miércoles, 2 de julio de 2025

Lento regreso (Peter Handke)







Después de la franja costera estrecha y llana en la que se encontraba la

casa de Sorger, en medio de una plantación de pinos, el terreno iba subiendo

lentamente en dirección este, hacia la espalda de una colina muy urbanizada y

sin bosque, y luego volvía a bajar hacia un dedo de la bahía, paralelo al

océano, cuyas orillas bordeaban el parque de la Universidad. La carretera que

llevaba allí atravesaba la colina siguiendo una pequeña depresión apenas

perceptible que, al ser un camino recorrido casi a diario, se convirtió en una

«silla de montar de puerto». El campus no estaba lejos del Pacífico (Sorger

iba muchas veces a pie); sin embargo, con el tiempo, trasponer aquella

pequeña silla de montar fue salir y entrar por un arco misterioso que tenía un

significado vago. El que llegaba a este «punto más alto» se detenía sin querer,

o por lo menos miraba unos momentos por encima del hombro: aunque

urbanizada con las habituales casas de poca altura, la zona del puerto se le

revelaba a Sorger como un lugar importante en el que tendría lugar una

«decisión» (aunque lo único que llamaba la atención allí era la línea de niebla

que, a media tarde, como un esquí, avanzaba dando vueltas lentamente por el

puerto y caía sobre la ciudad).

A veces, cuando Sorger se imaginaba la ciudad, veía emerger de ella el

puerto, irreal, deshabitado e incluso sin vegetación, hundido en el granito gris

oscuro de una montaña rocosa; y al final de su estancia allí se le hizo

igualmente irreal su propia persona. Al no hablar con nadie acabó por dejar de

hablar consigo mismo. Durante un tiempo, su respiración desacompasada le

había dicho por lo menos alguna cosa, en secreto, como en lenguaje de

Morse, y, casi con una sensación de alivio, creía que podía arreglárselas sin

lenguaje; en esta situación se veía incluso como un ser completo. Luego la

mudez interior se le convirtió en una amenaza, como si él fuera un objeto

sordo que había dejado de sonar para siempre, y deseó recuperar la pasión por

hablar. Irrealidad significaba esto: todo podía suceder, pero él ya no tenía

ninguna posibilidad de intervenir. ¿No se trataba en definitiva de alzarse

contra una fuerza extraña y superior? Sorger temía la decisión porque él no

iba a poder hacer nada. Ya no tenía ninguna imagen de sí mismo (que era

normalmente lo que le daba fuerzas para intervenir); y nadie —aunque

muchas veces miraba para ver si veía las mujeres del «Parque del

Terremoto»—, rozándose con él, le marcaba sus propios límites. Sus

actividades (preparando el trabajo que pensaba escribir) las realizaba siempre

sin desviar la mirada hacia nada, sin detenerse, con una concentración

verdaderamente pánica. Y la ciudad se apartaba de él: como si ante sus ojos

fueran cerrándose una tras otra todas las ventanas. El hecho de que lo

olvidaran, ¿no fue alguna vez una idea dulce?, y el hacer que lo olvidaran, ¿no

había llegado a ser incluso un arte?

Lejos de la creación, inabordable a fuerza de arrogancia, desapareciendo

de todas partes sin despedirse, esperaba «el castigo»; y al mismo tiempo no se

le quitaba de la cabeza un himno del cantante: «El día de mi grandeza es

inminente».

Durante el día seguía haciendo un calor agradable. Como en todas partes, la

habitación de trabajo que Sorger tenía en el campus era al mismo tiempo

vivienda; a veces se quedaba incluso por la noche en el laboratorio y dormía

en una cama de campaña. (Su casa estaba en venta y empezaba a entrar y salir

gente ya). Junto al microscopio había una brocha de afeitar y al lado una

cafetera eléctrica. El laboratorio se encontraba en un edificio de cristal de una

sola planta y de una longitud inusual, que, según el deseo del arquitecto, debía

recordar un enorme rascacielos tumbado sobre el césped. Mirando por la

ventana, Sorger tenía enfrente la pared de aluminio de un cobertizo en el que

(para otra ciencia) se guardaban animales de experimentación; detrás mismo,

el agua rizada de la bahía casi siempre tranquila.

El Instituto estaba dividido longitudinalmente por un pasillo: más allá de

este pasillo estaban las aulas, comunicadas unas con otras por puertas de

doble hoja que en la época del año en que no había clase estaban abiertas;

como estaban unas frente a otras, a través de ellas se podía ver desde la

primera hasta la última aula. Al otro lado Sorger tenía a mano derecha la

pequeña habitación sin ventanas, cerrada con varias cerraduras, en la que, en

un aire filtrado, unos aparatos que emitían un leve zumbido determinaban la

edad de las piedras; en la habitación que tenía a mano izquierda, sobre

pesadas mesas de mármol —con el fin de que ni con grandes terremotos se

movieran de sitio—, estaban los sismógrafos, cuyos rollos de metal podían de

repente dejar de moverse apaciblemente sobre sí mismos para empezar a girar

furiosos y emitir un potente zumbido. (Una máquina recibía continuamente

las ondas sonoras del interior de la Tierra, que producían en el aparato un

lejano retumbar en el que se oía el golpeteo de un sonido muy claro, casi

cantarín).

También aquí tenía Sorger «su dominio»: estaba fuera, en dirección a la

bahía, la superficie de césped que había entre el cobertizo de aluminio y su

laboratorio; desde allí incluso una puerta independiente (como en los

compartimentos de algunos trenes) comunicaba con el exterior. Aquí crecían

eucaliptus y, protegida por una valla que la rodeaba completamente, una

modalidad especial de helecho que era una de las plantas vivas más antiguas

de la Tierra. Sobre la hierba había una mesa; delante, una silla de hierro.

Como hacía a menudo, antes de salir Sorger se quedó unos momentos en

el laboratorio sin hacer nada. La puerta que daba al pasillo estaba abierta y un

perro pasó por delante corriendo. Sorger lo llamó y el animal ni siquiera

levantó la cabeza. Detrás de él venía el policía del campus, precedido por el

tintineo del manojo de llaves; también él pasó sin mirar al hombre del

laboratorio.

Sobre la mesa de fuera había una máquina de escribir; tenía metida una

hoja de papel blanco a través de la cual brillaba el sol; se movía ligeramente

al viento; al lado había una naranja. De repente, el sol fue sol del atardecer y

la naranja y el papel tomaron una coloración rojiza. Una hoja de eucaliptus,

rígida, estuvo colgando por unos momentos en el respaldo de la silla; cayó al

suelo haciendo ruido. Del búnker de animales de experimentación llegaba un

graznido. Abajo, junto al borde de piedra de la bahía, corrían crestas de

espuma; no eran olas aisladas sino algo así como toda una corriente de gran

anchura a la que el viento (o un pequeño movimiento sísmico, muy lejos)

empujaba contra el brazo lateral: a lo lejos la superficie del agua era lisa, pero

en un plano oblicuo con respecto al de la costa; por esto, tomando una forma

abovedada, se precipitaba en el interior de la bahía. Luego se enturbió el aire

que había en primer término y de las copas de los árboles bajó la niebla en

forma de nubes cada vez más espesas.








Ilustración: Aaron Wiesenfeld

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