domingo, 31 de agosto de 2025

Los anteojos de color (José Echegaray)

 





I



Don Trinidad de Aguirre ha muerto.


Esta noticia acaso no sorprenda a mis lectores, porque los lectores ya no se sorprenden de nada; pero debía sorprenderles.


Debía sorprenderles por varias razones. En primer lugar, porque ninguno de ellos habrá conocido al difunto, cuando todavía no era difunto. En segundo lugar, porque el suceso ha venido sobre todos nosotros con la rapidez del rayo, sin preparación de ningún género, sin un mal aviso de los periódicos, sin una papeleta de defunción siquiera: se nos dice que don Trinidad ha muerto, y no sabíamos que este don Trinidad existiese. Y en tercer lugar, porque la muerte de este señor ha sido de todo punto injustificada.


Con las entradas en y salidas de este mundo de lágrimas, sucede como con las entradas y salidas de los dramas: las hay que están más o menos justificadas, y las hay que no están justificadas de ninguna manera.


El mutis, digámoslo así, de don Trinidad, ha sido, pues, inesperado e injustificado.


Don Trinidad era joven, era rico, tenía figura simpática, talento natural, mucha ilustración, estaba para casarse con una chica preciosa y, sobre todo, gozó de una salud perfecta, hasta el momento de morirse, que esto no le sucede a todo el mundo.


¿Hay alguien que en estas condiciones se muera? Yo creo que no.


Pues, sin embargo, don Trinidad de Aguirre ha muerto.


Hace dos años viajó por Alemania; allá se estuvo unos meses y volvió del viaje como se fue: tan joven, tan rico, tan simpático, tan alegre y tan sano.


Pero en el mes de Noviembre del 96 tuvo un pequeño ataque a la vista.


Poca cosa, casi nada, enfermedad que no lo era, y que no tenía de serio más que el nombre, que no sé cuál fuese.


Se puso unos anteojos de color para quitar fuerza a la luz, y se curó en ocho días, quedándole los ojos tan hermosos, tan brillantes y tan malagueños como siempre.


Pero cambió de carácter; cambió por completo.


Era alegre y hasta bromista; resultó triste.


Hablaba, no con exceso, pero sí con amplia medida: resultó silencioso.


Su sonrisa era franca y espontánea: su sonrisa resultó amarga: las dos comisuras de la boca se le cayeron con caída trágica, como si huyesen de todo regocijo.


En suma, que don Trinidad se transformó.


Para los amigos no tuvo más que frases de desdén o réplicas punzantes, y, naturalmente, se fue quedando sin amigos: desde entonces siempre fue solo.


Antes se le veía en teatros, paseos y reuniones; después no se le vio ni era fácil que se le viese, porque se quedaba en casa. Pero en su casa, también solo; porque don Trinidad nunca tuvo parientes, circunstancia que hace más inexplicable su muerte repentina.


Durante un mes no vio más que a su novia, y como los anteojos de color dan a la fisonomía cierto carácter ridículo, convierten la cara humana en cara de lechuza, y él tenía interés en que su amada le viese los ojos siempre al natural, nunca se puso para mirarla los anteojos de color.


Pero un día, no se sabe por qué razón, se los puso: la chica le encontró muy raro y se echó a reír. Pues se ofendió tanto don Trinidad, que, después de mirarla fijamente, dio media vuelta, se fue a su casa y rompió para siempre con Rosario.


Por cierto que a poco más se muere del disgusto la pobre Rosario.


Algunos días después se encontraron a don Trinidad muerto.


Estaba junto a la mesa de su despacho; había escrito unas cuartillas, los anteojos de color estaban rotos, hechos añicos; se sospechó que los había roto de un puñetazo, porque tenía ensangrentado el puño.


Una particularidad llamó mucho la atención: todos los espejos de su casa, y los había magníficos, se encontraron rotos también.


De estos antecedentes se dedujo que don Trinidad se había vuelto loco.


Y las cuartillas que dejó escritas así lo confirmaron.


No se han encontrado todas; pero algunas que pudieron recogerse decían así:


II


Le encontré en un coche de primera; yo iba solo, cuando entró el maldito viejo. ¡Qué chiquitín, qué arrugado, qué color de tierra el de su cara!


Era como una esponja humana, que se apretó, se apretó, se le sacó todo el jugo, y no quedó más que una masa árida a modo de estropajo.


Llevaba puestos unos anteojos de color. No eran verdes, ni azules, ni amarillos, ni ahumados. Eran de un color extraño, mezcla turbia de todos los colores: como la vida humana.


El viejecillo me miraba mucho y sonreía con sonrisa diabólica. Si no hubiera considerado que era un pobre carcamal, le abofeteo.


Como el viaje era largo y siempre fuimos solos, hubo tiempo para que hablásemos largamente.


¡No! ¡El viejo antipático era todo un sabio!


Y estaba al tanto de la ciencia moderna y de los últimos descubrimientos.


Sobre todo, los rayos X le entusiasmaban. Pero sus entusiasmos concluían por unas sonrisas que hacían daño. No sé por qué, pero hacían daño.


Si el viaje dura más, yo le estrangulo. Mejor hubiera sido.


Aquí faltaban algunas cuartillas.


III


Para algo han servido el choque y el descarrilamiento.


Ya voy solo. Pobre hombre, murió aplastado. ¡Lo inverosímil!


Ahora que pienso en él, me da lástima; quizás fuese una buena persona.


Al morir me miró con cierta ternura: me alargó los anteojos y me dijo: «Tome usted, tome usted; le declaro mi heredero.»


¡Sus anteojos! ¡Sus anteojos de color! ¡Herencia infernal!


¡Bien muerto está el viejo!


Y aquí seguían imprecaciones, gritos de dolor, gritos de desesperación.


Decididamente don Trinidad estaba loco.


Venían después unas cuantas cuartillas escritas en una letra ininteligible.


Sólo en las últimas se entendía algo: frases sueltas; párrafos descosidos; las ruinas de un cerebro anegadas en un líquido amargo como escollera dispersa por los embates del mar salobre.


A continuación copiamos algunos fragmentos.


Decía uno de ellos:


Volví a Madrid: me olvidé por completo de los infernales anteojos.


Hice mi vida de siempre: el arte, la ciencia, mis amigos, mi Rosario.


Días felices los de hoy, como eran felices los de ayer. Estaba convencido de que la Naturaleza me había traído al mundo para gozar.


Y yo procuraba complacer a la Naturaleza.


¡Ah! ¡Si no hubiera sido por los endiablados anteojos de color!


Un día ¡día aciago!, me sentí mal de la vista: me acordé de las antiparras, me las puse y me fuí a la calle.


¡Horrible! ¡Horrible! ¡Invención admirable, prodigiosa, estupenda, pero horrible!


Y decía otro párrafo:


Los cerebros se hacen transparentes, como si fuesen de cristal de roca.


Se ve la substancia gris, sus celdillas, sus misteriosos protoplasmas, la red nerviosa que por todas partes se extiende.


Se ven las ideas escritas en maravillosa escritura: jeroglíficos de aquellas microscópicas pirámides, que los ahumados cristales de mis anteojos traducen al lenguaje vulgar.


Se ven los sentimientos: cómo se agitan, cómo se estremecen, cómo circulan a modo de oleaje sutilísimo, hundiéndose unas veces, flotando otras, sin encontrar nunca orilla en aquel mar tan pequeño y tan grande.


Se ve a la voluntad ir tropezando como borracha en una y otra celdilla, cayendo aquí, mal levantándose allá, enredándose más lejos en no sé qué red de conexiones y volviendo a caer otra vez: casi siempre va a rastras.


¡Todo, todo se ve! ¡Qué admirable! ¡Qué invención tan prodigiosa!


¡Cuánta miseria, cuánta vanidad, cuánta estupidez humana en ese libro blanco y gris con red sanguinolenta!


No: realmente es un espectáculo muy divertido ver un cráneo por dentro. Y alguna vez ya suelen verse relámpagos de luz; alguna idea hermosa, algún sentimiento noble… ¡pero ay qué pocos!


¡Divertido, muy divertido! ¡Para mí no hay secretos!


Y siguen varias cuartillas, todas tachadas; sólo se leen palabras sueltas.


¡Desengaño!… ¡dolor!… ¡buen amigo!… ¿Quién lo pensara?… ¡Y yo que creí que ese hombre era un imbécil y un tunante!… ¡Mal día!… ¡Ni uno!… ¡Doloroso!… ¡Muy doloroso!… ¡Ay, Dios mío!… ¡Dios mío!…


Al fin el pobre loco coordinaba algo más sus ideas y había párrafos seguidos.


Esta observación profunda de la humanidad por dentro, cuando se trata de personas indiferentes, es muy interesante, y muy curiosa, y muy divertida.


Pero cuando se trata de seres a los cuales algún afecto nos liga, es cruel, muy cruel; es desconsoladora; es infernal. ¡Ah! ¡El maldito viejo! ¿Por qué el descarrilamiento y el choque no lo aplastaron del todo y de una vez, sin darle tiempo para este horrible legado!… ¡Ay! ¡Los anteojos, los anteojos de color!


Y lo que más me extraña es que nunca veo un cráneo solo: siempre veo dos, y son distintos.


Pero uno de ellos es el mismo siempre: vago, confuso, indeciso, incompleto.


¿Por qué será esto? ¿Por qué serán dos?


Es un fenómeno que me confunde y que no puedo penetrar; ¡pero siento no sé qué angustia intolerable!


Y aunque este segundo cráneo no lo veo bien, veo que es muy ruin.


El egoísmo es su nota dominante: ¡yo!… ¡yo!… eternamente ¡yo!


¡No hay una celdilla en todo el campo cerebral que descubro, que no esté impregnada del yo satánico! ¡Ya me repugna! ¡Ya me da náuseas!


¡No parece sino que ese cerebro es una esponja, que se hundió en un líquido en cuyas gotas todas había escrito el egoísmo la palabra yo, y que la masa blanducha se empapó del miserable y monótono fluido!


¿Pero qué imagen es esa?


¿De dónde viene? ¿A quién pertenece?


Aquí se encuentran muchas líneas tachadas.


Luego algunos borrones; luego algunas manchas como de lágrimas.


Y un párrafo final: claro, distinto, casi solemne, y frío, muy frío.


Ya lo sé; ya sé a quién pertenecía aquel cerebro.


Ayer lo vi por duplicado.


Paseaba por mi sala, llevaba puestos los anteojos de color y me asomé a un espejo.


Y me vi en él. Me vi dos veces.


Una, en el espejo directamente: era imagen viva y distinta: el espejo era bueno.


Otra, en la imagen indecisa. Es natural; mi cerebro se reflejaba en la parte interior de mis anteojos, y del otro lado, proyectada en el espacio, aparecía en imagen borrosa e incompleta.


Ya me conozco: no tengo derecho ni curiosidad para ver a los otros hombres; y yo no quiero verme ya nunca más.


Y en la última cuartilla había unas gotas de sangre.


Fue la sangre que se hizo en la mano al romper de un puñetazo los anteojos de color.






Ilustración: Emile Friant


sábado, 30 de agosto de 2025

El acto libre (José Edwards)







La Secretaria privada del Señor X, Director General de la Confederación Internacional de la Producción Universal, entró tímidamente en su privadísimo despacho con una tarjeta en la mano. Se la entregó balbuceando.


-Es un señor que solicita hablar con Ud.


-¡Que vuelva otro día! ¡Estoy ocupado!


-Es que este señor ha estado viniendo, día a día, desde hace ocho meses, don Alcibíades.


-¡Ah! ¿Sí? ¡Y cómo no me lo había dicho antes! ¿De qué se trata?


-No quiere decir. Asegura que es un asunto privado.


X pensó un poco; luego, botando la tarjeta al canasto sin mirarla, decidió:


-Hágalo entrar.


La verdad era que, en ese momento, no tenía nada que hacer.


Casi al instante apareció un viejito semijorobado, con un inmenso cartapacio debajo del brazo. Hizo una reverencia y se sentó frente al inaccesible magnate.


-¿En qué puedo servirle? -rugió X con una voz que estaba a punto de dar por terminada la entrevista.


-En nada.


-¿Cómo en nada?


-Soy yo el que puede servirle a usted; tengo un documento que creo puede interesarle.


En la forma más suave y silenciosa posible, dejó caer un descomunal volumen encima del escritorio.


X se sacó los anteojos; era un recurso que usaba frecuentemente con el objeto de pulverizar a sus interlocutores: su mirada miope tenía una expresión a la vez implacable y penetrante.


-¿Cómo así? -bufó.


-En estas páginas está escrita toda la historia de su vida pasada…


-¡Ah! ¡Chantaje! ¡Yo no invierto dinero en ese tipo de cosas!


-…y también la historia de su vida futura.


-¿De mi vida futura? ¿Está usted loco?


Por toda respuesta, el viejito dio vuelta trabajosamente el pesado tomo, colocándoselo de frente.


-Obsérvelo un poco, si gusta -insinuó.


X abrió el libro con avidez, calándose una vez más los anteojos.


-Puede usted estar seguro que no obtendrá un centavo de mi dinero -estableció, mientras se sumergía voluptuosamente en la lectura.


Hojeó rápidamente las primeras páginas: su niñez, su juventud.


¡Bah! No era difícil informarse de estas cosas con un poco de trabajo. Algunos detalles llegaron a sorprenderlo, sin embargo, en forma golpeante.


¿Cómo había podido alguien llegar a conocer los juegos y fantasías a que él se entregaba a los cuatro años, cuando defecaba interminablemente, sentado en su vieja y olvidada bacinica celeste?


¿Y sus calcomanías? ¿Su sapo de celuloide? ¿Su primera bicicleta? ¡Hasta la marca estaba indicada con acuciosa precisión!


Lo que más le interesaba, sin embargo, eran otras cosas. Ciertos pormenores indiscretos de sucesos ocurridos en su juventud y, muy especialmente, después de su juventud. Todo estaba registrado, por cierto, con lujo de detalles.


En seguida, empezó a hurgar datos referentes a sus negocios: los secretos de su contabilidad.


Después de unos diez o veinte minutos de lectura, su respiración se había hecho difícil y un sudor tibio le humedecía, en forma desagradable, la frente, el cuello y hasta la barriga. ¡Aquel libro era una verdadera bomba!


De pronto lo cerró y volvió a sacarse mecánicamente los anteojos, pero se los puso de nuevo enseguida.


-Su libro no me interesa -declaró enfáticamente, esperando aterrado la reacción de su adversario.


Pero el jorobado viejito no se inmutó, sacando, a modo de réplica, un segundo volumen de su cartapacio; se trataba de un documento bastante más reducido.


-Aquí puede leer usted un poco de su futuro.


-¿De mi futuro?


-Bueno, tal vez ya ha dejado de serlo. Es la breve historia de lo ocurrido entre usted y yo, desde que entré a esta oficina.


X abrió el segundo libro, esta vez sin hacer ningún comentario.


Después de leer algunos párrafos, dejó de sudar bruscamente, un frío intenso empezó a recorrer su cuerpo y, sin poder evitarlo, se puso a temblar como una gallina.


¿Qué significaba todo aquello? ¿Acaso se estaba volviendo loco?


El libro estaba allí, no obstante, sólido y tangible, y las letras se destacaban claramente sobre el papel. Sus últimas palabras, las que acababa de pronunciar, aparecieron escritas en letras de molde, como también sus últimos pensamientos, el orden exacto de su reciente lectura, sus sensaciones aun frescas y hasta la descripción detallada de cómo y cuándo se había quitado y colocado los anteojos.


Sin saber qué hacer, procedió a soltarse un poco la corbata y, en ese mismo instante, pensó con horror que este gesto suyo estaría ya escrito, con toda seguridad, en las primeras páginas del último volumen que el viejo conservaba dentro del cartapacio.


Entonces, se enfureció de golpe. ¿Acaso era posible, después de todo, que él no fuera otra cosa que un muñeco, un esclavo o un títere, en manos de ese viejo infeliz? ¿Que todos sus actos pasados, presentes y futuros, estuvieran de antemano ordenados y escritos en ese ridículo libraco?


Sin pensar qué hacía, se lanzó sobre su anciano visitante, procurando arrebatarle por la fuerza el último tomo. El viejo se defendió en forma obstinada, produciéndose entre ambos una especie de pugilato o forcejeo un tanto indecoroso que se prolongó por varios minutos, durante los cuales, afortunadamente, no sonó el teléfono ni entró nadie a la oficina.


A pesar de su aspecto frágil, el viejo poseía un insospechado caudal de energía física; pero X era por lo menos veinte años más joven, treinta o cuarenta kilos más pesado y, además, luchaba por algo que le pertenecía: su futuro, su vida y su libertad. Uno por uno fue torciendo los dedos del anciano, hasta obligarlo a soltar el pesadísimo volumen.


Por fin, ya triunfante, volvió a sentarse como si nada hubiera ocurrido, dando comienzo a su tercera y última lectura.


La historia se iniciaba, como lo había sospechado, con el asunto de la corbata. Luego se refería a la sospecha misma que había cruzado su mente: que aquello ya estaba escrito. Enseguida consignaba su furia y el acto ciego de arrojarse sobre el viejo.


Después, narraba con increíble fidelidad todos los detalles del silencioso combate, su victoria final y la iniciación de la lectura.


La página siguiente describía la lectura misma, y la subsiguiente la segunda lectura.


Y así continuó X, página tras página, leyendo la precisa descripción de cómo leía: corbata – sospecha – furia – pugilato – victoria – lectura – corbata.


Un obscuro instinto le decía que, si abandonaba el libro por un momento, éste empezaría a actuar por su cuenta, es decir a impartirle órdenes y a dominarlo. Por otra parte, si lo destruía sin leerlo, quedaría para siempre esclavizado a él: no podría dejar de pensar que, cualquier cosa que hiciera en el futuro, buena o mala, disparatada o sensata, ya habría estado escrita y anunciada en alguna de sus páginas.


Su única defensa parecía consistir, por lo tanto, en seguir aferrado al texto, sin dejar pasar una letra, una sílaba o una coma. Abrigaba, tal vez, la insensata esperanza de vencerlo por la velocidad, o sea, de leer con tal rapidez que pudiera en un momento dado llegar antes que él al futuro. En esta forma lograría, por fin, contradecirlo, ejecutando el ansiado Acto Libre o liberador.


El libro parecía adaptarse, sin embargo, al ritmo de la lectura, con la automática precisión de un reflejo o una sombra, mientras más rápidamente leía más rápidamente lo informaba de cómo había leído y con cuánta rapidez. Si, haciendo una trampa, se saltaba una o varias páginas, el libro ejecutaba el mismo salto, a la manera de un steeplechase o carrera de obstáculos; al explorar la última página, lo único que encontraba era el hecho ya conocido de que la había explorado y, si volvía atrás, leía que había vuelto atrás.


Después de un lapso no determinado, el viejito, vencido tal vez por el aburrimiento, se retiró en puntillas quién sabe hacia dónde y no ha vuelto a vérsele más.


En cuanto a X, por todo lo que sabemos, continúa leyendo o leyéndose leer, apresado en la trampa de su propia libertad, o de su propia clarividencia, sin atreverse a pestañear o a mover los ojos del texto, hasta el día de hoy.





Ilustración: Rembrandt Harmenszoon van Rijn


viernes, 29 de agosto de 2025

El matadero (Esteban Echeverría)







 I


A pesar de que la mía es historia, no la empezaré por el arca de Noé y la genealogía de sus ascendientes como acostumbraban hacerlo los antiguos historiadores españoles de América que deben ser nuestros prototipos. Temo muchas razones para no seguir ese ejemplo, las que callo por no ser difuso. Diré solamente que los sucesos de mi narración, pasaban por los años de Cristo de 183… Estábamos, a más, en cuaresma, época en que escasea la carne en Buenos Aires, porque la iglesia adoptando el precepto de Epitecto, sustine abstine (sufre, abstente) ordena vigilia y abstinencia a los estómagos de los fieles, a causa de que la carne es pecaminosa, y, como dice el proverbio, busca a la carne. Y como la iglesia tiene ab initio y por delegación directa de Dios el imperio inmaterial sobre las conciencias y estómagos, que en manera alguna pertenecen al individuo, nada más justo y racional que vede lo malo.


Los abastecedores, por otra parte, buenos federales, y por lo mismo buenos católicos, sabiendo que el pueblo de Buenos Aires atesora una docilidad singular para someterse a toda especie de mandamiento, solo traen en días cuaresmales al matadero, los novillos necesarios para el sustento de los niños y de los enfermos dispensados de la abstinencia por la Bula…, y no con el ánimo de que se harten algunos herejotes, que no faltan, dispuestos siempre a violar los mandamientos carnificinos de la iglesia, y a contaminar la sociedad con el mal ejemplo.


Sucedió, pues, en aquel tiempo, una lluvia muy copiosa. Los caminos se anegaron; los pantanos se pusieron a nado y las calles de entrada y salida a la ciudad rebosaban en acuoso barro. Una tremenda avenida se precipitó de repente por el Riachuelo de Barracas, y extendió majestuosamente sus turbias aguas hasta el pie de las barrancas del alto. El Plata creciendo embravecido empujó esas aguas que venían buscando su cauce y las hizo correr hinchadas por sobre campos, terraplenes, arboledas, caseríos, y extenderse como un lago inmenso por todas las bajas tierras. La ciudad circunvalada del Norte al Este por una cintura de agua y barro, y al Sud por un piélago blanquecino en cuya superficie flotaban a la ventura algunos barquichuelos y negreaban las chimeneas y las copas de los árboles, echaba desde sus torres y barrancas atónitas miradas al horizonte como implorando misericordia al Altísimo. Parecía el amago de un nuevo diluvio. Los beatos y beatas gimoteaban haciendo novenarios y continuas plegarias. Los predicadores atronaban el templo y hacían crujir el púlpito a puñetazos. Es el día del juicio, decían, el fin del mundo está por venir. La cólera divina rebosando se derrama en inundación. ¡Ay de vosotros pecadores! ¡Ay de vosotros unitarios impíos que os mofáis de la iglesia, de los santos, y no escucháis con veneración la palabra de los ungidos del Señor! ¡Ay de vosotros si no imploráis misericordia al pie de los altares! Llegará la hora tremenda del vano crujir de dientes y de las frenéticas imprecaciones. Vuestra impiedad, vuestras herejías, vuestras blasfemias, vuestros crímenes horrendos, han traído sobre nuestra tierra las plagas del Señor. La justicia y el Dios de la Federación os declarará malditos.


Las pobres mujeres salían sin aliento, anonadadas del templo, echando, como era natural, la culpa de aquella calamidad a los unitarios.


Continuaba, sin embargo, lloviendo a cántaros, y la inundación crecía acreditando el pronóstico de los predicadores. Las campanas comenzaron a tocar rogativas por orden del muy católico Restaurador, quien parece no las tenía todas consigo. Los libertinos, los incrédulos, es decir, los unitarios, empezaron a amedrentarse al ver tanta cara compungida, oír tanta batahola de imprecaciones. Se hablaba ya como de cosa resuelta de una procesión en que debía ir toda la población descalza y a cráneo descubierto, acompañando al Altísimo, llevado bajo palio por el Obispo, hasta la barranca de Balcarce, donde millares de voces conjurando al demonio unitario de la inundación, debían implorar la misericordia divina.


Feliz, o mejor, desgraciadamente, pues la cosa habría sido de verse, no tuvo efecto la ceremonia, porque bajando el Plata, la inundación se fue poco a poco escurriendo en su inmenso lecho sin necesidad de conjuro ni plegarias.


Lo que hace principalmente a mi historia es que por causa de la inundación estuvo quince días el matadero de la Convalecencia sin ver una sola cabeza vacuna, y que en uno o dos, todos los bueyes de quinteros yaguateros se consumieron en el abasto de la ciudad. Los pobres niños y enfermos se alimentaban con huevos y gallinas, y los gringos y herejotes bramaban por el beef-steak y el asado. La abstinencia de carne era general en el pueblo, que nunca se hizo más digno de la bendición de la iglesia, y así fue que llovieron sobre él millones y millones de indulgencias plenarias. Las gallinas se pusieron a 6 $ y los huevos a 4 reales y el pescado carísimo. No hubo en aquellos días cuaresmales promiscuaciones ni excesos de gula; pero en cambio se fueron derechito al cielo innumerables ánimas y acontecieron cosas que parecen soñadas.


No quedó en el matadero ni un solo ratón vivo de muchos millares que allí tenían albergue. Todos murieron de hambre o ahogados en sus cuevas por la incesante lluvia. Multitud de negras rebusconas de achuras, como los caranchos de presa, se desbandaron por la ciudad como otras tantas harpías prontas a devorar cuanto hallaran comible. Las gaviotas y los perros inseparables rivales suyos en el matadero, emigraron en busca de alimento animal. Porción de viejos achacosos cayeron en consunción por falta de nutritivo caldo; pero lo más notable que sucedió fue el fallecimiento casi repentino de unos cuantos gringos herejes que cometieron el desacato de darse un hartazgo de chorizos de Extremadura, jamón y bacalao y se fueron al otro mundo a pagar el pecado cometido por tan abominable promiscuación.


Algunos médicos opinaron que si la carencia de careo continuaba, medio pueblo caería en síncope por estar los estómagos acostumbrados a su corroborante jugo; y era de notar el contraste entre estos tristes pronósticos de la ciencia y los anatemas lanzados desde el púlpito por los reverendos padres contra toda clase de nutrición animal y de promiscuación en aquellos días destinados por la iglesia al ayuno y la penitencia. Se originó de aquí una especie de guerra intestina entre los estómagos y las conciencias, atizada por el inexorable apetito y las no menos inexorables vociferaciones de los ministros de la iglesia, quienes, como es su deber, no transigen con vicio alguno que tienda a relajar las costumbres católicas: a lo que se agregaba el estado de flatulencia intestinal de los habitantes, producido por el pescado y los porotos y otros alimentos algo indigestos.


Esta guerra se manifestaba por sollozos y gritos descompasados en la peroración de los sermones y por rumores y estruendos subitáneos en las casas y calles de la ciudad o donde quiera concurrían gentes. Alarmose un tanto el gobierno, tan paternal como previsor, del Restaurador creyendo aquellos tumultos de origen revolucionario y atribuyéndolos a los mismos salvajes unitarios, cuyas impiedades, según los predicadores federales, habían traído sobre el país la inundación de la cólera divina; tomó activas providencias, desparramó sus esbirros por la población y por último, bien informado, promulgó un decreto tranquilizador de las conciencias y de los estómagos, encabezado por un considerando muy sabio y piadoso para que a todo trance y arremetiendo por agua y todo se trajese ganado a los corrales.


En efecto, el decimosexto día de la carestía víspera del día de Dolores, entró a nado por el paso de Burgos al matadero del Alto una tropa de cincuenta novillos gordos; cosa poca por cierto para una población acostumbrada a consumir diariamente de 250 a 300, y cuya tercera parte al menos gozaría del fuero eclesiástico de alimentarse con carne. ¡Cosa estraña que haya estómagos privilegiados y estómagos sujetos a leyes inviolables y que la iglesia tenga la llave de los estómagos!


Pero no es extraño, supuesto que el diablo con la carne suele meterse en el cuerpo y que la iglesia tiene el poder de conjurarlo: el caso es reducir al hombre a una máquina cuyo móvil principal no sea su voluntad sino la de la iglesia y el gobierno. Quizá llegue el día en que sea prohibido respirar aire libre, pasearse y hasta conversar con un amigo, sin permiso de autoridad competente. Así era, poco más o menos, en los felices tiempos de nuestros beatos abuelos que por desgracia vino a turbar la revolución de Mayo.


Sea como fuera; a la noticia de la providencia gubernativa, los corrales del Alto se llenaron, a pesar del barro, de carniceros, achuradores y curiosos, quienes recibieron con grandes vociferaciones y palmoteos los cincuenta novillos destinados al matadero.


-Chica, pero gorda -exclamaban.- ¡Viva la Federación! ¡Viva el Restaurador!


Porque han de saber los lectores que en aquel tiempo la Federación estaba en todas partes, hasta entre las inmundicias del matadero y no había fiesta sin Restaurador como no hay sermón sin Agustín. Cuentan que al oír tan desaforados gritos las últimas ratas que agonizaban de hambre en sus cuevas, se reanimaron y echaron a correr desatentadas conociendo que volvían a aquellos lugares la acostumbrada alegría y la algazara precursora de abundancia.


El primer novillo que se mató fue todo entero de regalo al Restaurador, hombre muy amigo del asado. Una comisión de carniceros marchó a ofrecérselo a nombre de los federales del matadero, manifestándole in voce su agradecimiento por la acertada providencia del gobierno, su adhesión ilimitada al Restaurador y su odio entrañable a los salvajes unitarios, enemigos de Dios y de los hombres. El Restaurador contestó a la arenga rinforzando sobre el mismo tema y concluyó la ceremonia con los correspondientes vivas y vociferaciones de los espectadores y actores. Es de creer que el Restaurador tuviese permiso especial de su ilustrísima para no abstenerse de carne, porque siendo tan buen observador de las leyes, tan buen católico y tan acérrimo protector de la religión, no hubiera dado mal ejemplo aceptando semejante regalo en día santo.


Siguió la matanza y en un cuarto de hora cuarenta y nueve novillos se hallan tendidos en la playa del matadero, desollados unos, los otros por desollar. E1 espectáculo que ofrecía entonces era animado y pintoresco aunque reunía todo lo horriblemente feo, inmundo y deforme de una pequeña clase proletaria peculiar del Río de la Plata. Pero para que el lector pueda percibirlo a un golpe de ojo preciso es hacer un croquis de la localidad.


El matadero de la Convalescencia o del Alto, sito en las quintas al Sud de la ciudad, es una gran playa en forma rectangular colocada al extremo de dos calles, una de las cuales allí se termina y la otra se prolonga hacia el Este. Esta playa con declive al Sud, está cortada por un zanjón labrado por la corriente de las aguas pluviales, en cuyos bordes laterales se muestran innumerables cuevas de ratones y cuyo cauce, recoge en tiempo de lluvia, toda la sangrasa seca o reciente del matadero. En la junción del ángulo recto hacia el Oeste está lo que llaman la casilla, edificio bajo, de tres piezas de media agua con corredor al frente que da a la calle y palenque para atar caballos, a cuya espalda se notan varios corrales de palo a pique de ñandubay con sus fornidas puertas para encerrar el ganado.


Estos corrales son en tiempo de invierno un verdadero lodazal en el cual los animales apeñuscados se hunden hasta el encuentro y quedan como pegados y casi sin movimiento. En la casilla se hace la recaudación del impuesto de corrales, se cobran las multas por violación de reglamentos y se sienta el juez del matadero, personaje importante, caudillo de los carniceros y que ejerce la suma del poder en aquella pequeña república por delegación del Restaurador. -Fáciles calcular qué clase de hombre se requiere para el desempeño de semejante cargo. La casilla por otra parte, es un edificio tan ruin y pequeño que nadie lo notaría en los corrales a no estar asociado su nombre al del terrible juez y a no resaltar sobre su blanca cintura los siguientes letreros rojos: «Viva la Federación», «Viva el Restaurador y la heroína doña Encarnación Ezcurra», «Mueran los salvajes unitarios». Letreros muy significativos, símbolo de la fe política y religiosa de la gente del matadero. Pero algunos lectores no sabrán que la tal heroína es la difunta esposa del Restaurador, patrona muy querida de los carniceros, quienes, ya muerta, la veneraban como viva por sus virtudes cristianas y su federal heroísmo en la revolución contra Balcarce. Es el caso que en un aniversario de aquella memorable hazaña de la mazorca los carniceros festejaron con un espléndido banquete en la casilla a la heroína, banquete a que concurrió con su hija y otras señoras federales, y que allí en presencia de un gran concurso ofreció a los señores carniceros en un solemne brindis su federal patrocinio, por cuyo motivo ellos la proclamaron entusiasmados patrona del matadero, estampando su nombre en las paredes de la casilla donde se estará hasta que lo borre la mano del tiempo.


La perspectiva del matadero a la distancia era grotesca, llena de animación. Cuarenta y nueve reses estaban tendidas sobre sus cueros y cerca de doscientas personas hollaban aquel suelo de lodo regado con la sangre de sus arterias. En torno de cada res resaltaba un grupo de figuras humanas de tez y raza distintas. La figura mas prominente de cada grupo era el carnicero con el cuchillo en mano, brazo y pecho desnudos, cabello largo y revuelto, camisa y chiripá y rostro embadurnado de sangre. A sus espaldas se rebullían caracoleando y siguiendo los movimientos una comparsa de muchachos, de negras y mulatas achuradoras, cuya fealdad trasuntaba las harpías de la fábula, y entremezclados con ella algunos enormes mastines, olfateaban, gruñían o se daban de tarascones por la presa. Cuarenta y tantas carretas toldadas con negruzco y pelado cuero se escalonaban irregularmente a lo largo de la playa y algunos jinetes con el poncho calado y el lazo prendido al tiento, cruzaban por entre ellas al tranco o reclinados sobre el pescuezo de los caballos echaban ojo indolente sobre uno de aquellos animados grupos, al paso que mas arriba, en el aire, un enjambre de gaviotas blanquiazules que habían vuelto de la emigración al olor de carne, revoloteaban cubriendo con su disonante graznido todos los ruidos y voces del matadero y proyectando una sombra clara sobre aquel campo de horrible carnicería. Esto se notaba al principio de la matanza.


Pero a medida que adelantaba, la perspectiva variaba; los grupos se deshacían, venían a formarse tomando diversas aptitudes y se desparramaban corriendo como si en medio de ellos cayese alguna bala perdida o asomase la quijada de algún encolerizado mastín. Esto era, que inter el carnicero en un grupo descuartizaba a golpe de hacha, colgaba en otro los cuartos en los ganchos a su carreta, despellejaba en éste, sacaba el sebo en aquél, de entre la chusma que ojeaba y aguardaba la presa de achura salía de cuando en cuando una mugrienta mano a dar un tarazcón con el cuchillo al sebo o a los cuartos de la res, lo que originaba gritos y explosión de cólera del carnicero y el continuo hervidero de los grupos, -dichos y gritería descompasada de los muchachos.


-Ahí se mete el sebo en las tetas, la tía -gritaba uno.


-Aquel lo escondió en el alzapón -replicaba la negra.


-¡Che!, negra bruja, salí de aquí antes que te pegue un tajo -exclamaba el carnicero.


-¿Qué le hago ño, Juan?, ¡no sea malo! Yo no quiero sino la panza y las tripas.


-Son para esa bruja: a la m…


-¡A la bruja! ¡a la bruja! -repitieron los muchachos-: ¡se lleva la riñonada y el tongorí! -y cayeron sobre su cabeza sendos cuajos de sangre y tremendas pelotas de barro.


Hacia otra parte, entre tanto, dos africanas llevaban arrastrando las entrañas de un animal; allá una mulata se alejaba con un ovillo de tripas y resbalando de repente sobre un charco de sangre, caía a plomo, cubriendo con su cuerpo la codiciada presa. Acullá se veían acurrucadas en hilera 400 negras destejiendo sobre las faldas el ovillo y arrancando uno a uno los sebitos que el avaro cuchillo del carnicero había dejado en la tripa como rezagados, al paso que otras vaciaban panzas y vejigas y las henchían de aire de sus pulmones para depositar en ellas, luego de secas, la achura.


Varios muchachos gambeteando a pie y a caballo se daban de vejigazos o se tiraban bolas de carne, desparramando con ellas y su algazara la nube de gaviotas que columpiándose en el aire celebraba chillando la matanza. Oíanse a menudo a pesar del veto del Restaurador y de la santidad del día, palabras inmundas y obscenas, vociferaciones preñadas de todo el cinismo bestial que caracteriza a la chusma de nuestros mataderos, con las cuales no quiero regalar a los lectores.


De repente caía un bofe sangriento sobre la cabeza de alguno, que de allí pasaba a la de otro, hasta que algún deforme mastín lo hacia buena presa, y una cuadrilla de otros, por si estrujo o no estrujo, armaba una tremenda de gruñidos y mordiscones. Alguna tía vieja salia furiosa en persecución de un muchacho que le había embadurnado el rostro con sangre, y acudiendo a sus gritos y puteadas los compañeros del rapaz, la rodeaban y azuzaban como los perros al toro y llovían sobre ella zoquetes de carne, bolas de estiércol, con groseras carcajadas y gritos frecuentes, hasta que el juez mandaba restablecer el orden y despejar el campo.


Por un lado dos muchachos se adiestraban en el manejo del cuchillo tirándose horrendos tajos y reveses; por otro cuatro ya adolescentes ventilaban a cuchilladas el derecho a una tripa gorda y un mondongo que habían robado a un carnicero; y no de ellos distante, porción de perros flacos ya de la forzosa abstinencia, empleaban el mismo medio para saber quién se llevaría un hígado envuelto en barro. Simulacro en pequeño era este del modo bárbaro con que se ventilan en nuestro país las cuestiones y los derechos individuales y sociales. En fin, la escena que se representaba en el matadero era para vista no para escrita.


Un animal había quedado en los corrales de corta y ancha cerviz, de mirar fiero, sobre cuyos órganos genitales no estaban conformes los pareceres porque tenía apariencias de toro y de novillo. Llegole su hora. Dos enlazadores a caballo penetraron al corral en cuyo contorno hervía la chusca a pie, a caballo y horquetada sobre sus ñudosos palos. Formaban en la puerta el más grotesco y sobresaliente grupo varios pialadores y enlazadores de a pie con el brazo desnudo y armados del certero lazo, la cabeza cubierta con un pañuelo punzó y chaleco y chiripá colorado, teniendo a sus espaldas varios jinetes y espectadores de ojo escrutador y anhelante.


El animal prendido ya al lazo por las astas, bramaba echando espuma furibundo y no había demonio que lo hiciera salir del pegajoso barro donde estaba como clavado y era imposible pialarlo. Gritábanlo, lo azuzaban en vano con las mantas y pañuelos los muchachos prendidos sobre las horquetas del corral, y era de oír la disonante batahola de silbidos, palmadas y voces tiples y roncas que se desprendía de aquella singular orquesta.


Los dicharachos, las exclamaciones chistosas y obscenas rodaban de boca en boca y cada cual hacia alarde espontáneamente de su ingenio y de su agudeza excitado por el espectáculo o picado por el aguijón de alguna lengua locuaz.


-Hi de p… en el toro.


-Al diablo los torunos del Azul.


-Mal haya el tropero que nos da gato por liebre.


-Si es novillo.


-¿No está viendo que es toro viejo?


-Como toro le ha de quedar. ¡Muéstreme los c…, si le parece, c…o!


-Ahí los tiene entre las piernas. No los ve, amigo, más grandes que la cabeza de su castaño; ¿o se ha quedado ciego en el camino?


-Su madre sería la ciega, pues que tal hijo ha parido. ¿No ve que todo ese bulto es barro?


-Es emperrado y arisco como un unitario. -Y al oír esta mágica palabra todos a una voz exclamaron: ¡mueran los salvajes unitarios!


-Para el tuerto los h…


-Sí, para el tuerto, que es hombre de c… para pelear con los unitarios.


-El matahambre a Matasiete, degollador de unitarios. ¡Viva Matasiete!


-¡A Matasiete el matahambre!


-Allá va, gritó una voz ronca interrumpiendo aquellos desahogos de la cobardía feroz. ¡Allá va el toro!


-¡Alerta! Guarda los de la puerta. Allá va furioso como un demonio!


Y en efecto, el animal acosado por los gritos y sobre todo por dos picanas agudas que le espoleaban la cola, sintiendo flojo el lazo, arremetió bufando a la puerta, lanzando a entrambos lados una rojiza y fosfórica mirada. Diole el tirón el enlazador sentando su caballo, desprendió el lazo de la asta, crujió por el aire un áspero zumbido y al mismo tiempo se vio rodar desde lo alto de una horqueta del corral, como si un golpe de hacha la hubiese dividido a cercén una cabeza de niño cuyo tronco permaneció inmóvil sobre su caballo de palo, lanzando por cada arteria un largo chorro de sangre.


-Se cortó el lazo -gritaron unos-: allá va el toro -pero otros deslumbrados y atónitos guardaron silencio porque todo fue como un relámpago.


Desparramose un tanto el grupo de la puerta. Una parte se agolpó sobre la cabeza y el cadáver palpitante del muchacho degollado por el lazo, manifestando horror en su atónito semblante, y la otra parte compuesta de jinetes que no vieron la catástrofe se escurrió en distintas direcciones en pos del toro, vociferando y gritando: ¡Allá va el toro! ¡Atajen! ¡Guarda! -Enlaza, Siete pelos. -¡Que te agarra, Botija! -Ya furioso; no se le pongan delante. -¡Ataja, ataja morado! -Dele espuela al mancarrón. -Ya se metió en la calle sola. -¡Que lo ataje el diablo!


El tropel y vocería era infernal. Unas cuantas negras achuradoras sentadas en hilera al borde del zanjón oyendo el tumulto se acogieron y agazaparon entre las panzas y tripas que desenredaban y devanaban con la paciencia de Penélope, lo que sin duda las salvó porque el animal lanzó al mirarlos un bufido aterrador, dio un brinco sesgado y siguió adelante perseguido por los jinetes. Cuentan que una de ellas se fue de cámaras; otra rezó diez salves en dos minutos, y dos prometieron a San Benito no volver jamás a aquellos malditos corrales y abandonar el oficio de achuradoras. No se sabe si cumplieron la promesa.


El toro entre tanto tomó hacia la ciudad por una larga y angosta calle que parte de la punta más aguda del rectángulo anteriormente descripto, calle encerrada por una zanja y un cerco de tunas, que llaman soles por no tener mas de dos casas laterales y en cuyo aposado centro había un profundo pantano que tomaba de zanja a zanja. Cierto inglés, de vuelta de su saladero vadeaba este pantano a la sazón, paso a paso en un caballo algo arisco, y sin duda iba tan absorto en sus cálculos que no oyó el tropel de jinetes ni la gritería sino cuando el toro arremetía al pantano. Azorose de repente su caballo dando un brinco al sesgo y echó a correr dejando al pobre hombre hundido media vara en el fango. Este accidente, sin embargo, no detuvo ni refrenó la carrera de los perseguidores del toro, antes al contrario, soltando carcajadas sarcásticas: -Se amoló el gringo; levántate, gringo -exclamaron, y cruzando el pantano amasando con barro bajo las patas de sus caballos, su miserable cuerpo. Salió el gringo, como pudo, después a la orilla, más con la apariencia de un demonio tostado por las llamas del infierno que de un hombre blanco pelirrubio. Más adelante al grito de ¡al toro! ¡al toro! cuatro negras achuradores que se retiraban con su presa se zabulleron en la zanja llena de agua, único refugio que les quedaba.


El animal, entre tanto, después de haber corrido unas 20 cuadras en distintas direcciones azorando con su presencia a todo viviente se metió por la tranquera de una quinta donde halló su perdición. Aunque cansado, manifestaba bríos y colérico ceño; pero rodeábalo una zanja profunda y un tupido cerco de pitas, y no había escape. Juntáronse luego sus perseguidores que se hallaban desbandados y resolvieron llevarlo en un señuelo de bueyes para que espiase su atentado en el lugar mismo donde lo había cometido.


Una hora después de su fuga el toro estaba otra vez en el Matadero donde la poca chusma que había quedado no hablaba sino de sus fechorías. La aventura del gringo en el pantano excitaba principalmente la risa y el sarcasmo. Del niño degollado por el lazo no quedaba sino un charco de sangre: su cadáver estalla en el cementerio.


Enlazaron muy luego por las astas al animal que brincaba haciendo hincapié y lanzando roncos bramidos. Echáronle, uno, dos, tres piales; pero infructuosos: al cuarto quedó prendido de una pata: su brío y su furia redoblaron; su lengua estirándose convulsiva arrojaba espuma, su nariz humo, sus ojos miradas encendidas -¡Desgarreten ese animal! exclamó una voz imperiosa. Matasiete se tiró al punto del caballo, cortole el garrón de una cuchillada y gambeteando en torno de él con su enorme daga en mano, se la hundió al cabo hasta el puño en la garganta mostrándola en seguida humeante y roja a los espectadores. Brotó un torrente de la herida, exhaló algunos bramidos roncos, vaciló y cayó el soberbio animal entre los gritos de la chusma que proclamaba a Matasiete vencedor y le adjudicaba en premio el matambre. Matasiete extendió, como orgulloso, por segunda vez el brazo y el cuchillo ensangrentado y se agachó a desollarle con otros compañeros.


Faltaba que resolver la duda sobre los órganos genitales del muerto clasificado provisoriamente de toro por su indomable fiereza; pero estaban todos tan fatigados de la larga tarea que la echaron por lo pronto en olvido. Mas de repente una voz ruda exclamó: aquí están los huevos, sacando de la barriga del animal y mostrando a los espectadores dos enormes testículos, signo inequívoco de su dignidad de toro. La risa y la charla fue grande; todos los incidentes desgraciados pudieron fácilmente explicarse. Un toro en el Matadero era cosa muy rara, y aun vedada. Aquél, según reglas de buena policía debió arrojarse a los perros; pero había tanta escasez de carne y tantos hambrientos en la población, que el señor Juez tuvo a bien hacer ojo lerdo.


En dos por tres estuvo desollado, descuartizado y colgado en la carreta el maldito toro. Matasiete colocó el matambre bajo el pellón de su recado y se preparaba a partir. La matanza estaba concluida a las 12, y la poca chusma que había presenciado hasta el fin, se retiraba en grupos de a pie y de a caballo, o tirando a la cincha algunas carretas cargadas de carne.


Mas de repente la ronca voz de un carnicero gritó: -¡Allí viene un unitario!, y al oír tan significativa palabra toda aquella chusma se detuvo como herida de una impresión subitánea.


-¿No le ven la patilla en forma de U? No trae divisa en el fraque ni luto en el sombrero.


-Perro unitario.


-Es un cajetilla.


-Monta en silla como los gringos.


-La mazorca con él.


-¡La tijera!


-Es preciso sobarlo.


-Trae pistoleras por pintar.


-Todos estos cajetillas unitarios son pintores como el diablo.


-¿A que no te le animas, Matasiete?


-¿A que no?


-A que sí.


Matasiete era hombre de pocas palabras y de mucha acción. Tratándose de violencia, de agilidad, de destreza en el hacha, el cuchillo o el caballo, no hablaba y obraba. Lo habían picado: prendió la espuela a su caballo y se lanzó a brida suelta al encuentro del unitario.


Era este un joven como de 25 años de gallarda y bien apuesta persona que mientras salían en borbotón de aquellas desaforadas bocas las anteriores exclamaciones trotaba hacia Barracas, muy ajeno de temer peligro alguno. Notando empero, las significativas miradas de aquel grupo de dogos de matadero, echa maquinalmente la diestra sobre las pistoleras de su silla inglesa, cuando una pechada al sesgo del caballo de Matasiete lo arroja de los lomos del suyo tendiéndolo a la distancia boca arriba y sin movimiento alguno.


-¡Viva Matasiete! -exclamó toda aquella chusma cayendo en tropel sobre la víctima como los caranchos rapaces sobre la osamenta de un buey devorado por el tigre.


Atolondrado todavía el joven fue, lanzando una mirada de fuego sobre aquellos hombres feroces, hacia su caballo que permanecía inmóvil no muy distante a buscar en sus pistolas el desagravio y la venganza. Matasiete dando un salto le salió al encuentro y con fornido brazo asiéndolo de la corbata lo tendió en el suelo tirando al mismo tiempo la daga de la cintura y llevándola a su garganta.


Una tremenda carcajada y un nuevo viva estertóreo volvió a victoriarlo.


¡Qué nobleza de alma! ¡Qué bravura en los federales!, siempre en pandilla cayendo como buitres sobre la víctima inerte.


-Degüéllalo, Matasiete -quiso sacar las pistolas-. Degüéllalo como al Toro.


-Pícaro unitario. Es preciso tusarlo.


-Tiene buen pescuezo para el violín.


-Tócale el violín.


-Mejor es resbalosa.


-Probemos -dijo Matasiete y empezó sonriendo a pasar el filo de su daga por la garganta del caído, mientras con la rodilla izquierda le comprimía el pecho y con la siniestra mano le sujetaba por los cabellos.


-No, no le degüellen -exclamó de lejos la voz imponente del Juez del Matadero que se acercaba a caballo.


-A la casilla con él, a la casilla. Preparen la mashorca y las tijeras. ¡Mueran los salvajes unitarios! ¡Viva el Restaurador de las leyes!


-Viva Matasiete.


¡Mueran! ¡Vivan!, repitieron en coro los espectadores y atándole codo con codo, entre moquetes y tirones, entre vociferaciones e injurias arrastraron al infeliz joven al banco del tormento como los sayones al Cristo.


La sala de la casilla tenía en su centro una grande y fornida mesa de la cual no salían los vasos de bebida y los naipes sino para dar lugar a las ejecuciones y torturas de los sayones federales del Matadero. Notábase además en un rincón otra mesa chica con recado de escribir y un cuaderno de apuntes y porción de sillas entre las que resaltaba un sillón de brazos destinado para el Juez. Un hombre, soldado en apariencia, sentado en una de ellas cantaba al son de la guitarra la resbalosa, tonada de inmensa popularidad entre los federales, cuando la chusma llegando en tropel al corredor de la casilla lanzó a empellones al joven unitario hacia el centro de la sala.


-A ti te toca la resbalosa -gritó uno.


-Encomienda tu alma al diablo.


-Está furioso como toro montaraz.


-Ya le amansará el palo.


-Es preciso sobarlo.


-Por ahora verga y tijera.


-Si no, la vela.


-Mejor será la mazorca.


-Silencio y sentarse -exclamó el Juez dejándose caer sobre su sillón. Todos obedecieron, mientras el joven de pie encarando al Juez exclamó con voz preñada de indignación:


-Infames sayones, ¿qué intentan hacer de mí?


-¡Calma! -dijo sonriendo el juez-; no hay que encolerizarse. Ya lo verás.


El joven, en efecto, estaba fuera de sí de cólera. Todo su cuerpo parecía estar en convulsión: su pálido y amoratado rostro, su voz, su labio trémulo, mostraban el movimiento convulsivo de su corazón, la agitación de sus nervios. Sus ojos de fuego parecían salirse de la órbita, su negro y lacio cabello se levantaba erizado. Su cuello desnudo y la pechera de su camisa dejaban entrever el latido violento de sus arterias y la respiración anhelante de sus pulmones.


-¿Tiemblas? -le dijo el Juez.


-De rabia, por que no puedo sofocarte entre mis brazos.


-¿Tendrías fuerza y valor para eso?


-Tengo de sobra voluntad y coraje para ti, infame.


-A ver las tijeras de tusar mi caballo; túsenlo a la federala.


Dos hombres le asieron, vino de la ligadura del brazo, otro de la cabeza y en un minuto cortáronle la patilla que poblaba toda su barba por bajo, con risa estrepitosa de sus espectadores.


-A ver -dijo el Juez-, un vaso de agua para que se refresque.


-Uno de hiel te haría yo beber, infame.


Un negro petizo púsosele al punto delante con un vaso de agua en la mano. Diole el joven un puntapié en el brazo y el vaso fue a estrellarse en el techo salpicando el asombrado rostro de los espectadores.


-Éste es incorregible.


-Ya lo domaremos.


-Silencio -dijo el Juez-, ya estás afeitado a la federala, sólo te falta el bigote. Cuidado con olvidarlo. Ahora vamos a cuentas.


-¿Por qué no traes divisa?


-Porque no quiero.


-No sabes que lo manda el Restaurador.


-La librea es para vosotros, esclavos, no para los hombres libres.


-A los libres se les hace llevar a la fuerza.


-Sí, la fuerza y la violencia bestial. Ésas son vuestras armas; infames. El lobo, el tigre, la pantera también son fuertes como vosotros. Deberíais andar como ellas en cuatro patas.


-¿No temes que el tigre te despedace?


-Lo prefiero a que maniatado me arranquen como el cuervo, una a una las entrañas.


-¿Por qué no llevas luto en el sombrero por la heroína?


-Porque lo llevo en el corazón por la Patria, por la Patria que vosotros habéis asesinado, ¡infames!


-No sabes que así lo dispuso el Restaurador.


-Lo dispusisteis vosotros, esclavos, para lisonjear el orgullo de vuestro señor y tributarle vasallaje infame.


-¡Insolente! Te has embravecido mucho. Te haré cortar la lengua si chistas.


-Abajo los calzones a ese mentecato cajetilla y a nalga pelada denle verga, bien atado sobre la mesa.


Apenas articuló esto el Juez, cuatro sayones salpicados de sangre, suspendieron al joven y lo tendieron largo a largo sobre la mesa comprimiéndole todos sus miembros.


-Primero degollarme que desnudarme; infame canalla.


Atáronle un pañuelo por la boca y empezaron a tironear sus vestidos. Encogíase el joven, pateaba, hacía rechinar los dientes. Tomaban ora sus miembros la flexibilidad del junco, ora la dureza del fierro y su espina dorsal era el eje de un movimiento parecido al de la serpiente. Gotas de sudor fluían por su rostro grandes como perlas; echaban fuego sus pupilas, su boca espuma, y las venas de su cuello y frente negreaban en relieve sobre su blanco cutis como si estuvieran repletas de sangre.


-Átenlo primero -exclamó el Juez.


-Está rugiendo de rabia -articuló un sayón.


En un momento liaron sus piernas en ángulo a los cuatro pies de la mesa volcando su cuerpo boca abajo. Era preciso hacer igual operación con las manos, para lo cual soltaron las ataduras que las comprimían en la espalda. Sintiéndolas libres el joven, por un movimiento brusco en el cual pareció agotarse toda su fuerza y vitalidad, se incorporó primero sobre sus brazos, después sobre sus rodillas y se desplomó al momento murmurando: -Primero degollarme que desnudarme, infame canalla.


Sus fuerzas se habían agotado; inmediatamente quedó atado en cruz y empezaron la obra de desnudarlo. Entonces un torrente de sangre brotó borbolloneando de la boca y las narices del joven y extendiéndose empezó a caer a chorros por entrambos lados de la mesa. Los sayones quedaron inmobles y los espectadores estupefactos.


-Reventó de rabia el salvaje unitario -dijo uno.


-Tenía un río de sangre en las venas -articuló otro.


-Pobre diablo: queríamos únicamente divertirnos con él y tomó la cosa demasiado a lo serio -exclamó el juez frunciendo el ceño de tigre-. Es preciso dar parte, desátenlo y vamos.


Verificaron la orden; echaron llave a la puerta y en un momento se escurrió la chusma en pos del caballo del Juez cabizbajo y taciturno.


Los federales habían dado fin a una de sus innumerables proezas.


En aquel tiempo los carniceros degolladores del Matadero eran los apóstoles que propagaban a verga y puñal la federación rosina, y no es difícil imaginarse que federación saldría de sus cabezas y cuchillas. Llamaban ellos salvaje unitario, conforme a la jerga inventada por el Restaurador, patrón de la cofradía, a todo el que no era degollador, carnicero, ni salvaje, ni ladrón; a todo hombre decente y de corazón bien puesto, a todo patriota ilustrado amigo de las luces y de la libertad; y por el suceso anterior puede verse a las claras que el foco de la federación estaba en el Matadero.





Ilustración: Steve Huston


jueves, 28 de agosto de 2025

Sortilegio de otoño (Joseph von Eichendorff)







El caballero Ubaldo, una tranquila tarde de otoño mientras cazaba, se encontró alejado de los suyos, y cabalgaba por los montes desiertos y boscosos cuando vio venir hacia él a un hombre vestido con ropas extrañas. El desconocido no advirtió la presencia del caballero hasta que estuvo delante de él. Ubaldo vio con estupor que vestía un jubón magnífico y muy adornado pero descolorido y pasado de moda. Su rostro era hermoso, aunque pálido, y estaba cubierto por una barba tupida y descuidada.


Los dos se saludaron sorprendidos y Ubaldo explicó que, por desgracia, se encontraba perdido. El sol se había ocultado detrás de los montes y aquel lugar se encontraba lejos de cualquier sitio habitado. El desconocido ofreció entonces al caballero pasar la noche en su compañía. Al día, añadió, le indicaría la única manera de salir de aquellos bosques. Ubaldo aceptó y lo siguió a través de los desiertos desfiladeros.


Pronto llegaron a un elevado risco a cuyo pie se encontraba una espaciosa cueva, en medio de la cual había una piedra y sobre la piedra un crucifijo de madera. Al fondo estaba situada una yacija de hojas secas. Ubaldo ató su caballo a la entrada y, mientras, el huésped trajo en silencio pan y vino. Después de haberse sentado, el caballero, a quien no le parecían las ropas del desconocido propias de un ermitaño, no pudo por más que preguntarle quién era y qué lo había llevado hasta allí.


-No indagues quién soy -respondió secamente el ermitaño, y su rostro se volvió sombrío y severo. Entonces Ubaldo notó que el ermitaño escuchaba con atención y se sumía en profundas meditaciones cuando empezó a contarle algunos viajes y gestas gloriosas que había realizado en su juventud. Finalmente Ubaldo, cansado, se acostó en la yacija que le había ofrecido su huésped y se durmió pronto, mientras el ermitaño se sentaba en el suelo a la entrada de la cueva.


A la mitad de la noche el caballero, turbado por agitados sueños, se despertó sobresaltado y se incorporó. Afuera, la luna bañaba con su clara luz el silencioso perfil de los montes. Delante de la caverna vio al desconocido paseando intranquilo de aquí para allá bajo los grandes árboles. Cantaba con voz profunda una canción de la que Ubaldo sólo consiguió entender estas palabras:


Me arrastra fuera de la cueva el temor.

Me llaman viejas melodías.

Dulce pecado, déjame

O póstrame en el suelo

Frente al embrujo de esta canción,

Ocultándome en las entrañas de la tierra.

 

¡Dios! Querría suplicarte con fervor,

Mas las imágenes del mundo siempre

Se interponen entre nosotros,

Y el rumor de los bosques

Me llena de terror el alma.

¡Severo Dios, te temo!

 

¡Oh, rompe también mis cadenas!

Para salvar a todos los hombres

Sufriste tú una amarga muerte.

Estoy perdido ante las puertas del infierno.

¡Qué desamparado estoy!

¡Jesús, ayúdame en mi angustia!


Al terminar su canción se sentó sobre una roca y pareció murmurar una imperceptible oración, semejante a una confusa fórmula mágica. El rumor del riachuelo cercano a las montañas y el leve silbido de los abetos se unieron en una misma melodía, y Ubaldo, vencido por el sueño, cayó de nuevo sobre su lecho.


Apenas brillaron los primeros rayos de la mañana a través de las copas de los árboles, cuando el ermitaño se presentó ante el caballero para mostrarle el camino hacia los desfiladeros. Ubaldo montó alegre su caballo y su extraño guía cabalgó en silencio junto a él. Pronto alcanzaron la cima del monte, y contemplaron la deslumbrante llanura que aparecía súbitamente a sus pies con sus torrentes, ciudades y fortalezas en la hermosa luz de la mañana. El ermitaño pareció especialmente sorprendido:


-¡Ah, qué hermoso es el mundo! -exclamó turbado, cubrió su rostro con ambas manos y se apresuró a adentrarse de nuevo en los bosques. Ubaldo, moviendo la cabeza, tomó el conocido camino que conducía a su castillo.


La curiosidad lo empujó de nuevo a buscar aquellas soledades, y, aunque con esfuerzo, consiguió encontrar la cueva, donde el ermitaño lo recibió esta vez sombrío y silencioso.


Ubaldo, por el canto nocturno del ermitaño en el primer encuentro, supo que éste quería sinceramente expiar graves pecados, pero le pareció que su espíritu luchaba en vano contra el enemigo, pues en su conducta no existía la alegre confianza de un alma verdaderamente sumisa a la voluntad de Dios, y, con frecuencia, cuando conversaban sentados uno junto al otro, irrumpía una contenida ansiedad terrenal con una fuerza terrible en los extraviados y llameantes ojos de aquel hombre, transformando su fisonomía y dándole un cierto aire salvaje.


Esto impulsó al piadoso caballero a hacer más frecuentes sus visitas para ayudar con todas sus fuerzas a aquel espíritu vacilante. Sin embargo, el ermitaño calló su nombre y su vida anterior durante todo aquel tiempo, y parecía temeroso de su pasado. Pero, con cada visita se tornaba más apacible y confiado. Así, finalmente consiguió el buen caballero convencerlo para que lo acompañara a su castillo.


Ya había anochecido cuando llegaron a la fortaleza. El caballero Ubaldo ordenó encender un hermoso fuego en la chimenea e hizo traer el mejor vino de cuantos tenía. Era la primera vez que el ermitaño parecía encontrarse a gusto. Observaba muy atentamente una espada y otras armas que, colgadas en la pared, reflejaban los destellos de la lumbre, y luego contemplaba silenciosamente al caballero.


-Vos sois feliz -dijo-, y veo vuestra firme y gallarda figura con verdadero temor y profundo respeto; vivís sin que os conmueva la alegría ni el dolor, y domináis con serena tranquilidad la vida, al igual que un navegante que sabe manejar el timón, y no se deja confundir con el maravilloso canto de las sirenas. Junto a vos me he sentido muchas veces como un necio cobarde o como un loco. Hay personas embriagadas de vida. ¡Qué terrible es volver de nuevo a la sobriedad!


Ubaldo, que no quería desaprovechar aquel desacostumbrado comportamiento de su huésped, le insistió con entusiasmo para que le revelara la historia de su vida. El ermitaño se quedó pensativo.


-Si me prometéis -dijo finalmente- mantener eternamente en secreto lo que voy a contaros y me permitís omitir los nombres, lo haré.


El caballero levantó la mano en señal de juramento y llamó a continuación a su mujer, de cuyo silencio respondía, para que participase junto con él de la historia tan ansiosamente esperada.


Ésta apareció con un niño en sus brazos y llevando a otro de la mano. Era alta y de hermosa figura en su floreciente juventud, silenciosa y dulce como el crepúsculo, reflejando en los encantadores niños su propia belleza. El huésped se sintió profundamente confundido al verla. Abrió bruscamente la ventana y, pensativo, detuvo su mirada unos instantes en el bosque oscurecido. Tranquilizado, volvió junto a ellos, se sentaron alrededor del fuego y empezó a hablar de la siguiente manera:


«El tibio sol del otoño se levantaba sobre la niebla azul que cubría los valles cercanos a mi castillo. La música había callado, la fiesta terminaba y los animados invitados se dispersaban. Era una fiesta de despedida que yo ofrecía a mi más querido amigo, que aquel día, con su hueste, se había armado de la Santa Cruz para unirse al ejército cristiano en la conquista de Tierra Santa. Desde nuestra más temprana juventud era esta empresa nuestra única meta, el único deseo y la única esperanza de nuestros sueños de adolescencia. Aún hoy recuerdo con indescriptible nostalgia aquel tiempo tranquilo como la mañana, cuando, sentados bajo los altos tilos de mi castillo, seguíamos con la imaginación las nubes navegantes hacia aquella tierra bendita, donde Godofredo y otros héroes vivían y combatían en el claro esplendor de la gloria. Pero, ¡qué pronto cambió todo en mí!


»Una doncella, flor de toda belleza, que había visto muy poco y de la cual, sin que ella lo supiera, estaba perdidamente enamorado, me retenía en la cárcel silenciosa de estas montañas. Sí, yo era lo bastante fuerte para luchar, pero no tuve el valor de alejarme, y dejé marchar solo al amigo.


»También la doncella había participado en la fiesta y yo había sucumbido al esplendor de su hermosura. Al alba, cuando ella iba a despedirse y yo la ayudaba a montar en su caballo, tuve el valor de confesarle que, si era su voluntad, renunciaría a mi empresa. Ella no dijo nada y me miró fijamente, casi con horror, y salió al galope.»


Oyendo estas palabras, Ubaldo y su mujer se miraron sin ocultar su asombro. Pero el huésped no lo advirtió y siguió su relato:


«Todos se habían ido. Los rayos del sol, a través de las altas ventanas ojivales, entraban en los salones vacíos, donde sólo resonaban mis pasos. Permanecí largo tiempo asomado al mirador; del silencioso bosque llegaban los acompasados golpes de las hachas de los leñadores. Tan grande era mi soledad, que, en un momento, se apoderó de mí una indescriptible ansiedad. No pude soportarlo: monté sobre mi caballo y salí de caza para aliviar mi oprimido corazón.


»Erré durante mucho tiempo y, finalmente, me encontré perdido en un paraje desconocido entre las montañas. Cabalgaba pensativo, con mi halcón en la mano a través de un prado maravilloso que acariciaban los oblicuos rayos del sol poniente. Las nubes otoñales se movían ligeras en el aire azul y sobre las montañas se oían los cantos de adiós de los pájaros migratorios.


»De repente llegó a mis oídos el sonido de varios cuernos de caza que parecían responderse unos a otros desde las cimas. Algunas voces los acompañaban con un canto. Hasta entonces, ninguna melodía me había conmovido de tal manera, y, aún hoy, recuerdo algunas de sus estrofas, que llegaban a mí a través del viento:


Por lo alto, en bandadas amarillas y rojas

Se van los pájaros volando.

Los pensamientos vagan sin consuelo

¡Ay de mí, que no encuentran refugio!

Y las oscuras quejas de los cuernos,

Golpean el corazón solitario.

 

¿Ves el perfil de los azules montes

Que se yergue a lo lejos sobre los bosques,

Y los arroyos que en el valle silencioso,

Se alejan susurrantes?

Nubes, arroyos, pájaros ruidosos:

Todo se junta allá a lo lejos.

 

Mis rizos de oro ondean

Y florece mi joven cuerpo dulcemente.

Pronto sucumbe la belleza;

Igual que el esplendor se apaga del verano

Debe la juventud inclinar sus flores.

Callan alrededor todos los cuernos.

 

Esbeltos brazos para abrazar,

Y roja boca para el dulce beso,

El cobijo del blanco seno,

Y el cálido saludo de amor,

Te ofrece el eco de los cuernos de caza.

Dulce amor, ven, antes de que callen.


»Yo estaba confundido con aquella melodía que había conmovido mi corazón. Mi halcón, tan pronto como oyó las primeras notas, se intranquilizó, para después desaparecer en el aire y no volver más. Yo, sin embargo, incapaz de resistir, seguí oyendo aquella seductora melodía que confusa, unas veces se alejaba y, otras, llevada por el viento, parecía acercarse.


»Finalmente salí del bosque y divisé delante de mí, sobre la cumbre de una montaña, un majestuoso castillo. Desde arriba hasta el bosque, sonreía un bellísimo jardín, repleto de todos los colores, que rodeaba al castillo como un anillo mágico. Todos los árboles y los setos, encendidos por los tonos violentos del otoño, aparecían purpúreos, amarillos oro y rojos fuego. Altos áster, las últimas estrellas del verano, brillaban allí con múltiples destellos. El sol poniente derramaba sus últimos rayos sobre aquella deliciosa altura, reflejando sus deslumbrantes llamas en las ventanas y en las fuentes.


»Me di cuenta entonces de que el sonido de los cuernos de caza que había escuchado poco antes provenía de este jardín. Vi con espanto, en medio de tanta magnificencia, bajo los emparrados, a la doncella de mis sueños, que paseaba cantando la misma melodía. Al verme calló, pero los cuernos de caza seguían sonando. Hermosos muchachos, vestidos de seda, se acercaron a mí y me ayudaron a desmontar.


»Pasé a través del arco ligero y dorado de la cancela, directo hacia la explanada del jardín, donde se encontraba mi amada y caí a sus pies, vencido por tanta belleza. Llevaba un vestido rojo oscuro; largos velos transparentes cubrían sus rizos dorados, que una diadema de piedras preciosas sujetaba sobre la frente.


»Me ayudó a levantarme amorosamente y, con voz entrecortada por el amor y el dolor, me dijo:


»-¡Cuánto te amo, hermoso e infeliz joven! Desde hace mucho tiempo te amo, y cuando el otoño inicia su fiesta misteriosa despierta mi deseo con nueva e irresistible fuerza. ¡Infeliz! ¿Cómo has llegado a la esfera de mi canción? Déjame y vete.


»Al oír estas palabras fui presa de un gran temblor y le supliqué que me hablara y se explicase. Pero ella no respondió, y recorrimos silenciosos, uno al lado del otro, el jardín.


»Mientras tanto, había oscurecido y el aspecto de la doncella se había tornado grave y majestuoso.


»-Debes saber -dijo- que tu amigo de la infancia, el cual hoy se ha despedido de ti, es un traidor. He sido obligada a ser su prometida. Sólo por celos te ha ocultado su amor. No ha partido hacia Palestina: mañana vendrá para llevarme a un castillo lejano donde estaré eternamente oculta a la mirada de todos. Ahora debo irme. Sólo nos volveremos a ver si él muere.


»Dicho esto, me besó en los labios y desapareció en las oscuras galerías. Una gema de su diadema heló mi vista, y su beso estremeció mis venas con un tembloroso deleite.


»Medité con terror las espantosas palabras que, al despedirse, había vertido como un veneno en mi sangre. Vagué pensativo mucho tiempo por los solitarios senderos. Finalmente, cansado, me eché sobre los escalones de piedra de la puerta del castillo. Los cuernos de caza sonaban todavía, y me dormí combatido por extraños pensamientos.


»Cuando abrí los ojos, ya había amanecido. Las puertas y las ventanas del castillo estaban cerradas, y el jardín, silencioso. En aquella soledad, con los nuevos y hermosos colores de la mañana, se despertaban en mi corazón la imagen de mi amada y todo el sortilegio de la víspera, y yo me sentía feliz sabiéndome amado y correspondido. A veces, al recordar aquellas terribles palabras, quería huir lejos de allí, pero aquel beso ardía aún en mis labios y no podía hacerlo.


»El aire era cálido, casi sofocante, como si el verano quisiera volver sobre sus propios pasos. Recorrí el bosque cercano para distraerme con la caza. De improviso vislumbré en la copa de un árbol un pájaro con un plumaje tan maravilloso como jamás lo había visto. Cuando tensé el arco para lanzar la flecha, voló hacia otro árbol. Lo perseguí ávidamente, pero el pájaro seguía saltando de copa en copa, mientras sus alas doradas reflejaban la luz del sol.


»Así, fui a parar a un estrecho valle, flanqueado por escarpados riscos. Allí no llegaba la fría brisa y todo estaba todavía verde y florido como en el verano. Del centro del valle salía un canto embriagador. Sorprendido, aparté las ramas de los tupidos matorrales y mis ojos se cegaron ante el hechizo que se manifestó delante de mí.


»En medio de las altas rocas había un apacible lago circundado de hiedra y juncos. Muchas doncellas bañaban sus hermosos miembros en las tibias ondas. Entre ellas se encontraba mi hermosísima amada sin velos, que, silenciosa, mientras las otras cantaban, miraba fijamente el agua, que cubría sus tobillos, como encantada y absorta en su propia belleza reflejada en el agua. Permanecí durante un tiempo mirando de lejos, inmóvil y tembloroso. De golpe, el hermoso grupo salió del agua, y me apresuré para no ser descubierto.


»Me refugié en lo más profundo del bosque para apaciguar las llamas que abrasaban mi corazón. Pero cuanto más lejos huía tanto más viva se agitaba delante de mis ojos la visión de aquellos miembros juveniles.


»La noche me alcanzó en el bosque. El cielo se había oscurecido y una tremenda tormenta apareció sobre los montes. “Sólo nos volveremos a ver si él muere”, repetía para mí, mientras huía como si me persiguieran fantasmas.


»A veces me parecía oír a mi flanco estrépito de caballos, pero yo huía de toda mirada humana y de todo rumor que pareciera acercarse. Al cabo, cuando llegué a una cima, vi a lo lejos el castillo de mi amada. Los cuernos de caza sonaban como siempre, el esplendor de las luces irradiaba como una tenue luz de luna a través de las ventanas, iluminando alrededor mágicamente los árboles y las flores cercanas, mientras todo el resto del paraje luchaba en la tormenta y la oscuridad.


«Finalmente, incapaz casi de dominar mis facultades, escalé una alta roca, a cuyos pies pasaba un ruidoso torrente. Llegado a la cima divisé una sombra oscura que, sentada sobre una piedra, silenciosa e inmóvil, parecía ella misma también de piedra. Rasgadas nubes huían por el cielo. Una luna color sangre apareció por un instante, reconocí entonces a mi amigo, el prometido de mi amada.


«Apenas me vio, se levantó apresuradamente. Temblé de arriba abajo. Entonces le vi empuñar su espada. Colérico, me lancé contra él y lo agarré. Luchamos unos instantes y luego lo despeñé.


»De repente el silencio se hizo terrible. Sólo el torrente rugió más fuerte como si sepultase eternamente mi pasado en medio del fragor de sus ondas turbulentas.


»Me alejé velozmente de aquel horrible lugar. Entonces me pareció oír a mis espaldas una carcajada aguda y perversa que venía de las copas de los árboles. Al mismo tiempo creí ver en la confusión de mis sentidos, al pájaro que poco antes había perseguido. Me precipité lleno de espanto, a través del bosque, y salté el muro del jardín. Con todas mis fuerzas llamé a las puertas del castillo:


»-¡Abre -gritaba fuera de mí-, ¡abre, he matado al hermano de mi corazón! ¡Ahora eres mía en la tierra y en el infierno!


»La puerta se abrió y la doncella, más hermosa que nunca, se echó contra mi pecho, destrozado por tantas tormentas, y me cubrió de ardientes besos.


»No os hablaré de la magnificencia de las salas, de la fragancia de exóticas y maravillosas flores, entre las cuales cantaban hermosas doncellas, de los torrentes de luz y de música, del placer salvaje e inefable que gusté entre los brazos de la doncella.»


En este punto, el ermitaño dejó de hablar. Fuera se oía una extraña canción. Eran pocas notas: ora semejaban una voz humana, ora la voz aguda de un clarinete, cuando el viento soplaba sobre los lejanos montes, encogiendo el corazón.


-Tranquilizaos -dijo el caballero-. Estamos acostumbrados a esto desde hace tiempo. Se dice que en los bosques vecinos existe un sortilegio. Muchas veces, en las noches de otoño, esta música llega hasta nuestro castillo. Pero igual que se acerca, se aleja y no nos preocupamos de ello.


Sin embargo, un estremecimiento sobrecogió el corazón de Ubaldo y sólo con esfuerzo consiguió dominarse. Ya no se oía la música. El huésped, sentado, callaba, perdido en profundos pensamientos. Su espíritu vagaba lejos. Después de una larga pausa volvió en sí y retomó su narración, aunque no con la calma de antes:


»Observé que, a veces, la doncella, en medio de todo aquel esplendor, caía en una invencible melancolía cuando veía desde el castillo que el otoño iba a despedirse. Pero bastaba un sueño profundo para que se calmase, y su rostro maravilloso, el jardín y todo el paraje me parecían, a la mañana, frescos y como recién creados.


»Una vez, mientras estaba junto a ella asomado a la ventana, noté que mi amada estaba más triste y silenciosa que de costumbre. Fuera, en el jardín, el viento del invierno jugaba con las hojas caídas. Advertí que mientras miraba el paisaje palidecía y temblaba. Todas sus damas se habían ido, las canciones de los cuernos de caza sonaban aquel día en una lejanía infinita, hasta que, finalmente, callaron. Los ojos de mi amada habían perdido su esplendor, casi hasta apagarse. El sol se ocultó detrás de los montes, e iluminó con un último fulgor el jardín y los valles. De repente, la doncella me apretó entre sus brazos y comenzó una extraña canción, que yo no había oído hasta entonces y resonaba en toda la estancia con melancólicos acordes. Yo escuchaba embelesado. Era como si aquella melodía me empujase hacia abajo junto con el ocaso. Mis ojos se cerraron involuntariamente: Caí adormecido y soñé.


»Cuando desperté ya era de noche. Un gran silencio reinaba en todo el castillo y la luna brillaba muy clara. Mi amada dormía a mi lado sobre un lecho de seda. La observé con asombro: estaba pálida, como muerta. Sus rizos caían desordenadamente como enredados por el viento, sobre su rostro y su pecho. Todo lo demás, a mi alrededor, permanecía intacto; igual que cuando me había dormido. Me parecía, sin embargo, como si hubiera pasado mucho tiempo. Me acerqué a la ventana abierta. Todo lo de fuera me pareció distinto de lo que siempre había visto. El rumor de los árboles era misterioso. De repente vi junto a la muralla del castillo a dos hombres que murmuraban frases oscuras, y se inclinaban curvándose el uno hacia el otro como si quisieran tejer una tela de araña. No entendí nada de lo que hablaban: sólo oía de vez en cuando pronunciar mi nombre. Me volví a mirar la imagen de la doncella que palidecía aún más en la claridad de la luna. Me pareció una estatua de piedra, hermosa, pero fría como la muerte e inmóvil. Sobre su plácido seno brillaba una piedra similar al ojo del basilisco y su boca estaba extrañamente desfigurada.


»Entonces se apoderó de mí un terror como nunca había sentido. Huí de la alcoba y me precipité a través de los desiertos salones, donde todo el esplendor se había apagado. Cuando salí del castillo vi a los dos desconocidos dejar lo que estaban haciendo y quedarse rígidos y silenciosos como estatuas. Había al pie del monte un lago solitario, a cuyo alrededor algunas doncellas con túnicas blancas como la nieve cantaban maravillosamente, a la vez que parecían entretenidas en extender sobre el prado extrañas telas de araña a la luz de la luna. Aquella visión y aquel canto aumentaron mi terror. Salté aprisa el muro del jardín. Las nubes pasaban rápidas por el cielo, las hojas de los árboles susurraban a mis espaldas, y corrí sin aliento.


»Poco a poco la noche se fue haciendo más callada y tibia; los ruiseñores cantaban entre los arbustos. Abajo, en el fondo del valle, se oían voces humanas, y viejos y olvidados recuerdos volvieron a amanecer en mi corazón apagado, mientras, ante mí, se levantaba sobre las montañas una hermosa alba de primavera.


»-¿Qué es esto? ¿Dónde estoy? -exclamé con asombro. No sabía qué me había pasado-. El otoño y el invierno han transcurrido. La primavera ilumina nuevamente el mundo. Dios mío, ¿dónde he permanecido tanto tiempo?


»Finalmente alcancé la cima de la última montaña. Salía un sol espléndido. Un estremecimiento de placer recorrió la tierra; brillaron los torrentes y los castillos; los tranquilos y alegres hombres preparaban sus trabajos cotidianos; incontables alondras volaban jubilosas. Caí de rodillas y lloré amargamente mi vida perdida.


»No comprendí, y aún hoy no lo comprendo, cómo había sucedido todo. Me propuse no bajar más al alegre e inocente mundo con este corazón lleno de pecados y de desenfrenada ansiedad. Decidí sepultarme vivo en un lugar desolado, invocar el perdón del cielo y no volver a ver las casas de los hombres antes de haber lavado con lágrimas de cálido arrepentimiento mis pecados, lo único que en mi pasado era claro para mí.


»Así viví todo un año hasta que me encontré con vos. Cada día elevaba ardientes plegarias y a veces me pareció haber superado todo y haber encontrado la gracia de Dios, pero era una falsa ilusión que luego desaparecía. Sólo cuando el otoño extendía de nuevo su maravillosa red de colores sobre el monte y el valle, llegaban de nuevo del bosque cantos muy conocidos. Penetraban en mi soledad, y oscuras voces respondían dentro de mí. El sonido de las campanas de la lejana catedral me espanta cuando, en las claras mañanas de domingo, vuela sobre las montañas y llega hasta mí como si buscara en mi pecho el antiguo y callado reino del Dios de la infancia, que ya no existe. Sabed que en el corazón de los hombres hay un reino encantado y oscuro, en el cual brillan cristales, rubíes y todas las piedras preciosas de las profundidades con amorosa y estremecedora mirada, y tú no sabes de dónde vienen ni adónde van. La belleza de la vida terrenal se filtra resplandeciendo como en el crepúsculo y las invisibles fuentes, arremolinándose, murmuran melancólicas, todo te arrastra hacia abajo, eternamente hacia abajo.»


-¡Pobre Raimundo! -exclamó el caballero Ubaldo, que había escuchado con profunda emoción al ermitaño, absorto e inmerso en su relato.


-¡Por Dios! ¿Quién sois que conocéis mi nombre? -preguntó el ermitaño levantándose como herido por un rayo.


-Dios mío -respondió el caballero abrazando con afecto al tembloroso ermitaño-. ¿Es que no me reconoces? Yo soy tu viejo y fiel hermano de armas, Ubaldo, y ésta es tu Berta, a la que amabas en secreto y a la que ayudaste a montar a caballo después de la fiesta en el castillo. El tiempo y una vida venturosa han desdibujado nuestro aspecto de entonces. Te he reconocido sólo cuando comenzaste a relatar tu historia. Jamás he estado en un paraje como el que tú describes y nunca he luchado contigo en el acantilado. Inmediatamente después de aquella fiesta salí para Palestina, donde combatí varios años, y, a mi vuelta, la hermosa Berta se convirtió en mi esposa. Ella tampoco te ha visto jamás después de aquella fiesta, y todo lo que has contado es una vana fantasía. Un malvado sortilegio, que despierta cada otoño y desaparece después, te ha tenido, mi pobre Raimundo, encadenado con juegos engañosos durante muchos años. Los días han sido meses para ti. Cuando volví de Tierra Santa nadie supo decirme dónde estabas y todos te creíamos perdido.


A causa de su alegría, Ubaldo no se dio cuenta de que su amigo temblaba cada vez más fuertemente a cada una de sus palabras. Raimundo les miraba a él y a su esposa con ojos extraviados. De repente reconoció a su amigo y a la amada de su juventud, iluminados por la crepitante llama de la chimenea.


-¡Perdido, todo perdido! -exclamó trágicamente. Se separó de los brazos de Ubaldo y huyó velozmente en la noche hacia el bosque.


-Sí, todo está perdido, y mi amor y toda mi vida no son más que una larga ilusión -decía para sí mientras corría, hasta que las luces del castillo de Ubaldo desaparecieron a sus espaldas. Involuntariamente, se había dirigido hacia su propio castillo, al que llegó cuando amanecía.


Había amanecido de nuevo un claro día de otoño, como aquel de muchos años antes, cuando se había marchado del castillo. El recuerdo de aquel tiempo y el dolor por el perdido esplendor de la gloria de su juventud se apoderaron de toda su alma. Los altos tilos del jardín susurraban como antaño, pero la desolación reinaba por todos lados y el viento silbaba a través de los arcos en ruinas.


Entró en el jardín. Estaba desierto y destruido. Sólo algunas flores tardías brillaban acá y allá sobre la hierba amarillenta. Sobre una rama un pájaro cantaba una maravillosa canción que llenaba el corazón de una gran nostalgia.


Era la misma melodía que oyera junto a las ventanas del castillo de Ubaldo. Con terror reconoció también al hermoso y dorado pájaro del bosque encantado. Asomado a una ventana del castillo había un hombre alto, pálido y manchado de sangre. Era la imagen de Ubaldo.


Horrorizado, Raimundo alejó la mirada de esa visión y fijó los ojos en la claridad de la mañana. De repente, vio avanzar por el valle a la hermosa doncella a lomos de un brioso corcel. Estaba en la flor de su juventud. Plateados hilos del verano flotaban a sus espaldas; la gema de su diadema arrojaba desde su frente rayos de verde oro sobre la llanura.


Raimundo, enloquecido, salió del jardín y persiguió a la dulce figura, precedido del extraño canto del pájaro.


A medida que avanzaba, la canción se transformaba en la vieja melodía del cuerno de caza, que en otro tiempo le sedujera.


Mis rizos de oro ondean

Y florece mi joven cuerpo dulcemente,

 

oyó, como si fuera un eco en la lejanía…

 

Y los arroyos que en el valle silencioso,

Se alejan susurrantes.

 

Su castillo, las montañas, y el mundo entero, todo se hundió a sus espaldas.

 

Y el cálido saludo de amor,

Te ofrece el eco de los cuernos de caza.

¡Dulce amor, ven antes de que callen!

 

resonó una vez más.


Vencido por la locura, el pobre Raimundo siguió tras la melodía por lo profundo del bosque. Desde entonces nadie lo ha vuelto a ver.





Ilustraciñón: Henry Ward Ranger

miércoles, 27 de agosto de 2025

El cuervo enfermo (Esopo)








 Un cuervo que se encontraba muy enfermo le dijo a su madre:


-Madre, ruega a los dioses por mí y ya no llores más.


La madre contestó:


-¿Y cuál de todos, hijo mío, tendrá piedad de ti? ¿Quedará alguno a quien aún no le hayas robado la carne ?





Ilustración: Wojciech Weiss

martes, 26 de agosto de 2025

La desesperación (José de Espronceda)

 






Me gusta ver el cielo

con negros nubarrones

y oír los aquilones

horrísonos bramar,

me gusta ver la noche

sin luna y sin estrellas,

y solo las centellas

la tierra iluminar.


Me agrada un cementerio

de muertos bien relleno,

manando sangre y cieno

que impida el respirar,

y allí un sepulturero

de tétrica mirada

con mano despiadada

los cráneos machacar.


Me alegra ver la bomba

caer mansa del cielo,

e inmóvil en el suelo,

sin mecha al parecer,

y luego embravecida

que estalla y que se agita

y rayos mil vomita

y muertos por doquier.


Que el trueno me despierte

con su ronco estampido,

y al mundo adormecido

le haga estremecer,

que rayos cada instante

caigan sobre él sin cuento,

que se hunda el firmamento

me agrada mucho ver.


La llama de un incendio

que corra devorando

y muertos apilando

quisiera yo encender;

tostarse allí un anciano,

volverse todo tea,

y oír como chirrea

¡qué gusto!, ¡qué placer!


Me gusta una campiña

de nieve tapizada,

de flores despojada,

sin fruto, sin verdor,

ni pájaros que canten,

ni sol haya que alumbre

y solo se vislumbre

la muerte en derredor.


Allá, en sombrío monte,

solar desmantelado,

me place en sumo grado

la luna al reflejar,

moverse las veletas

con áspero chirrido

igual al alarido

que anuncia el expirar.


Me gusta que al Averno

lleven a los mortales

y allí todos los males

les hagan padecer;

les abran las entrañas,

les rasguen los tendones,

rompan los corazones

sin de ayes caso hacer.


Insólita avenida

que inunda fértil vega,

de cumbre en cumbre llega,

y arrasa por doquier;

se lleva los ganados

y las vides sin pausa,

y estragos miles causa,

¡qué gusto!, ¡qué placer!


Las voces y las risas,

el juego, las botellas,

en torno de las bellas

alegres apurar;

y en sus lascivas bocas,

con voluptuoso halago,

un beso a cada trago

alegres estampar.


Romper después las copas,

los platos, las barajas,

y abiertas las navajas,

buscando el corazón;

oír luego los brindis

mezclados con quejidos

que lanzan los heridos

en llanto y confusión.


Me alegra oír al uno

pedir a voces vino,

mientras que su vecino

se cae en un rincón;

y que otros ya borrachos,

en trino desusado,

cantan al dios vendado

impúdica canción.


Me agradan las queridas

tendidas en los lechos,

sin chales en los pechos

y flojo el cinturón,

mostrando sus encantos,

sin orden el cabello,

al aire el muslo bello…

¡Qué gozo!, ¡qué ilusión!





Ilustración: James Ensor

lunes, 25 de agosto de 2025

La carne y los huesos (Ruben Fomseca)







Mi avión no partiría sino hasta el día siguiente. Por primera vez lamenté no tener un retrato de mi madre conmigo, pero siempre me pareció idiota andar con retratos de la familia en el bolsillo, más aun el de mi madre.


No me incomodaba quedarme dos días más vagando por las calles de aquel gran hormiguero sucio, contaminado, lleno de gente extraña. Era mejor que caminar por una ciudad pequeña con el aire puro y los campesinos que dicen buenos-días cuando se cruzan contigo. Me quedaría aquí un año si no tuviera aquel compromiso esperándome.

Caminé el día entero respirando monóxido de carbono. Por la noche mi anfitrión me invitó a cenar. Una mujer nos acompañaba.


Comimos gusanos, el platillo más caro del restaurante. Al mirar a uno de ellos en la punta del tenedor, me pareció una especie de larva o ninfa de mosca que al ser frita hubiera perdido los pelos negros y el color lechoso. Era un gusano raro, me explicaron, extraído de un vegetal. Si fuera una mosca el platillo sería aun más caro, respondí, irónico, ya he tenido nidos de larva de mosca en mi cuerpo tres veces, dos en la pierna y una en la barriga, y mis caballos y mis perros también tuvieron, es difícil sacarla entera, de manera que pueda comerse frita, solamente frita podría ser sabrosa, como —y me llené la boca de gusanos.


Después fuimos a un lugar que mi anfitrión quería enseñarme.


El amplio salón tenía al centro un pasillo por donde las mujeres desfilaban desnudas, bailando y haciendo poses. Pasamos entre las mesas, en torno a las cuales se sentaban hombres encorbatados. Pedimos algo al mesero, luego de que nos instalamos. A nuestro lado una mujer con solo un cache-sexe, a gatas, frotaba las nalgas en el pubis de un hombre de saco y corbata sentado con las piernas abiertas. Ella exhibía una fisonomía neutra y el hombre, un sujeto de unos cuarenta años, parecía tranquilo como si estuviera sentado en el sillón de un peluquero. El conjunto recordaba una instalación de arte moderno. Pocos días antes, en otra ciudad, en otro país, había ido a un salón de arte a ver un puerco muerto que se pudría dentro de una caja de vidrio. Como me quedé pocos días en esa ciudad, solo pude ver al animal ponerse verdoso, me dijeron que era una pena que no pudiera contemplar la obra en toda su fuerza trascendente, los gusanos devorando la carne.


Allí, en el cabaret, aquella exhibición también me parecía metafísica como la visión del puerco muerto en su recipiente de cristal brillante. La mujer me recordó, por un momento, a un sapo gigantesco, porque estaba agachada y porque su rostro, mulato o indio, tenía algo de anfibio. En la mesa había otros tres hombres, que fingían no darse cuenta de los movimientos de la mujer.

Desde nuestro lugar no podíamos ver todo lo que ocurría en el salón. Pero en las mesas de nuestro alrededor había siempre una o dos mujeres prendidas a un hombre enteramente vestido. El boleto de entrada daba derecho a que una de las innumerables mujeres que hacían strip-tease en varios lugares del salón se frotaran por algún tiempo en el portador del boleto de entrada. Había un patrón coreográfico en las caricias: la mujer se ponía a gatas, rozaba las nalgas en el pubis del hombre que permanecía sentado en la silla, después bailaba frente a él. Algunas, más rebuscadas, se subían encima del sujeto y le sujetaban la cara en el vértice de los muslos. Después agarraban el boleto de entrada y se retiraban.


La única mujer que asistía a aquel espectáculo era nuestra acompañante. Mi anfitrión la llamaba Condesa, no sé si era su nombre o su título. Cuando era joven conocí a una mujer que me dijo que era una condesa verdadera, pero creo que era mentira. De todos modos yo llamaba señora Condesa a mi compañera de mesa, como antiguamente lo hacía con la otra. Ella miraba lo que ocurría en torno y sonreía discretamente, se comportaba como suponía que un adulto debe comportarse en un circo.

De todas las esquinas venía un sonido alto de dance music. Para poder hablar con la Condesa tenía que aproximar mi boca a su oreja. Le dije alguna cosa que me distinguía como un observador distante y fastidiado, ya olvidé lo que fue. También con la boca casi pegada a mi oreja, la Condesa, después de comentar la actitud de una mujer que cerca de nosotros frotaba el coño en la cara de un hombre de corbata de moño, citó en latín la conocida frase de Terencio: las cosas humanas no le eran ajenas, y por lo tanto no la asustaban. Y para demostrarlo balanceó el cuerpo al ritmo del sonido retumbante y cantó la letra de una de las piezas. Yo la acompañé, golpeando en la mesa.


En el salón había un cancel de vidrio con regadera, fuertemente iluminado por spots de luz, en el cual las mujeres se alternaban dándose un baño, algunas se mojaban y se lavaban el cuerpo entero, se enjabonaban los tobillos, los pelos del pubis, las rodillas, los codos, los cabellos. Otras hacían abluciones estilizadas. Están diciendo estoy limpia, confía en mí, susurró la Condesa en mi oído.


Esperamos que se realizara la rifa. El ganador podría escoger a cualquiera de las mujeres para pasar el resto de la noche con él, según palabras del maestro de ceremonias.


Nosotros, mi anfitrión y yo, no fuimos sorteados. La Condesa no había comprado boletos para la rifa.

Entonces permanecimos callados, sin cantar y sin golpear en la mesa al ritmo de la música. Pagamos —el anfitrión pagó— y salimos.


Nos despedimos en la acera frente al bar. La Condesa ofreció llevarme al hotel. El anfitrión también. Les dije que quería caminar un poco, las ciudades grandes son muy bonitas al amanecer.

Ya llevaba unos diez minutos caminando, doliéndome de no tener una foto de mi madre en el bolsillo, ni en un álbum, ni en ningún cajón, cuando el carro de la Condesa se detuvo a mi lado.

Entra, dijo, tengo ganas de llorar y no quiero llorar sola.


Cuando llegamos al hotel había un recado de mi hermano. Lo llamé desde el cuarto. La Condesa oyó nuestra conversación. Lo siento mucho, dijo, sentándose en la cama, cubriéndose el rostro con las manos, pero no estoy llorando por ti, estoy llorando por mí.


Me acosté en la cama y miré el techo. Ella se acostó a mi lado. Apoyó su rostro húmedo en el mío y dijo que coger era una manera de celebrar la vida. Cogimos en silencio y luego nos bañamos juntos, ella imitó a una de las mujeres del cabaret lavándose y cantando y yo la acompañe golpeando en las paredes de la ducha. Dijo que ya se sentía mejor y yo le dije que ya me sentía mejor.


Tomé el avión.


Nueve horas y media después llegué al hospital.


El cuerpo de mi madre estaba en la capilla, dentro de un cajón cubierto de flores, sobre un catafalco. Mi hermano fumaba a un lado. No había nadie más.


Ella preguntaba mucho por ti, dijo mi hermano, entonces me acerqué a ella y le dije que yo era tú, agarró mi mano con fuerza, dijo tu nombre y murió.


En el túmulo de la familia ya estaban los restos de mi padre y de mi hermano. Un funcionario del cementerio dijo que alguien tendría que asistir a la exhumación. Fui yo. Mi hermano parecía más cansado que yo.


Eran cuatro sepultureros. Abrieron la losa de mármol rosa y rompieron con martillos la placa de cemento que cerraba la sepultura. El túmulo estaba dividido en dos por una piedra plana. Uno de los sepultureros se metió dentro del hoyo abierto, con cuidado para no pisar los restos de mi hermano, en la parte superior. Las ropas de mi hermano estaban en buen estado. Tenía buenos dientes, los molares tapados con oro. Cuando retiraron la cabeza el maxilar inferior se desprendió del resto del cráneo. El fémur y la tibia estaban más o menos enteros; las costillas parecían de cartón.


Los huesos fueron arrojados por el sepulturero en una caja blanca de plástico al lado de la sepultura. Tres cucarachas y un ciempiés rojo subieron por las paredes, el ciempiés parecía más veloz que las cucarachas, pero las cucarachas huyeron primero. Dije en voz alta que el ciempiés era venenoso. El sepulturero, o como se llamara, no le dio importancia a lo que yo había dicho.


Después de que los restos de mi hermano fueron colocados en la caja de plástico, su nombre fue escrito con letras grandes en la tapa. Uno de los hombres entró a la sepultura y deshizo con un marro y cincel la losa que cerraba la parte inferior donde se encontraban los restos de mi padre, que había muerto dos años antes que mi hermano. El enterrador volvió a entrar a la sepultura. Los huesos de mi padre estaban en peor estado que los de mi hermano, algunos tan pulverizados que parecían tierra. Todo fue arrojado dentro de otra caja de plástico, mezclado con los restos de telas, las ropas de mi padre no eran tan buenas como las de mi hermano y se habían podrido tanto como los huesos. Del cráneo de mi padre solo quedaba la dentadura postiza; el acrílico rojo de la dentadura brillaba más que el ciempiés.


Les di una buena propina. Las dos cajas fueron colocadas a un lado de la sepultura.


Volví a la capilla.


Mi hermano fumaba mirando por la ventana el tránsito de la calle.


Un sacerdote apareció y rezó.


El cajón cerrado fue colocado en una camilla con ruedas. Seguimos, mi hermano y yo, a la camilla empujada por el sepulturero hasta la fosa abierta. El cajón de mi madre fue colocado en la parte inferior. Una losa fue sellada con cemento, dejando la parte superior vacía, a la espera del futuro ocupante. Sobre esa losa fueron depositadas provisionalmente las dos cajas con los restos de mi padre y mi hermano. La loza de mármol rosa con los nombres de los dos, grabados en bronce, cerró la sepultura.

Deben haber robado las obturaciones de oro de los dientes de mi hermano mientras fui a la capilla para traer a mi madre, pensé. Pero estaba muy cansado para comentar eso. Caminamos en silencio hasta la puerta del cementerio. Mi hermano me dio un abrazo. ¿Quieres que te lleve?, preguntó. Le dije que iba a caminar un poco. Miré su carro que se alejaba. Me quedé allí, de pie, hasta que oscureció.





Ilustración: Francisco de Goya

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...