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Se mira al espejo hecho con fragmentos de un espejo de luna que estaba en el armario, el mismo que Manuel había roto justo al mediodía del día siguiente en que él, José, había penetrado a Altea. La había visto llorar y resistirse, pero también vio en su rostro, luego del miedo, una especie de expresión que probablemente Manuel jamás había descubierto en su esposa.
Y mientras la penetraba, sintió ansias de que su hermano los viese, y que se masturbara mientras los veía a ambos contra la pared, ella con la falda levantada hasta los senos, él con el pantalón hasta las rodillas. Ambos jadeando, mientras José miraba hacia un costado, imaginando a Manuel, desnudo y manoseándose, eyaculando al mismo tiempo que él. Como si le estuviese agradeciendo el poder hacerlo con su esposa, o tal vez pensando en él y no en ella. Porque José pensaba en él al imaginarlo desnudo junto a ellos.
Pero Manuel estuvo aquella noche, casi hasta la madrugada del festival en la aldea, cumpliendo su función de asistir con los sacerdotes del pueblo en los ritos, en los exorcismos anuales. Todo eso había llegado a asquearlo al principio, pero luego se había ido acostumbrando, y los bailes, el humo y el incienso de las especias quemadas, los gritos guturales y angustiados, los rostros deformados más allá de lo que creía posible, habían comenzado a extasiarlo.
Sabía que no estaba en ese habitación, pero también lo imaginaba donde realmente estaba, parado en el círculo de asistentes a las ceremonias de esa noche central en los ritos de los indios, cuando los demonios eran expulsados de los cuerpos y las mentes de los poseídos, que quedaban postrados sobre el barro, rasgados por uñas y garras que nadie había visto porque nadie los había tocado, como si los demonios se hubiesen abierto paso entre los pliegues de la piel, de adentro hacia afuera, dejando la marca inescrutable de su paso.
Si Manuel hubiera estado allí parado, viendo a su hermano José y a su esposa Altea, como dos animales excitados, habría pensado, más acertadamente, que ambos estaban creando un demonio. Y esto de adjudicar pensamientos e ideas a presencias invisibles, José lo había aprendido en sus lecturas en la casa paterna. La gran biblioteca que la familia había reunido a lo largo de casi 4 siglos de existencia en la provincia estaba tan cerca, repletas las paredes de estantes llenos de libros cuyos lomos las sirvientas no alcanzaban a limpiar cuando ya volvían a cubrirse de polvo pocos días después. A veces aparecían arañas al sacar un libro, y él las dejaba estar mientras levantaba lentamente la tapa y separaba las hojas con cuidado. Libros de alquimia, de religión, pero sobre todo de las artes de la adivinación y las supersticiones. Si ya Cicerón, cuyas obras sobre estos temas habían sido valoradas por hombres sabios, ¿por qué la religión de su familia creaba tantas represiones, tanta culpa por el simple hecho de leerlas? Sabía la respuesta: de sólo leerlas uno ya las imagina posibles. Como había dicho Leibniz, el pensar que algo es posible, incluso Dios, ya permite su existencia.
Y la religión de sus padres no negaba, en realidad, todo eso, sino que lo rechazaba como la parte repulsiva del universo. La Iglesia, que nunca había sido más que una institución con la cual la familia siempre había tenido relaciones que no eran, al fin y al cabo, más que comerciales, había entrado demasiado en la mente y el espíritu de Manuel. Desde que eran niños y dormían ambos en la misma cama, lo había visto despertar sobresaltado, sin querer decir qué pesadillas lo habían perturbado.
Pero José ahora se estaba mirando en los trozos del viejo espejo de luna, al que se habían sumado muchos otros fragmentos que a veces dejaba la gente de los barcos, espejos que se les habían roto, o incluso que él mismo había robado a escondidas. Así había armado aquel espejo de cuerpo entero sobre la pared de adobe, pegado trozo por trozo con un pegamento los indios que le habían enseñado a preparar.
Le gustaba mirarse así, como ahora lo hacía, cuando estaba solo, recorriendo cada parte de su cuerpo de treinta y cinco años: la cabeza de contornos caucásicos, de nariz aguileña, barba y bigotes oscuros, pelo crespo y abundante, el pecho ancho y velloso, el abdomen no demasiado abundante y de músculos fuertes, los genitales que ahora se manoseaba con las manos venosas, excitándolos como ya lo estaba luego de haber hecho el amor a la mujer que esa noche los acompañaba. Se miró de costado, el miembro erecto, las piernas levemente inclinadas, dispuesto a volver a penetrarla, porque la veía por el espejo, sobre la cama, aguardando con miedo. El rostro de la india le era tan conocido como si fuera el mismo que había visto desde que tuvo contacto con la primera mujer de su vida. Una expresión de disgusto que sin embargo no rechazaba el mal que le creaba. Como si cada mujer viese, al ver acercarse a José, una especie de mito encarnado que no volvería a repetirse, y por lo tanto el sólo hecho del rechazo no podía ser concebido sin el consiguiente arrepentimiento, o la frustración tan cercana a la culpabilidad.
Entonces escuchó gemidos, y recordando que Cahrué estaba con ellos, lo miró. El chico indígena, de quien era una especie de mentor, había empezado a acompañarlo en esas noches que José pasaba con una, a veces dos mujeres. Durante el día observaba a aquellas que se acercaban a los pescadores blancos, escuchando conversaciones entre los hombres, y había recibido consejos sobre cuáles se dejaban hacer lo que ellos querían. Y no le fue difícil conseguir que vinieran a su cabaña, y en los últimos meses venía casi siempre le misma, que de vez en cuando traía a otra si él se lo pedía. Ni siquiera sabía cómo se llamaba. Cuando él le preguntó, ella contestó entre dientes un nombre aborigen largo, que más parecía un símbolo o una onomatopeya. No le molestaba que Cahrué los acompañase, ni que muchas veces participara. Las costumbres y los gustos de José no la asombraban.
Pero esta noche, ella se veía angustiada. Acostada de espaldas en la cama, con las piernas abiertas, su vagina había sangrado. Ambos, José y el chico, la habían penetrado simultáneamente, y luego ambos se acariciaban y se tocaban, y la ponían a ella en el medio, empujándola, metiendo sus dedos en todas partes, introduciendo sus miembros en ella hasta convertirla en una especie de bolsa sin vida, que sin embargo jadeaba y escupía secreciones, si no llegaba a tragarlas.
Pero esta noche, ella sangró, y sabía el motivo. Después de tantos abortos desde que tenía doce años, pensaba que su cuerpo era una cicatriz interna ya estéril para siempre. Estaba embarazada, y ahora lo estaba perdiendo. Cuando vio a José volver a acercarse, excitado sin duda al ver al chico que estaba al pie de la cama, masturbándose casi sin mirarlos, ella hizo un gesto que fue un reflejo: se tapó la cara con una mano y la vagina con la otra.
Oyó, en respuesta, una carcajada que retumbó en la cama cuando él se sentó de rodillas y las manos en la cintura. Era verdad que ella parecía una mala parodia del cuadro de Goya, en esa posición inverosímilmente púdica. Los Menéndez Iribarne tenían en su casa de Cádiz una pintura del artista, y aunque él no lo había conocido, su padre le hablaba siempre de la vez que visitó la casa cuando vivían los abuelos. Pero por supuesto, era una relación de la cual la familia no podía hacer alardes si quería mantener su buena fe con la iglesia.
José intentó sacarle la mano de la cara, y comenzó a frotarse contra ella. Lo dejó hacer, y luego abrió su boca, pero cuando él la forzó a sacar la mano que tapaba la vagina, ella se resistió.
- ¿Qué te pasa? - preguntó. Ella levantó la mirada.
-Le duele- dijo Cahrué. -Está preñada.
José se dio vuelta. El chico ya había eyaculado y tenía semen en las manos.
-Eso no es problema desde hace mucho-dijo José. - ¿O sí?
Se bajó de la cama y agarró las manos del chico, le limpio el semen con sus propias manos y lo hizo acercarse a la mujer. Desde hacía mucho tiempo, aún antes que Manuel y Altea se fueran, Cahrué había demostrado una gran maestría en las curaciones. Todas las mujeres de su familia era curanderas, y él había aprendido observando a cada una, y el resultado era una serie de conocimientos que se reservaba muy cuidadosamente. José lo había descubierto cuando hizo abortar a una adolescente varios meses antes.
El cura que recorría la región para dar misa una vez al mes, había puesto el grito en el cielo cuando la madre de la chica acusó a José de dejarla embarazada. La mujer sabía quién la había llevado a la cabaña, pero no quería decir que la amante de José era de su propia familia, tal vez la hermana, quizá la prima, eso él nunca lo supo con certeza. Si se ponía a investigar los parentescos, todos tenían en esa aldea alguna relación consanguínea entre sí. Cuando el cura se fue, amenazando con hacer la denuncia con un gesto displicente, José lo despidió en la orilla con unos cuantos insultos y gestos obscenos. La madre de la chica lo miró, furiosa, pero él sabía que ese cura tan pacato también tenía hijos en ambas orillas del Paraná.
Luego Cahrué se había ofrecido hacer algo por la chica.
- ¿Cómo? - preguntó José, que ya había entrado de vuelta en la cabaña y comenzado a revolver en los libros de medicina que había traído de sus viajes. Cahrué regresó con una caja de madera, y al abrirla comenzó a sacar instrumentos de cirugía hechos con huesos, algunos, otros con piedras. José lo miró con asombro, luego con orgullo. Lo que los hermanos Menéndez Iribarne y Altea le habían enseñado había rendido sus frutos. Era un chico de quince o dieciséis años, pero que sabía más que muchos médicos blancos que trabajaban en la cuenca del Paraná. Eso lo descubrió al escucharlo y verlo trabajar en el cuerpo de la chica, acostada en la cama, mientras la madre observaba, con los brazos cruzados sobre los pechos, al principio ofuscada y luego asustada al escuchar los gritos de la hija. Tal vez recordada haber pasado por lo mismo más de una vez, y quizá viera en José a muchos de los hombres que había conocido. Luego, la preparación de Cahrué hizo dormir a la chica, y sólo un quejido bajo pudo escucharse mientras él trabajaba. No más de media hora después, le entregó a la madre una bolsa de tela embebida en sangre, era lo que quedaba del nieto, que ya tenía casi tres meses. La chica estuvo dormida varios días, ardiendo en fiebre y sudando en pleno invierno. Cahrué le daba medicinas con cucharas, y le enseñó a la madre a hacerlo todos los días. Una semana después, despertó y quiso levantarse. La madre estaba feliz, pero Cahrúe le dijo que se abstuviera de comentar lo que había visto.
-Ése tiene la culpa, y no te conviene- le dijo ella en español fuerte y claro, mirando a José de reojo.
¿Quién seguía a quién?, era difícil de decir. José era su mentor, y por eso lo acompañaba para aprender y ayudarlo, era una cuestión de lealtad y agradecimiento. Pero José también parecía seguirlo a él, ni dejarlo solo ni aun de noche.
Y esa noche en que ahora la mujer estaba sangrando, ambos sabían que se conocían como dos hermanos, o quizá como padre e hijo. Conocían sus cuerpos con detenimiento, las costumbres de sus cuerpos, las manías de su mente, los gustos de sus manos y las asperezas de sus temperamentos. Sabían el significado de algunas miradas, los conocimientos intelectuales de cada uno y también la esperanza en el futuro descubrimiento y el inevitable asombro en los actos y en las palabras de uno y otro. Por eso no le sorprendió a Cahrué lo que hizo José: frotarse el miembro con el semen que le había limpiado a él y dar vuelta a la mujer para penetrarla por detrás. Ambos miraron hacia el espejo fragmentado, la mujer de espaldas, gritando, aferrándose con las manos frenéticas de dolor a las telas sucias sobre el jergón; él observando su cuerpo, satisfecho del placer de la dominación. No parecía escuchar los gritos, pero ella los atenuaba contra la cama, porque no quería que nadie llegara. Siempre se las había arreglado sola, y no comenzaría ahora a pedir ayuda.
Cahrué se acostó junto a ella, la miraba con curiosidad: el rostro oculto bañado en sudor, las manos como dos raíces enterradas en las telas, el cuerpo aún bello estremeciéndose con los movimientos de José. Vio la sangre que caía desde la vagina, acercó la mano y la tocó. Observó en el espejo, porque el cuerpo de ella lo ocultaba, la sonrisa de José al ver o creer lo que él intentaba hacer. Introdujo dos dedos, ella no hizo nada que demostrara que se daba cuenta, estaba ciega, viendo la oscuridad en el colchón, como si fuese el refugio de la paz y el alivio.
Sólo sangre que comenzaba a coagularse, pero abundante. Sintió en el interior las paredes desgarradas, más arriba las del cuello del útero, como cuerdas rotas, telas desgarradas, similares, en la imaginación, a aquellas a las que ella se aferraba. ¿Qué estaría pensando?, se preguntó Cahrué. ¿Quizá afirmándose a su propio cuerpo, como si de un momento a otro fuese a perderlo, ese cuerpo que la alimentaba a ella y no al revés, como si fuese un dios, un dueño y un hogar al mismo tiempo? ¿O estaría intentando retener, tal vez sin saberlo del todo, aquel otro cuerpo que se había formado dentro del suyo, y ahora moría, ya irremediablemente, deshaciéndose igual que carne en descomposición?
De pronto, ella levantó la cabeza, la giró hacia el espejo, miró su reflejo cortado. Sintió la mano de Cahrué en su vagina. Se dio vuelta con todas sus fuerzas, desprendiéndose de ambos. José se quedó sentado de rodillas, frotando su pene con sangre y semen, y en la mano de Cahrué un puñado de coágulos entre los que vio una especie de cuerpo pequeño, casi un renacuajo.
La mujer luego no supo lo que hizo, o si lo sabía no hubo nada en toda la historia de su mente que pudiese evitarlo. Se levantó de la cama y corrió hacia el espejo, pero tropezó con las ropas tiradas y se golpeó la cabeza contra los vidrios. Arroyos de sangre mancharon los cristales, pero ella hizo el absurdo esfuerzo de sostenerse de los fragmentos rotos, que no caían porque estaban pegados. Los dedos se lastimaron, y ya no le respondían. Apoyó la cara, y los bordes la hirieron mientras ella se deslizaba.
José fue a buscarla, la levantó y la llevó a la cama.
- ¡Que puta más estúpida! - dijo.
Cahrué se puso los pantalones y fue a buscar su caja de cirugía, como ambos la habían llamado. Entre ambos la lavaron y cosieron las heridas con los hilos que la madre de Cahrué tejía con fibras hojas verdes. Pero ella ahora empezó a gemir más fuerte, llevándose las manos a la entrepierna. Cuando le apartaron las manos con fuerza, expulsó un chorro de sangre que continuó en una hemorragia constante. Cahrué abrió el vientre de la mujer mientras José la sedaba con un trapo mojado con éter. La sangre y el pus se desbordaron por los costados d ela herida. Cahrué sacó la mano, tenía otro cuerpo pequeño igual al otro. Cosió la herida. Cuando terminó, miró a José, que seguía con la mano sobre el trapo que tapaba la boca de la mujer, que ya no gemía, ni respiraba.
José Menéndez Iribarne vio sombras que sobrevolaban la habitación, cubriendo por instantes la escasa luz que llegaba desde las lámparas de aceite junto a la puerta y sobre la única mesa de la cocina. Miró hacia arriba. Había muchas sombras que daban vueltas, rápidamente, sin poder distinguir a qué se debía aquel aleteo que ahora escuchaba, como de cuero, casi. No eran alas que se agitaban, eran membranas, y entonces vio con extrema claridad lo que no había vuelto a ver desde su última salida de España. Los murciélagos daban vueltas alrededor de la cama, bajo el techo, y se chocaban, ciegos, contra las paredes. Luego, escuchó el ruido de vidrios que se quebraban. Los fragmentos del espejo se estaban desprendiendo de la pared.
-Abre la puerta, tal vez se vayan hacia la oscuridad de afuera.
Cahrué, que se había quedado quieto, con la sangre y el segundo embrión todavía en las manos, lo miró a los ojos. José estaba atento al aleteo y las sombras.
- ¿No me oíste?
- ¿Qué? ¿Abrir la puerta? ¿Para qué? ¿Quiere que se enteren?
- ¡Por los murciélagos, hijo de puta!
Cahrué miró al techo, sólo vio los reflejos de la luz en los trozos de espejo que caían al piso.
José buscó los pantalones bajo la cama, sin dejar de echar vistazos al techo, y apartarse de la cara las sombras encarnadas. El reflejo del espejo roto le iluminaba la cara, pero para él eran sombras sonoras, aleteos. Se sentó en el borde de la cama, se colocó los pantalones, y mirando el cadáver de esa mujer que nunca supo cómo se llamaba, espantó dos murciélagos que se habían empezado a morderla. Se levantó y envolvió el cuerpo con la ropa de cama. La sangre seguía húmeda y el colchón empapado. Mientras anudaba los bordes, recordó al colchonero de Cádiz que hacía y reparaba los colchones de la familia, y cuyo arte desparecería de Cádiz con su muerte, porque el hijo había emigrado a América.
-Don Álvaro, le traigo este colchón, a ver qué puede hacer- dijo en voz alta, sonriendo al imaginar la cara que pondría el hombre al verlo aparecer con ese ejemplar. -Lo traigo desde lejos, porque solamente en usted confío.
Cahrué lo escuchaba delirar, pero no lo interrumpió. Cuando terminó de anudar, levantó el cadáver envuelto en brazos y caminó hacia la puerta. El chico lo detuvo, y verificó que la noche estuviera solitaria. Apagaron las luces, y la luna tampoco iluminaba porque estaba nublado. José iba adelante, cargando el cuerpo que seguía drenando sangre desde la tela hacia la tierra del sendero por el que iban hacia el arroyo que terminaba en el Paraná, a pocos kilómetros de distancia. Aparecieron unos perros, que los siguieron, cebados por el olor. Cahrué los apedreó. Cuando llegaron a la orilla, la corriente estaba casi estancada.
José dijo:
-Tenemos que ir hasta el río, y escaparnos.
El chico fue a buscar un par de caballos de una estancia. Tardó más de una hora en volver. José aguardó encendiendo fuego para espantar a los animales. Vigilando siempre alrededor de los árboles, estuvo atento al aleteo de los murciélagos.
Cahrué volvió montando en uno de los caballos, José puso el cadáver sobre el otro y subió. Cabalgaron toda la noche. Al amanecer, estaban a orillas del río ancho y espléndido, de aguas plateadas. Se acercaron a beber los cuatro, hombres y caballos. El cuerpo se cayó del lomo, y rodó unos metros.
-Parece que también tiene sed- dijo José - o quiere volver al agua. Las mujeres están hechas de agua, por eso cambian tan seguido. Los hombres somos duros como roca.
Empujó el cuerpo con dos patadas, y cayó al río. La corriente pronto lo arrastró.
-En algunos días estará en el Río de la Plata, si es que nadie lo pesca antes.
Espantaron a los caballos para que regresaran solos. Ellos caminarían por la orilla hasta encontrar un pesquero o un bote que los llevara a algún puerto. No tenían ropa ni dinero, pero ya se arreglarían. Si algo había aprendido en la iglesia, era el santo sarcasmo del “Dios proveerá”.
*
Había amanecido prematuramente, y sólo dejó revelar una sonrisa cuando su pensamiento se reía a carcajadas: un sol prematuro, como los gemelos de la india muerta. Levantando la vista al sol, que aún no se hallaba muy alto por sobre la espesura de la selva en la costa este, se preguntó si el sol también estaba muerto hace milenios, quizá millones de años, y lo que el mundo recibía era la luz antigua que permanecía viajando. Había leído que eso sucedía con muy lejanas estrellas, pero con probabilidad estaba extrapolando conceptos en beneficio de una fantasía morbosa para la cual esa mañana era muy afín.
El chico seguía dormido, o por lo menos lo aparentaba. Esa peculiaridad india del disimulo y la desconfianza acentuaban los rasgos de su inteligencia asombrosa. Podría hacer mucho por él, si pudiera. Viajar a España y hacerlo estudiar. Los rasgos aborígenes en Europa no serían un obstáculo, era solamente en América cuando los españoles hacían sobresalir las diferencias étnicas, porque en realidad se sentían abrumados, perdidos e inseguros. Tanto espacio inacabable, tanta riqueza de aguas doradas y verde esmeralda, de animales exóticos y hombres de costumbres incomprensibles, era contra natura. Por más que fuese todo esto manifestaciones de la propia naturaleza, era como si ésta se hubiese rebelado contra la austeridad de Dios. No de la Iglesia a la cual su familia compraba créditos de beneficios celestiales y terrenales desde hacía trescientos años, sino del Dios del Antiguo Testamento. Eso era lo que en parte lo diferenciaba de Manuel, esa sumisión a la costumbre que únicamente creaba monstruos en su interior, que no dejaba salir más que en contadas y desorbitadas explosiones de ira, que muy pocos conocían. Se preguntó si Altea alguna vez lo habría visto de esa manera, si lo hubiera hecho, quizá se hubiese enamorado realmente de su esposo.
Los monstruos y Goya, otra vez. Extrañaba España, a veces, como ahora, mientras, sentado en la orilla cenagosa, miraba la corriente del río, impetuosamente ruidosa, el chillido de pájaros desconocidos, de nombres indiferenciables, la exuberancia de la vegetación cuyo verdor intenso se transformaba en un vaho de podredumbre al correr las horas del día. Sólo durante la mañana el aroma del río era tolerable, aún persistía en su educación elitista y monacal la alcurnia del gusto. Algo que se heredaba con el nacimiento, como las haciendas, pero éstas se perdían, y la alcurnia sólo desaparecía con la muerte. Y como se rebelaba a esta ley como a toda ley que no tuviera la flexibilidad del sentido común, se había esforzado por expresar sus instintos y reflejos, los sentimientos y los gustos del momento: dejó de lado la educación de los buenos hábitos, pero también se fue con ellos el pudor. Miedo nunca tuvo, sin embargo, el pudor, o la vergüenza, más bien la eterna culpa, había comenzado a morirse poco antes de salir de España. Él, estando lejos de la familia, lejos de la cúpula de la Iglesia, en medio del mar, rodeado de hombres diferentes a su clase, ya no sintió culpa de las necesidades. Entonces habló como los otros sin tener que hacerlo a escondidas, e hizo lo que los otros. Golpear cuando quería, arrebatarse cuando lo necesitaba, orinar desde cubierta hacia el agua cada mañana luego de una espléndida borrachera, o masturbarse en su camarote sin ocultar sus gemidos, porque todos los demás lo hacían. Sexo y fuerza bruta, primero, luego el lento y ya sin dolor nuevo aprendizaje de las condiciones necesarias.
Eso era lo que estaba contemplando allí sentado, el río que mantenía todo un hábitat con solamente aquello: las condiciones necesarias. Pero las condiciones del río eran de una exuberancia que recién había visto en sí mismo algún tiempo antes. Los indios lo sabían, estaba en ellos como esencia de su propia naturaleza, los bailes y las ceremonias, la religión que se destacaba por su literal desnudez de arbitrariedades creadas por la filosofía. Los ritos eran la religión, para ellos, y los dioses se manifestaban en esas manifestaciones como en sus cuerpos. Si gritaban sin comprender, era por gusto de los dioses, si degollaban o sacrificaban a alguien sin culpa ni motivo humano, era porque los dioses así lo deseaban. Su cuerpo, su mente, su espíritu eran un todo, y ese todo, una parte mínima del dios de su comprensión. Porque los dejaba tranquilos el comprender que tenían la necesidad de un dios, y como las filosofías occidentales lo proclamaban, esa necesidad era imprescindible. La diferencia era que una vez aceptada, las manifestaciones del dios resultaban fáciles de encontrar. Y todas las cosas de la naturaleza representaban una forma de rito: la manera en que un pájaro construía un nido, o los cortejos previos a la cópula de cualquier animal. El hombre es un animal de costumbres, había dicho Dickens, y él agregaría, mirando la plenitud de la vida del río que actuaba inconmensurable aun dentro de sus mismos límites, que la vida es una sucesión de ritos. Y el más cómodo era Dios, porque siempre se adaptaba a la mediocridad del hombre.
Vio venir un pesquero el río arriba. Dos hombres iban y venían por la cubierta cargando redes, uno o dos perros daban vueltas, ladrando. Fue entonces que José se dio cuenta que los animales jugaban con alguien más. El barco se fue acercando lentamente, y se aproximaba a la costa. En la margen oeste, donde ellos habían dormido, había solamente ese claro. Se preguntó si debían esconderse, y se contestó que no. Fue a despertar al chico, pero éste ya estaba mirando el barco.
-Pediremos que nos lleve a alguna parte, les diremos que nos robaron. - Pero él intuía que a aquellos hombres no les importarían sus motivos. Lo más probable era que fuesen contrabandistas haciéndose pasar por pescadores, el comercio desde el Plata hacia el Iguazú y la triple frontera estaba infestado de ellos después de las restricciones de la guerra.
Se levantaron y comenzaron a llamar agitando los brazos. Los tripulantes se pararon a mirar. Estaban a no más de cincuenta metros. Pudo ver claramente que el pesquero era más grande que los que habitualmente tenían los pobladores del río. Ya no le cabía duda, eran contrabandistas, así que supo que tenía entre manos hombres que podía manejar, y no esa imprecisa sustancia resbaladiza que se solía llamar hombre de bien.
El barco tenía una chimenea, pero no echaba humo, así que comprendió por qué habían dejado las redes y tomado los remos. Una mujer apareció entonces detrás de ellos, acompañada por los perros, que ladraban a los extraños que veían en la orilla. Ella les gritó, brusca, con una expresión inconfundible, que pareció haber renacido en su boca luego de muchos años.
- ¡A callar, follones!
Los hombres se rieron a carcajadas, incluso uno dejó los remos y agarró a la mujer levantándole la pollera. Forcejeando, ella logró librarse y casi lo empuja por la borda. Estaban ebrios. El barco se fue acercando lentamente. La mujer tenía un aspecto bruto, de expresión ofuscada, con el pelo desgreñado y el vestido sucio. Cuando se deshizo del hombre, les ordenó seguir remando. A José le extrañó ese repentino afán por acercarse a dos extraños: un hombre blanco y un chico indígena. Tal vez fuese esa combinación lo que la atrajo, porque era ella sin duda quien mandaba en ese barco pesquero, o en esa pequeña banda de ladrones de río.
Cuando ya no podían avanzar más sin riesgo de encallar, uno de los hombres habló:
- ¿Qué le anda pasando, amigo?
Era provinciano de Corrientes, el acento lo delataba a pesar de la borrachera. No era viejo, pero sí estropeado por los años. El otro era joven, no mucho mayor que Cahrué, de barba oscura, tupida y lleno de vello en los brazos y el pecho. Era el que había intentado agarrar a la mujer. Ella se apoyó en su hombro, esperando la respuesta.
-Buenas, mi compañero y yo estamos perdidos y con hambre. Nos robaron…
Los hombres se miraron, pero sobre todo esperaron una aprobación de la mujer.
- ¿Y qué hacía por el río? -preguntó ella.
-El chico es mi guía, señora, y el barco que nos robaron de mi propiedad. Soy explorador, por llamarme de alguna manera. José Menéndez Iribarne es mi gracia.
La mujer estalló en una risa con mucho sarcasmo.
-Así que esas tenemos…- dijo. -Un tío que viene a la América de turista.
El viejo pareció comprender a su manera, porque dijo:
-Acá se viene a trabajar, señores, no a vivir de nosotros…- Y se plantó en medio de la cubierta, señalando con los brazos extendidos a una multitud inexistente. -Todos ustedes vienen a quitarnos el pan, todos inmigrantes hijos de mala madre…- Estaba tan enojado que casi se cae por la borda. El más joven lo retuvo sin dejar de reírse, y la mujer se dirigió a José:
-No lo tomen a mal…
-Pueden subir, nomás. Los llevaremos a dónde vayan.
-Después de espulgarnos a ver si valemos algo- le murmuró a Cahrué antes de zambullirse para recorrer a nado los pocos metros que los separaban del barco.
No recibieron mucha ayuda para subir, sólo sacaron los remos para que se agarraran y tiraron de ellos. Ya a bordo, ambos parecían dos patos mojados, pero como no llevaban más que pantalones cortos, dijeron que con el sol se secarían rápido. Los hombres comenzaron su labor interrumpida con las redes, la mujer los observaba de manera hosca y ceñuda, las manos en la cintura, pero una de las manos era sólo un muñón. Los perros olfatearon a los extraños, y retrocedieron, gruñendo si intentaban tocarlos.
- ¡Tranquilos!- dijo ella, pero Cahrué caminó hacia uno de los perros, y antes de que pudiera detenerlo ya le estaba acariciando el lomo, y el perro pasando la lengua por los rasguños de la pierna del chico.
-Se ve que es un indio. ¿Y usted, señor, de dónde viene?
-De la madre patria, compatriota, ya me di cuenta de que usted es aragonesa, de las tierras altas, si no me equivoco.
Ella abrió los ojos con desconfianza, luego se rio.
-Así es, pero hace seis años que me vine de allá.
- ¿Y cuál es su gracia?
-Menos pregunta Dios y perdona… ¿No quieren algo de comer usted y el indio?
-En realidad comimos anoche, antes del robo, sólo le agradeceríamos que nos llevara hasta un pueblo para hacer la denuncia en la comisaría.
Esperaba que este plan surgiera su efecto, en ese caso podrían hablar todos más abiertamente. Se dio cuenta de que los hombres giraron las cabezas hacia ellos por un instante, pero disimularon continuando su trabajo de preparar las redes. Ella miró a José sin mostrar ninguna expresión. La cara adusta, de tez oscura, recordaba a las familias aragonesas de antigua cepa que a pesar de haber perdido sus fortunas siglos antes, conservaban en su semblante un orgullo de raza que ni la pobreza ni la enfermedad podían borrar. Eran la terquedad en persona, mantenida a rajatabla con todo lo que fuese necesario, inclusive la violencia. No existían para ellos más leyes que las propias.
-Yo no subí a bordo sino hasta ayer a la tarde, en el puertito unos kilómetros abajo. ¿Muchachos, vieron gente nueva en el río?
-No, Mara, solamente el matrimonio que esperaba el barco a Buenos Aires.
Ella lo golpeó en la cara, con fuerza. El estúpido había delatado un nombre que ella iba a regatear todo el tiempo que creyera necesario.
José tenía muchas preguntas encima: ¿por qué la obedecían tan sumisamente y la llamaban por el nombre de pila si ella había subido menos de un día antes?
- ¿Usted es de aquí, Mara? - preguntó, entonces, en voz alta y clara, seguro de sí mismo luego de la larga noche.
¬Ella se cruzó de brazos, silenciosa por medio minuto, luego gritó:
- ¡Al carajo todos ustedes, debería matarlos como al otro!
Se dio vuelta para meterse en el sucucho que servía de cocina, cuando se dio vuelta y dijo:
-Usted venga, el indio se queda con los perros.
José la siguió, y de pronto sus ojos se enceguecieron, tal era la penumbra que perturbó su vista luego del reflejo plateado del sol sobre el río, al que nunca se había acostumbrado del todo. Se frotó los párpados, y ella lo agarró de una mano y lo encaminó no más de un metro hacia un banquito de mimbre. El aire allí era más fresco, y la piel rasguñada de su espalda sintió un alivio. La mujer se le acercó por detrás para mirar las heridas.
-Estas no son hechas por los golpes de un ladrón…
-Deben ser por las ramas de los árboles en las que nos acostamos…
-Yo diría que son por uñas de mujer, a menos que se haya acostado usted con las fieras anoche…
La mujer se reía mientras iba hacia una despensa empotrada y buscaba una botella y un vaso.
-Sírvase esto que le va a aliviar la sed.
José bebió el vasito de caña, y realmente le hizo bien.
-Ahora me va a decir la verdad. No me creo eso del robo, en esta parte del río nos conocemos todos…
José se acomodó en el banquito desvencijado, que rechinó y crujió sin romperse. No necesitó preguntar las condiciones.
-Y si no, los tiramos por la borda, a nosotros nos da lo mismo…
-Lo imagino…
-Muy bien, caballero español de antigua cepa, si sabe tanto, entonces cante, como dicen los criollos…
-Mi compañero y yo no podemos volver al pueblo, por motivos de fuerza mayor…
- ¿Algún quilombo de mujeres? Usted no tiene pinta de ladrón…
José se encogió de hombros.
-Algo así, un poco más complicado.
-Ya me lo veo a usted metido en un tremendo lio, considerando esas heridas en la espalda, debe haber violado a alguna india, y seguro que le enseñó todo a ese indiecito que lo sigue. Ahora no hay quien lo pare al salvaje, el sexo que practican los blancos se lo aprenden como pervertidos.
José la observó con intensa curiosidad, sus ojos ya se habían habituado a la penumbra, que no era tanta como le parecía al principio. El reflejo de las aguas formaba luces como olas en las paredes de madera de la cabina estrecha y penetrada de olor a pescado.
-Por lo que he visto, usted es la dueña del barco y del grupo…
-Nada de eso, el que manda es el que se sabe imponer, y a esos…- dijo haciendo un movimiento hacia afuera- la cabeza no les da para mucho.
Entonces oyeron uno gruñidos de los perros, y luego chillidos agudos. Se asomaron a la puerta y vieron que el hombre más joven había agarrado a uno de los animales por las patas de atrás, las había atado y ahora lo levantaba con el cuerpo y la cabeza colgando por fuera de borda. El perro chillaba y se sacudía desesperadamente, casi ahogándose cuando el hombre lo sumergía y lo levantaba. El viejo había interrumpido su labor de coser los agujeros en las redes para mirar y se reía. Cahrué estaba atado con una red vieja.
-Esos hijos de puta siempre lo mismo…-dijo ella, saliendo furiosa. Sacudió al muchacho con su única mano, pero como el otro era fuerte y se resistía, ella agarró una madera y lo golpeó en el hombro con que sostenía al perro. Fue suficiente, pero el animal cayó al agua y pronto desapareció en la correntada.
Ella comenzó a moler a palos al muchacho, y el viejo se acercó, pero se detuvo cuando le dirigió la mirada iracunda.
- ¡Bestias, hijos de puta! - Y no se contuvo hasta que el muchacho, en el piso, dejó de protegerse la cara porque tenía un brazo partido en dos. - ¡Eso es lo que ganan! ¡Ahora van a trabajar el doble, rotos y hasta muertos van a trabajar!
Tiró el palo, y mirando alrededor, le dijo a José:
-Suelte al indio, va a tener que ganarse el pan en este barco si no quiere terminar como el perro…
Era ya media mañana. El barco estaba anclado. Los dos hombres se pusieron a trabajar en completo silencio. El viejo miraba hacia la cabina de vez en cuando, con mirada torva, empujando al más joven cuando se quejaba del dolor del brazo, que había entablillado. Cahrué se unió al grupo de pesca sin quejarse, se zambullía para estirar las redes o desengancharlas del casco, luego subía sin ayuda.
En la cabina, ella se había puesto a cocinar el pescado del día anterior, vigilando el hornito y tomándose un trago de caña de tanto en tanto, aprovechando para echar una mirada a los hombres. José se había quedado sentado en la silla de mimbre, como ella le había ordenado. No estaba dispuesto a discutir luego de lo que había visto.
-Esos hijos de mala madre ya nos hicieron perder dos perros en dos días. Son de raza, nos conseguimos cinco hace una semana. Dos se murieron porque los hirieron al atraparlos. Otro se nos escapó ayer porque lo maleaban a palos, y ahora este de hoy.
- ¿Y para qué los usan?
-Para cazar, por supuesto. ¿O se cree que comemos pescado todos los días? Los bajamos a la selva y esos inútiles cazan si los perros encuentran algo.
Cuando la comida estuvo lista, le dio un plato de hojalata. Gritó algo a los hombres, que entraron a buscar su plato cada uno. Cahrué no entró, ni ella había preparado algo para él.
-Dele algo al chico, por favor. Si no queda, le doy mi parte…
Ella lo miró asombrada.
-Se ve que lo quiere mucho, pero no se preocupe, esos resisten muchos días, los conozco mucho más que usted, no tenga dudas.
Se sentó frente a él a comer su parte con las manos.
-Bueno, y ahora cuénteme que hacía usted en ese pueblito.
-Llegamos con mi hermano y mi cuñada. Ellos como una especie de misioneros, armaron una escuela y enseñaban materias básicas. Yo hacía comercio por la zona, pero sobre todo con conocidos en Buenos Aires. Así nos manteníamos.
Ella dejó el plato vacío en el suelo y fue a buscar la botella de caña. Ya estaba ebria, y echando otro trago con el ceño fruncido y la mirada otra vez desconfiada, preguntó:
- ¿Me está hablando de un matrimonio español, muy engreídos los dos? ¿Él callado y ella fría como un témpano?
Como José no contestó, asumió que eran los mismos.
-Estuvieron casi dos semanas esperando el barco a Buenos Aires. Yo estaba con un tipo con el que cuidaba el embarcadero, a cinco kilómetros río abajo. Una noche…bueno…nos emborrachamos los dos, más de lo de siempre, ya casi no me acuerdo qué pasó antes o después. Nos divertimos de lo lindo al principio, después él empezó a golpearme, y yo no me quedé quieta, como ya habrá visto. Esa noche dormimos ahí, y ellos afuera, supongo, porque a la mañana no estaban. Me levanté y todo estaba hecho un desastre. Mi compañero, el tipo con el que vivía hace dieciocho años, estaba tirado en el piso, con la cabeza rota. Yo tenía la sartén todavía al lado mío cuando me desperté.
Comenzó a reírse y no paró hasta que carraspeó y tosió. Se limpió la garganta con más aguardiente.
-Dejé todo como estaba y salí a la playa. Ese día tenían que venir éstos a hacer las entregas, así que me subí. El perro del que le hablé se escapó tirándose al agua y nadando hasta la orilla. Cuando me subí a bordo y nos alejábamos, vi a su familia recostada junto a una roca, y el perro se les había juntado.
José escuchó en silencio, viendo cómo paulatinamente ella iba adormeciéndose por efecto del alcohol, la comida y el sopor de la tarde que comenzaba. La botella vacía se le cayó al piso. Se levantó y apoyó su única mano en la superficie del horno que ya estaba enfriándose. Era alta y le costaba mantener el equilibrio. Con los párpados algo caídos, caminó hacia un jergón que José no había visto en la penumbra. Ella se dejó caer y pareció dormirse.
Él se asomó afuera. Los hombres dormían la siesta. Cahrué seguía sentado acariciando al único perro que quedaba. Agarró los restos del pescado y se los llevó al chico.
- ¿Qué vamos a hacer?
-Todavía nada, necesitamos que nos lleven a algún pueblo.
Volvió a meterse en la cabina, y se sentó en el jergón, mientras la contemplaba serena y tranquila, sin aquella constante actitud defensiva que la afeaba. Pensó en el hecho de que por poco tiempo no se cruzara con Manuel y Altea, ya los creía de viaje a Buenos Aires, aguardando el regreso a Cádiz. Pero todavía continuaban en el litoral, entre ríos tan distintos a los de España. Ambos habían querido escapar buscando algo diferente, y allí estaban, atrapados por una naturaleza que parecía penetrarlos hasta hacerlos ensoberbecer sus almas quietas y subyugadas por la culpa. Habían cambiado los ancestrales muros de piedra de España por la cárcel americana de la vegetación insondable y los ríos que despedían vahos de podredumbre y hastío. De la sequedad extrema a la humedad insoportable. Cuál de las dos haría que sus cuerpos se convirtieran en esqueletos más pronto, aún estaba por verse.
Estaban a mediados de diciembre. Debían ser las dos de la tarde. Una hora donde los hombres se ponen de acuerdo en el silencio absoluto. Sólo las cosas suenan: un reloj, el carro arrastrado por un caballo, el ladrido de un perro, pero esos eran sucesos de una ciudad. Allí, en cambio, el fluir de las aguas era constante hasta que los oídos dejaban de percibirlo, y únicamente los gritos de los pájaros, casi siempre inidentificables para su educación urbana, interrumpían el silencio, y por eso mismo, acrecentándolo. Hasta Cahrué se había adormecido, los hombres roncaban, sin darse cuenta nadie de que algunas aves se asentaban en la borda y picoteaban los viejos restos de pescados.
Sólo él estaba despierto, contemplando cómo la mujer dormía. Se acercó más a ella, dejó que el aliento de su respiración le tocara la cara, oliendo ese aroma a aguardiente que brotaba de la ropa. Vio las formas de sus pechos, abundantes bajo el vestido, sin corpiño siquiera. Con una sola mano, desató los nudos lentamente, sin dejar de mirar su rostro, para adivinar si se daba cuenta y lo dejaba hacer, o de pronto saltaría como una furia para golpearlo. Nada de esto sucedió. Parecía dormida, y eso era suficiente para él. Metió la mano por el escote abierto y acarició los pechos, suavemente, con las puntas de los dedos, luego los pezones, sin dejar de mirarla a la cara. Sostuvo un seno con la mano abierta, haciendo una leve presión, luego con el otro hizo lo mismo. La cara de ella ya no lucía como quien duerme, sino la de quien tiene simplemente los ojos cerrados. Era claro para José que le estaba permitiendo todo aquello, pero hasta qué punto no lo sabía, por eso no apartaba la mirada de su rostro.
Su mano derecha bajó del pecho hacia el abdomen, acariciando la piel en lentos círculos en espiral que descendían hacia el pubis. El vestido era una simple prenda que se anudaba por delante, así que cuando lo abrió del todo, pudo ver su desnudez completa, sudada y maloliente, es verdad, pero hasta el punto exacto para sentirse excitado. No le agradaba la extrema pulcritud inodora, porque no parecía humana. El olor de los cosméticos mezclado con el sudor que había sentido en las putas de Cádiz, o el olor a especias y barro en las indias, o este aroma que ahora sentía en Mara, una mezcla de aguardiente y río, lo excitaban sin ninguna duda.
Su mano fue bajando hasta encontrar el sexo de Mara, húmedo, y entonces ella dio un respingo muy leve, sin abrir los ojos, y emitió un suspiro como de quien sueña. “Oh Dios de las putas”, rezó José, sonriendo, “cómo te gusta esto, querida mía”. Y metiendo sus dedos en la vagina de Mara, ella encogió las piernas levemente, suspirando. Entonces José se sacó los pantalones y se acostó encima de ella, al principio sin tocarla con el cuerpo, sujetándose en el jergón con las rodillas y una mano, mientras con la otra seguía acariciándola. Cuando la penetró, ella abrió los ojos, apenas, sin mirarlo, para no interrumpir el goce ni la concentración. Ella sabía que él estaba atento a sus reacciones, y no quería asustarlo, sino que continuase, que siguiese, que no interrumpiera aquel acto que extrañaba no por sí mismo, sino por la manera en que se estaba realizando.
El jergón crujió, y la sombra de la tarde se fue metiendo en la cabina. José sabía que alguien miraba desde la puerta, cuál de los tres hombres, no le interesaba. Ella no gritaba, ni él lo hacía, sólo fueron gemidos no más fuertes que el ruido constante de la corriente. Y cuando sabían ambos que estaban por acabar, él la sujetó de ambos lados de la cabeza y comenzó a besarla mientras le mordía los labios, luego la garganta y los pechos, eyaculando y sintiendo que el cuerpo de Mara se estremecía en escalofríos de éxtasis.
Se quedaron quietos, en silencio, y él se dio vuelta. Cahrué estaba parado en la puerta, con los ojos llorosos.
- ¿Va a dejarme, no es cierto? - dijo con la más clara congoja que viera alguna vez. No esperó respuesta. Volvió a la cubierta, donde los otros seguían dormidos.
Mara puso una mano sobre un hombro de José, el muñón de la otra sobre la espalda. Intentó abrazarlo de esa manera, sin decir nada, con una mirada de indefensión que pareció volver a su rostro luego de permanecer reprimida por incontables años. Era una mirada que la beneficiaba, hasta casi otorgarle una extraña belleza a su rostro curtido. Por eso intentó ocultarla abrazándolo, para que él no alcanzase a verla así, indefensa y vulnerable, por más tiempo. Eso se había acabado, hasta que ella lo decidiera, como lo había hecho esta vez.
Había percibido el olor de ese hombre, un aroma antiguo y acre, había sentido la aspereza de su piel aún antes de tocarlo, con simplemente mirarlo, y ese olor la había invadido durante la tarde, y por eso había bebido más de lo habitual, para adormecer su furia, para que sus recelos se apartaran durante un buen rato, para que su cuerpo fuese suyo y no del eterno resentimiento. Ahora éste volvía, y la aspereza del hombre ya no le gustaba del todo, y necesitó apartarse.
Durante el resto de la tarde no se hablaron, apenas se dignaron mirarse a los ojos. Los hombres levantaron las redes de poca pesca. El más joven la miraba porque la veía callada y no le gritaba ni a él ni al viejo. Era evidente lo que había pasado entre ella y el extraño, y pronto, quizá esa misma noche, se cobraría las cuentas. Esa hembra era suya. Si de vez en cuando la compartía con el viejo, era como una limosna, porque él quería, y lo divertía ver los esfuerzos del viejo. Pero esta noche…, pensaba, mientras levantaba las redes y las volcaba sobre la cubierta, pateando los peces que agonizaban, a veces aplastándolos de rabia. Ella lo dejaba hacer porque sabía lo que rumiaba, el viejo también, porque no había dormido durante la tarde, sino oído lo que pasaba en la cabina.
Y fue así como el sol se ocultó tras la espesura del oeste, ocultando en una fría sombra al barco. José se sentó en el jergón, viéndola cocinar los restos de un armadillo que había cazado Cahrué esa tarde. No se hablaban, pero había una especie de comunicación silenciosa, un acuerdo tácito de mutua comprensión que ninguno se atrevía a mencionar por el miedo que sentían de romperlo.
Ella decidió que comerían todos juntos en la cubierta, y aunque a regañadientes, aceptó también al Cahrué porque gracias a él tenían esa cena. Hizo preparar una mesa con dos caballetes y una tabla larga. Le dijo al viejo que trajera el vino que guardaba en su cubículo, bajo la cama. El otro la miró con ingenuidad, pero pronto una risa de complicidad le inundó la cara, como un chico descubierto. Por un momento, todos olvidaron resquemores, furias y venganzas. Comieron los cinco alrededor de la mesa, ella escarbando la carne en el caparazón con un cuchillo, el viejo con un cortaplumas que había comprado en Santa Fe, el joven con un puñal arrancado a un indio que había matado. Miraron a Cahrué, pero éste comía con las manos, y no levantó la vista. El perro estaba acostado bajo la mesa.
Mara y José se miraban de vez en cuando, y el hombre joven pescaba esas miradas y se las tragaba como veneno. El viejo hacía pasar la bota de vino y lamentaba que esa misma noche se acabara. La noche estaba estrellada, y de vez en cuando se vislumbraba la luz de alguna fogata entre los árboles. José se preguntaba si los estarían buscando la gente del pueblo, no estaba muy seguro de que extrañaran a la india, y si no fuera por la sangre que había dejado, tal vez pensaran que se había ido con ellos. Pero ya no había vuelta atrás. Miró a Cahrué, que esquivaba hablarle, y pensó en lo que había dicho esa tarde. Pero tal ensimismamiento se interrumpió de pronto por el golpe del puñal del hombre joven sobre la mesa. Había quedado clavado a menos de un centímetro de la mano izquierda de José. El hombre se había parado tirando el banco de madera al piso, y sin sacar la mano del mango del cuchillo, dijo:
- ¡Ya me cansé, carajo! ¡A mí nadie me quita la hembra!
Arrancó el puñal y se tiró contra José. Ambos cayeron y empezaron a pelear. Mara empujó la mesa y trató de separarlos, pero sabía que era inútil. José estaba debajo del otro, resistiendo la mano que intentaba clavarle el puñal, pero no aguantaría mucho. Iba a morir, estaba segura, no era un hombre de río. Entonces agarró el cuchillo que había usado para el armadillo, y acercándose a los que peleaban lo clavó en un costado del hombre joven.
- ¡Hijo! - escucharon decir al viejo, pero viendo los ojos de Mara, no se atrevió a acercarse. Cahrué no se había levantado, solamente retenía al perro.
El hombre joven cayó junto a José, con las manos en el cuchillo que le había quedado clavado, se lo arrancó y la sangre comenzó a fluir, esparciéndose por la cubierta hasta llegar a donde estaba el animal, que comenzó a lamerla. Cahrué lo dejó hacer, mientras todos contemplaban la forma en que el hombre moría. No fue mucho tiempo, sólo los minutos necesarios para verlo gritar y lamentarse, para insultarlos a todos y sobre todo a Mara. La llamó puta. La llamó bruja.
Ella no se movió al escucharse llamar ramera, pero cuando oyó la otra palabra, miró a los otros hombres, como si de pronto alguien revelase lo que nunca había querido que se supiera. Una vergüenza que no se debía ni al sexo, ni a sus borracheras, ni a ser ladrona, ni incluso al asesinato, sino a algo que ni ella comprendía. Una marca que llevaba del lado interno de su frente, y que ella leía cada vez que cerraba los ojos.
José y Cahrué levantaron el cuerpo y lo arrojaron al río. El viejo se permitió un par de lágrimas, con las manos aferradas a la baranda, viendo desaparecen el cuerpo río abajo. Luego agarró la bota de vino y la apretó contra el cuerpo, mirando a todos como si fuesen a robársela. Se tiró al piso y se puso a beber lo poco que quedaba.
Mara se acercó a José, con la mano izquierda lo sujetó del pelo, luego de la barba, le recorrió el pecho y metió la mano en sus pantalones, frotándolo, excitándolo. Caminaron hacia la cabina y el jergón. Ya no necesitaron callarse esa noche.
Cahrué se tiró al agua y pasó la noche en la orilla, tapándose los oídos. El viejo comenzó a cantar, borracho, lenta y torpemente, y agotándose su repertorio, se quedó dormido con la bota de vino, vacía, apretada contra el pecho. El perro continuó lamiendo la sangre hasta que se secó, y aun así siguió rascando la madera con los dientes y las patas, obsesivo y hambriento.
*
Ambos estaban desnudos en el jergón. No tenían frío, a pesar de la brisa del río que entraba por la abertura que no tenía puerta. Ya no necesitaban ni siquiera vestirse ahora, nadie vendría a molestarlos. José estaba acostado con las manos en la nuca, mirando al techo de la cabina, fumando el último cigarrillo que el muerto le había dado a Mara. Ella los sacó de entre los bolsillos de su vestido que estaba tirado en el piso, volvió a acostarse a su lado, y se lo encendió. Él la contempló desnuda mientras se levantaba, buscaba entre las ropas, volvía a sentarse en el jergón buscando hacer chispa en el suelo. Entonces el humo pareció nacer desde la cabeza de Mara, de sus cabellos más precisamente, y de negros que eran, parecieron convertirse en oro, y los reflejos de la luz de la luna, tenues, daban la impresión de que movían los cabellos, mientras el humo formaba una especie de planos o dimensiones en torno a Mara. Una rápida asociación se disolvió en cuanto se dio cuenta de lo absurda que era: había pensado en los cabellos de Medusa. Tal vez, en cuanto ella se diera vuelta y la mirara a los ojos…
Ella se acostó a su lado, y le entregó el cigarrillo con una sonrisa. Su cuerpo era esbelto, de pechos grandes y caderas anchas. Era todo un espectáculo observarla caminar desnuda esos pocos metros, verla tirarse en la cama, observar sus senos moviéndose casi con alegría. Él lo aceptó, sabiendo de quién venía, y dejó que ella recostara su cabeza sobre su pecho, mientras lo acariciaba sin poder apartar las manos del sexo de José, a veces frotándolo, otras simplemente dejando su mano apoyada, y otras sujetándolo como si se agarrara al mástil de la barcaza en la que iban. Ella así lo dijo, riéndose, y él le preguntó:
- ¿Hace mucho que no tenías hombre? - Y echó una mirada hacia la puerta, que conducía hacia la cubierta y hacia el río que se había llevado al muerto.
- ¿Ése? La mitad del tiempo estaba borracho y no podía…Es que se emborrachaba justo cuando nos acostábamos, era como si me tuviera miedo y necesitara envalentonarse con el vino o la caña…y al final por eso mismo no podía…entonces se enfurecía, y después de un rato de putear, se quedaba dormido.
-Puede ser que te tuviera miedo, te he visto defenderte…
Mara escupió una carcajada corta y cínica.
-Eso cuando quiero, ya has visto lo contrario…
Él asintió. Hicieron el amor una vez más. El grito más agudo de Mara pareció expandirse por el río. Es muy probable que Cahrué lo escuchara porque un chillido de ave nocturna pareció responder, y la voz de ese pájaro era tan aguda como la que solía hacer el chico cuando iba de caza. José lo oyó mientras sentía que pronto iba a acabar, y pensó en Cahrué mientras lo hacía, no en ella. Pensó en Manuel, y fue como estarlo escuchando mientras hacía el amor con Altea, esta vez sí como un macho cabrío, no en la forma del tímido aspirante a seminarista fracasado. De algún modo incierto, y sin motivo, se sintió contento, y más que satisfecho, eyaculó dentro de Mara, agarrándola del cabello y sacudiéndola hasta obligarla beber el semen que aún fluía de su sexo. Y ella, tan ofuscada siempre, tan furiosa como la había conocido desde que pisaron la cubierta, era ahora una especie de arpía que disfrutaba con la fuerza a la que era sometida, como si hubiese, por fin, encontrado al hombre con el que podía compararse sin miedo a desilusión alguna.
El jergón rechinó cuando volvieron a acostarse, uno junto al otro, esta vez sin tocarse. Ya no volverían a hacer el amor esa noche, por eso hablaron, y fue ella quien empezó. Fumaba el resto del cigarrillo, que lentamente fue agotándose hasta que no quedaba más que un pitillo que no podía sujetar, y lo tiró al suelo.
- ¿Fumás pipa?
-No, ¿por qué?
-Por nada, me imaginé que un caballero español como vos tendría esa costumbre.
José se irguió y apoyó el codo en el colchón y su cabeza en el puño, mirándola con interrogación, mientras le pasaba la yema de un dedo por los pezones.
- ¿Hace cuánto tiempo llegaste de España? No se te nota ningún acento, sólo cuando te enojas te sale de adentro ese temperamento…
Mara rio, esta vez con una extraña limpieza de intenciones en ella.
-Hace dieciocho o veinte años, ya no me acuerdo bien, pasé por tantas cosas…Tenía doce años, de eso de me acuerdo bien, porque perdí mi virginidad entonces…
Se detuvo, lo miró de reojo, como pensando si debía continuar.
-Vivía con mis padres y ocho hermanos varones en el campo, a media distancia entre las montañas y un pueblo chico que se llama Luna. Teníamos poca tierra y poco ganado, ovejas y cabras. Mis hermanos ayudaban en todo desde que eran muy chicos. Yo era la última, mi hermano mayor tenía casi diez años más. Empecé a trabajar desde niña, al principio en el ordeñe porque no tenía fuerzas, pero después también en la esquila, y en cualquier cosa que se presentara cuando mis hermanos se fueron casando y yéndose a otros pueblos. Quedamos cinco cuando yo tenía doce años. Uno de ellos se llamaba Roberto. Tenía diecisiete, creo, más o menos, y se empezó a obsesionar conmigo. Ya sabés cómo es el asunto cuando se es la única mujer entre varios varones, unos te protegen, a otros no les importás, y siempre alguno nos mira con deseo. No se puede evitar, es así. Yo sabía que mis hermanos tenían la costumbre de ir a Luna una vez por mes a pasarse una noche completa en el putero. Se sacaban las ganas y volvían a trabajar en el campo, ya sin ganas más que de dormir para levantarse temprano al día siguiente y seguir trabajando. Yo los veía volver medio borrachos en la madrugada, y se pasaban todo el domingo durmiendo. Mis padres los dejaban tranquilos, y mi vieja entonces me acariciaba la cabeza, suspirando como si estuviese viendo a una santa de la iglesia. “Pobre niña de mis ojos”, decía…
Mara se rio con amargura.
-Pobre vieja, le diría ahora…si hubieras sabido. Pero yo siempre creí que ella lo esperaba todos de mis hermanos, y hasta se habría sorprendido de que no hubiera pasado antes. La cuestión es que Roberto era medio cerrado, hosco, y pocas veces acompañaba a los otros. Cuando yo tenía doce, él había quedado como cabeza de familia, porque los mayores se habían ido y mi padre estaba en un hospital de Aragón desde hacía tres meses. No iba a salir de ahí nunca más. Roberto se veía saturado de trabajo y responsabilidades. Mi vieja lo agobiaba en lugar de ayudarlo. Ahora que lo pienso, tampoco era para tanto, no pasábamos hambre y siempre había algo que hacer para ganar dinero, pero él se sentía, creo, demasiado responsable de lo que nos pasaba. Si alguien se quejaba, sobre todo los más chicos, o provocaban problemas, él se enojaba y los golpeaba. A mí empezó por negarme la salida al pueblo, sólo debía trabajar con ellos, y me hizo acompañarlo todo el día para vigilarme. Tenía miedo de que algún tipo me dejara embarazada, y zas, otro problema para él. Yo trataba de deshacerme de su vigilancia, pero mientras más me rebelaba él más se obsesionaba. Una vez, en la mesa, mi vieja notó el silencio entre él y yo. Suspiró como siempre lo hacía ante lo inevitable, y se quedó callada. A la tarde misma de ese día, Roberto levantaba fardos de heno y me los acercaba para que yo los atara. Estaba con el torso desnudo, por supuesto, y era apuesto, lo reconozco. Un hombre, ya esa edad, de pecho ancho y vello espeso, tez oscura y barba mal afeitada en una cara cuadrada y de perfil mediterráneo. Yo tenía doce años, más flaca que ahora, por supuesto, pero ya me había desarrollado. Tenía tetas firmes que se me notaban con la transpiración, y sobre todo sé que lo excitaba ese olor que hasta a mí me agobiaba en los días previos a mi sangrado. Un olor acre que no podía quitarme de encima, lo mismo que la mirada de mi hermano.
- ¿Te violó? - preguntó José, que no ocultó su propia excitación, pero Mara no se dio cuenta esta vez.
- ¿Violarme? Muchas veces me puse a pensar en eso durante los años siguientes. Primero me dije que no, después, ante tantos problemas que aparecieron, le eché la culpa de todo, pero ya muchos años más tarde, volví a decirme que no.
- ¿Entonces…?
-Fue simplemente eso, algo que él ni yo pudimos evitar. Sé cuánto sufría, lo veía en sus ojos, y fue entonces cuando empezó a enfermarse del ojo izquierdo. Decía que no veía bien de vez en cuando, y solía culparme de haberlo golpeado mientras forcejeábamos. Porque yo traté de detenerlo, sabía que estaba mal lo que hacíamos. Estábamos en pleno campo, bajo el sol de media tarde, sudorosos, pero terriblemente excitados. Dios mío, me dije, cuando lo vi acercarse medio desnudo, y cuando me apretó contra el suelo, reteniéndome las manos y abriéndome las piernas con sus rodillas. El sol de pronto desapareció, él lo cubría con su cuerpo, y me daba una sombra de alivio, una especie de fresco por el cual me vi agradecida. Entonces sentí que me penetraba. Me dolió, y mucho, por eso forcejeamos cuando pude liberar una mano, golpeándole la cara, pero por supuesto que no tenía fuerza para hacerle daño. Después sentí que me desmayaba, pero no fue así, solamente unos mareos como si me hubieran levantado por el aire para caer al suelo otra vez muy rápido. Algo había quedado dentro de mí, algo de Roberto, de ese hombre que era mi hermano, pero que finalmente era un hombre más, simplemente eso.
Mara se levantó para buscar otro cigarrillo. Buscó en toda la cabina y no encontró nada. Salió desnuda, José la vio bajo la luz de la luna sobre la cubierta, yendo hacia el viejo dormido, rebuscar en sus bolsillos, y regresar con una bolsita de tabaco. Su cuerpo se dibujó en la claridad lunar con contornos fijos, como si la luna misma la hubiera dibujado. Volvió a acostarse, apoyando la espalda en la pared y armando unos cigarrillos con papel de diario. José los probó por primera vez en su vida, y no tenían mal sabor.
-No dije nada a nadie. Un mes después supe que estaba embarazada. Mi vieja se dio cuenta, pero no me preguntó quién había sido. Lo imaginaba, pero no podía hacer nada. Roberto era el jefe de familia ahora que mi viejo había muerto en el hospital. Como no teníamos dinero para pagar el traslado desde el hospital al cementerio, lo llevaron los empleados municipales y lo dejaron en una fosa común. Roberto sufrió por todo eso, por no poder ir a despedirlo, por no enterrarlo dignamente, por no darle siquiera flores. Hizo trabajos extras, lo vimos volver cansado a la una de la madrugada para levantarse a la cuatro y volver a salir. Tres meses después viajó a la capital para pagar la exhumación y enterrarlo en una tumba del cementerio municipal. Volvió cabizbajo, con el ojo izquierdo que le dolía más que nunca, porque no habían podido encontrar el cuerpo de nuestro viejo, mezclado en medio de toda la podredumbre. Mamá lo hizo acostarse, poniéndole empasto sobre el ojo. Yo ya tenía casi cinco meses de embarazo. Me acercaba a él, sin reproches, y lo acariciaba como si fuese mi padre, del que nunca pude despedirme. La familia estaba mal. Roberto no podía trabajar ni la mitad del tiempo, sólo por la mañana o cuando caía el sol más intenso de la tarde. Mis otros hermanos me culpaban de ser una puta, y mi vieja empezó a enflaquecer de tanta malasangre que se hacía. Las vecinas más cercanas se enteraron, y un día hostigaron a mamá para obligarme a abortar. Yo estaba sentada en medio, con la cabeza baja, mientras ellas discutían. Unas decían que ya era tarde, otras que no importaba, decían que la Sottocorno había terminado embarazos de casi siete meses sin riego ninguno para la madre. ¿Las operaba?, preguntaba alguna. No, para nada, contestaba otra, el niño se deshace adentro, y se expulsa como si una tuviera de nuevo la menstruación. Entonces las voces se hacían menos airadas, más sombrías y secretas, acorde con el paso de la sombra de la tarde a la penumbra sutil del atardecer inminente, que sin embargo aún no era demasiado evidente afuera. Solo en la casa las mujeres comenzaron a murmurar entre ellas, tratando de que yo no escuchara, pero ellas no sabían que mi audición siempre fue muy sensible. Sottocorno era una bruja, la había visto ir y volver de los aquelarres en las montañas ciertas noches del año, llevando bolsas con niños y regresando sin ellas, muy temprano en las madrugadas, mientras se veía una columna de humo en algún lugar de la ladera de la montaña. Un día la habían molido a palos la gente del pueblo. La dejaron tirada en medio del campo, con las piernas quebradas. Al día siguiente, la vieron caminar con dos serpientes enroscadas en las piernas rotas, que le sirvieron de sostén mientras se curaban. Mi madre estuvo de acuerdo, el siguiente sábado me llevarían a verla.
Mara se iba a levantar otra vez, pero se quedó sentada mirando hacia la pared. Tenía el pelo oscuro todo desordenado y enredado, olía a sucio, pero a José no le importaba. Dándole tiempo para recuperarse, a esa mujer que parecía ser un torbellino de acciones irreprimibles, una mujer de fuerzas impensables, observó su espalda, recta, de piel bronceada por la vida en el río, de músculos firmes que descendían desde la nuca cubierta de vello suave y oscuro hacia la cintura y los glúteos, que pudo contemplar al levantarse ella y caminar hacia la puerta. Todavía no había amanecido, la luna, sin embargo, había menguado. Ella apoyó un hombro sobre el marco derecho, con los brazos cruzados sobre el pecho. Le daba la espalda, así que no sabía qué expresión tenía ella en el rostro, pero imaginaba lo que debía estar pensando: si era necesario contarle todo eso a él, a quien no conocía más de un día, pero por el cual había matado a un hombre.
-Aunque las mujeres sean más fuertes que los hombres, siempre terminan entregando las armas-dijo José, sabiendo que de ese modo ofendía el orgullo de Mara.
Ella se dio vuelta, con la mirada llena de curiosidad, y tal vez fue esa frase la que la convenció. El silencio de un hombre la habría convencido de su imbecilidad, y por lo tanto no merecedor de la verdad. En cambio, él la había desafiado. Volvió a la cama, sentándose frente a él, mirándolo a la cara para contarle lo que a muy pocos había dicho.
-Era italiana, la vieja bruja. Porque eso era, una puta bruja que tenía más años que los que aparentaba. Nadie sabía cuándo había llegado, por lo menos no con precisión. Todavía tenía el acento de un dialecto que hacía muy fina su pronunciación. Una se quedaba extasiada oyéndola hablar, aunque no se entendiera nada. La fascinación estaba en sus manos, en los gestos que hacía. Cuando llegué con mi madre y otra vecina, entramos a la casa de adobe, antiguo, pero de paredes limpias a pesar del piso de tierra. No tenía más muebles que un armario contra la pared del fondo, del que parecía sacar, inagotablemente, todo lo que necesitara, porque la vimos varias veces ir y venir trayendo tazas y jarras para darnos algo de beber, y luego telas y vasijas con las que parecía preparar algo para mí. Había sillas para sentarnos las cuatro, pero cuando entré no las había visto. Las cosas del interior parecían aparecer cuando se las necesitaba y luego desaparecían otra vez, como si esa casa fuera la mente consciente de cada uno de nosotros. ¿Me entendés lo que quiero decir?
José asentía. Mara lo contemplaba a los ojos, juzgando a cada minuto los pensamientos del hombre a quien se entregaba. Le temía, pero confiaba, porque eran seres del mismo espectro, eso ya lo sabía.
-“Marietta”- dijo la vecina que la conocía mejor, y que era una especie de mensajera entre la bruja y la gente común, alguien que atenuaba los temores supersticiosos del pueblo. “Ya sabes a lo que hemos venido, esta niña necesita tu ayuda”. La vieja me miró directamente por primera vez. Tenía una mirada a veces clara, a veces oscura, desconcertante al principio para mí, pero me di cuenta de que la luz del sol de la tarde de ese sábado era parecida a la del día que mi hermano y yo estuvimos juntos, y esa casa era también un refugio de sombra, como el cuerpo de Roberto. En lugar de un torso varonil que jugaba con los colores del campo, eran los ojos y la cara de la vieja que se burlaba de las apariencias del mundo. Se levantó de la silla y caminó hacia mí. Yo bajé la vista, como queriendo ver sus piernas rodeadas de serpientes.
- ¡Qué niña inocente! ¿No te diste cuenta de que eran todos cuentos para que la vieja se ganara la vida? - dijo José
-No conocés a las mujeres…-dijo Mara.
-Créeme que las conozco…-contestó él, tocando a Mara.
-Conocer conchas no es conocer a las mujeres, eso será para los frailes reprimidos. Eran cuentos cuando a ella le convenía, porque varias veces intentaron echarla, pero nunca pudieron, porque esos cuentos provocaban miedo como los provoca la verdad. Se me acercó y me dijo que levantara la vista hacia ella. Con su mano me forzó hacerlo agarrándome del mentón. Yo temblaba. Tenía ya una panza que se notaba mucho, y pensé que ella me haría escupir al bebé, o vomitarlo, qué sé yo. Tenés razón que era una nena, todavía, pero en el sentido que me creía los cuentos falsos inventados por las viejas del pueblo. Para conocer la verdad, hace falta ser una mujer, y fue en eso en lo que me convertí ese día. La vieja apoyó una mano sobre mi cabeza y comencé a escuchar un bullicio de pájaros, luego un griterío de chillidos que se convirtió en un estruendo que azotaba la casa como un viento. Miré a todos lados, mi madre y la otra mujer seguían sentadas, sin darse cuenta de todo aquel escándalo. Quise levantarme, pero la vieja me retenía con la palma de su mano sobre la cabeza, como si hiciera toda su fuerza, sin conmover su expresión más que cerrando los ojos, como si pensara. Luego escuché ladridos de perros histéricos y alborotados, que no paraban aun cuando yo gritaba para que las mujeres en esa habitación me escucharan. Las miraba, pero de nada se daban cuenta. Habría querido levantarme y golpearlas, incluso a mi madre, por dejarme en medio de esas furias, porque de ellas provenían los ruidos: de las famosas Furias del infierno. Hablaban con esos ladridos, eran perras que ahora estaban frente a mí, alrededor de la vieja, acusándome de puta y reclamando el castigo para mi hermano. Yo les gritaba con todas mis fuerzas. ¡No! ¡No!, y les rogaba que me perdonaran la vida. Pero ellas gritaban en ladridos furibundos, y afuera, el aleteo de las aves azotaba el techo y las paredes, y comencé a ver cómo el techo de madera se combaba con el peso de los pájaros.
Mara estaba agitada. Por primera vez desde que se había acostado, buscó una botella de aguardiente y tomó lo que quedaba, hasta dejarla vacía. La dejó caer al costado de la cama. José la miraba sin decir nada.
- ¿Qué? ¿Te parece mal?
-Solo me decía que, si no supiera que eras una nena de doce años, habría pensado que era todo un delirium tremens.
-Más vale que te calles la boca si vas a seguir diciendo estupideces.
Ella era capaz de darle un botellazo en la cabeza, José lo sabía, y por más que su intención fuese poner un poco de humor en todo ese delirio, decidió sólo escuchar, por ahora, porque a veces era lo mejor que puede hacer un hombre con una mujer.
-Entonces ya no aguanté más, y en lugar de gritar, porque en realidad ninguna voz salía de mi garganta, moví los brazos y las piernas, y sentí que me elevaban por sobre el suelo. Olí un insoportable olor a excrementos, y me vi de pronto en el techo, con las otras aves, junto al agujero por el que yo había salido. Abajo estaban las tres mujeres, sentadas, como conversando sin notar nada raro. Pero los perros ladraban enfurecidos alrededor de ellas, dando vueltas y mirando hacia el techo, desde donde yo me burlaba. No sé cuánto duró todo eso, pero de pronto todos los pájaros levantaron vuelo, y yo no pude. Quise seguirlos, pero mi cuerpo no podía. Estaba como atada sin sogas a ese techo, condenada a un lugar intermedio entre la casa en el pueblo, y el cielo, tal vez. Escuché que la vieja me decía, sin sacar su mano de mi cabeza, “todavía no es tiempo”. Y me desperté, aunque no había dormido. Estaba en la silla, junto a las otras. La bruja dijo algo en su dialecto, y ya no le entendí. La otra mujer tradujo: “La niña es una de nosotras, una Aranguren…”. Mi madre tartamudeó algo, dijo que mi padre le había contado que su madre tenía fama de curandera, pero nunca les había llamado la atención, cientos de mujeres en los pueblos de cualquier parte han hecho siempre lo mismo. No dijo, ni sabía más, en realidad. Mi padre había muerto, y yo debería tener a ese bebé. De alguna manera, no me molestaba. A nadie culpaba más que al sol y la lujuria. Mi panza crecía, los movimientos del feto me estremecían sin aterrarme.
Mara buscó bajo el jergón. Encontró una botella todavía un cuarto llena.
- ¿Cuándo empezaste a beber?- preguntó José.
-Esa es otra historia, hidalgo caballero.
Él se levantó, algo hastiado del siempre oportuno sarcasmo de ella, y salió a cubierta. Orinó lenta y parsimoniosamente hacia el río, mientras escuchaba el cristalino ruido del chorro sobre el agua, tratando de atisbar el cuerpo de Cahrué en la orilla, y preguntándose por el lenguaje casi culto que Mara tomaba en algunos momentos. Volvió a jergón. Ella había terminado la botella.
- ¿Y qué pasaba, mientras, en la mente de Roberto?
-Sufría, ¿qué más? El ojo se le fue curando, pero la culpa lo estaba matando. Me veía y se laceraba internamente, veía la mirada de mi madre, piadosa siempre, y se sentía aún más culpable. Trabajaba día y noche, no dormía más que tres horas, y aun así lo escuchábamos dar vueltas en la cama y despertarse gritando. Cuando yo tenía casi ocho meses de embarazo, nos enteramos por las vecinas que había estado yendo a la iglesia todos los días, por lo menos una hora, entre trabajo y trabajo. Lo vieron hablar con el cura de la parroquia de Luna casi todo el tiempo. Entonces una noche lo vimos llegar con el cura. El sacerdote no era viejo, debía tener la misma edad que habría tenido mi padre. Lo recibimos con respeto, pero en completo silencio. Sabíamos lo que venía a decirnos. Yo debía casarme o entregar al chico. Tenía casi trece años, y era una vergüenza y un mal ejemplo para el pueblo. Pero lo que no se atrevió a decir, fue lo que todos ya sabían, el verdadero motivo. Había un candidato para mí, un joven de veinte años de buena familia, trabajador, honesto, y todas esas pavadas de siempre. Cubriría las apariencias y acallaría la mala opinión. ¡Qué nos interesaba la opinión del pueblo!, grité yo, bien fuerte. Pero todos mis hermanos me miraron con odio, y mi madre me hizo callar. Ya sabía yo que nadie quería tratar con nosotros. Sólo por Roberto lo hacían, por su mea culpa constante, que desgarraba hasta la misma culpa, destrozándola hasta hacerla jirones sin sentido frente a las acusaciones de los demás. Si no aceptaba, nadie tendría para comer, y menos mi hijo. Cuando nació, era una niña. Fueron unos pocos días, pero fueron los únicos felices en esos tiempos. Mis hermanos la mimaban, y mi madre la alimentaba con leche de cabra porque yo tenía poca leche que darle. Roberto se veía distinto, sin esa amargura en los ojos, pero era solamente cuando la miraba a la niña. Cuando me veía, volvía la culpa, y creo que fue entonces cuando vi en su mirada el deseo de matarme. Si durante todos aquellos meses había vencido al suicidio gracias al cura, ahora que el fruto de su culpa era más hermoso que su simiente, empezó a echarme la culpa de todo. Estaba en su cara, no es su boca. Yo me acercaba y le arrancaba a la niña de los brazos, y un día el cura entró y nos vio en medio de esos forcejeos. Se hizo la señal de cruz y nos separó como a dos endemoniados. Apuró el casamiento con mi pretendiente, pero el problema ahora era que el joven no quería hacerse cargo del hijo de otro hombre. Su familia era humilde pero muy piadosa, y sus padres se habían negado a aceptar a un bastardo del incesto. Si quería casarse con Mara, ella debía demostrar su entereza entregando a la niña. Esa fue la excusa, pero yo siempre creí que fue Roberto el que convenció a Santiago para que no aceptara a mi hija. Yo lo sabía, lo escuchaba en sus murmullos nocturnos, es sus frases escondidas. Entonces Santiago Espinoza vino un día a casa, y nos dijo a todos que quería ir a América a probar suerte. Ya todos sabíamos de las emigraciones, y muchos habían viajado solos o con toda la familia. De vez en cuando llegaban buenas noticias, pero en general había silencio luego de la partida. Decían que era la tierra de las oportunidades, que aceptaban trabajadores de todo tipo porque los criollos no querían trabajar. En la reunión, me ofreció seguirlo, si yo quería. Pero en la noche, cuando nos encontrábamos a pocos metros de la casa, donde solíamos reunirnos para hablar y conocernos mejor, habló casi una hora de los paisajes de Argentina, hasta me leyó trozos de cartas de su hermano Blas que había viajado unos meses antes a Buenos Aires. Estaba entusiasmado, y me contagió su alegría. Yo creí, por un instante, que todo iba a mejorar. Lo dejé besarme, pero cuando me levantó la falda y empezó a tocarme, retrocedí. Él me miró como dándose cuenta recién de que me tenía realmente en sus manos. Me tiró al suelo y me tapó la boca. Lo excitaba que me resistiera, me llamó puta y muchas otras cosas que entonces me dolieron más que la fuerza, porque con Roberto no había habido más que suavidad y deseo. Me arrastró hasta el río, pero como yo no quería caminar me golpeó durante casi todo el camino. En la orilla, me limpió la cara. Ya tenía la ropa rota, así que cuando me llevó a casa en la mañana, me tiró a los pies de mi madre y dijo que me había sorprendido revolcándome con un hombre. Me llevaría a América, dijo, pero sin casamiento y sin niña.
- ¿Piensas que tu hermano tramó todo eso? -preguntó José.
-Cuando vi la gloria en el rostro de Roberto-contestó Mara-, en el mismo instante que le dijeron que dejarían a mi hija con él, supe que sí. Toda amoratada, preparé mi valija. Mis otros hermanos no quisieron despedirme, mi madre me abrazó llorando y sin más palabras que sus gimoteos de siempre. Roberto tenía a mi hija en brazos. Me dejó darle un beso, y mientras salía de la casa hacia el camino donde la carreta de Santiago me esperaba para llevarnos en el largo viaje al puerto de Cádiz, me di vuelta y contemplé por última vez en mi vida ese panorama atroz: el padre y la hija. Mi niña Elsa.
*
José había pasado despierto casi toda la noche, pero luego durmió toda la mañana. Debían ser las nueve o diez cuando abrió los ojos. Ya hacía calor, y el sol lo abrumó hasta enceguecerlo cuando salió a cubierta. Mara estaba ayudando al viejo.
-Estamos tratando de arreglar las máquinas del sistema de vapor, este viejo mañoso sabe mucho, aunque todo el tiempo se haga el vago. -Y le dio un empujón que quiso ser de simpatía, pero que tiró al viejo al suelo, porque estaba de cuclillas. Mara se rio. -Todavía le dura la borrachera, pero ya se le va a pasar. - No dijo nada del muerto, que era el hijo del viejo, y éste ya no parecía acordarse de la noche anterior.
José lo vio levantarse con una sonrisa estúpida, agarrar las herramientas y retomar el trabajo, que consistía en martillear permanentemente el hierro de una especie de caldera herrumbrosa.
-Me voy a dar un baño-dijo José, y Mara, acuclillada junto al viejo, lo vio sacarse el pantalón, restregarse los ojos y zambullirse en el río. Se levantó con rapidez y se acercó a la borda, sujetándose a la madera como si de ese modo estuviese intentando mantener un equilibrio que de pronto había comenzado a perder: la sola idea de que ese hombre desapareciera sin su consentimiento, la amedrentaba, es más, la perturbaba de una manera que no había sentido en muchos años.
- ¡No te alejes mucho! -le gritó, porque lo veía ir río abajo, acercándose a la orilla. - Te hago algo para comer, y en la tarde salimos, si el viejo termina…
José ya no la escuchó, porque la vio darse vuelta y volver a su mal humor habitual para descargarse sobre el viejo, seguramente intimándolo a que no dejase el trabajo en la máquina. Adónde irían, se preguntó José, pero eso no le importó mientras nadaba lentamente hacia la orilla en donde había visto desaparecer a Cahrué durante la noche. Cuando llegó a un claro en la playa, ya se sentía más fresco, y se paró bajo la sombra de unos árboles, escuchando el estruendo del río y el chillido de los pájaros mañaneros. Había un aroma a flores, intenso, casi embriagador. Parado, desnudo y mirando hacia el barco, se puso a pensar en que no tenía más remedio que seguir con Mara, fuese a donde fuese, incluso ayudarla en sus negocios, y hasta tal vez, juntos, podrían ganar bastante dinero. Mara era un espíritu rebelde, malhumorado, violento, pero él había encontrado, estaba seguro, la forma de dominarla. No se había dado cuenta exacta de eso sino hasta esta mañana, al escucharla desde la borda.
Entonces oyó pasos sobre las hojas secas, y al volverse vio que Cahrué estaba mirándolo, bien despierto, con la mirada lúcida, y en las manos tenía cuerdas hechas con hojas tejidas. José sonrió.
-Me alegra verte…- y se acercó al chico. - ¿Para qué son esas cuerdas?
-Arreglé una canoa vieja que encontré cerca de acá. Me voy para el sur, a Buenos Aires.
José lo observó con sorpresa, lo veía más que ofuscado, ofendido.
- ¿Pero qué te pasa? ¿Es por la mujer? ¿Creías que te íbamos a dejar acá? - Intentó minimizar todos esos pensamientos con su risa y apoyando las manos en los hombros del chico, y luego le acarició la cabeza y luego la cara de escasa barba.
-Me doy cuenta de que usted debe seguir su camino, y me parece que ya lo encontró, Lo entiendo muy bien, me doy cuenta de que hay algo entre ustedes, una unión que se va a hacer más fuerte después…
-No digas estupideces, lo que pasa es que estás celoso…
Cahrué no respondió a eso.
- ¿Y qué vas a hacer en Buenos Aires, se puede saber?
-Estudiar, como usted y la señora Altea me recomendaron. Dijeron que soy muy capaz de estudiar medicina, y eso voy a hacer.
José comenzó a reírse tan fuerte, que tuvo que sentarse. Intentó hablar, pero se ahogaba por la risa que le provocaban esas ideas del chico.
-Eres un imbécil. ¿Crees que te van a aceptar, indio y negro?
No lo vio venir, porque seguía atontado por la risa. El chico se le tiró encima. Cahrué era hábil y diestro con el cuerpo, José en cambio lo superaba en peso y experiencia. Le dio vuelta y lo retuvo en el suelo con brazos y piernas, como estacándolo. Lo miró un rato, mientras intentaba serenarse.
-Pareces un Cristo indio, como el que le regalaste a Altea.
Pensó en el crucifijo que ella debía tener sobre el pecho, y que Manuel debía estar venerando cada vez que lo veía. Ese crucifijo, de alguna manera, los unía, a través de ella, a través de Cristo, a través del chico…Una especie de orgía que los reunía a todos ellos en ese vasto país de selvas profundas y ríos con cientos de afluentes y arroyos interrumpidos, de aves exóticas que cantaban himnos matutinos como en las misas de las mañanas de Cádiz, donde el calor era, más que embriagador, una especie de síntesis exacta de la putrefacción y de la vida: muerte y resurrección.
Acercó su rostro hacia Cahrué, y lo besó. Y de pronto el casi mediodía se ensombreció con el paso fugaz de unas nubes, que en realidad fueron tan eternas como la suspensión del tiempo bajo la sombra que los árboles acrecentaban con sus tórpidas ramas. Dio vuelta el cuerpo de Cahuré, lo apretó contra el suelo con su propio cuerpo. Su cara estaba junto a la del chico, mientras su boca blasfemaba insultos y obscenidades en el oído del indio: lo llamaba indio, lo llamaba negro, lo llamaba puto, lo llamaba ignorante de mierda. Pero al mismo tiempo que lo hacía, el sudor brotó de su piel como lágrimas, y sin dejar de forcejear, lo penetró y acabó con un grito contenido, porque tenía vergüenza a la vez que una satisfacción que no podía comparar con nada. Sabía que todo había sido un subterfugio, un reemplazo, un cuerpo en similitud con otro, un alma india que se parecía irremediablemente en sabiduría y sarcasmo a esa otra alma a la que realmente extrañaba.
Cuando lo soltó y se dejó caer boca arriba en la playa, el chico se levantó lentamente, mirándolo sin odio y también sin consuelo, y luego alejarse por la costa, entre las ramas que intentaban hundirse en la orilla. Se levantó y lo siguió. Cahrué llegó hasta donde estaba la canoa reparada, se subió a ella, soltó las amarras y comenzó a remar. Lo vio alejarse río abajo. Haría, sin duda, lo que se había propuesto. Los demás harían pedazos de él, de su cuerpo y de su alma, durante mucho tiempo, pero el chico ya era un hombre que se reconstruiría cuantas veces fuese necesario. El sol caía a pleno sobre el río y la canoa, pero Cahrué era parte del río, y, por lo tanto, del sol, y no podría hacerse daño a sí mismo. Era un todo que se metería de lleno en la ciudad grandiosa, la ciudad de cemento con la que chocaría, hasta roer las paredes y meterse en los claustros y las aulas. Y él, como una serpiente, sabría cambiar de piel para sobrevivir.
José se sentó en el barro junto a unas ramas podridas. Vio lo gusanos que recreaban la vida desde la muerte, los mismos que ahora se le subían a la piel atraídos por el sudor y la sal que manaba de ella. Se acostó de espaldas, dejando que le hicieran cosquillas mientras ascendían, y fue entonces cuando las nubes, tan eternas como el río, se hicieron más oscuras, y de entre los árboles que se enmarañaban sobre él, aparecieron los murciélagos. Quizás pensaran que era de noche, o tal vez fuese sólo su habitual costumbre, que él desconocía. La cuestión es que mientras su alma estaba hundiéndose en el barro, los murciélagos sobrevolaban por debajo de las altas copas de los árboles, yendo y viniendo de un lado a otro, chocándose con los troncos como ciegos estúpidos, chillando. El aleteo como de cuero golpeado era tan intenso que ocultó el estruendo de la corriente, hasta hacer que el río fuese un río de alas, viboreando en el aire como en el cielo. Creyó ver en el cielo negro, ya sin ramas que lo ocultaran, un río ancho de murciélagos con formas y figuras de números, tal vez un ocho, o quizá una letra.
Se quedó dormido, porque estaba muy cansado. Cuando despertó, debían ser casi las tres de la tarde. Tenía el cuerpo lleno de barro, pero los gusanos lo habían abandonado. El calor era insoportable, pero no había sol. Pronto llovería torrencialmente, y escuchó la voz de Mara, llamándolo con una expresión acongojada, conminándolo a regresar antes de la tormenta, pero era más un ruego que una advertencia. Esa mujer lo extrañaba, y de pronto sintió necesidad de ella, de tenerla en sus brazos para obtener de su cuerpo lo que ella nunca sabría enseñarle, por más que lo quisiera: la forma de conseguir lo que se necesita, la manera de hacer que las cosas no mueran, y sobre todo la configuración exacta del poder sobre los demás. No el poder de la carne, sino del alma, el dios que necesitaba conseguir porque su propio dios así se lo pedía: el lleno lo impelía al vacío, saturado y hastiado, y el vacío, amargado de eterna ausencia, reclamaba ser llenado.
Nadó hasta el barco. Mara lo aguardaba, apoyados los codos en la madera de la borda. Cuando lo vio llegar corrió para ayudarlo a subir, pero pronto empezó a recriminarle la tardanza, con su hosquedad habitual. José, a pesar de lo insoportable de aquel carácter, se sintió bienvenido. Esperaba verla bebida, pero no fue así. Mientras él se secaba, ella lo miró en silencio.
- ¿Qué hay del arreglo del motor? - preguntó, mientras se vestía con las ropas que había dejado el muerto. Ella se las había dejado preparadas sobre el jergón.
-Ya está arreglado, pero el viejo quiero probarlo durante el día, tiene miedo de que explote la caldera. Son mañas de él, yo lo conozco. Borracho y todo, es el mejor mecánico del río.
- ¿A dónde vamos?
-Tengo un encargo en la triple frontera, con un tipo con el que trabajo a veces. No confío mucho en él, pero nos hizo ganar mucho a Santiago y a mí durante la guerra.
- ¿Qué tipo de trabajo?
-Llevar chicas para un burdel en Brasil. Las levantamos en un pueblo y las llevamos a otro. Nada más.
-Parece muy fácil…
-Lo es, pero Valverde esconde cosas…
- ¿Quién?
-Valverde de Amusco, es un portugués que vive en Brasil. Tiene tierras, y familia de alcurnia, pero la deja en lugar tranquilo mientras se mezcla con toda clase de reos, como nosotros. -Miró a José con sorna. - No me refiero a usted, caballero español.
- ¿Y cuándo partimos?
-Mañana temprano.
-Estuve pensando en mi hermano y mi cuñada. ¿Habrán conseguido el transporte a Buenos Aires?
-No creo, el próximo hacia el sur pasa en un mes.
José se sentó en el jergón, mirando hacia el río.
-Pero no te preocupes, si son inteligentes se habrán subido al barco que va al norte para dejarlos en un pueblo o alguna ciudad con hotel, si son tan remilgados como me parecieron.
José siguió pensando, y dijo:
-Me gustaría ver si están bien, si necesitan algo, al fin de cuentas son mi familia.
Mara lo miró con desconfianza, pero si había regresado después de varias horas fuera del barco, no debía preocuparse ahora.
-Ya pasamos ese parador hace varios kilómetros río abajo. ¿Te va a acompañar el indio?
José negó, el indio había desaparecido. Bajó una canoa y comenzó a remar. Sabía que Mara lo observaba, que esa mujer tenía ojos en todas partes de su cuerpo. Recordó el relato de su experiencia en España, todo aquel cuento de brujas, y supo con certeza, mientras contemplaba cómo las ondas del agua que él empujaba se dirigían hacia atrás y reflejaban la figura de Mara, a tantos metros de distancia, a tan contra lógica de la física habitual.
No tardó más de una hora en llegar al parador, era el único claro entre la espesura de la orilla. Amarró la canoa y caminó por la playa, evitando el muelle derruido, hasta una casilla. Estaba vacía, pero había restos de velas, y lámparas de kerosene. Salió y llamó a voces, pero nadie le respondió. Decidió dar unas vueltas por la zona, pero pronto se encontró con el comienzo de la selva, profusa y densa, y como empezaba a caer la tarde, no quiso seguir adelante. Sin embargo, escuchó el ruido de una carreta desde el interior, y dos voces diferentes. Pronto vio aparecer entre los árboles, a un viejo y un chico en una carreta desvencijada arrastrada por un bayo enclenque. Al verlo, se detuvieron, y el viejo le preguntó:
- ¿Busca algo, patrón?
-Buenas tardes, buscaba a una pareja que esperaba el transporte a Buenos Aires.
El viejo se rio.
- ¿A los españoles? Se fueron esta mañana en el “Juan Manuel de Rosas”.
Los dos se rieron como tontos, y se despidieron de José. Iban hacia la playa, donde una barcaza vieja los aguardaba anclada junto al muelle.
José se sentó en el suelo. ¿Qué iba a hacer? Manuel se había ido, tampoco tenía siquiera a Cahrué. Ambos habían huido de su lado, y no sabía quién había espantado a quién. Sólo tenía a Mara, una especie de alma gemela, que más que amor le otorgaba una especie de éxtasis rayano con el existencialismo. Veía en ella algo que él tenía y que a veces se debilitaba: un horror carente de miedo. Esa fuerza cuya ausencia lo hacía sentirse perdido. Pero a Manuel, santo Dios, a él lo necesitaba. Era parte de su cuerpo, y se lo habían amputado el día que Cristo, la iglesia o Altea, fuera el que fuese, se lo había quitado. Y si no podía con Manuel, entonces sería su hijo. Porque él sabía que el hijo de Altea era suyo, de José Menéndez Iribarne. El hijo de Manuel era su hijo. Ambos hermanos tenían un solo hijo. Dios santo, se dijo José, cómo llamaremos a este niño. ¿Jesús, tal vez?
Se levantó, y sin darse cuenta se metió entre la espesura, siguiendo el estrecho sendero por el que había pasado la carreta. Estaba oscureciendo, y la sombra de los árboles daba un símil nocturno al lugar. Tropezó con algo y cayó de rodillas sobre unas piedras amontonadas. Era una tumba reciente. Salió de allí, llegó al muelle, donde el viejo y el chico estaban por salir al río.
- ¿Pescan de noche? -preguntó él.
-No, patrón. Vamos al pueblo para comprar algunas cosas, aprovechamos la noche para llegar temprano.
-Pero parece que va a haber tormenta.
Ellos se rieron en su forma habitual, y no contestaron.
-Oigan, hay una tumba reciente por allá- dijo, señalando hacia el camino interior.
-Es el rengo Espinoza, lo mató la mujer hace unos días.
Los vio alejarse río arriba, mientras las nubes enormes y oscuras no parecían amedrentar a esa barcaza endeble. Ya sabía algo más de Mara, pero no lo sorprendía, sino que lo acercaba a ella como algo irremediable. Subió a la canoa y regresó al barco. Ya era de noche, y ella lo recibió con la cena hecha. Estaba algo ebria, no habría podido evitarlo por más que se hubiese empecinado. Pero se notaba pesadumbre en su rostro, tan diferente a la alegre despreocupación de cuando estaba realmente bebida. Estaba otra vez en manos de un hombre, leyó él en la cara de ella, como un lamento, pero también como un regocijo. En la mañana partirían hacia el Brasil, siguiendo al barco cuyo nombre era parecido al de su hermano. Por eso, luego de hacer el amor una sola vez, durmió plácidamente hasta cerca de la madrugada, cuando lo murciélagos comenzaron a revolotear por delante de su cara, golpeándolo con sus alas y chocando con su cama, mientras él manoteaba, desesperado por sacárselos de encima.
A su lado, Mara lo contemplaba, sin atreverse a despertarlo, porque bien sabía que las pesadillas interrumpidas se convierten en realidad. Pero al verlo lastimarse la cara tan furiosamente, no pudo evitar apoyar su única mano sobre el rostro de José, que abrió los ojos, sobresaltado, con la mirada del miedo, con la mirada del puro espanto. Supo ella que se había entregado a un hombre condenado, y volvió a acostarse a su lado, acariciándolo.
Ilustración: Zack Zdrale
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