LAS MUJERES QUE DISPONEN LAS SENTENCIAS
5
La mañana
resplandecía con una luz que pocas veces acostumbraba a ver en verano, un
reflejo tan intenso de la madrugada sobre las aguas del río que apenas salió a
cubierta tuvo que taparse los ojos. Se había levantado tarde, los movimientos
de José no la habían dejado dormir con tranquilidad. Le había acariciado la
cabeza y el pecho hasta que él finalmente se durmió, pero ella continuó
despierta, como velándolo. No era esa la palabra, por supuesto, pero de algún
modo ver dormir a ese hombre era como verlo muerto. Le había hablado de su
hermano, muy poco, pero ella había adivinado lo suficiente para darse cuenta de
que José no dejaba de pensar en él ni aún dormido, y de pronto se le ocurrió la
imagen de que cuando uno de ellos estaba despierto, el otro dormía, o quizá,
incluso, moría transitoriamente.
Le
dolía la cabeza, sacó la botella bajo la cama, bebió el último sorbo de
aguardiente, salió y la tiró al río.
-
¡Viejo! - gritó, buscándolo sobre la superficie blanca de la cubierta. Veía
como destellos en la madera y el aire, y del cielo caía un torrente de luz que
la enceguecía.
-La
puta madre…-murmuró, molesta de que el hombre que seguía dormido hubiese
cambiado sus costumbres hasta el punto de desubicarla y hacerla sentir mal con
el barco y el río, lo único que poseía. Lo único que no le había quitado eran
las ganas de beber, pero hasta el sabor del aguardiente le resultaba mezquino
ahora.
Encontró al viejo acostado en el piso. Lo
pateó para despertarlo, y el otro se despabiló, gruñendo y protestando.
- ¡Qué
tanto melindre, viejo! ¡Sabés que tenemos que salir hoy! ¡Vamos, levantáte de
una vez! - Siguió pateándolo hasta que el viejo se levantó lentamente y caminó
hacia la cocina.
- ¿A
dónde vas?
-A
hacer unos mates…
-Andá
a reparar el motor si no lo hiciste ayer…
El viejo miró hacia el agua, tal vez
pensaba en su hijo que ella había matado, pero sus ojos no tenían expresión
tras las lagañas del sueño y el alcohol. Se rascó el pecho, luego la cabeza y
se puso a orinar sobre la borda. Después, caminó a proa, y levantando la tapa
que cubría la maquinaria, descendió la escalera bajo cubierta.
Mara entró a despertar a José, pero lo
encontró sentado en la cama, observándola.
- ¿Qué
mirás?
-Nada,
no te miraba a vos, a la luz miraba.
Ella se dio vuelta y volvieron a dolerle los
ojos.
-Estás chiflado, anoche habrás soñado con el
diablo por cómo te moviste.
Llenó una pava con agua y la puso sobre el
hornillo. Sacó yerba del mueble bajo la pileta y llenó el mate, puso la
bombilla y se apoyó en la mesa a esperar.
- ¿Qué
te pasa que estás tan silencioso? ¿Extrañás al indio ese?
-No me pasa nada, y no, no lo extraño.
Solamente me pregunto qué vamos a hacer.
-Yo
sigo con mis cosas, ya bastante tiempo perdí estos días.
José se levantó y apretó el cuerpo con el
suyo. Ella se sentó en la mesa para apartarse un poco.
-Salí, tenemos que partir antes del
mediodía, río arriba, el viejo está reparando la máquina, si no está durmiendo
la mona.
Entonces escucharon arrancar el motor,
fuerte y claro. Mara cebó el mate y se sentaron afuera, pero a la sombra del
alero. Era las diez de la mañana, y de los árboles llegaba un ruido de bandadas
que removían las ramas y de pronto salían atravesando el río sobre ellos. Las
miraron contentos, y ya no se veía en los ojos de José el miedo de aquella
noche. El viejo asomó la cabeza por la escotilla de cubierta, tenía una sonrisa
de satisfacción que desbordaba su cara.
- ¡Míralo
al viejo, nomás! Al fin resultó un ingeniero-dijo José.
Mara
comenzó a reírse y apoyó la cabeza sobre su hombro.
- ¡Venga
acá, viejo, y tómese unos mates, que se los merece!
El
hombre terminó de subir y se les acercó, quedándose parado con el torso
descubierto, porque ya hacía mucho calor. Mientras sorbía la bombilla, miraba
hacia el agua.
- ¿Usted no tiene nombre? Siempre el viejo
esto, el viejo lo otro…-preguntó José.
Mara y el otro se miraron, y ella dijo:
-No es nadie para tener un nombre…
- ¿Y
el hijo?
- ¿Cuál? ¿Usted tiene un hijo, viejo? Yo no
veo a nadie más.
José
trató de encontrar en la cara de Mara algún signo de sarcasmo. Luego ella se rio,
pero él la siguió mirando. Ya no la entendía, porque ella de pronto parecía
haber recuperado un cierto dominio sobre sí misma que él no había visto hasta
ese momento. Antes era una mujer dura pero perdida en la maraña de ríos y
cauces de esa selva, que era como la imagen de su vida. Ahora continuaba con el
mismo aparente carácter de siempre, pero había algo que escondía. No era sobre
el pasado ni todo lo que le había contado, esas cosas cualquiera podría
haberlas sufrido sin considerarse especial. No había creído ni la mitad de todo
su relato sobre España y el supuesto incesto, y menos el episodio con las
viejas que ella llamaba brujas. Mirándola fijamente, su expresión era la de
siempre, brusca y enfadada la mayor parte del tiempo, pero esta mañana había
algo en sus ojos que le recordó a Altea: la casi gélida expresión de su cuñada
que no parecía capaz de sentir ningún tipo de pasión, ni siquiera la del
cuerpo, porque estaba seguro de que no la había sentido la noche de los ritos
en el pueblo de Toba.
Giró la cabeza, mirando esta vez al río,
cauce arriba, y pensó en el barco en el que iba su hermano.
- ¿A dónde vamos?
-Ya
te dije ayer, a unas millas tenemos que encontrar a Valverde…
-Me
acuerdo, ¿un tal Amusco, ¿no? ¿portugués?
-Brasileño nomás.
- ¿Y qué negocio nos trae?
Mara
se rio otra vez.
-Ya
se cree socio el señor hidalgo-dijo hablándole al viejo. -Pero yo soy la que
mando acá, así que las ganancias las reparto yo.
-Como usted diga, señora. ¿Y cuál es el
negocio?
-Sos
más estúpido de lo que pensaba, o tenés el cerebro en otra parte…-Se acercó a
José y se sentó en sus piernas.
El viejo los miró un rato y luego caminó a
proa. Mientras ellos estaban adentro, él sintió las sacudidas del jergón, y ya
con el barco en marcha, giró timón dos o tres veces. Escuchó los insultos de
Mara y la risa de José. El viejo también se reía.
Ya era más del mediodía cuando olió el
aroma del pescado que ella estaba preparando. Salió a llamarlo y le dio un par
de golpes cariñosos en la cabeza.
-Seguí divirtiéndote nomás, viejo.
-Déjalo
Mara, no lo molestes más…-dijo José, y ayudó al viejo a sentarse con ellos a la
mesa.
El día era demasiado caluroso. El sol
nunca había aparecido del todo tras las nubes de la mañana, y un semitono
plateado vivía en el aire viciando la luz hasta transformarla en la causa y la
fuente del hastío de esa tarde que empezaba.
Después de la comida, Mara salió y se
apoyó en la baranda, observando las costas, que lentamente comenzaban a ser más
frondosas, casi sin espacios de playas. El trayecto era tranquilo, pero con
muchas curvas, y ella no podía dejar que el viejo se distrajera o se durmiera.
Sabía que el cauce era profundo, ya lo había recorrido demasiadas veces, pero
nunca se podía estar seguro. En ocasiones el río arrastraba troncos o bancos de
tierra luego del algún temporal. Sabía que se avecinaba uno para esa tarde o la
noche a más tardar, y por eso había intentado que saliesen lo antes posible
para resguardarse en algún recodo protegido por los árboles. Desde adentro se
escuchaba el ronquido de José. Se preguntó hasta qué punto ella podría
confiarle su negocio. No estaba dispuesta a conceder nada, pero él había sabido
arreglárselas para que ella fuese cediendo casi sin darse cuenta, primero su
cuerpo, luego su confianza, y qué más le quedaba. Tal vez José siguiera el
mismo camino de Santiago, y de esta manera se sintió más segura.
Eran las tres de la tarde. El resplandor
que le había herido los ojos durante la mañana se transformó en una opacidad
iridiscente que atenuaba su brillo hacia el norte. Lejos en la misma dirección,
el cielo estaba tan oscuro como al anochecer. Las aguas continuaban tan calmas
como un manto de lava que fuese enfriándose rápidamente. Dejó caer la botella
que había sacado de la cocina, y su sonido al caer en el agua fue como un
estallido de vidrios sobre una superficie de hierro. El río parecía inmóvil, y
Mara sintió que estaba deslizándose sobre rieles. Nunca había experimentada
algo así desde que había llegado a América. Creía conocer ese río, por lo menos
la mayor parte del cauce que había recorrido durante tantos años, pero jamás se
encontró con una sensación semejante de incertidumbre. Conocía los preliminares
de cualquier temporal: las aguas calmas, el clima tórrido, la electricidad en
el aire que iba lentamente transformando aquellos signos en otros más ciertos
de tormenta: el descenso de la temperatura, el viento que iba despertando de su
pereza, el cielo que reclutaba nubes como soldados vestidos de negro.
Pero esta tarde sentía miedo.
- ¡Viejo,
más velocidad! - gritó hacia la proa.
El
hombre regresó a popa y se sumergió bajo cubierta. Se sintió el rumor del motor
ir en paulatino aumento, atascándose a veces, casi como tosiendo, y se
escuchaban los golpes del metal con que el viejo parecía hacer revivir la
maquinaria. Volvió a asomarse y preguntó si era suficiente. Mara observó las
nubes hacia el norte. No llegarían a Resistencia sin soportar antes la
tormenta, tardarían una semana aun manteniendo esa velocidad, lo que ya sabía
era imposible. Intentó calcular cuántas millas les quedaban hasta el próximo
pueblo. En realidad, ya sabía que no había otro más cercano a Las moscas, donde
debía encontrarse con Valverde. El lugar estaba en un recodo con un buen muelle
protegido por muchos árboles, donde el rio Mbaré descendía con suavidad sobre
el torrente del Paraná. Faltaba mucho todavía, eso era seguro. Había hecho ese camino
con Santiago en mejor tiempo que el de ahora, y ya le había parecido largo el
viaje hacia, entre esas riveras que a veces parecían tan cercanas que apresarían
al barco. Y más que la distancia, lo que la inquietaba era una sensación que le
llegaba desde la selva, o quizá desde los pueblos que se escondían tras el
follaje de los árboles. Miró hacia lo alto de las copas, y el cielo simuló
moverse hacia el sur.
Recordó el viaje en barco por el
Atlántico, fue allí cuando comenzó ese vértigo que nunca la abandonaba, y al
que sólo se había acostumbrado estando siempre a bordo. Cuando bajaba a tierra,
la inmovilidad absoluta regeneraba el vértigo, y entonces veía el techo de las
casas en las cuales se alojaba, o incluso al cielo mismo, moverse
permanentemente. Los techos o el cielo tenían peso, y el temor al derrumbe era
tan insoportable que necesitaba salir. ¿Pero cómo huir de la tierra?, si la
única posibilidad del desplazamiento horizontal no era más que un desplazarse
también lo que estaba encima de ella. La única salida real era la vertical,
hacia arriba.
Por eso contemplaba las aves con tanta
ansiedad cuando estaba en cubierta, el aleteo de los pájaros la llenaba de un
ímpetu como si ella misma tuviese alas. Necesitaba estar sobre una superficie
en movimiento, y entonces el desplazamiento del cielo se convertía en un
movimiento ficticio, y su quietud la tranquilizaba. No se puede volar en una
superficie que se está moviendo, el viento requiere que el lugar por donde
transcurre esté quieto. Ella sabía la falacia de estas sensaciones. Nada está
quieto ni siquiera una vez, el mundo se mueve y nos lleva. Pero el espacio es
una cosa, y el tiempo es otra dimensión que puede darle otro significado al
espacio. Lo que se mueve se desplaza en el tiempo, pero si no existe el tiempo,
¿cómo podrán desplazarse las cosas? El
día que las viejas la llevaron para que abortara, y ella descubrió otra
condición de su alma, supo que el centro de su vida sería aquel centro sin
tiempo: ella sobre el techo de la casa, viendo a las tres mujeres sentadas en
la sala.
Pero ahora no podía subir, y contemplar
el cielo que se encerraba entre nubes parecidas a piedra oscura, la calmaba, y
sin embargo ahora el río comenzaba a moverse, y eso era lo que la inquietaba.
Una mano se apoyó en su cintura, y se sobresaltó. José y Mara se miraron como
un par de extraños enemigos. El viento se había levantado y el frío acrecía con
rapidez. El cabello de Mara estaba revuelto y se sacudía sobre su cara, y el
cuerpo temblaba. José la abrazó como un modo de contención, porque sintió la
absurda idea de que ella podría perderse en el aire, como si pudiese levantar
vuelo.
Ella se dejó abrazar, pero recobrando su
habitual temperamento, dijo:
- ¡Fuera!
¡No ves que debemos prepararnos para el temporal!
Ordenó al viejo que se quedara abajo para
controlar el motor, y le dijo a José que controlara el timón, no tenía más que
hacer que mantenerse en el centro del río. Ella comenzó a guardar lo que estaba
suelto en la cubierta y a tapar las aberturas.
Dos horas después ya el cielo se había
ensombrecido completamente, y el viento era más fuerte, pero el río se
conservaba con olas que apenas arremetían al barco, como empujándolo más que
para dañarlo.
Mara terminó lo que hacía y se acercó a
José. Ambos no apartaban los ojos del centro del río.
-Se
está encrespando cada vez más.
-Sos
muy diestro con el timón.
-He navegado barcos en el mar…
Ella
se quedó mirándolo, y él se dijo:
-Hay muchas cosas que no sabes de mí,
¿dónde está la brujita de la que me hablabas?
Mara se cruzó de brazos, ansiaba un trago,
pero sabía que necesitaba mantenerse lúcida con la tormenta.
-No sabés lo que decís- le contestó.
-Entonces explícame, porque hasta ahora te
estoy creyendo muy poco.
Sabía que la estaba provocando, pero así
era cómo le gustaba verla: ofuscada porque demostraba fuerza, y no el remedo de
ama de casa en la que los abrazos y el amor comenzaban a sembrar gérmenes.
Se escuchaba el motor traqueteando y las
maldiciones del viejo arrojando paladas de carbón al fuego. La humareda de la
chimenea desvencijada que salía de proa oscurecía aún más el cielo que los
cubría, mientras el viento, ya más intenso pero indeciso en cuanto a su
dirección, la llevaba de un lado a otro como en remolinos y la dispersaba.
Mara comenzó a hablar, y al principio
casi no la escuchaba, el viento entre el follaje de las costas hacía levantar
vuelo a bandadas con ruidosos aleteos que parecían competir con las máquinas.
-Cuando llegamos a Buenos Aires, Santiago
estuvo muchos días averiguando dónde estaba su hermano. Fuimos caminando por
las calles de pensión en pensión, por la zona de la ribera y luego más al
oeste, donde había más campo que ciudad. Cada vez que preguntaba lo mandaban u
otro lugar más lejano, y estábamos cansados de caminar. Al final, encontramos
al peón de una estancia de Flores que le dijo que Facundo se había ido a Entre
Ríos. Era bastante mayor que él, y se había venido a América como diez años antes.
Santiago era chico cuando el otro se vino, y estuvo esperando a ser grande para
viajar, pero en España tuvo que quedarse a mantener a los viejos, y todo eso lo
resintió. Estaba casi siempre de mal humor, y creo que aprendió a ser hipócrita
para sobrevivir. Eso fue lo que intentó conmigo, pero desde el principio se dio
cuenta que no podía engañarme, por eso me trató de la manera en que lo hizo.
-Parece que lo querías un poco…-dijo José,
sin soltar el timón ni sacar la vista del centro del río. Las aguas estaban
levemente encrespadas, la tormenta llegaba muy lento, hasta casi hacerse desear
para terminar aquel calor pesado que traía mosquitos inquietos e insoportables.
-Quién te dice que no fue así…era un
hombre, al fin de cuentas, como todos ustedes. Son todos terribles y estúpidos
y no saben explicarse más que con golpes, pero cuando se quedan dormidos y
tienen pesadillas, o lloran, son como chicos desprotegidos. Son como huérfanos
que nunca se consuelan.
José la miró por un instante. Mara tenía
la vista fija en el río, parecía contar las olas que golpeaban la proa y morían
bajo el casco. Estaba cambiada, había cambiado la ira por tristeza y melancolía.
Eso lo molestaba, porque le recordaba la angustia que necesitaba mantener
débil. Habría querido tirarla al piso y penetrarla para escuchar su grito
sobrepasando el aleteo de las aves que cruzaban el río, tan parecido al de los
murciélagos.
-Tomamos un barco que nos llevó río arriba
en busca del hermano. Hicimos parada en varios pueblos, pero nadie nos supo
decir nada. Teníamos que ganar para comer, así que nos quedamos en el último
pueblo y Santiago empezó a trabajar de carrero a veces, otras de changador o
leñero, lo que fuese. Nos quedamos en una casilla abandonada a orillas de un
arroyo casi seco. Santiago volvía borracho, tarde, y después de gritarme se me
tiraba encima y yo lo dejaba hacer, pero no lo dejaba terminar dentro de mí. Yo
ya tenía una hija, y él la había rechazado, así que no le daría el gusto de
darle otro. Creí que lo molestaría, pero la primera vez que lo empujé para que
se saliera, se rio y me dio unos golpes que creí ser de enojo, pero que, para
él, en su borrachera, eran de complicidad y de gusto. Desde entonces lo hicimos
siempre de esa manera, y lo excitaba. ¿Para qué se me habrá ocurrido llevarle
la corriente? creo que porque a mí también me gustaba. No extrañaba ya la
tímida dulzura de Roberto, que le venía más de la culpa que de la sinceridad.
Lo agreste de esta zona, el calor, la soledad entre los árboles altos me
gustaba. Ya no era el campo de España, abierto y sometido al sol. Los árboles enormes
me protegían, o me ocultaban. Cuando llegó el invierno, ya no hubo más trabajo.
Pasamos días de hambre en la casilla. Vivíamos de la pesca, porque Santiago
casi no sabía cazar, y tampoco era eso muy abundante. Una tarde llegó un vapor
que ancló no muy cerca de la orilla. Era el viejo con su hijo en este mismo
barco. Nos preguntaron qué hacíamos ahí, sentados en la playita junto a la
casilla. Nos encogimos de hombros. Santiago estaba flaco, con el torso desnudo,
la barba crecida y su pelo lacio tapándole las orejas hasta los hombros. Yo ni
sé cómo me veía, creo que como una bruja sucia. El viejo estaba más contento
que ahora, mucho más joven me parece, a pesar de que no pasaron muchos años.
Nos gritó si queríamos acompañarlos, siempre había trabajo en algún lugar de
las riberas. No llevábamos ya nada encima más que lo puesto, lo que habíamos
traído de España lo empeñamos en Buenos Aires. Subimos y esa misma tarde
seguimos viaje río arriba o abajo, según hubiese trabajo. El viejo traficaba
con todo lo que pudiera venderse. El barco estaba lleno de mercadería de
cualquier clase. Pero lo que le daba más ventajas era la yerbaluz. Los indios
la sembraban y el viejo se las compraba por casi nada, o por comida o abrigo.
Después iba de pueblo en pueblo y la vendía a los que la consumían o a otros
que la llevaban a Buenos Aires o a Córdoba.
- ¿Y qué es eso? -preguntó José.
- ¿La
yerbaluz? ¿No te lo imaginás? A todos
les gusta, yo la probé muchas veces, y me calma, pero otros ya no pueden
sacársela de encima. Por casi dos años hicimos esa sociedad, vivíamos en el
barco y conocimos casi todo el río hasta el Brasil. A eso se sumó Valverde de
Amusco, que trabajaba con putas. En ocasiones llevábamos dos o tres de un
pueblo a otro, pasábamos la noche hasta que ellas terminaran su trabajo y luego
partíamos otra vez.
- ¿Y a vos te ofrecieron unirte a esas?
La estaba provocando, ver si picaba la
carnada.
- ¿Una sola mujer con tres hombres durante
meses un este barco se iba a ser la remilgada? El hijo del viejo me empezó a
toquetear el mismo día que nos conocimos. Desde entonces empezó la riña con
Santiago. Yo disfrutaba de las peleas, me sentía mejor cada vez que terminaban
cansados y molidos, ambos. Me metía entonces con el viejo, que era más
tranquilo. Su barba me pinchaba la cara, pero su lentitud me hacía sentir que
yo dominaba a los tres. Por eso empecé a mandarlos. Les decía a dónde ir o
cuánto cobrar. Las putas confiaban en mí y me pedían consejo. Pero pronto se
terminó todo eso. Santiago empezó a golpearme cada vez más seguido, y los otros
dos nos miraban sin meterse. Al hijo del viejo le convenía, porque cuando yo
quedaba molida en el jergón, venía a penetrarme aun cuando Santiago estuviese
al lado, dormido por la borrachera. Pero un día se despertó y se pusieron a
pelear. Santiago terminó perdiendo, como casi siempre, y después se la agarró
conmigo. Esa noche llegamos a un pueblo, a Las moscas, a donde ahora vamos, si
llegamos antes de la tormenta. Es un pueblo más grande que lo que pueden
encontrase en muchos kilómetros. Hay un putero muy conocido, de ahí vienen y
terminar las putas de casi todo el río. Santiago me agarró de un brazo, bajamos
del barco y me arrastró como aquella noche en España. Yo me resistía y no
quería caminar, pero no era tanto por la ira como por tener todo el cuerpo
dolorido. Me llevó al putero y me dejó ahí. A la mañana siguiente, cuando
desperté en una cama, la dueña y las mujeres me estaban cuidando. Me dijeron
que el barco se había ido.
Estaba anocheciendo muy rápido. El barco
marchaba a ritmo rápido contra una oscuridad que se había asentado sobre el río
como nunca había visto en esos años. El oleaje era más encrespado, y la proa
subía y bajaba en bruscas sacudidas. José dominaba el timón con presteza, ella
debía reconocerlo. ¿Cuándo él le contaría sobre su vida? Quizá debía adivinarlo
más tarde, con el silencio del sueño mientras dormía, o creía dormir.
-Pasé en ese lugar casi tres años. A
veces Valverde llegaba, y creo que no le habría molestado llevarme con las
otras a algunos pueblos para trabajar, pero supe que Santiago le había dicho
que me dejara ahí. Nunca volvió a acostarse conmigo mientras estuve en el
putero. Las otras me decían que rondaba la casa, y que venía a cobrar su
comisión por mi trabajo. Le tenían tiña, por eso cuando iba a cobrar le decían
que yo era la mejor y que todos los hombres de los alrededores me preferían.
Ellas aparentaban enojo, porque él no se lo habría creído de otra manera. Pero
la verdad era que yo trabajaba como cualquier otra, no podía negarme, aunque
estuviera cansada y con dolor. Los tipos terminaron siendo todos iguales, y por
eso ya no me buscaban tanto. Mi cara les decía que mi cuerpo estaba como
muerto. Un día, uno se quejó con Tatiana, la que manejaba el lugar. La mayoría
de las chicas eran inmigrantes polacas, porque las rubias o pelirrojas cobraban
más, a diferencia de lo que pasa con las indias o las negras, como más al
norte. El tipo salió protestando porque no quería pagar. Yo todo lo escuchaba
desde la cama donde él me había dejado, desnuda y con el semen en la cara.
Mientras me limpiaba, lentamente, como si fuese una actriz que estuviese desmaquillando
frente a un espejo, escuchaba los gritos desde la puerta. Hubo forcejos y
sillas tiradas, y luego un portazo. “Es una muerta”, lo oí gritar. No había
pagado, lo sabía. Luego Tatiana entró a verme. Yo salí de mi ensoñación, y en
lugar de un espejo vi el cielorraso de madera podrida, y en lugar de maquillaje
los restos del semen que se endurecía. Era una máscara invisible, y sentí que
mi piel era como un pergamino. “Mañana te vas”, dijo ella. En la mañana no
necesité agarrar la poca ropa que había podido comprar durante ese tiempo, las
chicas la habían juntado en una bolsa y me acompañaron hasta la puerta.
Santiago me esperaba afuera. “La hiciste bien”, me dijo, “no servís para nada”.
Caminamos uno al lado del otro, sin hablarnos. Había cortado su sociedad con el
viejo, así que no teníamos ni barco ni casa. Ya todos en el pueblo nos
conocían, y como éramos bichos raros, no querían saber nada de nosotros. Nos
fuimos caminando hacia el sur, a veces siguiendo la ribera, otras internándonos
en la selva. Cuando pasábamos por algún pueblo compraba comida con el poco
dinero que le quedaba de lo que yo había ganado. Pedía trabajo con insistencia
en los almacenes o en los muelles, y cuando lo empujaban para que no molestara
más, se enojaba y se ponía pendenciero, sacaba un cuchillo y amenazaba a todos.
La gente lo rodeaba y lo insultaba como a un perro rabioso. ¿Yo qué podía
hacer…? Creo que ese día dejé de tratar de entenderlo, y me abrí paso entre la
gente y me le acerqué. “Ven Santiago”, le dije, agarrándome a un brazo de él
como si fuera su esposa. Nos alejamos del pueblo y seguimos caminando hacia el
sur. Poco después encontramos el embarcadero donde nos dieron trabajo. Teníamos
que ayudar a bajar y subir la carga de los barcos que llegaran, en su mayoría
pesqueros, y también cargar las carretas que llevaban la mercadería a los
pueblos. Después de arreglar con el encargado del embarcadero, que se fue en un
bote río abajo, fuimos a la casilla en la que íbamos a vivir. Ya estaba oscuro, pero yo me había
acostumbrado a caminar por todos esos lugares llenos de maleza y alimañas.
Adentro estaba más oscuro porque la única ventana estaba tapiada. Cuando entré,
tanteé en la oscuridad, Santiago se había quedado en la puerta rota tratando de
ver cómo podía arreglarla. Entonces sentí un piquetazo en mi mano derecha
cuando me caí al piso luego de tropezar con unas maderas. Di un grito de dolor
y al mismo tiempo escuché el silbido de la yarará que se escapaba por la
puerta. Enseguida oí los pasos de Santiago y el hachazo. La víbora estaba
muerta, y el muy estúpido entró contento como pocas veces lo había visto. Sólo
lo alcancé a ver por la luz que entraba por la puerta, pero esa sonrisa y esa
alegría le duraron poco. “Me picó”, le dije, llorando. Salimos y me miró la
mano. Sólo tenía un piquetazo en el dorso, y me dijo: “No es nada”. Yo lloraba,
no porque me doliera demasiado la mano, sino por la angustia de lo que sabía me
iba a pasar. Le crucé la cara con mi mano izquierda, y cuando iba a reaccionar
devolviéndome el golpe, se detuvo y vi en su mirada la cara de niño mimado que
le había conocido en España. Niño que se había criado entre comodidades y
bendecido por el cura cercano a la familia. Ese fue el hombre que me acompañó
hasta la orilla del río, diciéndome que no llorara mientras me acariciaba el
pelo. Nos arrodillamos en la orilla y me ayudó a lavar la herida. Me acarició
el brazo como nunca lo había hecho, mientras yo de reojo observaba su cara
asustada. “¿Qué vamos a hacer?”, le pregunté, moqueando. Lo pensó un rato, me
hizo un torniquete y se levantó para alejarse por la orilla sin decirme nada.
“¿Adónde vas?”, grité, porque lo creí capaz de abandonarme. No quiso
contestarme. La mano me dolía porque se estaba hinchado, y el dolor me llegaba
al hombro. Pasó el tiempo, no sé cuánto, yo creí que horas o un día entero. Me
acosté en la orilla y metí la mano en al agua. Algo me refrescaba, y hasta
pensé en tirarme al río y morir ahogada antes que de la otra forma. Mi corazón
se aceleraba y la mano me latía como si mi corazón estuviese en esa mano
obstruida por el torniquete. Llevaba mi mano izquierda hacia la enferma, pero
no podía alcanzarla. El cuerpo me pesaba, y hasta los párpados me parecían dos
puertas de hierro que caían sin poder levantarlas. Santiago apareció
renqueando, yo lo veía al revés, porque estaba boca arriba, respirando con
dificultad. Lo veía acercarse como entre sueños, un hombre flaco y encorvado,
que caminaba lento como una tortuga, arrastrando un pie y conteniendo el dolor
apretando los dientes tras los labios ocultos por la barba. Se arrodilló y me
dijo que comiera una pasta que había traído envuelta en hojas. Me pareció que
era yerbaluz, aunque nunca la había masticado, sólo la fumaba quemando las
hojas secas. Era amarga, y luego ya no tuvo gusto a nada. Me dormí, aunque en
ese momento creí que me estaba muriendo, y que eso era la muerte: un dolor
afuera, y una serenidad adentro.
Mara suspiró profundo y se miró el muñón
derecho. Había anochecido.
- ¿Cuánto falta para llegar? -preguntó
José.
-Por las menos cuatro o cinco horas.
-No creo que lleguemos antes de que se
ponga peor.
-Eso es lo normal, pero esta tormenta se
está tardando, y si es tan fuerte como amenaza, más vale que se retrase y
lleguemos pronto a Las moscas.
-Más vale que nos protejamos ahora mismo
en algún recodo.
- ¿Para qué? El viento va a levantar el
río y nos apretará contra los árboles, y los árboles se nos caerán encima. Ya
lo he visto.
-Entonces dejemos el barco y acampemos.
- ¿No te acabo de decir que el río de
desmadrará? Quién sabe cuántos quilómetros.
-Pero en el mar…
-El río es otra cosa. Hace seis años que
conozco este río, como a un hombre.
-Está bien, seguí contando.
Mara vio al viejo asomarse por la escotilla.
- ¡Más rápido!
Sabía que, si trataba de darle más potencia a
las máquinas, corrían el riesgo de destruirlas, y entonces sí estarían a merced
de la pura suerte. Se tocó el muñón, como a un amuleto. Debían ser las ocho de
la noche, aún había una tenue luminosidad y el viento, aunque no muy fuerte,
refrescaba las picaduras de los mosquitos.
- ¿Qué es eso? - preguntó José, señalando
a la distancia una nube que se desplazaba hacia ellos con rapidez.
-Alguaciles-
dijo Mara. Y apenas terminó de decirlo cuando las primeras libélulas
aparecieron. Luego la masa completa del enjambre paso rodeándolos casi sin
tocarlos. Ambos se quedaron quietos, frunciendo los párpados, sacándose del
pelo y de los pliegues de la ropa los insectos que habían quedado atrapados.
Mara de pronto sintió que las libélulas le hablaban con el zumbido de sus alas,
hasta creyó sentir que se apoyaban en su piel y entonces se sintió liviana como
ellas. Vio sus alas transparentes, su largo cuerpo como una pequeña rama que
fuese levantada por cuatro frágiles cristales. Pronto, sin embargo, las últimas
fueron desapareciendo y el aire se limpió. Ella se miró la ropa, estaba llena
de libélulas muertas, pero sobre José no había ninguna.
-Te aprecian- dijo él.
Mara agarró una por una y las apoyó en una
tela, luego la dobló.
-Ellas anuncian las tormentas. Son
mensajeras.
- ¿Y
qué te dijeron? -José continuaba con su sarcasmo. Eso la irritaba, y sabía que
era lo que él buscaba.
-Muchos tormentos después de la tormenta.
Él se rio, y Mara decidió seguir contando.
-A la noche, creo que ya era de madrugada,
me desperté en la casilla. No me dolía nada, pero estaba muy cansada. Me miré
la mano derecha y no la tenía. Me asusté tanto, que me puse a gritar como loca,
pero ya sabía todo, como ya sabía desde el momento de la picadura lo que iba a pasarme
si seguía viva. Santiago se despertó de un salto y me agarró de los hombros.
Pero no para golpearme, como yo esperaba, sino que me abrazó y me apretó tanto
contra su pecho que de a poco dejé de temblar y ahogué mis gritos contra él. “¡No
se podía hacer otra cosa! ¿Me entendés? ¿Me perdonás?”, me repetía como un loro,
mientras me tenía abrazada. Me había cortado la mano, y con eso me había
salvado la vida. Cuando se levantó para alimentar con leña la fogata que nos
calentaba, vi que tenía un pie vendado con telas sucias. Creo que le pregunté
lo que le había pasado, pero recién me lo dijo dos días después, cuando yo ya
estaba sin dolor y de mejor ánimo. Había ido al pueblo en el que se había
peleado, y se encontró con el mismo hombre que lo había encarado. “¿Qué quiera
ahora?”, le preguntaron. Buscaba yerbaluz, que era lo único que conocía para
hacerme dormir. No le quisieron dar, porque no tenía plata, y lo golpearon para
que se fuera. Se quedó en las afueras, esperando, sabiendo que yo esperaba en
la orilla del río, y que mi tiempo se agotaba. Al final, pudo robar un puñado
de hojas de la alforja de una silla de montar apoyada en una estaca, y mientras
escapaba le dieron un tiro en la pierna. Nos quedamos todo el siguiente año en
ese lugar, yo simulando los inútiles esfuerzo de amarlo por agradecimiento, pero
él sólo conocía los golpes para convencerme de que lo amara verdaderamente. Fue
así como nos regocijamos en aborrecernos pensando que nos amábamos. Y a todo
eso se sumó la yerba, que nos hundía en tiempos tranquilos, y la alternábamos
con el aguardiente. Después llegaron tu hermano y la mujer. Estábamos tan
borrachos Santiago y yo, que creo que dijimos cualquier cosa, y ellos salieron
de la casilla para dormir afuera. Nos quedamos solos, y le eché en cara que
quisiera acostarse con la presumida de tu cuñada. No lo dije en serio, era una
de las tantas provocaciones que nos alimentaba el día y la noche para seguir
sobreviviendo. Él se enojó en serio, y me dijo que sí, que esa mujer era mucho
más mujer que yo. Y ahí fue que yo me enfurecí de verdad. Agarré una sartén y lo
golpeé en la cabeza. Y de pronto se me vino el mundo encima: a Santiago se le
salía una parte del cerebro por el hueso aplastado. Me acordé de las viejas a
las que me había llevado a ver mi madre. Yo soy una de ellas, sin duda. Mi
fuerza es un círculo concéntrico que se daña a sí mismo. Esta vez había dañado
a otro, pero el espiral me devolvía los efectos. Cómo deshacerme de esa
maldición, me pregunté desde entonces. Pero como todo lo que no puedo evitar,
traté de taparlo con mi enojo, que a veces me convence de que soy fuerte. Y al
aguardiente también me sirve a veces para convencerme de que no soy lo que soy.
*
-Mataste al
hombre que te salvó la vida.
José habló sin soltar las manos del timón
ni apartar la vista del centro del río, que había comenzado a ser cada vez más
turbulento. Las olas golpeaban el casco y salpicaban sobre cubierta. Ambos se
habían tapado con cueros de animales que alguna el viejo y el hijo habían cazado.
¡Cómo le gustaba provocarla e incentivar su ira! Hasta podía sentirla creciendo
al mismo tiempo que la intensidad de la tormenta, pero las dos eran lentas,
conteniéndose porque sabían que su furia haría estragos al embestir contra
quien se pusiese delante. José lo sabía, pero iba a pelear si fuera necesario,
quería hacerlo y ni iba a detener su ironía hasta que ella estallara.
-Maté al hombre que me separó de mi
hija…-la escuchó decir, sin siquiera mirarlo, puesta la mirada también en las
aguas que crecían.
-Te hizo un favor, me parece, ¿o acaso
crees que ella estaría mejor acá?
Y sin moverse, sus palabras recorrieron
cada centímetro del barco: la suciedad reinante sobre cubierta, el perro que
seguía lamiendo de vez en cuando la mancha de sangre, las botellas vacías con que
podían tropezarse en cualquier sitio, los pobres restos de comida dejados en la
mesa desvencijada o en el jergón. Supo que la mirada de Mara recorría todo
esto, y se explayaba luego sobre la superficie del río, encrespado e incierto
como si en cualquier momento fuese a cubrirlos, las riberas solitarias u oscurecidas
por la maraña vegetal que sólo podía ser atravesada a fuerza de machete.
El barco se sacudía hasta estremecerse
todo el casco cuando las olas golpeaban la proa. Y había empezado a llover.
José timoneaba con destreza, debía reconocerlo, pero no lo dijo en voz alta.
Cuando comenzó el granizo, Mara corrió hasta la escotilla y pateó con fuerza.
- ¡A toda marcha, viejo!
Por toda respuesta, el motor se escuchó
más fuerte, lo mismo que la caída del carbón de leña. El humo seguía saliendo
por la chimenea corta y estropeada, pero parecía asfixiarse ante la caída de la
lluvia y el azote del viento. Ahora hacía mucho frío, y Mara estaba empapada a
pesar del cuero que se había atado al cuello y la cintura.
- ¡Aguantá
un poco más! Son dos millas nada más para llegar al primer recodo antes del
pueblo. -Su voz apenas sobresalía por encima de los ruidos del agua, la lluvia
y el motor. El granizo golpeteaba la madera. En un rincón, bajo cubierta, debía
estar el perro, seguramente, acurrucado y temblando.
- ¿Y quién te dice que estaremos a salvo?
La
voz de José era más fuerte, y por un instante ella necesitó abrazarse a él,
incluso sus constantes provocaciones representaban una especia de omnipotencia,
porque todo lo que ella se creía segura, se estaba derrumbando. Y en el cuerpo
de ese hombre sarcástico e hiriente cuando estaba despierto, Mara a veces
encontraba una extraña paz.
El granizo acreció, rompió los vidrios
del ventanal de proa, trisó algunas de las viejas tablas de la cubierta. El
casco subía y bajaba con el embestir de las olas, y José se aferraba al timón,
prestando atención como si estuviese en mar abierto. Las riberas ya no se
veían, ocultas por la cortina de las piedras heladas y la lluvia. Luego, el
granizo fue cediendo. Ella dijo algo, pero no le hizo caso, ni siquiera la
escuchaba. No tenía miedo, y por primera vez en mucho tiempo, luego de esa
especie de apoltronamiento en el pueblo Toba, que no había hecho más que
acrecentar su ludibrio e insatisfacción, y la obstinada presencia de algo que
creció hasta la noche de los ritos. La noche en que buscó a Altea pensando en
Manuel. La noche que creó un hijo que nunca más sería capaz de crear. Esa noche
fue una tormenta interior, más vasta que esta que ahora crecía y amenazaba con
desbaratar la estructura del barco. No tenía miedo al agua ni al viento ni a
las piedras. Sólo al incipiente y siempre constante recuerdo del zumbido de
algo que revoloteaba y lo atenazaba con la amenaza de un alarido.
Las piedras cesaron, pero la lluvia se
hizo más fuerte. Logró estabilizar el rumbo por el centro del río. Sabía que
cualquier cambio de curso, aunque fuesen unos metros hacia las costas podría
hacerlos encallar. Las aguas ahora arrastraban ramas y troncos, y bancos de
barro debían estar siendo llevados de un sitio a otro del lecho.
Lo sorprendió una mancha de follaje alto y
espeso que vio a través de la cortina de la lluvia. Giró a estribor con toda la
rapidez que el viejo timón podía darle. Ese era el recodo que Mara le había
mencionado, y ni siquiera ella había previsto encontrar tan pronto. Pero iban a
encallar antes de llegar a la orilla si no giraba a tiempo. El casco sonó como
si se estuviese quebrando. Mara se agarró a él, y José sintió que al fin ella
le pertenecía. Se empezó a reír mientras giraba y giraba el timón a todo lo que
daba su fuerza, viendo pasar la espesura a pocos metros del barco. Árboles tras
árboles, pájaros que no habían podido refugiarse y morían contra el barco,
ramas que cayeron sobre cubierta. Mara lo insultaba y le golpeaba el cuerpo con
impotencia, pero José no podía dejar de reírse porque se sentía extasiado. Era
como un dios naciente: tenía el dominio de su mundo privado, y sobre todo el
poder que emanaba del cuerpo de Mara, algo de lo que ella no parecía haberse
dado cuenta en toda su vida. ¿No sería ella, acaso, la creadora de esa
tormenta? ¿No coincidía esa tal fuerza de voluntad de la naturaleza del río,
que ella misma había reconocida no haber visto antes, con el cambio que se
estaba generando en su alma? El alma de Mara, que era de lodo estancado, se
había removido y ahora bullía a causa de un hombre que traía consigo todo un
torbellino habitado de alimañas.
Al fin, dejaron atrás el cerrado recodo
y se encontraron con una playa libre de follaje. Algunas casas alcanzaban a
verse a través de la lluvia. Las olas eran menos fuertes y altas, el barco
pareció agradecer el alivio momentáneo. La madera del casco se fue callando, y
de pronto se dieron cuenta que el motor se había detenido. Tal vez ya de nada
servía, pero sólo necesitaban llegar lo más cerca posible de aquel pequeño cabo
proverbialmente protegido del viento. El pueblo fue creciendo a la vista, pero
el muelle estaba casi destrozado. Las olas golpeaban la costa y la marea
ascendía.
- ¿Qué hacemos? - preguntó José. Había
salvado al barco, pero era Mara quien conocía aquella zona del río.
Ella
señaló con el brazo un rincón en el que había estado otras veces, según le
dijo. El barco estaba ahora merced simplemente de la corriente, pero el viento
era contrario, así que sólo atinó a manejar el timón como lo hacía en alta mar,
aprovechando los cambios del viento para dirigirse con suerte hacia donde
quería ir. Mara lo observaba timonear como si el cuerpo de José fuese parte de
la estructura, una parte flexible pero fuerte, la parte inteligente y diestra.
El cerebro que había estado faltando todos aquellos años de ida y vuelta por la
pobreza del río. Se dio cuenta de que lo admiraba, pero todavía no estaba
segura si era amor o claudicación. Iba a ayudarlo, desde ya lo sabía con
certeza.
Pronto el barco fue disminuyendo de
velocidad. El viento venía de popa, pero insuficiente para empujarlo. La quilla
había golpeado con un banco de barro a poco menos de cien metros de la costa.
-Ya estamos listos- dijo él. -Si aumenta el
viento…
-Pero el río va a crecer…-Mara lo dijo sin
enfado ni preocupación. Puso sus manos a cada lado de la cabeza de José y lo
besó. Se abrazaron, empapados y ya sin las telas desprendidas por el viento. Él
con el torso desnudo, el pantalón y las botas puestas. Ella con la camisa
gruesa y la pollera de arpillera pegada a las piernas.
El viejo abrió la escotilla:
-El motor está muerto- dijo, y el perro salió.
Viejo y perro los miraron abrazarse y luego ponerse de rodilla sin soltarse.
Los vieron tumbarse sobre el piso y estrecharse, jadeando. Viejo y perro
observaban, sin pesadumbre ni sorpresa. No eran dos cuerpos sino uno solo,
sobre un cascarón de madera que se fue meciendo a medida que el río crecía.
Pero ya era de noche, y la sensación de unidad de esos cuerpos se acrecentaba a
medida que el ruido de gemidos contenidos los asemejaba al de un solo animal
que se estuviese engendrando sobre cubierta.
El viejo sabía muchas leyendas del
Brasil, sabía que en el agua están los fundamentos de muchas vidas, y que a
veces nacen seres que nadie ha visto antes, y que se esconden en la maraña de
la selva o se sumergen en los recodos del río donde la corriente es menos
intensa. Sitios donde pueden crear sus nidos y vivir sin que sólo unos pocos
los vean, y esos pocos ni siquiera hablarán de ellos, y si lo hacen, menos aún
llegarían a creerles.
La sombra de Mara y José se movía como una
de esas criaturas heridas, o tal vez como uno que se esforzara por salir de un
capullo. Un gran insecto, cuya larva se estuviese transformando. No había luna,
y sólo la sombra de los árboles se sacudía a merced del viento que aullaba,
compitiendo victoriosamente con el lamentoso aullido del perro que ahora
parecía sufrir.
El viejo se
sentó a su lado y comenzó a acariciarlo. Ambos, viejo y perro sintieron el
fluir del agua que crecía, levantando al barco lentamente hasta desprenderlos
del banco de barro.
La voz de Mara sonó estridente y
angustiada:
-Ya sabía…-y corrió a la borda, mirando
hacia la costa.
- ¿Qué pasa? -preguntó José.
-El río se está desbordando, y va a
inundar al pueblo.
-Entonces nos quedamos a bordo hasta que
amaine la tormenta.
Pero no era eso lo que temía Mara.
Miraba hacia el pueblo, cuyas casas dormían en la oscuridad. Sabía que todos
estaban encerrados en las cabañas, incluso las putas en el pabellón viejo donde
había trabajado. ¿Era eso lo que extrañaba ella? ¿Tenía miedo de que el pueblo
de Las moscas y sus malos recuerdos murieran bajo el agua? Debía estar
contenta, pero no lo parecía.
La corriente se hizo sentir más fuerte a
lo largo de la noche. El barco se desplazaba sin grandes sacudidas, allí las
olas eran cada vez más inocentes a medida que el agua iba ganando terreno a la
tierra. En medio de la oscuridad, ya casi absoluta, sentían el crujir de la
madera bajo la quilla del casco. Eran los restos de cabañas destrozadas por
encima de las cuales iban flotando a medida que el agua las cubría. Creyeron
escuchar algunos gritos ahogados, y el perro, a bordo, gemía y temblaba acurrucado
junto a los cuerpos de Mara y José, que estaban sentados en el piso, él
abrazándola, ella apoyada sobre su pecho, acariciando a la vez al perro,
hablándole suavemente, intentando calmar el estremecimiento del perro que era a
su vez su mismo estremecimiento.
El viejo vagaba de un sitio a otro sobre
cubierta, con las manos a la espalda, sobrio por primera vez en mucho tiempo.
De vez en cuando se lo escuchaba hablar en portugués, a veces detenerse y
callarse, como esperando una respuesta, que quizá el percibía. Se asomaba a la
borda, mirando al agua que había arrastrado el cuerpo de su hijo. Durante un
momento lo oyeron levantar la voz, como en un gesto de ira, o tal vez de
alegría. La lluvia intensa había amainado, y ahora era únicamente una garúa
persistente que casi parecía un ronroneo, o ese ronroneo no viniese de la
lluvia sino desde debajo del casco. Y tanto ellos como el perro se fueron
durmiendo juntos al ritmo de los pasos que creyeron escuchar sobre cubierta. Ya
no eran solamente dos pies que pisaban uno tras otro en sus casi eternas idas y
venidas envueltas en incomprensibles soliloquios. Dormían cuando les pareció
escuchar que eran cuatro pies los que habitaban la noche.
*
Cuando
despertaron, el perro ladraba con las patas delanteras apoyadas en la borda.
José intentó levantarse, pero tenía el cuerpo dolorido. Mara ya estaba
despierta, observando ofuscada al perro. No pronunciaba palabra, tal vez
tuviese, como él, la voz cansada por gritar para hacerse escuchar la noche
anterior. Ella se levantó y caminó hacia la borda. La vio contemplar con la
misma atención que el perro hacia algo impreciso en lo que debía ser la ribera
más cercana. José se levantó y no vio más agua alrededor, varios kilómetros de
un gran lago cuyas aguas apenas parecían moverse, solo interrumpido por las
copas de los árboles que habían resistido, como islas.
Se acercó a donde estaban, y vio que aún
lejos, se venía acercando un bote con varias personas. Mará agitó los brazos y
se puso a gritar, pero era evidente que ya los habían visto y remaban hacia el
barco.
- ¿Quiénes
serán? - preguntó él.
-Parecen
un hombre y varias mujeres. Debe ser Valverde con las mujeres-dijo Mara, y
sonreía mientras se acodaba en la barandilla.
El bote se acercaba con el ritmo sereno
sobre las aguas estancadas, donde flotaban ramas, troncos, ropas, botellas y
una enorme cantidad de basura de las casas arrastradas por la inundación.
Cuando el bote estuvo a escasos veinte metros, Mara gritó:
- ¡Valverde, hijo de puta!
El hombre dejó los remos y se levantó. Se
lo veía agitado, no estaba seguramente acostumbrado a esa tarea. En el bote
había cinco mujeres de diferente edad, ninguna tenía la belleza que pudiese
atraer a un hombre, se dijo José, salvo para aliviar la calentura de una noche.
- ¡Qué le voy a hacer, Mara, ¡no podía
dejar a las chicas morirse ahogadas! -dijo Valverde, alzando los brazos y
encogiéndose de hombros mientras hacía una mueca de irrisoria resignación.
- ¡Lo
que no querías era perder tu negocio! - le contestó ella, riendo. Y la
conversación se detuvo sólo para que el viejo tomara las amarras del bote
cuando ya estuvo muy cerca y Valverde se las arrojó. El viejo las ató y
empezaron a ayudar a subir al hombre y a las mujeres.
-Despacio
chicas…-pero ellas se reían y no querían ser ayudadas. Llevaban polleras largas
de vestidos que alguna vez habían sido finos, o por lo menos pretendido serlo.
Un par de ellas tenía restos de un maquillaje corrido por las lágrimas.
Cuando estuvieron a bordo, Mara y
Valverde se abrazaron, y cuando el viejo se acercó, le estrechó la mano con
efusión.
- ¡Mi
viejo Gonçalvez! Pensé que ya te habías muerto…-La risa de Valverde se extendió
por el barco y las mujeres también rieron mientras intentaban arreglase los
vestidos sucios.
-Así
que el viejo tiene nombre- dijo José.
Valverde lo miró frunciendo los párpados
porque el reflejo del sol sobre el agua era intenso, y extendió una mano.
-Juan Valverde de Amusco, para servirlo. -
Miró a Mara, guiñándole un ojo.
-José Menéndez Iribarne, igualmente.
Las
manos se estrecharon, y entre ambos no hubo el forcejeo que José esperaba.
Valverde no era el tipo de amante que gustara a Mara, parecía tener un
refinamiento que se expresaba en las maneras con que se movía y en el velado
sarcasmo con que hablaba.
-Me han hablado de usted y de sus
negocios, hace ya algunos años…-dijo Valverde.
Mara
agarró un brazo de José.
-Así que no te dijo nada, ¿y qué
esperabas? El señor fue una autoridad en Entre Ríos, traía de todo de Europa,
lo que buscaras, largas y cortas, y las municiones, por supuesto, todo muy
barato, pero después supe que se enclaustró en un pueblo de indios, según me
dijeron.
Mara
ya no dio signos de asombro a medida que iba descubriendo las diversas caras de
José. Al contrario de aclararse, se estaba convirtiendo en un enigma. ¿Cuándo
le hablaría de su pasado? Seguramente debía descubrirlo por sí misma.
- Así
que éste es que reemplazó a Espinoza… ¿y qué se hizo del amigo? -dijo Valverde
mirando a Mara.
No
esperó respuesta porque levantó las manos e hizo el gesto de limpiárselas.
-No
me digan nada, ya escuché lo que se dice…
-Dejá de ser el hijo de puta de siempre y
vamos a cuidar a las chicas-dijo Mara. No conocía a las mujeres, por supuesto,
muchas habían pasado por el pueblo desde que ella se había ido. Les dijo que
entraran al camarote, así lo llamó, burlándose de sí misma y con ellas.
Rebosaba de contento por tener a esas mujeres con quienes hablar. Ellas, como
no la conocían, vencieron la reticencia y se dejaron tomar de la cintura por
Mara, que reía y les preguntaba cómo se habían salvado.
Sus voces fueron desapareciendo bajo la
sombra del techado. Los tres hombres se quedaron solos, y el silencio duró muy
poco.
- ¿Y dónde está Tonio? - preguntó
Valverde al viejo. Gonçalvez miró a su alrededor, Valverde siguió su mirada, y
entendió. No dijo nada.
- ¿Por qué no me dijo su nombre, viejo? -
preguntó José.
-El viejo Tonio nunca fue muy comunicativo,
así se crio, y es parte de lo que fue su oficio cuando era joven. Por lo menos
así me lo contaron en el Brasil. ¿No es así, viejo amigo?
Palmeó
a Gonçalvez y lo abrazó, sacudiendo su modorra.
-Siempre
fue de bien beber-dijo- pero ahora está bastante sobrio, me parece. Se debe
haber cagado de miedo con la tormenta que pasamos.
-La verdad es que se portó como un
experto…
-Y vaya si lo es. Si lo hubiera visto
timonear los barcos por todo el litoral, iba con su hermano recogiendo y
dejando cadáveres casi en cada pueblo durante la epidemia de fiebre amarilla
hace algunos años, y cuando la guerra del Paraguay, no le digo nada…
-Mire usted- dijo José, con los brazos
cruzados sobre el pecho y una mano rascándose la barbilla- Quién lo iba a
decir. ¿Y le pagaban bien?
Gonçalvez se encogió de hombros.
-No se tímido, Tonio, sabe que esas épocas
convienen a su familia. Mire usted, Iribarne, los Gonçalvez se dedican a ser
enterradores desde hace dos generaciones allá en Brasil, y sé que hacían lo
mismo en Europa. Lo que pasa es que a la gente no les gusta tratarlos, por eso
no dicen nada. Sólo a gente como nosotros, o como Mara, por ejemplo, no tenemos
problema con ellos.
- ¿Y qué fue de su hermano Lisandro? -preguntó
Valverde.
-Sé
que se fue a Buenos Aires y armó una funeraria. Hasta dónde sé, le va muy bien.
-Fueron las primeras palabras claras y exactas que José escuchaba del viejo.
- ¿Y por qué no se fue con él? -le
preguntó.
-Mi hijo, Tonio, usted ya vio cómo era.
Camorrero, se metió en muchos líos por esta zona. No podía dejarlo solo, y más
como era, así…-e hizo un círculo varias veces repetido con el dedo índice de su
mano derecha junto a la cien. De pronto el brazo se sacudió con brusquedad y el
viejo miró a su lado. -No te enojes, Tonio…
Valverde y José se cruzaron miradas.
-De tal palo, tal astilla. Vamos a ver a
las chicas. Si tenemos suerte ya deben haberse sacado la ropa sucia…
Durante la tarde el calor aumentó, las
nubes continuaban siendo un manto levemente denso que filtraba los rayos
solares y rechazaba los mismos que se reflejaban en el agua. Las mujeres
estaban casi desnudas en el interior del barco, y como Mara no los dejó entrar,
ellos decidieron darse en un baño en el río. Se quitaron la ropa y se
zambulleron. El agua estaba turbia, pero fresca. Nadaron dando vueltas alrededor del barco,
tratando de discernir el cauce original del rio. Sin las brújulas, no habrían alcanzado
a distinguir nada más que un enorme lago con islas verdes que no eran más que
las copas de los árboles más altos, y algunas veces sólo grandes arbustos o
grandes ramas que flotaban a la deriva. Valverde se movía en el agua como quien
ha aprendido natación en alguna piscina de cualquier ciudad, cauteloso y con
las técnicas que poco le servirían para sobrevivir si no hubiese un barco muy
cerca para rescatarlo. José nadaba sin técnica ni forma definida, simplemente
flotaba, respiraba y se desplazaba. Él era robusto y algo musculoso, Valverde
era flaco y lleno de vello claro en el pecho y las piernas. José estaba
perdiendo el cabello desde hacía algunos años, pero Valverde tenía el pelo
ensortijado y algo largo. Lo miró nadar, entretenido y despreocupado, y de
pronto vio un cadáver que flotaba hacia donde estaba. Deliberadamente, no le
advirtió nada, quería saber cómo reaccionaría. Lo había clasificado entre los
hombres débiles, aquellos que viven del trabajo de las mujeres, y quería
comprobarlo. Además, presentía que iba a tener una gran ocasión para reírse
largamente y una buena anécdota para contar esa noche.
Valverde seguía distraído, mirando hacia
unos árboles, tal vez pensando en cómo reiniciaría su negocio, cuando las
piernas del cadáver chocaron con su nuca. Se dio vuelta, sobresaltado, pero al
darse cuenta, agarró uno de los pies y deslizó el cuerpo sobre el agua,
palpándolo, quizá buscando algo en los bolsillos o los pliegues de la ropa.
Luego de ver que no había reaccionado como lo esperaba, a José no le resultó
extraño verlo hacer eso, pero esta vez fue el sorprendido cuando vio que Valverde
empezó a nadar con un solo brazo, agarrando con el otro el cadáver y llevándolo
hacia el barco.
- ¡Iribarne! ¡Venga y ayúdeme!
José nadó hasta donde estaba, y
hablándole por encima del cuerpo, dijo:
- ¿Qué mierda piensa hacer?
-Sujételo mientras lo ato al casco.
¡Viejo, tíreme una cuerda!
Gonçalvez, que los había estado mirando
desde la borda mientras hablaba solo, le arrojó una cuerda, y Valverde ató el
extremo a un pie del cuerpo. Luego subió.
- ¿Qué
espera Iribarne?
José miraba cómo el cuerpo flotaba con
las piernas abiertas, y se preguntaba qué se proponía Valverde. Los vio a
ambos, al viejo y a él, asomados a la borda, esperando que subiera. Cuando lo
hizo, se sentó a secarse sobre cubierta, observando el extremo de la cuerda
atada a uno de los ganchos, sintiendo que el cadáver se golpeaba de tanto en
tanto contra el casco.
- ¿Qué va a hacer, Valverde?
-Negocios, Iribarne, como usted, aunque
se haya olvidado luego de ese tiempo pasado con los maestritos de los indios.
José se levantó, desnudo y chorreando
agua, empujó a Valverde con un pie, y lo mantuvo contra el piso.
Si no le gusta la verdad, amigo, por lo
menos conténgase de pisotearla. Ya mucho se sabe de ustedes por el río, y me
extraña que Mara no sepa nada. Ella es así, la mitad del tiempo se la pasa
borracha y se escabulle de la verdad. Son el uno para el otro, es evidente.
José lo soltó y empezó a vestirse,
Valverde hizo lo mismo. Ambos siguieron en silencio durante una larga hora en
que se escucharon los cotorreos de las mujeres que despertaban luego del
descanso y empezaban a ponerse otra vez los vestidos secos. La tarde languidecía, pero no el calor.
-Ese cuerpo va a olor muy mal…
-No lo crea. El agua está fresca, y se va
a mantener así mientras no cambie el clima por encima del agua. Los vamos a
vender, amigo, Gonçalvez le puede explicar.
El viejo se sentó detrás de ellos,
hablando sin mirarlos.
-Yo solamente los llevo- dijo.
-Es verdad, pero sin el viejo no
podríamos llevarlos hasta el hospital de Corrientes.
Durante el resto de la tarde el viejo se
mantuvo ocupado arreglando, o intentando hacerlo, la maquinaria. Se escuchaban
los ruidos de las herramientas, y los quejidos y protestas del viejo,
imprecando e insultando a alguien más.
- ¡Qué tanto barullo!- gritó Mara,
pateando la escotilla, entonces la voz vieja de detuvo y por unos segundos Mara
se quedó quieta, confusa, sin duda, porque creyó haber reconocido la voz del
joven Tonio.
El río estaba lleno de peces muertos y
seguramente contaminados con la basura del pueblo, así que recurrieron a las
latas que llevaban más de un año en el depósito. Los hombres rescataron tablas
del agua y armaron una mesa grande y varias sillas. Mientras ellos martillaban,
sentían el olor de las mujeres que se estaban vistiendo. Sin perfumes ni
maquillajes, ellas conseguían siempre alguna manera de arreglarse, aunque no
fuesen hermosas. Cuando ya estaba oscureciendo, salieron con los viejos
vestidos, pero limpios, el cabello peinado de diversas formas, incluso Mara
lucía de una forma especial. Sin duda el contacto con esas mujeres la había
hecho recordar que ella también lo era, y que someterse a un hombre no era
claudicar su naturaleza sino resaltarla. Esto fue lo que José pensaba mientras
la veía preparar la mesa. Las seis mujeres y los tres hombres se sentaron
alrededor, y Valverde, el que traficaba con prostitutas y cadáveres, comenzó a
contar cómo se habían salvado durante la tormenta.
-Como veía que se venía la tormenta, les
dije a éstas que se prepararan para ir al muelle, para esperarlos a ustedes….
Las mujeres se metieron a hablar casi
todas juntas: pero si no sabías cuándo iban a llegar…el hijo de puta nos quería
matar… te creés que somos taradas…
Valverde levantó las manos como un obispo
para hacerlas callar.
-Calma, mis queridas, conozco el litoral mejor
que ustedes, gringas. ¿O las cinco no vienen de Europa y no hace más que unos
pocos meses que están acá? Las rubias ganan más que las negritas, por eso están
conmigo, y a la que no le guste, se manda a mudar. Putas se consiguen en
cualquier lado.
Entonces
ellas continuaron protestando, enojadas, pero no del todo, porque esa noche se
estaban divirtiendo. Había aguardiente, y la comida enlatada era mejor que lo
que cocinaban en la cabaña.
-Continúo
mi relato- dijo Valverde, actuando como un fino conferenciante ante un público
de ilustrados. José y Mara se divertían con las ocurrencias de los recién
venidos. Ella estaba contenta y había dejado su ensimismamiento. Reía, gritaba
e insultaba como cuando José la había conocido, y eso le agradaba.
-Las convencí de ir al muelle…
-Nos arrastraste….
-Las convencí, etc, etc., y estuvimos
toda la tarde esperando.
-Con el calor que nos mataba y los
mosquitos que nos comían…
-Puede decirse que esa era la
escenografía de nuestra espera…
Valverde era un histrión, un actor
consumado. Movía las manos en ademanes acordes a lo que iba diciendo.
-El cielo se oscurecía y el follaje de
los árboles se movía fuerte y tremendamente con el viento….
- ¿Pero dígame una cosa? ¿Estaba tan
seguro de queosotros llegaríamos pronto? -preguntó José.
Una de las mujeres, la que José había
visto con el maquillaje corrido al llegar, tenía ahora la cara limpia, pero los
labios eran de un rojo intenso y las mejillas tenían un sonrosado natural. No
era muy joven, ninguna parecía serlo, como si hubiesen sido sacadas de algún
pueblo de la Europa oriental mientras atendían sus granjas o caminaban solas
por las calles de alguna ciudad. Ella lo había estado mirando mientras él se
hacía el desentendido, y la escuchó intervenir en la conversación por primera vez:
- ¡Qué iba a estar seguro! Es un
sinvergüenza. Se hace el que sabe de ríos, pero hay otros que saben del mar,
que es mucho más grande…
Después de la sorpresa, todos se rieron de
ella, pero Mara y José se miraron de una forma cuyo significado ambos
reconocían, y que sólo fue el primer indicio de lo que sabían que iba a crecer.
Y José lo alentó.
- ¿Cómo se llama usted, señorita? -
preguntó.
-Carla-contestó,
y el rubor que había ganado con las risas a su comentario, se hizo aún más
intenso.
-Bueno
Carlita, no se ruborice tanto. Si nos reímos es por su inocencia…
Todos
volvieron a reírse, y ella continuó con su cara de sorpresa hasta que sus ojos
comenzaron a llorar. José le alcanzó un pañuelo.
-Reconozco en usted el legado de una alta
estirpe venida a menos. Les pido a todos que no se ensañen con esta señorita.
Tal vez haya sido una maestra en su pueblo, y seducida con mentiras de
prosperidad en América.
Todos
siguieron la corriente de aquel teatro de sobremesa, que Valverde había
comenzado y al que José se había unido. Excepto Mara, que, sin darse cuenta,
con su naciente ofuscación también estaba siendo parte del melodrama
representado.
-Ahora que la maestrita de los niños
huérfanos ha sido consolada por su príncipe azul, terminaré, si me permiten el
relato de nuestra afortunada aventura.
Y entre risas y nuevas interrupciones,
Valverde contó que había visto el humo desde el mediodía, y que le constaba que
era el único vapor que debía pasar por esa latitud ese día. Pero sobre todo
tuvo un presentimiento que él llamó raro, como si todos no lo fueran, cuando
creyó ver el barco reflejado en el cielo encapotado.
-No fue verlo realmente, lo reconozco, sino
percibirlo precisamente como un reflejo de otra cosa. Vi varias bandadas que
salían de las riberas y se dirigían al sur, de donde debían llegar ustedes. Me
pareció extraño, pero no les hice más caso hasta después de un rato, cuando vi
lo que les dije, la imagen del barco. Hasta se me ocurrió, por un segundo, que
las aves estaban levantando al barco. Y me dije: ellas lo van a traer más
rápido, y yo me quedé tranquilo. ¿Fue una alucinación o fue un milagro?
Le gustaba a Valverde ver cómo las caras
de las mujeres se extasiaban, y su expresión de burla se iba convirtiendo en
otra de cierto convencimiento. Pero la cara de Mara estaba pálida. Ella
recordaba lo que había sentido durante la tarde anterior: las bandadas y la
sensación de elevarse.
Valverde destruyó, sin quererlo, todo su
fantástico castillo de hadas, cuando continuó.
-Esa era mi esperanza, porque no soy el
hombre materialista que ustedes creen…
Las mujeres le tiraron latas vacías,
riendo y ya del todo borrachas. Él se defendió como pudo, y cuando ya estaba
libre de su ataque, sucio y con la mirada hastiada de aguardiente, los ademanes
del conferenciante regresaron, incólumes.
-La verdad es menos atractiva, pero debo
reconocer que mi espíritu previsor, casi científico, podría decir, prevaleció
por encima de todo. Yo sabía que la tormenta llegaba, por supuesto, y que iba a
ser más fuerte que las habituales, los signos en la atmósfera me lo indicaban.
Iba a haber una tremenda inundación. Por eso las saqué de la cabaña cuando fui
al muelle y vi el bote amarrado. Si tardábamos diez minutos más, ese bote nos
sería robado. Así que ellas y yo subimos y nos alejamos del pueblo. Después
vino la tormenta, así que intenté llevar el bote a un recodo, y allí soportamos
mientras el agua crecía. No podíamos quedarnos protegidos por los árboles,
porque de un momento a otros se nos vendrían encima. Por eso tengo los brazos
hechos pedazos. Remé esquivando las olas, que ahí no eran tan fuertes, y
tratando de mantener el bote a flote, porque las señoritas, tan delicadas, sólo
se ocupaban en gritar como si hubiese un Dios para las putas.
Juan Valverde ya no actuaba, y sólo el
sarcasmo era la evidente la esencia de su personalidad. Todos se quedaron
callados, y se escuchaba el golpe del cuerpo contra el casco. Las mujeres ya lo
sabían, era parte del negocio de Valverde. Los golpes eran más frecuentes,
debían ser varios los cuerpos que estaban reflotando. Gonçalvez se levantó, sin
necesidad de responder a la silenciosa mirada de Valverde, y fue a cubierta
caminando lentamente, murmurando con alguien que estuviese a su lado. Se sacó
la ropa, agarró una larga cuerda gruesa, y se zambulló en el río.
Esa noche las mujeres dormirían bajo
techo y los hombres en la cubierta. Mara les advirtió que molería a palos al
que se acercara a ellas. Cerca de la madrugada, José se despertó y vio a
Gonçalvez sentado junto a ellos y acercando las palmas de las manos a una
fogata débil que había improvisado. Estaba tiritando. José le preguntó si la
pesca había sido abundante, el otro asintió.
- ¿Y usted, amigo? ¿Qué hace que no aproveche
tantas conchas? Lo vi entusiasmado hace un rato…
José quería esperar que Mara se durmiera.
Tal vez le saliera bien, o tal vez mal, el asunto. ¿Pero qué podía pasar más
que Mara se enojara como otras veces? Se levantó sin hacer ruido, pisando descalzo,
pero no podía evitar que las tablas viejas resonaran casi siempre. Se acercó a
la entrada, escuchó la respiración de las mujeres, y el ronquido de alguna.
Esperó que sus ojos de acostumbraran a la oscuridad, y reconoció a Mara
durmiendo en el jergón, y a Carla contra un rincón sobre el piso. Caminó en
silencio, sus pasos ya no sonaban. Confiaba en llegar a ella, y tocarla sin que
se asustara. Fue más fácil de lo que esperó, Carla estaba despierta. Le murmuró
algo al oído cuando se agachó y se acostó sobre ella. Le lamió la oreja y sus
manos se metían dentro de su pantalón. Y entonces todo se interrumpió, como si
de pronto se hubiese dormido y se despertara sobresaltado. Mara estaba parada a
su lado con una madera astillada en la mano izquierda. Intentó levantarse, pero
ella lo retuvo poniéndole un pie sobre el pecho. Lo había golpeado con esa
madera en la nuca.
- ¡Hija de puta! ¡Pudiste haberme matado!
- ¡Es lo que voy a hacer, pedazo de
mierda!
Levantó el palo otra vez, pero se detuvo. José
Menéndez Iribarne estaba en el piso con el cuerpo desnudo y libre de todo
sarcasmo. Las demás se habían despertado y se habían acercado, Una abrazaba a
Mara, las otras lo miraban con rabia y desprecio. Estaban casi desnudas, sin
corpiño y tapándose con frazadas. Olía el aroma de la orina entre las piernas
sudadas.
- ¿Querés que lo hagamos nosotras? -preguntó
una. Mara no iba a responder. -Después nos encargamos de la otra.
Entonces la que había hablado le sacó el
palo de las manos y sin darle tiempo a nada, dio un golpe en la cabeza de José.
La frente empezó a sangrarle, luego la boca, pero antes de poder hacer nada,
siquiera de taparse con los brazos, empezaron a patearlo todas juntas y con
tanta fuerza que ya no pudo más que arrastrarse hacia cubierta, mientras ellas
lo seguían sin dejar de patearlo en la espalda y las costillas. Cuando
intentaba levantarse le golpeaban las piernas con el palo, y si intentaba
taparse la cara le golpeaban los brazos.
No sabía cuánto tiempo había pasado, las
patadas ya no le dolían tanto porque pegaban en el mismo sitio que ya tenía
insensible. Sentía el gusto de la sangre en la boca, y las palabras se le
empastaron cuando quiso hablar. Vio la fogata del viejo, ya estaba cerca. Y
tocó los pies descalzos de Valverde. Levantó la cabeza todo lo que pudo, pero
como no fue mucho se dio vuelta y vio cara con la odiosa ironía de siempre.
-Debí advertirle antes, amigo. Sepa
disculparme. Pero como ya se habrá dado cuenta, éstas no son conchas comunes y
corrientes.
*
A la
mañana siguiente, los hombres habían puesto a José en el jergón de la cabina.
Mara los vio llevarlo uno agarrándolo por los hombros y el otro de los pies.
Ella estaba en la entrada, cruzada de brazos, con la mirada ofuscada, pero en
la expresión estaban las marcas del cansancio. No había dormido el resto de la
noche, y sabían que había buscado botellas de aguardiente y las había bebido.
Pero los dejó pasar. Las otras mujeres salieron, sin protestar, pasaron junto a
ella, una acariciándole un hombro, otras diciéndole algo al oído. Luego se
acodaron en la borda mirando el bote amarrado a la popa, que llevaba los
cadáveres. Ellas ya estaban acostumbradas, Valverde hacía eso por lo menos dos
veces al año, y si no se encontraba con Gonçalvez, lo hacía él mismo. Pero el
viejo sólo se ocupaba de subirlos al bote, lo habían escuchado zambullirse, así
como los golpeteos de los cuerpos duros contra el casco y la tarea pesada de
subirlos al bote. El silencio de voces humanas acompañaba la noche, sin embargo,
oyeron los quejidos y la respiración agitada del viejo Tonio, y de tanto en
tanto su conversación con alguien que ya sin duda era su hijo, porque había
mencionado su nombre varias veces.
Por eso Mara no había podido conciliar el
sueño, y había visto a José entrar y dirigirse hacia donde estaba la otra. Si
hubiese estado dormida no habría pasado nada, sólo hubiese sido un polvo más en
la vida de ese hombre que había invadido su vida y había empezado a cambiarla.
La ignorancia a veces es una bendición, se dijo, pero de algún modo u otro se
habría enterado. Estaba habituada desde chica a saber cosas que otros
descubrían mucho después, y a ella le sorprendía descubrir que las había sabido
desde muchos antes, sin recordar cómo ni cuándo estaban en su memoria. La
mayoría de las veces eran cosas insignificantes y principalmente sobre los
demás. En cuanto a lo que ella se refería, esa sensación era más obtusa e
incierta.
Vio salir a Valverde.
-Voy a llevar uno de los barriles a la
cabina, hay que lavarlo todos los días.
-No tenemos mucha agua, y quién sabe
cuándo encontraremos un pueblo…
-Ya
lo sé…
-Y se encargarán ustedes de curarlo…las
chicas y yo no vamos a tocarlo.
-Con eso me conformo, ya lo tocaron
bastante-dijo él. - ¡Vamos Tonio, ayudáme a subir un barril de la bodega!
El viejo no salió.
- ¡Viejo! -volvió a llamar Valverde,
entonces el viejo apareció. - ¿Qué te pasa, estás sordo ahora?
-Creí….
-Sí, ya nos dimos cuentas que hablás solo.
Pero tu hijo no está…
El viejo miró a Mara y siguió a Valverde.
Ella los vio llevar el barril y los escuchó hablarle a José, que se quejaba.
Fue hasta la entrada y vio que Valverde le pasaba unos trapos con agua limpia
sobre las heridas. Las mujeres lo habían golpeado con las puntas y los tacos de
los zapatos, y ella lo había hecho con la madera astillada. El cuerpo estaba
cubierto de moretones y heridas profundas y extensas.
Valverde la vio asomada.
-Tiene varias costillas rotas, y a lo
mejor hemorragias internas, qué sé yo.
Ella
no preguntó, aparentando indiferencia. Valverde retiró el trapo que refrescaba
la cara de José, y la vio hinchada. Casi no lo reconoció. Escuchó sus
respuestas a las preguntas de Valverde, pero eran sólo monosílabos y a veces
sólo unos gritos contenidos.
Al mediodía, el viejo bajó a continuar
reparando la maquinaria. Habían puesto el barco a la deriva, sabían que la
corriente, aunque muy leve, podría llevarlos a algún pueblo para encontrar
comida y agua. A la tarde, Valverde bajó del barco y subió al bote donde
estaban los cadáveres. Mara y las mujeres lo observaron con la curiosidad y el
asombro de siempre. Valverde sabía de medicina y de medicamentos. Nunca
supieron cómo había aprendido todo eso, y cuando le preguntaban respondía que
sus abuelos y padres le habían enseñado cuando era chico, pero el resto lo
había sabido por experiencia propia. Tenía libros en la cabaña de Goya donde
pasaba poco tiempo, por lo menos eso les había dicho. También se decía de él
que sabía abrir los cadáveres y disecarlos. Las mujeres habían pensado siempre
que eran mentiras, mucha gente era la que no quería a Valverde. En general sólo
se le acercaban los que querían venderle o comprarle algo, pero daba la
impresión de que era él quien los elegía.
Lo vieron apartar la lona que cubría los
cuerpos, parado en la proa y esparciendo cal para mantenerlos en el mejor
estado posible hasta que llegaran a destino. Mara le había preguntado quién se
los compraba, él había respondido que mucha gente: principalmente en los
hospitales para que estudiaran los médicos, pero también otros que usaban
partes para hacer medicinas. Los indios, sobre todo, sabían mucho de esas
preparaciones. Por supuesto, también estaban los locos, pero a él eso no le
importaba, mientras le pagaran. Estaba con el torso desnudo y con un pantalón
negro. Parecía, por sus gestos, un sacerdote joven que llegaba de misión entre
los indígenas, caminando con cuidado sobre las espaldas de los muertos y
dispersando con sus manos el polvo del que todos venimos.
Mara escuchó que algo decía. Intentó
observar sus labios, pero estaban quietos. La voz, sin embargo, como un lamento
in profundis, llegaba claramente a
sus oídos. ¿Venía desde el río, viciado aún de tablas, ramas y suciedad, y
también da algunos otros cuerpos que seguían reflotando? Entonces miró a su
lado, porque creyó ver al viejo acodado junto a ella. Pero no había nadie, y
desde la bodega se escuchaban los martillazos sobre la maquinaria. La oración,
porque eso era, continuó molestándola, haciéndose más fuerte en su oído
derecho, y hasta la voz era más clara. Era como la que recordaba haber oído en
misa cuando la familia iba a veces allá en el pueblo de España. Un dejo
profundo y lamentoso de oraciones en latín, incomprensibles, pero que se
arraigaban en la memoria por su insistente monotonía. Y de pronto reconoció la
voz de joven Tonio. Miró a su lado, exploró con la vista casi toda la cubierta,
pero la voz prácticamente estaba susurrando en su oído. Hasta sintió el olor de
la piel. Tonio seguía enojado, pero su voz era lacrimosa. ¿Sufría, quizá, e
intentaba decírselo? ¿La estaba culpando?
- ¿Por qué no viniste antes? ¿Qué querés?
-preguntó ella en voz alta, al aire que la rodeaba.
La brisa le contestó, trayéndole el olor
desde el bote, y algo del polvo de cal que Valverde seguía tirando. Entonces
parte de esa cal se depositó sobre la baranda, y luego en el aire fue formando
una figura de hombre. Primero la cabeza, los hombros, los brazos apoyados, la
espalda. El polvo se asentaba y dibujaba los contornos.
Mara retrocedió. No iba a dejar que la
tocara. Recordaba haber escuchado a la vieja Sottocorno, cuando la llevaron,
que una cosa era contactarse con un muerto, y otra muy distinta dejar que la
tocara. De eso, muchas veces no se volvía. Ellos buscan algo, ellos hablan y se
comunican como pueden. Ellos sufren porque no pueden decir lo que les pasa.
Necesitan aferrarse a algo, manotean en su espacio y no pueden asirse a nada de
lo que antes les resultaba concreto. Pero cuando una de ellas, las brujas, los
ve como si fuesen tan concretos como antes, es como si no hubiesen muerto. Por
un instante se crea la íntima relación entre dos creencias basadas únicamente
en la apariencia de los sentidos. Porque mientras todo es apariencia, también
todo es real. La realidad se basa en la seguridad de los sentidos, los
pasamanos que tranquilizan la conciencia y atenúan el miedo cubriendo con un
barniz de números y colores a la ignorancia. Los colores atraen, los números
explican. Y finalmente el contacto convence. Cuando nos damos cuenta, ya es muy
tarde. Ellos nos han llevado al otro lado, o nos poseen irremediablemente.
La voz de la vieja Sottocorno fluyó en su
memoria con tal claridad, que fue como si hubiese regresado a esa casa sin
techo en el campo de su infancia. Corrió hacia la entrada a la cabina. Las
mujeres estaban acostadas sin hacer nada en la cubierta, y al verla le
preguntaron si le pasaba algo. No contestó. Se apoyó en el marco, mirando
alternativamente hacia adentro y hacia el río. José era un cuerpo real que
calmaba su inquietud. No iba entrar, no quería ceder, pero verlo allí le hacía
bien. En cambio, los cuerpos en el río aún la inquietaban. No sabía qué hacer
con ellos, porque pensaba que la buscaban para pedirle algo que ella no podía o
no quería entregar. ¿Cómo contestar a sus preguntas? Mara sentía que estaban
más asustados que ella, y ese susto no tenía pausas. Era, quizá, como el dolor
de José expresado en su cara sufriente. ¿Cómo se vería él con tal dolor durante
años y años, siempre igual? El cuerpo se acostumbra, la materia es así. Pero
los muertos no tenían una materia que siguiera las leyes de la fisiología, las
reglas de la química o las cicatrices de la anatomía. El dolor de ellos nacía
de la ausencia que todo lo abarcaba, del vacío opresivo a la vez que
vertiginoso, de lo perdido y de lo amado al alcance de unas manos ya
inexistentes: nunca más olido, nunca más oído, nunca más tocado. El dolor de la
presencia inalcanzable, el dolor de la ausencia como una piedra filosa que no
puede despegarse de la mano.
Durante las noches de la semana siguiente
ellas durmieron en la cubierta, no les molestaba, según dijeron, porque hacía
mucho calor para dormir en la cabina. El agua se estaba agotando y el río era
todavía un pequeño mar sin orillas. De vez en cuando pasaban junto a las
islitas formadas por las copas de los árboles, y con suerte encontraron nidos
que se habían mantenido intactos, con aves muertas que aún podía consumirse.
Intentaron pescar, pero sólo levantaban pescados podridos o restos de basura.
Las mujeres aparentaban indiferencia por
la salud de José, pero Valverde sabía que si habían cedido el lugar era por
algún leve sentido de remordimiento. Pasaba casi todo junto al jergón, lavando
el cuerpo y cambiándole los paños varias veces al día. Le daba de beber, pero
la mitad de las veces el agua se desperdiciaba porque no podía tragar. Casi no
habría los labios porque estaban muy hinchados, y sólo emitía carraspeos con la
garganta seca. Valverde lo revisaba con esmero: el pulso, la frecuencia de los
latidos y la respiración. Le daba vuelta cada ciertas horas para que la piel no
siguiera lesionándose, pero no pude evitar que se formaran úlceras en las
llagas.
En la mañana del domingo siguiente, ya
llevaban ocho días a la deriva. Los pájaros carroñeros habían aparecido varios
días antes, dando vueltas alrededor del barco. Los cuerpos del bote los
atraían, sin duda, pero por ahora tenían suficiente con los restos que flotaban
en el resto del río. Había muchos insectos que invadían el barco. Las mujeres
se divertían matándolos, pero se espantaban de las arañas. Sólo Mara no les
tenía miedo, las aplastaba con los pies calzados o desnudos. Hubo ratas que debieron
llegar a bordo luego de viajar sobre maderas. El viejo no desperdiciaba la
oportunidad de matarlas y cocinarlas. Lo hacía tranquilamente, y Valverde
recuperaba entonces su sarcasmo, lo que era signo de que abandonaba por un
tiempo su pesadumbre y restablecía por unas horas su buen humor. El viejo se
sentaba a comer en el suelo, y extendía la mano con un pedazo de carne en el
extremo de su cuchillo, para compartir con las mujeres y burlándose de ellas
cuando mostraban asco.
Ese mediodía había cocinado dos ratas
grandes, y cuando estuvieron listas, preparó dos platos de lata y colocó uno a
su lado con un pedazo de carne. ¿Era una invitación para alguien? Mara aceptó
lo que creyó un desafío. Se sentó al lado del viejo, junto al plato. Tonio la
miró con ofuscación, ella intentó reírse acercando la mano al trozo de carne.
Pero ya no estaba. Sintió escalofrío, y escuchó que las mujeres la aplaudían.
Festejaban su valor.
-Pero si yo no…
Entonces fue cuando aparecieron las moscas.
Era el enjambre más grande que jamás
hubiese visto, ni siquiera en el campo de España donde eran tan habituales los
estragos hechos por las langostas. Aparecieron de repente, casi sin que se
oyera zumbido alguno, como si hubiesen aparecido desde el mismo río. Rodearon
el barco y todo lo que podían ver del cielo. Mara se levantó y buscó lonas y
telas con las cuales taparse. Las mujeres quisieron entrar a la cabina, pero
cuando ella las precedió, vio que todo el cuerpo de José estaba cubierto de
moscas, atraídas por las llagas. Valverde se abrió paso entre las mujeres, pero
ellas se apartaron al ver la forma en que las moscas parecían estar comiéndose
a José. Mara comenzó a espantarlas con las manos, pero no podía hacerlo sin
tocar y rozar el cuerpo y él comenzó a gritar de dolor. Valverde le gritó que
le arrojara agua, y ambos entonces la sacaron del barril con dos recipientes y
se lo arrojaban encima. Las moscas se apartaban, pero el enjambre no cedía y
otras muchas volvían a asentarse sobre las úlceras. Entonces él le dijo que
siguiera tirando agua mientras él le untaba el cuerpo con un ungüento. Tardaron
más de media hora mientras hacían una y otra vez lo mismo. El agua del barril
finalmente se acabó, pero Valverde había alcanzado a cubrir casi todas las
heridas. Las moscas eran ya menos, pero daban vueltas alrededor de ellos ahora
que no podían asentarse sobre el cuerpo de José.
Mara y Valverde estaban agotados, y
escuchaban afuera los gritos y las protestas de las mujeres. El viejo no se
había movido de su sitio, la pequeña fogata donde había cocido a las ratas lo
había protegido un poco de las moscas, pero junto a él había algo que no
comprendían. Las moscas se habían asentado en el aire y formaban el contorno de
un bulto impreciso. El viejo se propuso entonces espantarlas con un trapo, y
ellas se desprendieron de lo que fuese a lo que estaban adheridas. Durante el
resto del día hizo lo mismo una y otra vez, mientras que en la cabina casi
sucedía lo mismo: las moscas insistiendo con su insobornable tenacidad para
aposentarse sobre las llagas. Mara, ya cansada, se sentó en el jergón, y no
pudo más que observarlas caminar sobre las úlceras y frotar las patas
delanteras con fruición. Eran verdes en su mayoría, y grandes. El zumbido era
insoportable. Se espantó muchas muertas metidas en su cabello, pero
principalmente trató de apartarlas de la cara de José. Se embadurnó las manos
con el ungüento y comenzó a cubrir la cara de José, a la vez acariciándolo y
limpiándolo de moscas. El cuerpo era como el de un muerto. Pensó en Santiago
Espinoza y los fragmentos de cerebro que habían salido de su cráneo. Pensó en
el joven Tonio y el cuchillo en su costado. Luego, en los golpes del palo
astillado sobre la espalda y la cara de José, y en las patadas. Santiago ya no
tenía una mente con la cual la conciencia de sí mismo pudiese persistir, porque
eso era lo que decían las brujas: el alma no es únicamente inmaterial, y lo más
cercano a lo inmaterial del cuerpo mientras estamos vivos es la energía inmanente
en el sistema nervioso. Por eso la capacidad de los muertos por no abandonar el
ámbito de los sentidos. Según le habían contado, había sido sepultado, y eso
significaba paz para ellos. Tonio, sin embargo, era un resentido, y había
muerto lúcido y en una pelea alimentada por la ira. Y no tenía más sepultura
que el agua del río, que hincha los cuerpos hasta convertirlos en una pulpa de
la que sólo gustan los peces carroñeros.
José Menéndez Iribarne había llegado a su
barco con toda su impronta de caballero español, cerrado a los sentimientos y a
la expresión, austero, cínico y mentiroso, pero todo eso era compensado con la
forma en que sus manos y su cuerpo la abrazaban, con la forma en los labios de
él la besaban. La barba y el pelo ensortijados, el vello del cuerpo, los
contornos de sus hombros y su pelvis. El cuerpo de José hablaba por él, sin que
pudiese controlarlo. Por eso durante las noches que durmieron juntos le
agradaba, aunque la hiciera sufrir el escucharlo murmurar en sueños, el verlo
mover las manos como su acariciara o luchara con alguien. Esos gestos y tales
movimientos le hablaban más de él que todas las palabras que no quería decir.
Mientras más ocultaba, más conocía ella del pasado a través de su cuerpo.
Pero
ahora no sabía lo que estaba pasando por la mente de José, ni siquiera si
estaba despierto o consciente. No hablaba porque no podía, los labios estaban llagados.
Las moscas habían empeorado el estado de las úlceras, y no había forma de
apartarlas del todo. Daban vueltas dentro de la cabina. Valverde prendió fuego
a una tela e intentó que el humo las mantuviese alejadas. Se había sentado en
el cajón sobre el que había pasado la mayor parte de todos aquellos. En las noches
estaba tan agotado que decidía costarse junto a José, tratando de no tocarlo,
acurrucado contra el borde opuesto. Ella los había visto así al levantarse en
medio de la noche, sedienta: dos hombres hastiados de su propia vida,
insistiendo sobrevivir en la marea del remordimiento, y sólo descansaban
dejando fluir los remotos pensamientos de inocencia y desilusión en esas horas
de sueño profundo. ¿Qué soñaban?, se había preguntado ella. Y por instantes, en
medio de la oscuridad y el silencio, toda una muchedumbre invadía la cabina. La
obsesión, la obstinación, la inconformidad, la rebelión, la insubordinación
ante la muerte: eso era Valverde. Pero en José había paz y guerra en una
sucesión tan insistente que se hacía insufrible, el placer en la paz se
convertía en culpa, y entonces llegaba la guerra. Y cada batalla lo endurecía
más, y la dureza insensibilizaba la piel de su espíritu. El alma de José debía
ser como su conciencia: irritada por el placer de pronto interrumpido por la
culpa, y el displacer obligado a ser recibido como el único elemento de
expiación. El alma de José era como el fruto amargo de su cuerpo.
Durante toda la noche de ese domingo
hasta el lunes a la mañana, ella se acostó junto a él. Puso su única mano sobre
el pecho de José, suavemente, dispuesta a apartarla en seguida que lo viese
sufrir. Lo sintió respirar muy quedo, pero sabía que él se daba cuenta de quién
era la mano que se apoyaba. Quizá se muera, pensó ella. Lo habré matado, como a
los otros. Ya no lo sentiría dentro suyo nunca más, cuando el éxtasis no era
solo del cuerpo, sino una sensación de estar siendo habitada por toda una selva
donde los árboles eran altas catedrales, y entre el verde follaje se esparcía
el canto de oraciones elevadas al cielo desde la hojarasca. Cuando él se
apartaba de ella, podía sentir el dulce olor de la carne antigua bajo las hojas
secas: en el fondo siempre había cuerpos muertos de animales asesinados o
irremediablemente enfermos.
Pensó en Elsa. Nunca vería de vuelta a su
hija, nunca tendría otra. Había aborrecido y desechado la idea. José tenía
razón: Mara mataba lo que amaba.
Durante todo el lunes las mujeres se
tumbaron en cubierta, unas quejándose, otras lloriqueando porque pensaban que
iban a morir. Luego se calmaban y buscaban tareas que hacer. El viejo seguía
obstinado en arreglar la maquinaria. Valverde, ahora que Mara se ocupaba del
enfermo, había ido hasta el bote y regresado con un cuerpo. Lo vieron subir con
esfuerzo el cadáver envuelto en una bolsa de arpillera, luego abrió la
escotilla y se metió en la bodega. Nadie preguntó qué iría a hacer.
Esa noche José abrió los ojos por primera
vez en muchos días. Los párpados ya no estaban tan hinchados. Mara lo vio y le
sonrió.
-José-dijo. - ¿Cómo estás?
Conocía la necedad de la pregunta, pero qué
otra cosa decir. Él intentó hablar, tosió y se contrajo de dolor.
-Apaleado, me siento.
Ella se rio, y se contuvo. Pero ahora
sabía que él no se iba a morir.
José tenía la vista fija en ella.
- ¿Llorando…?
Ella
sabía que, bajo las cicatrices nuevas, él sonreía. Entonces empezó a hablarle
como a un chico. No puedo evitar contarle lo que había pasado después de los
golpes, y no pidió perdón por eso. Ella hablaba y hablaba, y se dio cuenta de
que no podía parar. Estaba en un estado que pocas veces había conocido. Terminó
diciéndole que el viejo y Valverde trabajaban uno cerca del otro: uno
intentando resucitar una máquina, el otro buscando tal vez lo que quedaba vivo
en un cadáver. Mencionó que Valverde les había contado que el alma está en un
sitio del cerebro, como un corpúsculo. ¿Buscaría eso?
José despertó de su silencio:
- ¿Por
qué buscar lo vivo entre lo muerto? - dijo. -Eso dicen que habló Jesús luego
del resucitar al tercer día.
Le
costaba hablar, y ella le dio un sorbo de agua. Estaba flaco y le preguntó si
tenía hambre.
- ¿Ratas?
Mara
se rio. Él había escuchado mucho de todo lo que había pasado en cubierta.
-Valverde te cuidó como un médico.
-Es más que un médico- dijo él, y cerró
los ojos, cansado.
Durmió todo el resto del día y al
siguiente. El miércoles lo despertó el ruido del motor. Miró hacia un costado y
vio que el río se desplazaba y contempló la sombra del humo sobre el agua.
Mara entró a la cabina trayendo buenas
noticias. Estaba radiante y bella por primera vez en mucho tiempo. La hosquedad
y el malhumor desaparecían cuando estaba con él. Ahora no lo molestaba, su
cuerpo se estaba recuperando y necesitaba las caricias de ella.
-Estamos en camino a Corrientes. El fin de
semana llegamos y Valverde entrega los cuerpos, y ya tendremos comida y agua.
Debemos llevarte al hospital para que te vean los médicos.
-Quiero que me cuiden ustedes. Ya no me
hace falta más.
-Pero…
-No quiero saber nada de eso…
-Seguís con miedo de que te busquen, ya
sé…pero en el hospital ya todos nos conocen y nadie pregunta.
-Pero a mí no me conocen como parte su grupo,
tal vez sepan algo por mi hermano.
-Ya deben estar en Buenos Aires esperando
zarpar a Europa.
-No. Se volvieron al norte en el Juan Manuel
- ¿Y
cómo sabés?
-Me
lo dijeron el día que fui a despedir a Carhué.
- ¿Y
qué te importan ellos ahora?
-Tengo un hijo, Mara. O pronto voy a tenerlo.
Ella se le quedó mirando. Estaba sentada en
el cajón viejo. No, no iba enojarse. Él no estaba para eso en este momento, y
además la sorprendió que finalmente le hablara de su vida. José le contó y ella
sólo pensó en la mujer embarazada. No sabía si ella podría tener otro hijo, y
eso le resultó tan improbable que de pronto el hijo de José fue más que una
idea, una concreción.
- ¿Querés que sea nuestro? -preguntó ella.
Mara
se desnudó y se acostó a su lado. Lo besó sin lastimarlo ni hacerlo doler.
Y
de pronto oyeron el grito del viejo.
- ¡Barco a estribor!
Ella
salió desnuda a cubierta, las mujeres se rieron y Valverde se paró de brazos
cruzados, contemplándola. Mara estaba apoyada en la barandilla, con la mirada
extasiada observando el inmenso barco quieto junto al que ellos pasaban. Vio la
poca actividad en cubierta, nadie se asomó a verlos.
Mara esperaba conocer a Altea. Ansiaba ver
a esa mujer embarazada que llevaba al hijo de José, y se puso a reír, golpeando
su única mano sobre la barandilla y agitando el muñón hacia el barco grande,
desafiándolo. Habría querido abordarlo y terminar de una vez con ese asunto. No
podía esperar, pero debía hacerlo. Sabía que el cielo estaba de su lado, el
cielo de donde llegaban las moscas que seguían insistiendo, y que ya no eran
enemigas. Ese cielo oscuro y ensombrecido de su infancia cuando los techos de
las casas se derrumbaban.
Las mujeres se unieron a ellas, desnudándose
también, excitadas por la loca alegría de Mara. El cielo y el río, extensos y
anchos eran como dos espejos en donde ellas parecían reflejarse, y hasta creyó
ver que todas tenían alas formadas por moscas. Gritaron, intentando llamar la
atención de ese barco que se jactaba orgullosamente de su importancia, que se
esmeraba en ignorarlas con su silencio, insultándolas y despreciándolas,
desafiándolas con la diferencia abismal que los separaba.
Nadie, sin embargo, se asomó a observarlos.
No fueron suficientes ni los gritos de
unas cuantas mujeres desnudas saltando y riendo como desquiciadas, ni el
aspecto extraño del pequeño barco que parecía habitado de moribundos y locos, y
que detrás arrastraba un bote lleno de cadáveres apilados unos sobre otros,
algunos con las piernas y brazos colgando a ras del agua y formando una estela
turbia de agua sucia.
Y tanto sobre el barco como sobre el bote
seguían rondando las incontables y empecinadas moscas, imperecederas
comerciantes de la muerte.
Ilustradción: Eric Sandborg
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