martes, 5 de agosto de 2025

Teoría de las guerras

 





Me han preguntado cómo comencé la novela sobre la guerra, es decir, los motivos, el germen, la inspiración inicial del argumento, y todas esas preguntas que suelen hacer los asistentes a una lectura literaria en un café, una conferencia o una presentación de libros. O simplemente en la calle, al encontrarnos con alguien que no vemos hace mucho tiempo, y que nos saluda en plena vereda mientras más apurados estamos por cumplir un trámite a tiempo antes de que las oficinas gubernamentales o los bancos nos cierren la puerta en la cara. Pero esa persona que tiene un rostro tan jovial, y se ve tan contenta de volver a vernos que no tenemos la desvergüenza de dejarla plantada con un simple saludo desganado y la hipócrita sonrisa del que opone como escudo el trabajo y el tiempo. Alrededor nuestro hay cientos de personas que pasan y a veces nos embisten, hay también un clima helado, porque es invierno, y el viento frío cargado de diminutas gotas de humedad se mete entre el cuello y la bufanda, y nos entumece los dedos que tenemos sujetando dos o tres libros.

      Ellos, los libros, nos han delatado. La persona que nos detiene se zambulle en el recuerdo de viejas épocas de talleres literarios, de personas que han muerto dejando poemas inválidos en folletos fotocopiados o revistas de barrio que duraron un solo número, o a lo sumo dos. “¿Te acordás cuánto nos costaba reunir suscriptores?" nos pregunta. Claro que nos acordamos, tanto que el único número fue pagado de nuestro bolsillo. Y entonces viene a embestirnos la inútil, pero por eso inevitable pregunta: “¿Seguís escribiendo?”.

       Mentir no significa deshacerse del engorro del estar allí parados en el frío, sujetos a las garras verbales de una persona que casi no recordamos. Así que contestamos la verdad, y nos damos cuenta de que hemos caído en la trampa que siempre intentamos evitar, pero que de algún modo nos atrae como miel: el hablar de literatura y de libros, y sobre todo de nosotros. ¿Con quién hablaremos, sino? Nuestros compañeros del trabajo nos miran como bichos raros si comenzamos con el tema, y aceptan a regañadientes como muestra un poema escrito en una servilleta, que muy pronto aparecerá arrugado en un cesto de basura junto al escritorio. Por eso, luego del primer intento fallido de ver en alguien una personalidad equivocada, me sumo en el silencio. Pero también me sucede en la editorial. ¿Quién diría que gente que escribe sobre lo mismo que nosotros: la duda incandescente de la vida y de la muerte, lee superficialmente y ni siquiera hasta la mitad el poema que le hemos pasado? Lo devuelven, estos sí, o se lo llevan a casa y lo rompen donde yo no pueda verlos. No es la envidia, aunque se le parezca demasiado, sino la incomodidad de estar hablando de lo mismo, que es como verse en un espejo audible. Una especie de grabación que escuchamos de una cassette en un grabador chico sobre la mesa de luz del dormitorio. Nuestro pensamiento abstracto hecho concreto: el espejo de la voz interior que nos devuelve el miedo del que intentamos deshacernos en lo que escribimos.

     ¿Cómo explicar a esa persona que nos pregunta en la calle lo que no terminamos de entender?

     No es siquiera el deshacernos de esa inquietud interna, sino el aprehender lo incognoscible en parámetros metódicos. Precisamente como el plan de una novela.

     

      Luego de sentarnos a una de las mesas de la confitería en la vereda, porque adentro ya está lleno, y ajustando los botones del impermeable y subiendo la bufanda para cubrirnos el mentón y la nariz, intentamos hablar y que nos escuchen. La otra persona acepta, contenta, y pide café y otras delicias. “¿Y vos?”. Yo un cortado, o una lágrima, tal vez, como la que me está cayendo desde un ojo y lentamente se congelará antes de secarse en la tela de la bufanda. Pienso en cuánto efectivo me queda en el bolsillo, por si esa otra persona de pronto se olvida de pagar lo que ha consumido o simplemente espera que la inviten. Hago cuentas mentales, y por si no me alcanza no pido más que un vaso de agua.

    “¿Estás a dieta?”, pregunta con una sonrisa.

     “No, estoy un poco enferma”, respondería, si no fuese esta ocasión para nuevas disquisiciones en las que no quiero entrar. De literatura me fascina hablar, pero de las enfermedades únicamente escribo, sola y en silencio.

     Sé que el frío no le hace nada bien a mis pies enfermos, cubiertos por dos pares de medias y zapatos de taco bajo, porque en la oficina obligan a las mujeres a usar la consabida vestimenta femenina de polleras y zapatos. ¿Y qué hacer cuando me lleven al hospital y tengan que amputarme? Adiós las polleras y el taco bajo, y adiós al trabajo, probablemente.

      Pero todavía no ha sucedido. En mis pies tengo varios dedos menos, sin embargo, los femeniles zapatos cubren mis deficiencias. Y cuando me pongo a hablar, los demás me escuchan y no me miran. Percibo en ellos una cierta admiración y una creciente envidia que esfuma los rencores e invade en ambiente que nos rodea con un halo de lugares e ideas que se concretan en el viento frío. Son como palabras escritas en el aire con instrucciones para construir mundos que quieren meterse en nosotros, aunque no queramos, y se concretan a nuestro alrededor, cambiando el paisaje. El tiempo, entonces, es otro, porque otro espacio es otro tiempo. En esta misma vereda, donde hay carros de comida al paso, autos y colectivos rozando los cordones, luces que se van encendiendo a medida que el invierno ensombrece precozmente la tarde, hubo, alguna y hace mucho tiempo, otras cosas menos complejas desde el punto de vista técnico: carros a tracción, negocios de venta de frutas y verduras con cajones de madera, lámparas alimentadas con kerosene y adoquines en la calle y veredas. Y mucha tierra y mucho polvo.

      Entonces comienzo a explicar que sigo escribiendo, de vez en cuando, para no mostrar que también sigo siendo un bicho raro que escribe todo el tiempo, aun cuando no estoy sentada frente a una máquina de escribir. Escribo cuando sueño y cuando trabajo, cuando voy en el colectivo y cuando bajo por la puerta trasera, y cuando subo al tren del oeste a empujones las veces que voy a visitar a mi prima Leticia en Morón. Tengo una novela larga y aburrida, y miro la sonrisa condescendiente de la persona con la que hablo. Tengo una novela que surgió no sé de dónde, pero creo adivinarlo.

      Ahora hablo, pero no sé si en voz alta. Si me escuchan, no me importa demasiado, y aunque me gustaría reservarme los pensamientos íntimos, esto sería pedirle a alguien que escribe lo mismo que pedirle peras a un olmo. Los pensamientos son la sustancia de lo que hacemos: el material que levanta nuestros edificios en medio de la desolación sea de arena o de nieve. Y sobre todo si es sobre el agua del mar. Lo que se construye en el mar es más liviano, tal vez, aunque lo dudo, porque ni siquiera estoy segura de la consistencia del agua: la sal es capaz de construir una eternidad.

      El primer capítulo es una revisión de un cuento largo escrito algunos años antes. Es sobre un hombre perseguido que debe llevar a su padre enfermo casi a cuestas, a través de un bosque espeso. El hombre sufre por él y por su padre, y sabe que debe salvarlo. Pero mientras camina y se escabulle de sus cazadores, recuerda los motivos de la persecución: los lleva a cuestas. El viejo es la causa de la derrota, y la transmitió a su descendencia.

     Pienso en mi padre, que murió en una cama de hospital, luego de que le fueran quitando uno a uno sus miembros, ciego, además. Yo era muy chica, pero recuerdo el olor a podredumbre en las sábanas. No tenía plata para comprar la medicina adecuada, era entonces muy cara, como lo es ahora. El gobierno peronista se había esfumado, y los militares que siguieron recrudecieron las armas y el fuego, pero no los abastecimientos de las farmacias y hospitales. Las sábanas las cosía mi madre y las llevaba al hospital, porque decían que no daban abasto para cambiarlas todos los días. Si le daban los antibióticos, no lo sé, yo sólo veía el goteo intermitente de la bolsa de suero conectada a sus venas. La fiebre era casi constante, lo que no le impedía sonreírme cuando iba a visitarlo, y levantar la cabeza para darme un beso. Yo me subía a una silla para alcanzar la cama alta y metálica, que como un monstruo mecánico se alzaba en medio de la habitación. Las manijas que subían y bajaban la cabecera rechinaban y se trababan, y recuerdo que bajo la cama estaba la chata con orina que se acumulaba luego de varias horas. Mi madre iba a visitarlo dos horas a la mañana, luego se iba a trabajar y más tarde al curso de maestra. Cuando lo terminó, mi padre estaba definitivamente en casa, con las dos piernas amputadas y sin una mano. Estaba ciego, pero por lo menos ahora tenía su medicación. Mi madre se reía de eso, a escondidas, y luego lloraba. Yo tenía doce años cuando se murió. Le cambiaba la ropa de cama todos los días, lo aseaba, desnudo, sin importarme ver lo que antes podría haberme avergonzado. Era mi padre, al fin de cuentas, era su cuerpo que había abrazado cuando llegaba del matadero con el olor de la sangre.

     Todo recuerdo es una premonición.

     La tarde que murió estaba sola. Mamá llegaba a las cinco de la escuela donde daba clases. Nos encontró a mi padre y a mí en la misma cama: su cuerpo muerto casi sólo un tronco flaco y con algo de vello oscuro en el pecho y la espalda, y yo a su lado, mirando los ojos que aún tenía abiertos porque no me había atrevido a cerrarlos, no por miedo, sino sabía que él no quería dejar de verme aun estando muerto. Eso lo sé muy bien.

     Después, cuando me enteré de que tenía la misma enfermedad que él, fue como recuperar un olor perdido. Un olor enclaustrado del que no quería deshacerme porque era la identificación más absoluta que pude encontrar en mi vida. Desde entonces todo lo que he escrito, siendo la literatura la sustancia que me forma, ha sido sobre él. No su persona en particular, sino lo que emana de él: sentimientos, consecuencias, derroteros, fracasos, alegrías, compensaciones. Los ingredientes de la ficción son como el polvo de cemento que unirá los ladrillos de una pared o el polvo de metal que se desprende de las vigas soldadas de un edificio.

     Mi padre Tejada es lo que escribo, y de eso surgió la novela. Él es la causa que llevo a cuestas, y lo que me condena, también. No le cuento el final de tal capítulo a esa persona que está hoy enfrente, escuchándome con atención, intentando entender entre el ruido del tráfico creciente sobre la Avenida de Mayo, cuando ya los bancos han cerrado y comienza el éxodo automovilístico hacia la provincia o los barrios suburbanos de la capital. Porque el final es una flagrante contradicción a la lógica, que sin embargo comprueba una vez más la condición humana: los actos del resentimiento pueden también convertirse en redención.

    

      Mi madre se casó nuevamente dos años después. Mi padrastro también fue mi padre, y de él llevo el apellido. Era profesor de literatura y conoció a mi madre en la escuela de maestros. Él era profesor allí, y ella la alumna más grande del curso. Mamá, rodeada de chicas y unos pocos hombres de alrededor de menos veinte años, sobresalía por su edad, pero sobre todo por su inteligencia. Llegaba cansada a la escuela, y a veces, con los ojos cerrados, seguía escribiendo en su cuaderno de apuntes. “¿Es vidente, señora?”, le llamaba la atención Renato Taboada desde el escritorio. Ella, sobresaltada, abría los ojos. “Disculpe, profesor, tengo la vista cansada”. Los demás se burlaban, por supuesto, pero él era el único que sabía que no estaba durmiendo, porque la había visto escribir. Mamá me contaba que una vez la había desafiado a leerle esos garabatos escritos con los ojos cerrados. Ella se levantó, firme y segura, repitiendo palabra por palabra el dictado del profesor. Él, creyendo más en su memoria auditiva la hizo acercarse con el cuaderno. Ella caminó entre las filas de bancos y se lo entregó. El profesor leyó la letra clara, sólo a veces levemente inclinada en el papel acuadrillado. Eran sus palabras exactas, pero en medio de cada frase, a veces interrumpida, se abrían paréntesis donde ella había agregado sus impresiones, casi siempre relacionadas a temas sociales y de justicia o derecho, y muchas otras teñidas con citas de poemas. Ella lo miraba sin timidez, pero con una sumisión que provenía del respeto.  El profesor le dijo: “¿Me lo puedo quedar hasta mañana, señora Gonçalvez?”. Así la llamaba, por el apellido de soltera, ella no sabía si era por descuido, pero algo adivinaba. “¿Hay algo mal, profesor?”. “Sólo quiero intercambiar opiniones con usted sobre Rayuela”. Ella volvió a su asiento en medio de las sonrisas veladas de todos los demás.

     Mi padre Taboada, me enseñó a escribir, o más bien a alimentar y desarrollar lo que él llamó desde siempre la predisposición que ya estaba naciendo en mí.

     Tuve dos padres, entonces. Uno me dio este cuerpo que ahora llevo, y la muerte incluida en él; otro modeló mi alma y la vida que llevo. Con uno me tropiezo constantemente y no puedo elevarme del ras de la vereda embaldosada de las calles de Barracas; con el otro sobrevuelo el mundo y construyo ciudades, creo hombres y mujeres que nacen y mueren. Uno me dio la humanidad, el otro lo divino.

     Soy dos en una misma persona, o soy dos mitades. Siempre creyéndome suficiente, aunque siempre incompleta.

      Ésta es mi guerra.

   

      Eran las ocho de la noche cuando dejé la confitería. Ya hacía rato que había anochecido, pero el tráfico seguía vivo, aunque menos imperioso y ofuscado, y la gente que pasaba caminando era otra muy diferente a los oficinistas o bancarios. Eran parejas o grupos de jóvenes que entraban a los bares o restaurantes, matrimonios viejos que tal vez iban al teatro. Pasaba un perro, muerto de miedo y de frío, cabeceando y husmeando en las paredes, hasta acostarse hecho un ovillo en el umbral de una puerta cancel cerrada con candado, donde ya nadie barría las hojas ni la basura.

      Me había puesto a leer luego de que mi acompañante se fuera a eso de las seis y media. Me tuvo aguante, lo reconozco, para escuchar los fragmentos de mi historia. Se fue dejando escrito en una servilleta su dirección, para que le mandase mi novela cuando la publicara. Nos dimos la mano, más ceremoniosos que cuando nos encontramos. Yo estaba agotada de hablar, me había sacado mucha ansiedad de encima: la que me provocaba la incertidumbre de mi trabajo, la angustia por mi salud, y esa especie de malestar que parecía estar provocando en la paciencia de Bernardo.

     Caminé por la vereda, más fría que en la tarde, pero la oscuridad me había anestesiado. Claro que cuando uno habla de oscuridad en pleno centro de Buenos Aires, se refiere a la de las luces de mercurio, la de los negocios, los faros de los autos. Todas esas luces definen la oscuridad por su presencia: son una negación por afirmación. ¿Por qué siempre pienso en dicotomías? ¿Por qué, cuando pienso en algo, siempre aparece lo contrario para confundirme? Con el tiempo, sin embargo, la contradicción fue tornándose en una costumbre establecida, hasta que no me quedaba tranquila hasta verla aparecer. Y allí estaba entonces la nueva entidad: lo contrario a la contradicción, que no era lo empático o lo acorde, sino otra contradicción que robustecía la doméstica languidez en la que la otra se había convertido.

     Exactamente como cuando, luego se curarse una herida, ya otra ha comenzado a producirse. Las llagas me mantenían en alerta, y entonces yo tenía que leer para ensimismarme en un mundo que estaba en letras de imprenta, pero que alimentaba la mesa del café en la vereda, la taza de asa rota, el vasito de agua, las servilletas arrugadas, y la humedad impregnada en las paredes que me observaban, preguntando como mensajeros cuándo entraría a calentar mis huesos junto a la estufa. Sabía que el frío me hacía mal, sin embargo, allí estaba: embruteciendo mi cuerpo, pero alimentando mi mente.

     Me fui caminando, mirando las vidrieras hasta la parada del colectivo. Mientras esperaba, seguí las noticias en un televisor prendido en una vidriera. Me guiaba por los cartelones a e imaginaba el discurso sensacionalista de los presentadores. La guerra en Medio Oriente: Israel contra sus enemigos de siempre, abriéndose camino a codazos por un territorio que intentaba recuperar como quien desea regresar a la casa donde nació, y en lugar de ella hay un condominio. ¿Dónde buscar lo que ya no puede ser reconocido? La guerra Fría, en su episodio cuadragésimo quinto de su vigésimo año, por decir, nomás, por inventar números y estadísticas que tanto han encantado a los dirigentes desde siempre. Porque no hay modo de justificar una guerra más que basándose en las reducciones que los números hacen de los hombres y sus hechos. Los números todo lo justifican, los números pueden borrarse, pero no sienten dolor. Una forma del mundo contra otra forma del mundo, eso quieren que creamos. ¿Pero dónde termina uno y comienza el otro? El útero de una mujer en California es exactamente igual a otro de una mujer en Siberia: ambos tienen residuos de abortos, ambos tienen cicatrices. La mano de un chico que en Buenos Aires se corta con un vidrio escarbando en la basura es igual a la mano de un hombre que en Croacia se corta los dedos en la fábrica, ninguno de los dos podrá ya usar esa mano, ni para amar ni para matar. La pensión de La Boca que ha sido demolida es como aquel edificio en Varsovia que se derrumbó con el fuego de los morteros. Y una vieja quinta colonial en San Isidro esconde tras las matas de hiedra y puertas clausuradas algo muy parecido a lo que quedó bajo los escombros de un edificio en las afueras de Moscú: cuerpos, papeles y artefactos de tortura.

      Llegó el colectivo, pero ya había una larga cola de hombres y mujeres que querían llegar a tiempo a sus casas para cenar. Me empujaron, por supuesto, no habría otro servicio hasta las diez de la noche. El viejo que protesta, al que seguramente lo espera nada más que un perro viejo que ha dejado todo el día solo, y que tal vez ya esté muerto. En eso ha pensado todo el día, probablemente. Y la mujer con las bolsas que utiliza como escudos en una guerra fratricida para subir al colectivo y llegar a casa y cocinar la cena a su marido, que llegará después de las doce de la noche luego de farrear con amigos y otra mujer, y ya sin hambre. Ella lo sabe, pero como siempre, se esmera en engañarse.

     Me quedé a medio camino entre la puerta de subida y bajada, en medio del pasillo, sin poder agarrar ninguna manija del techo, pero sostenida por los cuerpos de los otros: bolsas de piel y huesos que eran como las bolsas de plástico con verduras y cosas de almacén, los portafolios de cuero, abultados de papeles o por alguna botella de whisky o de cerveza. Y también el olor de los alientos condensándose en el aire turbio del colectivo de ventanillas cerradas, hasta formar un engrudo que nos unía uno a otro, y entonces comenzaba la verdadera guerra. Aquella que se había declarado para separarnos, porque un hombre no está hecho para vivir sometido al capricho de otro: un hombre camina y necesita sentir el aire que lo rodea, un hombre da vueltas en su cama sintiendo la cadena de las sábanas encima, un hombre sabe que entre él y la tierra no hay más que la invisible muerte, que acepta como acepta lo irremediable luego de infructuosas luchas en contrario;  pero también sabe que entre él y el cielo no hay nada más que su propia voluntad y su propia impotencia: con una sueña, con la otra se conforma. La impotencia nos hace sentarnos en un cuarto de nuestras casas, mirar por la ventana y esperar, tarde tras tarde, noche tras noche, pero ejerciendo la voluntad de quien se quiere solo. La soledad es una fortaleza, una obstinación, una guerra que llevamos contra los otros. Que nadie venga a molestarnos, que nadie se acerque a tocar el timbre de nuestra puerta, y si lo hace que suene y suene hasta que se agote y se vaya. Las puertas cerradas con llave, las persianas bajadas, las cortinas corridas, y el sonido del gas de las hornallas saliendo con un silbido tan lánguido y sereno como si los ángeles estuviesen soñando.

     Para cuando estábamos llegando a la terminal, quedábamos cinco pasajeros. Pude sentarme y mirar por la ventanilla el reflejo del interior del colectivo: aquella vaciedad me satisfizo, y de pronto tuve miedo de bajar. Cuando lo hiciera, el barrio demasiado oscuro y vacío alrededor de mi casa me parecería más temible que esa burbuja de metal que me protegía de la noche.

      Bajar del colectivo fue como pasar de un universo a otro. No creo en la literalidad, pienso que todo es tan relativo como la mirada de quien observa. Pero esta vez podría arriesgarme a utilizar esa palabra tan ignominiosa como encumbrada en un significado, o connotación, tan pretenciosa.

     Toqué el cordón de la vereda con un pie y luego con el otro, y apenas lo hice el colectivo ya estaba en movimiento y se alejaba calle abajo. Lo vi ir apagando las luces interiores, metiéndose en la noche como un rinoceronte acobardado. Me quedé en la vereda, y de pronto el frío me caló en los pies apenas cubiertos, como ya dije, por los zapatos de punta abierta y taco bajo. Las medias ya apenas me protegían, porque al sudor de todo el día en el interior de la oficina se había sumado a la humedad de la calle. Me reproché la obsesión por ir a recorrer las librerías de Corrientes y de Avenida de Mayo luego de salir del trabajo, porque me habría sido más fácil tomar directamente el colectivo desde Villa Urquiza hasta Barracas sin pasar por el centro. Pero así soy yo, me dije, obstinada como mi madre y con el cuerpo de mi padre. Tenía varias cuadras que caminar, porque el colectivo me había dejado en la avenida. Eran casi las diez. No, las diez y media me decía el reloj de pulsera. No tenía guantes, y los dedos se me habían entumecido una vez más. La calle estaba solitaria, como siempre a media semana. Todos estaban cenando o ya terminaban de hacerlo, y miraban televisión a todo volumen, sin importarle lo que sucedía en la calle en pleno invierno. Me crucé con los perros de siempre: el petizo que parecía un salchicha de pelo largo y hocico corto, invulnerable al frío, buscando en la basura del piso; otro alto y flaco como un galgo que se subía a los tachos altos y rompía las bolsas, pero hoy a ningún vecino le importaba lo que pasaba con ese frío. Yo caminaba con los brazos cruzados y me había envuelto la cabeza con la bufanda. Mis pies sufrían, lo sé, pero ya casi no los sentía. Menos mal, me dije, que hoy Bernardo tenía guardia y no podría retarme cuando me sacara las medias y me viese los pies blancos como la leche.

     Me crucé con un hombre que no conocía del barrio, sus ojos brillaron en la cara rodeada de una gorra oscura de cuero, que reflejó la luz escasa del farol de una casa. No tuve miedo porque le temo a otras cosas, me parece, más que a la violencia de un hombre. Si no tengo miedo de la soledad, ¿acaso puedo temer a la violencia de alguien que no es más que una cáscara llena de resentimiento? Tal vez al dolor, al principio, pero luego la resignación se pondría en concordancia con ese resentimiento, ambos conciliados por esa señora tan poco escandalosa que se llama comprensión. Está bien, que me violen o me hieran, y luego déjenme seguir. Mi cuerpo ya está dañado, y ni siquiera el resentimiento, tan fuerte y doloroso, podría cavar más hondo en las grietas de mi carne.

     Llegué a casa. Encendí las estufas y fui al dormitorio. Las paredes estaban llenas de libros que sufrían la humedad, la cama estaba deshecha porque Bernardo solía quedarse dormido y levantarse apenas con el tiempo suficiente para llegar al hospital. Me saqué los zapatos y sentí los pies liberados. Me saqué las medias, y vi mi pie izquierdo de un color azul tendiendo al morado. Cianosis, es el término exacto. Ya me habían amputado los dedos, y ahora le tocaría el turno al pie. Me desnudé, y cubierta con una frazada fui hasta el baño y me senté en el borde de la bañera. Abrí el grifo del agua caliente y la fui entibiando con agua fría. Con el pie izquierdo no sentía nada, y podría hasta quemarme y no darme cuenta.

     Mi cuerpo ya no era mío, de cierto modo. Era como estar viendo el cuerpo de otra persona, pero sin verle la cara. Uno podría pincharlo, quemarlo o cortarlo, sin que nada reaccionara: ni un movimiento o grito. Eso es lo que hace Bernardo en el hospital, anestesiar a los pacientes y actuar en consecuencia. Esa es la medicina del hombre, ¿y es la única?, me pregunto. El dolor también puede ser un remedio, pero lamentablemente el miedo lo toma de la mano como una madre posesiva y controladora. No lo suelta jamás, y entonces el dolor mira a su madre con angustia, y ella le dice que grite y que escape. El miedo todopoderoso que convierte a los ángeles en débiles demonios de pacotilla, encondidos en las cavernas del infierno, donde no hay fuego como dicen, sino la nada: donde nada puedan temer. El vacío no produce temor, sino desolación, y la angustia concomitante es un lecho donde la congoja se adormece en una muerte lenta e insensible. La angustia, de tan vital, toma el ritmo del corazón, que ya no sentimos de tan monótono y monocorde.

      Sumergí los pies en al agua. Me inyecté insulina, la única dosis que pude darme en todo el día. Bernardo ni siquiera sabía eso, ya había dejado de insistir. Me miraba dormir durante las noches que estaba en casa, yo me daba cuenta, acodado en la almohada y con la cabeza apoyada en la mano. Cuando ya era más de medianoche, se resignaba a no poder entenderme, y con una caricia en mi hombro, finalmente recostaba la cabeza en la almohada y cerraba los ojos. Entonces yo los abría y veía su total indefensión: la de un hombre que lloraba interiormente, la de un cuerpo que yo amaba y cuya calidez me protegía del frío invierno que sin embargo me gustaba más que el verano. Bernardo era el invierno y se había anunciado en pleno otoño. Bernardo me curaba, y a veces intentaba consolarme, porque no sabía cómo hacerlo. En ocasiones me observaba como si estuviera explorando un preparado de anatomía en el cual no encontraba el alma. Yo sabía que hablaba de nosotros con un amigo, creo que con Ibáñez y otro que había venido una vez, un tal Márquez. Yo estaba contenta de que él hablara y se explayara con ellos, porque no era hombre para hablar con la soledad.

     Esta noche pensé en matarme. En realidad, no lo veía de tal manera, porque sabía que si me amputaba a mí misma, me desangraría si sentir dolor, y sería como dormirme. Y de repente, cuando ya había ido a la cocina para agarrar el cuchillo del cajón bajo la mesada, me di cuenta de que necesitaba del dolor. Entonces pensé en cortarme las venas de las muñecas, de esa manera me mataría con dolor. En fin, había creado la situación adecuada para una gran escena teatral.

     Me veía en medio del escenario austero: una cocina y un baño de una casa vieja, paredes húmedas, muebles antiguos, pisos con baldosas gastadas, y todo a medio iluminar por la lámpara de pocos voltios colgando del techo. El silencio de la calle, sólo interrumpido por el grito de un borracho que se ha caído aplastando a un perro, o una lejana sirena de ambulancia que nunca llegaría a mi casa. Y yo desangrándome, aguardando los aplausos que nunca comenzarían.

     Entonces escuché los ladridos que parecían llegar desde la avenida. Debían ser más de medianoche. El último quisco de cigarrillos y cerveza había cerrado, el camión de basura no pasaría hasta la madrugada. No había razón para tal cantidad de ladridos, continuos y de muchos perros. Corrí una cortina, pasé la mano para desempañar el vidrio y no vi nada más que quietud y silencio. Los perros ladraban, pero no vi ninguno. Esperé un largo rato, soportando el frío en las partes de mi cuerpo que aún estaban vivas. Me sentí como en una trinchera, vigilando los movimientos del enemigo. Las bombas-ladridos eran lejanos, y yo temblaba, comidas mis heridas por los dientes del invierno, sin vendas para cubrirme.

     Esa era mi guerra de todos los días: el combate con mi cuerpo que cargo como quien carga el cuerpo de un compañero muerto en el campo de batalla, llevándolo hacia el hospital más cercano que siempre está más y más lejos.

      Y en las noches esa guerra es como la de esta noche. Sola, empecinada en mi propia obstinación, yo lucho con mi alma.

    

     Hay guerras que nadie gana, por ejemplo, la que tiene uno consigo mismo. Empieza apenas nacemos. Dejemos de lado la vida intrauterina, tan controversial en definiciones y certidumbres, y dediquemos estas disquisiciones a lo convencional. Salimos a la luz del mundo llorando. ¿Algo nos duele? No podemos recordarlo, pero seguramente es así. El cambio de las condiciones del ambiente: ¿quién puede siquiera imaginar ese período con sensaciones ni siquiera aproximadas a la realidad? Es el período que muchos han definido de ideal, pero sufrimos, seguramente, como sufre cualquier órgano de nuestra madre, porque de ella dependemos. Pero en los otros órganos no están los genes que definirán nuestra psiquis: la conciencia, todavía un rudimento, se está formando. Y seguirá haciéndolo en los primeros años de la vida postnatal, creciendo por acumulación y asociación de experiencias. Y es entonces que la guerra ya es más clara, porque siempre existió. Nadie la ha declarado, aunque bien podríamos culpar a nuestros padres cuando nos concibieron. Esa noche, tal vez una tarde, o muy temprano en la madrugada, sus cuerpos se mezclaron con lo que llamaron amor, o algo parecido que consideraron suficiente. Recuerdo que con Leandro hablamos una vez de D. H. Lawrence y su Lady Chatterley, y él me dijo que el sexo se parece a la guerra. Había frustración en su voz, evidentemente, y yo me quedé mirándolo desde mi asiento en la biblioteca municipal de Morón. Habíamos ido a estudiar con Leticia y él estaba enamorado de ella, pero mi prima no le hacía caso. Él estaba triste y confundido, dando vueltas por el parque de la quinta cercana a las vías, entonces le dije: “Vamos a la biblioteca, acá no podés estudiar”. La dejamos con su ensimismamiento de siempre y nos fuimos. Fue entonces, del otro lado del escritorio al que estábamos sentados, estudiando, me dijo aquello. “¿Te acostaste con Leticia?”, le pregunté. Él se rio tapándose la cara con el libro. Los otros lectores giraron la vista un instante y volvieron a su estudio. Cuando se descubrió la cara, estaba llorando. Yo le estiré la mano y él me la apretó con fuerza. Asintió con la cabeza, y yo entendí que todo había sido un fracaso. Fue esa tarde cuando comenzó lo que puedo llamar el amor de Leandro hacia mí, esa especie de camino de desvío que fue convirtiéndose en la avenida principal de su vida. El otro camino que intentaba construir hacia mi prima había quedado anulado como un sendero de tierra que nunca nadie recorrió, llenándose de malezas y finalmente desaparecido.

     Esa fue una de mis guerras: la que se produjo entre lo que yo era y lo que decía. Es muy difícil definir los límites de los combatientes, y en realidad nunca se trata únicamente de dos, y ni siquiera son ellos los principales. Participan muchos que conocemos y otros tantos que intuimos, aún desconocidos, hasta que los encontramos a la vuelta de una esquina en la ciudad-campo de batalla.     

      Lo que somos o lo que queremos ser, y esta es la mayor conflagración de desconocidos que aparecen ya cansados de sus propias guerras interiores, como países que se suman a una guerra mundial inmediatamente después o aún sin terminar sus guerras civiles.

      Lo que deseamos, o creemos desear, que es tan diferente, son por sí mismos un conjunto de batallas que nunca se terminan, semejante a esos soldados que, corriendo hacia el frente entre explosiones de granadas y con las bayonetas en los brazos, disparan a sus compañeros por rencillas y odios nacidos en las trincheras.

     Lo que decimos nos contradice, y en esto no hay términos medios ni más límites que nuestra estupidez, que se demuestra cada vez que abrimos la boca. Ni siquiera hace falta hablar, ya el pequeño movimiento de los labios define un concepto que ya no puede desaparecer. Y al instante siguiente, otro concepto, que intentará decir lo contrario, no hace más que acentuar lo dicho previamente. Las llamamos excusas, otros las llaman disculpas, otros les dicen notificaciones de perdón, y muchos más sembrarán con su silencio el resentimiento para producir el árbol de la guerra.

     Lo que hacemos, nuestra conducta que se esmera en moverse por las calles como si fuese dueña del mundo. Sabemos que alguien más es el verdadero dueño, ese vagabundo que camina con tres perros a su lado y moscas que dan vueltas alrededor de la ropa raída, la cara ensombrecida por la barba y una bufanda de lana gruesa alrededor de la cabeza, con botas de suela desprendida y atadas con cordones, pantalones de corderoy viejo y un sobretodo que alguna vez fue de piel de camello pero que ahora brilla gastado por las gotas de lluvia. Todo eso fue de varios hombres, o de uno solo, quizá, comprado en los buenos tiempos de Harrod’s sobre la calle Florida, con alguna dama de trajecito a lo Chanel, alternando la compra con una merienda estilo inglés.

     Todos sabemos quién es ese vagabundo que, de la manera descripta, lleva en sus manos dos bolsas que nunca son las mismas, pesadas a juzgar por su esfuerzo, llenas de algo que alguna vez estuvo vivo, y de lo cual únicamente queda un olor pasmoso que atrae a los perros de vez en cuando. Pero los animales son viejos como el mundo, y saben esperar. Y el hombre, más viejo todavía, camina como un adolescente esmirriado y cansado, algo encorvado por el peso de las bolsas, a la vez asustado y orgulloso. La jactancia le queda bien, pero más aún le sienta perfectamente al cuerpo esa indiferencia que muchos confundirían con estupidez. En realidad, es una mezcla de candidez y sabiduría. ¿Quién dice que ambas no son compatibles, o aún complementarias?

      Yo lo he visto aparecer precisamente luego de algo que he hecho, y entonces me di cuenta de cómo el grano de arena que constituyó mi acto se convirtió en una duna, en una tormenta en un desierto que nunca terminaría de atravesar. Eso es cada uno de nuestros actos: la suma interminable de errores que como números ceros se agregan a la derecha de cualquier cifra. La suma parsimoniosa en lugar de la abrupta multiplicación, porque el dolor parsimonioso es más eficazmente tolerado para que el vagabundo pueda venir a buscarnos con su eterna y lastimosa paciencia.

      Me detengo en la vereda y me doy vuelta para verlo alejarse. De espaldas, parece el mismo que de frente, se aleja y sin embargo nos mira. Los perros carecen de esa característica, son, plausivamente, más humanos, porque nada más giran la cabeza un par de veces para mirarme, y luego siguen su camino, fieles al vagabundo, dueño del mundo.

      Guerras como esa que ocurren en las veredas, son las mismas que nos ocupan las noches de insomnio: el remordimiento escarba en nuestras vísceras y las consume, la duda que crea el abismo vacío en donde se consumen todas las posibilidades de las cosas.

      Y la felicidad es breve, tanto que parece ilusoria, y tal vez lo sea.

      La guerra se gana engañando al enemigo, no hay guerras honestas. La sinceridad es el elemento de la paz porque implica no la tolerancia, ni siquiera el perdón, resabios endebles de una estructura ficticia en un escenario de teatro, sino la absoluta ausencia de resentimiento o rencor, y donde la culpa ha muerto como un chico abortado por un embarazo ectópico. Eso es la culpa: un embarazo que se esfuerza por ocupar el espacio principal: crece y se mueve, se desplaza y destruye, y como el cáncer, pero lleno de vida, se levanta y se para como un conquistador sobre la colina llena de muertos. Tiene una bandera que agita cada uno y todo el resto de nuestros días.

     Y cuando nuestro cuerpo no es más que escoria esperando en la vereda del mundo la llegada del vagabundo, esa bandera nos cubre para protegernos del frío y la escarcha. Cuando ya no la necesitamos, ahí está, atenta a proteger lo que criado durante muchos años.

    Las guerras contra nosotros mismos son las únicas irreversibles, las únicas realmente cruentas.

    Quien gana es también quien pierde, y el ciclo se realimenta por su propio fracaso. La serpiente que se muerde la cola.

     Esta noche he pensado en todo esto, y el cielo oscuro de las tres de la madrugada es una cueva de silencio. Los perros se han callado. Yo estoy en la cama, temblando de frío, y espero.

     




Ilustración: Rex Whistler

    

     

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