Después de la franja costera estrecha y llana en la que se encontraba la
casa de Sorger, en medio de una plantación de pinos, el terreno iba subiendo
lentamente en dirección este, hacia la espalda de una colina muy urbanizada y
sin bosque, y luego volvía a bajar hacia un dedo de la bahía, paralelo al
océano, cuyas orillas bordeaban el parque de la Universidad. La carretera que
llevaba allí atravesaba la colina siguiendo una pequeña depresión apenas
perceptible que, al ser un camino recorrido casi a diario, se convirtió en una
«silla de montar de puerto». El campus no estaba lejos del Pacífico (Sorger
iba muchas veces a pie); sin embargo, con el tiempo, trasponer aquella
pequeña silla de montar fue salir y entrar por un arco misterioso que tenía un
significado vago. El que llegaba a este «punto más alto» se detenía sin querer,
o por lo menos miraba unos momentos por encima del hombro: aunque
urbanizada con las habituales casas de poca altura, la zona del puerto se le
revelaba a Sorger como un lugar importante en el que tendría lugar una
«decisión» (aunque lo único que llamaba la atención allí era la línea de niebla
que, a media tarde, como un esquí, avanzaba dando vueltas lentamente por el
puerto y caía sobre la ciudad).
A veces, cuando Sorger se imaginaba la ciudad, veía emerger de ella el
puerto, irreal, deshabitado e incluso sin vegetación, hundido en el granito gris
oscuro de una montaña rocosa; y al final de su estancia allí se le hizo
igualmente irreal su propia persona. Al no hablar con nadie acabó por dejar de
hablar consigo mismo. Durante un tiempo, su respiración desacompasada le
había dicho por lo menos alguna cosa, en secreto, como en lenguaje de
Morse, y, casi con una sensación de alivio, creía que podía arreglárselas sin
lenguaje; en esta situación se veía incluso como un ser completo. Luego la
mudez interior se le convirtió en una amenaza, como si él fuera un objeto
sordo que había dejado de sonar para siempre, y deseó recuperar la pasión por
hablar. Irrealidad significaba esto: todo podía suceder, pero él ya no tenía
ninguna posibilidad de intervenir. ¿No se trataba en definitiva de alzarse
contra una fuerza extraña y superior? Sorger temía la decisión porque él no
iba a poder hacer nada. Ya no tenía ninguna imagen de sí mismo (que era
normalmente lo que le daba fuerzas para intervenir); y nadie —aunque
muchas veces miraba para ver si veía las mujeres del «Parque del
Terremoto»—, rozándose con él, le marcaba sus propios límites. Sus
actividades (preparando el trabajo que pensaba escribir) las realizaba siempre
sin desviar la mirada hacia nada, sin detenerse, con una concentración
verdaderamente pánica. Y la ciudad se apartaba de él: como si ante sus ojos
fueran cerrándose una tras otra todas las ventanas. El hecho de que lo
olvidaran, ¿no fue alguna vez una idea dulce?, y el hacer que lo olvidaran, ¿no
había llegado a ser incluso un arte?
Lejos de la creación, inabordable a fuerza de arrogancia, desapareciendo
de todas partes sin despedirse, esperaba «el castigo»; y al mismo tiempo no se
le quitaba de la cabeza un himno del cantante: «El día de mi grandeza es
inminente».
Durante el día seguía haciendo un calor agradable. Como en todas partes, la
habitación de trabajo que Sorger tenía en el campus era al mismo tiempo
vivienda; a veces se quedaba incluso por la noche en el laboratorio y dormía
en una cama de campaña. (Su casa estaba en venta y empezaba a entrar y salir
gente ya). Junto al microscopio había una brocha de afeitar y al lado una
cafetera eléctrica. El laboratorio se encontraba en un edificio de cristal de una
sola planta y de una longitud inusual, que, según el deseo del arquitecto, debía
recordar un enorme rascacielos tumbado sobre el césped. Mirando por la
ventana, Sorger tenía enfrente la pared de aluminio de un cobertizo en el que
(para otra ciencia) se guardaban animales de experimentación; detrás mismo,
el agua rizada de la bahía casi siempre tranquila.
El Instituto estaba dividido longitudinalmente por un pasillo: más allá de
este pasillo estaban las aulas, comunicadas unas con otras por puertas de
doble hoja que en la época del año en que no había clase estaban abiertas;
como estaban unas frente a otras, a través de ellas se podía ver desde la
primera hasta la última aula. Al otro lado Sorger tenía a mano derecha la
pequeña habitación sin ventanas, cerrada con varias cerraduras, en la que, en
un aire filtrado, unos aparatos que emitían un leve zumbido determinaban la
edad de las piedras; en la habitación que tenía a mano izquierda, sobre
pesadas mesas de mármol —con el fin de que ni con grandes terremotos se
movieran de sitio—, estaban los sismógrafos, cuyos rollos de metal podían de
repente dejar de moverse apaciblemente sobre sí mismos para empezar a girar
furiosos y emitir un potente zumbido. (Una máquina recibía continuamente
las ondas sonoras del interior de la Tierra, que producían en el aparato un
lejano retumbar en el que se oía el golpeteo de un sonido muy claro, casi
cantarín).
También aquí tenía Sorger «su dominio»: estaba fuera, en dirección a la
bahía, la superficie de césped que había entre el cobertizo de aluminio y su
laboratorio; desde allí incluso una puerta independiente (como en los
compartimentos de algunos trenes) comunicaba con el exterior. Aquí crecían
eucaliptus y, protegida por una valla que la rodeaba completamente, una
modalidad especial de helecho que era una de las plantas vivas más antiguas
de la Tierra. Sobre la hierba había una mesa; delante, una silla de hierro.
Como hacía a menudo, antes de salir Sorger se quedó unos momentos en
el laboratorio sin hacer nada. La puerta que daba al pasillo estaba abierta y un
perro pasó por delante corriendo. Sorger lo llamó y el animal ni siquiera
levantó la cabeza. Detrás de él venía el policía del campus, precedido por el
tintineo del manojo de llaves; también él pasó sin mirar al hombre del
laboratorio.
Sobre la mesa de fuera había una máquina de escribir; tenía metida una
hoja de papel blanco a través de la cual brillaba el sol; se movía ligeramente
al viento; al lado había una naranja. De repente, el sol fue sol del atardecer y
la naranja y el papel tomaron una coloración rojiza. Una hoja de eucaliptus,
rígida, estuvo colgando por unos momentos en el respaldo de la silla; cayó al
suelo haciendo ruido. Del búnker de animales de experimentación llegaba un
graznido. Abajo, junto al borde de piedra de la bahía, corrían crestas de
espuma; no eran olas aisladas sino algo así como toda una corriente de gran
anchura a la que el viento (o un pequeño movimiento sísmico, muy lejos)
empujaba contra el brazo lateral: a lo lejos la superficie del agua era lisa, pero
en un plano oblicuo con respecto al de la costa; por esto, tomando una forma
abovedada, se precipitaba en el interior de la bahía. Luego se enturbió el aire
que había en primer término y de las copas de los árboles bajó la niebla en
forma de nubes cada vez más espesas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario