lunes, 18 de agosto de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 5)










LAS MUJERES QUE DISPONEN LAS SENTENCIAS

 

 

 

5

 

 

La mañana resplandecía con una luz que pocas veces acostumbraba a ver en verano, un reflejo tan intenso de la madrugada sobre las aguas del río que apenas salió a cubierta tuvo que taparse los ojos. Se había levantado tarde, los movimientos de José no la habían dejado dormir con tranquilidad. Le había acariciado la cabeza y el pecho hasta que él finalmente se durmió, pero ella continuó despierta, como velándolo. No era esa la palabra, por supuesto, pero de algún modo ver dormir a ese hombre era como verlo muerto. Le había hablado de su hermano, muy poco, pero ella había adivinado lo suficiente para darse cuenta de que José no dejaba de pensar en él ni aún dormido, y de pronto se le ocurrió la imagen de que cuando uno de ellos estaba despierto, el otro dormía, o quizá, incluso, moría transitoriamente.

      Le dolía la cabeza, sacó la botella bajo la cama, bebió el último sorbo de aguardiente, salió y la tiró al río.

      - ¡Viejo! - gritó, buscándolo sobre la superficie blanca de la cubierta. Veía como destellos en la madera y el aire, y del cielo caía un torrente de luz que la enceguecía.

      -La puta madre…-murmuró, molesta de que el hombre que seguía dormido hubiese cambiado sus costumbres hasta el punto de desubicarla y hacerla sentir mal con el barco y el río, lo único que poseía. Lo único que no le había quitado eran las ganas de beber, pero hasta el sabor del aguardiente le resultaba mezquino ahora.

     Encontró al viejo acostado en el piso. Lo pateó para despertarlo, y el otro se despabiló, gruñendo y protestando.

      - ¡Qué tanto melindre, viejo! ¡Sabés que tenemos que salir hoy! ¡Vamos, levantáte de una vez! - Siguió pateándolo hasta que el viejo se levantó lentamente y caminó hacia la cocina.

     - ¿A dónde vas?

     -A hacer unos mates…

     -Andá a reparar el motor si no lo hiciste ayer…

     El viejo miró hacia el agua, tal vez pensaba en su hijo que ella había matado, pero sus ojos no tenían expresión tras las lagañas del sueño y el alcohol. Se rascó el pecho, luego la cabeza y se puso a orinar sobre la borda. Después, caminó a proa, y levantando la tapa que cubría la maquinaria, descendió la escalera bajo cubierta.

      Mara entró a despertar a José, pero lo encontró sentado en la cama, observándola.

      - ¿Qué mirás?

      -Nada, no te miraba a vos, a la luz miraba.

      Ella se dio vuelta y volvieron a dolerle los ojos.

      -Estás chiflado, anoche habrás soñado con el diablo por cómo te moviste.

       Llenó una pava con agua y la puso sobre el hornillo. Sacó yerba del mueble bajo la pileta y llenó el mate, puso la bombilla y se apoyó en la mesa a esperar.

      - ¿Qué te pasa que estás tan silencioso? ¿Extrañás al indio ese?

      -No me pasa nada, y no, no lo extraño. Solamente me pregunto qué vamos a hacer.

      -Yo sigo con mis cosas, ya bastante tiempo perdí estos días.

      José se levantó y apretó el cuerpo con el suyo. Ella se sentó en la mesa para apartarse un poco.

     -Salí, tenemos que partir antes del mediodía, río arriba, el viejo está reparando la máquina, si no está durmiendo la mona.

      Entonces escucharon arrancar el motor, fuerte y claro. Mara cebó el mate y se sentaron afuera, pero a la sombra del alero. Era las diez de la mañana, y de los árboles llegaba un ruido de bandadas que removían las ramas y de pronto salían atravesando el río sobre ellos. Las miraron contentos, y ya no se veía en los ojos de José el miedo de aquella noche. El viejo asomó la cabeza por la escotilla de cubierta, tenía una sonrisa de satisfacción que desbordaba su cara.

      - ¡Míralo al viejo, nomás! Al fin resultó un ingeniero-dijo José.

     Mara comenzó a reírse y apoyó la cabeza sobre su hombro.

     - ¡Venga acá, viejo, y tómese unos mates, que se los merece!

      El hombre terminó de subir y se les acercó, quedándose parado con el torso descubierto, porque ya hacía mucho calor. Mientras sorbía la bombilla, miraba hacia el agua.

      - ¿Usted no tiene nombre? Siempre el viejo esto, el viejo lo otro…-preguntó José.

      Mara y el otro se miraron, y ella dijo:

      -No es nadie para tener un nombre…

      - ¿Y el hijo?

      - ¿Cuál? ¿Usted tiene un hijo, viejo? Yo no veo a nadie más.

      José trató de encontrar en la cara de Mara algún signo de sarcasmo. Luego ella se rio, pero él la siguió mirando. Ya no la entendía, porque ella de pronto parecía haber recuperado un cierto dominio sobre sí misma que él no había visto hasta ese momento. Antes era una mujer dura pero perdida en la maraña de ríos y cauces de esa selva, que era como la imagen de su vida. Ahora continuaba con el mismo aparente carácter de siempre, pero había algo que escondía. No era sobre el pasado ni todo lo que le había contado, esas cosas cualquiera podría haberlas sufrido sin considerarse especial. No había creído ni la mitad de todo su relato sobre España y el supuesto incesto, y menos el episodio con las viejas que ella llamaba brujas. Mirándola fijamente, su expresión era la de siempre, brusca y enfadada la mayor parte del tiempo, pero esta mañana había algo en sus ojos que le recordó a Altea: la casi gélida expresión de su cuñada que no parecía capaz de sentir ningún tipo de pasión, ni siquiera la del cuerpo, porque estaba seguro de que no la había sentido la noche de los ritos en el pueblo de Toba.

      Giró la cabeza, mirando esta vez al río, cauce arriba, y pensó en el barco en el que iba su hermano.

      - ¿A dónde vamos?

      -Ya te dije ayer, a unas millas tenemos que encontrar a Valverde…

      -Me acuerdo, ¿un tal Amusco, ¿no? ¿portugués?

      -Brasileño nomás.  

      - ¿Y qué negocio nos trae?

     Mara se rio otra vez.

     -Ya se cree socio el señor hidalgo-dijo hablándole al viejo. -Pero yo soy la que mando acá, así que las ganancias las reparto yo.

     -Como usted diga, señora. ¿Y cuál es el negocio?

    -Sos más estúpido de lo que pensaba, o tenés el cerebro en otra parte…-Se acercó a José y se sentó en sus piernas.

     El viejo los miró un rato y luego caminó a proa. Mientras ellos estaban adentro, él sintió las sacudidas del jergón, y ya con el barco en marcha, giró timón dos o tres veces. Escuchó los insultos de Mara y la risa de José. El viejo también se reía.

      Ya era más del mediodía cuando olió el aroma del pescado que ella estaba preparando. Salió a llamarlo y le dio un par de golpes cariñosos en la cabeza.

     -Seguí divirtiéndote nomás, viejo.

     -Déjalo Mara, no lo molestes más…-dijo José, y ayudó al viejo a sentarse con ellos a la mesa.

     El día era demasiado caluroso. El sol nunca había aparecido del todo tras las nubes de la mañana, y un semitono plateado vivía en el aire viciando la luz hasta transformarla en la causa y la fuente del hastío de esa tarde que empezaba.

     Después de la comida, Mara salió y se apoyó en la baranda, observando las costas, que lentamente comenzaban a ser más frondosas, casi sin espacios de playas. El trayecto era tranquilo, pero con muchas curvas, y ella no podía dejar que el viejo se distrajera o se durmiera. Sabía que el cauce era profundo, ya lo había recorrido demasiadas veces, pero nunca se podía estar seguro. En ocasiones el río arrastraba troncos o bancos de tierra luego del algún temporal. Sabía que se avecinaba uno para esa tarde o la noche a más tardar, y por eso había intentado que saliesen lo antes posible para resguardarse en algún recodo protegido por los árboles. Desde adentro se escuchaba el ronquido de José. Se preguntó hasta qué punto ella podría confiarle su negocio. No estaba dispuesta a conceder nada, pero él había sabido arreglárselas para que ella fuese cediendo casi sin darse cuenta, primero su cuerpo, luego su confianza, y qué más le quedaba. Tal vez José siguiera el mismo camino de Santiago, y de esta manera se sintió más segura.

     Eran las tres de la tarde. El resplandor que le había herido los ojos durante la mañana se transformó en una opacidad iridiscente que atenuaba su brillo hacia el norte. Lejos en la misma dirección, el cielo estaba tan oscuro como al anochecer. Las aguas continuaban tan calmas como un manto de lava que fuese enfriándose rápidamente. Dejó caer la botella que había sacado de la cocina, y su sonido al caer en el agua fue como un estallido de vidrios sobre una superficie de hierro. El río parecía inmóvil, y Mara sintió que estaba deslizándose sobre rieles. Nunca había experimentada algo así desde que había llegado a América. Creía conocer ese río, por lo menos la mayor parte del cauce que había recorrido durante tantos años, pero jamás se encontró con una sensación semejante de incertidumbre. Conocía los preliminares de cualquier temporal: las aguas calmas, el clima tórrido, la electricidad en el aire que iba lentamente transformando aquellos signos en otros más ciertos de tormenta: el descenso de la temperatura, el viento que iba despertando de su pereza, el cielo que reclutaba nubes como soldados vestidos de negro.

      Pero esta tarde sentía miedo.

      - ¡Viejo, más velocidad! - gritó hacia la proa.

      El hombre regresó a popa y se sumergió bajo cubierta. Se sintió el rumor del motor ir en paulatino aumento, atascándose a veces, casi como tosiendo, y se escuchaban los golpes del metal con que el viejo parecía hacer revivir la maquinaria. Volvió a asomarse y preguntó si era suficiente. Mara observó las nubes hacia el norte. No llegarían a Resistencia sin soportar antes la tormenta, tardarían una semana aun manteniendo esa velocidad, lo que ya sabía era imposible. Intentó calcular cuántas millas les quedaban hasta el próximo pueblo. En realidad, ya sabía que no había otro más cercano a Las moscas, donde debía encontrarse con Valverde. El lugar estaba en un recodo con un buen muelle protegido por muchos árboles, donde el rio Mbaré descendía con suavidad sobre el torrente del Paraná. Faltaba mucho todavía, eso era seguro. Había hecho ese camino con Santiago en mejor tiempo que el de ahora, y ya le había parecido largo el viaje hacia, entre esas riveras que a veces parecían tan cercanas que apresarían al barco. Y más que la distancia, lo que la inquietaba era una sensación que le llegaba desde la selva, o quizá desde los pueblos que se escondían tras el follaje de los árboles. Miró hacia lo alto de las copas, y el cielo simuló moverse hacia el sur.

     Recordó el viaje en barco por el Atlántico, fue allí cuando comenzó ese vértigo que nunca la abandonaba, y al que sólo se había acostumbrado estando siempre a bordo. Cuando bajaba a tierra, la inmovilidad absoluta regeneraba el vértigo, y entonces veía el techo de las casas en las cuales se alojaba, o incluso al cielo mismo, moverse permanentemente. Los techos o el cielo tenían peso, y el temor al derrumbe era tan insoportable que necesitaba salir. ¿Pero cómo huir de la tierra?, si la única posibilidad del desplazamiento horizontal no era más que un desplazarse también lo que estaba encima de ella. La única salida real era la vertical, hacia arriba.

     Por eso contemplaba las aves con tanta ansiedad cuando estaba en cubierta, el aleteo de los pájaros la llenaba de un ímpetu como si ella misma tuviese alas. Necesitaba estar sobre una superficie en movimiento, y entonces el desplazamiento del cielo se convertía en un movimiento ficticio, y su quietud la tranquilizaba. No se puede volar en una superficie que se está moviendo, el viento requiere que el lugar por donde transcurre esté quieto. Ella sabía la falacia de estas sensaciones. Nada está quieto ni siquiera una vez, el mundo se mueve y nos lleva. Pero el espacio es una cosa, y el tiempo es otra dimensión que puede darle otro significado al espacio. Lo que se mueve se desplaza en el tiempo, pero si no existe el tiempo, ¿cómo podrán desplazarse las cosas?  El día que las viejas la llevaron para que abortara, y ella descubrió otra condición de su alma, supo que el centro de su vida sería aquel centro sin tiempo: ella sobre el techo de la casa, viendo a las tres mujeres sentadas en la sala.

      Pero ahora no podía subir, y contemplar el cielo que se encerraba entre nubes parecidas a piedra oscura, la calmaba, y sin embargo ahora el río comenzaba a moverse, y eso era lo que la inquietaba. Una mano se apoyó en su cintura, y se sobresaltó. José y Mara se miraron como un par de extraños enemigos. El viento se había levantado y el frío acrecía con rapidez. El cabello de Mara estaba revuelto y se sacudía sobre su cara, y el cuerpo temblaba. José la abrazó como un modo de contención, porque sintió la absurda idea de que ella podría perderse en el aire, como si pudiese levantar vuelo.

     Ella se dejó abrazar, pero recobrando su habitual temperamento, dijo:

     - ¡Fuera! ¡No ves que debemos prepararnos para el temporal!

     Ordenó al viejo que se quedara abajo para controlar el motor, y le dijo a José que controlara el timón, no tenía más que hacer que mantenerse en el centro del río. Ella comenzó a guardar lo que estaba suelto en la cubierta y a tapar las aberturas.

     Dos horas después ya el cielo se había ensombrecido completamente, y el viento era más fuerte, pero el río se conservaba con olas que apenas arremetían al barco, como empujándolo más que para dañarlo.

     Mara terminó lo que hacía y se acercó a José. Ambos no apartaban los ojos del centro del río.

     -Se está encrespando cada vez más.

     -Sos muy diestro con el timón.

     -He navegado barcos en el mar…

      Ella se quedó mirándolo, y él se dijo:

     -Hay muchas cosas que no sabes de mí, ¿dónde está la brujita de la que me hablabas?

     Mara se cruzó de brazos, ansiaba un trago, pero sabía que necesitaba mantenerse lúcida con la tormenta.

     -No sabés lo que decís- le contestó.

     -Entonces explícame, porque hasta ahora te estoy creyendo muy poco.

     Sabía que la estaba provocando, pero así era cómo le gustaba verla: ofuscada porque demostraba fuerza, y no el remedo de ama de casa en la que los abrazos y el amor comenzaban a sembrar gérmenes.

      Se escuchaba el motor traqueteando y las maldiciones del viejo arrojando paladas de carbón al fuego. La humareda de la chimenea desvencijada que salía de proa oscurecía aún más el cielo que los cubría, mientras el viento, ya más intenso pero indeciso en cuanto a su dirección, la llevaba de un lado a otro como en remolinos y la dispersaba.

      Mara comenzó a hablar, y al principio casi no la escuchaba, el viento entre el follaje de las costas hacía levantar vuelo a bandadas con ruidosos aleteos que parecían competir con las máquinas.

      -Cuando llegamos a Buenos Aires, Santiago estuvo muchos días averiguando dónde estaba su hermano. Fuimos caminando por las calles de pensión en pensión, por la zona de la ribera y luego más al oeste, donde había más campo que ciudad. Cada vez que preguntaba lo mandaban u otro lugar más lejano, y estábamos cansados de caminar. Al final, encontramos al peón de una estancia de Flores que le dijo que Facundo se había ido a Entre Ríos. Era bastante mayor que él, y se había venido a América como diez años antes. Santiago era chico cuando el otro se vino, y estuvo esperando a ser grande para viajar, pero en España tuvo que quedarse a mantener a los viejos, y todo eso lo resintió. Estaba casi siempre de mal humor, y creo que aprendió a ser hipócrita para sobrevivir. Eso fue lo que intentó conmigo, pero desde el principio se dio cuenta que no podía engañarme, por eso me trató de la manera en que lo hizo.

     -Parece que lo querías un poco…-dijo José, sin soltar el timón ni sacar la vista del centro del río. Las aguas estaban levemente encrespadas, la tormenta llegaba muy lento, hasta casi hacerse desear para terminar aquel calor pesado que traía mosquitos inquietos e insoportables.

      -Quién te dice que no fue así…era un hombre, al fin de cuentas, como todos ustedes. Son todos terribles y estúpidos y no saben explicarse más que con golpes, pero cuando se quedan dormidos y tienen pesadillas, o lloran, son como chicos desprotegidos. Son como huérfanos que nunca se consuelan.

     José la miró por un instante. Mara tenía la vista fija en el río, parecía contar las olas que golpeaban la proa y morían bajo el casco. Estaba cambiada, había cambiado la ira por tristeza y melancolía. Eso lo molestaba, porque le recordaba la angustia que necesitaba mantener débil. Habría querido tirarla al piso y penetrarla para escuchar su grito sobrepasando el aleteo de las aves que cruzaban el río, tan parecido al de los murciélagos.

     -Tomamos un barco que nos llevó río arriba en busca del hermano. Hicimos parada en varios pueblos, pero nadie nos supo decir nada. Teníamos que ganar para comer, así que nos quedamos en el último pueblo y Santiago empezó a trabajar de carrero a veces, otras de changador o leñero, lo que fuese. Nos quedamos en una casilla abandonada a orillas de un arroyo casi seco. Santiago volvía borracho, tarde, y después de gritarme se me tiraba encima y yo lo dejaba hacer, pero no lo dejaba terminar dentro de mí. Yo ya tenía una hija, y él la había rechazado, así que no le daría el gusto de darle otro. Creí que lo molestaría, pero la primera vez que lo empujé para que se saliera, se rio y me dio unos golpes que creí ser de enojo, pero que, para él, en su borrachera, eran de complicidad y de gusto. Desde entonces lo hicimos siempre de esa manera, y lo excitaba. ¿Para qué se me habrá ocurrido llevarle la corriente? creo que porque a mí también me gustaba. No extrañaba ya la tímida dulzura de Roberto, que le venía más de la culpa que de la sinceridad. Lo agreste de esta zona, el calor, la soledad entre los árboles altos me gustaba. Ya no era el campo de España, abierto y sometido al sol. Los árboles enormes me protegían, o me ocultaban. Cuando llegó el invierno, ya no hubo más trabajo. Pasamos días de hambre en la casilla. Vivíamos de la pesca, porque Santiago casi no sabía cazar, y tampoco era eso muy abundante. Una tarde llegó un vapor que ancló no muy cerca de la orilla. Era el viejo con su hijo en este mismo barco. Nos preguntaron qué hacíamos ahí, sentados en la playita junto a la casilla. Nos encogimos de hombros. Santiago estaba flaco, con el torso desnudo, la barba crecida y su pelo lacio tapándole las orejas hasta los hombros. Yo ni sé cómo me veía, creo que como una bruja sucia. El viejo estaba más contento que ahora, mucho más joven me parece, a pesar de que no pasaron muchos años. Nos gritó si queríamos acompañarlos, siempre había trabajo en algún lugar de las riberas. No llevábamos ya nada encima más que lo puesto, lo que habíamos traído de España lo empeñamos en Buenos Aires. Subimos y esa misma tarde seguimos viaje río arriba o abajo, según hubiese trabajo. El viejo traficaba con todo lo que pudiera venderse. El barco estaba lleno de mercadería de cualquier clase. Pero lo que le daba más ventajas era la yerbaluz. Los indios la sembraban y el viejo se las compraba por casi nada, o por comida o abrigo. Después iba de pueblo en pueblo y la vendía a los que la consumían o a otros que la llevaban a Buenos Aires o a Córdoba.

      - ¿Y qué es eso? -preguntó José.

      - ¿La yerbaluz?  ¿No te lo imaginás? A todos les gusta, yo la probé muchas veces, y me calma, pero otros ya no pueden sacársela de encima. Por casi dos años hicimos esa sociedad, vivíamos en el barco y conocimos casi todo el río hasta el Brasil. A eso se sumó Valverde de Amusco, que trabajaba con putas. En ocasiones llevábamos dos o tres de un pueblo a otro, pasábamos la noche hasta que ellas terminaran su trabajo y luego partíamos otra vez.

     - ¿Y a vos te ofrecieron unirte a esas?

     La estaba provocando, ver si picaba la carnada.

     - ¿Una sola mujer con tres hombres durante meses un este barco se iba a ser la remilgada? El hijo del viejo me empezó a toquetear el mismo día que nos conocimos. Desde entonces empezó la riña con Santiago. Yo disfrutaba de las peleas, me sentía mejor cada vez que terminaban cansados y molidos, ambos. Me metía entonces con el viejo, que era más tranquilo. Su barba me pinchaba la cara, pero su lentitud me hacía sentir que yo dominaba a los tres. Por eso empecé a mandarlos. Les decía a dónde ir o cuánto cobrar. Las putas confiaban en mí y me pedían consejo. Pero pronto se terminó todo eso. Santiago empezó a golpearme cada vez más seguido, y los otros dos nos miraban sin meterse. Al hijo del viejo le convenía, porque cuando yo quedaba molida en el jergón, venía a penetrarme aun cuando Santiago estuviese al lado, dormido por la borrachera. Pero un día se despertó y se pusieron a pelear. Santiago terminó perdiendo, como casi siempre, y después se la agarró conmigo. Esa noche llegamos a un pueblo, a Las moscas, a donde ahora vamos, si llegamos antes de la tormenta. Es un pueblo más grande que lo que pueden encontrase en muchos kilómetros. Hay un putero muy conocido, de ahí vienen y terminar las putas de casi todo el río. Santiago me agarró de un brazo, bajamos del barco y me arrastró como aquella noche en España. Yo me resistía y no quería caminar, pero no era tanto por la ira como por tener todo el cuerpo dolorido. Me llevó al putero y me dejó ahí. A la mañana siguiente, cuando desperté en una cama, la dueña y las mujeres me estaban cuidando. Me dijeron que el barco se había ido.

     Estaba anocheciendo muy rápido. El barco marchaba a ritmo rápido contra una oscuridad que se había asentado sobre el río como nunca había visto en esos años. El oleaje era más encrespado, y la proa subía y bajaba en bruscas sacudidas. José dominaba el timón con presteza, ella debía reconocerlo. ¿Cuándo él le contaría sobre su vida? Quizá debía adivinarlo más tarde, con el silencio del sueño mientras dormía, o creía dormir.

      -Pasé en ese lugar casi tres años. A veces Valverde llegaba, y creo que no le habría molestado llevarme con las otras a algunos pueblos para trabajar, pero supe que Santiago le había dicho que me dejara ahí. Nunca volvió a acostarse conmigo mientras estuve en el putero. Las otras me decían que rondaba la casa, y que venía a cobrar su comisión por mi trabajo. Le tenían tiña, por eso cuando iba a cobrar le decían que yo era la mejor y que todos los hombres de los alrededores me preferían. Ellas aparentaban enojo, porque él no se lo habría creído de otra manera. Pero la verdad era que yo trabajaba como cualquier otra, no podía negarme, aunque estuviera cansada y con dolor. Los tipos terminaron siendo todos iguales, y por eso ya no me buscaban tanto. Mi cara les decía que mi cuerpo estaba como muerto. Un día, uno se quejó con Tatiana, la que manejaba el lugar. La mayoría de las chicas eran inmigrantes polacas, porque las rubias o pelirrojas cobraban más, a diferencia de lo que pasa con las indias o las negras, como más al norte. El tipo salió protestando porque no quería pagar. Yo todo lo escuchaba desde la cama donde él me había dejado, desnuda y con el semen en la cara. Mientras me limpiaba, lentamente, como si fuese una actriz que estuviese desmaquillando frente a un espejo, escuchaba los gritos desde la puerta. Hubo forcejos y sillas tiradas, y luego un portazo. “Es una muerta”, lo oí gritar. No había pagado, lo sabía. Luego Tatiana entró a verme. Yo salí de mi ensoñación, y en lugar de un espejo vi el cielorraso de madera podrida, y en lugar de maquillaje los restos del semen que se endurecía. Era una máscara invisible, y sentí que mi piel era como un pergamino. “Mañana te vas”, dijo ella. En la mañana no necesité agarrar la poca ropa que había podido comprar durante ese tiempo, las chicas la habían juntado en una bolsa y me acompañaron hasta la puerta. Santiago me esperaba afuera. “La hiciste bien”, me dijo, “no servís para nada”. Caminamos uno al lado del otro, sin hablarnos. Había cortado su sociedad con el viejo, así que no teníamos ni barco ni casa. Ya todos en el pueblo nos conocían, y como éramos bichos raros, no querían saber nada de nosotros. Nos fuimos caminando hacia el sur, a veces siguiendo la ribera, otras internándonos en la selva. Cuando pasábamos por algún pueblo compraba comida con el poco dinero que le quedaba de lo que yo había ganado. Pedía trabajo con insistencia en los almacenes o en los muelles, y cuando lo empujaban para que no molestara más, se enojaba y se ponía pendenciero, sacaba un cuchillo y amenazaba a todos. La gente lo rodeaba y lo insultaba como a un perro rabioso. ¿Yo qué podía hacer…? Creo que ese día dejé de tratar de entenderlo, y me abrí paso entre la gente y me le acerqué. “Ven Santiago”, le dije, agarrándome a un brazo de él como si fuera su esposa. Nos alejamos del pueblo y seguimos caminando hacia el sur. Poco después encontramos el embarcadero donde nos dieron trabajo. Teníamos que ayudar a bajar y subir la carga de los barcos que llegaran, en su mayoría pesqueros, y también cargar las carretas que llevaban la mercadería a los pueblos. Después de arreglar con el encargado del embarcadero, que se fue en un bote río abajo, fuimos a la casilla en la que íbamos a vivir.  Ya estaba oscuro, pero yo me había acostumbrado a caminar por todos esos lugares llenos de maleza y alimañas. Adentro estaba más oscuro porque la única ventana estaba tapiada. Cuando entré, tanteé en la oscuridad, Santiago se había quedado en la puerta rota tratando de ver cómo podía arreglarla. Entonces sentí un piquetazo en mi mano derecha cuando me caí al piso luego de tropezar con unas maderas. Di un grito de dolor y al mismo tiempo escuché el silbido de la yarará que se escapaba por la puerta. Enseguida oí los pasos de Santiago y el hachazo. La víbora estaba muerta, y el muy estúpido entró contento como pocas veces lo había visto. Sólo lo alcancé a ver por la luz que entraba por la puerta, pero esa sonrisa y esa alegría le duraron poco. “Me picó”, le dije, llorando. Salimos y me miró la mano. Sólo tenía un piquetazo en el dorso, y me dijo: “No es nada”. Yo lloraba, no porque me doliera demasiado la mano, sino por la angustia de lo que sabía me iba a pasar. Le crucé la cara con mi mano izquierda, y cuando iba a reaccionar devolviéndome el golpe, se detuvo y vi en su mirada la cara de niño mimado que le había conocido en España. Niño que se había criado entre comodidades y bendecido por el cura cercano a la familia. Ese fue el hombre que me acompañó hasta la orilla del río, diciéndome que no llorara mientras me acariciaba el pelo. Nos arrodillamos en la orilla y me ayudó a lavar la herida. Me acarició el brazo como nunca lo había hecho, mientras yo de reojo observaba su cara asustada. “¿Qué vamos a hacer?”, le pregunté, moqueando. Lo pensó un rato, me hizo un torniquete y se levantó para alejarse por la orilla sin decirme nada. “¿Adónde vas?”, grité, porque lo creí capaz de abandonarme. No quiso contestarme. La mano me dolía porque se estaba hinchado, y el dolor me llegaba al hombro. Pasó el tiempo, no sé cuánto, yo creí que horas o un día entero. Me acosté en la orilla y metí la mano en al agua. Algo me refrescaba, y hasta pensé en tirarme al río y morir ahogada antes que de la otra forma. Mi corazón se aceleraba y la mano me latía como si mi corazón estuviese en esa mano obstruida por el torniquete. Llevaba mi mano izquierda hacia la enferma, pero no podía alcanzarla. El cuerpo me pesaba, y hasta los párpados me parecían dos puertas de hierro que caían sin poder levantarlas. Santiago apareció renqueando, yo lo veía al revés, porque estaba boca arriba, respirando con dificultad. Lo veía acercarse como entre sueños, un hombre flaco y encorvado, que caminaba lento como una tortuga, arrastrando un pie y conteniendo el dolor apretando los dientes tras los labios ocultos por la barba. Se arrodilló y me dijo que comiera una pasta que había traído envuelta en hojas. Me pareció que era yerbaluz, aunque nunca la había masticado, sólo la fumaba quemando las hojas secas. Era amarga, y luego ya no tuvo gusto a nada. Me dormí, aunque en ese momento creí que me estaba muriendo, y que eso era la muerte: un dolor afuera, y una serenidad adentro.

     Mara suspiró profundo y se miró el muñón derecho. Había anochecido.

     - ¿Cuánto falta para llegar? -preguntó José.

     -Por las menos cuatro o cinco horas.

     -No creo que lleguemos antes de que se ponga peor.

     -Eso es lo normal, pero esta tormenta se está tardando, y si es tan fuerte como amenaza, más vale que se retrase y lleguemos pronto a Las moscas.

     -Más vale que nos protejamos ahora mismo en algún recodo.

     - ¿Para qué? El viento va a levantar el río y nos apretará contra los árboles, y los árboles se nos caerán encima. Ya lo he visto.

     -Entonces dejemos el barco y acampemos.

     - ¿No te acabo de decir que el río de desmadrará? Quién sabe cuántos quilómetros.

     -Pero en el mar…

     -El río es otra cosa. Hace seis años que conozco este río, como a un hombre.

     -Está bien, seguí contando.

     Mara vio al viejo asomarse por la escotilla.

     - ¡Más rápido!

     Sabía que, si trataba de darle más potencia a las máquinas, corrían el riesgo de destruirlas, y entonces sí estarían a merced de la pura suerte. Se tocó el muñón, como a un amuleto. Debían ser las ocho de la noche, aún había una tenue luminosidad y el viento, aunque no muy fuerte, refrescaba las picaduras de los mosquitos.

      - ¿Qué es eso? - preguntó José, señalando a la distancia una nube que se desplazaba hacia ellos con rapidez.

      -Alguaciles- dijo Mara. Y apenas terminó de decirlo cuando las primeras libélulas aparecieron. Luego la masa completa del enjambre paso rodeándolos casi sin tocarlos. Ambos se quedaron quietos, frunciendo los párpados, sacándose del pelo y de los pliegues de la ropa los insectos que habían quedado atrapados. Mara de pronto sintió que las libélulas le hablaban con el zumbido de sus alas, hasta creyó sentir que se apoyaban en su piel y entonces se sintió liviana como ellas. Vio sus alas transparentes, su largo cuerpo como una pequeña rama que fuese levantada por cuatro frágiles cristales. Pronto, sin embargo, las últimas fueron desapareciendo y el aire se limpió. Ella se miró la ropa, estaba llena de libélulas muertas, pero sobre José no había ninguna.

     -Te aprecian- dijo él.

     Mara agarró una por una y las apoyó en una tela, luego la dobló.

     -Ellas anuncian las tormentas. Son mensajeras.

     - ¿Y qué te dijeron? -José continuaba con su sarcasmo. Eso la irritaba, y sabía que era lo que él buscaba.

     -Muchos tormentos después de la tormenta.

     Él se rio, y Mara decidió seguir contando.

     -A la noche, creo que ya era de madrugada, me desperté en la casilla. No me dolía nada, pero estaba muy cansada. Me miré la mano derecha y no la tenía. Me asusté tanto, que me puse a gritar como loca, pero ya sabía todo, como ya sabía desde el momento de la picadura lo que iba a pasarme si seguía viva. Santiago se despertó de un salto y me agarró de los hombros. Pero no para golpearme, como yo esperaba, sino que me abrazó y me apretó tanto contra su pecho que de a poco dejé de temblar y ahogué mis gritos contra él. “¡No se podía hacer otra cosa! ¿Me entendés? ¿Me perdonás?”, me repetía como un loro, mientras me tenía abrazada. Me había cortado la mano, y con eso me había salvado la vida. Cuando se levantó para alimentar con leña la fogata que nos calentaba, vi que tenía un pie vendado con telas sucias. Creo que le pregunté lo que le había pasado, pero recién me lo dijo dos días después, cuando yo ya estaba sin dolor y de mejor ánimo. Había ido al pueblo en el que se había peleado, y se encontró con el mismo hombre que lo había encarado. “¿Qué quiera ahora?”, le preguntaron. Buscaba yerbaluz, que era lo único que conocía para hacerme dormir. No le quisieron dar, porque no tenía plata, y lo golpearon para que se fuera. Se quedó en las afueras, esperando, sabiendo que yo esperaba en la orilla del río, y que mi tiempo se agotaba. Al final, pudo robar un puñado de hojas de la alforja de una silla de montar apoyada en una estaca, y mientras escapaba le dieron un tiro en la pierna. Nos quedamos todo el siguiente año en ese lugar, yo simulando los inútiles esfuerzo de amarlo por agradecimiento, pero él sólo conocía los golpes para convencerme de que lo amara verdaderamente. Fue así como nos regocijamos en aborrecernos pensando que nos amábamos. Y a todo eso se sumó la yerba, que nos hundía en tiempos tranquilos, y la alternábamos con el aguardiente. Después llegaron tu hermano y la mujer. Estábamos tan borrachos Santiago y yo, que creo que dijimos cualquier cosa, y ellos salieron de la casilla para dormir afuera. Nos quedamos solos, y le eché en cara que quisiera acostarse con la presumida de tu cuñada. No lo dije en serio, era una de las tantas provocaciones que nos alimentaba el día y la noche para seguir sobreviviendo. Él se enojó en serio, y me dijo que sí, que esa mujer era mucho más mujer que yo. Y ahí fue que yo me enfurecí de verdad. Agarré una sartén y lo golpeé en la cabeza. Y de pronto se me vino el mundo encima: a Santiago se le salía una parte del cerebro por el hueso aplastado. Me acordé de las viejas a las que me había llevado a ver mi madre. Yo soy una de ellas, sin duda. Mi fuerza es un círculo concéntrico que se daña a sí mismo. Esta vez había dañado a otro, pero el espiral me devolvía los efectos. Cómo deshacerme de esa maldición, me pregunté desde entonces. Pero como todo lo que no puedo evitar, traté de taparlo con mi enojo, que a veces me convence de que soy fuerte. Y al aguardiente también me sirve a veces para convencerme de que no soy lo que soy.

 

 

 

*

 

 

 

-Mataste al hombre que te salvó la vida.

      José habló sin soltar las manos del timón ni apartar la vista del centro del río, que había comenzado a ser cada vez más turbulento. Las olas golpeaban el casco y salpicaban sobre cubierta. Ambos se habían tapado con cueros de animales que alguna el viejo y el hijo habían cazado. ¡Cómo le gustaba provocarla e incentivar su ira! Hasta podía sentirla creciendo al mismo tiempo que la intensidad de la tormenta, pero las dos eran lentas, conteniéndose porque sabían que su furia haría estragos al embestir contra quien se pusiese delante. José lo sabía, pero iba a pelear si fuera necesario, quería hacerlo y ni iba a detener su ironía hasta que ella estallara.

     -Maté al hombre que me separó de mi hija…-la escuchó decir, sin siquiera mirarlo, puesta la mirada también en las aguas que crecían.

      -Te hizo un favor, me parece, ¿o acaso crees que ella estaría mejor acá?

      Y sin moverse, sus palabras recorrieron cada centímetro del barco: la suciedad reinante sobre cubierta, el perro que seguía lamiendo de vez en cuando la mancha de sangre, las botellas vacías con que podían tropezarse en cualquier sitio, los pobres restos de comida dejados en la mesa desvencijada o en el jergón. Supo que la mirada de Mara recorría todo esto, y se explayaba luego sobre la superficie del río, encrespado e incierto como si en cualquier momento fuese a cubrirlos, las riberas solitarias u oscurecidas por la maraña vegetal que sólo podía ser atravesada a fuerza de machete.

     El barco se sacudía hasta estremecerse todo el casco cuando las olas golpeaban la proa. Y había empezado a llover. José timoneaba con destreza, debía reconocerlo, pero no lo dijo en voz alta. Cuando comenzó el granizo, Mara corrió hasta la escotilla y pateó con fuerza.

     - ¡A toda marcha, viejo!

     Por toda respuesta, el motor se escuchó más fuerte, lo mismo que la caída del carbón de leña. El humo seguía saliendo por la chimenea corta y estropeada, pero parecía asfixiarse ante la caída de la lluvia y el azote del viento. Ahora hacía mucho frío, y Mara estaba empapada a pesar del cuero que se había atado al cuello y la cintura.

      - ¡Aguantá un poco más! Son dos millas nada más para llegar al primer recodo antes del pueblo. -Su voz apenas sobresalía por encima de los ruidos del agua, la lluvia y el motor. El granizo golpeteaba la madera. En un rincón, bajo cubierta, debía estar el perro, seguramente, acurrucado y temblando.

      - ¿Y quién te dice que estaremos a salvo?

      La voz de José era más fuerte, y por un instante ella necesitó abrazarse a él, incluso sus constantes provocaciones representaban una especia de omnipotencia, porque todo lo que ella se creía segura, se estaba derrumbando. Y en el cuerpo de ese hombre sarcástico e hiriente cuando estaba despierto, Mara a veces encontraba una extraña paz.

      El granizo acreció, rompió los vidrios del ventanal de proa, trisó algunas de las viejas tablas de la cubierta. El casco subía y bajaba con el embestir de las olas, y José se aferraba al timón, prestando atención como si estuviese en mar abierto. Las riberas ya no se veían, ocultas por la cortina de las piedras heladas y la lluvia. Luego, el granizo fue cediendo. Ella dijo algo, pero no le hizo caso, ni siquiera la escuchaba. No tenía miedo, y por primera vez en mucho tiempo, luego de esa especie de apoltronamiento en el pueblo Toba, que no había hecho más que acrecentar su ludibrio e insatisfacción, y la obstinada presencia de algo que creció hasta la noche de los ritos. La noche en que buscó a Altea pensando en Manuel. La noche que creó un hijo que nunca más sería capaz de crear. Esa noche fue una tormenta interior, más vasta que esta que ahora crecía y amenazaba con desbaratar la estructura del barco. No tenía miedo al agua ni al viento ni a las piedras. Sólo al incipiente y siempre constante recuerdo del zumbido de algo que revoloteaba y lo atenazaba con la amenaza de un alarido.

     Las piedras cesaron, pero la lluvia se hizo más fuerte. Logró estabilizar el rumbo por el centro del río. Sabía que cualquier cambio de curso, aunque fuesen unos metros hacia las costas podría hacerlos encallar. Las aguas ahora arrastraban ramas y troncos, y bancos de barro debían estar siendo llevados de un sitio a otro del lecho.

     Lo sorprendió una mancha de follaje alto y espeso que vio a través de la cortina de la lluvia. Giró a estribor con toda la rapidez que el viejo timón podía darle. Ese era el recodo que Mara le había mencionado, y ni siquiera ella había previsto encontrar tan pronto. Pero iban a encallar antes de llegar a la orilla si no giraba a tiempo. El casco sonó como si se estuviese quebrando. Mara se agarró a él, y José sintió que al fin ella le pertenecía. Se empezó a reír mientras giraba y giraba el timón a todo lo que daba su fuerza, viendo pasar la espesura a pocos metros del barco. Árboles tras árboles, pájaros que no habían podido refugiarse y morían contra el barco, ramas que cayeron sobre cubierta. Mara lo insultaba y le golpeaba el cuerpo con impotencia, pero José no podía dejar de reírse porque se sentía extasiado. Era como un dios naciente: tenía el dominio de su mundo privado, y sobre todo el poder que emanaba del cuerpo de Mara, algo de lo que ella no parecía haberse dado cuenta en toda su vida. ¿No sería ella, acaso, la creadora de esa tormenta? ¿No coincidía esa tal fuerza de voluntad de la naturaleza del río, que ella misma había reconocida no haber visto antes, con el cambio que se estaba generando en su alma? El alma de Mara, que era de lodo estancado, se había removido y ahora bullía a causa de un hombre que traía consigo todo un torbellino habitado de alimañas.

        Al fin, dejaron atrás el cerrado recodo y se encontraron con una playa libre de follaje. Algunas casas alcanzaban a verse a través de la lluvia. Las olas eran menos fuertes y altas, el barco pareció agradecer el alivio momentáneo. La madera del casco se fue callando, y de pronto se dieron cuenta que el motor se había detenido. Tal vez ya de nada servía, pero sólo necesitaban llegar lo más cerca posible de aquel pequeño cabo proverbialmente protegido del viento. El pueblo fue creciendo a la vista, pero el muelle estaba casi destrozado. Las olas golpeaban la costa y la marea ascendía.

     - ¿Qué hacemos? - preguntó José. Había salvado al barco, pero era Mara quien conocía aquella zona del río.

      Ella señaló con el brazo un rincón en el que había estado otras veces, según le dijo. El barco estaba ahora merced simplemente de la corriente, pero el viento era contrario, así que sólo atinó a manejar el timón como lo hacía en alta mar, aprovechando los cambios del viento para dirigirse con suerte hacia donde quería ir. Mara lo observaba timonear como si el cuerpo de José fuese parte de la estructura, una parte flexible pero fuerte, la parte inteligente y diestra. El cerebro que había estado faltando todos aquellos años de ida y vuelta por la pobreza del río. Se dio cuenta de que lo admiraba, pero todavía no estaba segura si era amor o claudicación. Iba a ayudarlo, desde ya lo sabía con certeza.

     Pronto el barco fue disminuyendo de velocidad. El viento venía de popa, pero insuficiente para empujarlo. La quilla había golpeado con un banco de barro a poco menos de cien metros de la costa.

    -Ya estamos listos- dijo él. -Si aumenta el viento…

     -Pero el río va a crecer…-Mara lo dijo sin enfado ni preocupación. Puso sus manos a cada lado de la cabeza de José y lo besó. Se abrazaron, empapados y ya sin las telas desprendidas por el viento. Él con el torso desnudo, el pantalón y las botas puestas. Ella con la camisa gruesa y la pollera de arpillera pegada a las piernas.

     El viejo abrió la escotilla:

     -El motor está muerto- dijo, y el perro salió. Viejo y perro los miraron abrazarse y luego ponerse de rodilla sin soltarse. Los vieron tumbarse sobre el piso y estrecharse, jadeando. Viejo y perro observaban, sin pesadumbre ni sorpresa. No eran dos cuerpos sino uno solo, sobre un cascarón de madera que se fue meciendo a medida que el río crecía. Pero ya era de noche, y la sensación de unidad de esos cuerpos se acrecentaba a medida que el ruido de gemidos contenidos los asemejaba al de un solo animal que se estuviese engendrando sobre cubierta.

      El viejo sabía muchas leyendas del Brasil, sabía que en el agua están los fundamentos de muchas vidas, y que a veces nacen seres que nadie ha visto antes, y que se esconden en la maraña de la selva o se sumergen en los recodos del río donde la corriente es menos intensa. Sitios donde pueden crear sus nidos y vivir sin que sólo unos pocos los vean, y esos pocos ni siquiera hablarán de ellos, y si lo hacen, menos aún llegarían a creerles.

      La sombra de Mara y José se movía como una de esas criaturas heridas, o tal vez como uno que se esforzara por salir de un capullo. Un gran insecto, cuya larva se estuviese transformando. No había luna, y sólo la sombra de los árboles se sacudía a merced del viento que aullaba, compitiendo victoriosamente con el lamentoso aullido del perro que ahora parecía sufrir.

El viejo se sentó a su lado y comenzó a acariciarlo. Ambos, viejo y perro sintieron el fluir del agua que crecía, levantando al barco lentamente hasta desprenderlos del banco de barro.

       La voz de Mara sonó estridente y angustiada:

       -Ya sabía…-y corrió a la borda, mirando hacia la costa.

       - ¿Qué pasa? -preguntó José.

       -El río se está desbordando, y va a inundar al pueblo.

       -Entonces nos quedamos a bordo hasta que amaine la tormenta.

       Pero no era eso lo que temía Mara. Miraba hacia el pueblo, cuyas casas dormían en la oscuridad. Sabía que todos estaban encerrados en las cabañas, incluso las putas en el pabellón viejo donde había trabajado. ¿Era eso lo que extrañaba ella? ¿Tenía miedo de que el pueblo de Las moscas y sus malos recuerdos murieran bajo el agua? Debía estar contenta, pero no lo parecía.

       La corriente se hizo sentir más fuerte a lo largo de la noche. El barco se desplazaba sin grandes sacudidas, allí las olas eran cada vez más inocentes a medida que el agua iba ganando terreno a la tierra. En medio de la oscuridad, ya casi absoluta, sentían el crujir de la madera bajo la quilla del casco. Eran los restos de cabañas destrozadas por encima de las cuales iban flotando a medida que el agua las cubría. Creyeron escuchar algunos gritos ahogados, y el perro, a bordo, gemía y temblaba acurrucado junto a los cuerpos de Mara y José, que estaban sentados en el piso, él abrazándola, ella apoyada sobre su pecho, acariciando a la vez al perro, hablándole suavemente, intentando calmar el estremecimiento del perro que era a su vez su mismo estremecimiento.

      El viejo vagaba de un sitio a otro sobre cubierta, con las manos a la espalda, sobrio por primera vez en mucho tiempo. De vez en cuando se lo escuchaba hablar en portugués, a veces detenerse y callarse, como esperando una respuesta, que quizá el percibía. Se asomaba a la borda, mirando al agua que había arrastrado el cuerpo de su hijo. Durante un momento lo oyeron levantar la voz, como en un gesto de ira, o tal vez de alegría. La lluvia intensa había amainado, y ahora era únicamente una garúa persistente que casi parecía un ronroneo, o ese ronroneo no viniese de la lluvia sino desde debajo del casco. Y tanto ellos como el perro se fueron durmiendo juntos al ritmo de los pasos que creyeron escuchar sobre cubierta. Ya no eran solamente dos pies que pisaban uno tras otro en sus casi eternas idas y venidas envueltas en incomprensibles soliloquios. Dormían cuando les pareció escuchar que eran cuatro pies los que habitaban la noche.

 

 

 

*

 

 

 

Cuando despertaron, el perro ladraba con las patas delanteras apoyadas en la borda. José intentó levantarse, pero tenía el cuerpo dolorido. Mara ya estaba despierta, observando ofuscada al perro. No pronunciaba palabra, tal vez tuviese, como él, la voz cansada por gritar para hacerse escuchar la noche anterior. Ella se levantó y caminó hacia la borda. La vio contemplar con la misma atención que el perro hacia algo impreciso en lo que debía ser la ribera más cercana. José se levantó y no vio más agua alrededor, varios kilómetros de un gran lago cuyas aguas apenas parecían moverse, solo interrumpido por las copas de los árboles que habían resistido, como islas.

     Se acercó a donde estaban, y vio que aún lejos, se venía acercando un bote con varias personas. Mará agitó los brazos y se puso a gritar, pero era evidente que ya los habían visto y remaban hacia el barco.

     - ¿Quiénes serán? - preguntó él.

     -Parecen un hombre y varias mujeres. Debe ser Valverde con las mujeres-dijo Mara, y sonreía mientras se acodaba en la barandilla.

      El bote se acercaba con el ritmo sereno sobre las aguas estancadas, donde flotaban ramas, troncos, ropas, botellas y una enorme cantidad de basura de las casas arrastradas por la inundación. Cuando el bote estuvo a escasos veinte metros, Mara gritó:

     - ¡Valverde, hijo de puta!

     El hombre dejó los remos y se levantó. Se lo veía agitado, no estaba seguramente acostumbrado a esa tarea. En el bote había cinco mujeres de diferente edad, ninguna tenía la belleza que pudiese atraer a un hombre, se dijo José, salvo para aliviar la calentura de una noche.

     - ¡Qué le voy a hacer, Mara, ¡no podía dejar a las chicas morirse ahogadas! -dijo Valverde, alzando los brazos y encogiéndose de hombros mientras hacía una mueca de irrisoria resignación.

     - ¡Lo que no querías era perder tu negocio! - le contestó ella, riendo. Y la conversación se detuvo sólo para que el viejo tomara las amarras del bote cuando ya estuvo muy cerca y Valverde se las arrojó. El viejo las ató y empezaron a ayudar a subir al hombre y a las mujeres.

     -Despacio chicas…-pero ellas se reían y no querían ser ayudadas. Llevaban polleras largas de vestidos que alguna vez habían sido finos, o por lo menos pretendido serlo. Un par de ellas tenía restos de un maquillaje corrido por las lágrimas.

       Cuando estuvieron a bordo, Mara y Valverde se abrazaron, y cuando el viejo se acercó, le estrechó la mano con efusión.

     - ¡Mi viejo Gonçalvez! Pensé que ya te habías muerto…-La risa de Valverde se extendió por el barco y las mujeres también rieron mientras intentaban arreglase los vestidos sucios.

      -Así que el viejo tiene nombre- dijo José.

      Valverde lo miró frunciendo los párpados porque el reflejo del sol sobre el agua era intenso, y extendió una mano.

     -Juan Valverde de Amusco, para servirlo. - Miró a Mara, guiñándole un ojo.

     -José Menéndez Iribarne, igualmente.

      Las manos se estrecharon, y entre ambos no hubo el forcejeo que José esperaba. Valverde no era el tipo de amante que gustara a Mara, parecía tener un refinamiento que se expresaba en las maneras con que se movía y en el velado sarcasmo con que hablaba.

      -Me han hablado de usted y de sus negocios, hace ya algunos años…-dijo Valverde.

      Mara agarró un brazo de José.

     -Así que no te dijo nada, ¿y qué esperabas? El señor fue una autoridad en Entre Ríos, traía de todo de Europa, lo que buscaras, largas y cortas, y las municiones, por supuesto, todo muy barato, pero después supe que se enclaustró en un pueblo de indios, según me dijeron.

      Mara ya no dio signos de asombro a medida que iba descubriendo las diversas caras de José. Al contrario de aclararse, se estaba convirtiendo en un enigma. ¿Cuándo le hablaría de su pasado? Seguramente debía descubrirlo por sí misma.

      - Así que éste es que reemplazó a Espinoza… ¿y qué se hizo del amigo? -dijo Valverde mirando a Mara.

      No esperó respuesta porque levantó las manos e hizo el gesto de limpiárselas.

     -No me digan nada, ya escuché lo que se dice…

     -Dejá de ser el hijo de puta de siempre y vamos a cuidar a las chicas-dijo Mara. No conocía a las mujeres, por supuesto, muchas habían pasado por el pueblo desde que ella se había ido. Les dijo que entraran al camarote, así lo llamó, burlándose de sí misma y con ellas. Rebosaba de contento por tener a esas mujeres con quienes hablar. Ellas, como no la conocían, vencieron la reticencia y se dejaron tomar de la cintura por Mara, que reía y les preguntaba cómo se habían salvado.

       Sus voces fueron desapareciendo bajo la sombra del techado. Los tres hombres se quedaron solos, y el silencio duró muy poco.

      - ¿Y dónde está Tonio? - preguntó Valverde al viejo. Gonçalvez miró a su alrededor, Valverde siguió su mirada, y entendió. No dijo nada.

      - ¿Por qué no me dijo su nombre, viejo? - preguntó José.

      -El viejo Tonio nunca fue muy comunicativo, así se crio, y es parte de lo que fue su oficio cuando era joven. Por lo menos así me lo contaron en el Brasil. ¿No es así, viejo amigo?

      Palmeó a Gonçalvez y lo abrazó, sacudiendo su modorra.

      -Siempre fue de bien beber-dijo- pero ahora está bastante sobrio, me parece. Se debe haber cagado de miedo con la tormenta que pasamos.

      -La verdad es que se portó como un experto…

      -Y vaya si lo es. Si lo hubiera visto timonear los barcos por todo el litoral, iba con su hermano recogiendo y dejando cadáveres casi en cada pueblo durante la epidemia de fiebre amarilla hace algunos años, y cuando la guerra del Paraguay, no le digo nada…

    -Mire usted- dijo José, con los brazos cruzados sobre el pecho y una mano rascándose la barbilla- Quién lo iba a decir. ¿Y le pagaban bien?

     Gonçalvez se encogió de hombros.

     -No se tímido, Tonio, sabe que esas épocas convienen a su familia. Mire usted, Iribarne, los Gonçalvez se dedican a ser enterradores desde hace dos generaciones allá en Brasil, y sé que hacían lo mismo en Europa. Lo que pasa es que a la gente no les gusta tratarlos, por eso no dicen nada. Sólo a gente como nosotros, o como Mara, por ejemplo, no tenemos problema con ellos.

     - ¿Y qué fue de su hermano Lisandro? -preguntó Valverde.

     -Sé que se fue a Buenos Aires y armó una funeraria. Hasta dónde sé, le va muy bien. -Fueron las primeras palabras claras y exactas que José escuchaba del viejo.

     - ¿Y por qué no se fue con él? -le preguntó.

     -Mi hijo, Tonio, usted ya vio cómo era. Camorrero, se metió en muchos líos por esta zona. No podía dejarlo solo, y más como era, así…-e hizo un círculo varias veces repetido con el dedo índice de su mano derecha junto a la cien. De pronto el brazo se sacudió con brusquedad y el viejo miró a su lado. -No te enojes, Tonio…

      Valverde y José se cruzaron miradas.

      -De tal palo, tal astilla. Vamos a ver a las chicas. Si tenemos suerte ya deben haberse sacado la ropa sucia…

 

     Durante la tarde el calor aumentó, las nubes continuaban siendo un manto levemente denso que filtraba los rayos solares y rechazaba los mismos que se reflejaban en el agua. Las mujeres estaban casi desnudas en el interior del barco, y como Mara no los dejó entrar, ellos decidieron darse en un baño en el río. Se quitaron la ropa y se zambulleron. El agua estaba turbia, pero fresca.  Nadaron dando vueltas alrededor del barco, tratando de discernir el cauce original del rio. Sin las brújulas, no habrían alcanzado a distinguir nada más que un enorme lago con islas verdes que no eran más que las copas de los árboles más altos, y algunas veces sólo grandes arbustos o grandes ramas que flotaban a la deriva. Valverde se movía en el agua como quien ha aprendido natación en alguna piscina de cualquier ciudad, cauteloso y con las técnicas que poco le servirían para sobrevivir si no hubiese un barco muy cerca para rescatarlo. José nadaba sin técnica ni forma definida, simplemente flotaba, respiraba y se desplazaba. Él era robusto y algo musculoso, Valverde era flaco y lleno de vello claro en el pecho y las piernas. José estaba perdiendo el cabello desde hacía algunos años, pero Valverde tenía el pelo ensortijado y algo largo. Lo miró nadar, entretenido y despreocupado, y de pronto vio un cadáver que flotaba hacia donde estaba. Deliberadamente, no le advirtió nada, quería saber cómo reaccionaría. Lo había clasificado entre los hombres débiles, aquellos que viven del trabajo de las mujeres, y quería comprobarlo. Además, presentía que iba a tener una gran ocasión para reírse largamente y una buena anécdota para contar esa noche.

      Valverde seguía distraído, mirando hacia unos árboles, tal vez pensando en cómo reiniciaría su negocio, cuando las piernas del cadáver chocaron con su nuca. Se dio vuelta, sobresaltado, pero al darse cuenta, agarró uno de los pies y deslizó el cuerpo sobre el agua, palpándolo, quizá buscando algo en los bolsillos o los pliegues de la ropa. Luego de ver que no había reaccionado como lo esperaba, a José no le resultó extraño verlo hacer eso, pero esta vez fue el sorprendido cuando vio que Valverde empezó a nadar con un solo brazo, agarrando con el otro el cadáver y llevándolo hacia el barco.

      - ¡Iribarne! ¡Venga y ayúdeme!

      José nadó hasta donde estaba, y hablándole por encima del cuerpo, dijo:

      - ¿Qué mierda piensa hacer?

      -Sujételo mientras lo ato al casco. ¡Viejo, tíreme una cuerda!

      Gonçalvez, que los había estado mirando desde la borda mientras hablaba solo, le arrojó una cuerda, y Valverde ató el extremo a un pie del cuerpo. Luego subió.

      - ¿Qué espera Iribarne?

      José miraba cómo el cuerpo flotaba con las piernas abiertas, y se preguntaba qué se proponía Valverde. Los vio a ambos, al viejo y a él, asomados a la borda, esperando que subiera. Cuando lo hizo, se sentó a secarse sobre cubierta, observando el extremo de la cuerda atada a uno de los ganchos, sintiendo que el cadáver se golpeaba de tanto en tanto contra el casco.

       - ¿Qué va a hacer, Valverde?

       -Negocios, Iribarne, como usted, aunque se haya olvidado luego de ese tiempo pasado con los maestritos de los indios.

      José se levantó, desnudo y chorreando agua, empujó a Valverde con un pie, y lo mantuvo contra el piso.

       Si no le gusta la verdad, amigo, por lo menos conténgase de pisotearla. Ya mucho se sabe de ustedes por el río, y me extraña que Mara no sepa nada. Ella es así, la mitad del tiempo se la pasa borracha y se escabulle de la verdad. Son el uno para el otro, es evidente.

       José lo soltó y empezó a vestirse, Valverde hizo lo mismo. Ambos siguieron en silencio durante una larga hora en que se escucharon los cotorreos de las mujeres que despertaban luego del descanso y empezaban a ponerse otra vez los vestidos secos.  La tarde languidecía, pero no el calor.

      -Ese cuerpo va a olor muy mal…

      -No lo crea. El agua está fresca, y se va a mantener así mientras no cambie el clima por encima del agua. Los vamos a vender, amigo, Gonçalvez le puede explicar.

      El viejo se sentó detrás de ellos, hablando sin mirarlos.

      -Yo solamente los llevo- dijo.

      -Es verdad, pero sin el viejo no podríamos llevarlos hasta el hospital de Corrientes.

    

      Durante el resto de la tarde el viejo se mantuvo ocupado arreglando, o intentando hacerlo, la maquinaria. Se escuchaban los ruidos de las herramientas, y los quejidos y protestas del viejo, imprecando e insultando a alguien más.

      - ¡Qué tanto barullo!- gritó Mara, pateando la escotilla, entonces la voz vieja de detuvo y por unos segundos Mara se quedó quieta, confusa, sin duda, porque creyó haber reconocido la voz del joven Tonio.

      El río estaba lleno de peces muertos y seguramente contaminados con la basura del pueblo, así que recurrieron a las latas que llevaban más de un año en el depósito. Los hombres rescataron tablas del agua y armaron una mesa grande y varias sillas. Mientras ellos martillaban, sentían el olor de las mujeres que se estaban vistiendo. Sin perfumes ni maquillajes, ellas conseguían siempre alguna manera de arreglarse, aunque no fuesen hermosas. Cuando ya estaba oscureciendo, salieron con los viejos vestidos, pero limpios, el cabello peinado de diversas formas, incluso Mara lucía de una forma especial. Sin duda el contacto con esas mujeres la había hecho recordar que ella también lo era, y que someterse a un hombre no era claudicar su naturaleza sino resaltarla. Esto fue lo que José pensaba mientras la veía preparar la mesa. Las seis mujeres y los tres hombres se sentaron alrededor, y Valverde, el que traficaba con prostitutas y cadáveres, comenzó a contar cómo se habían salvado durante la tormenta.

     -Como veía que se venía la tormenta, les dije a éstas que se prepararan para ir al muelle, para esperarlos a ustedes….

     Las mujeres se metieron a hablar casi todas juntas: pero si no sabías cuándo iban a llegar…el hijo de puta nos quería matar… te creés que somos taradas…

     Valverde levantó las manos como un obispo para hacerlas callar.

     -Calma, mis queridas, conozco el litoral mejor que ustedes, gringas. ¿O las cinco no vienen de Europa y no hace más que unos pocos meses que están acá? Las rubias ganan más que las negritas, por eso están conmigo, y a la que no le guste, se manda a mudar. Putas se consiguen en cualquier lado.

      Entonces ellas continuaron protestando, enojadas, pero no del todo, porque esa noche se estaban divirtiendo. Había aguardiente, y la comida enlatada era mejor que lo que cocinaban en la cabaña.

      -Continúo mi relato- dijo Valverde, actuando como un fino conferenciante ante un público de ilustrados. José y Mara se divertían con las ocurrencias de los recién venidos. Ella estaba contenta y había dejado su ensimismamiento. Reía, gritaba e insultaba como cuando José la había conocido, y eso le agradaba.

      -Las convencí de ir al muelle…

      -Nos arrastraste….

      -Las convencí, etc, etc., y estuvimos toda la tarde esperando.

      -Con el calor que nos mataba y los mosquitos que nos comían…

      -Puede decirse que esa era la escenografía de nuestra espera…

      Valverde era un histrión, un actor consumado. Movía las manos en ademanes acordes a lo que iba diciendo.

      -El cielo se oscurecía y el follaje de los árboles se movía fuerte y tremendamente con el viento….

      - ¿Pero dígame una cosa? ¿Estaba tan seguro de queosotros llegaríamos pronto? -preguntó José.

      Una de las mujeres, la que José había visto con el maquillaje corrido al llegar, tenía ahora la cara limpia, pero los labios eran de un rojo intenso y las mejillas tenían un sonrosado natural. No era muy joven, ninguna parecía serlo, como si hubiesen sido sacadas de algún pueblo de la Europa oriental mientras atendían sus granjas o caminaban solas por las calles de alguna ciudad. Ella lo había estado mirando mientras él se hacía el desentendido, y la escuchó intervenir en la conversación por primera vez:

     - ¡Qué iba a estar seguro! Es un sinvergüenza. Se hace el que sabe de ríos, pero hay otros que saben del mar, que es mucho más grande…

     Después de la sorpresa, todos se rieron de ella, pero Mara y José se miraron de una forma cuyo significado ambos reconocían, y que sólo fue el primer indicio de lo que sabían que iba a crecer. Y José lo alentó.

     - ¿Cómo se llama usted, señorita? - preguntó.

     -Carla-contestó, y el rubor que había ganado con las risas a su comentario, se hizo aún más intenso.

     -Bueno Carlita, no se ruborice tanto. Si nos reímos es por su inocencia…

     Todos volvieron a reírse, y ella continuó con su cara de sorpresa hasta que sus ojos comenzaron a llorar. José le alcanzó un pañuelo.

     -Reconozco en usted el legado de una alta estirpe venida a menos. Les pido a todos que no se ensañen con esta señorita. Tal vez haya sido una maestra en su pueblo, y seducida con mentiras de prosperidad en América.

      Todos siguieron la corriente de aquel teatro de sobremesa, que Valverde había comenzado y al que José se había unido. Excepto Mara, que, sin darse cuenta, con su naciente ofuscación también estaba siendo parte del melodrama representado.

      -Ahora que la maestrita de los niños huérfanos ha sido consolada por su príncipe azul, terminaré, si me permiten el relato de nuestra afortunada aventura.

      Y entre risas y nuevas interrupciones, Valverde contó que había visto el humo desde el mediodía, y que le constaba que era el único vapor que debía pasar por esa latitud ese día. Pero sobre todo tuvo un presentimiento que él llamó raro, como si todos no lo fueran, cuando creyó ver el barco reflejado en el cielo encapotado.

      -No fue verlo realmente, lo reconozco, sino percibirlo precisamente como un reflejo de otra cosa. Vi varias bandadas que salían de las riberas y se dirigían al sur, de donde debían llegar ustedes. Me pareció extraño, pero no les hice más caso hasta después de un rato, cuando vi lo que les dije, la imagen del barco. Hasta se me ocurrió, por un segundo, que las aves estaban levantando al barco. Y me dije: ellas lo van a traer más rápido, y yo me quedé tranquilo. ¿Fue una alucinación o fue un milagro?

     Le gustaba a Valverde ver cómo las caras de las mujeres se extasiaban, y su expresión de burla se iba convirtiendo en otra de cierto convencimiento. Pero la cara de Mara estaba pálida. Ella recordaba lo que había sentido durante la tarde anterior: las bandadas y la sensación de elevarse.

      Valverde destruyó, sin quererlo, todo su fantástico castillo de hadas, cuando continuó.

     -Esa era mi esperanza, porque no soy el hombre materialista que ustedes creen…

     Las mujeres le tiraron latas vacías, riendo y ya del todo borrachas. Él se defendió como pudo, y cuando ya estaba libre de su ataque, sucio y con la mirada hastiada de aguardiente, los ademanes del conferenciante regresaron, incólumes.

      -La verdad es menos atractiva, pero debo reconocer que mi espíritu previsor, casi científico, podría decir, prevaleció por encima de todo. Yo sabía que la tormenta llegaba, por supuesto, y que iba a ser más fuerte que las habituales, los signos en la atmósfera me lo indicaban. Iba a haber una tremenda inundación. Por eso las saqué de la cabaña cuando fui al muelle y vi el bote amarrado. Si tardábamos diez minutos más, ese bote nos sería robado. Así que ellas y yo subimos y nos alejamos del pueblo. Después vino la tormenta, así que intenté llevar el bote a un recodo, y allí soportamos mientras el agua crecía. No podíamos quedarnos protegidos por los árboles, porque de un momento a otros se nos vendrían encima. Por eso tengo los brazos hechos pedazos. Remé esquivando las olas, que ahí no eran tan fuertes, y tratando de mantener el bote a flote, porque las señoritas, tan delicadas, sólo se ocupaban en gritar como si hubiese un Dios para las putas.

     Juan Valverde ya no actuaba, y sólo el sarcasmo era la evidente la esencia de su personalidad. Todos se quedaron callados, y se escuchaba el golpe del cuerpo contra el casco. Las mujeres ya lo sabían, era parte del negocio de Valverde. Los golpes eran más frecuentes, debían ser varios los cuerpos que estaban reflotando. Gonçalvez se levantó, sin necesidad de responder a la silenciosa mirada de Valverde, y fue a cubierta caminando lentamente, murmurando con alguien que estuviese a su lado. Se sacó la ropa, agarró una larga cuerda gruesa, y se zambulló en el río.

      Esa noche las mujeres dormirían bajo techo y los hombres en la cubierta. Mara les advirtió que molería a palos al que se acercara a ellas. Cerca de la madrugada, José se despertó y vio a Gonçalvez sentado junto a ellos y acercando las palmas de las manos a una fogata débil que había improvisado. Estaba tiritando. José le preguntó si la pesca había sido abundante, el otro asintió.

     - ¿Y usted, amigo? ¿Qué hace que no aproveche tantas conchas? Lo vi entusiasmado hace un rato…

      José quería esperar que Mara se durmiera. Tal vez le saliera bien, o tal vez mal, el asunto. ¿Pero qué podía pasar más que Mara se enojara como otras veces? Se levantó sin hacer ruido, pisando descalzo, pero no podía evitar que las tablas viejas resonaran casi siempre. Se acercó a la entrada, escuchó la respiración de las mujeres, y el ronquido de alguna. Esperó que sus ojos de acostumbraran a la oscuridad, y reconoció a Mara durmiendo en el jergón, y a Carla contra un rincón sobre el piso. Caminó en silencio, sus pasos ya no sonaban. Confiaba en llegar a ella, y tocarla sin que se asustara. Fue más fácil de lo que esperó, Carla estaba despierta. Le murmuró algo al oído cuando se agachó y se acostó sobre ella. Le lamió la oreja y sus manos se metían dentro de su pantalón. Y entonces todo se interrumpió, como si de pronto se hubiese dormido y se despertara sobresaltado. Mara estaba parada a su lado con una madera astillada en la mano izquierda. Intentó levantarse, pero ella lo retuvo poniéndole un pie sobre el pecho. Lo había golpeado con esa madera en la nuca.

     - ¡Hija de puta! ¡Pudiste haberme matado!

     - ¡Es lo que voy a hacer, pedazo de mierda!

      Levantó el palo otra vez, pero se detuvo. José Menéndez Iribarne estaba en el piso con el cuerpo desnudo y libre de todo sarcasmo. Las demás se habían despertado y se habían acercado, Una abrazaba a Mara, las otras lo miraban con rabia y desprecio. Estaban casi desnudas, sin corpiño y tapándose con frazadas. Olía el aroma de la orina entre las piernas sudadas.

      - ¿Querés que lo hagamos nosotras? -preguntó una. Mara no iba a responder. -Después nos encargamos de la otra.

      Entonces la que había hablado le sacó el palo de las manos y sin darle tiempo a nada, dio un golpe en la cabeza de José. La frente empezó a sangrarle, luego la boca, pero antes de poder hacer nada, siquiera de taparse con los brazos, empezaron a patearlo todas juntas y con tanta fuerza que ya no pudo más que arrastrarse hacia cubierta, mientras ellas lo seguían sin dejar de patearlo en la espalda y las costillas. Cuando intentaba levantarse le golpeaban las piernas con el palo, y si intentaba taparse la cara le golpeaban los brazos.

     No sabía cuánto tiempo había pasado, las patadas ya no le dolían tanto porque pegaban en el mismo sitio que ya tenía insensible. Sentía el gusto de la sangre en la boca, y las palabras se le empastaron cuando quiso hablar. Vio la fogata del viejo, ya estaba cerca. Y tocó los pies descalzos de Valverde. Levantó la cabeza todo lo que pudo, pero como no fue mucho se dio vuelta y vio cara con la odiosa ironía de siempre.

     -Debí advertirle antes, amigo. Sepa disculparme. Pero como ya se habrá dado cuenta, éstas no son conchas comunes y corrientes.

    

 

 

                                                                      *         

 

 

A la mañana siguiente, los hombres habían puesto a José en el jergón de la cabina. Mara los vio llevarlo uno agarrándolo por los hombros y el otro de los pies. Ella estaba en la entrada, cruzada de brazos, con la mirada ofuscada, pero en la expresión estaban las marcas del cansancio. No había dormido el resto de la noche, y sabían que había buscado botellas de aguardiente y las había bebido. Pero los dejó pasar. Las otras mujeres salieron, sin protestar, pasaron junto a ella, una acariciándole un hombro, otras diciéndole algo al oído. Luego se acodaron en la borda mirando el bote amarrado a la popa, que llevaba los cadáveres. Ellas ya estaban acostumbradas, Valverde hacía eso por lo menos dos veces al año, y si no se encontraba con Gonçalvez, lo hacía él mismo. Pero el viejo sólo se ocupaba de subirlos al bote, lo habían escuchado zambullirse, así como los golpeteos de los cuerpos duros contra el casco y la tarea pesada de subirlos al bote. El silencio de voces humanas acompañaba la noche, sin embargo, oyeron los quejidos y la respiración agitada del viejo Tonio, y de tanto en tanto su conversación con alguien que ya sin duda era su hijo, porque había mencionado su nombre varias veces.

     Por eso Mara no había podido conciliar el sueño, y había visto a José entrar y dirigirse hacia donde estaba la otra. Si hubiese estado dormida no habría pasado nada, sólo hubiese sido un polvo más en la vida de ese hombre que había invadido su vida y había empezado a cambiarla. La ignorancia a veces es una bendición, se dijo, pero de algún modo u otro se habría enterado. Estaba habituada desde chica a saber cosas que otros descubrían mucho después, y a ella le sorprendía descubrir que las había sabido desde muchos antes, sin recordar cómo ni cuándo estaban en su memoria. La mayoría de las veces eran cosas insignificantes y principalmente sobre los demás. En cuanto a lo que ella se refería, esa sensación era más obtusa e incierta.

      Vio salir a Valverde.

      -Voy a llevar uno de los barriles a la cabina, hay que lavarlo todos los días.

      -No tenemos mucha agua, y quién sabe cuándo encontraremos un pueblo…

     -Ya lo sé…

     -Y se encargarán ustedes de curarlo…las chicas y yo no vamos a tocarlo.

     -Con eso me conformo, ya lo tocaron bastante-dijo él. - ¡Vamos Tonio, ayudáme a subir un barril de la bodega!

     El viejo no salió.

     - ¡Viejo! -volvió a llamar Valverde, entonces el viejo apareció. - ¿Qué te pasa, estás sordo ahora?

     -Creí….

     -Sí, ya nos dimos cuentas que hablás solo. Pero tu hijo no está…

     El viejo miró a Mara y siguió a Valverde. Ella los vio llevar el barril y los escuchó hablarle a José, que se quejaba. Fue hasta la entrada y vio que Valverde le pasaba unos trapos con agua limpia sobre las heridas. Las mujeres lo habían golpeado con las puntas y los tacos de los zapatos, y ella lo había hecho con la madera astillada. El cuerpo estaba cubierto de moretones y heridas profundas y extensas.

      Valverde la vio asomada.

      -Tiene varias costillas rotas, y a lo mejor hemorragias internas, qué sé yo.

      Ella no preguntó, aparentando indiferencia. Valverde retiró el trapo que refrescaba la cara de José, y la vio hinchada. Casi no lo reconoció. Escuchó sus respuestas a las preguntas de Valverde, pero eran sólo monosílabos y a veces sólo unos gritos contenidos.

      Al mediodía, el viejo bajó a continuar reparando la maquinaria. Habían puesto el barco a la deriva, sabían que la corriente, aunque muy leve, podría llevarlos a algún pueblo para encontrar comida y agua. A la tarde, Valverde bajó del barco y subió al bote donde estaban los cadáveres. Mara y las mujeres lo observaron con la curiosidad y el asombro de siempre. Valverde sabía de medicina y de medicamentos. Nunca supieron cómo había aprendido todo eso, y cuando le preguntaban respondía que sus abuelos y padres le habían enseñado cuando era chico, pero el resto lo había sabido por experiencia propia. Tenía libros en la cabaña de Goya donde pasaba poco tiempo, por lo menos eso les había dicho. También se decía de él que sabía abrir los cadáveres y disecarlos. Las mujeres habían pensado siempre que eran mentiras, mucha gente era la que no quería a Valverde. En general sólo se le acercaban los que querían venderle o comprarle algo, pero daba la impresión de que era él quien los elegía.

      Lo vieron apartar la lona que cubría los cuerpos, parado en la proa y esparciendo cal para mantenerlos en el mejor estado posible hasta que llegaran a destino. Mara le había preguntado quién se los compraba, él había respondido que mucha gente: principalmente en los hospitales para que estudiaran los médicos, pero también otros que usaban partes para hacer medicinas. Los indios, sobre todo, sabían mucho de esas preparaciones. Por supuesto, también estaban los locos, pero a él eso no le importaba, mientras le pagaran. Estaba con el torso desnudo y con un pantalón negro. Parecía, por sus gestos, un sacerdote joven que llegaba de misión entre los indígenas, caminando con cuidado sobre las espaldas de los muertos y dispersando con sus manos el polvo del que todos venimos.

     Mara escuchó que algo decía. Intentó observar sus labios, pero estaban quietos. La voz, sin embargo, como un lamento in profundis, llegaba claramente a sus oídos. ¿Venía desde el río, viciado aún de tablas, ramas y suciedad, y también da algunos otros cuerpos que seguían reflotando? Entonces miró a su lado, porque creyó ver al viejo acodado junto a ella. Pero no había nadie, y desde la bodega se escuchaban los martillazos sobre la maquinaria. La oración, porque eso era, continuó molestándola, haciéndose más fuerte en su oído derecho, y hasta la voz era más clara. Era como la que recordaba haber oído en misa cuando la familia iba a veces allá en el pueblo de España. Un dejo profundo y lamentoso de oraciones en latín, incomprensibles, pero que se arraigaban en la memoria por su insistente monotonía. Y de pronto reconoció la voz de joven Tonio. Miró a su lado, exploró con la vista casi toda la cubierta, pero la voz prácticamente estaba susurrando en su oído. Hasta sintió el olor de la piel. Tonio seguía enojado, pero su voz era lacrimosa. ¿Sufría, quizá, e intentaba decírselo? ¿La estaba culpando?

     - ¿Por qué no viniste antes? ¿Qué querés? -preguntó ella en voz alta, al aire que la rodeaba.

     La brisa le contestó, trayéndole el olor desde el bote, y algo del polvo de cal que Valverde seguía tirando. Entonces parte de esa cal se depositó sobre la baranda, y luego en el aire fue formando una figura de hombre. Primero la cabeza, los hombros, los brazos apoyados, la espalda. El polvo se asentaba y dibujaba los contornos.

      Mara retrocedió. No iba a dejar que la tocara. Recordaba haber escuchado a la vieja Sottocorno, cuando la llevaron, que una cosa era contactarse con un muerto, y otra muy distinta dejar que la tocara. De eso, muchas veces no se volvía. Ellos buscan algo, ellos hablan y se comunican como pueden. Ellos sufren porque no pueden decir lo que les pasa. Necesitan aferrarse a algo, manotean en su espacio y no pueden asirse a nada de lo que antes les resultaba concreto. Pero cuando una de ellas, las brujas, los ve como si fuesen tan concretos como antes, es como si no hubiesen muerto. Por un instante se crea la íntima relación entre dos creencias basadas únicamente en la apariencia de los sentidos. Porque mientras todo es apariencia, también todo es real. La realidad se basa en la seguridad de los sentidos, los pasamanos que tranquilizan la conciencia y atenúan el miedo cubriendo con un barniz de números y colores a la ignorancia. Los colores atraen, los números explican. Y finalmente el contacto convence. Cuando nos damos cuenta, ya es muy tarde. Ellos nos han llevado al otro lado, o nos poseen irremediablemente.

    La voz de la vieja Sottocorno fluyó en su memoria con tal claridad, que fue como si hubiese regresado a esa casa sin techo en el campo de su infancia. Corrió hacia la entrada a la cabina. Las mujeres estaban acostadas sin hacer nada en la cubierta, y al verla le preguntaron si le pasaba algo. No contestó. Se apoyó en el marco, mirando alternativamente hacia adentro y hacia el río. José era un cuerpo real que calmaba su inquietud. No iba entrar, no quería ceder, pero verlo allí le hacía bien. En cambio, los cuerpos en el río aún la inquietaban. No sabía qué hacer con ellos, porque pensaba que la buscaban para pedirle algo que ella no podía o no quería entregar. ¿Cómo contestar a sus preguntas? Mara sentía que estaban más asustados que ella, y ese susto no tenía pausas. Era, quizá, como el dolor de José expresado en su cara sufriente. ¿Cómo se vería él con tal dolor durante años y años, siempre igual? El cuerpo se acostumbra, la materia es así. Pero los muertos no tenían una materia que siguiera las leyes de la fisiología, las reglas de la química o las cicatrices de la anatomía. El dolor de ellos nacía de la ausencia que todo lo abarcaba, del vacío opresivo a la vez que vertiginoso, de lo perdido y de lo amado al alcance de unas manos ya inexistentes: nunca más olido, nunca más oído, nunca más tocado. El dolor de la presencia inalcanzable, el dolor de la ausencia como una piedra filosa que no puede despegarse de la mano.

     

     Durante las noches de la semana siguiente ellas durmieron en la cubierta, no les molestaba, según dijeron, porque hacía mucho calor para dormir en la cabina. El agua se estaba agotando y el río era todavía un pequeño mar sin orillas. De vez en cuando pasaban junto a las islitas formadas por las copas de los árboles, y con suerte encontraron nidos que se habían mantenido intactos, con aves muertas que aún podía consumirse. Intentaron pescar, pero sólo levantaban pescados podridos o restos de basura.

      Las mujeres aparentaban indiferencia por la salud de José, pero Valverde sabía que si habían cedido el lugar era por algún leve sentido de remordimiento. Pasaba casi todo junto al jergón, lavando el cuerpo y cambiándole los paños varias veces al día. Le daba de beber, pero la mitad de las veces el agua se desperdiciaba porque no podía tragar. Casi no habría los labios porque estaban muy hinchados, y sólo emitía carraspeos con la garganta seca. Valverde lo revisaba con esmero: el pulso, la frecuencia de los latidos y la respiración. Le daba vuelta cada ciertas horas para que la piel no siguiera lesionándose, pero no pude evitar que se formaran úlceras en las llagas.

      En la mañana del domingo siguiente, ya llevaban ocho días a la deriva. Los pájaros carroñeros habían aparecido varios días antes, dando vueltas alrededor del barco. Los cuerpos del bote los atraían, sin duda, pero por ahora tenían suficiente con los restos que flotaban en el resto del río. Había muchos insectos que invadían el barco. Las mujeres se divertían matándolos, pero se espantaban de las arañas. Sólo Mara no les tenía miedo, las aplastaba con los pies calzados o desnudos. Hubo ratas que debieron llegar a bordo luego de viajar sobre maderas. El viejo no desperdiciaba la oportunidad de matarlas y cocinarlas. Lo hacía tranquilamente, y Valverde recuperaba entonces su sarcasmo, lo que era signo de que abandonaba por un tiempo su pesadumbre y restablecía por unas horas su buen humor. El viejo se sentaba a comer en el suelo, y extendía la mano con un pedazo de carne en el extremo de su cuchillo, para compartir con las mujeres y burlándose de ellas cuando mostraban asco.

      Ese mediodía había cocinado dos ratas grandes, y cuando estuvieron listas, preparó dos platos de lata y colocó uno a su lado con un pedazo de carne. ¿Era una invitación para alguien? Mara aceptó lo que creyó un desafío. Se sentó al lado del viejo, junto al plato. Tonio la miró con ofuscación, ella intentó reírse acercando la mano al trozo de carne. Pero ya no estaba. Sintió escalofrío, y escuchó que las mujeres la aplaudían. Festejaban su valor.

     -Pero si yo no…

     Entonces fue cuando aparecieron las moscas.

     Era el enjambre más grande que jamás hubiese visto, ni siquiera en el campo de España donde eran tan habituales los estragos hechos por las langostas. Aparecieron de repente, casi sin que se oyera zumbido alguno, como si hubiesen aparecido desde el mismo río. Rodearon el barco y todo lo que podían ver del cielo. Mara se levantó y buscó lonas y telas con las cuales taparse. Las mujeres quisieron entrar a la cabina, pero cuando ella las precedió, vio que todo el cuerpo de José estaba cubierto de moscas, atraídas por las llagas. Valverde se abrió paso entre las mujeres, pero ellas se apartaron al ver la forma en que las moscas parecían estar comiéndose a José. Mara comenzó a espantarlas con las manos, pero no podía hacerlo sin tocar y rozar el cuerpo y él comenzó a gritar de dolor. Valverde le gritó que le arrojara agua, y ambos entonces la sacaron del barril con dos recipientes y se lo arrojaban encima. Las moscas se apartaban, pero el enjambre no cedía y otras muchas volvían a asentarse sobre las úlceras. Entonces él le dijo que siguiera tirando agua mientras él le untaba el cuerpo con un ungüento. Tardaron más de media hora mientras hacían una y otra vez lo mismo. El agua del barril finalmente se acabó, pero Valverde había alcanzado a cubrir casi todas las heridas. Las moscas eran ya menos, pero daban vueltas alrededor de ellos ahora que no podían asentarse sobre el cuerpo de José.

     Mara y Valverde estaban agotados, y escuchaban afuera los gritos y las protestas de las mujeres. El viejo no se había movido de su sitio, la pequeña fogata donde había cocido a las ratas lo había protegido un poco de las moscas, pero junto a él había algo que no comprendían. Las moscas se habían asentado en el aire y formaban el contorno de un bulto impreciso. El viejo se propuso entonces espantarlas con un trapo, y ellas se desprendieron de lo que fuese a lo que estaban adheridas. Durante el resto del día hizo lo mismo una y otra vez, mientras que en la cabina casi sucedía lo mismo: las moscas insistiendo con su insobornable tenacidad para aposentarse sobre las llagas. Mara, ya cansada, se sentó en el jergón, y no pudo más que observarlas caminar sobre las úlceras y frotar las patas delanteras con fruición. Eran verdes en su mayoría, y grandes. El zumbido era insoportable. Se espantó muchas muertas metidas en su cabello, pero principalmente trató de apartarlas de la cara de José. Se embadurnó las manos con el ungüento y comenzó a cubrir la cara de José, a la vez acariciándolo y limpiándolo de moscas. El cuerpo era como el de un muerto. Pensó en Santiago Espinoza y los fragmentos de cerebro que habían salido de su cráneo. Pensó en el joven Tonio y el cuchillo en su costado. Luego, en los golpes del palo astillado sobre la espalda y la cara de José, y en las patadas. Santiago ya no tenía una mente con la cual la conciencia de sí mismo pudiese persistir, porque eso era lo que decían las brujas: el alma no es únicamente inmaterial, y lo más cercano a lo inmaterial del cuerpo mientras estamos vivos es la energía inmanente en el sistema nervioso. Por eso la capacidad de los muertos por no abandonar el ámbito de los sentidos. Según le habían contado, había sido sepultado, y eso significaba paz para ellos. Tonio, sin embargo, era un resentido, y había muerto lúcido y en una pelea alimentada por la ira. Y no tenía más sepultura que el agua del río, que hincha los cuerpos hasta convertirlos en una pulpa de la que sólo gustan los peces carroñeros.

     José Menéndez Iribarne había llegado a su barco con toda su impronta de caballero español, cerrado a los sentimientos y a la expresión, austero, cínico y mentiroso, pero todo eso era compensado con la forma en que sus manos y su cuerpo la abrazaban, con la forma en los labios de él la besaban. La barba y el pelo ensortijados, el vello del cuerpo, los contornos de sus hombros y su pelvis. El cuerpo de José hablaba por él, sin que pudiese controlarlo. Por eso durante las noches que durmieron juntos le agradaba, aunque la hiciera sufrir el escucharlo murmurar en sueños, el verlo mover las manos como su acariciara o luchara con alguien. Esos gestos y tales movimientos le hablaban más de él que todas las palabras que no quería decir. Mientras más ocultaba, más conocía ella del pasado a través de su cuerpo.

      Pero ahora no sabía lo que estaba pasando por la mente de José, ni siquiera si estaba despierto o consciente. No hablaba porque no podía, los labios estaban llagados. Las moscas habían empeorado el estado de las úlceras, y no había forma de apartarlas del todo. Daban vueltas dentro de la cabina. Valverde prendió fuego a una tela e intentó que el humo las mantuviese alejadas. Se había sentado en el cajón sobre el que había pasado la mayor parte de todos aquellos. En las noches estaba tan agotado que decidía costarse junto a José, tratando de no tocarlo, acurrucado contra el borde opuesto. Ella los había visto así al levantarse en medio de la noche, sedienta: dos hombres hastiados de su propia vida, insistiendo sobrevivir en la marea del remordimiento, y sólo descansaban dejando fluir los remotos pensamientos de inocencia y desilusión en esas horas de sueño profundo. ¿Qué soñaban?, se había preguntado ella. Y por instantes, en medio de la oscuridad y el silencio, toda una muchedumbre invadía la cabina. La obsesión, la obstinación, la inconformidad, la rebelión, la insubordinación ante la muerte: eso era Valverde. Pero en José había paz y guerra en una sucesión tan insistente que se hacía insufrible, el placer en la paz se convertía en culpa, y entonces llegaba la guerra. Y cada batalla lo endurecía más, y la dureza insensibilizaba la piel de su espíritu. El alma de José debía ser como su conciencia: irritada por el placer de pronto interrumpido por la culpa, y el displacer obligado a ser recibido como el único elemento de expiación. El alma de José era como el fruto amargo de su cuerpo.

      Durante toda la noche de ese domingo hasta el lunes a la mañana, ella se acostó junto a él. Puso su única mano sobre el pecho de José, suavemente, dispuesta a apartarla en seguida que lo viese sufrir. Lo sintió respirar muy quedo, pero sabía que él se daba cuenta de quién era la mano que se apoyaba. Quizá se muera, pensó ella. Lo habré matado, como a los otros. Ya no lo sentiría dentro suyo nunca más, cuando el éxtasis no era solo del cuerpo, sino una sensación de estar siendo habitada por toda una selva donde los árboles eran altas catedrales, y entre el verde follaje se esparcía el canto de oraciones elevadas al cielo desde la hojarasca. Cuando él se apartaba de ella, podía sentir el dulce olor de la carne antigua bajo las hojas secas: en el fondo siempre había cuerpos muertos de animales asesinados o irremediablemente enfermos.

      Pensó en Elsa. Nunca vería de vuelta a su hija, nunca tendría otra. Había aborrecido y desechado la idea. José tenía razón: Mara mataba lo que amaba.

       Durante todo el lunes las mujeres se tumbaron en cubierta, unas quejándose, otras lloriqueando porque pensaban que iban a morir. Luego se calmaban y buscaban tareas que hacer. El viejo seguía obstinado en arreglar la maquinaria. Valverde, ahora que Mara se ocupaba del enfermo, había ido hasta el bote y regresado con un cuerpo. Lo vieron subir con esfuerzo el cadáver envuelto en una bolsa de arpillera, luego abrió la escotilla y se metió en la bodega. Nadie preguntó qué iría a hacer.

      Esa noche José abrió los ojos por primera vez en muchos días. Los párpados ya no estaban tan hinchados. Mara lo vio y le sonrió.

     -José-dijo. - ¿Cómo estás?

    Conocía la necedad de la pregunta, pero qué otra cosa decir. Él intentó hablar, tosió y se contrajo de dolor.

     -Apaleado, me siento.

     Ella se rio, y se contuvo. Pero ahora sabía que él no se iba a morir.

     José tenía la vista fija en ella.

     - ¿Llorando…?

      Ella sabía que, bajo las cicatrices nuevas, él sonreía. Entonces empezó a hablarle como a un chico. No puedo evitar contarle lo que había pasado después de los golpes, y no pidió perdón por eso. Ella hablaba y hablaba, y se dio cuenta de que no podía parar. Estaba en un estado que pocas veces había conocido. Terminó diciéndole que el viejo y Valverde trabajaban uno cerca del otro: uno intentando resucitar una máquina, el otro buscando tal vez lo que quedaba vivo en un cadáver. Mencionó que Valverde les había contado que el alma está en un sitio del cerebro, como un corpúsculo. ¿Buscaría eso?

     José despertó de su silencio:

     - ¿Por qué buscar lo vivo entre lo muerto? - dijo. -Eso dicen que habló Jesús luego del resucitar al tercer día.

     Le costaba hablar, y ella le dio un sorbo de agua. Estaba flaco y le preguntó si tenía hambre.

     - ¿Ratas?

     Mara se rio. Él había escuchado mucho de todo lo que había pasado en cubierta.

     -Valverde te cuidó como un médico.

     -Es más que un médico- dijo él, y cerró los ojos, cansado.

     Durmió todo el resto del día y al siguiente. El miércoles lo despertó el ruido del motor. Miró hacia un costado y vio que el río se desplazaba y contempló la sombra del humo sobre el agua.

      Mara entró a la cabina trayendo buenas noticias. Estaba radiante y bella por primera vez en mucho tiempo. La hosquedad y el malhumor desaparecían cuando estaba con él. Ahora no lo molestaba, su cuerpo se estaba recuperando y necesitaba las caricias de ella.

     -Estamos en camino a Corrientes. El fin de semana llegamos y Valverde entrega los cuerpos, y ya tendremos comida y agua. Debemos llevarte al hospital para que te vean los médicos.

     -Quiero que me cuiden ustedes. Ya no me hace falta más.

     -Pero…

     -No quiero saber nada de eso…

    -Seguís con miedo de que te busquen, ya sé…pero en el hospital ya todos nos conocen y nadie pregunta.

     -Pero a mí no me conocen como parte su grupo, tal vez sepan algo por mi hermano.

     -Ya deben estar en Buenos Aires esperando zarpar a Europa.

     -No. Se volvieron al norte en el Juan Manuel

     - ¿Y cómo sabés?

     -Me lo dijeron el día que fui a despedir a Carhué.

     - ¿Y qué te importan ellos ahora?

     -Tengo un hijo, Mara. O pronto voy a tenerlo.

     Ella se le quedó mirando. Estaba sentada en el cajón viejo. No, no iba enojarse. Él no estaba para eso en este momento, y además la sorprendió que finalmente le hablara de su vida. José le contó y ella sólo pensó en la mujer embarazada. No sabía si ella podría tener otro hijo, y eso le resultó tan improbable que de pronto el hijo de José fue más que una idea, una concreción.

     - ¿Querés que sea nuestro? -preguntó ella.

      Mara se desnudó y se acostó a su lado. Lo besó sin lastimarlo ni hacerlo doler.

      Y de pronto oyeron el grito del viejo.

      - ¡Barco a estribor!

      Ella salió desnuda a cubierta, las mujeres se rieron y Valverde se paró de brazos cruzados, contemplándola. Mara estaba apoyada en la barandilla, con la mirada extasiada observando el inmenso barco quieto junto al que ellos pasaban. Vio la poca actividad en cubierta, nadie se asomó a verlos.

    Mara esperaba conocer a Altea. Ansiaba ver a esa mujer embarazada que llevaba al hijo de José, y se puso a reír, golpeando su única mano sobre la barandilla y agitando el muñón hacia el barco grande, desafiándolo. Habría querido abordarlo y terminar de una vez con ese asunto. No podía esperar, pero debía hacerlo. Sabía que el cielo estaba de su lado, el cielo de donde llegaban las moscas que seguían insistiendo, y que ya no eran enemigas. Ese cielo oscuro y ensombrecido de su infancia cuando los techos de las casas se derrumbaban.

     Las mujeres se unieron a ellas, desnudándose también, excitadas por la loca alegría de Mara. El cielo y el río, extensos y anchos eran como dos espejos en donde ellas parecían reflejarse, y hasta creyó ver que todas tenían alas formadas por moscas. Gritaron, intentando llamar la atención de ese barco que se jactaba orgullosamente de su importancia, que se esmeraba en ignorarlas con su silencio, insultándolas y despreciándolas, desafiándolas con la diferencia abismal que los separaba.

     Nadie, sin embargo, se asomó a observarlos.

     No fueron suficientes ni los gritos de unas cuantas mujeres desnudas saltando y riendo como desquiciadas, ni el aspecto extraño del pequeño barco que parecía habitado de moribundos y locos, y que detrás arrastraba un bote lleno de cadáveres apilados unos sobre otros, algunos con las piernas y brazos colgando a ras del agua y formando una estela turbia de agua sucia.

     Y tanto sobre el barco como sobre el bote seguían rondando las incontables y empecinadas moscas, imperecederas comerciantes de la muerte.








 Ilustradción: Eric Sandborg

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