sábado, 31 de mayo de 2025

Blonde (Joyce Carol Oates)










Ahí venía la Muerte, avanzando presurosa por el bulevar, bajo la mortecina luz
 sepia.
 Ahí venía la Muerte, volando sobre una vulgar y pesada bicicleta de mensajero,
 como en los dibujos animados.
 Ahí venía la Muerte; infalible. Una Muerte imposible de disuadir. Una Muerte
 con prisas. Una Muerte que pedaleaba frenéticamente. La Muerte, que llevaba un
 paquete con la inscripción ENTREGA EN MANO, FRÁGIL en un rústico cesto situado
 detrás del asiento.
 Ahí venía la Muerte, abriéndose paso diestramente con su vulgar bicicleta entre el
 tráfico del cruce de Wilshire y La Brea, donde, debido a reparaciones en la calle, los
 dos carriles con dirección oeste de Wilshire se habían fundido en uno.
 ¡Qué Muerte tan rápida! Haciendo morisquetas a los conductores maduros que le
 tocaban la bocina.
 La Muerte burlándose: ¡Vete a la mierda! Y también. Como Bugs Bunny
 adelantando a toda velocidad a los resplandecientes automóviles de último modelo.
 Ahí venía la Muerte, sin amilanarse ante el aire enrarecido y contaminado de Los
 Ángeles; ante el cálido aire radiactivo del sur de California, donde la Muerte había
 nacido.
 Sí, he visto a la Muerte. Soñé con ella la noche pasada y muchas noches antes.
 No tenía miedo.
 Ahí venía la Muerte, tan resuelta. Ahí venía la Muerte, inclinada sobre el
 herrumbroso manillar de una bicicleta destartalada pero imparable. Ahí venía la
 Muerte, luciendo una camiseta del Instituto Tecnológico de California, pantalones
 cortos limpios pero sin planchar, zapatillas de deporte sin calcetines. La Muerte con
musculosas pantorrillas cubiertas de vello oscuro. Con una espalda curva como un
 hueso de codillo. Con la cara llena de granos e imperfecciones de adolescente. La
 Muerte llena de valor, deslumbrada por la luz del sol que se reflejaba como cimitarras
 en los parabrisas y la pintura cromada de los coches.
 Más bocinazos tras la estela ampulosa de la Muerte. La Muerte con el pelo
 cortado a cepillo. La Muerte mascando chicle.
 La Muerte con su rutina; cinco días a la semana, más sábados y domingos por una
 tarifa especial. El Servicio de Mensajería de Hollywood. La Muerte que entrega en
 mano sus paquetes especiales.
 ¡Ahí venía la Muerte, inesperadamente en Brentwood! La Muerte volando por las
 estrechas calles residenciales de un Brentwood casi desierto en agosto. Aquí, en
 Brentwood, la conmovedora futilidad de jardines cuidados al detalle, a cuyo lado
 pasa la Muerte pedaleando con rapidez. Como un autómata. Alta Vista, Campo,
 Jacumba, Brideman, Los Olivos. Hacia Fifth Helena Drive, una calle sin salida.
 Palmeras, buganvillas, rosas rojas trepadoras. El olor a flores podridas. A la hierba
 agostada por el sol. Jardines vallados; glicinas. Circulares senderos privados.
 Ventanas con las cortinas echadas para que no entre el sol.
 La Muerte que lleva un regalo sin remite para
 M. M., OCUPANTE DEL
 12305 FIFTH HELENA DRIVE
 BRENTWOOD, CALIFORNIA
 EE. UU.
 LA TIERRA
 Una vez en Fifth Helena, la Muerte empezó a pedalear más despacio. Escrutaba
 los números de la calle. No le había echado un segundo vistazo a la extraña dirección
 del paquete, curiosamente envuelto en papel de regalo de rayas, como un bastón de
 caramelo, que parecía haber sido usado antes. Adornado con un lazo de seda blanco
 pegado a la caja con celo.
 El paquete medía dieciséis por dieciséis centímetros y pesaba poco. ¿Como si
 estuviera vacío? ¿Como si sólo contuviera papel de seda?
 No. Al sacudirlo, uno comprobaba que había algo dentro. Quizá un objeto blando,
 de tela.
 Ahí venía la Muerte, a primera hora de la noche del 3 de agosto de 1962, para
 llamar al timbre del 12305 de Fifth Helena Drive. La Muerte enjugándose su
 sudorosa frente con la visera de la gorra de béisbol. La Muerte mascando chicle
 frenéticamente, con impaciencia. Oye pasos en el interior, pero no puede dejar el
 maldito paquete en la puerta porque necesita una firma. Oye el zumbido de un
 aparato de aire acondicionado instalado en la ventana. ¿Y acaso una radio dentro? Es
una pequeña casa de estilo colonial, una «hacienda» de una sola planta. Paredes de
 falso adobe, refulgente techo de tejas anaranjadas, ventanas con persianas venecianas
 cerradas y aspecto polvoriento. Pequeña como una casa de muñecas; nada especial
 para el barrio de Brentwood. La Muerte llamó por segunda vez, pulsando el timbre
 con insistencia. Y en esta ocasión abrieron la puerta.
 De manos de la Muerte acepté el regalo. Creo que sabía qué era y de quién
 procedía. Al ver el nombre y la dirección, reí y firmé el recibo sin vacilar.








Ilustración: Eve Arnold

viernes, 30 de mayo de 2025

El turista accidental (Anne Tyler)


  










1


Habían pensado estar en la playa una semana, pero ninguno de los dos tuvo ánimos para ello y decidieron regresar antes. Macon conducía. Sarah iba sentada a su lado, con la cabeza apoyada en la ventanilla lateral. A través de sus enmarañados rizos
 castaños se veían pedacitos de cielo nuboso. Macon llevaba puesto un traje de verano,
 su traje de viaje, mucho más práctico para viajar que los tejanos, decía él siempre.
 Los tejanos tenían esas costuras duras, acartonadas, y esos remaches. Sarah llevaba
 un albornoz playero, sin tirantes. Hubieran podido estar regresando de dos viajes
 completamente distintos. Sarah estaba bronceada; Macon no. Era un hombre alto,
 pálido, de ojos grises, de pelo rubio y liso que llevaba muy corto, y tenía ese tipo de
 piel delicada que se quema con facilidad. Durante las horas del mediodía se había
 resguardado del sol.
 Justo después de entrar en la autopista, el cielo se puso casi negro y varios
 goterones salpicaron el parabrisas. Sarah se irguió en su asiento.
 —Esperemos que no llueva —dijo.
 —No me importa que llueva un poco —dijo Macon.
 Sarah volvió a apoyarse en el respaldo pero mantuvo los ojos fijos en la carretera.
 Era un jueves por la mañana. No había mucho tráfico. Adelantaron a una
 camioneta, luego a un camión todo cubierto de pegatinas y fotos de paisajes. En el
 parabrisas, los goterones menudearon. Macon hizo funcionar los limpiaparabrisas.
 Hacían tic—sush… Un sonido que adormecía; y en el techo se oía un tamborileo
 suave. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento. La lluvia aplanaba las hierbas
 altas y descoloridas del borde de la carretera. Caía al sesgo delante de embarcaderos,
 almacenes de madera y establecimientos de mobiliario rebajado, que ya tenían un
 aspecto sombrío, como si aquí hubiese estado lloviendo desde hacía rato.
 —¿Ves bien? —preguntó Sarah.
 —Claro —dijo Macon—. Esto no es nada. Se situaron detrás de un camión con
 remolque cuyas ruedas traseras despedían arcos de agua. Macon viró hacia la
 izquierda y lo adelantó. Hubo un momento de acuática ceguera hasta que el camión
 quedó atrás. Sarah agarró el tablero de instrumentos con una mano.
 —No cómo puedes ver para conducir —dijo.
 —Quizá deberías ponerte las gafas.
 —¿Ponerme yo las gafas te haría ver mejor?

—A no; a ti —dijo Maco—. Estás mirando el parabrisas en vez de la
 carretera.
 Sarah continuó agarrando el tablero. Tenía un rostro ancho y liso que daba una
 impresión de calma, pero si uno miraba de cerca se notaba la tensión en las comisuras
 de los ojos.
 El coche se empequeñeció en torno a ellos, como una habitación. Sus alientos
 empañaron las ventanas. Hasta poco antes el aire acondicionado había estado
 funcionando y ahora quedaba algo de frío artificial, que rápidamente iba volviéndose
 húmedo y cargándose de olor a moho. Atravesaron un paso inferior. La lluvia paró
 completamente durante un sorprendente segundo de vacío. Sarah dio un pequeño
 grito sofocado de alivio, pero aun antes de haberlo proferido el martilleo en el techo
 comenzó de nuevo. Se volvió y contempló anhelante el paso inferior. Macon seguía
 adelante a gran velocidad, las manos relajadas sobre el volante.
 —¿Te has fijado en ese chico de la motocicleta? —preguntó Sarah. Tuvo que
 levantar la voz; un estruendo insistente y uniforme los rodeaba.
 —¿Qué chico?
 —Estaba aparcado debajo del paso.
 —Es de locos ir en moto un día como hoy —dijo Macon—. Ya es de locos ir en
 moto un día cualquiera… estás completamente expuesto a la intemperie.
 —Podríamos hacer lo mismo —dijo Sarah—. Pararnos y esperar.
 —Sarah, si tuviese la impresión de que estamos corriendo el menor peligro, me
 hubiese parado hace rato.
 —Bueno, no si lo hubieras hecho.
 Pasaron un campo donde la lluvia parecía caer en cortinas, capas y capas de lluvia
 acamando los tallos del maíz, inundando la tierra estriada. El agua azotaba el
 parabrisas a rachas. Macon puso los limpiaparabrisas al máximo.
 —No si realmente te importa demasiado —dijo Sarah—. ¿Te importa?
 —¿Importarme? —preguntó Macon.
 —El otro día te dije: «Macon, ahora que Ethan ha muerto, a veces me pregunto si
 la vida tiene algún sentido». ¿Te acuerdas de lo que contestaste?
 —Así de improviso, no.
 —Dijiste: «Cariño, para ser franco, a nunca me ha parecido que tuviese mucho
 sentido, para empezar». Ésas fueron tus mismas palabras.
 —Mmmm…
 —Y ni siquiera sabes lo que hay de malo en eso.
 —No, me temo que no —dijo Macon.

Rebasó una hilera de coches que habían aparcado al lado de la carretera; las
 ventanas estaban opacas y las relucientes carrocerías hacían rebotar la lluvia en
 pequeñas explosiones. Un coche estaba ligeramente inclinado, como a punto de caer
 dentro del turbio torrente que se agitaba y corría en el arroyo. Macon mantenía una
 velocidad uniforme.
 —No eres un consuelo, Macon —dijo Sarah.
 —Cariño, intento serlo.
 —Sigues exactamente igual que antes, con tus pequeños ritos y rutinas, tus
 deprimentes hábitos, día tras día. No eres ningún consuelo.
 —¿Y no necesito consuelo yo también? No eres la única, Sarah. No por qué
 tienes la sensación de que es una pérdida sólo tuya.
 —Pues la tengo, a veces.
 Guardaron silencio unos momentos. Lo que parecía un ancho lago en medio de la
 carretera se estrelló contra el panel inferior del coche y lo bandeó hacia la derecha.
 Macon pisó el pedal del freno en un repetido movimiento de bombeo y siguió
 adelante.
 —Esta lluvia, por ejemplo —dijo Sarah—. Sabes que me pone nerviosa. ¿Qué
 habría de malo en esperar a que pase? Sería una atención por tu parte. Sería una
 forma de decirme que estamos juntos en esto.
 Para ver mejor, Macon acercó la cabeza al parabrisas, que chorreaba agua de
 manera que parecía jaspeado.
 —Tengo un sistema, Sarah —dijo—. Sabes que conduzco siguiendo un sistema.
 —¡Tú y tus sistemas!
 —Además —dijo él—, si no le ves ningún sentido a la vida, no entiendo por qué
 una tormenta te pone nerviosa.
 Sarah se hundió en el asiento.
 —¡Mira eso! —dijo é—. En ese aparcamiento de Roulottes el agua ha arrastrado
 a una de una punta a otra.
 —Macon, quiero el divorcio —le dijo Sarah.
 Macon frenó y le dirigió una mirada. «¿Qué?», dijo. El coche se desvió
 bruscamente. Tuvo que mirar de nuevo hacia adelante.

—¿Qué he dicho? —preguntó—. ¿Qué he dicho exactamente?
 —No puedo seguir viviendo contigo —dijo Sarah.
 Macon siguió mirando la carretera, pero su nariz parecía más afilada y más
 blanca, como si le hubiesen estirado la piel de la cara. Carraspeó.
 —Cariño, escucha. Ha sido un año difícil. Lo hemos pasado mal. Los que pierden
 un niño se sienten así a menudo; todo el mundo lo dice, todo el mundo dice que el
 matrimonio se resiente…
 —Quisiera buscarme un piso en cuanto lleguemos —dijo Sarah.
 —Buscarte un piso —repitió Macon, pero habló tan bajo y la lluvia caía con tal
 estrépito sobre el techo, que pareció que sólo movía los labios—. Bueno —dijo—.
 Está bien. Si es lo que realmente quieres.
 —Tú puedes quedarte con la casa —dijo Sarah—. Nunca te han gustado los
 traslados.
 Por alguna razón, fue esto lo que finalmente la hizo romper en llanto. Se apartó
 bruscamente de él. Macon puso en intermitente derecho. Se metió en una gasolinera
 de la Texaco, aparcó bajo el alero y paró el motor. Entonces empezó a frotarse las
 rodillas con las palmas de las manos. Sarah se acurrucaba en su rincón. Sólo se oía el
 tamborileo de la lluvia sobre el alero, muy por encima de sus cabezas.








Ilustración: Eduardo Urculo Fernández

jueves, 29 de mayo de 2025

Hojas (John Updike)







Desde mi ventana, las hojas de la vid poseen una extraña belleza. “Extraña” porque me parece raro que las cosas sean bellas —después de la prolongada oscuridad de introspección, miedo y vergüenza en que he estado viviendo—, que al margen de nuestras catástrofes conserven la precisión casual, la fácil abundancia de “efecto” inventivo, carácter y especificidad de la Naturaleza. Esta mañana distingo con nitidez que la Naturaleza se puede definir como lo que existe sin culpa. Nuestros cuerpos están en la Naturaleza; nuestros zapatos, sus agujetas, sus pequeñas puntas de plástico; todo lo que se halla a nuestro alrededor, en nuestro entorno, existe en la Naturaleza; sin embargo, algo nos aparta de ella, del mismo modo en que un brote de agua nos impide tocar el fondo arenoso, acanalado y resplandeciente, con fragmentos de media luna de conchas de ostras, tan claros a nuestros ojos.


Un grajo azul se posa en una rama afuera de mi ventana. De momento firme, se detiene a horcajadas, su rabo sucio hacia mí, su cabeza vigilante congelada en una silueta, la curva predatoria del pico impresa en un cielo casi blanco sobre el pantano brumoso y atezado. ¿Lo ves? Yo sí y, captando rápidamente el hilo de mis pensamientos, he atravesado el cristal, lo he atrapado y estampado en esta página. Ahora se ha ido. Y sin embargo, ahí, unas cuantas líneas arriba, aún se encuentra “a horcajadas”, su rabo “sucio”, su cabeza vigilante “congelada”. Un truco curioso, tal vez inútil, pero mío.


Las hojas de la vid, justo donde están —no en la sombra de cada una— son doradas. Hojas lisas que toman el sol directamente y convierten la luz absoluta, suma del espectro y fuente de toda vida, en el crayón amarillo con el cual los niños la evocan. Aquí y allá, lo seco transforma este resplandor ajeno en un naranja brillante; y el verde de las tiernas hojas quietas -porque si observamos, el verde persiste ya muy entrado el otoño- filtra de la luz solar un chartreuse finamente nervado. Las sombras de unas hojas sobre otras —si bien errantes y nerviosas con el viento que emite al barrerlas sonidos afables que se escabullen por el techo— son muy variadas y definidas; contienen innumerables insinuaciones salvajes de cimitarras, lanzas afiladas, púas y cascos amenazantes. No obstante, el efecto neto está libre de amago. Por el contrario, su intrincada sugerencia simultánea de refugio y de llaneza, calor y brisa, me invita al exterior; mis ojos se aventuran a las hojas que se encuentran más allá. Estoy rodeado de hojas. Las del roble, garras tenaces de moho púrpura; las del olmo, escasas plumas de un amarillo femenino; las del zumaque, un rubor dentado y salvaje. Me mantengo erguido en un sereno y ardiente universo de hojas. Sin embargo, algo me arroja hacia atrás, me devuelve a esa oscuridad interna donde la culpa es el sol.


Los hechos necesitan definirse. Me dicen que fui cruel y me tomará tiempo integrar esta impresión unánime a la probabilidad descalificada con la cual nuestros propios actos, si bien abiertamente equivocados, se revierten ellos mismos. Una vez que se ordenen los sucesos -se den incentivos a las acciones, se asignen psicologías a los actores, se tabulen los errores, se nombren las anormalidades; una vez que se pode todo el crecimiento furioso, descuidado, con explicaciones arraigadas en la historia, y sea devuelto, tal cual, a la Naturaleza- ¿entonces qué? ¿No es ilegítimo este retorno? ¿Pueden nuestros espíritus realmente penetrar al refugio de mortalidad del Tiempo y hundirse con serenidad entre el abono de hojas y de estiércol? No: nos erguimos en la intersección de dos reinos y no hay avance ni retroceso, solo el filo de la orilla donde permanecemos de pie.


Recuerdo con nitidez el negro del vestigio de mi esposa cuando dejó nuestra casa para obtener el divorcio. El vestido era una suave funda negra, de cuello en V y con el cual Elena siempre se veía atractiva; favorecía su palidez. Esa mañana se veía especialmente hermosa, su tez en extremo blanca por la fatiga. Sin embargo su cuerpo, esa cosa natural, ignoró nuestra catástrofe, y sus gestos y figura eran tan incongruentes como de costumbre. Al irse, me besó apenas y ambos sentimos la ironía de que este viaje no sería muy distinto de cualquier otro, fuera a Boston, a Symphony, a Bonwit. La misma búsqueda de las llaves del carro, las mismas instrucciones exigentes a la complaciente niñera, la misma ligera inclinación de cabeza al sentarse frente al volante de su auto. Y yo, al fin satisfecho, divorciado, estudiaba a mis hijos con ojos de quien los ha dejado, examinaba mi casa como aquel que toma una serie de fotos de un tiempo irrevocable, conducía a través del colorido paisaje como un hombre de asbesto que cruza el fuego, encontraba a mi futura esposa llorando y riendo, aturdida y valiente -sin cesar sentía, para horror mío, que la oscuridad íntima me reventaba la piel, nos sumergía a ambos y ahogaba nuestro amor. El mundo natural, donde nuestro idilio había existido, se extinguió. Mi corazón se estremeció; se estremece aún. Retrocedí. Al conducir de regreso, las hojas de los árboles me manifestaban sus formas durante el trayecto. No hay más historia que contar. Por teléfono rescaté a mi esposa; me agarré del negro de su vestido y me abracé al dolor.


No deja de llegar. El dolor no deja de llegar. Casi todos los días se presenta un cobro nuevo, sea por correo o por teléfono. Siempre que el teléfono suena, espero que se desate una nueva circunvolución de importancia. He venido a esconderme a esta cabaña, pero incluso aquí hay teléfono, y al raspar del viento, la rama y el animal invisible se cargan con su silencio eléctrico. En cualquier momento podría explotar y, una vez más, la extraña belleza de las hojas se eclipsará.


Nervioso, me levanto y cruzo el cuarto. Una araña como asterisco blanco cuelga en el aire frente a mi rostro. Observo el techo y no pudo ver de dónde pende su hilo. El techo es de yeso liso. La araña titubea. Siente una enorme presencia extraña. Sus exquisitas patas blancas se abren con cautela y su propio peso muerto gira de su hilo invisible. Me veo a mí mismo en la pose antigua y peculiar del fabulista que intenta extraer una lección de la araña, y me cohibo. Rechazo esta actitud para examinar seriamente a esta diminuta estrella articulada que cuelga de manera sarcástica frente a mi cara; soy incapaz de aprender la lección. La araña y yo habitamos universos contiguos pero incompatibles. A través del abismo solo sentimos temor. El teléfono continúa silencioso. De nuevo, la araña calcula volver a girar. El viento sigue agitando la luz solar. Al entrar y salir de esta cabaña he dejado huellas en unas cuantas hojas muertas, aplanadas, como pedazos de papel oscuro.


¿Y qué son estas páginas sino hojas? ¿Y con qué objeto las produzco si no es para lanzar mi culpa, gracias a una fotosíntesis subjetiva, a la Naturaleza, donde la culpa no existe? Ahora el pantano, plano como alfombra, aparece rayado de un verde pálido entre las sombras café —bermejo, ocre, tostado, marrón— y del lado opuesto, donde la tierra se eleva sobre el nivel del mar, las siempreverdes apuñalan hacia arriba de manera lúgubre. A lo lejos hay una pequeña colina azul; en esta región costeña las colinas casi son demasiado modestas para llevar nombres. Pero la veo; por primera vez en meses la veo. Lo hago como el niño que desde una barda muy alta observa, con los dedos apretados y el cuello tenso, el techo de una casa. Bajo mi ventana, el pasto se ve delgado, verde y mezclado con las hojas caídas de un olmo pequeño y recuerdo cómo la primera noche que vine a esta cabaña, pensando que dejaba mi vida atrás, me fui a la cama solo y leí, de la misma manera en que uno lee libros extraviados en una casa prestada, unas cuantas páginas de una vieja edición de Hojas de hierba. Y mi sueño fue como un anillo, de tal suerte que cuando desperté tuve la sensación de continuar aún en el libro, y el cielo velado por la luz que se estremecía a través de las ramas desnudas del joven olmo parecía otra página de Whitman, y yo estaba enteramente abierto y perdido, como una mujer apasionada, libre y enamorada, sin una sombra en rincón alguno de mi ser. Fue un hermoso despertar, pero a la noche siguiente había vuelto a casa.


Se han movido las sombras salvajes, precisas, entre la hojas de la vid. Se ha alterado el ángulo de iluminación. Imagino al calor reclinado contra la puerta y la abro para dejarlo entrar; a mis pies, cae la luz solar como un penitente.





Ilustración: Frits van den Berghe

miércoles, 28 de mayo de 2025

La sombra sin cuerpo (Miguel de Unamuno)







El misterioso suicidio de mi padre me atormentaba, como os he dicho, de continuo. En él se encerraba para mí el misterio de mi propia vida y hasta de mi existencia. «¿Por qué y para qué había venido yo al mundo?». Tal era la pregunta que me dirigía a mí mismo de continuo. Y si no acabé con mi vida, si no me la quité a propia mano armada, fue porque esperaba arrancar de mi madre, a escondidas del otro, la solución del misterio de mi vida.


Habríame, en efecto, juzgado y sentenciado a mí mismo y ejecutado luego por mí propio la sentencia, haciendo así de reo, juez y verdugo, si hubiera podido procesarme. Pero mi proceso tenía que empezar por la inquisición del suicidio de mi padre, que habría de ser el que justificase el mío. Y no había manera de arrancar una palabra a mi pobre madre sometida al otro que había hecho desaparecer de casa todo rastro que pudiese recordar a su antiguo dueño.


Por este tiempo vino a dar a mis manos aquella estupenda novelita de Adalberto Chamisso que se llama La maravillosa historia de Pedro Schlemihl o sea el hombre sin sombra, el hombre a quien le quita su sombra, a cambio de la bolsa de Fortunato, el hombre del traje gris o sea el Diablo. El pobre Schlemilh, como se sabe, de nada le sirvió su bolsa pues que todos huían de él al verle sin sombra y tenía que huir de la luz, de lo que se aprovechó el diablo para proponerle la devolución de la sombra por el alma, a cambio de ésta, trato que rechazó Schlemihl con todo lo que en la maravillosa novelita de Chamisso se sigue.


La lectura de esta obra verdaderamente clásica me produjo una impresión inexplicable. Pero lo que me preocupaba no era la muerte de Pedro Schlemihl, sino la de su sombra. Cuando este desgraciado aceptó el primer trato con el hombre del traje gris, éste se arrodilló ante él y con maravillosa destreza le arrancó su sombra, de la cabeza a los pies, de la yerba, la levantó, la arrolló y plegó y se la guardó. Y yo me preguntaba qué es lo que hizo después con esa sombra. Di en pensar que no se la guardó en el bolsillo esperando a que Schlemihl, al sentir las consecuencias de tener que vivir sin ella, volviera a pedirle deshacer el trato, ofreciendo devolverle la bolsa, y entonces le propusiera comprarle el alma, sino que el Diablo soltó la sombra a que fuese a errar por el mundo. Y me imaginaba que si encontramos a un hombre sin sombra nos ha de producir no ya extrañeza, como a los condenados del Purgatorio del Dante les causaba verle a éste con ella, sino espanto, verdadero espanto, mucho más habría de producirnos encontrarnos en los caminos de la vida con la sombra de un hombre sin su cuerpo. En la novelita misma de Chamisso hay un pasaje en que Schlemihl se encuentra con la sombra de un hombre invisible y lucha con éste para quitársela, pero no es lo mismo esto que lo que yo me imaginaba.


Figurábame ver venir por carreteras, calles y plazas la sombra misteriosa, ya alargada, luego del alba y al ocaso, ya recogida, al mediodía, ver que se prolongaba de ella un brazo o que se recogía, verla elevarse por un muro, cruzarse con otras sombras, pero de objetos inanimados… Porque hasta los animales habrían de huir de ella llenos de espanto. Figurábame que hasta la más intrépida fiera huiría aterrada al ver acercarse a ella la sombra de un hombre sin hombre. Como si de pronto nos, sobrecogiera la sombra de una nube sin nube visible en el cielo sino éste sereno y radiante de plenitud de azul. Y me imaginaba una escena trágica y es que en una calle se encontraran, a pleno sol, un ciego que avanzaba a tientas por ella y la sombra humana sin cuerpo y los espectadores esperaran aterrados el encuentro de sus dos sombras, y que éstas se mezclaran y confundieran y el ciego pasase sin haber sentido nada.


Y pensaba que las gentes se preguntarían si era, en efecto, de hombre la sombra, si era una sombra humana, y se pondrían -¡desde lejos, claro!- a estudiarla y luego a estudiar sus propias sombras y a ver si así determinaban cómo sería el hombre invisible que proyectaba aquella sombra. Sin que faltasen pedantes que quisieran aplicar al estudio de aquel pavoroso misterio la geometría proyectiva.


Y luego di en pensar que la sombra de Pedro Schlemihl recorriera el mundo en busca de su cuerpo, del cuerpo de Schlemihl, y éste lo recorriera a su vez en busca de aquélla. Y acabé por pensar si no somos todos sombras a la busca de sus cuerpos y si no hay otro mundo en que nuestros cuerpos nos están buscando. Y entonces di en pensar que aquella comezón del suicidio que me atormentaba no era sino el deseo de encontrar a mi padre, que era el cuerpo de que era yo la sombra.


Pero entonces se me ocurrió que como el mundo en que vivía mi padre era un mundo todo él de sombra, un mundo que no era más que sombra, dejaría de ser yo en él lo que era, una sombra, y no encontraría a nadie. Porque, ¿cómo va a encontrar nada el que se vuelve nada? En aquellos días no salía de casa y aun en ésta huía de la luz. Me aterraba la idea de poder ver mi propia sombra, sombra de sombra. Una tarde en que, sin poder evitarlo, vi la sombra de mi cabeza proyectada en la pared, de donde el otro había quitado un retrato de mi padre, creía que se me vaciaba la cabeza. Y entonces supe lo que es el terror en las raíces del alma.





Ilustración: Pedro Luis Raota

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...