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Habían pensado estar en la playa una semana, pero ninguno de los dos tuvo ánimos para ello y decidieron regresar antes. Macon conducía. Sarah iba sentada a su lado, con la cabeza apoyada en la ventanilla lateral. A través de sus enmarañados rizos
castaños se veían pedacitos de cielo nuboso. Macon llevaba puesto un traje de verano,
su traje de viaje, mucho más práctico para viajar que los tejanos, decía él siempre.
Los tejanos tenían esas costuras duras, acartonadas, y esos remaches. Sarah llevaba
un albornoz playero, sin tirantes. Hubieran podido estar regresando de dos viajes
completamente distintos. Sarah estaba bronceada; Macon no. Era un hombre alto,
pálido, de ojos grises, de pelo rubio y liso que llevaba muy corto, y tenía ese tipo de
piel delicada que se quema con facilidad. Durante las horas del mediodía se había
resguardado del sol.
Justo después de entrar en la autopista, el cielo se puso casi negro y varios
goterones salpicaron el parabrisas. Sarah se irguió en su asiento.
—Esperemos que no llueva —dijo.
—No me importa que llueva un poco —dijo Macon.
Sarah volvió a apoyarse en el respaldo pero mantuvo los ojos fijos en la carretera.
Era un jueves por la mañana. No había mucho tráfico. Adelantaron a una
camioneta, luego a un camión todo cubierto de pegatinas y fotos de paisajes. En el
parabrisas, los goterones menudearon. Macon hizo funcionar los limpiaparabrisas.
Hacían tic—sush… Un sonido que adormecía; y en el techo se oía un tamborileo
suave. De vez en cuando soplaba una ráfaga de viento. La lluvia aplanaba las hierbas
altas y descoloridas del borde de la carretera. Caía al sesgo delante de embarcaderos,
almacenes de madera y establecimientos de mobiliario rebajado, que ya tenían un
aspecto sombrío, como si aquí hubiese estado lloviendo desde hacía rato.
—¿Ves bien? —preguntó Sarah.
—Claro —dijo Macon—. Esto no es nada. Se situaron detrás de un camión con
remolque cuyas ruedas traseras despedían arcos de agua. Macon viró hacia la
izquierda y lo adelantó. Hubo un momento de acuática ceguera hasta que el camión
quedó atrás. Sarah agarró el tablero de instrumentos con una mano.
—No sé cómo puedes ver para conducir —dijo.
—Quizá deberías ponerte las gafas.
—¿Ponerme yo las gafas te haría ver mejor?
—A mí no; a ti —dijo Maco—. Estás mirando el parabrisas en vez de la
carretera.
Sarah continuó agarrando el tablero. Tenía un rostro ancho y liso que daba una
impresión de calma, pero si uno miraba de cerca se notaba la tensión en las comisuras
de los ojos.
El coche se empequeñeció en torno a ellos, como una habitación. Sus alientos
empañaron las ventanas. Hasta poco antes el aire acondicionado había estado
funcionando y ahora quedaba algo de frío artificial, que rápidamente iba volviéndose
húmedo y cargándose de olor a moho. Atravesaron un paso inferior. La lluvia paró
completamente durante un sorprendente segundo de vacío. Sarah dio un pequeño
grito sofocado de alivio, pero aun antes de haberlo proferido el martilleo en el techo
comenzó de nuevo. Se volvió y contempló anhelante el paso inferior. Macon seguía
adelante a gran velocidad, las manos relajadas sobre el volante.
—¿Te has fijado en ese chico de la motocicleta? —preguntó Sarah. Tuvo que
levantar la voz; un estruendo insistente y uniforme los rodeaba.
—¿Qué chico?
—Estaba aparcado debajo del paso.
—Es de locos ir en moto un día como hoy —dijo Macon—. Ya es de locos ir en
moto un día cualquiera… estás completamente expuesto a la intemperie.
—Podríamos hacer lo mismo —dijo Sarah—. Pararnos y esperar.
—Sarah, si tuviese la impresión de que estamos corriendo el menor peligro, me
hubiese parado hace rato.
—Bueno, no sé si lo hubieras hecho.
Pasaron un campo donde la lluvia parecía caer en cortinas, capas y capas de lluvia
acamando los tallos del maíz, inundando la tierra estriada. El agua azotaba el
parabrisas a rachas. Macon puso los limpiaparabrisas al máximo.
—No sé si realmente te importa demasiado —dijo Sarah—. ¿Te importa?
—¿Importarme? —preguntó Macon.
—El otro día te dije: «Macon, ahora que Ethan ha muerto, a veces me pregunto si
la vida tiene algún sentido». ¿Te acuerdas de lo que contestaste?
—Así de improviso, no.
—Dijiste: «Cariño, para ser franco, a mí nunca me ha parecido que tuviese mucho
sentido, para empezar». Ésas fueron tus mismas palabras.
—Mmmm…
—Y ni siquiera sabes lo que hay de malo en eso.
—No, me temo que no —dijo Macon.
Rebasó una hilera de coches que habían aparcado al lado de la carretera; las
ventanas estaban opacas y las relucientes carrocerías hacían rebotar la lluvia en
pequeñas explosiones. Un coche estaba ligeramente inclinado, como a punto de caer
dentro del turbio torrente que se agitaba y corría en el arroyo. Macon mantenía una
velocidad uniforme.
—No eres un consuelo, Macon —dijo Sarah.
—Cariño, intento serlo.
—Sigues exactamente igual que antes, con tus pequeños ritos y rutinas, tus
deprimentes hábitos, día tras día. No eres ningún consuelo.
—¿Y no necesito consuelo yo también? No eres la única, Sarah. No sé por qué
tienes la sensación de que es una pérdida sólo tuya.
—Pues la tengo, a veces.
Guardaron silencio unos momentos. Lo que parecía un ancho lago en medio de la
carretera se estrelló contra el panel inferior del coche y lo bandeó hacia la derecha.
Macon pisó el pedal del freno en un repetido movimiento de bombeo y siguió
adelante.
—Esta lluvia, por ejemplo —dijo Sarah—. Sabes que me pone nerviosa. ¿Qué
habría de malo en esperar a que pase? Sería una atención por tu parte. Sería una
forma de decirme que estamos juntos en esto.
Para ver mejor, Macon acercó la cabeza al parabrisas, que chorreaba agua de
manera que parecía jaspeado.
—Tengo un sistema, Sarah —dijo—. Sabes que conduzco siguiendo un sistema.
—¡Tú y tus sistemas!
—Además —dijo él—, si no le ves ningún sentido a la vida, no entiendo por qué
una tormenta te pone nerviosa.
Sarah se hundió en el asiento.
—¡Mira eso! —dijo é—. En ese aparcamiento de Roulottes el agua ha arrastrado
a una de una punta a otra.
—Macon, quiero el divorcio —le dijo Sarah.
Macon frenó y le dirigió una mirada. «¿Qué?», dijo. El coche se desvió
bruscamente. Tuvo que mirar de nuevo hacia adelante.
—¿Qué he dicho? —preguntó—. ¿Qué he dicho exactamente?
—No puedo seguir viviendo contigo —dijo Sarah.
Macon siguió mirando la carretera, pero su nariz parecía más afilada y más
blanca, como si le hubiesen estirado la piel de la cara. Carraspeó.
—Cariño, escucha. Ha sido un año difícil. Lo hemos pasado mal. Los que pierden
un niño se sienten así a menudo; todo el mundo lo dice, todo el mundo dice que el
matrimonio se resiente…
—Quisiera buscarme un piso en cuanto lleguemos —dijo Sarah.
—Buscarte un piso —repitió Macon, pero habló tan bajo y la lluvia caía con tal
estrépito sobre el techo, que pareció que sólo movía los labios—. Bueno —dijo—.
Está bien. Si es lo que realmente quieres.
—Tú puedes quedarte con la casa —dijo Sarah—. Nunca te han gustado los
traslados.
Por alguna razón, fue esto lo que finalmente la hizo romper en llanto. Se apartó
bruscamente de él. Macon puso en intermitente derecho. Se metió en una gasolinera
de la Texaco, aparcó bajo el alero y paró el motor. Entonces empezó a frotarse las
rodillas con las palmas de las manos. Sarah se acurrucaba en su rincón. Sólo se oía el
tamborileo de la lluvia sobre el alero, muy por encima de sus cabezas.
Ilustración: Eduardo Urculo Fernández
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