EL VIAJE POR LAS TIERRAS DE LOS
PERROS
3
Altea despertó con una sensación de nauseas. Se tocó la
frente, empapada en sudor, lo mismo que el pecho y la espalda. Era un sudor
frío, y se preguntó si tal vez era presa de la fiebre. Durante sus años en el
litoral, ya había sufrido varias infecciones, pero su cuerpo las había asumido
como se asume un inconveniente menor. Una tarde recostada, incluso un día
completo, había sido todo lo necesario para reponerse. Hoy, sin embargo, sabía
que no se trataba de eso. Era el embarazo, por supuesto. Y como era la primera
vez, tuvo los temores que ya antes de salir del pueblo estaba decidida a
ignorar. ¿Cómo podía ser que ella, una mujer hecha y derecha, que había ayudado
a parir a las mujeres del pueblo, incluso enseñado a las adolescentes lo que
debían saber sobre el sexo, tuviese miedo? Pero la verdad es que se engañaba:
ellas sabían más de lo que ella pudiese enseñarles. Para esas mujeres era algo
común y corriente, y se reían a escondidas cuando ella les hablaba tan
preocupada y seriamente. Sus gestos, que pretendían ser simplemente realistas,
le salían obscenos, y las palabras que utilizaba eran tan castizas que al final
las mujeres se rían y no encontraba más remedio que sonreír y disimular la
humillación.
Ahora
le habría gustado preguntarle algo a ellas, pero estaba sola en medio de ese
río que había pretendido a odiar porque representaba su fracaso. Venir desde
España ya había constituido una ingenuidad de su parte, confiar en Manuel, una
estupidez, y a eso se había sumado la tragedia de la noche de los ritos. El
niño era una tragedia en sí mismo. Una cruz, como no podía evitar asociarlo;
ella también tenía el culto católico impregnado en el alma, gravado a cincel en
las rocas más profundas de su psiquis. “¡Oh, Psyché”, murmuró, “¿quién sabrá
analizarte mejor y más profundamente que una mujer? El problema es que nuestra
sabiduría es la intuición, y no sabremos explicarlo nunca. Y ellos, los
hombres, quienes poseen las palabras, no serán capaces, tampoco, de hallar las
correctas, porque jamás entenderán el quid de la cuestión. Para ellos
los grandes temas: Dios y la muerte, para nosotras: la carne y la
insatisfacción.”
Se levantó, secándose el sudor con esa única
sabana sucia. Olía a mugre, olía al semen de Manuel. Detuvo la tela un instante
sobre su cara, recordó la noche y toda la ira que había sentido. Era otro
hombre, pero era el mismo. Olía a José, pero no podría decírselo jamás, a menos
que quisiera matarlo. Ellos dos eran uno, ¿cómo podía ser que él luchara por
negarlo terminantemente, silenciarlo toda su vida hasta que ese silencio se
convirtió en un grito que ahora estaba despertando?
Tendría que bañarse en el río, se dijo. Se
puso el vestido que había llevado todos esos días. Salió de la casilla y
comenzó a recorrer el sendero hacia la playa. El perro se había ido tal vez con
Manuel, ¿pero dónde estaban él y el capitán? Caminó lentamente, cansada. Le
dolía el bajo vientre, Manuel le había hecho daño. Sentía mareos, y el sol ya
comenzaba a exacerbar la humedad junto al río. Escuchó voces, eran ellos. Miró
hacia el muelle derruido, pero no había nadie. Las voces y los ladridos venían
de la playa hacia la izquierda, escondida entre los sauces que lamían el agua.
Se acercó tratando de no hacer ruido, miraría
si estaban lo suficientemente lejos para que no la vieran cuando se metiera.
Movió unas ramas, y los vio a ambos sentados en la arena, mirando al río,
desnudos y conversando. Max la había visto, pero no hizo nada por ir a
buscarla. Era un macho, también, y compartía esa sociabilidad de la
despreocupación. ¿Quién podía saber de lo que hablaban?, no del tiempo perdido
en ese puerto abandonado, no de la falta de abastecimiento hasta que llegara el
barco que los llevara a Buenos Aires. Seguramente hablaban de sus mujeres,
regañándolas como se regaña al ser sin el cual no se puede vivir, hasta que ese
ser desaparece. Un día antes, le habría resultado muy extraño ver a Manuel así,
desnudo junto a un casi desconocido, despreocupado y tan gestual mientras
hablaba. Pero después de aquella noche, ya no se preguntaría quién era él, sino
qué era.
Entonces se resbaló en el barro, y ellos se
dieron vuelta.
- ¡Altea!
Manuel
tardó menos de un minuto en vestirse y llegar a donde estaba, caída de espaldas
en el suelo. La ayudó a levantarse.
- ¿Ibas a darte un baño? Ahora no tienes
excusa.
Escuchó la risa del capitán Mendoza, que
recién llegaba, y ambos la miraron con burla, pero sin ironía, lo cual habría
preferido, porque la ironía implica una inteligencia por ambas partes. Hasta el
perro ladraba con alegría, dando vueltas a su alrededor, oliéndole el vestido
sucio. Pero ella no sonrió ni dijo nada. Los hombres interrumpieron la
jocosidad para tomar un aire solemne, que contrastaba con la espléndida mañana.
-En
la tarde zarparemos hacia el norte con el capitán Mendoza- dijo Manuel. Altea
lo miró, asombrada. -No regresaremos a Europa, intentaremos en el norte, con el
niño.
-No voy a seguirte, no después de lo que
pasó.
-Si me permite-interrumpió Mendoza, que ya
veía venir el temporal de las cuestiones familiares. -No hay barco a Buenos
Aires hasta dentro de un mes, por lo menos. Es imposible que se queden acá.
Además, puedo dejarlos en algún puerto o pueblo hasta que tomen una decisión
definitiva.
-Ya lo
es…-empezó a decir Altea, pero Manuel le agarró un brazo con fuerza, y le
hundió la mirada como si fuese un falo que aún no estaba satisfecho.
Ella bajó la mirada hacia el brazo, él la
soltó y se fue caminado de vuelta a la casilla. Altea lo miró irse, no caminaba
erguido ni impetuoso, sino cabizbajo. Max lo seguía.
Sólo
quedaba Mendoza.
-Veo
que ha convencido a mi marido…-y ella misma sabía que ese sarcasmo era
demasiado barato para que saliera de sus labios.
-Al
contrario, señora Iribarne, creo que él me ha convencido a mí. Ya usted sabe
que en el barco están mi esposa y mi hijo. Ella es de un carácter peculiar, y
temo la influencia que está ejerciendo en Ariel. He tenido el placer de
observarla, señora, y creo que usted y mi esposa tienen muchos puntos en común,
y pensé que tal vez sería una buena consejera para ella.
-Capitán, si somos parecidas, dudo que
pueda ayudarla. Ya habrá visto que mi carácter es reservado, no expansivo.
-Pero el de usted
parte de su naturaleza, por lo tanto, es flexible y se acomoda a las
situaciones. El de Natacha es parte de una reacción aprendida, como un muro que
se construyó para sí misma, la única alternativa es derribarlo o abandonarlo.
Lo
escuchó con atención mientras él agarraba una de sus manos. Tal vez Manuel
estaba mirando, escondido entre las ramas, y ella se sintió contenta de ese
cortejo imprevisto. Pero seguro que todo formaba parte de su imaginación. No
podía haber celos donde no había amor, y nunca pudo estar segura de lo que
Manuel sintiera fuese amor o desesperación.
Apartó la mano, y sin contestar se metió entre
los sauces hacia donde ellos habían estado. No miró atrás para corroborar que
Mendoza se hubiese ido. No escuchó los pasos, y si se quedó mirándola mientras
ella se desnudaba y se zambullía en el río, debió haber tenido la habilidad de
una estatua. Altea se rio de sí misma; si todos lo hacían, ¿por qué no ella
también? Al fin de cuentas se estaba convirtiendo en una tragedia de sí misma,
o degenerando en una parodia, y pronta a caer, más adelante, en una mala
imitación. Si deseaba conservar la dignidad, debía hacer creer que no sabía lo
que sabía, lo que acostumbraban a hacer las mujeres desde mucho tiempo antes.
Cuando salió del
rio y se vistió, solamente encontró a Max, que la aguardaba, sentado,
tranquilo, con las orejas bajas. Ella lo saludó y él movió la cola. Mientras se
secaba y se vestía, ella le hablaba, y el perro parecía comprenderlo todo muy
exactamente. La expresión de los ojos se lo afirmaba, y le habría gustado que
le dijera lo que habían conversado los hombres esa mañana. Se lo preguntó,
acariciándole la cabeza. Pero su mudez, por supuesto, fue absoluta. Ni una
mirada, ni un sonido, ni nada en el cuerpo reveló lo que ella, sin embargo,
intuía.
*
En la tarde, cuando ya estaba el sol descendiendo sobre los
árboles de la costa oeste, la sombra del barco fue avanzando lentamente sobre
el ancho del río. Cuando Altea alzo la mirada luego de atenuarse el reflejo del
sol de esa tarde calurosa, se quedó pensando, con la vista fija y la cabeza
levantada hacia el casco de la enorme nave, que sin embargo no contrastaba con
la extensión de aquellas aguas de río, tan peculiares, tan caprichosas en sus vueltas y recovecos,
brazos y arroyos que se separaban y volvían a unirse al lecho principal, a
veces tan ancho que apenas lograba verse la otra orilla, otras tan angosto que
era suficiente nadar para cruzarlo. Y la vegetación formaba una especie de
marco acorde a la magnificencia del barco. Los árboles tupidos eran una especie
de muro de color verde oscuro, casi gris a medida que se desvanecía la
luminosidad, y por momentos, ella creyó ver en esas imágenes los castillos de
la vieja Europa.
En el bote que
habían mandado desde el barco hasta la playa para recogerlos, estaban ella,
Manuel, Mendoza, el remero, el perro y el baúl con sus pertenencias. Vio
alejarse el viejo muelle, la playa y la casilla donde habían pasado diez días,
por lo menos. Ya no sabía en qué día de la semana o mes estaban, había perdido
la cuenta. Se lo preguntó a Manuel, en voz baja, porque le daba vergüenza
reconocerlo.
-Son las seis de
la tarde del 1ero de enero de 1891.
Ella lo miró,
desconcertada, no por la exactitud de la que los hombres les agradaba jactarse
sobre la cartografía y el tiempo, sino de que hubiese cambiado el año, incluso
la década, sin ella saberlo. Pensó en la noche diferente pasada con Manuel, en
el cambio que él había sufrido, y no se asombró, entonces, ni del tiempo ni del
lugar.
La sombra del barco ya los había absorbido
con su frío. Se había levantado viento desde el sudeste, que agitaba las copas
de los árboles y removía las aguas haciendo que el bote se tambaleara un poco.
Pero ya junto al casco a sotavento, el bote puedo detenerse y desde la borda
arrojaron varias cuerdas. El remero y el capitán las ataron con sendos nudos a
varios ganchos del bote. Manuel observó la técnica de los nudos durante unos
minutos, y por su cuenta comenzó a ayudarlos. Altea no podía dejar de mirarlo,
asombrada pero también obstinada en no ceder a su resentimiento. Estaba
dispuesta a abandonarlo, definitivamente, y el temperamento que ahora mostraba
lo convertía en una especie de bestia que no quería conocer.
El bote comenzó a ser alzado despacio, a veces
se sacudía o se inclinaba y los hombres se reían de la cara de susto de Altea.
Ella terminó por reírse, también, cuando ya se vio a salvo a la altura de la
borda, las aguas abajo, turbulentas, golpeando el casco que era un muro de
madera vieja, carcomida de algas y conchillas. Manuel la agarró y la llevó en
brazos hasta la cubierta. Ella se agarró de su cuello, asustada, oliendo el
aroma a sudor y agua sucia en la barba de su esposo. Ya estaba de pie, pero no
atinó a soltarse, contemplando el movimiento de muchos hombres de la
tripulación, yendo y viniendo, y de varias otras personas que sin duda debían
ser pasajeros. Había dos mástiles altos e inútiles, y una chimenea inmensa de la
que salía un vapor blanco. El estruendo de la máquina de vapor no era tan intenso
como había esperado, sino un sordo rumor enterrado en el interior del casco,
algo que le daba la sensación de una amenaza, como un estallido inminente.
Manuel se burló de ella, y la obligó a
soltarse, pero antes le dio una palmada en el trasero. Altea miró a todos
lados, avergonzada, y vio muchas sonrisas de complicidad, incluso de las
mujeres, excepto de una que estaba a pocos metros, junto al puente del castillo.
Era alta y delgada, vestida de negro. Tenía las manos juntas delante del
cuerpo, el cabello oscuro, que a pesar de estar atado en la nuca, se sacudía
por el viento en mechones que le tapaban parte de la cara.
Altea escuchó el
ruido del bote a caer sobre cubierta, los gritos de los hombres dándose órdenes
unos a otros, y riendo. El capitán Mendoza no daba más que un par de consejos
mientras observaba con atención, todos sabían qué hacer y no necesitaban
control. Entonces se acercó a ellos y les pidió perdón por los inconvenientes
del abordaje, y le ofreció llevarlos a los camarotes para que descansaran y se
cambiaran. Manuel y Altea caminaron por cubierta, mientras los hombres les
daban paso, y los pasajeros, que no eran más que hombres y mujeres de los
pueblos del río, los miraban con cierto respeto. “Son españoles distinguidos”, escuchaba
ella que decían entre dientes. El vestido gastado de Altea conservaba su
distinción, y el pantalón y camisa de Manuel, con sus restos de volados en el
cuello, dejando ver el pecho, le daba aires de pirata, pero la barba crecida y
los ojos claros y tristes, insinuaban una tenebrosa profundidad. Ella resultaba
altiva y segura, él un animal inquieto.
Llegaron
hasta la mujer que había visto antes.
-Natacha, te presento a don Menéndez Iribarne
y su señora esposa.
Ellos dieron la mano a esa mujer de palmas
secas y duras. La manga del vestido negro le llegaba a la muñeca con una
puntilla delicada. Altea reconoció un vestido de seda. El cuello era alto y la
falda larga. Las puntillas eran las mismas en el cuello, en el sobre corpiño y
en los bordes de la falda.
La mujer
apenas sonrió. Era muy hermosa, pero la piel de la cara, naturalmente blanco,
había tomado una tonalidad algo ocre con el sol del río. No sentaba bien aquel
color al rostro esquivo y la sombra amarronada de sus ojos. Entonces ella dijo:
- ¿Por qué me mira
de ese modo, señor Iribarne?
Manuel pareció despertar de su breve ensimismamiento.
-Le
pido disculpas, pero sus facciones me parecieron conocidas.
-Tal
vez de nuestra vieja y querida Europa, he oído hablar de la familia de usted,
de sus tierras, de sus relaciones con la santa Iglesia. -Y en esas palabras no
había ironía, sino admiración. Fue casi la única vez donde hubo complacencia en
su cara, y no el escabroso laberinto de múltiples sentidos en que habitualmente
caerían sus palabras desde esa tarde.
Pero los pensamientos de Manuel eran
distintos, la cara y color de esa mujer, con la sombra de la tarde ya muerta
sobre la cubierta, con las nubes que se avecinaban y el húmedo viento desde los
árboles de la ribera, le recordaron las efigies de los cristos tallados en las
iglesias coloniales. Eso cuerpos más deformes que realistas, frutos de
artesanos donde predominaban las ideas torcidas que los jesuitas habían
intentado inculcar en los nativos. Pero esas imágenes de cristos con ojos
salientes, blancos como en estado de éxtasis, de caras ocres y marcadas por la
viruela, en los miembros flacos de músculos como cuerdas viejas, clavados en
cruces de madera de palo borracho, eran las imágenes que nunca podría
exterminar, porque ese era el Cristo de aquellas zonas, uno que la Inquisición
debía abolir, y entonces sintió en su interior un dolor que lo hizo bajar la
cabeza y tocarse el pecho.
Natacha lo
entendió. Acercó la mano para apenas tocarle el dorso de la mano.
-Usted
sufre…-dijo.
Mendoza lo llevó hasta el camarote. Ellas se
quedaron solas, y Natacha dijo con acritud:
-Ya
conozco la intención de mi marido, cree que las mujeres somos débiles…los
débiles son ellos…-Y miró la entrada a la escalera que descendía hacia el
puente bajo cubierta.
Altea
sabía que no sería fácil tratar con esa mujer. Pero no pudo dejar de
responderle, algo la provocaba.
-Lo son
mientras están enamorados de nosotras, pero en cuanto los volvemos en contra
nuestra, son peores que animales carnívoros.
Natacha la guio al camarote. Bajaron la
escalera estrecha y en penumbras. Llegaron a un pasillo corto, pasando entre
barriles junto a las paredes. De la última puerta salía un resplandor tenue,
eran las dos lámparas que habían bajado Manuel y Mendoza. Altea encontró a su
esposo acostado en la cama, la luz le daba de lleno sobre la cara y el pecho
agitado. Mendoza estaba sentado limpiándole el sudor con un trapo.
- ¿Dónde hay una escotilla? - preguntó Altea
tanteando las paredes.
-No
abra, el viento frío le hará peor-advirtió Mendoza. - Dejemos que transpire,
creo que se trata de una fiebre infecciosa, ya otro de mis hombres la tuvo.
- ¿No
hay un médico?
-Querida señora, sepa disculparnos, pero acá
todos somos nuestros propios médicos. Si hay alguno, sería algún abortista al
que no le interesa más que el anonimato y un plato de comida diaria.
Natacha hizo una especie de respingo
silencioso del que los demás se dieron cuenta. A Mendoza no pareció importarle,
a Altea le hizo preguntarse por qué motivo esa mujer estaba en ese barco, y
entonces sintió que una mano le tocaba el cuello. No la había visto acercarse,
pero sintió perfume a almendras amargas que ya había olido al acercarse a
Natacha en la cubierta. Su cara estaba muy cerca, y sólo el halo de luz las
envolvía como en un teatro estrecho, casi una cámara de paredes húmedas donde
ambas estaban condenadas a permanecer paradas y juntas, oliéndose y odiándose.
Natacha ahora tenía la cruz nativa en su mano.
-Es muy hermosa- dijo. Altea no respondió. -
Si me permite…-Y sin esperar respuesta, comenzó a abrir el ganchillo de la
cadena. Se apartó de ella y se acercó a la cama. Junto a Manuel era como una
especie de aparición mística, porque la luz de las lámparas parecía iluminar
únicamente la escena importante. Altea se preguntó si Dios estaba dirigiendo
ese teatro, pero en los rincones del camarote no había más que sonidos
equívocos, el agua del río, las voces humanas, el crujir de la madera del
casco, el rumor de la maquinaria, o los quejidos de algún demonio oculto que se
metamorfoseaba en cada uno o en todos aquellos sonidos.
Natacha apoyó la
cruz sobre el pecho de Manuel. Éste se estremeció como ante algo frío, pero la
cruz conservaba todavía la calidez de la piel de Altea. ¿O serían las manos
frías de Natacha? Pero luego comenzó a calmarse, y abrió los ojos. Estaba lloroso
y débil como cuando había salido de España, vencido y resignado. Entonces
comenzó a observar alrededor y a manotear el aire.
- ¿Qué pasa, Manuel? - preguntó Altea.
Natacha le hizo una señal para que se callara. Mendoza seguía en silencio, no
era conveniente contrariarla.
Todos oyeron los
aleteos y los golpes sobre el casco. Les llegaron de arriba las risas de los
hombres y los gritos atenuados de algunas mujeres. Correteos sobre cubierta y
puertas cerradas con fuerza. Luego, la risa del capitán, que explicó:
-Son murciélagos. De vez en cuando al
oscurecer oscurece salen en bandadas que chocan con el barco. A la mañana
aparecen unos pocos muertos en cubierta, y algunos de mis hombres los comen
asados.
Pero Manuel
sequía azotando el aire con los brazos.
-Está delirando por la fiebre, hay que darle
mucha agua. Hay que cuidarle el corazón, así me lo recomendó un médico de
Buenos Aires.
Ahora ellas
estaban sentadas en la cama, una a cada lado de Manuel, tratando de retenerle
los brazos para que no se lastimara con los bordes de metal y con los vidrios
de las lámparas.
- ¿Cuándo se irán esos murciélagos? -preguntó
Altea.
-En una
o dos horas. Ya estamos acostumbrados.
Vio la mirada reprobadora de Natacha. Sintió
la despreocupación del capitán. Manuel, sin embargo, veía murciélagos en el
interior, revoloteando bajo el techo, sacudiendo las luces y provocando sombras
con sus alas. Debía estar sintiendo cómo las membranas le rozaban la cara
porque intentaba golpearse para sacárselas de encima.
-Capitán, por favor, ayúdenos a retenerlo.
Manuel tenía los ojos abiertos de terror. La
cruz se balanceaba sobre el pecho porque se estaba levantando y ellas ya no
podían retenerlo. Mendoza lo detuvo antes de que se cayera y lo acostó, pero
Manuel daba manotazos que a veces lo golpeaban, y el capitán le hablaba como a
un viejo amigo ebrio. Sudaba como un mar, esa fue la expresión que utilizó
cuando comenzó a desnudarlo y mandar traer paños secos.
-Querida, que traigan hielo y más trapos.
Natacha salió. Altea temblaba. Manuel se
llevaba las manos a la garganta, parecía que se ahogaba. Entonces Altea comenzó
a tantear en las paredes en busca de la escotilla. Ella también se ahogaba en
ese sitio. Halló la abertura, y después de varios intentos, logró abrirla. El
ruido de las aguas turbulentas entró, intenso, junto al aire fresco, húmedo y
pesado. Mendoza la recriminó.
- ¡Pero se está ahogando!
- ¡Y
lo seguirá haciendo hasta que se despeje su garganta!
Los murciélagos entraron. Dieron vueltas por
el camarote, se chocaron con ellos y los muebles, rompieron las lámparas y
quedaron a oscuras. Mendoza fue a tientas para cerrar la escotilla, pero
tropezó con Altea. Ella se agarró a él, sujetándose de la camisa y tratando de
cubrirse. Él la abrazó y la tapó con una sábana, después cerró la escotilla,
pero los murciélagos seguían dando vueltas en la oscuridad. Escucharon pasos,
tal vez de Manuel. Sí, eran los suyos, ella los conocía. Daba vueltas, perdido,
con un sonido de asfixia en la garganta. Luego un golpe en el suelo, y de
pronto llegó la luz desde la puerta. Tres hombres y Natacha entraron, y la luz
descubrió a Altea abrazada a Mendoza. Se soltaron y Mendoza levantó a Manuel.
Le sangraba la cabeza por el golpe contra la mesa. Seguía ahogándose.
Natacha acomodó varias lámparas y la luz
fue suficiente para alumbrar toda la habitación. Altea observó el camarote,
amplio y de muebles antiguos. Había una sensación de vieja prosapia, resabios
de resplandores de lejanas épocas y lugares. Pero ella ahora sólo sentía en su
nuca la mirada de Natacha, por más que ya no se observaran. La expresión de esa
mujer era una especie de gancho que atraía hacia sí la atención. La
recriminación permanente era su forma de vida, por eso Altea ahora comprendía la
preocupación del capitán Mendoza.
Los
hombres habían espantado o matado a los murciélagos que habían quedado.
Trajeron hielo y lo colocaron sobre la cama y alrededor de Manuel. Mendoza
ponía hielo sobre el cuerpo, casi cubriéndolo, y comenzó a temblar y ponerse
blanco.
El
capitán Mendoza, entonces, se frotó la cara con las manos, y al separarlas
luego, dijo:
-Julio, deme su navaja.
Julio era el segundo de a bordo.
Las mujeres vieron entonces que Mendoza hacía
una punzada en la garganta de Manuel, entre unos huesos de la tráquea. Julio le
había enseñado eso, era necesario saber de todo cuando no había médico, o el
que hubiera era un viejo borrachín de los ríos que curaba prostitutas o sacaba
balas a los contrabandistas. Mendoza miró varias veces al hombre, como pidiendo
consejo. Altea lo sabía, ya. Lo que mal había hablado el capitán de los
médicos, se refería a ese que era su mano derecha en el barco. Observó el rostro
gastado de Julio, las manos arrugadas y dominadas por un temblor que intentaba
disimular agarrando siempre algo que sujetar. No era lo suyo quedarse quieto,
observando, y ahora el capitán lo necesitaba.
-Máximo….
Altea escuchó por primera vez el nombre de
pila del capitán, lo pronunciaba el otro, y sonaba cálido y cordial. Imaginó el
nombre en la voz de Natacha, y de inmediato en su propia voz, deletreándolo con
la cabeza apoyada en su cuerpo y protegida por sus brazos. Tapada con una
sábana como si estuviesen en la cama.
La
garganta de Manuel sangró, y la sangre se esparció sobre el hielo, y el hielo
la absorbió y se fue tiñendo de rojo, hasta que se detuvo, y el pecho de Manuel
se expandió por primera vez en mucho rato. Su respiración se hizo sibilante,
pero había recuperado el color natural del rostro y respiraba con alivio.
Retiraron el hielo. Julio dijo algo al oído del capitán. Mendoza apoyó un brazo
sobre sus hombros, y ambos se quedaron mirando a Manuel. De vez en cuando hacía
el gesto de espantar algún murciélago, pero ya estaba más calmado.
-Debemos dejarlo con alguien que lo cuide esta
noche.
-Nosotras nos quedaremos-dijo Natacha.
-No es
necesario que usted lo haga, señora. Yo soy su esposa. -Percibió en la mirada
del capitán que la comprensión de su sarcasmo.
-Pero usted está
encinta, señora, está agotada después de tantos días de desventura, piense en
su hijo. No puedo dejarla sola- respondió Natacha.
Altea
pensó en la cruz que le había quitado para dársela a Manuel, cuando había
comenzado la llegada de los murciélagos y empezado a ahogarse. Pero ahora
respiraba mejores gracias el capitán, y la cruz seguía sobre su pecho.
Los
hombres salieron. Ambas se quedaron. Cuando la puerta se cerró, cada una hizo
lo que creía debía hacer, en silencio. Parecían dos muñecas a cuerda, pero se
parecían a dos universos encerrados en una misma habitación dispuestos a
aniquilarse.
*
Han regresado los murciélagos. Dan
vueltas y vueltas, hacen sombras interponiéndose entre las lámparas. Giran y
chocan con las paredes. Me azotan la cara con las alas. El chillido es
estridente, y más aún cuando pasan cerca de mis oídos. Chillan y se lamentan, y
se quejan. Porque todo les duele. El cuarto en el que estoy es muy estrecho, y
las mujeres hablan y se quejan, y los hombres suspiran y se lamentan. Una de
ellas me ha puesto una cruz en el pecho, y ahora me asfixio, el pecho se me
anuda, se estrecha a las dimensiones proporcionales de esta habitación. Un
universo lleno de murciélagos que giran en sus órbitas eternas, pero rompiendo
la simetría de las esferas, provocando el choque de los astros-murciélagos.
Una cara se pone delante de la mía. La cara del Cristo crucificado, en
la imagen tallada en una vieja iglesia misionera en el pueblo de Toba. Un
pueblo que todavía no ha sido fundado ni nombrado, pero en el cual vivimos como
dioses caídos del cielo y llegados en grandes barcos a través de ríos anchos que
nacen en las grandes cumbres: el cielo es la montaña más alta, y Dios el cóndor
que todo lo observa y lo vigila. Es uno y muchos, una raza de cóndores que dan
caza a todos, excepto a los murciélagos. Ellos regresan, como travestidos
abogados para colmar de desnudas sentencias la vida de los hombres raros, los
hombres solitarios, los que van contra la corriente, los extraños. Porque son
los hombres que tienen los demonios torcidos: ángeles siempre en pie de guerra.
La cara del crucifijo es la cara de un murciélago, redonda, casi un
querubín negro, y las alas extendidas y clavadas en la cruz de adobe de una
iglesia misionera, pobre, oliendo a orina en las paredes y semen tras el
presbiterio, a vino rancio y a carne macilenta de algún perro muerto.
Y el único hombre en quien confío, se me
acerca y me clava una navaja en la garganta. La traición es eso, el arma en las
manos de un hombre que obedece a una mujer. Ellas se lo ordenan, ellas son las
vírgenes resentidas de mi cielo endemoniado. Un infierno de hielo que me hace
temblar, rodeado de témpanos y solo, siempre solo en ambos polos del mundo.
Parado en un témpano a la deriva, que no se mueve, que se derretirá nunca: el
día que la voz de Altea se transforme con el tono de la abdicación y la derrota.
Ella conversa con palabras como
filos, rodeada de hielo. Y la otra le contesta, penetrada de arañas que
confeccionan la casa en la que vivirá el resto de sus días. Ambas me ignoran no
más de lo necesario, ya saben de los murciélagos, y son incólumes a sus
profecías.
*
Manuel se ha dormido, por lo menos en apariencia, aunque se
pregunta si tal vez no está lúcido bajo esa máscara del dolor. Igual a las
estampas de los santos, o quizá más propiamente al rostro de los curas durante
la confesión. Eso era lo que Manuel debió haber sido, eso lo habría hecho feliz.
Pero si en realidad el camino de Dios está sembrado de espinas, se dijo, tal
vez el calvario para Manuel fuese este: Altea y América.
Le habían sacado la última ropa mojada y lo
habían vestido con ropa de cama del capitán. No la había molestado que Natacha
viese desnudo a su esposo, se comportaba como una enfermera abnegada. Cada
nuevo rasgo que veía en ella, la manera en que se dedicaba a secarle el sudor,
la forma de hablarle quedamente, de tomarle el pulso, de prestar atención a
cada uno de los sonidos o movimientos que él hacía, aun cuando estaba sentada con
las manos sobre la falda y los ojos cerrados. Sus oídos eran instrumentos
hipersensibles que captaban la ironía con la que Altea comenzó a hablarle.
-Es
usted muy experimentada en el cuidado de enfermos. ¿Acaso ha estudiado alguna
ciencia?
Natacha la observó con desprecio, pero decidió
ignorar la mala intención.
-Nada de eso, me vi obligada a atender a mi
padre durante muchos años, allá en Varsovia.
- ¿Y por qué acompaña a su marido? No es vida
para una mujer de su clase, por más que el barco tenga muchas comodidades.
-Porque mi hijo ya tiene quince años, e
insistió, con la venia de Máximo, en acompañarlo para aprender el oficio. Yo no
pienso permitirlo, si puedo evitarlo, además de que me moriría en Santa Fe estando
lejos de él.
-Espero conocer pronto a su hijo- dijo Altea.
-Ya conoció a mi esposo…
- ¿Son muy parecidos?
-Al
contrario, son muy diferentes. Lo que quise decir…
-Entendí lo que quiso decir.
Siguieron en silencio un par de horas. Debían
ser las dos de la mañana. Natacha seguía rígida en su silla. Altea estaba acostada
en la cama. Manuel carraspeó y el vendaje de la garganta se manchó de sangre.
Natacha trajo una venda nueva y Altea la cambió.
-Ya no tiene
fiebre- dijo. - Pero fíjese como sigue moviendo las manos. Cree que todavía hay
murciélagos.
-Siguen estando en
su cabeza. Ir más a norte no le ayudará. Cada vez se pondrá más caluroso y las
alimañas más salvajes. Yo que ustedes, regresaría a Europa. Si pudiera, me
llevaría a mi hijo, pero sólo haría que me odiara si lo alejo de Máximo.
-Yo
regresaré, por más que Manuel quiera quedarse. He decidido separarme.
-Pero
en su estado…
Altea
suspiró muy profundamente, sus ojos se nublaron, y ante esa mujer que más bien
parecía una araña, dijo en voz alta, por primera vez:
-Me
violaron, este hijo no es suyo.
Natacha se le quedó observando, no parecía
siquiera respirar. A Altea le agradó escandalizar a esa mujer pacata y rígida.
Se sintió segura de sí misma. Dejó la cama y se sentó en la silla junto a la
otra.
-No me mire así, sé que me considerará una
prostituta, y más por confesarlo cuando nadie me lo ha preguntado.
Natacha se levantó y fue hacia la cama. Se sentó y acarició la frente de Manuel.
-Entiendo a su marido. Es cruel lo que debe
estar pasando por su alma. Lo sentí cuando le di la mano cuando llegaron. Para mí fue un mal presentimiento, pero para
él fue como toparse con una angustia imperecedera. Sí, soy muy creyente, por
eso entiendo a los que se han entregado a Cristo en alma, pero no en cuerpo.
¿Sabe una cosa? A las monjas se las llama esposas de Cristo, ¿y a los curas
cómo deberían llamarlos? Amigos, tal vez… los amigos tienen también su
intimidad, si hay verdadera confianza. Y la confianza ciega es muy parecida a
la verdadera fe. Uno se casa con Cristo en cuerpo y alma, o no se está casado
en absoluto. Todo lo que sea a medias, es un adulterio.
Altea fue a apagar dos lámparas, la que
quedaba era suficiente para el resto de la noche. Vio a Natacha acomodando la
cruz sobre el pecho de Manuel, y luego tocarle el pecho. ¿Creería que era
Cristo, acaso? Manuel sangraba como Cristo en la cruz, y respiraba con
dificultad, como cuentan los evangelios. Su rostro era sabio pero triste, la
barba crecida, el pelo crespo parecido a una corona de espinas. Alguna vez,
mucho tiempo antes, cuando planeaban tener hijos, antes de venir a América, él
le había dicho que le habría gustado llamar Jesús a su primer hijo.
- ¿Es usted católica, Natacha? ¿U ortodoxa?
- ¡Católica, por supuesto! Me desconcierta su
desconocimiento de mi país.
- ¿Y
por qué vino a América?
-Los cosacos mataron a mi padre en el
levantamiento del setenta. Nosotros no teníamos nada que ver, pero arrasaron
con todas las antiguas familias polacas. Algunos dejaron todo, o se llevaron lo
que pudieron el año anterior. Mi padre quiso quedarse, le había costado toda
una vida de trabajo el mantener lo que había en nuestra familia desde dos
generaciones antes, la fábrica, la casa, la granja, el criadero de perros de
caza… ¡Santo Dios, tantas cosas! Nuestra casa era Polonia, y él no estaba
dispuesto a abandonarla.
Altea se quedó pensando en el criadero de
perros. Recordó que la familia de Manuel, y especialmente él, se había dedicado
a esa actividad.
-Los
Menéndez Iribarne también criaban perros. A Manuel le agradaba mucho eso, pero
cuando nos comprometimos, ya mi suegro había decidido venderlo todo.
Natacha le dirigió una mirada inteligente, sin
dejar de tocar el pecho de Manuel.
- ¿Sabía usted que esta cruz tiene virtudes
muy especiales?
-Me la regaló un chico del pueblo en el que
enseñaba.
-La
familia le habrá enseñado, pero él la fabricó. Tiene un algo intermedio entre
lo que llamamos el curanderismo y una ciencia exacta.
- ¿De
qué habla?
-De las
proporciones que guarda la cruz con el círculo que la envuelve. Si usted la
apoya sobre un papel y dibuja una circunferencia que conecte las cuatro puntas,
no le dará un círculo, por supuesto, pero si un óvalo. Pero si lo hace uniendo
solo tres puntas, y para la cuarta utiliza los pies del Cristo, sí tendrá un
círculo perfecto. Las dos medias líneas entonces, le darán el número Pi, el
número infinito.
- ¿Pero todo eso no se anula con el óvalo,
que es lo único cierto?
- ¿Qué es lo único cierto? ¿Acaso cada punto
en cualquier línea no puede servir de fin o principio? ¿Acaso porque una línea
tiene un fin, es ese el fin de la línea o el principio de ella? Cada óvalo que
se forme con cada punto utilizado se sobrepondrá al círculo de la eternidad.
Cada óvalo, cada órbita, representa nuestra vida, a veces lenta, a veces
rápida, a veces abrupta en sus vueltas. Pero todas se superponen con el círculo
perfecto de la vida de Cristo. Podemos tocarlo, pero casi nunca lo hacemos. Es
como las órbitas de los planetas, a veces están más cerca del sol, otras lejos.
- “Este
es el invierno de nuestro descontento, hecho glorioso verano por el sol de
York”- recitó Altea.
-Sólo
Shakespeare podría haberlo expresado tan poéticamente.
- ¿Y
qué tiene que ver la cruz con Manuel?
- ¡Por
Dios! Recita a Shakespeare, pero no se lo ocurre más que ser sarcástica.
-Así es, sólo soy una mujer…
Natacha volvió a sentir el alejamiento.
-La cruz es suya, usted sabrá…
Al amanecer, Mendoza entró al camarote. Lo
seguía Max, que subió a la cama, lamiendo la cara de Manuel. Altea estaba
dormida y se despertó con las patas del perro encima de ella.
- ¡Basta
Max!- le decía, pero Manuel estaba despierto y le hablaba en voy baja al perro.
Mendoza se les quedó mirando, mientras Julio entraba con una bandeja con el
desayuno. Altea miró las tazas de café, las galletas, el queso. Hacía años que
no le servían tales cosas. Se sabía conmovida, pero estaba decidida a no
revelarlo. Buscó a Natacha, pero ya no estaba. Dio las gracias a Mendoza, y
éste salió con Julio y cerró la puerta.
Se quedaron solos, ella, Manuel y Max. La cruz
seguía pendiendo del pecho de él, mientras ella le llevaba cucharadas de café a
la boca, pero Manuel renegaba y quería levantarse. Ambos rieron, mientras Max
recibía galletas, con la mirada pendiente cada vez que terminaba una. Esa mañana escucharon el sonido de la
maquinaria de vapor que funcionaba a todo poder. Y sintieron que el barco se movía río arriba.
No sabían adónde, pero en ese exclusivo momento de la mañana del segundo día
del nuevo año, no les pareció importante.
*
A mediados de enero ya habían pasado Goya y estaban rumbo a
la ciudad de Corrientes. Pero en la margen derecha había un pueblo que se
llamaba Lavalle, donde bajaron y subieron mercancías y pasajeros, y el capitán
tenía que hacer algunos tratos de negocios. Manuel no se interesó por conocer el
lugar. Altea había dicho que quería estar en tierra firme, aunque fuese por
unas horas, sentía ya demasiados mareos y nauseas.
-Ve
con el capitán, podrás ayudarlo como secretaria, si te sientes bien, por supuesto.
-A Manuel no le iba bien la ironía, por eso su malicia resaltaba extremadamente
hiriente y pocas veces la utilizaba. Altea no le respondió con palabras, sino
haciendo lo que sabía que iba a molestarlo.
Natacha los vio bajar juntos al muelle, él
con su traje de costumbre, el sable que ella aborrecía y esa cordialidad
dibujada en la cara. Ella de su brazo, seria y respetable, como si fuese su
esposa.
Manuel y Natacha se quedaron en el barco, y
Ariel compartió con ellos el almuerzo y la cena. Para cuando eran casi las doce
de la noche, no habían regresado.
Pasarán
la noche en la casa de don Fermín Valente, el de la ferretería- dijo Natacha,
sentada a la mesa del comedor.
El
barco todavía conservaba la disposición original para la tripulación mayor del
siglo XVIII, cuando había sido proyectado y comenzado a construirse: los
camarotes privados, la sala de baile que ahora se usaba como depósito de
víveres, el salón comedor, que Natacha insistió en conservar como en el pasado
porque le recordaba los buenos tiempos con su padre en la vieja patria. El
techo estaba rodeado de molduras de oro, una araña de veinte luces, de las
cuales encendían apenas un cuarto. La sirvienta que cocinaba y les traía la
comida era una vieja esclava que había huido de una plantación del Brasil y a
quien los padres de Mendoza habían refugiado en su estancia de Santa Fe. El
joven Máximo era su favorito, por eso se había ido con él cuando compró el
barco.
-Pero iremos
cerca del Brasil, Tomasa-le había dicho Mendoza.
-N’importa, niño, usted me protegerá.
- ¿O
será que extrañás tu tierra?
La vieja se había encogido de hombros, sin
responder. Sabía que era un riesgo para ella que alguien la reconociera, pero
la servidumbre de la tierra siempre era más fuerte para personas como ella.
Tomasa
iba y venía de la cocina, mientras el silencio entre los tres iba
acrecentándose. Ariel revolvía su plato sin ganas de comer, porque veía que
Manuel, con el que tan bien se llevaba en los últimos días, estaba enojado,
aunque intentara ocultarlo. Y su madre estaba rígida, con las manos sobre la
mesa, sin probar bocado.
-Andá a
acostarte, hijo. Ya es tarde para que sigas esperando…
Manuel arrojó los cubiertos sobre el plato de
porcelana. Natacha no lo reprendió. Ariel había notado que el carácter rígido
de su madre se había suavizado, se había hecho más flexible, y hasta creyó
descubrir una sonrisa en su cara cuando hablaba o simplemente miraba a Manuel.
Ariel amaba a su
padre, lo admiraba, en realidad. Esa era la palabra correcta: esa educación que
lo hacía dirigirse al más leve subalterno como si fuese no su igual, sino su
superior, y a pesar de eso nadie osaba faltarle el respeto o desobedecerlo. El
rostro del capitán Mendoza era sincero, varonil, cordial, y en sus ojos se leía
un mensaje que ni un asesino podría resistir. Lo había escuchado hablar de la
única batalla en la que había participado, durante la revolución del setenta y
cuatro. Había apoyado a Mitre, y hasta llegó a ser parte de su guardia personal
durante esos tiempos en Buenos Aires. Había matado a algunos hombres, lo habían
herido, pero él relataba esos episodios sin darles demasiada importancia.
-Quien
está en medio de un campo de batalla, no piensa que lo que está haciendo es
importante. Eso se deja para los generales, sólo para algunos que solamente
buscan la gloria como si fuese una mujer. Pero ella se escapa, y a veces,
cuando se la alcanza, dura muy poco tiempo, el suficiente para penetrarla.
Después, tenemos que bañarnos con agua abundante, es tal el olor amargo…
Así le había hablado a su hijo apenas un años
antes, cuando aún estaban en la estancia de Santa Fe. Su madre se había
acostado, y ellos dos, aprovechando esos instantes donde los ojos vigilantes de
Natacha se habían cerrado, caminaron hasta la arboleda que bajo la luz de la
luna parecía iluminada como una cúpula azulina, y los rayos penetraban entre
las copas sólo subrepticiamente. Se habían sentado en la hojarasca, el capitán
encendiendo su pipa, y compartiéndola con su hijo. Lo vio fumar con
tranquilidad, como si no fuese la primera vez.
-Deberás mascar
hojas de eucalipto para sacarte el aliento cuando regresemos a casa. Tu madre
nos regañará a los dos.
Ariel, de pelo tan rubio que casi parecía
blanco bajo la luna, delgado, casi esmirriado, no contestó. Se sabía débil y
poco inteligente, sólo conocía de sí mismo la extraña capacidad a su edad de
comprender a los demás. Todo le provocaba lástima, la eterna tensión y amargura
de su madre, la triste parsimonia de su padre. Veía que sólo el capitán Mendoza
era feliz: el padre transformado en militar y marino sonreía y se jactaba de su
alegría y de su cuerpo, se mesaba la barba, se mojaba el pelo con agua del río
dejando que el pelo crespo se secara en ondas largas y mechadas de incipientes
canas. El cuerpo de su padre era admirable, no demasiado alto ni musculoso,
pero si fuerte y proporcionado. Tan diferente al suyo… ¿de dónde habría
recibido él ese cabello tan claro y la piel tan blanca, los ojos celestes, y
sobre todo el cuerpo tan flaco que le daba vergüenza. Hasta su nombre era tan
etéreo.
-Padre,
me gustaría acompañarte en tu próximo viaje, quiero aprender tu oficio. -Y
mientras lo decía, echaba rápidas miradas a su cuerpo, brazos, piernas, pecho.
Mendoza comprendió. Se sentía orgulloso, y ya
no le importó la segura negativa de su mujer. Pasó un brazo por sobre los
hombros de Ariel.
-Estás
pasando por una edad que todos los hombres hemos pasado. Yo también era tan flaco
como vos, pero todos cambiamos después.
-Pero
padre, estos cabellos rubios, la piel, tu piel es cobriza y tu pelo no puede
ser más negro.
Mendoza no pudo evitar reírse.
-La piel la heredás de tu madre, ella es
blanca como la leche, por más que tenga cabello oscuro, sino fíjate en sus ojos
verdes. En cuanto a lo rubio, creo que es de tus abuelos maternos.
- ¿Entonces
de ti no tengo nada?
El capitán Máximo Mendoza se quedó pensativo.
Varias veces estuvo por comenzar alguna frase que abortó de inmediato, antes de
que fuese tarde para borrarla.
-Heredaste el deseo por el mar o por el río,
eso es más importante que los rasgos físicos. Es lo que te hará feliz si sabés
aprovecharlo correctamente. Yo hablaré con tu madre. Vendrás conmigo cuando me
entreguen el “Juan Manuel”.
Y ahora
estaba en ese viaje, finalmente, pero su madre había exigido acompañarlos, y ya
nada pudo ser como se lo había imaginado. Ella lo obligaba a permanecer en el
camarote durante casi todo el día, porque el sol le haría mal a su piel
delicada; no debía tener conversaciones con los marineros porque se burlarían
de él hasta hacerlo cómplice de sus actos y palabras soeces; tenía prohibido
empezar algún trabajo en la cubierta, era demasiado débil para eso; tampoco le
era posible recorrer el interior del barco ni pasar cerca de la maquinaria a
vapor ya que era muy peligrosa. Tenía muchos libros y mucho papel para
escribir. Entonces se pasaba las horas leyendo, y sólo cuando tuvieron que
quedarse varados en Rosario casi dos semanas comprendió los beneficios de esa
parada obligada: con la maquinaria detenida, no había más trabajos que la
limpieza de las diferentes cubiertas, y la mitad de los hombres estaban en la
ciudad. El cielo estaba nublado, pero no llovía. Entonces salió a cubierta en
pleno día, con una carpeta de hojas en blanco, se subió a la barandilla y se
sentó sobre el mascarón de proa, que era el busto de una mujer de rostro
gastado por las olas, pero que mantenía sus pechos esbeltos y dos alas
desplegadas. Ariel recordó la figura de esa mujer en pinturas de la revolución
francesa. Pensó en la Victoria de Samotracia, sin brazos ni cabeza, pero
con alas. Se puso a escribir, mirando hacia delante de tanto en tanto. El río
quieto y turbio de las tres de la tarde. El muelle de Rosario, agobiado de
pesadumbre y hombres cansados. Miró hacia el norte, la perspectiva de un río
que nunca era igual a sí mismo: curvas, brazos, islas, una profundidad de
variantes más inmensa que las posibilidades del infinito. Y vio, al final del
horizonte donde el río se angostaba y desaparecía a derecha e izquierda,
separados ambos brazos por una isleta, oculto su tamaño por montañas de
vegetación, el ensombrecimiento del cielo sobre el río. Una o varias nubes
formaban una línea curva, perpendicular al lecho. Parecía una letra “eñe”.
Fue lo
primero que dibujó en su carpeta, y desde entonces llenó hojas y hojas con
dibujos de todo lo que veía: naturaleza, puerto, hombres. Durante días llenó la
carpeta y sumó nuevas hojas, pero todo eso se detuvo cuando supo que debían
zarpar. El motor a vapor ya estaba arreglado. Unos pocos lo habían visto
sentado en el mascarón de proa, pero nadie le dijo a la madre, cuyos llamados
eras bajos y escasos. No le gustaba exponer ante la tripulación los miedos y la
necesidad de tener a su hijo al lado. Se callaba y se encerraba en su camarote,
apretando los puños contra su cara para no llorar.
Nunca le
mostró sus bosquejos a su padre, mucho menos a su madre, que aunque tal vez
aprobaría la aptitud artística, no lo haría en cuanto a la temática ni a cómo
los había realizado. Pero el día que supo que había pasajeros nuevos,
españoles, y que uno de ellos estaba enfermo, tuvo curiosidad por conocerlos. A
Altea la vio salir del camarote varias veces durante la primera semana. También
su madre entraba muy seguido, y notó que la frecuencia de ambas se había
invertido en la segunda semana. La esposa del enfermo salía por la mañana y no
regresaba hasta entrada la noche. Su madre entraba y salía durante todo el día,
llevándose vendajes y ropa sucia y regresando con ropa limpia, comida y agua
para beber o renovar el lavatorio. Un día le preguntó si podía ir a visitar al
enfermo, ella le sonrió y le acarició una mejilla. Ya era tan alto que esa
caricia le resultó propia para un niño, no para él. Alejó la cabeza, sonrojado,
ella entendió y no dijo nada. Le abrió la puerta, y cuando entró, volvió a
cerrarla, dejándolos solos.
Era media tarde, y el enfermo parecía dormitar
después del almuerzo. Se veía flaco y con la cara demacrada, la barba a medio
crecer, el torso desnudo y con vello castaño, con una sábana que lo cubría por
debajo de la cintura. La luz entraba por la escotilla junto con el rumor del
río y el chillido de algunas aves. No supo si debía decir algo, solamente se
sentó en la cama, y Manuel abrió los ojos.
-Ariel- dijo.
- ¿Me conoce?
-Tu
madre no deja de hablar de vos…
Ariel se sonrojó.
Manuel apoyó una mano sobre la nuca de Ariel.
-Eres tan hermoso como dice tu madre, no te
avergüences de ella.
Manuel sonreía, y Ariel se sintió cómodo, tal
vez, por primera vez en su vida. En ese lugar, con ese hombre, no parecía haber
miedo, no existían siquiera la posibilidad de fracasar en cualquier intento. Lo
que su madre esperaba de él era imposible de cumplir, y aunque su padre no le
exigiese nada, era precisamente ese silencio el que hablaba por él. El silencio
y el ruido. Pero en ese camarote, tanto este día como en los siguientes, el
silencio resultó tan natural como el sonido, fragmentos etéreos que los visitaban
dejando aromas y recuerdos, sin llevarse nada. Manuel le hablaba de España,
recordaba miembros de su familia que creía olvidados, tíos de Andalucía, primos
que se habían ido a vivir al África.
- ¿Y es tan peligrosa como dicen los libros?
-No he
estado más que en Marruecos, pero mi hermano José estuvo en todo el continente.
Me contó de la selva y de los ríos, y todo esto se le parece un poco.
-He leído que hace mucho tiempo el África
estaba unida a la América del Sur, es por eso.
-Así
es, Ariel, eso dicen los que saben. -Y formó con las manos una concavidad y una
convexidad, uniendo ambas. Ariel lo observaba, y de pronto toda ingenuidad
desapareció de su mirada.
Manuel lo contempló con miedo, pero el miedo
venía de sí mismo, porque recordaba a José, y una escena muy parecida cuando
ambos eran adolescentes en Cádiz. Manuel era esmirriado y de tez blanca, José
ya había desarrollado su cuerpo, y ambos estaban conversando en la habitación
de su hermano porque Manuel iba casi todas las noches antes de irse a dormir
para escuchar sus anécdotas, las fanfarronadas, como diría después, con se
jactaba ante su hermano menor. Y fue entonces cuando comenzó todo: la mirada de
José, suspicaz, maliciosa, los juegos de manos con que intentaba molestarlo,
los desafíos de fuerza que le demandaba no rechazar si no quería que lo llamara
cobarde o mariquita. Y Manuel, que siempre perdía, se iba de vuelta a su
habitación y se desnudaba frente al espejo para comparar los tristes músculos
de sus brazos con los de su hermano, su cuerpo todavía medio encorvado, hasta
el tímido tamaño de su pene comparado con el de José. Y no podía evitar soñar
con su hermano durante la noche, porque sabía que José pensaba en él, porque
reconocía que su misma aparente despreocupación y desprecio hacia el hermano
debilucho era una clara expresión de su necesidad de protegerlo. Cuando eran
aún más pequeños, solían dormir juntos en la misma cama, pero cuando José
creció el padre los separó. La cara de José ese día, aún la cara de un chico
fue de una absoluta desolación.
Ariel lo observaba en silencio mientras Manuel
recorría los bosquejos de su carpeta de dibujos.
-Son de mano experta, no puedo
creer que sean los primeros…
-Es verdad…
-Te creo, Ariel, pero entonces
tienes un talento natural que debes desarrollar. Deberías pedirles a tus padres
que te lleven a estudiar bellas artes en Europa, yo podría darte referencias.
¿Qué pintor te agrada más?
-No he visto mucho, sólo en los libros, pero
me asombra Goya. A veces me asusta, pero no puedo dejar de mirarlo.
Otra vez José y sus gustos. Ariel a veces era
uno, a veces el otro.
-Muy buena elección, pero debes empezar por
los clásicos.
-Pero yo quiero seguir la
profesión de mi padre.
Manuel lo miró de reojo, y Ariel aspiró
profundo para sacar pecho.
- ¿Es lo que te gusta o lo que piensas que le
gustaría a tu padre?
-No creo que a mi padre le importe mucho,
pero es para estar más con él…
-Ya entiendo, tu madre puede ser muy
absorbente…lo he notado.
En ese momento entró Natacha. Ariel escondió
la carpeta, pero no lo hizo a tiempo.
- ¿Qué estás escondiendo,
querido? -Su expresión era cariñosa, pero al ver que ninguno respondía, se puso
rígida. Estiró el brazo con la mano abierta, sin decir nada, esperando. Y
habría permanecido así días enteros si hubiese sido necesario. Ariel le entregó
la carpeta. Ella pasó las hojas una por una, sin cambiar de expresión.
-El río desde la proa, la orilla desierta, los
hombres cargando, las mujeres del pueblo, las nubes, los perros, incluso el
sarnoso de Max. Ah, y hay más, estos no son paisajes, son retratos. ¿De dónde
sacaste los modelos? ¿O están en tu cabeza?
Natacha no esperaba respuesta, y su tono era
cada vez más sarcástico y represor.
-Hombres desnudos bañándose en el
río, pero lo que menos hay es agua. Y estas mujeres, rascándose con obscenidad,
tocando a los hombres. Y estos árboles tan inocentes, tienen frutos colgando de
sus ramas, vencidas por su peso, si hasta las nubes forman números extraños,
¿666, tal vez?
Y arrojó la carpeta en la cara de Ariel, que
cayó de espaldas en la cama, más por la sorpresa que por el golpe. Nunca su
madre había sido tan directa, ni nunca había usado la más mínima fuerza en
contra suya.
Manuel, que seguía acostado, sí la entendía.
Se levantó y fue hacia ella. Le tocó un brazo. Casi no se notaba, pero
temblaba.
-Usted y su mujer, y ese perro
sarnoso, tienen la culpa. Desde que llegaron, una me quita a mi marido y el
otro a mi hijo.
- ¿Qué está diciendo, Natacha? No hable insensateces. Usted
prácticamente me salvó la vida al poner la cruz en mi pecho. -No sabía Manuel
hasta qué punto llegaba la verdad de su mentira, pero la belleza de la idea
adornaba su hipocresía, que por lo menos sentía más tolerable que la absoluta
verdad.
-Ven con nosotros, hijo- le dijo a Ariel. Y éste se acercó, confiando en
Manuel, y él abarcó con sus brazos a Natacha, que se permitió unos sollozos, y
a Ariel. Olió el aroma a almendras en la piel de Natacha, y el olor acre del
sudor del chico. Su barba era un refugio en donde ambos rostros parecieron
encontrar alivio, como una selva cálida y sin peligros. Apta para esconderse
por un largo rato, y salir con más fuerzas para soportar el peso del amargo
olor de las almendras. Hizo la señal de la cruz con la mano izquierda, porque
con la derecha estaba reteniendo a Ariel contra su pecho.
*
Ariel se había levantado de la mesa,
cabizbajo, mirándolos de reojo mientras se alejaba hacia la puerta del pasillo.
Tomasa se cruzó con él, haciendo uno de sus habituales gestos de cariño brutal
y exagerado, y preguntando:
- ¿No le gustó la cena, niño?
¿Ya se va a dormir?
Abrazaba a Ariel por más que éste
se resistía a esas ternuras porque sabía que su madre los estaba mirando. La
sirvienta lo hacía adrede delante de ella, ambas se aborrecían. Cuando lo
soltó, Ariel se fue y Tomasa preguntó si podía levantar la mesa. Natacha no le
hizo caso, ya había desistido de discutir con la negra, que cuando se enojaba,
hablaba en un portugués cerrado. Tomasa tenía escrita en su mirada el odio
hacia Natacha, su presunción, su rigidez, incluso aborrecía el acento polaco
que Natacha no podía evitar cuando se irritaba. Ésta sentía que la negra Tomasa
la conocía mejor que muchos otros, y ella no tenía nada para contraatacar, sólo
la naturaleza ignorante e instintiva de la sirvienta y la fidelidad
insobornable hacia Máximo Mendoza. Era todavía una esclava, en cierto sentido,
pero una liberada, y esas eran las de más temer.
Manuel tampoco tenía el humor para aguantar esas discusiones que había
presenciado desde su abordaje. Tenía la mirada torva, esquivando la mirada de
Natacha, cerrando los puños sobre la mesa, que retiró solamente cuando la negra
comenzó a sacar los platos sin cuidarse de él. Casi no se hablaban, pero era
evidente que desconfiaba de ese extraño. Dejó el mantel y preguntó si tomarían
algo.
-El coñac del capitán,
vieja…-dijo él.
-El señor no me permite tocarlo…
-Tomasa, yo me hago responsable- dijo Natacha,
conciliadora. La negra cedió porque veía que la discusión iría de mal en peor.
Cuando estuvieron solos, se
miraron a los ojos por primera vez desde que se habían sentado a cenar.
- ¿Creés que volverán esta noche? ¿Sos tan
cínica para siquiera decirlo?
Natacha tomó una mano de Manuel,
que temblaba.
-Sabás que no amo a mi marido,
sólo a mi hijo.
-Pero yo amo a mi esposa, y no
tolero…
-Piensa en Jesucristo y en todo
en lo que debió ceder. Tenía el reino de los cielos a su disposición para
salvarse, y se dejó crucificar. -Tocó la cruz sobre el pecho de Manuel, pero no
se quedó en ella. Acarició la piel con el vello suave que había tocado tantas
noches durante su convalecencia.
De un modo que no se atrevía a traducir en palabras, aún, adoraba el
cuerpo de ese hombre tan frágil e iracundo al mismo tiempo, como si fuese un
Cristo redivivo que se empeñara en negarse a su destino, una y otra vez, y por
eso sufría tanto. La manera en que miraba y trataba a Ariel era más que la de
un padre, y también lo que ella no podía ceder. Ese hombre ayudaba a su hijo a
sufrir menos las miradas, los actos y las palabras de la madre. Ella no podía
ni quería mostrarse débil, Ariel era su tormento y su cielo, era el objeto de
su amor, inclaudicable, traído por las manos del pasado en Varsovia.
El único consuelo en la vieja y lejana ciudad había sido la Iglesia que
estaba a dos cuadras de la casa de los Krakowsky, su ambiente amplio y limpio,
donde las volutas del aire se tornasolaban con la luz de los vitrales, y los
santos extendían sus brazos de yeso despintado, y las flores muertas olían a
podredumbre en los floreros. Y en el altar estaba el Jesucristo tan parecido a
los hechos por los indios en las misiones jesuíticas, cristos de caoba con
grandes ojos pintados con un espeso óleo. Lo mismo que la sangre derramada a lo
largo del cuerpo, sobre las heridas abiertas en la madera, con tendones y venas
tallados de la manera más perfecta, como si hubieran seguido los esquemas de
Vesalio, de Goncalvez de Amusco, quizá, o copiando de los mismos cadáveres que
debían tener a su lado mientras tallaban. Desde la estancia de los Mendoza en
las afueras de Santa Fe, iba a la ciudad a ver esos cristos que abundaban en el
atrio y las naves de la iglesia catedral. Se sentaba en un banco, contemplando
el aire tan parecido al de Varsovia, por lo menos allí dentro. El ambiente de
Dios era el mismo en todas partes, y los cristos tallados tomaban la forma de
los recuerdos. Natacha en Santa Fe era la Natacha niña y adolescente de
Polonia, que iba a la iglesia para refugiarse y rezar el rosario tantas veces
como fuese necesario para que el tiempo se fugara. Pero el tiempo siempre era
tan lento, que cuando se caía de sueño y sabía que era hora de regresar,
todavía el sol no había bajado, y en la puerta estaba el padre, esperándola,
sin dignarse a entrar al templo. Él, tan digno, dueño de mansiones y tierras,
no se doblegaría ante el dios de los pobres, y cuando regresaban a casa, de la
mano y en silencio, ella sabía que él se lo recordaría una vez más. Y ella
odiaba y amaba esas horas luego de la escapada clandestina a la iglesia, porque
los castigos de su padre se transformaban en los goces de la crucifixión.
Los ojos iracundos de Manuel la atraían, lo mismo que los músculos poco
desarrollados de sus brazos y del pecho, pero tan firmes como si estuviesen
tallados. Su ira la atraía, era un remedio a la amargura que tendía a
deprimirla y contra la que necesitaba combatir con la violencia de las palabras,
los gestos o sólo la mirada. Ahora él le había agarrado las manos y las
apretaba fuertemente entre las suyas, y Natacha sentía el aroma de Varsovia, de
las calles estrechas y empedradas, con pequeños arroyos de agua estancada en
las cunetas luego de las lluvias del invierno. Cerró los ojos y se dejó llevar
por la piel del hombre, por el vello del dorso de esas manos. No eran rubias
como las de su padre, ni como las de Ariel, sino castaño oscuras, pero no
importaba, incluso era mejor porque se parecían más a la del Cristo verdadero,
según la historia. Las manos la soltaron, y de pronto las tuvo en su cabeza, a
ambos lados, sujetándola con fuerza, llevándola hacia él, arrugando el mantel,
dejándolo caer al suelo y haciendo que ella se levantara de la silla y lo
acompañara hacia donde él quería, besándola y comprimiendo sus labios con
dolor, porque la mordía. Sentía que Manuel escarbaba en su cuerpo, bajo el
vestido, el negro vestido de viuda de Cristo que llevaba siempre.
Cuando abrió los ojos, estaban en el camarote
de Natacha, sobre la cama. Ella de espaldas, con la parte superior del vestido
roto hasta los hombros, y el corpiño rasgado en dos. Manuel estaba sobre ella,
sin apoyarse, con las manos en el colchón y las piernas sin tocarla. Le besaba
los senos, los lamía. Se arrodilló y la observó con ira y deseo. No, ella no se
escaparía ni se resistiría. Él se sacó la camisa, y ella vio el pecho que
tantas veces había acariciado, febril y con sudor, pero esta vez era el pecho
ensangrentado de Cristo y los ojos bellos y celestes del viejo Krakowsky. Por
un instante vio a Ariel en esos ojos, y sonrió. El padre, el hijo, y Manuel, el
Espíritu Santo que venía en representación de ellos.
Y él le sacó el vestido,
lentamente, pero luego fue más brusco, levantándole las piernas, separándolas,
besándole el vientre y lamiendo los muslos y la vagina, hasta que la humedad de
su cuerpo era la del río, y sintió que él entraba en ella como hacía muchos
años no lo hacían. No pidiendo permiso, ni a regañadientes ni con temor a lo
que ella pensara o dijese. El hombre penetraba como un conquistador de la
América, avasallando y destruyendo, y finalmente vencido por la naturaleza
copiosa en peligros y venenos. El hombre entregó su esencia y su cuerpo quedó
agotado, vencido por el esqueleto polaco que se había transportado a sí mismo a
las selvas tropicales de la América del Sur. El conquistador español aniquilado
por su mismo ímpetu, como un ataque al corazón luego de la picadura de una de
las tantas serpientes del río Paraná.
El esqueleto polaco era frío y reseco, pero
respiraba con un aliento que él supo sustraer para alimentarse mientras duró el
éxtasis de la crucifixión. Natacha era como una virgen, su cuerpo estrecho y
duro, áspero, pero anhelante, y ese resquicio de humedad era suficiente para
nutrir su cuerpo de hombre. Natacha había tenido a Ariel en su útero, lo había
alimentado durante nueve meses, y ahora lo alimentaba a él, por lo menos
durante esa noche.
Acostado a su lado, le acarició
el vientre de donde había nacido Ariel, el Cristo rubio del que tanto aprendía
en ese viaje de conocimiento por el río. Ariel, el hijo. Como si Manuel
estuviese destinado a ser el padre de niños que no eran suyos. ¿Pero qué son la
sangre y el semen?, se preguntó, mientras recorría con la punta de los dedos
todo el cuerpo de Natacha, que tenía los ojos abiertos mirando la nada sobre
ella. Sangre y semen, fragmentos del cuerpo que muere. En cambio, Ariel y el
otro niño, el de Altea, estaban a su cargo.
Y Ariel ya era suyo por antonomasia.
*
Se quedó dormido. Cuando despertó,
vio a Natacha en la misma posición, con los ojos abiertos mirando al techo,
pero su mano derecha estaba sobre el pecho de Manuel, sujetando la cruz con el
puño.
-Natacha…-dijo.
Ella ni siquiera parecía parpadear. Intentó
abrirle el puño, aflojarle los dedos alrededor del crucifijo. No era fuerza la
que hacía para cerrar la mano, solo el entrecruzamiento de los dedos, aferrados
uno a otro como si cada uno fuese un desvalido miembro que intentara protegerse
recurriendo al otro, actuando todos hacia el mismo objetivo: sujetar la cruz.
Fue cediendo, lentamente, sin que
ella lo mirase. Manuel se levantó, se vistió sólo con la ropa interior, un
calzón largo que le había prestado Mendoza. Subió a cubierta y se asomó por la
borda. El río estaba tranquilo, el aire pesado, el cielo cubierto de nubes.
Pronto llovería con intensidad, el río incrementaría su caudal y el viaje
corriente arriba se haría más esforzado para las máquinas. Miró alrededor, los
hombres que iban de un puerto a otro, buscando trabajo, acostados en la
cubierta, tirados como perros, algunos desnudos, otros tapados con frazadas
sucias. Pensó en los griegos y su sabia mitología. ¿Sería posible hacer que el
río Estigia fluyese corriente arriba? ¿Revertir la muerte a la que se dirigían
todos esos perros humanos? ¿Acaso ese viaje hacia las fuentes del Paraná no era
un intento subconsciente de esa necesidad desesperada? ¿Por qué buscábamos a
Cristo al final del camino, o del río en este caso, cuando tal vez estaba en el
origen, acompañándonos en el líquido del útero? Quizá el niño de Altea
estuviese hablando con Dios en ese momento, quizá Manuel hubiese hablado con
Dios, también, y la gran desgracia del ser humano fuese su memoria endeble.
¿Pero quién había decidido lo que debe olvidarse? La memoria está fundada en la
contradicción, su esencia es una pura dicotomía. Intentó leer en la superficie
del río las frases de un pensador estoico anterior a Cristo, pero las palabras
se ahogaban como en su memoria, y cuando reflotaban eran nada más que cadáveres
sin significado.
Y entonces sintió que alguien lo
agarraba con fuerza del cuello y lo tiraba hacia atrás. La sorpresa lo hizo
perder el equilibrio y cayeron ambos en la cubierta. El brazo era débil y
delgado, pero insistente como una cuerda. Reconoció a Ariel, era el color de su
piel blanca, era el aroma a sudor joven, eran los pequeños quejidos del chico
que tantas veces había escuchado al lamentarse de los órdenes de su madre.
Se dio vuelta para desprenderse y
quedaron enfrentados. Cara a cara, se interrogaban. Sin hablar. Los brazos del
chico intentaban golpearlo, pero él los retenía. Ariel sacudía las piernas para
patearlo, y Manuel apoyó las suyas contra él.
- ¡¿Qué te pasa?!
Ariel tenía el rostro contraído
en una expresión de terror y enojo. No tenía sentido preguntar nada, había
escuchado o espiado en el camarote de su madre.
-Hijo…
Ariel se detuvo y dejó que él
aflojara su fuerza. El cuerpo de Manuel estaba sobre el suyo, tapándole la
vista del cielo nocturno, del que siempre tenía miedo. Varias veces durante los
primeros días de enero habían hablado del miedo a la oscuridad del cielo, que
parecía aún más profunda cuando había luna o estrellas, que no hacía más que
acentuar las distancias imaginadas. Porque ambos sabían que la imaginación era
la culpable de la superstición, y el arte el único pasamanos para transitar por
esos pasillos entre abismos laterales.
Ahora el cuerpo de Manuel lo protegía como si
estuviese en un cuarto cerrado, en un ambiente cálido, protegido de la
intemperie, libre de presagios, aliviado de la rémora del tiempo. Y Manuel veía
aquella cara casi infantil todavía como uno de aquellos cadáveres que
reflotaban en el río: los rostros de José y Manuel invertidos. Él: su hermano.
Ariel: él.
Escuchó el aleteo de los murciélagos. Venían
desde la orilla este, sobrevolando el río y asentándose en los mástiles del
barco y en las cubiertas. La mayoría ya no les hacía caso, pero las mujeres se
tapaban con lonas o se metían en la sala de máquinas. Los murciélagos traían un
olor a excrementos en ocasiones más molesto que su presencia. Manuel se levantó
y agarró a Ariel, pero se resistía. Intentó levantarlo, pero el chico intentaba
huir. Decidió agarrarlo de las manos y comenzó a arrastrarlo hasta el camarote.
Ariel gritaba, pero nadie le hacía caso en medio del aleteo de los murciélagos
y los gritos y risas de la gente. Era un caos ordenado, por ser un caos
habitual. Muchos esperaban esas ocasiones para dejarse llevar por el griterío y
la violencia, los borrachos gritaban extasiados, y las mujeres querían que los
hombres así excitados las poseyeran. Era un aquelarre, tal vez, la noche de San
Juan en un barco viejo en medio del río Paraná. Única forma de sobrevivir, se
dijo Manuel, arrastrando a Ariel por el suelo, hasta llegar al camarote y
arrojarlo sobre la cama. El chico estaba histérico, y lo acusaba de violar a su
madre. Manuel no pudo evitar reírse.
- ¿Violar? No sabes lo que es
eso, hijo…
Ariel se levantó otra vez y
empezó a golpearlo. Era casi tal alto como Manuel, pero aunque éste pudo contenerlo
con esfuerzo, ya estaba cansado. Volvió a tirarlo sobre la cama, diciéndole que
no se comportara como un imbécil. Si se quedaba quieto, le explicaría. Entonces
el chico lo abrazó y se puso a llorar. Manuel también lo abrazó, y, palmeándole
la espalda, hablándole con palabras de consuelo en tono suave, como si se
tratase de un niño de cinco años. Pero Ariel tenía quince, y ya casi era un
hombre. Sí, lo era, se dijo Manuel. Y se abrazaban como dos hombres que sentían
que sus cuerpos eran más que lo que eran hasta un minuto antes: dos cuerpos
separados.
Sintió el latido de Ariel contra su pecho, la agitación de sus brazos,
el llanto que le mojaba la piel. El chico tenía la cara apoyada en el pecho de
Manuel, y él le dio un beso en la cabeza rubia.
-Calma,
Ariel, calma. Yo te quiero, querido mío.
Y Ariel dejó de lloriquear, e hizo un solo
acto en el cual habría pensado mucho antes, tal vez. Le dio a Manuel un beso en
la mejilla.
Y Manuel, con ese cuerpo endeble y fino entre
sus brazos, sintió que ya no había motivos para los requiebros ni el
remordimiento, la culpa ya no existía. El cuerpo de Cristo era esa especie de
ángel entre sus brazos, susceptible a la destrucción por parte de sus manos,
frágil como una espiga, suave como la piel de la musaraña.
Los murciélagos seguían azotando la cubierta, golpeándose con las
paredes del camarote. Manuel creía tener alas, pero estaba quieto. Sus brazos
eran dos largas membranas que rodeaban a Ariel. Imaginó la selva a orillas del
Paraná. Los murciélagos buscando alimentos, y las musarañas sucumbiendo. Y
empujó a Ariel sobre la cama y puso todo el peso de su cuerpo sobre él. El
chico quiso decir algo, él le tapó la boca con una mano, mientras con la otra
lo desnudaba. Entonces ya no pudo detenerse, le golpeó en la cara para que dejase
de llorar, y Ariel se detuvo, avergonzado. Le dio vuelta con fuerza. Recorrió
con las manos todo el cuerpo del chico, sin dejar de observar el rostro amedrentado
de Ariel, cuya la expresión fue cambiando lentamente, por todas las posibles
contingencias de la carne, mientras él colocaba sus dedos en el interior de
Ariel, y luego penetrándolo como si quisiese partirlo, igual a una estatua
dividida, duplicada: dos hermanos gemelos, dos cadáveres gemelos.
Cuando todo acabó, se quedó acostado sobre la espalda de Ariel, que
respiraba agitado, con la cara contra el colchón. No eran dos, eran uno solo
todavía. Manuel se irguió un poco, separando su pecho de la espalda de Ariel.
El crucifijo colgaba de la cadena, y se balanceaba rozando la piel blanca de la
espalda del chico. Los murciélagos se habían ido, solo quedaba el silencio de
la última hora antes del amanecer. Se quedó dormido, sin separarse de Ariel. El
cuerpo del muchacho era como un desprendimiento del suyo.
*
Ariel abrió los ojos a la luz del
día, y lo que vio fue la almohada, arrugada y mojada, y junto a su cabeza, la
cabeza de Manuel, dormido. Lo observó detenidamente, luego todo el cuerpo
desnudo. Apoyó una mano sobre el pecho de Manuel, rozó el vello crespo y
castaño, tocó suavemente la cara y la barba, los párpados cerrados bajo los
cuales estaban los ojos claros que se parecían a los suyos. Los ojos de los
Krakowsky, le había dicho su madre. Le habría agradado tanto tener los ojos del
capitán Mendoza, se dijo muchas veces, y luego tantas que ya no fue necesario
decirse que jamás habría podido tenerlos. De algún modo, su madre le contaba la
verdad con el silencio, y con los gritos y la mirada férrea. Por eso ambos adoraban a Manuel, para ella,
quizá, era el padre, el marido, el hijo, todo junto y simultáneamente. Para
Ariel, ¿qué era?
Sin despertarlo, le tocó el pecho y el abdomen, luego el vello del
pubis. Tocó, ya sin miedo, los genitales de Manuel, y sintió que el hombre se
estremecía, pero no abrió los ojos. Le habría gustado verlos mientras sus manos
le acariciaban el cuerpo, y entonces su mirada cayó en la cruz, que estaba
inclinada sobre un costado. Sintió remordimiento y culpa, sintió la vergüenza
que siempre lo había embargado desde que tenía en sus oídos la voz de su madre.
Se levantó de la cama, su cuerpo estaba dolorido. Recordaba la noche, y
no supo clasificar lo que le había pasado. Sí, lo sabía, pero no lo aceptaba, y
así estaba bien. El dolor, sin embargo, fue creciendo a medida que la cruz
crecía en su memoria: era como un fragmento oscuro en la visión de uno de sus
ojos, una zona nublada desde la cual le brotaba un humor acuoso. Se secó los
ojos, intentó mirar el camarote. La luz del día era ya plena, pero muy
temprano. Sólo escuchaba los movimientos habituales de los marineros. Su madre
aún no debía haberse levantado. Sin ver del todo claro, tanteó el aire hacia la
cama. Manuel seguía dormido, con un suave sonido de la garganta que no llegaba
a ser ronquido. Quiso tocarlo nuevamente, y eso le dolía. No debía hacerlo,
aunque únicamente un beso fuese suficiente. Deseaba hacer mucho más que
tocarlo, deseaba poseerlo entre sus manos. Pero no sabía para qué: tal vez para
matarlo, quizá. Sus manos. Se las miró con atención, manos de niño que se
estaba convirtiendo en hombre, el dorso velludo, la palma áspera.
Con una mano tocó la cruz. Se
acercó al cuerpo de Manuel, para que la cruz rozara su propio pecho. Sintió el
aliento del hombre, la piel cálida de la noche. La cruz los protegía, pero de
pronto sintió la voz de su madre. Giró la cabeza hacia la puerta. Ningún
movimiento ni sonido. Miró la hora en el reloj de la mesa. Las cuatro y media
de la mañana. Ella no se levantaría hasta las siete.
Se sentó en la cama, y puso una mano sobre un
hombro de Manuel. Volvió a contemplar el cuerpo, y lo comparó con el suyo. No
era un hombre todavía, y así había sido esa noche. Un niño parecido a una mujer
débil. Empezó a tocarse el cuerpo, sabía cómo hacer para estimularse a sí
mismo. Lo había aprendido solo, escuchando las conversaciones de los marineros,
y a veces con unas preguntas insinuantes, que terminaban con la risa de los
extraños. Lo hacía en su camarote, pendiente de los pasos de su madre, de la
voz que lo apremiaba. Pero ahora estaba con Manuel, eran dos hombres, y no
debía sentir vergüenza. Se frotó el pene, mirando alrededor, las paredes, la
escotilla, los leves movimientos del cuerpo de Manuel. Atento a los sonidos,
los pasos en el pasillo, el oleaje del río. Y cuando acabó, apremiado y
asustado de todo, tenía en su mano la prueba de la culpa. El líquido que había
sentido en su cuerpo apenas anoche, y vio la sangre en la mano. Intentó
limpiarse con la sábana, pero no salía. Se frotó las manos, ya comenzando a
desesperarse, las sentía secas pero las manchas seguían. Entonces vio el
crucifijo que estaba sobre la cama: el regalo de su madre. Un crucifijo de
Varsovia, de la vieja casa del abuelo, una de las reliquias salvadas en el exilio.
Cristo lo miraba, y él fue hacia la pared, y se limpió el semen rojo en la
madera. Sin darse cuenta, estaba llorando, y la desesperación era tal, que supo
de manera irreversible que ya era un hombre. Y siendo tal, podría tomar la
decisión que quisiera. La culpa era su orgullo, la mirada de su madre estaba
formada con esa palabra. Cada pliegue de su cara era un tallado preciso del
cincel de la culpa. La culpa como consecuencia del placer, el placer como
producto de la culpa. El dolor, de tan penetrante, intenso y continuo, era ya
una necesidad.
La decisión era suya. Por eso buscó en los
libros de la biblioteca. Empujó los que ya nunca necesitaría, aún las carpetas
de dibujos, que quedaron en el piso. Encontró la biblia, y fue hasta el libro
de Mateo, capítulo 19, versículo 8. Si algo te daña, córtalo. Esas eran, más o
menos, las palabras. Buscó página por página, sin encontrarlo. Temió romper las
hojas, pero pronto ya no le importó. Existía, estaba seguro, tantas y tantas
veces lo había escuchado, y hasta leído.
Pero estaba decidido. Esa duda de último
momento, la idea absurda de que lo recordado no existía, de que todo el mundo
era una farsa, debía ser ignorada. Sus manos eran las representantes de la
culpa. Pensó en la vida de los santos que su madre le leía cuando era un niño,
durante las tardes calurosas del verano en Santa Fe, junto al río, bajo los
sauces llorones. Él imaginaba en ese
entonces las antiguas barcas mortuorias que transportaban los cuerpos de los
santos martirizados, mientras las ramas de los sauces eran lágrimas rojas que
flotaban e intentaban seguir los cortejos.
Ariel estaba en un gran barco, e imaginó la
gran impresión que haría mientras su cuerpo era llevado por las aguas. La gente
mirando desde las orillas, haciendo la señal de la cruz, y su propia madre, de
luto y gimiendo, como una viuda desconsolada. ¿Por qué viuda? Si no era él su
esposo, sino su hijo. Él la amaba, pero también la aborrecía. Odiaba sus
caricias secas y obsesivas, detestaba los besos que le daba en los labios, le
angustiaba la forma en que lo tocaba y lo miraba y le hablaba, amándolo y extrañándolo
y dominándolo.
Natacha era un torbellino que lo rodeaba, era
un muro que amenazaba con caerse sobre él, y también un techo que lo protegía
del calor, pero no de la lluvia. Era Cristo, pero no era Dios. Era el crucifijo
sobre la cama, pendiendo sobre él, observándolo todo, escuchando todo, hasta
sus pensamientos. Le había dicho que los muertos rodeaban a los vivos,
observando cada uno de sus actos, contabilizándolos. Y la culpa entonces era
una sola cosa inmensa e invisible. Impalpable y por eso invencible.
Caminó hacia el escudo de armas, antiguo como
el barco, que representaba una de las tantas ramas de la dinastía borbónica. La
imagen estaba oxidada, pero tenía dos armas cruzadas: una espada y un hacha, y
en el medio una antorcha tallada. Se subió a una silla e intentó arrancar
alguna de ellas. La espada fue imposible de sacar, pero el hacha se desprendió
con cierta facilidad. La sopesó en sus manos, palpó el filo. Ya no servía para
nada. Pensó en la navaja que Manuel le había regalado. Comenzó a afilar el
hacha, ingenuamente, con el filo de la navaja. Poco a poco, y casi media hora
después, el hacha cortaba, aunque fuera un poco. Miraba hacia Manuel durante su
trabajo, pendiente de si despertaba. Pero el hombre estaba agotado, durante todo
el día debió haber juntado resentimiento hacia Altea, y luego las horas con su
madre, y después él. Sin duda no despertaría hasta tarde, y Ariel tendría
tiempo de hacer lo que quería.
Se miró al espejo de luna del
armario. Desnudo y con el hacha en una mano. Delgado y casi lampiño, si no
fuese por el escaso vello del pubis. El cabello tan claro que era casi blanco
con la luz intensa. Se sentó en la silla del escritorio de estilo francés,
apoyó el brazo izquierdo con la palma hacia arriba. Miró los últimos
movimientos de su mano, como observando los de un perro rabioso. Se agitaba,
queriendo desprenderse de las cuerdas invisibles del silencio. Los dedos se
movían, la arteria de la muñeca latía rápidamente, los tendones se tensaron
hasta dolerle.
Y entonces levantó el hacha con la mano
derecha, la mano que siempre fue el verdugo de los bien pensantes, del
razonamiento del iluminismo, de la altanera justicia de la ciencia, hasta el
lado del buen ladrón que murió con Cristo. Y observó la cruz sobre el pecho de
Manuel, luego el crucifijo en la pared. Tenía el Cristo la cabeza inclinada a
la derecha, luego volvió a mirar la cama, también Manuel estaba mirando hacia
la derecha, hacia él. Y él abatiría su mano izquierda, la mano del semen rojo,
la mano del placer y del dolor, la mano incrédula e indecisa, la mano
saboteadora y sin remordimientos, la mano libre. Sería abatida por el lado
obsceno de la culpa, por la mirada que irradiaba cinismo como plegaria,
caricias de águila y besos de cuervo.
Contempló los ojos que lo miraban, justo antes
de que el hacha cayera. Los ojos claros del Cristo desde la cama. Pero ya fue
tarde para todo, menos para el grito de un hombre que intentó ahogar el llanto
de un chico, que sin embargo no quería ser ahogado.
La mano quedó como un pájaro muerto sobre la
mesa, mientras la sangre salía del muñón izquierdo, el brazo sin cabeza.
Manuel agarró la sábana y
envolvió la herida, nervioso, asustado. Más que angustia, todavía era el
asombro el que lo dominaba. Pero ya sentía crecer la fuente amarga de la
desesperación. Intentó pensar qué haría. Primero era necesario contener la
hemorragia, luego llamar a alguien a los gritos, porque no podía dejar solo a
Ariel, que trataba de desprenderse de la tela. Debía hacer que Julio viniera y
cosiera la herida antes de que terminara de desangrarse. Veía que Ariel se
estaba poniendo pálido, pero debía ser más el susto que la pérdida de sangre. La
sábana ya estaba empapada y el chico logró deshacerse de ella y escaparse de
los brazos de Manuel. Abrió la puerta con la derecha, la mano que siempre se
abre camino, que siempre toma las decisiones correctas, los atajos, que aminora
el dolor cortándolo de cuajo. La que guio los pasos de Ariel por el pasillo y
las escaleras hacia la cubierta, mientras Manuel detrás, sin alcanzarlo, como
si Ariel tuviese las alas de un ángel, como si ya fuese etéreo como su alma.
Ariel llegó a la cubierta, y
corrió desnudo hacia la borda de sotavento. La piel transpiraba, el antebrazo
izquierdo era una masa de carne y sangre coagulada sobre la que ya estaban
sobrevolando las moscas. Nadie atinó a detenerlo. Los pocos marineros no
actuaron a tiempo, no lo reconocieron, seguramente, ya que tan distinto se
mostraba Ariel esta vez al chico atildado, prolijo y sereno que era siempre. Lo
vieron saltar la borda, llorando y gimiendo, porque le dolía todo, la mano
ausente, y sin duda también el alma, porque las cosas no estaban saliendo como
decía el versículo de Mateo.
Vieron caer el cuerpo a las aguas del Paraná, hundiéndose y manchando de
sangre la corriente.
- ¡Hombre al agua! - fue el llamado habitual
que alguno dio. Algunos corrieron a la borda y dos se subieron para tirarse,
pero el viejo Julio apareció y los detuvo aferrándolos de la ropa. Señaló los
yacarés en la orilla, que ya estaban hundiéndose en el agua ante el llamado de
la sangre.
Manuel apareció de pronto y sin hacer caso a
nadie se subió al barandal. Julio y los otros no hicieron nada para detenerlo.
Manuel estaba desnudo, como el chico, y en la cara del hombre estaba la marca
de la culpa. Era tan clara, que no hicieron el más mínimo gesto de piedad ni de
odio, era una expresión que cualquier hombre podría haber tenido, y ellos no
eran quienes para quitar del rostro de un hombre el placer del dolor. Sabían
que el que sufre se conduele de sí mismo, con su misma desesperación, y la
única piedad útil es aquella que permite lo inevitable.
Pero otra mano detuvo a Manuel, que gritaba y
se debatía en la necesidad de arrojarse al río para salvar a Ariel. Él no vio a
los yacarés, y si lo hizo no les dio importancia. Pensaba en la mano muerta en
el escritorio del camarote, en el cuerpo del chico, el llanto que había caído
sobre su propio pecho, en el grito ahogado de Ariel, tan tenue y acongojado
como las nubes que ahora estaban cubriendo el cielo sobre el río. Las manos de
Natacha lo retenían con fuerza, pero de nada habrían servido si él no hubiese
despertado de pronto, al contacto de esas manos, lo mismo que la primera vez
que las tocó al abordar. Las manos que le habían provocado un golpe tan intenso
en su interior que lo habían dejado convaleciente durante semanas. Las que
habían palpado los murciélagos de su alma, y los había espantado hacia afuera,
únicamente para hacerlos revolotear a su alrededor. Sólo Ariel los había
calmado. Pero ahí estaban el chico y su mano, como el único murciélago muerto.
Las manos de Natacha lo retenían,
y el cuerpo de Manuel acató la razón y la resignación. Natacha lo abrazaba, muy
fuertemente, mientras él gritaba y temblaba. Entre ambos estaba la cruz,
formando sus cuerpos alrededor de ella una especie de muro protector. Cristo
era tan débil, que muchas veces se mataba. Sus muertes eran muchas, y sin ver
hacia el río, ellos dos veían lo que los ojos de los demás presenciaban. Los yacarés comiendo, y el esqueleto de la
muerte sumergiéndose en el río.
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