Los textos que presentamos se encontraron entre los diversos papeles sin clasificar en el departamento de la calle Sarmiento, donde vivió
Cecilia Taboada hasta su muerte. Su albacea literario, el doctor Bernardo Ruiz,
se encargó de la recopilación. Entre ellos, se hallaron varias páginas con una
serie de comentarios que casi seguramente Cecilia había destinado para un
posible prólogo para su novela. El resto son referencias y apuntes temáticos y
sobre personajes, tal vez de poca valía aún para el lector curioso, ya que
presentan palabras ilegibles o fueron escritos en forma casi telegráfica, en
papeles de una agenda, servilletas de papel de algún bar, y hasta en el dorso
de recetas médicas. Pero el material más valioso lo constituyen los cuadernos
que la autora guardaba en diferentes lugares de su departamento.
El doctor Ruiz y
yo nunca visitamos juntos ese lugar, los motivos fueron personales, por
supuesto, sabíamos que los recuerdos de cada uno al recorrer esos parcos
ambientes donde ella vivió en sus últimos años, se entorpecerían mutuamente.
Nos encargábamos de cotejar notas más tarde, en el bar “La Academia” sobre
Callao. Entre el café y el whisky que alternábamos, él me hablaba del
departamento cuya llave conservaba, sacando una copia para compartir conmigo.
Nunca hablamos directamente sobre la última noche, creo que no necesitaba
saberlo, y para mí constituía una especie de tesoro que me molestaba compartir.
Hablábamos
entonces de los papeles y cuadernos que habíamos encontrado. Yo hallé la mayor
parte de los apuntes dispersos sobre su escritorio y en los cajones, también en
la mesita de luz, tras los restos de cajas de remedios y ampollas de insulina.
Pero Ruiz halló lo más sustancial. Entre los libros de su biblioteca, encontró
cuadernos de espiral con toda una serie de escritos de poesía, narrativa o
ensayo, otros simplemente apuntes más o menos desarrollados sobre ideas
inconclusas. Luego, en los estantes del placard de la habitación, halló la serie
de folios encarpetados y atados con hilo sisal. Allí estaban los borradores de
los artículos con que había colaborado en diversas revistas, pero también
muchos más sin publicar, y por supuesto, el manuscrito terminado de la novela
que se editó después de su muerte.
Nos quedábamos
hasta cerca de las dos o tres de la madrugada comparando esos papeles,
protegiéndolos de las manchas que los vasos pudieran causarles. Cuando
hallábamos palabras borroneadas por algo que había diluido la tinta, nos
mirábamos por un instante, diciéndonos que en ese centímetro del papel Cecilia
había derramado algunas gotas de agua con que solía tomar sus remedios. Luego,
volvíamos a guardar los papeles, nos levantábamos de las sillas con las
carpetas bajo el brazo, y nos estrechábamos las manos. Salíamos en momentos
diferentes, uno pagaba en el mostrador mientras el otro salía a la calle. Cada
uno en direcciones opuestas por la vereda.
De todos estos
escritos, el doctor Ruíz y yo realizamos una exhaustiva y respetuosa selección,
y en algunos casos, por tratarse de fragmentos de alto valor literario,
retocamos las lagunas producidas por la ilegibilidad del manuscrito.
Esta edición es, a
la vez que un homenaje a la lúcida inteligencia y al talento literario y
psicológico de la autora, una satisfacción personal como editor, ya que mi
estrecha relación con la autora, extensa en el tiempo, pero desarrollada en
breves y esporádicos lapsos, nos permitieron internarnos en largas
conversaciones y en sentimientos contradictorios. Y ésta, finalmente, es la
fórmula que puede extraerse de su vida, en mi opinión: una lucidez que tocaba
los límites últimos de la inteligencia, hasta traspasar, por momentos oscuros,
hacia las extrañas regiones de lo intuitivo, y hasta de lo mágico.
Los personajes de
Cecilia son inclasificables, aunque tengan rasgos que los caracterizan y los
clasifican dentro de ciertos parámetros, con fines puramente literarios. Son
personajes de diversas caras, y, sobre todo, de múltiples aristas, resbaladizos
y empinados filos por donde transcurren casi todo el tiempo. Finalmente, caen
vencidos a un lado u otro. La autora lo sabía con extrema claridad, y como sus
personajes, ella misma se abismó en esos lugares, que en su contemporaneidad
podía tratarse de una calle suburbana, un departamento que conocía desde mucho
tiempo antes, en una noche cualquiera, o embeberse con recuerdos ancestrales de
sitios tan inverosímiles para nuestra cotidianeidad como remotas selvas y ríos
inexplorados, o adentrarse en las vidas de primitivas tribus.
Presencié su
última tragedia, y aunque fue Bautista Beltrame el que se atrevió a relatar ese
breve tramo final de su vida, fui yo quien tuvo el privilegio, como ante las
dos caras de una moneda antigua, de presenciar su deambular por ese filo. Un
delgado hilo de Ariadna que terminó cortándose en el instante exacto para ella,
quizá, pero dejándonos a nosotros mudos de asombro y acongojados de dolor.
Ilustración: Frederick William Elwell
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