconocía que su misma aparente despreocupación y desprecio hacia el hermano debilucho era una clara expresión de su necesidad de protegerlo. Cuando eran aún más pequeños, solían dormir juntos en la misma cama, pero cuando José creció el padre los separó. La cara de José ese día, aún la cara de un chico fue de una absoluta desolación.

      Ariel lo observaba en silencio mientras Manuel recorría los bosquejos de su carpeta de dibujos.

      -Son de mano experta, no puedo creer que sean los primeros…

     -Es verdad…

     -Te creo, Ariel, pero entonces tienes un talento natural que debes desarrollar. Deberías pedirles a tus padres que te lleven a estudiar bellas artes en Europa, yo podría darte referencias. ¿Qué pintor te agrada más?

      -No he visto mucho, sólo en los libros, pero me asombra Goya. A veces me asusta, pero no puedo dejar de mirarlo.

      Otra vez José y sus gustos. Ariel a veces era uno, a veces el otro.

      -Muy buena elección, pero debes empezar por los clásicos.

      -Pero yo quiero seguir la profesión de mi padre.

      Manuel lo miró de reojo, y Ariel aspiró profundo para sacar pecho.

      - ¿Es lo que te gusta o lo que piensas que le gustaría a tu padre?

      -No creo que a mi padre le importe mucho, pero es para estar más con él…

      -Ya entiendo, tu madre puede ser muy absorbente…lo he notado.

      En ese momento entró Natacha. Ariel escondió la carpeta, pero no lo hizo a tiempo.

      - ¿Qué estás escondiendo, querido? -Su expresión era cariñosa, pero al ver que ninguno respondía, se puso rígida. Estiró el brazo con la mano abierta, sin decir nada, esperando. Y habría permanecido así días enteros si hubiese sido necesario. Ariel le entregó la carpeta. Ella pasó las hojas una por una, sin cambiar de expresión.

      -El río desde la proa, la orilla desierta, los hombres cargando, las mujeres del pueblo, las nubes, los perros, incluso el sarnoso de Max. Ah, y hay más, estos no son paisajes, son retratos. ¿De dónde sacaste los modelos? ¿O están en tu cabeza?

      Natacha no esperaba respuesta, y su tono era cada vez más sarcástico y represor.

      -Hombres desnudos bañándose en el río, pero lo que menos hay es agua. Y estas mujeres, rascándose con obscenidad, tocando a los hombres. Y estos árboles tan inocentes, tienen frutos colgando de sus ramas, vencidas por su peso, si hasta las nubes forman números extraños, ¿666, tal vez?

      Y arrojó la carpeta en la cara de Ariel, que cayó de espaldas en la cama, más por la sorpresa que por el golpe. Nunca su madre había sido tan directa, ni nunca había usado la más mínima fuerza en contra suya.

      Manuel, que seguía acostado, sí la entendía. Se levantó y fue hacia ella. Le tocó un brazo. Casi no se notaba, pero temblaba.

     -Usted y su mujer, y ese perro sarnoso, tienen la culpa. Desde que llegaron, una me quita a mi marido y el otro a mi hijo.

    - ¿Qué está diciendo, Natacha? No hable insensateces. Usted prácticamente me salvó la vida al poner la cruz en mi pecho. -No sabía Manuel hasta qué punto llegaba la verdad de su mentira, pero la belleza de la idea adornaba su hipocresía, que por lo menos sentía más tolerable que la absoluta verdad.

     -Ven con nosotros, hijo- le dijo a Ariel. Y éste se acercó, confiando en Manuel, y él abarcó con sus brazos a Natacha, que se permitió unos sollozos, y a Ariel. Olió el aroma a almendras en la piel de Natacha, y el olor acre del sudor del chico. Su barba era un refugio en donde ambos rostros parecieron encontrar alivio, como una selva cálida y sin peligros. Apta para esconderse por un largo rato, y salir con más fuerzas para soportar el peso del amargo olor de las almendras. Hizo la señal de la cruz con la mano izquierda, porque con la derecha estaba reteniendo a Ariel contra su pecho.

    

 

*

 

 

Ariel se había levantado de la mesa, cabizbajo, mirándolos de reojo mientras se alejaba hacia la puerta del pasillo. Tomasa se cruzó con él, haciendo uno de sus habituales gestos de cariño brutal y exagerado, y preguntando:

      - ¿No le gustó la cena, niño? ¿Ya se va a dormir?

      Abrazaba a Ariel por más que éste se resistía a esas ternuras porque sabía que su madre los estaba mirando. La sirvienta lo hacía adrede delante de ella, ambas se aborrecían. Cuando lo soltó, Ariel se fue y Tomasa preguntó si podía levantar la mesa. Natacha no le hizo caso, ya había desistido de discutir con la negra, que cuando se enojaba, hablaba en un portugués cerrado. Tomasa tenía escrita en su mirada el odio hacia Natacha, su presunción, su rigidez, incluso aborrecía el acento polaco que Natacha no podía evitar cuando se irritaba. Ésta sentía que la negra Tomasa la conocía mejor que muchos otros, y ella no tenía nada para contraatacar, sólo la naturaleza ignorante e instintiva de la sirvienta y la fidelidad insobornable hacia Máximo Mendoza. Era todavía una esclava, en cierto sentido, pero una liberada, y esas eran las de más temer.

      Manuel tampoco tenía el humor para aguantar esas discusiones que había presenciado desde su abordaje. Tenía la mirada torva, esquivando la mirada de Natacha, cerrando los puños sobre la mesa, que retiró solamente cuando la negra comenzó a sacar los platos sin cuidarse de él. Casi no se hablaban, pero era evidente que desconfiaba de ese extraño. Dejó el mantel y preguntó si tomarían algo.

      -El coñac del capitán, vieja…-dijo él.

      -El señor no me permite tocarlo…

      -Tomasa, yo me hago responsable- dijo Natacha, conciliadora. La negra cedió porque veía que la discusión iría de mal en peor.

      Cuando estuvieron solos, se miraron a los ojos por primera vez desde que se habían sentado a cenar.

      - ¿Creés que volverán esta noche? ¿Sos tan cínica para siquiera decirlo?

     Natacha tomó una mano de Manuel, que temblaba.

     -Sabás que no amo a mi marido, sólo a mi hijo.

     -Pero yo amo a mi esposa, y no tolero…

     -Piensa en Jesucristo y en todo en lo que debió ceder. Tenía el reino de los cielos a su disposición para salvarse, y se dejó crucificar. -Tocó la cruz sobre el pecho de Manuel, pero no se quedó en ella. Acarició la piel con el vello suave que había tocado tantas noches durante su convalecencia.

      De un modo que no se atrevía a traducir en palabras, aún, adoraba el cuerpo de ese hombre tan frágil e iracundo al mismo tiempo, como si fuese un Cristo redivivo que se empeñara en negarse a su destino, una y otra vez, y por eso sufría tanto. La manera en que miraba y trataba a Ariel era más que la de un padre, y también lo que ella no podía ceder. Ese hombre ayudaba a su hijo a sufrir menos las miradas, los actos y las palabras de la madre. Ella no podía ni quería mostrarse débil, Ariel era su tormento y su cielo, era el objeto de su amor, inclaudicable, traído por las manos del pasado en Varsovia.

     El único consuelo en la vieja y lejana ciudad había sido la Iglesia que estaba a dos cuadras de la casa de los Krakowsky, su ambiente amplio y limpio, donde las volutas del aire se tornasolaban con la luz de los vitrales, y los santos extendían sus brazos de yeso despintado, y las flores muertas olían a podredumbre en los floreros. Y en el altar estaba el Jesucristo tan parecido a los hechos por los indios en las misiones jesuíticas, cristos de caoba con grandes ojos pintados con un espeso óleo. Lo mismo que la sangre derramada a lo largo del cuerpo, sobre las heridas abiertas en la madera, con tendones y venas tallados de la manera más perfecta, como si hubieran seguido los esquemas de Vesalio, de Goncalvez de Amusco, quizá, o copiando de los mismos cadáveres que debían tener a su lado mientras tallaban. Desde la estancia de los Mendoza en las afueras de Santa Fe, iba a la ciudad a ver esos cristos que abundaban en el atrio y las naves de la iglesia catedral. Se sentaba en un banco, contemplando el aire tan parecido al de Varsovia, por lo menos allí dentro. El ambiente de Dios era el mismo en todas partes, y los cristos tallados tomaban la forma de los recuerdos. Natacha en Santa Fe era la Natacha niña y adolescente de Polonia, que iba a la iglesia para refugiarse y rezar el rosario tantas veces como fuese necesario para que el tiempo se fugara. Pero el tiempo siempre era tan lento, que cuando se caía de sueño y sabía que era hora de regresar, todavía el sol no había bajado, y en la puerta estaba el padre, esperándola, sin dignarse a entrar al templo. Él, tan digno, dueño de mansiones y tierras, no se doblegaría ante el dios de los pobres, y cuando regresaban a casa, de la mano y en silencio, ella sabía que él se lo recordaría una vez más. Y ella odiaba y amaba esas horas luego de la escapada clandestina a la iglesia, porque los castigos de su padre se transformaban en los goces de la crucifixión.

      Los ojos iracundos de Manuel la atraían, lo mismo que los músculos poco desarrollados de sus brazos y del pecho, pero tan firmes como si estuviesen tallados. Su ira la atraía, era un remedio a la amargura que tendía a deprimirla y contra la que necesitaba combatir con la violencia de las palabras, los gestos o sólo la mirada. Ahora él le había agarrado las manos y las apretaba fuertemente entre las suyas, y Natacha sentía el aroma de Varsovia, de las calles estrechas y empedradas, con pequeños arroyos de agua estancada en las cunetas luego de las lluvias del invierno. Cerró los ojos y se dejó llevar por la piel del hombre, por el vello del dorso de esas manos. No eran rubias como las de su padre, ni como las de Ariel, sino castaño oscuras, pero no importaba, incluso era mejor porque se parecían más a la del Cristo verdadero, según la historia. Las manos la soltaron, y de pronto las tuvo en su cabeza, a ambos lados, sujetándola con fuerza, llevándola hacia él, arrugando el mantel, dejándolo caer al suelo y haciendo que ella se levantara de la silla y lo acompañara hacia donde él quería, besándola y comprimiendo sus labios con dolor, porque la mordía. Sentía que Manuel escarbaba en su cuerpo, bajo el vestido, el negro vestido de viuda de Cristo que llevaba siempre.

      Cuando abrió los ojos, estaban en el camarote de Natacha, sobre la cama. Ella de espaldas, con la parte superior del vestido roto hasta los hombros, y el corpiño rasgado en dos. Manuel estaba sobre ella, sin apoyarse, con las manos en el colchón y las piernas sin tocarla. Le besaba los senos, los lamía. Se arrodilló y la observó con ira y deseo. No, ella no se escaparía ni se resistiría. Él se sacó la camisa, y ella vio el pecho que tantas veces había acariciado, febril y con sudor, pero esta vez era el pecho ensangrentado de Cristo y los ojos bellos y celestes del viejo Krakowsky. Por un instante vio a Ariel en esos ojos, y sonrió. El padre, el hijo, y Manuel, el Espíritu Santo que venía en representación de ellos.

      Y él le sacó el vestido, lentamente, pero luego fue más brusco, levantándole las piernas, separándolas, besándole el vientre y lamiendo los muslos y la vagina, hasta que la humedad de su cuerpo era la del río, y sintió que él entraba en ella como hacía muchos años no lo hacían. No pidiendo permiso, ni a regañadientes ni con temor a lo que ella pensara o dijese. El hombre penetraba como un conquistador de la América, avasallando y destruyendo, y finalmente vencido por la naturaleza copiosa en peligros y venenos. El hombre entregó su esencia y su cuerpo quedó agotado, vencido por el esqueleto polaco que se había transportado a sí mismo a las selvas tropicales de la América del Sur. El conquistador español aniquilado por su mismo ímpetu, como un ataque al corazón luego de la picadura de una de las tantas serpientes del río Paraná.

       El esqueleto polaco era frío y reseco, pero respiraba con un aliento que él supo sustraer para alimentarse mientras duró el éxtasis de la crucifixión. Natacha era como una virgen, su cuerpo estrecho y duro, áspero, pero anhelante, y ese resquicio de humedad era suficiente para nutrir su cuerpo de hombre. Natacha había tenido a Ariel en su útero, lo había alimentado durante nueve meses, y ahora lo alimentaba a él, por lo menos durante esa noche.

      Acostado a su lado, le acarició el vientre de donde había nacido Ariel, el Cristo rubio del que tanto aprendía en ese viaje de conocimiento por el río. Ariel, el hijo. Como si Manuel estuviese destinado a ser el padre de niños que no eran suyos. ¿Pero qué son la sangre y el semen?, se preguntó, mientras recorría con la punta de los dedos todo el cuerpo de Natacha, que tenía los ojos abiertos mirando la nada sobre ella. Sangre y semen, fragmentos del cuerpo que muere. En cambio, Ariel y el otro niño, el de Altea, estaban a su cargo.

      Y Ariel ya era suyo por antonomasia.

 

 

*

 

 

Se quedó dormido. Cuando despertó, vio a Natacha en la misma posición, con los ojos abiertos mirando al techo, pero su mano derecha estaba sobre el pecho de Manuel, sujetando la cruz con el puño.

      -Natacha…-dijo.

      Ella ni siquiera parecía parpadear. Intentó abrirle el puño, aflojarle los dedos alrededor del crucifijo. No era fuerza la que hacía para cerrar la mano, solo el entrecruzamiento de los dedos, aferrados uno a otro como si cada uno fuese un desvalido miembro que intentara protegerse recurriendo al otro, actuando todos hacia el mismo objetivo: sujetar la cruz.

      Fue cediendo, lentamente, sin que ella lo mirase. Manuel se levantó, se vistió sólo con la ropa interior, un calzón largo que le había prestado Mendoza. Subió a cubierta y se asomó por la borda. El río estaba tranquilo, el aire pesado, el cielo cubierto de nubes. Pronto llovería con intensidad, el río incrementaría su caudal y el viaje corriente arriba se haría más esforzado para las máquinas. Miró alrededor, los hombres que iban de un puerto a otro, buscando trabajo, acostados en la cubierta, tirados como perros, algunos desnudos, otros tapados con frazadas sucias. Pensó en los griegos y su sabia mitología. ¿Sería posible hacer que el río Estigia fluyese corriente arriba? ¿Revertir la muerte a la que se dirigían todos esos perros humanos? ¿Acaso ese viaje hacia las fuentes del Paraná no era un intento subconsciente de esa necesidad desesperada? ¿Por qué buscábamos a Cristo al final del camino, o del río en este caso, cuando tal vez estaba en el origen, acompañándonos en el líquido del útero? Quizá el niño de Altea estuviese hablando con Dios en ese momento, quizá Manuel hubiese hablado con Dios, también, y la gran desgracia del ser humano fuese su memoria endeble. ¿Pero quién había decidido lo que debe olvidarse? La memoria está fundada en la contradicción, su esencia es una pura dicotomía. Intentó leer en la superficie del río las frases de un pensador estoico anterior a Cristo, pero las palabras se ahogaban como en su memoria, y cuando reflotaban eran nada más que cadáveres sin significado.

     Y entonces sintió que alguien lo agarraba con fuerza del cuello y lo tiraba hacia atrás. La sorpresa lo hizo perder el equilibrio y cayeron ambos en la cubierta. El brazo era débil y delgado, pero insistente como una cuerda. Reconoció a Ariel, era el color de su piel blanca, era el aroma a sudor joven, eran los pequeños quejidos del chico que tantas veces había escuchado al lamentarse de los órdenes de su madre.

      Se dio vuelta para desprenderse y quedaron enfrentados. Cara a cara, se interrogaban. Sin hablar. Los brazos del chico intentaban golpearlo, pero él los retenía. Ariel sacudía las piernas para patearlo, y Manuel apoyó las suyas contra él.

      - ¡¿Qué te pasa?!

     Ariel tenía el rostro contraído en una expresión de terror y enojo. No tenía sentido preguntar nada, había escuchado o espiado en el camarote de su madre.

     -Hijo…

     Ariel se detuvo y dejó que él aflojara su fuerza. El cuerpo de Manuel estaba sobre el suyo, tapándole la vista del cielo nocturno, del que siempre tenía miedo. Varias veces durante los primeros días de enero habían hablado del miedo a la oscuridad del cielo, que parecía aún más profunda cuando había luna o estrellas, que no hacía más que acentuar las distancias imaginadas. Porque ambos sabían que la imaginación era la culpable de la superstición, y el arte el único pasamanos para transitar por esos pasillos entre abismos laterales.

      Ahora el cuerpo de Manuel lo protegía como si estuviese en un cuarto cerrado, en un ambiente cálido, protegido de la intemperie, libre de presagios, aliviado de la rémora del tiempo. Y Manuel veía aquella cara casi infantil todavía como uno de aquellos cadáveres que reflotaban en el río: los rostros de José y Manuel invertidos. Él: su hermano. Ariel: él.

       Escuchó el aleteo de los murciélagos. Venían desde la orilla este, sobrevolando el río y asentándose en los mástiles del barco y en las cubiertas. La mayoría ya no les hacía caso, pero las mujeres se tapaban con lonas o se metían en la sala de máquinas. Los murciélagos traían un olor a excrementos en ocasiones más molesto que su presencia. Manuel se levantó y agarró a Ariel, pero se resistía. Intentó levantarlo, pero el chico intentaba huir. Decidió agarrarlo de las manos y comenzó a arrastrarlo hasta el camarote. Ariel gritaba, pero nadie le hacía caso en medio del aleteo de los murciélagos y los gritos y risas de la gente. Era un caos ordenado, por ser un caos habitual. Muchos esperaban esas ocasiones para dejarse llevar por el griterío y la violencia, los borrachos gritaban extasiados, y las mujeres querían que los hombres así excitados las poseyeran. Era un aquelarre, tal vez, la noche de San Juan en un barco viejo en medio del río Paraná. Única forma de sobrevivir, se dijo Manuel, arrastrando a Ariel por el suelo, hasta llegar al camarote y arrojarlo sobre la cama. El chico estaba histérico, y lo acusaba de violar a su madre. Manuel no pudo evitar reírse.

     - ¿Violar? No sabes lo que es eso, hijo…

     Ariel se levantó otra vez y empezó a golpearlo. Era casi tal alto como Manuel, pero aunque éste pudo contenerlo con esfuerzo, ya estaba cansado. Volvió a tirarlo sobre la cama, diciéndole que no se comportara como un imbécil. Si se quedaba quieto, le explicaría. Entonces el chico lo abrazó y se puso a llorar. Manuel también lo abrazó, y, palmeándole la espalda, hablándole con palabras de consuelo en tono suave, como si se tratase de un niño de cinco años. Pero Ariel tenía quince, y ya casi era un hombre. Sí, lo era, se dijo Manuel. Y se abrazaban como dos hombres que sentían que sus cuerpos eran más que lo que eran hasta un minuto antes: dos cuerpos separados.

      Sintió el latido de Ariel contra su pecho, la agitación de sus brazos, el llanto que le mojaba la piel. El chico tenía la cara apoyada en el pecho de Manuel, y él le dio un beso en la cabeza rubia.

       -Calma, Ariel, calma. Yo te quiero, querido mío.

       Y Ariel dejó de lloriquear, e hizo un solo acto en el cual habría pensado mucho antes, tal vez. Le dio a Manuel un beso en la mejilla.

       Y Manuel, con ese cuerpo endeble y fino entre sus brazos, sintió que ya no había motivos para los requiebros ni el remordimiento, la culpa ya no existía. El cuerpo de Cristo era esa especie de ángel entre sus brazos, susceptible a la destrucción por parte de sus manos, frágil como una espiga, suave como la piel de la musaraña.

      Los murciélagos seguían azotando la cubierta, golpeándose con las paredes del camarote. Manuel creía tener alas, pero estaba quieto. Sus brazos eran dos largas membranas que rodeaban a Ariel. Imaginó la selva a orillas del Paraná. Los murciélagos buscando alimentos, y las musarañas sucumbiendo. Y empujó a Ariel sobre la cama y puso todo el peso de su cuerpo sobre él. El chico quiso decir algo, él le tapó la boca con una mano, mientras con la otra lo desnudaba. Entonces ya no pudo detenerse, le golpeó en la cara para que dejase de llorar, y Ariel se detuvo, avergonzado. Le dio vuelta con fuerza. Recorrió con las manos todo el cuerpo del chico, sin dejar de observar el rostro amedrentado de Ariel, cuya la expresión fue cambiando lentamente, por todas las posibles contingencias de la carne, mientras él colocaba sus dedos en el interior de Ariel, y luego penetrándolo como si quisiese partirlo, igual a una estatua dividida, duplicada: dos hermanos gemelos, dos cadáveres gemelos.

      Cuando todo acabó, se quedó acostado sobre la espalda de Ariel, que respiraba agitado, con la cara contra el colchón. No eran dos, eran uno solo todavía. Manuel se irguió un poco, separando su pecho de la espalda de Ariel. El crucifijo colgaba de la cadena, y se balanceaba rozando la piel blanca de la espalda del chico. Los murciélagos se habían ido, solo quedaba el silencio de la última hora antes del amanecer. Se quedó dormido, sin separarse de Ariel. El cuerpo del muchacho era como un desprendimiento del suyo.

 

 

*

 

 

Ariel abrió los ojos a la luz del día, y lo que vio fue la almohada, arrugada y mojada, y junto a su cabeza, la cabeza de Manuel, dormido. Lo observó detenidamente, luego todo el cuerpo desnudo. Apoyó una mano sobre el pecho de Manuel, rozó el vello crespo y castaño, tocó suavemente la cara y la barba, los párpados cerrados bajo los cuales estaban los ojos claros que se parecían a los suyos. Los ojos de los Krakowsky, le había dicho su madre. Le habría agradado tanto tener los ojos del capitán Mendoza, se dijo muchas veces, y luego tantas que ya no fue necesario decirse que jamás habría podido tenerlos. De algún modo, su madre le contaba la verdad con el silencio, y con los gritos y la mirada férrea.  Por eso ambos adoraban a Manuel, para ella, quizá, era el padre, el marido, el hijo, todo junto y simultáneamente. Para Ariel, ¿qué era?

     Sin despertarlo, le tocó el pecho y el abdomen, luego el vello del pubis. Tocó, ya sin miedo, los genitales de Manuel, y sintió que el hombre se estremecía, pero no abrió los ojos. Le habría gustado verlos mientras sus manos le acariciaban el cuerpo, y entonces su mirada cayó en la cruz, que estaba inclinada sobre un costado. Sintió remordimiento y culpa, sintió la vergüenza que siempre lo había embargado desde que tenía en sus oídos la voz de su madre.

      Se levantó de la cama, su cuerpo estaba dolorido. Recordaba la noche, y no supo clasificar lo que le había pasado. Sí, lo sabía, pero no lo aceptaba, y así estaba bien. El dolor, sin embargo, fue creciendo a medida que la cruz crecía en su memoria: era como un fragmento oscuro en la visión de uno de sus ojos, una zona nublada desde la cual le brotaba un humor acuoso. Se secó los ojos, intentó mirar el camarote. La luz del día era ya plena, pero muy temprano. Sólo escuchaba los movimientos habituales de los marineros. Su madre aún no debía haberse levantado. Sin ver del todo claro, tanteó el aire hacia la cama. Manuel seguía dormido, con un suave sonido de la garganta que no llegaba a ser ronquido. Quiso tocarlo nuevamente, y eso le dolía. No debía hacerlo, aunque únicamente un beso fuese suficiente. Deseaba hacer mucho más que tocarlo, deseaba poseerlo entre sus manos. Pero no sabía para qué: tal vez para matarlo, quizá. Sus manos. Se las miró con atención, manos de niño que se estaba convirtiendo en hombre, el dorso velludo, la palma áspera.

      Con una mano tocó la cruz. Se acercó al cuerpo de Manuel, para que la cruz rozara su propio pecho. Sintió el aliento del hombre, la piel cálida de la noche. La cruz los protegía, pero de pronto sintió la voz de su madre. Giró la cabeza hacia la puerta. Ningún movimiento ni sonido. Miró la hora en el reloj de la mesa. Las cuatro y media de la mañana. Ella no se levantaría hasta las siete.

      Se sentó en la cama, y puso una mano sobre un hombro de Manuel. Volvió a contemplar el cuerpo, y lo comparó con el suyo. No era un hombre todavía, y así había sido esa noche. Un niño parecido a una mujer débil. Empezó a tocarse el cuerpo, sabía cómo hacer para estimularse a sí mismo. Lo había aprendido solo, escuchando las conversaciones de los marineros, y a veces con unas preguntas insinuantes, que terminaban con la risa de los extraños. Lo hacía en su camarote, pendiente de los pasos de su madre, de la voz que lo apremiaba. Pero ahora estaba con Manuel, eran dos hombres, y no debía sentir vergüenza. Se frotó el pene, mirando alrededor, las paredes, la escotilla, los leves movimientos del cuerpo de Manuel. Atento a los sonidos, los pasos en el pasillo, el oleaje del río. Y cuando acabó, apremiado y asustado de todo, tenía en su mano la prueba de la culpa. El líquido que había sentido en su cuerpo apenas anoche, y vio la sangre en la mano. Intentó limpiarse con la sábana, pero no salía. Se frotó las manos, ya comenzando a desesperarse, las sentía secas pero las manchas seguían. Entonces vio el crucifijo que estaba sobre la cama: el regalo de su madre. Un crucifijo de Varsovia, de la vieja casa del abuelo, una de las reliquias salvadas en el exilio. Cristo lo miraba, y él fue hacia la pared, y se limpió el semen rojo en la madera. Sin darse cuenta, estaba llorando, y la desesperación era tal, que supo de manera irreversible que ya era un hombre. Y siendo tal, podría tomar la decisión que quisiera. La culpa era su orgullo, la mirada de su madre estaba formada con esa palabra. Cada pliegue de su cara era un tallado preciso del cincel de la culpa. La culpa como consecuencia del placer, el placer como producto de la culpa. El dolor, de tan penetrante, intenso y continuo, era ya una necesidad.

      La decisión era suya. Por eso buscó en los libros de la biblioteca. Empujó los que ya nunca necesitaría, aún las carpetas de dibujos, que quedaron en el piso. Encontró la biblia, y fue hasta el libro de Mateo, capítulo 19, versículo 8. Si algo te daña, córtalo. Esas eran, más o menos, las palabras. Buscó página por página, sin encontrarlo. Temió romper las hojas, pero pronto ya no le importó. Existía, estaba seguro, tantas y tantas veces lo había escuchado, y hasta leído.

      Pero estaba decidido. Esa duda de último momento, la idea absurda de que lo recordado no existía, de que todo el mundo era una farsa, debía ser ignorada. Sus manos eran las representantes de la culpa. Pensó en la vida de los santos que su madre le leía cuando era un niño, durante las tardes calurosas del verano en Santa Fe, junto al río, bajo los sauces llorones.  Él imaginaba en ese entonces las antiguas barcas mortuorias que transportaban los cuerpos de los santos martirizados, mientras las ramas de los sauces eran lágrimas rojas que flotaban e intentaban seguir los cortejos.

      Ariel estaba en un gran barco, e imaginó la gran impresión que haría mientras su cuerpo era llevado por las aguas. La gente mirando desde las orillas, haciendo la señal de la cruz, y su propia madre, de luto y gimiendo, como una viuda desconsolada. ¿Por qué viuda? Si no era él su esposo, sino su hijo. Él la amaba, pero también la aborrecía. Odiaba sus caricias secas y obsesivas, detestaba los besos que le daba en los labios, le angustiaba la forma en que lo tocaba y lo miraba y le hablaba, amándolo y extrañándolo y dominándolo.

      Natacha era un torbellino que lo rodeaba, era un muro que amenazaba con caerse sobre él, y también un techo que lo protegía del calor, pero no de la lluvia. Era Cristo, pero no era Dios. Era el crucifijo sobre la cama, pendiendo sobre él, observándolo todo, escuchando todo, hasta sus pensamientos. Le había dicho que los muertos rodeaban a los vivos, observando cada uno de sus actos, contabilizándolos. Y la culpa entonces era una sola cosa inmensa e invisible. Impalpable y por eso invencible.

       Caminó hacia el escudo de armas, antiguo como el barco, que representaba una de las tantas ramas de la dinastía borbónica. La imagen estaba oxidada, pero tenía dos armas cruzadas: una espada y un hacha, y en el medio una antorcha tallada. Se subió a una silla e intentó arrancar alguna de ellas. La espada fue imposible de sacar, pero el hacha se desprendió con cierta facilidad. La sopesó en sus manos, palpó el filo. Ya no servía para nada. Pensó en la navaja que Manuel le había regalado. Comenzó a afilar el hacha, ingenuamente, con el filo de la navaja. Poco a poco, y casi media hora después, el hacha cortaba, aunque fuera un poco. Miraba hacia Manuel durante su trabajo, pendiente de si despertaba. Pero el hombre estaba agotado, durante todo el día debió haber juntado resentimiento hacia Altea, y luego las horas con su madre, y después él. Sin duda no despertaría hasta tarde, y Ariel tendría tiempo de hacer lo que quería.

       Se miró al espejo de luna del armario. Desnudo y con el hacha en una mano. Delgado y casi lampiño, si no fuese por el escaso vello del pubis. El cabello tan claro que era casi blanco con la luz intensa. Se sentó en la silla del escritorio de estilo francés, apoyó el brazo izquierdo con la palma hacia arriba. Miró los últimos movimientos de su mano, como observando los de un perro rabioso. Se agitaba, queriendo desprenderse de las cuerdas invisibles del silencio. Los dedos se movían, la arteria de la muñeca latía rápidamente, los tendones se tensaron hasta dolerle.

      Y entonces levantó el hacha con la mano derecha, la mano que siempre fue el verdugo de los bien pensantes, del razonamiento del iluminismo, de la altanera justicia de la ciencia, hasta el lado del buen ladrón que murió con Cristo. Y observó la cruz sobre el pecho de Manuel, luego el crucifijo en la pared. Tenía el Cristo la cabeza inclinada a la derecha, luego volvió a mirar la cama, también Manuel estaba mirando hacia la derecha, hacia él. Y él abatiría su mano izquierda, la mano del semen rojo, la mano del placer y del dolor, la mano incrédula e indecisa, la mano saboteadora y sin remordimientos, la mano libre. Sería abatida por el lado obsceno de la culpa, por la mirada que irradiaba cinismo como plegaria, caricias de águila y besos de cuervo.

       Contempló los ojos que lo miraban, justo antes de que el hacha cayera. Los ojos claros del Cristo desde la cama. Pero ya fue tarde para todo, menos para el grito de un hombre que intentó ahogar el llanto de un chico, que sin embargo no quería ser ahogado.

       La mano quedó como un pájaro muerto sobre la mesa, mientras la sangre salía del muñón izquierdo, el brazo sin cabeza.

      Manuel agarró la sábana y envolvió la herida, nervioso, asustado. Más que angustia, todavía era el asombro el que lo dominaba. Pero ya sentía crecer la fuente amarga de la desesperación. Intentó pensar qué haría. Primero era necesario contener la hemorragia, luego llamar a alguien a los gritos, porque no podía dejar solo a Ariel, que trataba de desprenderse de la tela. Debía hacer que Julio viniera y cosiera la herida antes de que terminara de desangrarse. Veía que Ariel se estaba poniendo pálido, pero debía ser más el susto que la pérdida de sangre. La sábana ya estaba empapada y el chico logró deshacerse de ella y escaparse de los brazos de Manuel. Abrió la puerta con la derecha, la mano que siempre se abre camino, que siempre toma las decisiones correctas, los atajos, que aminora el dolor cortándolo de cuajo. La que guio los pasos de Ariel por el pasillo y las escaleras hacia la cubierta, mientras Manuel detrás, sin alcanzarlo, como si Ariel tuviese las alas de un ángel, como si ya fuese etéreo como su alma.

      Ariel llegó a la cubierta, y corrió desnudo hacia la borda de sotavento. La piel transpiraba, el antebrazo izquierdo era una masa de carne y sangre coagulada sobre la que ya estaban sobrevolando las moscas. Nadie atinó a detenerlo. Los pocos marineros no actuaron a tiempo, no lo reconocieron, seguramente, ya que tan distinto se mostraba Ariel esta vez al chico atildado, prolijo y sereno que era siempre. Lo vieron saltar la borda, llorando y gimiendo, porque le dolía todo, la mano ausente, y sin duda también el alma, porque las cosas no estaban saliendo como decía el versículo de Mateo.

      Vieron caer el cuerpo a las aguas del Paraná, hundiéndose y manchando de sangre la corriente.

     - ¡Hombre al agua! - fue el llamado habitual que alguno dio. Algunos corrieron a la borda y dos se subieron para tirarse, pero el viejo Julio apareció y los detuvo aferrándolos de la ropa. Señaló los yacarés en la orilla, que ya estaban hundiéndose en el agua ante el llamado de la sangre.

      Manuel apareció de pronto y sin hacer caso a nadie se subió al barandal. Julio y los otros no hicieron nada para detenerlo. Manuel estaba desnudo, como el chico, y en la cara del hombre estaba la marca de la culpa. Era tan clara, que no hicieron el más mínimo gesto de piedad ni de odio, era una expresión que cualquier hombre podría haber tenido, y ellos no eran quienes para quitar del rostro de un hombre el placer del dolor. Sabían que el que sufre se conduele de sí mismo, con su misma desesperación, y la única piedad útil es aquella que permite lo inevitable.

      Pero otra mano detuvo a Manuel, que gritaba y se debatía en la necesidad de arrojarse al río para salvar a Ariel. Él no vio a los yacarés, y si lo hizo no les dio importancia. Pensaba en la mano muerta en el escritorio del camarote, en el cuerpo del chico, el llanto que había caído sobre su propio pecho, en el grito ahogado de Ariel, tan tenue y acongojado como las nubes que ahora estaban cubriendo el cielo sobre el río. Las manos de Natacha lo retenían con fuerza, pero de nada habrían servido si él no hubiese despertado de pronto, al contacto de esas manos, lo mismo que la primera vez que las tocó al abordar. Las manos que le habían provocado un golpe tan intenso en su interior que lo habían dejado convaleciente durante semanas. Las que habían palpado los murciélagos de su alma, y los había espantado hacia afuera, únicamente para hacerlos revolotear a su alrededor. Sólo Ariel los había calmado. Pero ahí estaban el chico y su mano, como el único murciélago muerto.

      Las manos de Natacha lo retenían, y el cuerpo de Manuel acató la razón y la resignación. Natacha lo abrazaba, muy fuertemente, mientras él gritaba y temblaba. Entre ambos estaba la cruz, formando sus cuerpos alrededor de ella una especie de muro protector. Cristo era tan débil, que muchas veces se mataba. Sus muertes eran muchas, y sin ver hacia el río, ellos dos veían lo que los ojos de los demás presenciaban.  Los yacarés comiendo, y el esqueleto de la muerte sumergiéndose en el río. 








Ilustración. José de Ribera

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