Ahí venía la Muerte, avanzando presurosa por el bulevar, bajo la mortecina luz
sepia.
Ahí venía la Muerte, volando sobre una vulgar y pesada bicicleta de mensajero,
como en los dibujos animados.
Ahí venía la Muerte; infalible. Una Muerte imposible de disuadir. Una Muerte
con prisas. Una Muerte que pedaleaba frenéticamente. La Muerte, que llevaba un
paquete con la inscripción ENTREGA EN MANO, FRÁGIL en un rústico cesto situado
detrás del asiento.
Ahí venía la Muerte, abriéndose paso diestramente con su vulgar bicicleta entre el
tráfico del cruce de Wilshire y La Brea, donde, debido a reparaciones en la calle, los
dos carriles con dirección oeste de Wilshire se habían fundido en uno.
¡Qué Muerte tan rápida! Haciendo morisquetas a los conductores maduros que le
tocaban la bocina.
La Muerte burlándose: ¡Vete a la mierda! Y tú también. Como Bugs Bunny
adelantando a toda velocidad a los resplandecientes automóviles de último modelo.
Ahí venía la Muerte, sin amilanarse ante el aire enrarecido y contaminado de Los
Ángeles; ante el cálido aire radiactivo del sur de California, donde la Muerte había
nacido.
Sí, he visto a la Muerte. Soñé con ella la noche pasada y muchas noches antes.
No tenía miedo.
Ahí venía la Muerte, tan resuelta. Ahí venía la Muerte, inclinada sobre el
herrumbroso manillar de una bicicleta destartalada pero imparable. Ahí venía la
Muerte, luciendo una camiseta del Instituto Tecnológico de California, pantalones
cortos limpios pero sin planchar, zapatillas de deporte sin calcetines. La Muerte con
musculosas pantorrillas cubiertas de vello oscuro. Con una espalda curva como un
hueso de codillo. Con la cara llena de granos e imperfecciones de adolescente. La
Muerte llena de valor, deslumbrada por la luz del sol que se reflejaba como cimitarras
en los parabrisas y la pintura cromada de los coches.
Más bocinazos tras la estela ampulosa de la Muerte. La Muerte con el pelo
cortado a cepillo. La Muerte mascando chicle.
La Muerte con su rutina; cinco días a la semana, más sábados y domingos por una
tarifa especial. El Servicio de Mensajería de Hollywood. La Muerte que entrega en
mano sus paquetes especiales.
¡Ahí venía la Muerte, inesperadamente en Brentwood! La Muerte volando por las
estrechas calles residenciales de un Brentwood casi desierto en agosto. Aquí, en
Brentwood, la conmovedora futilidad de jardines cuidados al detalle, a cuyo lado
pasa la Muerte pedaleando con rapidez. Como un autómata. Alta Vista, Campo,
Jacumba, Brideman, Los Olivos. Hacia Fifth Helena Drive, una calle sin salida.
Palmeras, buganvillas, rosas rojas trepadoras. El olor a flores podridas. A la hierba
agostada por el sol. Jardines vallados; glicinas. Circulares senderos privados.
Ventanas con las cortinas echadas para que no entre el sol.
La Muerte que lleva un regalo sin remite para
M. M., OCUPANTE DEL
12305 FIFTH HELENA DRIVE
BRENTWOOD, CALIFORNIA
EE. UU.
LA TIERRA
Una vez en Fifth Helena, la Muerte empezó a pedalear más despacio. Escrutaba
los números de la calle. No le había echado un segundo vistazo a la extraña dirección
del paquete, curiosamente envuelto en papel de regalo de rayas, como un bastón de
caramelo, que parecía haber sido usado antes. Adornado con un lazo de seda blanco
pegado a la caja con celo.
El paquete medía dieciséis por dieciséis centímetros y pesaba poco. ¿Como si
estuviera vacío? ¿Como si sólo contuviera papel de seda?
No. Al sacudirlo, uno comprobaba que había algo dentro. Quizá un objeto blando,
de tela.
Ahí venía la Muerte, a primera hora de la noche del 3 de agosto de 1962, para
llamar al timbre del 12305 de Fifth Helena Drive. La Muerte enjugándose su
sudorosa frente con la visera de la gorra de béisbol. La Muerte mascando chicle
frenéticamente, con impaciencia. Oye pasos en el interior, pero no puede dejar el
maldito paquete en la puerta porque necesita una firma. Oye el zumbido de un
aparato de aire acondicionado instalado en la ventana. ¿Y acaso una radio dentro? Es
una pequeña casa de estilo colonial, una «hacienda» de una sola planta. Paredes de
falso adobe, refulgente techo de tejas anaranjadas, ventanas con persianas venecianas
cerradas y aspecto polvoriento. Pequeña como una casa de muñecas; nada especial
para el barrio de Brentwood. La Muerte llamó por segunda vez, pulsando el timbre
con insistencia. Y en esta ocasión abrieron la puerta.
De manos de la Muerte acepté el regalo. Creo que sabía qué era y de quién
procedía. Al ver el nombre y la dirección, reí y firmé el recibo sin vacilar.
Ilustración: Eve Arnold
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