jueves, 31 de julio de 2025

La naturaleza es una madre cruel (Angélica Gorodischer)

 





—Cruel —dijo Lisandro—, la naturaleza es una madre cruel.


—Es verdad, sí, cierto —dijo Silvia.


Silvia era un bonito nombre, una buena elección, una palabra que sonaba a bosques, a tierra acariciada por el mar.


Ella no estaba en absoluto de acuerdo con él, pero desde muy chiquita su madre, sus hermanas, sus primas y no digamos su abuela, le venían asegurando que no hay nada que a los hombres les encante más que una mujer que sabe escucharlos con atención, con fruición, con unción, y que no deje más de estar de acuerdo con lo que él dice. Ella quería encantarlo, es verdad, porque él le gustaba, le gustaba muchísimo y por eso le decía es verdad sí es cierto aun cuando para ella la naturaleza no fuera una madre cruel sino todo lo contrario.


Qué iba a ser una madre cruel. Una madre amantísima, eso es lo que era, toda verde y azul que la envolvía como un manto y la hacía sentir una reina. Era el sol que le tostaba la piel y le aclaraba aún más el pelo. Era el agua que la acariciaba. Era la arena blanca, el cuarzo brillante, la luna, las siestas calientes, la niebla, las noches de tormenta, la lluvia como agujas, los amaneceres, el huracán, los picos de los montes a lo lejos, los sargazos, los caracoles, el olor a madera, a agua, a algas, a oro.


—Y si no fíjese usted —se guía él muy entusiasmado— en la lucha sorda que se desarrolla acá nomás bajo nuestros pies, en la tierra oscura que sustenta las flores, entre el césped tan bien cortado, al pie de los árboles y de las enredaderas.


¿Será tonto?, se preguntó Silvia. Las mujeres de su familia también le habían asegurado desde chiquita que los hombres eran, en general, tontos, por suerte porque a los tontos es fácil atraparlos. Pero que de vez en cuando había uno que no lo era, que se escabullía y que reivindicaba a todos los demás; y que ese uno, aunque inasible, valía la pena.


Hasta esa noche Silvia se había encontrado unos cuantos que no valían la pena y con algunos que sí valían: tres; cuatro si contaba al poeta (él decía que era poeta) que tocaba la guitarra arrimadito al fuego prendido por los mochileros aquella noche de casi invierno en dónde, ¿en dónde había sido? Bueno, se dijo, no será la primera vez que me acuesto con un tonto.


Hay que decir que le costó poco. Él pensaba que ella era perfecta y que nunca había conocido a una mujer que lo escuchara con ese arrobamiento. Ella pensaba que la playa sería el mejor lugar pero que si él la llevaba a su casa tampoco estaría mal.


Fue en la playa. Ella le dijo algo sobre la luna y agregó que la naturaleza puede ser cruel pero que también es de una belleza deslumbrante. Así le dijo: “de una belleza deslumbrante”.


—Asomémonos a la playa —le dijo— y va a ver que no estoy equivocada.


Se escaparon de la fiesta y bajaron a la playa. Él le daba la mano para que no resbalara con esos tacos altos y esa falda plateada y angosta. Ella pensaba en qué dirían las mujeres de su familia y sonreía. También pensaba que los hombres son deliciosos, cosa con la que las mujeres de su familia solían estar de acuerdo en esas tardes en las que se sentaban en las rocas cubiertas de musgo y al gas para ver ponerse el sol y hablaban y cantaban perezosamente hasta que caía la noche. Él le rodeó la cintura con un brazo. Ella reclinó la cabeza en el hombro de él. Él pensó que el pelo de ella era como de oro.


La arena estaba tibia todavía, después de un día de sol rabioso. Él le desprendió la blusa. Ella le ayudó con la camisa. Era tonto pero bastante hábil y ella sabía cómo guiarlo.


—Me gustó mucho —dijo ella—, muchísimo.


Él rodó a su lado, cerró los ojos y se adormeció. Ella se levantó, dejó caer la blusa de lamé, se ajustó la falda. Se inclinó sobre él y lo fue arrastrando hacia la orilla. Se metió despacio en el agua oscura, con él, mientras la piel brillante la iba cubriendo de la cintura para abajo. Con un golpe de la cola se fue hundiendo hacia lo profundo, contenta, sonriendo. Él soñaba con abismos azules sin saber aún que la naturaleza no solo no es cruel sino que es infinitamente generosa.





Ilustración: Helen Sobiralski

miércoles, 30 de julio de 2025

Chicos de campo (William Goyen)






Soy Vikor. Tengo ocho años, pero no soy un niño, soy una forma inmortal y no tengo ocho años, tengo mil. He vivido siempre y siempre viviré.


Cuando tenía cuatro, mi madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum y el pequeño Oker vinimos a la ciudad con mi padre, que estaba muerto. Mi padre araba los campos, que eran verdes, pero llegó el invierno y el campo se resecó y se volvió gris. Todo murió y mi padre murió con todo. Entonces mi madre y yo, Tangor, Nerea, Mabsum, el pequeño Oker y mi padre, que estaba muerto, vinimos a la ciudad. Lloré porque quería los sembrados y el campo y las colinas. Recé para que Dios les diera otra vida y reverdecieran, así no tendríamos que irnos, pero Él no me escuchó y todo se quedó igual. Tampoco escuchó a otros. Gantner, el viejo que vivía al lado del camino, también rezó, pero en sus tierras todo siguió gris, reseco y   muerto. Entonces vinimos a la ciudad porque podríamos encontrar algo vivo, verde y podríamos comer. Llegamos y todo estaba gris y polvoriento, árido y reseco como en el campo. La gente seguía viva. Era gris, polvorienta y reseca como la ciudad.


Nos quedamos. Mi madre salió a la calle, que estaba sumida en esa locura de ruedas que giraban, en ese ruido en ebullición. Salió a buscar la forma de preservar la vida en mí, en Tangor, en Nerea, en Mabsum, en el pequeño Oker y en mi padre, que estaba muerto. Finalmente encontró una lavandería donde lavaban la ropa de la gente porque en la ciudad asfixiante no hay lugar para colgar ropa. Le daban un poco de dinero por lavar y planchar la ropa de otras personas. Traía el dinero a casa y con eso comprábamos cosas para comer pero ella no comía porque estaba enferma y temblaba de tanto lavar y planchar ropa todo el día. Mi padre no comía mucho porque se había muerto de tanto trabajar en los campos que ahora estaban secos y arruinados. Tuve que ir a la escuela de la ciudad. Apenas podía oír a la maestra por el ruido de los silbidos, las ruedas que giraban, los gritos y la gente que corría, con prisa. Los chicos no eran como los que iban conmigo a la escuela en el campo. Eran viejos y arrugados, estaban tristes y callados. Ninguno sabía reír. Al poco tiempo yo también olvidé cómo hacerlo. Volvía a casa convencido de que el pequeño Oker podía enseñarme a reír de nuevo pero él también había olvidado, y ya no jugaba. Lo único que hacía era sentarse, mirar, envejecer y ponerse pálido.


Poco después, en la oscura calle donde vivíamos, una cosa grande y rugiente, con ruedas que giraban, atropelló a Nerea. Oí un ruido estridente, salí corriendo y la encontré tumbada, quieta y callada en el barro y la sangre. Levanté la vista y vi que la cosa rugiente se alejaba con sus ruedas que giraban. Tomé a Nerea en brazos y la llevé a la habitación que daba a esa calle de la ciudad. El pequeño Oker, Mabsum, Tangor y mi padre, que estaba muerto, se acercaron y la miraron. Se sentaron, quietos, en silencio. Estaba muerta.


Poco después, el pequeño Oker se puso pálido y débil. Había enfermado. No fui a la escuela. Me quedé en casa para cuidarlo. Oker no hablaba. Se quedaba tumbado, quieto y callado como un fantasma. Cada día adelgazaba más, se ponía más y más blanco. Una noche empezó a llorar. Me alegró que emitiera un sonido y me di cuenta de que estaba mejor. Lo alcé en brazos y caminé con él por la calle. En ese momento la calle estaba tranquila. Nos llegaba un poco de viento, templado como la sombra de los árboles del paraíso. Estaba contento porque me parecía que Oker mejoraba. Le recé a Dios para que lo curase y dejara que el viento fresco se quedara en nuestra calle. Vi algunas sombras que traspasaban los ladrillos de la calle y por eso supe que estaba saliendo el sol. Comencé a oír los sonidos de nuevo. Se volvían cada vez más fuertes. Sabía que Oker les tenía miedo a esos ruidos. Oker y yo empezamos a correr, lo más rápido posible, hacia nuestra habitación, pero el pequeño Oker dejó de llorar y me di cuenta de que había empeorado. Corrí con todas mis fuerzas, lo más rápido que pude, llevándolo en brazos. Mientras corría, sentía que su cuerpo menudo se aflojaba. Sentí que el aliento abandonaba la pequeña cáscara pálida de su cuerpo y me di cuenta de que se moría. Cuando llegué a la habitación, el pequeño Oker era una forma quieta y callada. Supe que estaba muerto. Entré en la habitación, lo apoyé en el suelo y todos –mi padre, que estaba muerto, Mabsum y Tangor– entraron, silenciosos, como fantasmas, y lo miraron. Estaba quieto como una piedra. Se sentaron y lo velaron.


Volví pronto a esa escuela ruidosa. Todos los días, en el recreo, me iba a un rincón. Desde ahí veía jugar a los otros. Extrañaba el sonido de las voces pero nadie me hablaba, nadie me veía. Nadie le hablaba a nadie. Silencio de piedra. Sólo se oía el ruido atronador de las cosas veloces y las ruedas que giraban en las calles de la ciudad…


Extrañaba el campo y las cosas verdes que soplaba el viento, y el cielo que veías al levantar la vista, con estrellas de noche y auténticas nubes de día. Pensaba en el campo y me preguntaba dónde estaba, qué había pasado con él, cuánto hacía que nos habíamos ido. Eché la cuenta. Decidí que habían pasado mil años o más desde que nos habíamos ido. Extrañaba el campo, bullía por dentro por él, lloré por él y recé por él y un día decidí salir a buscarlo. Decidí que, si lo encontraba, volvería a la ciudad, buscaría a mi madre en la lavandería y a mi padre que estaba muerto, a Tangor y a Mabsum, y que todos volveríamos y haríamos como si no hubiera pasado nada (de no ser por el pequeño Oker y Nerea, que estaban muertos).


Por eso caminé y caminé a través de puentes, a través de túneles mohosos y hediondos, cruzando vías de tren oxidadas y calientes, por calles atestadas. Crucé terrenos baldíos, casas viejas y destruidas. Caminé y caminé y caminé durante meses, y lo único que vi fueron casas viejas, ruedas veloces que giraban, humo y vías de tren y puentes y agua viscosa y edificios enormes, y viejos y viejas y niños callados, envejecidos. Parecía que había andado años y años, porque siempre veía lo mismo. Nada de verde, nada de viento, nada de cielo, nada de risa. Al final me di por vencido, lloré y recé y decidí que toda la Tierra estaba llena de túneles y vías de tren y calles embarradas, de túneles apestosos, casas destruidas, viejos y viejas y niños envejecidos. Me sentí perdido, viejo y loco. Busqué a mi madre, a mi padre –que estaba muerto–, a Mabsum y Tangor, pero no pude encontrarlos. Me convertí en valiente. Tomé la calle, cerré mis oídos a los ruidos fuertes, velé mis ojos ante los pobres fantasmas que caminaban por la calle y decidí que el campo se había ido para siempre y que toda la tierra estaba tomada por la ciudad enferma.





martes, 29 de julio de 2025

El ahijado de la muerte (Jabob Grimm - Wilhelm Grimm)







Un pobre hombre tenía doce hijos y necesitaba trabajar día y noche para poder darles pan. Cuando el decimotercero vino al mundo, no supo encontrar solución a su necesidad, corrió a la carretera y quiso pedirle al primero que encontrase que fuera su compadre. El primero al que encontró fue a Dios. Él sabía ya lo que angustiaba al hombre y le dijo:


-Pobre hombre, me das pena. Yo seré el padrino, cuidaré de él y lo haré feliz en la tierra.


El hombre dijo:


-¿Quién eres tú?


-Yo soy Dios.


-Pues no te quiero como compadre -dijo el hombre-. Tú das a los ricos y dejas que los pobres pasen hambre.


Esto lo dijo el hombre porque ignoraba lo sabiamente que Dios reparte la pobreza y la riqueza. Por tanto, se alejó del Señor y prosiguió su camino. Entonces, se le acercó el diablo y dijo:


-¿Qué buscas? Si me quieres de padrino de tu hijo, le daré oro en abundancia y todos los placeres del mundo.


El hombre preguntó:


-¿Quién eres tú?


-Yo soy el demonio.


-Entonces no te quiero por compadre -dijo el hombre-. Tú engañas y corrompes a los hombres.


Siguió andando, y en esto llegó la enjuta muerte que avanzó hasta él y dijo:


-¿Me quieres de compadre?


El hombre dijo:


-¿Quién eres tú?


-Yo soy la Muerte, que hace a todos igual.


-Tú eres la persona indicada: te llevas tanto a los ricos como a los pobres sin hacer diferencias; tú debes ser mi compadre.


La Muerte respondió:


-Yo haré a tu hijo rico y famoso, pues a aquel que me toma como amigo no le falta de nada.


El hombre dijo:


-El próximo domingo es el bautizo, así que procura llegar a tiempo.


La Muerte apareció como había prometido, y fue una buena madrina. Cuando el muchacho creció, se le apareció y le hizo ir con él. Lo llevó al bosque, le enseñó una hierba que allí crecía y dijo:


-Ahora recibirás tu regalo de ahijado. Yo te haré un médico famoso. Cuando te llamen a ver un enfermo, yo estaré allí cada vez; si estoy a la cabeza del enfermo, puedes hablar con audacia y decir que quieres curarlo, le das esta hierba y él sanará. Pero si estoy a los pies del enfermo, entonces me pertenece y tienes que decir que toda ayuda es inútil y que no lo puede salvar ningún médico en el mundo.


No transcurrió demasiado tiempo para que el joven se convirtiera en el médico más famoso del mundo. “No le hace falta más que ver al enfermo y ya sabe cómo está la cosa, si sanará o morirá”, se decía de él. Y de todos los lugares llegaba gente, le llevaban enfermos y le daban tanto oro que pronto fue un hombre rico. Entonces sucedió que el rey enfermó. El médico fue avisado para decir si era posible la curación. Cuando llegó junto a la cama, la muerte estaba a los pies, y para el enfermo no había ya hierba alguna que sirviera para sanarle.


“Si pudiera engañar por una vez a la Muerte -pensó el médico-, estoy seguro de que no lo tomará a mal, ya que soy su ahijado, y hará la vista gorda; lo intentaré”.


Cogió al enfermo y lo colocó del revés, de tal manera que la Muerte pasó a estar a la cabeza del enfermo. Luego le dio la hierba y el rey se recuperó y sanó. La Muerte, sin embargo, fue a ver al médico, llevaba cara larga y de pocos amigos y, amenazándole con el dedo, dijo:


-Te has burlado de mí; por ahora te lo pasaré, porque eres mi ahijado, pero si te atreves otra vez, te agarraré por el cuello y te llevaré conmigo.


Poco después, cayó gravemente enferma la hija del rey. Era su única hija, él lloraba día y noche, tanto que se le cegaron los ojos e hizo saber públicamente que quien la salvara de la muerte se convertiría en su marido y heredaría la corona. El médico, cuando llegó a la cama de la enferma, vio a la muerte a sus pies. Hubiera debido acordarse de la advertencia de su madrina, pero la gran belleza de la hija del rey y la felicidad de ser su marido le trastornó tanto que hizo caso omiso de sus pensamientos. No vio que la Muerte le lanzaba miradas furibundas, levantando la mano hacia arriba y amenazándole con el puño flaco; levantó a la enferma y le colocó la cabeza donde había tenido los pies. Le dio la hierba y pronto se colorearon sus mejillas y la vida volvió de nuevo.


La Muerte, cuando se vio engañada por segunda vez en lo que era su propiedad, se dirigió con grandes pasos hacia el médico y dijo:


-Estás perdido, ¡ahora te toca a ti!


Le cogió con su mano helada de forma tan fuerte que no pudo oponer resistencia y le llevó a una cueva subterránea. Entonces, vio cómo ardían miles y miles de luces en hileras interminables a la vista, unas grandes, otras medianas, otras pequeñas. Cada minuto se apagaban algunas y otras volvían a arder, de tal manera que las llamitas constantemente cambiantes parecían saltar de un lado a otro.


-¿Ves? -dijo la Muerte-. Estas son las luces de la vida de los hombres. Las grandes son de los niños, las medianas pertenecen a matrimonios en sus mejores años, las pequeñas pertenecen a los ancianos. Pero también, a menudo, niños y jóvenes tienen una pequeña luz.


-Muéstrame la luz de mi vida -dijo el médico, pensando que todavía era muy grande.


Pero la muerte señaló un pequeño cabito que amenazaba con apagarse y dijo:


-¿Ves? Esa es.


-¡Ay!, querido padrino -dijo el médico asustado-. Enciéndeme una nueva, hazlo por mí, para que pueda gozar de mi vida, ser rey y marido de la hermosa hija del rey.


-Yo no puedo -contestó la Muerte-. Antes tiene que apagarse una para que prenda una nueva.


-Coloca la antigua sobre una nueva, para que arda rápidamente cuando aquella se acabe -dijo el médico.


La muerte hizo como si quisiera cumplir su deseo; acercó una gran luz, pero como quería vengarse, intencionadamente se equivocó al colocarla y el cabito se cayó y se apagó. Rápidamente el médico se deslomó y fue a parar a los brazos de la muerte.






Ilustración: David Alfaro Siqueiros

lunes, 28 de julio de 2025

Primer historia (Giovannino Guareschi)








Yo vivía en Bosque Grande, en la Basa, con mi padre, mi madre y once hermanos. Yo, que era el mayor, tocaba apenas los doce años, y Quico, que era el menor, apenas contaba dos. Mi madre me daba todas las mañanas una cesta de pan y un saquito de miel de castañas dulces; mi padre nos ponía en fila en la era y nos hacía decir en voz alta el Padrenuestro; luego marchábamos con Dios y regresábamos al anochecer.


Nuestros campos no acababan nunca y habríamos podido correr todo el día sin salir de sus lindes. Mi padre no hubiera dicho una palabra si le hubiésemos pisoteado una hectárea de trigo en brote o si le hubiésemos arrancado una hilera de vides. Sin embargo, siempre salíamos fuera, y no nos sobraba el tiempo para nuestras fechorías. También Quico, que tenía dos años, la boca pequeñita y rosada, los ojos grandes, de largas cejas, y ricitos que le caían sobre la frente como a un angelito, no se dejaba escapar un ansarón cuando lo tenía a tiro.


Todas las mañanas, a poco de haber partido nosotros, llegaban a nuestra granja viejas con canastos llenos de anserinos, pollas y pollitos asesinados, y mi madre por cada cabeza muerta daba una viva. Teníamos mil gallinas escarbando por nuestros campos, pero cuando queríamos poner algún pollo a hervir en la olla, era preciso comprarlo.


Mi madre, entre tanto, seguía cambiando ansarones vivos por ansarones muertos.


Mi padre ponía cara seria, se ensortijaba los largos bigotes e interrogaba rudamente a las mujerucas para saber si recordaban quién de los doce había sido el culpable.


Cuando alguna le decía que había sido Quico, el más pequeñín, mi padre se hacía contar tres o cuatro veces la historia, y cómo había hecho para tirar la piedra, y si era una piedra grande, y si había acertado el ansarón al primer tiro.


Estas cosas las supe mucho tiempo después: entonces no nos preocupaban. Recuerdo que una vez, mientras yo, después de haber lanzado a Quico contra un ganso que se paseaba como un estúpido por un pradecito pelado, estaba apostado con mis otros diez hermanos detrás de unas matas, vi a mi padre a veinte pasos de distancia, fumando su pipa a la sombra de una gruesa encina.


Cuando Quico hubo despachado el ganso, mi padre se marchó tranquilamente con las manos en los bolsillos, y yo y mis hermanos dimos gracias al buen Dios.


-No se ha dado cuenta -dije en voz baja a mis hermanos. Pero entonces yo no podía comprender que mi padre nos había seguido toda la mañana, ocultándose como un ladrón, nada más que para ver cómo mataba Quico los gansos.


Pero me estoy saliendo del sembrado. Es el defecto de quien tiene demasiados recuerdos.


Debo decir que Bosque Grande era un pueblo donde nadie moría, por virtud del aire extraordinario que allí se respiraba. En Bosque Grande, por lo tanto, parecía imposible que un niño de dos años pudiera enfermarse. Sin embargo, Quico enfermó seriamente. Una tarde, a tiempo ya de regresar a casa, Quico se echó repentinamente al suelo y comenzó a llorar. Al cabo de un rato dejó de llorar y se quedó dormido. No hubo modo de despertarlo. Lo alcé en brazos y sentí que ardía. Parecía de fuego. Todos entonces tuvimos un miedo terrible. Caía el sol, y el cielo estaba negro y rojo; las sombras se hacían largas. Abandonamos a Quico entre los pastos y huimos gritando y llorando como si algo terrible y misterioso nos persiguiera.


-¡Quico duerme y quema! ¡Quico tiene fuego en la cabeza! -sollocé cuando llegué donde estaba mi padre.


Mi padre, lo recuerdo bien, descolgó la escopeta de doble caño de la pared, la cargó, se la puso bajo el brazo y nos siguió sin hablar. Nosotros íbamos apretados alrededor suyo, ya sin miedo, porque nuestro padre era capaz de fulminar un lebrato a ochenta metros. Quico, abandonado en medio de las oscuras hierbas con su largo vestidito claro y sus bucles sobre la frente, parecía un ángel del buen Dios al que se le hubiese estropeado una alita y hubiera caído en el trebolar.


En Bosque Grande nunca moría nadie, y cuando la gente supo que Quico estaba mal, todos experimentaron una enorme ansiedad. En las casas se hablaba en voz baja. Por el pueblo merodeaba un forastero peligroso y nadie de noche se atrevía a abrir la ventana por miedo de ver, en la era blanqueada por la luna, rondar la vieja vestida de negro con la guadaña en la mano.


Mi padre mandó la calesa en busca de tres o cuatro doctores famosos. Todos palparon a Quico, le apoyaron el oído en la espalda y luego miraron en silencio a mi padre.


Quico seguía dormido y ardiendo; su cara habíase vuelto más blanca que un pañuelo. Mi madre lloraba entre nosotros y se negaba a comer. Mi padre no se sentaba nunca y seguía rizándose el bigote, sin hablar. El cuarto día, los tres últimos doctores que habían llegado juntos abrieron los brazos y dijeron a mi padre:


-Solamente el buen Dios puede salvar a su hijo.


Recuerdo que era de mañana: mi padre hizo una seña con la cabeza y lo seguimos a la era. Luego, con un silbido llamó a los domésticos, cincuenta personas entre hombres, mujeres y niños.


Mi padre era alto, flaco y fuerte, de largos bigotes, gran sombrero, chaqueta ajustada y corta, pantalones ceñidos a los muslos y botas altas. (De joven mi padre había estado en América, y vestía a la americana). Daba miedo cuando se plantaba con las piernas abiertas delante de alguno. Así se plantó ese día mi padre frente a los domésticos y les dijo:


-Solo el buen Dios puede salvar a Quico. De rodillas: es preciso rogar al buen Dios que salve a Quico.


Nos arrodillamos todos y empezamos a rogar en voz alta al buen Dios. Por turno las mujeres decían algo y nosotros y los hombres respondíamos: “Amén”.


Mi padre, cruzado de brazos, permaneció delante de nosotros, quieto como una estatua, hasta las siete de la tarde, y todos oraban porque tenían miedo a mi padre y porque querían a Quico.


A las siete, cuando el sol bajaba a su ocaso, vino una mujer en busca de mi padre. Yo lo seguí.


Los tres doctores estaban sentados, pálidos, en torno de la camita de Quico.


-Empeora -dijo el más anciano-. No llegará a mañana.


Mi padre nada contestó, pero sentí que su mano apretaba fuertemente la mía.


Salimos: mi padre tomó la escopeta, la cargó a bala, se la puso en bandolera, alzó un paquete grande, me lo entregó y dijo: “Vamos”.


Caminamos a través de los campos. El sol se había escondido tras el último boscaje. Saltamos el pequeño muro de un jardín y llamamos a una puerta.


El cura estaba solo en su casa, cenando a la luz de un candil. Mi padre entró sin quitarse el sombrero.


-Reverendo -dijo-, Quico está mal y solamente el buen Dios puede salvarlo. Hoy, durante doce horas, sesenta personas han rogado al buen Dios, pero Quico empeora y no llegará al día de mañana.


El cura miraba a mi padre asombrado.


-Reverendo -prosiguió mi padre-, tú solo puedes hablarle al buen Dios y hacerle saber cómo están las cosas. Hazle comprender que si Quico no sana, yo le hago volar todo. En ese paquete traigo cinco kilos de dinamita. No quedará en pie un ladrillo de toda la iglesia. ¡Vamos!


El cura no dijo palabra; salió seguido de mi padre, entró en la iglesia y fue a arrodillarse ante el altar, juntando las manos.


Mi padre permaneció en medio de la iglesia con el fusil bajo el brazo, abiertas las piernas, plantado como una roca. Sobre el altar ardía una sola vela y el resto estaba oscuro.


Hacia medianoche mi padre me llamó


-Anda a ver cómo sigue Quico y vuelve enseguida.


Volé por los campos y llegué a casa con el corazón en la boca. Luego volví corriendo todavía más ligero. Mi padre estaba todavía allí, quieto, con el fusil bajo el brazo, y el cura rezaba de bruces sobre las gradas del altar.


-¡Papá! -grité con el último aliento-. ¡Quico ha mejorado! ¡El doctor ha dicho que está fuera de peligro! ¡Un milagro! ¡Todos ríen y están contentos!


El cura se levantó: sudaba y tenía el rostro deshecho.


-Está bien -dijo bruscamente mi padre.


Y mientras el cura lo miraba con la boca abierta, sacó del bolsillo un billete de mil y lo introdujo en el cepillo de los donativos.


-Yo los servicios los pago -dijo mi padre-. Buenas noches.


Mi padre nunca se jactó de este suceso, pero en Bosque Grande hay todavía algún excomulgado el cual dice que aquella vez Dios tuvo miedo.






Ilustración: José Clemente Orozco

domingo, 27 de julio de 2025

A un triste (Manuel Gutiérrez Nájera)

 





¿Por qué de amor la barca voladora

con ágil mano detener no quieres,

y esquivo menosprecias los placeres

de Venus, la impasible vencedora?


A no volver los años juveniles

huyen como saetas disparadas

por mano de invisible Sagitario;

triste vejez, como ladrón nocturno,

sorpréndenos sin guarda ni defensa,

y con la extremidad de su arma inmensa,

la copa del placer vuelca Saturno.


¡Aprovecha el minuto y el instante!

Hoy te ofrece rendida la hermosura

de sus hechizos el gentil tesoro,

y llamándote ufana en la espesura,

suelta Pomona sus cabellos de oro.


En la popa del barco empavesado

que navega veloz rumbo a Citeres,

de los amigos del clamor te nombra

mientras, tendidas en la egipcia alfombra,

sus crótalos agitan las mujeres.


Deja, por fin, la solitaria playa,

y coronado de fragantes flores

descansa en la barquilla de las diosas.

¿Qué importa lo fugaz de los amores?

¡También expiran jóvenes las rosas!





Ilustración: Giancarlo Vitali

sábado, 26 de julio de 2025

El espejo (Joao Guimaraes Rosa)







 —Si me quiere seguir, le narro; no una aventura, sino experiencia, a la que me indujeron, alternadamente, series de raciocinios e intuiciones. Me tomó tiempo, desánimos, esfuerzos. De ella me enorgullezco, sin vanagloriarme. Me sorprendo, sin embargo, un tanto apartado de todos, penetrando conocimientos que otros todavía ignoran. Usted, por ejemplo, que sabe y estudia, supongo que ni tenga idea de lo que sea, en realidad ¿un espejo? Nada más, ciertamente, de las nociones de física, con las que se familiarizó, las leyes de la óptica. Me reporto a lo trascendente. Pero, todo es la punta de un misterio. Incluso los hechos. O la ausencia de ellos. ¿Duda? Cuando nada pasa hay un milagro que no estamos viendo.


Fijémonos en lo concreto. El espejo, hay muchos, captándole sus facciones; todos le reflejan el rostro, y usted se cree con aspecto propio y prácticamente inmutado, del que le dan fiel imagen. Pero ¿qué espejo? Los hay “buenos” y “malos”, los que favorecen y los que detraen; y los que son sencillamente honestos, pues sí. ¿Y dónde ubicar el nivel y punto de esa honestidad o fidedignidad? ¿Cómo seremos, usted, yo, los restantes prójimos, en lo visible? Usted dirá: las fotografías lo comprueban.


Contesto: que, además de prevalecer para las lentes de las máquinas objeciones análogas, sus resultados, antes que desmentir, apoyan mi tesis, tanto revelan superponerse a los datos icono-gráficos, los índices de lo misterioso. Aunque tomados de inmediato uno después del otro, los retratos siempre serán entre sí muy diferentes. Si no se fijó nunca en eso, es porque vivimos, de modo incorregible, distraídos de las cosas más importantes. ¿Y las máscaras, modeladas en los rostros? Valen, a grueso modo, para el desbaste de las formas, no para el estallar de la expresión, el dinamismo fisonómico. No se olvide, de fenómenos sutiles estamos tratando.


Le queda argumento: cualquier persona puede, al mismo tiempo, ver el rostro de otra y su reflejo en el espejo. Sin sofisma, lo refuto. El experimento, por cierto no realizado todavía con rigor, carecería de valor científico frente a las irreductibles deformaciones de orden psicológico. Intente, sin embargo, hacerlo y tendrá notables sorpresas. No obstante tornarse la simultaneidad imposible en el fluir de valores instantáneos. ¡Ah!, el tiempo es el mago de todas las traiciones … Y los propios ojos, de cada uno de nosotros, padecen de vicios de origen, defectos con los que crecieron, y a los que se hicieron, más y más. En comienzo, la creaturita ve los objetos invertidos, de ahí su desordenado tantear; solo a poco y poco, va a conseguir rectificar, sobre la postura de los volúmenes externos, una precaria visión. Subsisten, sin embargo, otras faltas y más graves. Los ojos, mientras tanto, son la puerta del engaño; dude de ellos, de sus ojos, no de mí. Ah, amigo mío, la especie humana pelea por imponer al palpitante mundo un poco de rutina y lógica, pero algo o alguien de todo hace grieta para reírse de uno … ¿Y entonces?


Note que mis reparos se limitan al capítulo de los espejos planos, de uso común. ¿Y los demás —cóncavos, convexos, parabólicos— además de la posibilidad de otros, apenas, no descubiertos todavía? Un espejo, por ejemplo, ¿ tetra o cuatridimensional? La hipótesis no me parece absurda. Matemáticos especializados, después de mental adiestramiento, construyeron objetos a cuatro dimensiones, utilizando pequeños cubos, de diversos colores, como esos con que juegan los niños. ¿Duda?


Me doy cuenta de que comienza a quitar un poco de su inicial desconfianza, en cuanto a mi sano juicio. Pero quedémonos en lo llano. En los parques de diversiones, nos reímos de aquellos espejos caricaturescos que nos reducen a monstruos, estirados o globosos. Pero, si usamos solamente los planos —y en las curvas de un cafetera se tiene sufrible espejo convexo, y en una cuchara pulida, un cóncavo razonable— se debe a que primeramente la humanidad se miró en la superficie del agua quieta, lagunas, pantanos, fuentes, aprendiendo de ellas a hacer tales utensilios de metal o cristal. Tiresias, sin embargo, ya había predicho al bello Narciso que solo viviría mientras no se viera … Sí, son para temerse, los espejos.


Los temí, desde la niñez, por instintiva sospecha. También los animales se niegan a encararlos, salvo creíbles excepciones. Soy del interior, usted también; en nuestra tierra, se dice que uno nunca debe mirarse en espejo a horas avanzadas de la noche, estando solo. Porque, en ello, a veces, en lugar de nuestra imagen, nos asombra alguna otra pavorosa visión. Pero, soy positivo, un racional, piso el suelo con pies y patas. ¿ Satisfacerme con fantásticas no explicaciones?, jamás. ¿Qué amedrentadora visión sería entonces aquella? ¿Quién el Monstruo?


¿El miedo, no sería en mí el revivir de impresiones atávicas? El espejo inspiraba recelo supersticioso a los primitivos, aquellos pueblos con la idea de que el reflejo de una persona fuese el alma. Por lo general, lo sabe usted, la superstición es fecundo punto de partida para la pesquisa. El alma del espejo —anótela— espléndida metáfora. Otros, a su vez, identificaban el alma con la sombra del cuerpo; y no le habrá escapado la polarización: luz-tiniebla. ¿No se tenía la costumbre de tapar los espejos, o voltearlos contra la pared, cuando moría alguien en la casa? ¿Si, además de utilizarlos en el manejo de la magia, imitativa o simpática, de ellos se servían los videntes, como de la bola de cristal, vislumbrando en su campo esbozos de futuros hechos, no será porque, a través de los espejos, parece que el tiempo cambia de dirección y velocidad? Pero, me dilato. Le contaba…


Fue en el lavabo de un edificio público, por casualidad. Yo era joven, satisfecho conmigo, vanidoso. Descuidado, vi apenas… Le explico: dos espejos —el uno de pared, el otro de puerta lateral, abierta en ángulo propicio— hacían juego. Y lo que vi, por un instante, fue una figura, perfil humano, desagradable al último grado, repulsivo si no hediondo. Me dio náuseas, aquel hombre, me causaba odio y susto, erizamiento, espanto. Y era —en seguida descubrí… ¡era yo! ¿Le parece a usted que, algún día, iba yo a olvidarme de esa revelación?


Desde entonces empecé a buscarme —el yo por detrás de mí— a la superficie de los espejos, en su lisa, honda lámina, en su lumbre fría. Eso, que se sepa, antes nadie lo había intentado. El que se mira en un espejo, lo hace partiendo de prejuicio afectivo de un más o menos falaz presupuesto: nadie, verdaderamente, se encuentra feo: a lo mejor, en determinada momentos, nos disgustamos por provisoriamente discrepantes de un ideal estético ya aceptado. ¿Soy claro? Lo que se busca, entonces, es verificar, acertar, trabajar un modelo subjetivo, prexistente; en fin, ampliar lo ilusorio, mediante sucesivas nuevas capas de ilusión. Yo, sin embargo, era un investigador parcial, neutro absolutamente. El cazador de mi propio aspecto formal, movido por curiosidad, cuando no impersonal, desinteresada; para no decir el urgir científico. Me llevó meses.


Sí, instructivos. Operaba con toda suerte de astucias: el rapidísimo relance, los golpes de soslayo, la larga esmerada oblicuidad, las contra sorpresas, el amago de párpados, el acecho con la luz de repente prendida, los ángulos variados incesantemente. Sobre todo una inagotable paciencia. Me miraba también, en marcados momentos —de ira, de miedo, orgullo abatido o dilatado, extrema alegría o tristeza. Se me abrieron enigmas. Si, por ejemplo, en estado de odio, usted enfrenta objetivamente su imagen, el odio refluye y recrudece, en tremendas multiplicaciones: y usted ve, entonces, que, realmente, solo se odia a sí mismo. Ojos contra ojos. Lo supe: los ojos de uno no tienen fin. Solo ellos paraban inmutables, en el centro del secreto. Más allá de una máscara, si es que de mí no se burlaban. Porque el resto, el rostro cambiaba permanentemente. Usted, como los demás, no ve que su rostro es apenas un movimiento que, constantemente, causa decepción. No lo ve, porque mal advertido, avezado; diría yo: todavía dormido, sin siquiera desenvolver las nuevas percepciones más necesarias. No lo ve como no se ven, en lo común, los movimientos translativo y rotatorio de este planeta Tierra sobre el cual sus pies y lo míos se apoyan. Si quiere, no me disculpe; pero usted me comprende.


Siendo así, necesitaba yo transverberar el embozo, la visión de través de aquella máscara, a fin de agotar el núcleo de esa nebulosa —mi vero rostro. Tenía que haber una solución. La medité. Me asistieron seguras inspiraciones.


Concluí que, interpenetrándose en el disimulo del rostro externo, diversos componentes, mi problema sería el de someterlos a un bloqueo “visual” o anulación perceptiva, la suspensión de uno a uno, desde los más rudimentarios, groseros, o de inferior significación. Para empezar, tomé el elemento animal.


Parecerse, cada uno de nosotros a determinado animal, recordar sus facies, es un hecho. Lo constato apenas; lejos de mí sacar a repiqueteo temas de metempsicosis o teorías biogenéticas. Sin embargo, de un maestro en la ciencia de Lavater, yo me había enterado en el asunto. ¿Qué le parece? ¿Con caras y cabezas ovinas o equinas, por ejemplo, le basta con echar una mirada a la multitud o fijarse en los conocidos, para reconocer que los hay, muchos. Mi semejante inferior en la escala era, pues, —el ocelote. Me aseguré de eso. Y, entonces, tendría que, después de disociarlos meticulosamente, aprender a no ver, en el espejo, los trazos que en mí recordaban al gran felino. Me empeñé en eso.


Reléveme por no detallar el método o métodos de que me valí y que intrincaban el más rebuscado análisis y estrenuo vigor de abstracción. Aun las etapas preparatorias quitarían el hipo a uno menos pronto a lo arduo. Como todo hombre culto, usted no desconoce el yoga, y ya lo habrá practicado, aunque en sus más elementales técnicas. Y, los “ejercicios espirituales” de los jesuitas, sé de filósofos y pensadores incrédulos que los cultivan, para profundizarse en la capacidad de concentración, a par con la imaginación creadora… En fin, no le oculto haber recurrido a medios un tanto empíricos: gradaciones de luces, lámparas de color, pomadas fosforecentes en la obscuridad. A un expediente me rehusé, no solo por mediocre, sino por falseador, el de emplear otras substancias en el acero y estañado de los espejos. Pero, estaba principalmente en el modus de enfocar, en la visión parcialmente enajenada, que yo tenía que agilitarme: mirar no viendo. Sin ver lo que, en “mi” rostro, no pasaba del reliquat bestial. ¿Lo iba consiguiendo?


Sepa que yo perseguía una realidad experimental, no una hipótesis imaginaria. Y le digo que esa operación hacía verdaderos progresos. Poco a poco, en el campo de vista del espejo, mi figura se me reproducía con lagunas, con atenuantes, casi del todo apagadas, aquellas partes superfluas. Proseguí. Pero ahí, ya decidiéndome a tratar simultáneamente los otros componentes, contingentes e ilusivos. Así, el elemento hereditario —las semblanzas con los padres y abuelos— que también son, en nuestros rostros, un trazo evolutivo residual. Ah, mi amigo, ni en el huevo el pollito está intacto. Y, prosiguiendo, lo que se debería al contagio de las pasiones manifiestas o latentes, lo que resaltaba de las desordenadas presiones psicológicas transitorias. Y, todavía, lo que, en nuestras caras, materializa ideas y sugestiones de otra persona; y los efímeros intereses, sin secuencia ni antecedencia, sin conecciones ni hondura. Careceríamos de días para explicarlo. Prefiero que tome mis afirmaciones por su valor nominal.


A medida que trabajaba con mayor maestría, en el excluir, abstraer y abstrar, mi esquema perspectivo se fragmentaba en forma sinuosa a manera de coliflor o mondongo de buey, y en mosaicos, y francamente cavernoso como una esponja. Y se oscurecía. En ese tiempo, no obstante los cuidados con la salud, empecé a sentir dolores de cabeza. ¿Será que así no más me acobardé? Perdóneme usted el constreñimiento, por tener que cambiar el tono para confidencia tan humana, en reparo a debilidad inesperada e indigna. Pero, acuérdese de Terencio. Sí, los antiguos; se me ocurrió que justamente con un espejo, cercado por una serpiente, representaban a la Prudencia, como divindad alegórica. Abandoné, de golpe, la investigación. Por meses, así, dejé de mirarme en cualquier espejo.


Mas, con el común correr cotidiano, uno se aquieta, se olvida de muchas cosas. El tiempo, en largo espacio, es siempre tranquilo. Y puede ser, también, que encubierta curiosidad me picase. Un día… Perdóneme, no busco efectos de novelista, torciendo, a propósito, en lo agudo de las situaciones. Sencillamente le digo que me miré en un espejo y no me vi. No vi nada. Solo el campo liso, a las vacuidades, abierto como el sol, agua limpísima, a la dispersión de la luz, todo tapadamente. ¿No tenía yo formas, rostro? Me palpé mucho. Pero, lo no visto. Lo ficto. Lo sin evidencia física. Era yo —¿el transparente contemplador?… Me fui. Me aturdí, a punto de echarme en un sillón.


¡Sería entonces que, durante aquellos meses de reposo, la facultad antes buscada, por sí sola, se había ejercitado en mí! ¿Para siempre? Volví a querer encararme. Nada. Y lo que tomadamente me aterrorizó: yo no veía mis ojos. ¡ En el brillante pulido nada, ni ellos se me reflejaban!


Así era que, partiendo para una figura gradualmente simplificada, me había despojado, al término, hasta el total desfiguramiento. Y la terrible conclusión: ¿No había en mí una existencia central, personal, autónoma? ¿Sería yo un…; desalmado? Entonces, ¿lo que se me fingía de un supuesto yo, no era más que, sobre la persistencia del animal, un poco de herencia, de sueltos instintos, energía pasional extraña, un entrecruzarse de influencias, y todo lo demás que en la permanencia se indefine? Me decían eso los rayos luminosos y la faz vacía del espejo —con rigurosa infidelidad. Y, ¿sería así en todos? Seríamos no mucho más que los niños —el espíritu del vivir sin pasar de ímpetus espasmódicos relampagueados entre espejismos: la esperanza y la memoria.


Pero, usted encontrará que desvarío y me desoriento, confundiendo lo físico, lo hiperfísico, lo transfísico, fuera del menor equilibrio de razonamiento o alineamiento lógico —ahora me doy cuenta. Estará pensando que de lo que yo dije, nada sea cierto, nada prueba nada. Aunque todo fuese verdad no sería más que mezquina obsesión autosugestiva, y el despropósito de pretender que psiquismo o alma se retrataran en espejo…


Le doy la razón. Ocurre, sin embargo, que soy mal contador precipitándome en las dilaciones antes de los hechos, y, pues: poniendo los bueyes antes del carro y los cuernos después de los bueyes. Dispénseme y deje que el final de mi capítulo traiga luces a lo hasta ahora aventado, ruda y anticipadamente.


Son sucesos muy de orden íntimo, de carácter demasiado raro. Los narro bajo palabra, bajo secreto. Me avergüenzo. Necesito resumirlos muchísimo.


Aconteció que, más tarde, años, al fin de una ocasión de sufrimientos grandes, de nuevo me enfrenté —no cara a cara. El espejo me enseñó. Oiga. Por un cierto tiempo, nada vi. Solo entonces, solo después: el tenue comienzo de un cuanto como una luz, que se nublaba, poco a poco intentándose en débil cintilación, radiación medida. Me conmovía su mínimo ondear, ¿o estaría, ya, contenido en mi emoción? ¿Qué lucecita, aquella, que desde mí se emitía, para detenerse allá, reflejada, sorpresa? Si quiere, indáguelo usted mismo.


Son cosas que no se deben entrever; por lo menos más alfa allá de un tanto. Son otras cosas, según pude distinguir, mucho más tarde —por fin— en un espejo. Por ese tiempo, perdóneme el detalle, yo ya amaba— ya aprendiendo, sea esto, la conformidad y la alegría. Bien … Sí, vi, a mí mismo, de nuevo, mi rostro, un rostro; no éste, que usted razonablemente me atribuye. Sino el todavía-ni-rostro, casi delineado, apenas mal emergido, cual una flor pelágica, de nacimiento abisal… Y era no más que: carita de niño, de menos-que-niño, solo. Solo. ¿Será que usted nunca lo comprenderá?


Debería o no debería contarle, por razones de tal vez. Descubro, deduzco de lo que digo. ¿Será, si? ¿Palpo lo evidente? Más rebusco. ¿Sería éste nuestro desgonzar y el mundo, el plano —interdección de planos— donde se terminan de hacer las almas?


Si es así, la “vida” consiste en experiencia extrema y seria; ¿su técnica —o por lo menos parte— exigiendo el consciente, el despojar, de todo lo que obstruye el crecer del alma, lo que la sobrecarga y soterra? Después, el “salto mortale”… —lo digo de ese modo, no porque los acróbatas italianos lo avivaron, sino porque necesitan de toques, nuevos aciertos, las expresiones comunes, amortiguadas… Y el juicio problema puede sobrevenir con la sencilla indagación: “¿Llegaste existir?


¿Sí? Pero, está, entonces, irremediablemente destruida la concepción de que vivimos en agradable acaso, sin ninguna razón, en un valle de estulticias? Dije. Si me permite, espero ahora, su opinión, propia, de usted, sobre tanto asunto. Solicito los reparos que se digne darme, a mí, siervo de usted, reciente amigo, pero compañero en el amor a la ciencia, a sus desviados aciertos y a sus tropiezos titubeados. ¿Sí?





Ilustración: John Collier

viernes, 25 de julio de 2025

El ascensor (Carlos María Gutiérrez)

 




Es sábado, anochece y el doctor Federico Elordi está solo en la casa. Por la mañana su socio en el bufete, un contador, le ha dicho que el póker habitual será esa noche en un sitio distinto, posiblemente el apartamento de un norteamericano de la Embajada. Pero todavía no sabe la dirección exacta: la secretaria telefoneará a Elordi. Después han vuelto a revisar juntos, con minuciosidad, los contratos de exportación que deberán seguir a la firma del decreto. Casi todos los generales de la Junta ya han sido aplacados o convencidos: sólo falta el más encumbrado, que es también el más difícil. Por eso vino Gómez Ansaldo desde Roma.


Antes de salir, esa mañana, el contador ha guiñado un ojo cabalístico: que vaya precavido, porque el famoso embajador Gómez Ansaldo, invitado de honor al póker, ha dicho que estará encantado de ver a su viejo condiscípulo Elordi, después de tantos años.


Alicia, siempre callada y con el luto por la madre, se ha ido al chalet de Punta del Este, a vigilar sus rosas obsesionantes. El almuerzo solitario, en la gran mesa del comedor, fue estropeado por la prisa de la cocinera y el mucamo en aprovechar su día libre.


La secretaria aún no ha llamado. La casa vacía desasosiega a Elordi, que no soporta quedarse sin interlocutores y obligado a monologar pensamientos impropios. Una siesta mal dormida lo ha hecho despertar con frío, indeciso sobre la estratagema de la partida de póker, organizada en un lugar seguramente desagradable y con gente que no le interesa ver.


Ese año el otoño en Montevideo es apacible. Elordi ha separado, en su cuarto de vestir,un pantalón de franela, mocasines cómodos, un jersey de cuello alto y ha reservado para la elección final una chaqueta de ante y un blazer azul. Como ama el orden, tiene alineados sobre el tocador, igual que cada día, los objetos confirmatorios: el encendedor Cartier con sus iniciales en laca, la chequera de un banco norteamericano encuadernada en piel, las llaves del BMW , la medalla de consejero de Estado, el lapicero de plata con el que firmó en Washington un tratado, como canciller. Al final de la nítida hilera está el reloj: una delgada caja de platino con la malla florentina cincelada en oro. Sorprendido, advierte ahora que el reloj se ha detenido (por primera vez) y marca las doce. Pero cuando quiere correr las agujas no puede moverlas. Este otro arreglo también deberá esperar al lunes.


En el baño abre el grifo del agua caliente, dejando que el piyama se deslice a sus pies. Examina en el espejo su cuerpo: el vientre enjuto, el sexo sombrío que ha llegado al pacto entre los instintos y la serenidad de los sesenta, el cabello gris sin evidencias de calvicie. Antes de entrar al agua muequea, ejercitando la dentadura intacta y la mirada alerta.


Más tarde, cuando está calmando con resoplidos y breves palmaditas la quemadura del agua de colonia en las mejillas pulidas por la afeitadora eléctrica, cree oír el teléfono en la planta baja y va a atenderlo, anudándose la salida de baño.


El mucamo ha dejado casi toda la casa a oscuras. Elordi desciende guiándose por el resplandor ambarino de una lámpara. El teléfono ha dejado de sonar. En la penumbra todo le parece desconocido: las puertas entornadas que dan a las habitaciones silenciosas, los espacios de los ventanales, el rellano de la escalera, el alfombrado claro y espeso. En el fondo de la sala la lámpara ilumina la mesita con el teléfono mudo; desde la pantalla sube una curva de luz hacia el Vicente Martín recién comprado. Elordi cree en la cualidad milagrosa del dinero, que puede transfigurarse y emerger de la suciedad y la sordidez (como un ser humano aflora en el parto desde la sangre, las mucosidades y la culpa) para convertirse en belleza total, sin rastros de su origen. Con los pies desnudos en la tibieza de la alfombra, vuelve a disfrutar el equilibrio inteligente de la pintura de Martín, los tonos supeditados a la hermosura que no inquieta, la discreta maestría de las figuras que no revelan su secreto. Descubre, sin embargo, un nuevo efecto: la luz hace retroceder los azules hacia la penumbra y los objetos inventados por Martín desaparecen, mientras los púrpuras y los ocres cobran una rugosidad de empaste que antes no estaba y que los transforma en coágulos de una materia indefinida y repugnante, casi orgánica. Más allá de la mancha luminosa, el abismo en sombras de la pared devora la belleza del cuadro. El teléfono suena, agudamente.


La mujer que habla no es la secretaria del bufete, aunque pide a Elordi que anote la dirección prometida. El escribe, extrañado, pero sigue pensando en la imagen de la pared y en que lo sabido a medias es la forma más detestable de la inseguridad. La mujer espacia las palabras y estira las vocales, como si las pronunciara sonriendo. Elordi sabe, súbitamente, que esa desconocida lo odia como nadie lo ha hecho. Pregunta con quién está hablando, cuál es el apellido del anfitrión. No hay respuesta y sólo oye una respiración pesada, que aguarda. Un instante después la comunicación se corta del otro lado.


Elordi recorre la sala a grandes pasos, encendiendo todas las luces. El Martín, los demás cuadros, el ángel salmantino de piedra, lo rodean inmediatamente, de nuevo familiares. Oliendo en sus manos el agua de colonia alemana, va a la planta alta y se decide por el blazer.  Ya vestido, saca un pañuelo de la cómoda, pero el cajón abierto exhala otra vez el aroma de María Isabel y, de pronto, parecen posibles otro viaje con ella a Nueva York, otro invierno. Luego baja a la biblioteca y enciende sólo la lámpara del escritorio amplio. Aparecen las estanterías abrumadas de libros, los diplomas numerosos en sus marcos de caoba, las fotografías de las Naciones Unidas y la OEA. En una mesa baja, junto a las bebidas en sus botellones de cristal, los diarios y revistas extranjeros llegados esa semana esperan el hojeo del domingo.


Elordi llena de scotch un pequeño vaso y lo bebe de un trago. Se sirve otro, esta vez saboreando sin prisa el licor con gusto a humo y a maderas añejas, y deposita el vasito en un estante. Allí aparta algunos libros y mueve el dial de un coffre-fort empotrado. La puertecita verde se abre. Elordi cuenta cien billetes de mil dólares y añade otros uruguayos de alto valor, que son limpios y tersos, sin estrenar, con hermosas filigranas de colores y una escena histórica dibujada por un maestro grabador de Londres, donde los gauchos ostentan fisonomías rudas y honradas de irlandeses. Elordi mete el fajo en un sobre, lo guarda en un bolsillo interior y paladea el resto del scotch,  mirando otra vez su fotografía preferida: Adlai Stevenson y Valerian Zorin escuchándolo interesados, los tres en el sector de la letra U de la Asamblea General, mientras él, con una mano levantada y los anteojos en la punta de la nariz, algo parecido a Anthony Edén, lee la declaración condenatoria de Cuba (“Los dos están muertos y yo no”, piensa.) Ese año había nevado en Manhattan inesperadamente temprano. Entonces fue con María Isabel a Sachs y cumplió la promesa del abrigo de visón. Ella le propuso estrenarlo con un paseo por la nieve del Central Park, como si todavía fuesen novios. Pero era 1962, estaba culminando la crisis de los cohetes soviéticos y Stevenson había citado en su hotel a los delegados confiables más importantes. Por la tarde, Elordi dejó a María Isabel en un teatro y postergaron el paseo de novios para la Asamblea General del año siguiente, sin saber que ya sería tarde.


Ahora Elordi cierra el coffre-fort, repone los libros en su sitio y borra en el estante con el pañuelo las marcas húmedas del vaso y de la nieve del Central Park.


Ha dejado el automóvil, porque el apartamento está en una calle cercana y puede ir a pie. Apenas sale, comienza una llovizna impalpable. Elordi camina con las manos en los bolsillos y la pipa apretada entre los dientes. Sus pies pisan las hojas del otoño y siente en la cara los dedos levísimos del agua. El calor aromático de la mezcla holandesa le pasa morosamente por la nariz. Elordi atisba por un momento una idea de una pureza absurda: que la caminata bajo la llovizna va hacia un lugar donde lo espera alguien que lo ama; al mismo tiempo piensa que la caminata durará siempre y que nadie está aguardándolo. Casi enseguida encuentra el edificio. Una fachada de mosaicos blancos asciende en la noche incipiente, pero entre el follaje callejero se divisan sólo ventanas apagadas y balcones de línea imprecisa. Elordi entra al jardín y por las grandes vidrieras del vestíbulo examina las paredes interiores de color púrpura, el piso de losas negras, dividido por finas líneas de bronce, la soledad de las construcciones caras y modernas. No hay sillones ni plantas; sólo las armoniosas proporciones del espacio vacío y un resplandor severo, difundido desde un punto oculto por la sabiduría del arquitecto. En el rectángulo de mármol negro rodeado de vidrieras que forma su vano, las puertas de cristal y acero se abren sin esfuerzo cuando Elordi las empuja. En las paredes del vestíbulo no hay portero eléctrico ni otros aparatos: las superficies purpúreas están interrumpidas únicamente por los paneles de acero inoxidable de un único ascensor. En uno de los paneles está incrustado un pequeño disco de luz violácea. Elordi lo roza con un dedo y el circuito electrónico franquea el paso. Después de entrar Elordi, los paneles vuelven a juntarse con un rumor de rodamientos invisibles.


Los lados (también de acero inoxidable), el piso de un material negro y flexible, la luz indirecta y los círculos violáceos que indican los pisos en dos hileras horizontales sobre el metal, hacen del ascensor un objeto insólito, que sugieren otros usos. Elordi está vagamente intimidado, pero eso le pasa siempre ante la tecnología que no omite la belleza. Oprime el círculo séptimo. La cabina está tan bien balanceada que el movimiento sólo se nota en la iluminación sucesiva de las cifras.


Elordi experimenta la vieja sensación predatoria, olvidado del otoño exterior, de María Isabel muerta de un cáncer sin su paseo de novios, de la complacencia en debilidades anacrónicas. Desea hallarse de una vez en la mesa de juego, desea que llegue la medianoche. A esa hora, convenida ya por los socios, habrá evocado con el embajador Gómez Ansaldo la infancia y rescatado sus fragmentos compartidos: el aula olorosa a incienso en el colegio de la Sagrada Familia, con el ruido de la lluvia sobre los techos y un Cristo de tamaño natural, lívido entre hilos de sangre, que colgaba de clavos de verdad en la enorme cruz de la pared; los profesores de rostros olvidados, que reaparecían a veces, como recuerdo odioso, en la ojeada a un aviso fúnebre; los alumnos Gómez y Elordi sorprendidos en un retrete, con las manos culpables, por el Hermano Antoine. Ese año, antes de los exámenes, Elordi ya había verificado que el alumno Gómez era un muchachito triste, despreciado por casi todos los condiscípulos, hijo de una familia arruinada de notables y que su gran corbata de luto era por el padre, un político joven muerto en un duelo famoso. Y ahora, avisado por las historias del contador, se dio cuenta también de que aquel niño con acné, dedos sudorosos y olor a leche agria, cuya corbata negra se le acercaba mucho a consultar su cuaderno, además de medio hermano del general difícil siempre había sido marica.


Los cien mil dólares están en su bolsillo y las apuestas del contador completarán el precio; en realidad, poco, porque en el subdesarrollo todo se abarata. A medianoche el niño marica, ya obeso y con el pelo teñido, estará sentado frente a Elordi y al contador, los demás, viejos compañeros de juego y comprensivos colegas de negocios, habrán abandonado, aparentemente excedidos por el pozo. Cuando las grandes fichas de nácar hayan sido empujadas al centro de la carpeta, Elordi bajará sus cartas perdedoras y dirá una sola palabra, como un ensalmo; el contador lo imitará tendiendo su pobre baza y el embajador, con los dedos siempre sudorosos, expondrá su mano ganadora y recogerá con lentitud las fichas. El decreto será firmado el lunes por el general.


De todas maneras, hay que esperar a la medianoche para que las caminatas por la nieve o por la lluvia del otoño se conviertan al fin en tentativas ridículas; para que la seguridad de la riqueza y el poder sea definitiva, para que no importe el desprecio de la hija solterona y consagrada a sus rosas (que no le habla desde que él entró al Consejo de Estado). Dentro del Lancia con placa diplomática estacionado bajo los pinos del Pincio, el chulito romano recibirá su Rolex, consuelo de la breve separación. Besando la mano de la esposa del general difícil en el foyer del teatro Solís, Elordi comparará objetivamente, ya sin recuerdos inútiles, el nuevo tapado de piel que lleva la generala y el visón de Manhattan que María Isabel nunca estrenó. Ahora, con la mirada fija en los círculos violáceos, imagina esa purificación del dinero transmutado, pero como no quiere pensar a solas, ensaya en voz alta el ensalmo de la medianoche. “Paso.” Dice la palabra y los paneles de acero inoxidable se abren, con su rumor bien lubricado, sobre una oscuridad absoluta.


Elordi se apresura a salir, para orientarse al resplandor de la cabina, pero a su espalda el ascensor se cierra con un eco sordo, llevándose la luz. Ciego, Elordi explora la pared, la superficie de las puertas sin disco de llamada y por último, empieza a golpear los paneles, que retumban inexpugnables. Después se le ocurre que los ruidos de la reunión podrán guiarlo y aguza el oído, pero no hay tintineo del hielo en los vasos, o conversaciones; ni siquiera algún sonido desde la calle o el reflejo de una ventana, o la línea luminosa en el umbral de una puerta. Por un instante Elordi cede a su desconcierto, inmóvil, con las manos apoyadas en los paneles fríos que son su única referencia confiable. Rechazando un temor que lo ha escalofriado fugazmente, saca el encendedor y da un paso adelante, al tiempo que su pulgar va a producir la llama. En esa fracción del acto, una noción repentina e inverosímil lo paraliza: su pie que avanza no encuentra el suelo, desciende en el vacío sin posibilidad de detenerse, arrastra a la pierna y al cuerpo sorprendido sin apoyo. El encendedor se le escapa de las manos y Elordi divide su voluntad en dos acciones reflejas y simultáneas: su cuerpo, que no quiere morir, realiza un esfuerzo salvaje y tira del pie con todos sus músculos y nervios, las arterias del cuello a punto de estallar, y logra estabilizarse; su mente, entrenada sólo para lo lógico, rechaza la idea absurda y desautoriza la evidencia de los sentidos. En un fondo lejanísimo, allá abajo, oye el choque tenue del encendedor contra una superficie dura y permanece rígido en la oscuridad, con los pies juntos, sin parpadear. Gotas de sudor le resbalan por la espalda, con una frialdad diminuta. Las puertas del ascensor son su único dato cierto, pero cuando tantea hacia atrás, ya no las encuentra. Rechaza esa irracionalidad odiosa, porque el suelo sigue al menos bajo sus pies, innegable. Tiene la cara y el pecho empapados por una transpiración que le sala los labios y le arde en el roce del jersey, pero aguarda a que se calme un poco el pulso tumultuoso de la garganta y después se atreve a deslizar el pie derecho, primero hacia adelante sin levantarlo, haciéndolo reptar en zigzag. Repite la operación hacia los costados y hacia atrás; el otro pie cumple los mismos movimientos. Luego las manos giran metódicamente, explorando el vacío. Elordi descansa entonces unos segundos, flexiona las piernas con lentitud y queda de rodillas. En esa posición va palpando el suelo, deteniéndose estremecido cada vez que verifica inexplicables aristas irregulares donde termina el piso, cuyo material de poca consistencia se le desgrana entre los dedos. Desviando el cuerpo en períodos de paciencia infinita, se desliza sobre pies y manos, centímetro a centímetro y al fin su mejilla roza una superficie fría y ya familiar: las puertas del ascensor están en su sitio, o han vuelto a estarlo. Incorporándose, Elordi permanece de pie, el rostro y el vientre obstinadamente adheridos al acero, los brazos extendidos indagando con cuidado la pared que debía circundar las puertas. Entonces, lo que por fin puede comprender le produce un relámpago de horror y al mismo tiempo la aceptación, como en los sueños, de ese horror. Mientras va cayendo otra vez de rodillas, Elordi se deja invadir por una conclusión atónita, a la vez sublevante y justa, que no puede refutar pero tampoco lo quiere. Las paredes y el piso han desaparecido; sólo permanecen los paneles del ascensor y la especie de comisa donde él se agazapa, terminada en un borde anfractuoso que da al abismo. El vacío sin límites y la oscuridad rodean por todas partes ese islote incomprensible de materia, residuo de la realidad aniquilada. La luz, el sonido, las evidencias de la vida han cesado, sustituidos por su negación: el viejo temor elemental de las tinieblas y el silencio. Un olor fétido parece venir del vacío impredecible, hasta que Elordi descubre que es su propio sudor. Fuerza la parálisis de la lengua para oírse hablar al menos, pero no puede organizar ninguna idea. Ordena trabajosamente a sus labios un nombre de mujer que le viene del pasado, pero antes de llegar a formularlo lo olvida. En cambio, advierte que otra palabra va contrayéndole los músculos de la boca y se oye repetir “perdón”, sin entender el significado de los sonidos, que se transforman en un hipo ahogado por la saliva. Acurrucado contra la puerta infranqueable, empapado, dormita sin medios para calcular el tiempo. Una de las veces que despierta, huele una variante de la fetidez que lo envuelve: un vaho amoniacal que no reconoce. Sólo al remover un pie en el zapato encharcado, advierte borrosamente que está orinándose.


El industrial y abogado Federico Elordi, viudo, ex ministro de Relaciones Exteriores, consejero de Estado por designación directa de las Fuerzas Armadas, empieza a llorar en silencio. Las lágrimas y los mocos le resbalan por las comisuras y el mentón, mientras palpa con manos temblorosas (y ya ajenas) su entrepierna anegada y luego refriega los dedos contra sus ojos ciegos, trasladando a los párpados ardientes y apretados -bajo los que se suceden imágenes ocres y purpúreas sin sentido- y al rostro desfigurado por el espanto interminable, la elasticidad tibia de las mucosidades y la culpa, la humedad acre de la orina, la certeza de una condena, la imposibilidad de apelarla.





Ilustración: Llewyn Davis

jueves, 24 de julio de 2025

Perón en Mataderos




 




Si recuerdo esto es porque escribo sentada en mi silla de madera con un almohadón viejo que aún cree darme comodidad, y no tengo la valentía de desengañarlo. La máquina de escribir se ha detenido para que mis dedos descansen, y giro la cabeza hacia el ventanal del balcón. La gente pasa por la vereda de enfrente: a un chico casi lo atropella un colectivo, la madre discute con el chofer, los pasajeros protestan por el retraso, las bocinas suenan y resuenan desde los coches atascados. Escucho las conversaciones de los vecinos del edificio que se han asomado a los balcones. Es mediodía y todos salen a la calle: los chicos de las escuelas, los hombres de las oficinas, las mujeres a comprar.

     Vuelvo la vista a la máquina de escribir, y el barullo de la calle se enturbia y se metamorfosea, no sé por qué motivo, en el recuerdo que tengo impregnado en mis huesos y sale hacia mis manos. Pero antes de teclear, las miro y pienso en mi padre y en su costumbre de acariciarme la cabeza con su mano izquierda mientras me tenía sentada en sus rodillas y mi espalda apoyada en su pecho. Nuestras miradas se dirigían hacia el mismo sitio: la luz que entraba por la puerta de la casa de Mataderos donde vivimos hasta que yo tuve diez años. Era una costumbre de todos los domingos por la tarde, a veces en silencio, otras contándome anécdotas que casi siempre eran las mismas, modificadas por esa elocuencia que siempre hacía nuevo lo que contaba una y otra vez. Pero yo hacía como que no recordaba y no decía nada, así como había aprendido a evitar tocar o mirar su mano derecha.

      Mamá se sentaba en una silla en la vereda a tomar mate, y se volvía para mirarnos, invitándonos. Pero mi padre era ensimismado y retraído. Ella me había contado que no siempre había sido así. Le pregunté desde cuándo, ella me miró, como calando mi capacidad de comprensión, y dijo: desde poco antes de que nacieras.

        Más adelante, cuando supe discernir entre las personalidades de mis padres, llegué a ubicar cada objeto en el extraño rompecabezas que constituye la trama de cada familia. Mamá era extrovertida, pero sumamente desconfiada. Había sido educada en un ambiente de maestros de escuela pública, sometida a los rigores del hambre de los fines de mes y a las largas y casi siempre infructuosas esperas en los hospitales, mientras ella leía en los libros que sacaba de la biblioteca del barrio y devolvía a veces sí, a veces no, porque la bibliotecaria hacía la vista gorda ante esa nena que apenas pasaba de los diez años y leía a Sarte o a Marx. ¿Si entendía algo? Lo supe al escucharla hablar mientras revolvía la olla, esperando que papá volviera del trabajo y mientras yo hacía mi tarea en la mesa de la cocina.

     Era delgada, de cabello lacio y rubio ceniza que ataba en una cola de caballo desprolija y a veces con pequeños grumos de harina que se habían desprendido de sus manos que poco antes habían estado amasando.     

      Era expansiva y sonriente, pero también se ofuscaba por las frases ambiguas e inocentes de mi padre. Porque él era diferente, tímido a veces, demasiado confiado casi siempre, con una cara de ángel que embaucaba a las modistas y a las almaceneras, según decía mamá, pero que se dejaba engañar por sus compañeros de trabajo, por los mecánicos que arreglaban el viejo Fiat cada dos por tres, o por el mismo gobierno.

      Perón era presidente por ese entonces. Yo aún no había nacido, estaba en la panza de mi madre, de siete meses de embarazo. El país era una flagrante contradicción, según ella contaba en la mesa mientras comían. Él llegaba del matadero donde trabajaba desde hacía quince años. Mi padre tenía treinta o treinta y uno, había empezado muy joven, pero nunca había ascendido más que a jefe de sección cuando algún otro se ausentaba porque se había cortado los dedos o lo echaban. Eso era lo que mamá le recriminaba: la conformidad, la falta de osadía. Ella no era peronista, al contrario, aborrecía lo que llamaba demagogia e hipocresía. Había leído el diario de la mañana en la carnicería mientras compraba, o a veces, cuando tenía tiempo, se sentaba en un bar y leía libros que apilaba sobre la mesa hasta la noche, cuando miraba el reloj con la propaganda de Cinzano sobre la pared mugrienta y se asustaba de lo tarde que era. Su marido regresaría del trabajo y la cena aún no estaba preparada.

      Mi padre, sin embargo, iba y venía del matadero sin protestar. Muy raramente lo escuché refunfuñar mientras me llevaba de la mano desde la escuela, cuando me pasaba a buscar luego de salir del trabajo. Yo era la última que se quedaba esperando sentada en un banco de la escuela, sola cuando a todos los demás chicos ya los habían venido a buscar. Yo exploraba la llegada del mío por la vereda, al principio ansiosa, luego ya resignada, y más tarde deseando que tardase, porque leía un libro que la maestra me había prestado. Lo veía llegar medio encorvado, con su mameluco manchado de sangre.

      ¿Qué sucedía en el matadero municipal? Yo lo sabía muy bien, papá me había llevado a mirar desde la puerta: los hombres que iban y venían cargados con reses sobre las espaldas, los ganchos de metal que sonaban como cadenas del infierno de Dante, el olor de la sangre, a veces dulce, a veces agria, y el aspecto que la grasa daba a todo el lugar, como si tiñera la luz con un vaho denso y resbaladizo en el que era fácil perderse y caer. ¿Quién podía estar seguro, me preguntaba, que un hacha cualquiera no confundiera la débil carne del hombre con la inocente carne de una res? El tamaño se confundía entre los vahos de esa grasa que era una especie de lubricante para facilitar los caminos a las zonas más tristes del hombre: el recuerdo que se confunde con la tragedia.

      Pero mi padre llegaba a la puerta de la escuela, palmeaba y la portera le abría con desgano y enojo.

     - ¿Cómo le va, doña Eufemia?

     Y la otra lo esquivaba sin contestar, con el asco que yo adivinaba mientras recogía mis cosas y caminaba luego por el pasillo oscuro hacia la luz de la vereda, donde el cuerpo de mi padre era un bastión que negaba la pesadumbre y el abandono, pero cuya esencia no entendía. El olor de la sangre traía el recuerdo de las hachas y el ruido del motor de las sierras que se escuchaban desde varias cuadras. Mi padre era un obrero del infierno, un portador del crimen de las costumbres. Pero su mirada era la de un ángel protector. Así sentía yo su mano cuando nos encaminábamos juntos hacia casa, saludando a un lado y a otro a los vecinos y los dueños de negocios que dejaban pasar la tarde como quien deja pasar la vida, cruzados de brazos en los umbrales.

     No era peronista, sólo se plegaba a lo que pensaba la mayoría, como todos lo hacían en esa época, o como casi siempre lo hacen los que tienen mucho que perder. Sus ideas, cuando las expresaba en la cocina de nuestra casa, eran similares a la de maná, aunque no supiese explicarlas de la manera adecuada. Sin embargo, su personalidad los hacía diametralmente diferentes, y lo que yo al principio creía una contradicción, era simplemente el efecto complementario de la atracción de los sentimientos. Él hablaba casi entre dientes, y a veces luego de llevar el tenedor a la boca con tallarines enroscados. Contemplaba todos los aspectos de la cosa política: justificaba los gremios, comprendía las intenciones del presidente, toleraba a regañadientes las tramoyas y lo que mi madre llamaba las concupiscencias de los gobernantes. Desde el presidente, decía, hasta el capataz de la fábrica, todos piensan en sí mismos, únicamente. ¿Ella era comunista, en ese entonces? Creo que era librepensadora, y en toda época de fanatismo y caudillismo los límites son muy fáciles de confundir, y por eso son clasificados por el gobierno de turno como quien ordena los muebles de una casa. Se tapian puertas, se cubren manchas y se ocultan los agujeros en el piso.

       Mi padre, sin embargo, era un ingenuo. Para mi madre esos eran los más peligrosos, y tal vez por eso se había enamorado, como quien dice que los polos se atraen, o tal vez porque la extrovertida valentía de ella se complementaba con la aparente pasividad de su marido. A veces me pregunté si era una relación de protectora y protegido, si la superioridad intelectual de mi madre -que también la hacía rebelde y a veces fría, regañona e intolerante- dominaba la parsimonia y la sumisión de mi padre. Pero en él llegué a vislumbrar, como ella debió hacerlo en las noches cuando el mundo desparecía y la cama que compartían era una isla en medio de un océano desolado por hambre y guerras, la lucha interior de mi padre: los ojos que no lloraban, casi, con la congoja insobornable de quien se sabe vencido desde siempre, pero cuyo fracaso era un arma al que había sacado filo durante años y años, en cada rato libre otorgado a la servidumbre. ¿Era ese el filo de sus cuchillos en el matadero? ¿De quién era la carne que cortaba? ¿El carnero del sacrificio o tal vez el simulacro de regicidio?

     Mi madre leía la ira en la mirada de su marido, tras la simple ornamentación de los sumisos y la crespa lana del cordero, la ira era similar a una idea tan fuerte como la expresada en los libros de filosofía y de política. Era más fuerte, lo sabía, por lo menos en el instante y la circunstancia, durase ésta una hora o varios años, según la Constitución y el capricho de los hombres lo determinase. Los ojos de mi padre brillaban en la oscuridad, sobre todo en esa época. Ella me contaba así, con una congoja que me lastimaba mientras dormíamos la breve siesta antes del ajetreo de la tarde. Yo sentía el amor que tenía por su marido en esa tristeza que es la esencia del amor. La alegría es pasajera, la tristeza es el continuum inquebrantable, lo que perdura y le da sentido.

      Lo imagino hablar en esos tiempos, apenas levantando la vista del plato, a la vez tímido de la mirada de su esposa a quien consideraba más inteligente y fuerte. El pelo crespo y oscuro, con rulos duros que continuaban en su barba que apenas tenía ganas de afeitarse cuando regresaba a casa, porque en las mañanas se levantaba a las cuatro y apenas salía con un par de mates en el estómago, y un pan que iba desgajando y comiendo mientras caminaba hacia el matadero. La barba oscura de varios días, el aliento a tabaco, el cuerpo de brazos anchos y pecho hirsuto, y la mirada ingenua de un ángel destructor.

 

       Por ese entonces se había anunciado la visita de Perón al barrio de Mataderos. Los vecinos estaban entusiasmados, me contó mamá. No se hablaba de otra cosa en cada negocio que visitaba, y la paraban en la vereda para jactarse de esa visita extraordinaria, porque conocían sus ideas y lo que ella pensaba del gobierno, todo lo cual iba a contracorriente del pensamiento popular de esa época. Ella se callaba la boca y escuchaba con resignación, porque luego de la primera discusión se dio cuenta que era inútil volver a casa con los brazos cansados después de sostener las bolsas de las compras durante una discusión de una hora o poco menos.

     Es que el presidente venía a contrarrestar con su presencia los rumores dispersados por la prensa en relación con varios asuntos que comprometían al matadero municipal. Todo había comenzado varios meses antes, durante el verano, cuando se encontró el cuerpo de una prostituta entre los residuos de las reses que iban al crematorio. Parece que el camionero que subía los huesos y las bolsas de carne podrida se puso a espantar a los perros que ladraban y buscaban aprovechar algo de lo que se caía del camión, y que se empezaron a pelear. No era raro, por supuesto, pero justo estaban estorbando el paso, así que con patadas y con palos intentó apartarlos. Pero uno se quedó mirándolo, y entre los dientes sostenía la piel de lo que parecía una cabeza humana. Dicen que el camionero miró a todos lados, y no viendo a nadie, intentó acercarse al perro, tal vez para agarrarla y deshacerse de ella. Pero el animal huyo con su presa. Pocos minutos después, el vigilante del barrio llegaba con otros dos. Habían matado al perro y traían una bolsa negra. La tiraron en el piso cerca del camión y la vaciaron: el cuerpo del perro estaba aún con los dientes sobre una de las orejas de la cabeza.

     El camionero se agachó y separó la mandíbula con una sierra. No era el vigilante de siempre, el viejo que estaba desde hacía veinte años vigilando la entrada y salida de las reses, panzón, cansado, y fumando los cigarrillos que compraba caros gracias a las coimas.  Entonces no habría pasado nada. Era otro, más joven y con el uniforme limpio, delgado y con mucho pelo bajo la gorra.

      Vino una ambulancia de la morgue, otros policías, y el matadero se cerró todo el fin de semana. El lunes la prensa anunciaba el hallazgo del cuerpo desmembrado de una prostituta entrada en años. La conocían desde mucho antes porque rondaba el barrio todas las noches, y los que la veían vestida de ama de casa en las tardes, comprando cosas para preparar la cena del hijo que la esperaba en la pensión de la calle Charcas, sabían quién era, pero también sabían que el chico, de catorce años, se parecía  a un mono estúpido, que apenas caminaba, y cuando lo hacía era para escaparse y desaparecer dos o tres días, cuando la policía lo traía de vuelta cubierto de mugre y saliva.

     Al fin de cuentas, era una prostituta, y el tema fue cayendo en el olvido. Dijeron que al chico se lo llevaron a un hospicio, le pregunté alguna vez a mi madre qué podría ser de él. Me miró extrañada, pero sabía que yo sentía curiosidad por esas cosas. Se encogió de hombros y dijo: deben haberlo llevado a un circo.

      Después, a principios del invierno, surgieron otros problemas para el matadero y para el gobierno que lo sostenía. Los cogotudos, como decía el presidente, de la Sociedad Rural, habían denunciado unos chanchullos en los negocios del ministerio. Se privilegiaba a ciertos proveedores en desmedro de los que desde más de cien años antes ofrecían los mejores productos del campo. Eso decían, eso objetaban. No hubo caso. La prensa opositora se esmeró en combatir al gobierno todos los días: se publicaban números fehacientes, y desde las bancas del senado se protestaba y se discutía acaloradamente. Los grandes estancieros no se amedrentaban por los gastos de su campaña, y así, al señor presidente le aconsejaron que retomara el contacto con el pueblo, del cual, si no lo había separado el sentimiento, sí se había visto amilanado por la falta de contacto más estrecho. Es que a veces le es necesario al obrero ver que el hombre al que adoran no es un dios sino también un hombre que tiene manos con artritis y con caries en los dientes que le sonríen. Y entonces aguanta un poco más. De Dios uno se cansa, como se cansa uno de repetir las cosas a un sordo, pero a un hombre que vela y sufre, uno le renueva su confianza.

     Eso era lo que mi madre no entendía, ensimismada en sus ideologías y teorías sociales. Su sentimentalidad debía pasar primero por el cerebro antes de conmover su corazón. Y la vía inversa le resultaba incomprensible, causa de estragos y desastres. Ella justificaba la violencia de las revoluciones basadas en premisas certeramente pensadas, pero la guerra desde el corazón le parecía estúpida, y la que nacía de la ambición, como la de todos esos políticos, ignominiosa.

     La semana anterior a la llegada de Perón, se arreglaron algunas veredas y los frentes de las casas de las calles por donde haría su recorrido. Pintaron el edificio municipal y el frente del matadero, porque por dentro no podía hacerse mucho, sólo tapar ciertos pozos y tapiar puertas que pocos sabían a dónde conducían.

      ¿Mi padre estaba contento? No era partidario, quien estuviese en el gobierno no le importaba demasiado. Compartía la alegría de sus compañeros, fuese sincera o no, simplemente por dejarse llevar por la corriente. Escuchaba las diatribas cada vez más exaltadas de mi madre durante la cena a medida que se acercaba el día señalado, ya que no podía agarrárselas con las vecinas, se descargaba con mi padre.

      -Te va a hacer mal- le decía él, masticando en tanto hablaba. Ella tenía un embarazo avanzado y esa exaltación no le hacía nada bien.

     Mamá miró al techo, como lamentándose otra vez de la ignorancia de los hombres. No se preocupaba de las cuadras que debía caminar con las pesadas bolsas de las compras, ni de las peleas de los regateos, ni de los vaivenes de las veredas rotas o de los colectivos que no la respetaban al cruzar, ni tampoco de la fuerza que hacía al lavar la ropa o del edema de las piernas luego de estar horas limpiando o parada junto a un horno caliente. Nada de eso hacía mellas en su estado, solamente lo hacía el hablar y enojarse. Pero las palabras de mi madre eran sabias porque estaban preñadas de libros no nacidos, eran discursos que mi padre reconocía, y por eso tal vez, su parsimonia frente a ella, la sumisión del que se sabe intelectualmente inferior, pero aun así se atreve a amar el cuerpo y el corazón de quien así le habla; y de su mente, ya es otra cosa. Uno puede amar la inteligencia de otro, enamorarse de ella, pero esa mente responderá con una lógica exenta de toda sinrazón. La admiración puede ser más adecuada, pero a veces es tan fría como indiferente. La mente de mi madre, sin embargo, amaba luego de razonar, y por eso era tan sincero y escaso ese amor, no en intensidad, sino en cantidad. Amaba a mi padre no como a quien debía enseñar o proteger, sino como el igual contrario. Lo veía, quizá, parado en el pico de una montaña, desde el pico de otra montaña. El abismo entre ellos era insalvable, por cierto, pero la unión a veces no necesita un lazo físico, sino simplemente la identificación.

     Desde cada lado de la mesa se hablaban poco, se miraban en silencio la mayor parte del tiempo, se admiraban cayendo luego en el sendero de la comprensión mutua. Una mesa los separaba como cientos de kilómetros llenos de nieve y rocas. Una mesa de madera endeble que fácilmente podía ser hecha pedazos. Pero por nada del mundo querían destruir la inquebrantable distancia que los unía.

 

     Llegó el día, y poco había sido preparado a gusto de los organizadores. El entarimado donde el presidente emitiría su discurso estaba a medio terminar esa mañana, y debieron sumarse los hombres del gobierno. Los asientos para la prensa eran exiguos, porque así había sido decidido. Sólo se permitiría la trasmisión por la cadena nacional y los periodistas de la prensa oficial. Éramos un barrio más de la capital federal, pero casi parecía que se tratara de un municipio aparte lejos del centro. La indiferencia y el descuido hacían más que la distancia, decía mi madre, mirando desde la puerta de casa, con los brazos cruzados sobre el vientre y el delantal de cocina hecho un bollo en sus manos. Miraba a la gente pasar, con sorna y desprecio, y de esa manera se desquitaba de que su marido fuese obligado esa manera a levantarse aún más temprano, a ducharse y afeitarse cuando no tenía ganas de hacerlo, -y hasta se había cortado con la navaja en un momento en que se le cerraron los ojos de sueño frente al espejo-. Ella escuchó la puteada desde la cama y se levantó. Vio el corte, lo curó y le dio un beso. No, no estaba enojada porque él debía ir.

      Las calles estaban repletas para el mediodía. Los organizadores habían logrado poner vallas en los cordones para que el auto oficial pasara con Perón saludando desde la ventanilla. Mamá vio pasar cuando se hizo un espacio entre la gente acodada en las vallas de madera, al auto del presidente y al presidente mismo, con el brazo fuera de la ventanilla y la misma expresión de siempre, aunque se veía viejo y cansado. Extrañaba a la mujer, probablemente, pero ella había hecho mucho más por el país luego de morirse. Eso era lo que casi todos pensaban, aunque nadie lo reconociera. El auto siguió su camino hacia el matadero, donde el trabajo había sido detenido y los obreros, limpios y atildados, esperaban en filas uniformadas como chicos de un colegio. Su marido estaba entre ellos, sin bandera ni signo alguno de mérito o distinción. Era uno más, pero ella alcanzaba a imaginarlo en la distancia de cuadras y gentío, tras las paredes donde se morían las reses que alimentaban las ambiciones del país.

      El auto había llegado a la puerta, los periodistas se acercaron con respeto al presidente pero los guardaespaldas los empujaron. Hubo muchas fotos, pero sólo se conocieron después algunas pocas en la prensa. Perón no era muy alto, apenas de estatura mediana, algo encorvado ahora y con ojeras que no le favorecían. Estaba perdiendo poder, y este acto era una de las clásicas brazadas del ahogado. Salir de la Casa Rosada, caminar las calles y veredas de un barrio que ya había olvidado, entrar en un edificio lleno de mugre, donde la sangre embadurnaba las paredes y los huesos eran amontonados en los rincones. Donde le olor de la lejía era vencido a cada hora de cada día del año. Y donde los hombres no eran hombres sino animales que hablaban y escuchaban, y por eso hacían lo que hacían. Los hombres por los que supuestamente había subido al máximo poder de la nación, y por los que se decía que había firmado leyes, decretado órdenes, propuesto mejoras, y obligado a muchos a hacer lo que no querían para beneficiar a muchos otros que tampoco sabían lo que querían. Si ellos supieran, tal vez pensaba el presidente mientras saludaba uno por uno a los trabajadores del matadero. Sentía la callosidad de sus manos en sus manos. Veía la sonrisa ambigua a veces, ingenua otras, extasiada en la mayoría cuando él los miraba a los ojos y sonreía con su legendaria sonrisa plasmada en cientos de fotos y películas. El temblor de los obreros que por fin tenían enfrente al hombre que decían fue el único en la historia que trabajó por ellos.

     Y cuando llegó a donde estaba mi padre, quizá sintió la fuerza de sus manos, o tal vez los organizadores pensaron que ya era tiempo de terminar con una nota amable esa visita de cortesía, y hallaron en papá al obrero típico: joven, fuerte y de rasgos varoniles.

     Entonces Perón, luego de estrechar su mano y sin soltarla ni dejar de sonreír, le preguntó:

     -Usted, mi amigo, ¿qué trabajo hace?

     Más tarde, cuando mi padre le contó a mamá cada paso de lo que había sucedido, ella se echó a reír por la obviedad de la pregunta.

     -Carneo…señor…presidente.

     Nadie se rio hasta que Perón lo hizo.

     -Nada de señor presidente, mi amigo, acá soy uno más de ustedes. Llámeme Perón…

     -Sí, señor…. digo…-intentó decir mi padre.

     -No se haga mala sangre, mi amigo. ¿Y cómo es su nombre?

     -Benjamín Tejada, señor…Perón.

     Los que escoltaban al presidente se sonreían, y los obreros los miraban.

     -Me imagino que debió ser el más chico de su familia, ¿o me equivoco?

     -No, señor… soy el menor de nueve hermanos, todos varones.

     Perón levantó los brazos y casi gritó, jubiloso:

      - ¡Vean ustedes, queridos, lo que es este muchacho para el país! Un obrero ejemplo de familia y trabajo, por gente como él hemos luchado durante años y años. Si mi Eva te viera, mi amigo, querría conocer a tu esposa y a tus hijos, porque supongo que los tendrás, ¿no?

     El presidente era todo broma y contento, y esa familiaridad comenzaba a preocupar a los que lo escoltaban. Y la preocupación se tornó severa cuando escucharon al presidente decir que quería visitar la casa del obrero.

     “Pero señor presidente”, dijo uno de traje gris al oído de Perón. “Pero qué carajo ni ocho cuartos, yo sé lo que hago”. El presidente estaba en vena de popularidad, o quizá de intentar recuperarla. Muchos decían en esa época que no había sido solamente la causa abierta por las denuncias de la Rural, sino las raíces que se extendían peligrosamente hacia el gobierno, y hacia su propia casa, y lo que era peor, hacia la imagen que la historia tendría de él. ¿Acaso le preocupaba precisamente eso? A medida que se envejece, hay un detrimento de lo práctico e inmediato, que son resultados de la fuerza y de la juventud, y reaparece el idealismo de un adolescente que desea mucho y puede poco. Pero el idealismo de la vejez es consciente de su fin, y por eso no hace más mella que quien golpea en el vacío.

     -Pero señor, yo no soy digno de que entre en mi casa.

     Esas fueron las palabras exactas de mi padre. Mamá no me permitió olvidarlas, porque en su opinión eran antológicas. La mezcla de sarcasmo e ingenuidad que ellas representaban en medio de tal situación, y en especial a quien fueron dirigidas, la hicieron admirar, y por lo tanto amar más, a mi padre. Confirmó en ese tiempo lo que sabía de muchos antes, que la inteligencia de mi padre era intuitiva, y supo ella apreciar otra cosa quizá más grande que la sabiduría de la razón de los libros, y que era la inteligencia poética.

     Dicen que Perón primero se quedó con la boca abierta, pero enseguida reaccionó alzando otra vez las manos y abrazando a mi padre. Las fotos revelan ese abrazo como un canto del cisne del presidente: el signo más representativo de toda su vida política.

       Los colaboradores se miraron sin saber qué hacer cuando escucharon la respuesta. ¿Arrestar al obrero? Ni hablar de eso. Censurar toda esa conversación en la prensa, por supuesto. ¿Pero cómo obligar a todos los otros obreros a callarse la boca? ¿Y quién podía decir que nadie lo había escuchado desde la calle? Había chicos que daban vueltas sin ningún control, y pronto repetirían todo en sus casas.

      Mi madre me contaba todo esto con orgullo.  “Imaginate”, me decía, “que un obrero repitiera esas palabras a un hombre que en sus mejores tiempos se había peleado con el clero hasta el punto de que se quemaran iglesias en esos años. ¿Pero qué iba a hacer sino seguirle la corriente a tu padre? Era un viejo acorralado. Enojarse habría sido como poner la cabeza en la picota para que se la cortaran antes de tiempo la oposición o los militares, que ya se veían venir. Hizo lo más inteligente, se escondió en la muchedumbre que siempre pensó que lo salvaría, pero ya era demasiado diferente para pasar desapercibido. Un lobo no es bien recibido en el rebaño por más que se disfrace de oveja. Ellas huelen la diferencia.”

      -Vamos, mi amigo-dijo Perón, pasando un brazo por encima de los hombros de mi padre.

      - ¿Va a caminar, señor presidente? -preguntó el mismo hombre del traje gris.

      Perón lo pensó mejor.

      - ¿Vive muy lejos, mi amigo?

      -A siete cuadras, señor...

      Perón se rio. Miró al cielo sobre el patio descubierto del matadero. Estaba frío pero despejado.

      -Vamos caminando, mi amigo.

      Todos se miraron, nerviosos, pero la comitiva inició esa especie de procesión por las calles. Los policías apartaban a la gente que estaba más bien curiosa que extasiada. No comprendían qué pasaba. Diversos rumores se formaron en las veredas. Unos decían que condecorarían a mi padre, otro que lo llevarían preso, pero nadie conocía las causas, así que las inventaron, y éstas fueron transmitidas a la prensa al día siguiente.

      Llegaron a casa. Mi madre ya había entrado y estaba sentada a la mesa de la cocina zurciendo una camisa de mi padre. Había escuchado el tumulto desde unos minutos antes pero no le hizo caso. Cuando levantó la vista a la puerta de calle, lo vio entrar y empezó a decir algo con cara ofuscada, pero de pronto vio a los guardaespaldas entrar a la cocina y revisar las alacenas y mirar bajo la mesa, y hasta le quitaron el cesto de costura con las agujas. Estaba asustada y creía que era un robo, y entonces vio a Perón entrar con su eterna sonrisa y acercarse a ella extendiéndole la mano. Ella se quedó boquiabierta, pero reaccionó respondiendo al saludo en silencio. Perón tomó su mano y la besó obsequiosamente.

     -Le pido mil perdones por esta falta de respeto a su hogar, mi querida señora, pero son medidas a cuya humillación me obliga este puesto en que mi querido pueblo me ha llevado.

      -Está bien-dijo ella, todavía tímida y asombrada. Ya estaba pensando, seguramente, en cómo recriminar a su marido.

      -Le he pedido a su esposo que me trajera a conocer su hogar, y veo que usted lleva la esperanza de nuestra patria en su vientre, señora. Me enorgullece tremendamente la patria obrera. Miren señores-dijo dándose vuelta hacia los periodistas que habían entrado. - Observen lo que ha logrado nuestro esfuerzo de tantos años. Si casi se parece a un hogar burgués…

       La casa de mis padres no era una casa de obrero de fábrica como habitualmente se encasillaba a los trabajadores. Era una casa con un patiecito delantero con plantas y flores, una cerca baja para el coche que no teníamos, un porch con una columna que sostenía un alero de tejas coloniales. Adentro, una mesa comedor de doce sillas, muebles con platos y adornos traídos de Mar del Plata, y fotos de la familia. La cocina era chica, y además del dormitorio, un cuarto que preparaban para cuando yo naciera. Detrás, un patio posterior más grande, con una parrilla a medio terminar y un limonero y un kinotero. Un gato daba vueltas por la cocina, pero se escapó cuando los hombres entraron. Lo que sorprendió al presidente aparentemente fueron los libros que a docenas se acumulaban sobre la mesa de la cocina junto al cesto de costura, y el televisor, también, y la prolijidad y limpieza con mi madre conservaba los pisos de madera.

      No era el hogar corriente de los trabajadores del estado en que la propaganda populista se obstinaba en proclamar, ni tampoco la que la oposición insistía en calumniar.

      Perón sabían que se estaba equivocando con cada acto que decidía, pero el salir del paso era su objetivo y su razón de ser ese día. Salir de la agenda protocolar a veces era necesario, parecía decirse.

      - ¿Y cómo se llamará el futuro argentino? -preguntó a mi madre.

      Todos, seguramente esperaban escucharla decir Juan o Eva, y pedir el padrinazgo.

     -Si es niña, Cecilia, si el niño, Ricardo.

      Perón ya no se sorprendió. Buscó en las paredes en busca de símbolos religiosos que explicaran la respuesta que le había dado mi padre un rato antes, pero no las vio. En cambio, encontró libros sobre filosofía y marxismo sobre la mesa.

     El presidente se rio, extendió los brazos y apoyó las manos sobre los hombros de mi madre.

     -Me enorgullecen las mujeres independientes y con fuerza, me hacen acordar a Eva. Ustedes son las compañeras ideales para nosotros los hombres que construimos el país.

     Esperó una respuesta, no hubo nada.

     -Sé que no le agrado, señora.

     Algunos tosieron, y la explosión de los flashes rompió el silencio.

    -Señor presidente-respondió mamá. - No le he pedido que entre en mi casa, pero es bienvenido como cualquiera. Soy librepensadora, y no rechazo a nadie por más que opine diferente.

     - ¿Y usted qué piensa de mí?

     No sé qué hacía mi padre mientras escuchaba, tal vez habría querido escaparse de la cocina como el gato.

      -Que es usted un hombre bien intencionado, pero mal aconsejado.

      Era lo más suave que encontró en toda su biblioteca mental, sin traicionar, demasiado, sus ideologías.

    Perón se sentó y la invió a hacer lo mismo.

    -Me agradaría conversar largamente con usted, señora, pero entenderá que no son las circunstancias. Sin embargo, si tiene un té se lo agradecería.

      El presidente se sacó el sobretodo y se secó el sudor de la frente. El hombre del traje gris se acercó preocupado y le preguntó algo al oído. Perón lo apartó con un gesto y miró a mamá buscar la taza y el plato del juego que había heredado de mi abuela, antiguo y de origen portugués. Perón levantó la taza con delicadeza y mi madre temía que esas manos grandes rompieran el asa.

    -Precioso-dijo Perón. Los ojos le brillaban.

    ¿Tenía fiebre? ¿Estaba emocionado? ¿Era sincero? Estas preguntas se hizo mi madre, mientras aguardaba que se calentara el agua y miraba a mi padre que estaba sentado con las manos cruzadas sobre el mantel, mirando a uno y a otro sucesivamente.

     Ella trajo la tetera y vertió el agua. Luego retiró las hebras y volvió a sentarse.

     -Té inglés- dijo Perón, serio.

     Ella asintió con la cabeza.

     - ¿Está afiliado, compañero? -preguntó a mi padre. Éste levantó la mirada, sorprendido. Esperó unos segundos, quizá aguardaba que mamá lo sacara del apuro.

     -No, señor…

     - ¿Y cómo es eso? -se dio vuelta y mandó acercarse al hombre gris. Éste preguntó:

     - ¿No lo invitaron a afiliarse cuando ingresó a trabajar?

     -Trabajo hace más de quince años, señor, cuando empecé…digamos…usted…

     -Ya sé, no estaba…-Luego conferenció otra vez con el hombre de gris, uno o dos minutos. Mis padres se miraban en silencio, echándose culpas seguramente.

      -Mi amigo-dijo Perón. - Ha sido todo un descuido de la clase dirigente, si usted hubiese sido afiliado, las cosas podrían ser muy distintas.

      Ya se iba a levantar cuando mi madre ni pudo reprimir su boca.

      - ¿No le gusta, entonces, lo que ve?

      Perón volvió a ponerse el sobretodo con la ayuda del otro, luego los guantes, y dijo:

      -Veo un hogar burgués señora, y una educación exquisita. La felicito.

      Palmeó la espalda de mi padre y salió de la casa seguido de toda su comitiva. Unos periodistas quisieron entrevistar a mis padres, pero mamá los echó y cerró la puerta con llave. Bajó las persianas y cerró las ventanas durante todo el resto del día y de la noche. Se quedaron sentados a la mesa de la cocina. La mano derecha de él apretada por la mano izquierda de ella. En completo silencio, mientras la oscuridad de la tarde iba invadiendo la casa en la cual no hubo luz sino hasta la madrugada del día siguiente. Tocaron el timbre y golpearon a la puerta muchas veces. Nadie respondió. Unos dijeron que los vieron salir, otros que se habían muerto de la emoción. Los vecinos que antes se burlaban, ahora tenían, finalmente, motivo para respetarlos.

 

       Esa fue la anécdota que me contó mi madre. Varias veces se refirió a ella, pero una sola vez terminó llorando. Mi padre ya había muerto y ella lo recordaba con enorme pesadumbre. Mucho después supe que dos meses más tarde a esa visita, mi padre se cortó casi toda la mano derecha con un hacha. Un compañero nuevo, que nadie conocía y según algunos era un recomendado, estaba machacando huesos, se le rompió el asa de madera y el hacha salió despedida sobre la mano de mi padre, que estaba al lado faenando unos cueros. Lo llevaron a la enfermería donde no había nada más que vendas sucias. Luego al hospital, donde le cocieron el muñón. La herida no curó en mucho tiempo, así se supo que papá era diabético, de él heredé mi dolencia.

     La mano debió ser operada en muchas ocasiones, y entró y salió del hospital más de diez veces, hasta que ya no quiso operarse más. Lo dejaron cesante sin goce de sueldo, y poco después le llegó el telegrama de despido.

      Reclamó muchas veces al gremio, pero le dieron vueltas y vueltas, hasta que se cansó también de eso. Le escribió cartas a Perón, recordándole la visita a su casa. Las escribió a máquina con la mano izquierda, porque mamá se negó a escribirlas por él. Nunca recibió respuesta, como nunca se recuperó de la sensación de sentirse inútil mientras mi madre trabajaba de sirvienta, al principio, y luego de maestra cuando se recibió en la escuela nocturna.

     Nunca, tampoco, perdió la ira que se reflejaba en sus ojos, que no perdonaban y que rara vez acariciaban. Y cuando lo hacían, era un recuerdo acre como la sangre.

     

     


Ilustración: Jeanna Bauck

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...