viernes, 11 de julio de 2025

Los murciélagos del Brasil (Capítulo 4)





 



 EL VIAJE POR LA TIERRA DE LOS PERROS

 

 


4

 

 

- ¿Por qué le pusiste mi nombre al perro?- le preguntó Mendoza.

      Iban del brazo. Como marido y mujer. Él con su uniforme de todos los días, pero con el cuello desabrochado, la gorra bajo el brazo izquierdo, los pantalones en las botamangas, sucias de polvo y barro del puerto de Lavalle, y el infaltable sable, que, aunque estorbaba para subir y bajar del bote que los transportó desde el barco hasta el muelle, no iría a dejarlo nunca, excepto en la cama y en su lecho de muerte. Si hasta se bañaba con el sable cerca, siempre al alcance de las manos, por si acaso. Él sabía que eso irritaba a Natacha, pero Altea ni siquiera parecía notarlo, y eso le agradaba de ella, esa parsimonia, que, aunque no fuese más que una fachada para esconder mucha ira, ésta se iba apaciguando, impotente por su propio peso.

      Ella iba a su lado, tomada del brazo derecho del capitán, con su esbeltez pálida y gélida, con el vestido que sacó por primera vez del baúl desde que había salido del pueblo de Toba, uno que solamente se ponía en las excursiones. Porque eso era para ella esa salida del barco luego de pocas semanas, pero tan intensas, que le parecieron varios meses. Casi todo había cambiado, y la frase de Natacha al verlos partir tomados del brazo, fue la culminación de todo aquel tiempo. Una especie de triunfo, o de venganza, quizá. Pero todo estaba por comenzar, se dijo. Lavalle era solamente el primer pueblito en su camino hacia una vida diferente. “Como marido y mujer”, había dicho Natacha, casi en un susurro, mientras bajaba la escalerilla hacia el bote, apoyada en el cuerpo de Mendoza, que la había tomado de la cintura para posarla suavemente, como un pájaro delgado y blanco, en el asiento. Ella la había escuchado claramente, pero no se dignó elevar los ojos hacia la cubierta, ya conocía la figura retórica de esa mujer agriada.

       -Lo nombré antes de saber tu nombre, no por Máximo, sino por Maximilian, un viejo rey escandinavo. Tiene la estampa de los galgos que se utilizaban en las cacerías, y me dijiste que es descendiente de los que cría tu familia.

      Altea lo miraba con dulzura, pero sus ojos no se abandonaban a la desidia ni a la estupidez. Aunque estaba comenzando a enamorarse, no por eso dejaría el sarcasmo de lado. El suyo era limpio y bienintencionado, el de Natacha oscuro y malicioso.

      Ya en tierra, Max los seguía a pocos pasos, adelantándose a veces, otras quedándose unos pasos atrás para oler algo que le llamaba la atención, luego retomaba el ritmo de ellos, dando vueltas a su alrededor, o bajando la cabeza, avergonzado, cuando lo retaban al verlo demasiado excitado. Finalmente se colocó junto al vestido de Altea, que parecía gustarle por la textura suave, pero de fuerte consistencia. Tal vez era cuero finamente trabajado y pulido en los talleres de Cádiz, ya no recordaba dónde o cuándo lo había comprado.  Se tocó el pecho para desabrocharse dos botones del cuello alto, y notó la ausencia de la cruz. Era curioso que justamente hoy la extrañara, quizá fuese el ambiente del puerto, con la escuela rural por donde salían niños indios. Pensó, y se preguntó, qué sería de la vida de Cahrué. Pero eso había quedado atrás. El cuerpo de Máximo Mendoza la dominaba, el brazo incorruptible, el torso erguido, el paso firme, el rostro oscuro de barba negra y tupida. Se puso a pensar en el cuerpo que vio por primera vez una noche en el barco, desnudo hasta la cintura, lavándose el sudor nocturno con el agua de una palangana. El vello del pecho era como un triángulo invertido, tan diferente al cuerpo de Manuel, delgado y de escaso vello, que ya no extrañaba. Se habían besado por primera vez esa misma noche, ocultos tras la puerta que los separaba del camarote donde dormía Natacha, de la cama donde poco después él debería acostarse, junto a su esposa y bajo el crucifijo sobre la pared. Un beso turbio por los pensamientos densos que se cruzaron mientras duró. Sin embargo, ya no había vuelta atrás. Pronto llegarían a algún lugar donde la mirada de Natacha estuviese lejos, y ni siquiera su Dios pudiese vigilarlos.

      Recorrieron el pueblo con lentitud, utilizando casi dos horas para llegar a la ferretería de Valente. La gente saludaba al capitán desde las ventanas, o se arrimaban desde sus puestos en las sillas desvencijadas donde estaban sentados junto a las puertas de sus casas. Lo saludaban con alegría, pero también con un esmerado respeto. Él daba la mano a todos, y los trataba con suma confianza, preguntando por algún miembro de la familia que no veía desde mucho antes, o por algún trabajo pendiente en el pueblo. Pasó una carreta con una pareja anciana, una especie de viejo sulky destartalado.

      -Máximo- dijo el viejo, de barba blanca y rizada, ojos celestes y piel curtida por la intemperie. La mujer se inclinó frunciendo los ojos y los párpados, y de pronto dio un grito de júbilo.

     - ¡Pero si es mi querido ahijado!

     -El capitán Mendoza, querida- la corrigió el hombre. -Más respeto a los galones.

     -Para su vieja tía seguirá siendo el niño Máximo.

     Mendoza se subió a la carreta y los abrazó a ambos. Vio que miraban a Altea con curiosidad.

    -Tíos, esta señora me acompaña a ver a un médico en Santa Lucía, es una pasajera.

      Altea los saludó con la cabeza, pero ellos no hicieron más que moverla de un lado a otro. Ya conocían las costumbres de su sobrino y ahijado, pero no podían reprobarla del todo conociendo a Natacha.

      - ¿Y cómo está el niño Ariel?

      -Está bien, tía, tratando de crecer, pero Natacha no lo deja.

      Guardaron silencio un rato.

      - ¿Y ustedes como están, y la estancia cómo anda?

       -Más o menos, tuvimos que vender varios animales. La política de Buenos Aires hace lo que quiere por allá, según nos enteramos, pero por acá los ladrones están en la gobernación. Son peores que los indios para robar, por lo menos éstos roban por hambre. Corrumpción y hambruna, esa es la ecuación ideal para que salgan los malandras.

     El viejo se quedó callado, y los ojos le brillaban,

     -Es que tuvo que sacrificar a Anastasio la semana pasada, estaba repleto de bichos en la panza.

     - ¿Y no lo vio el veterinario?

     Ella iba a responder, pero el viejo se le adelantó, colérico.

     - ¿Con que plata, me querés decir?

     -Pero no vendieron…

     -Se lo llevó todo el pago de los impuestos. Hace ciento cincuenta años que nuestra familia está en esta provincia, fundamos pueblos, creamos trabajo, y los hijos de la poronga nos cobran como si fuéramos uno de esos gringos jóvenes que se están asentando por acá. Ningún respeto, m’hijo, ningún respeto hay, ¡la pucha…!

     El viejo se lamentaba, sin soltar las riendas.

     -Antes de volver al barco pasaré a visitarlos…

     -No te preocupes si no podés, sos joven y nadie se divierte con un par de viejos como nosotros.

     Ella intentó calmarlo.

    -Lo dirás por vos, viejo guarango y amargado. Yo ya no veo ni un pito, pero todavía no me doy por vencida.

    Se despidieron. La carreta se tambaleaba porque tenía una rueda varios centímetros más que la otra. El caballo se había cansado de hacer fuerza hacia un lado, y cada tanto iba a paso de hombre.

     - ¿Quién era Anastasio? - preguntó Altea.

     -El caballo de mi padrino.  Este año cumplía cuarenta años, se mantenía fuerte como un roble hasta hace poco. Lo acompañó en la batalla de Caseros cuando era un potro todavía. Lo tenía en su cobertizo como a un rey, todas las mañanas lo llevaba a pasear, aunque no lo cabalgase porque tenía mal las rodillas.

      Mendoza se quedó en silencio mientras seguían caminando, pensando en otros tiempos, posiblemente. Desde el almacén principal del pueblo se acercó una mujer muy atildada, con un vestido fino cubierto por un delantal, aros color plata y el cabello recogido en un rodete prolijo. En un brazo cargaba una canasta de mimbre, pequeña, y del otro una cartera de tela.

     - ¿Otra vez quejándose el viejo general Las Heras?

     -Buenos días, Lucrecia. Te presento a la señora de Menéndez Iribarne. Esta es mi querida prima, la señora de Aráoz Urquiza.

      Las mujeres se dieron la mano, mansamente. Mendoza sabía que a nadie de su familia le caía bien verlo con una mujer que no fuese su esposa, aunque ninguno tolerara a Natacha.

      - ¿Cómo puedes decir eso del viejo tío? Deberías ayudarlo más, estás en mejor posición que él le dijo el primo.

      -Ya se lo ofrecí, pero no quiere recibir ayuda de los Urquiza. Es un viejo cascarrabias unitario, y se morirá enterrado con sus principios. No empecemos a discutir por lo mismo. Si querés venir a casa, te esperamos en cualquier momento. - Se despidió de Altea con un gesto altanero y se fue caminando hacia donde la esperaban dos negros con bolsas y cajas de las compras.

      -Ya conoces a parte de mi familia…

      -Me parece que todo el pueblo es tu familia…

      -Es casi verdad, Lucrecia está emparentada con don Justo a través de su casamiento con un sobrino, o sobrino segundo ya que es hijo de una prima del general.

     -Pero el general Las Heras, ¿qué tiene que ver con ustedes?

     - Es un sarcasmo más de la primita. En realidad, es uno de los hijos del viejo general Las Heras, y como nunca pudo pasar de su grado de coronel, el resentimiento por eso se convirtió en una broma cruel dentro de nuestra familia. No es mi tío biológico, por supuesto, sino que ambos fueron mis padrinos de bautismo.

       Era ya mediodía, y recorrían las calles soleadas, y casi solitarias, a esta hora, del pueblo de Lavalle. Las casas eran de adobe algunas, en las afueras, pero a medida que se acercaban al centro, abundaban las casas y edificios de ladrillo. Una capilla se alzaba frente a la plaza, descuidada, de pastos altos tapando los bancos de madera, y en el centro un busto del General Lavalle, cubierto de musgo y con la nariz rota. Alguien, además, había destruido el hombro derecho, donde estaban sus galones.

       Llegaron frente a la puerta de hierro forjado de una amplia casa de comercio que había en una esquina. La fachada estaba más cuidada que el resto de los edificios, incluso que la iglesia. Tenía un arco ojival y dos columnas a ambos lados. La puerta de hierro le hizo recordar a Altea los clásicos portones de los viejos patios de Cádiz. Se paró a observar con detenimiento, y leyó la leyenda escrita sobre la puerta: “Ferretería y ramos generales, de Don Fermín Valente”.

       Al entrar, la sombra fresca la alivió, pero también el contraste con la oscuridad la hizo perder el equilibrio por un instante. Se agarró al brazo de Mendoza.

      - ¿Estás bien?

       Altea asintió, otro vahído por el embarazo, pero pronto desaparecerían. Se sobresaltó al escuchar una voz de bajo profundo, y una figura rechoncha que se iba acercando con pasos fuertes sobre el piso de tierra apisonada.

       - ¡Mi querido capitán Mendoza! ¡Qué honor tenerlo de vuelta por estos pagos!

       El acento era inconfundiblemente de Cataluña. Los ojos de Altea se fueron acostumbrando, y pudo ver el enorme interior del lugar, repleto de estantes y mostradores, con herramientas de todo tipo en el piso o colgando del techo. Bolsas de arpillera, docenas de palas y zapas, arados apoyados sobre las paredes, y eso era solo lo que se podía ver a simple vista. Detrás de los mostradores había muebles con cientos de estantes y cajones.

      Los hombres se abrazaron.

      -Don Fermín, le traje a una compatriota para que compartan recuerdos.

      El hombre debía tener poco más de cincuenta años, obeso, vestido con un traje discordante con lo que delataba el ambiente de trabajo, pero Altea se dijo que debía tener muchos subalternos, siendo quizá el hombre más adinerado del pueblo.

      Se le acercó y la abrazó con fuerza.

      -No sabe cuánto me alegra conocerla, querida señora. Puedo oler el aroma de mi España, lo siento en su cabello. Es el aroma de la tierra.

       Altea olió el aliento acre del cigarro que había estado fumando don Fermín poco antes. Pero sobre todo sintió el lagrimeo del viejo que comenzaba a mojarle la mejilla. Intentó separarse de sus brazos, con amabilidad, y para eso Mendoza comenzó a ayudarla.

      -Vamos, vamos, don Fermín, no se emocione que va a maltratar a la señora.

      Altea sentía estar mostrando una situación equívoca. A pesar de su nacimiento, solo había sido una invitada en España, una danesa que había nacido allí por casualidad. Su matrimonio con un Menéndez Iribarne había sido un intento, recién ahora lo sabía, por sentirse menos ajena en ese país.

      -No sabe la alegría que significa para mí el encontrarme con alguien que viene de las Españas…

      -Pero ya hace más de cinco años que estoy en estas tierras, señor…

      -Por favor, llámame don Fermín. Pero yo hace treinta años que salí de mi Cataluña, y nunca he regresado. Eso me ha dejado mig boig, como ahora, que me porto como un desconsiderado ante una señora.

    Ella lo miró curiosa, pero comprendiendo.

       -Entrin a casa.

      Lo siguieron por un pasillo largo entre herramientas y bolsas. De vez en cuando el hombre tosía y su tos repercutía por el corredor como el de un asmático. Llegaron a una puerta que llevaba al sector donde vivía con sus hijos.

      -Antonio está recorriendo las estancias recogiendo los pedidos. Lorenzo es un desordenat. Se ocupa de las cuentas, pero me deja todos los papeles tirados.

      Se puso a levantar las carpetas con los pedidos, facturas, pagarés, cartas, que estaban sobre la mesa de la cocina. Lorenzo apareció abrochándose los botones del pantalón, y cuando vio a Altea, se quedó boquiabierto. El padre le dio una palmada en la cabeza y lo hizo huir de la cocina.

      -¡Mal educat!- le gritaba.- Disculpe la señora, esta es una casa de hombres con costumbres de hombres solos. Des que la meva dona va morir.

      -No se preocupe, don Fermín, he pasado cinco años en un pueblo toba, tratando de enseñar a niños indígenas.

     -Apuesto a que los seducía…

     Altea y el capitán se rieron.

     -Nada de eso, me di por vencida.

     -No puedo ofrecerles nada para almorzar, pero mi sirvienta, la vieja Dorotea, nos va a preparar una gran cena para esta noche. ¿Es queden, no es cert?

     Altea dudaba que las frases en catalán que se le escapaban fueran las correctas. Treinta años hacían olvidar muchas cosas.

     -Sólo esta noche, don Fermín, para hablar de negocios- contestó Mendoza.

     - ¡Dorotea! - gritó el hombre. A rato llegó una mujer muy bajita, de pelo canoso atado sobre la cabeza como si quisiera ser más alta de ese modo, pero la curvatura de la espalda no la ayudaba. Saludó cortésmente, sin hablar.

      -Prepare algo sabroso para los cinco esta noche. El pescado grande que trajo Lorenzo ayer.

      Lorenzo apareció de pronto, tal vez estaba escuchando escondido detrás del marco de la puerta. Era un adolescente todavía, y miraba fascinado al capitán y a Altea.

      -Sí, fill, comeremos de tu pitanza. Eres mejor pescador que oficinista. Por tu bien, espero que cambies.

      Pasaron toda la tarde en el patio trasero de la casa. Un muro alto con enredaderas y árboles espinosos los separaba de la calle. Don Fermín era un hombre desconfiado y celoso de lo que había logrado por sus medios. El jardín estaba muy cuidado, y él reconoció que era su afición dedicarse a cultivarlo y mejorarlo cada vez que podía.

    -Mi mujer murió aquí mismo, sembrando “crestas de gallo”. - Se levantó trabajosamente del sillón amplio y bajo en el que estuvo sentado casi toda la tarde, hasta que empezó a bajar el sol. Tomó de la mano a Altea, no como a una hija, sino como a una amante a la que se conduce para mostrarle algo muy querido. La llevó hasta un rincón del jardín donde había un gran arbusto de flores grandes y rojas.

      -Estas son las Crestas de gallo. - Se inclinó para cortar una y dársela, pero Altea cuenta intentó detenerlo.

      -No, por favor, no cometa ese sacrilegio, don Fermín. - Pero el hombre continuó su cometido, y cortó la flor, y se la entregó.

      -Només ho faig amb les dones triades.

      Altea se avergonzó por no entender. Mendoza se le acercó al oído, y le tradujo la frase.

      Fue la primera vez en muchos años, en que se sintió completamente en paz con el pequeño mundo que la rodeaba.

 

 

*

 

 

Lorenzo Valente tenía un perro. Lo llamaba Duque. Durante la tarde el chico no apareció en el jardín, mientras los adultos conversaban sentados en las sillas de metal forjado que don Fermín había hecho hacer a un herrero de Goya cuando se casó con su mujer. Ella misma había tejido la tela que forraba los almohadones de plumas. La vieja Dorotea les había traído una bandeja con la pava y el mate, y una fuente con bizcochos recién horneados. Fermín cedió la tarea de cebar a Mendoza. Altea tomaba mate por obligación social, pero no le agradaba demasiado.

     -Usted es de sangre española, como yo. No nos acostumbramos del todo a estos aires criollos.

     Altea sonrió, sin contradecirlo. Para qué desahuciar esa imagen que él se había formado de ella, si lo consolaba un poco de esa terrible nostalgia que sentía por su tierra. Sin embargo, había algo que no la dejaba tranquila: algo extraño, como si estuviera en medio de un escenario de teatro, y no se diera cuenta. Por eso, dijo:

      -Don Fermín, mi madre era española, pero mi padre danés. Él era agrónomo, y de viaje en España conoció a mi madre. Se mudaron a Copenhague. Cuando ella estaba embarazada, mi padre murió en alta mar. Ella quedó desolada, así que regresó con su familia de Cádiz, y allí nací. Pero todo en mi casa fue un culto a la memoria de mi padre, era un científico excepcional, y un aventurero, por supuesto, por eso lo perdí tan pronto…

      Mendoza apoyó una mano sobre espalda de Altea. Don Fermín, desilusionado, no volvió a pedir recuerdos de España, y la miraba ahora como a una mujer que no era una mujer, porque su mente parecía comenzar a funcionar al revés, contradictoria y a la defensiva.

       Entonces oyeron que se abría la puerta posterior del jardín, que daba directamente a la vereda y a la calle, escondida entre los arbustos, y Lorenzo entraba con el perro, que llegó corriendo y se abalanzó contra Max, que estaba sentado en sus cuartos traseros junto a la silla de Altea, esperando recibir algún bizcocho. Max había sido sorprendido, pero reaccionó a tiempo, y apenas se vio de espaldas en el suelo, saltó y se apartó del otro, gruñendo amenazante. El pelo del lomo de ambos estaba erizado, las colas tiesas, los colmillos afuera, las caras fruncidas. Los gruñidos y los ladridos se sucedían, pero no se atacaban. Lorenzo no se movió, simplemente observaba. Mendoza fue hasta detrás de Max para agarrarlo de la correa y separarlo.

      - ¡Lorenzo, agarrá a Duque! -gritó, porque temía que el perro los atacara a los dos. Tenía el sable apoyado junto a su silla, y si era necesario lo utilizaría.

      El chico no reaccionó. Altea no comprendía qué le pasaba, parecía estúpido, o con algún retardo mental, algo en sus ojos pétreos a veces, brillantes como agua en otras, le sugería eso. Pero sus rasgos eran normales y hasta inteligentes. El cabello castaño claro y rizado, la frente amplia, la tez clara, el cuerpo alto y proporcionado. Estaba con las manos en los bolsillos de unos bombachos para montar. Debió haber estado cabalgando poco antes, mientras su perro lo acompañaba trotando junto al caballo.

       - ¿No escuchaste a don Máximo?- le dijo el padre, empujándolo, y entonces Duque se dio vuelta y enfrentó a don Fermín. Solamente en ese momento Lorenzo habló:

      - ¡Quieto Duque!

      El perro se calmó, y se sentó a los pies de Lorenzo.

       -La puta mare con aquest gos-murmuró don Fermín. - Entra a la casa y quédate en la habitación hasta la cena. Tienes trabajo que terminar. - Lorenzo lo miró sin contestar, pero en la mirada era extremadamente claro el desprecio que sentía por su padre. Altea no se animó a pensar en la palabra odio, pero el desprecio que había leído en esos ojos era quizá peor. Se fue con el perro, que no miró ni amenazó a nadie más desde que iba junto a las piernas de su dueño.

      Volvieron a sentarse, pero ya había oscurecido, el mate estaba frío y la vieja no volvió para cambiar el agua.

      -A la diez cenamos. Si me disculpan, tengo algunos encargos que terminar en el negocio. –Se levantó con esfuerzo y entró a la casa.

      Altea y Mendoza se quedaron en el jardín. Max se lamía las heridas que le habían quedado del breve encontronazo. Mendoza le acariciaba, pero acostumbrado a la rutina de esa casa, había apoyado las piernas en la silla desocupada, cerrado los ojos, y con la cara al cielo violeta que se oscurecía lentamente detrás de los árboles que separaban la casa de la calle.

      Altea no sabía qué hacer. Pensó en ir a la cocina y ayudar a la vieja, aunque fuese para conversar con alguien. Pero no tenía deseos de hacer lo que creía se esperaba de ella, aunque allí no había nadie para exigírselo. No iría a la cocina, donde iban las mujeres que no sabían que otra cosa hacer, mirando la comida a medio hacer o los restos de platos sucios, y donde cada objeto emanaba un olor a suciedad e inmediata podredumbre. Los objetos de una cocina, de pronto le parecieron un cementerio. Y entonces se levantó de la silla, y llamó a Max, el perro la miró un instante e intentó levantarse, pero una de las patas traseras flojeó, y la mano de Mendoza, sobre el lomo, lo retuvo acostado. El capitán estaba dormido, Max se quedaría con él.

      Ella entonces caminó hacia la puerta trasera, abriéndose paso entre las ramas de los arbustos. Las enredaderas cubrían casi toda la puerta, y ésta se abría como una puerta vegetal, pero pesada. La calle estaba transitada. Pasaban mujeres con niños de la mano, y bolsas de compras. Algunas la miraban con desconfianza, otras le sonreían y la saludaban. Varias carretas pasaron en sentido contrario al pueblo, con hombres y niños que seguramente iban a pescar al muelle.  Los perros iban y venían, solos o acompañando a la gente. El sol ya había caído, y las luces del pueblo eran como luciérnagas, parpadeantes y débiles. Se quedó apoyada en la pared, observando la oscuridad que iba asentándose sobre las calles. La gente, lentamente, fue menguando su presencia, y sólo quedaron, claras e intensas, las luces de la fachada de la ferretería.  Un aroma a pasto húmedo y viento fresco inundó la vereda junto al jardín. Dispuesta a entrar y lavarse antes de cenar, se dio vuelta y se encontró frente a Lorenzo. Estaba vestido con un traje que debió haber sido de su padre cuando era joven y delgado, y luego de su hermano mayor, porque estaba deslucido y con un corte viejo para la época. Era una levita gris, con pantalones del mismo color, una camisa blanca y un corbatín de color indefinible. Llevaba el pelo aplastado y la cara afeitada. Olía a agua de colonia rancia. Dios mío, pensó, Altea, este chico tiene sin duda algún problema mental que lo hacía insociable y desubicado; pero se apresuró a rectificarse, personas como ella misma eran diferentes al resto, y no por eso estaban locos.

      -Estás muy buen mozo...-dijo, para conciliarse por lo que había pasado un rato antes.

      El chico no debía tener más de veinte años todavía, tosió para aclararse la voz.

      -Mi tata me pide que le pida disculpas, por lo que hizo este…-y señaló al perro, que estaba sentado junto a su pierna derecha, mirándolos alternativamente.

      -Así que lo hacés porque tu padre te lo mandó y no por lo que vos hiciste…

      El otro frunció las cejas.

      -No detuviste al perro, dejando que casi matara al mío…

      -Cada uno se defiende como puede…

      -Eso ya lo vi, querido…sos muy chico todavía para tener esas ideas tan frías de la vida. Pero dejemos eso de lado…-. Ella le tomó la mano izquierda, y escuchó el gruñido de Duque. Lorenzo chistó y el perro hizo silencio.

      -Entremos, Lorenzo. Tengo que lavarme antes de ir al comedor.

      Atravesaron el jardín, y Mendoza ya no estaba. Se escuchaban voces desde la sala donde irían a cenar. Lorenzo entró en la sala llena de luces y de voces, pero ella fue a la cocina y vio a Dorotea en su parsimonioso trabajo.

      -Disculpe que la moleste, pero quisiera lavarme un poco…

      La vieja señaló hacia un pasillo, sin más indicaciones. Altea entró en la penumbra. Era el mismo que llevaba hacia el negocio, pero logró encontrar una puerta de donde salía olor a amoníaco. El baño era grande, con un enorme espejo de pared, sanitarios de loza que parecían importados de Europa, azules y pintados a mano, y cortinas con bordados en la bañera, pero había manchas de orina en el suelo y todo estaba sucio y descuidado. El agua la refrescó, y al levantar la cabeza tuvo que sujetarse del lavabo. Otro mareo.

      Regresó por el pasillo y se enfrentó a la sala iluminada. Al verla entrar, todos hicieron silencio, y don Fermín se acercó para conducirla de la mano hacia la silla que le había asignado. A su lado estaba Mendoza, con Max acostado bajo la silla, frente al hermano mayor, Antonio, con su novia, y Lorenzo. No vio a Duque, pero adivinó que estaba bajo la silla, porque oyó lo esporádicos gruñidos que ambos perros se dirigían por debajo de la mesa.

     Don Fermín se rio de la situación.

     -Acá nos faltan los caballos y las vacas, solamente, para sentarlos a cenar.

     Todos festejaron la ocurrencia, y Antonio presentó a su novia a Altea. Era una chica de veinte años, tímida y vestida de blanco, con un cabello claro como el suyo, pero recogido rígidamente sobre la cabeza. El cuello del vestido era alto y la tela muy gruesa. Altea se preguntó si no tendría calor, porque la veía sudar, pero ella se secaba la frente con poco disimulo, o a veces lo hacía su novio, que bromeaba por esa causa. La chica, sin duda, sufría, pero no se animaba a decírselo a Antonio. Entonces éste dijo:

      -Capitán, ¿de dónde sacó a esta belleza escandinava?

      Mendoza estaba acostumbrado al carácter de esa familia, se adaptaba a ellos cuando estaban solos, pero sabía que la mente de Altea funcionaba distinta. Don Fermín refunfuñó, los hijos le daban malasangre, pero Antonio ya era mayor y era el heredero del negocio. Altea se dio cuenta que ambos manejaban a su padre. A causa del carácter expansivo y bonachón del viejo, había aprendido a ceder, aunque se empeñase en aparentar lo contrario. Porque perder a los hijos para su negocio, era perder el futuro seguro en su vejez.

      Ella notó la sonrisa escondida de Lorenzo cuando el hermano hizo esa pregunta. Mendoza lo ignoró, y sin embargo preguntó a su vez:

      - ¿Cómo estuvo el trabajo hoy?

      -Lo normal, capitán. Pero su padrino, Las Heras, me da muchos disgustos. Me debe seis meses de las cosas que usó para las reparaciones de la estancia. Sólo hemos tenido consideración hacia él por usted, claro está…

       Mendoza se puso serio.

      -No me había dicho nada…

      -Por supuesto que no, le da vergüenza…

      - ¿Y  por qué, Don Fermín, no me avisó usted de eso? Sabe que yo podría cancelar esa deuda.

      El viejo tenía la cara de la duda. Miró a Lorenzo, que llevaba las cuentas, y luego a Antonio, que era el cobrador.

     -No se lo dijimos a mi padre para no darle disgustos, sé cuánto aprecia a toda su familia-contestó Antonio en su lugar.

     - ¿Y por qué me lo decís ahora, delante de él? -preguntó Mendoza.

     Los bigotes y la barba de Antonio se mojaron de humedad. Se pasó la mano por el pelo y el mismo pañuelo con que enjugaba el sudor de su novia secó su propia frente.

     -Porque ya se ha convertido en una deuda muy considerable…

      -Y porque estando yo podrían cobrar, ¿no es cierto? -lo interrumpió el capitán. Ignorando al chico, se dirigió al viejo-. Quisiera ver las facturas esta noche, si es posible, don Fermín. -Sabía que el viejo sufría, y esperaba que no estuviesen los hijos esa noche mientras revisaban los papeles. El viejo ya no tenía el valor de negarles nada. Sin embargo, Mendoza los conocía lo suficiente para no confiar en ellos.

     -Per descomptat, per descomptat…- dijo don Fermín.

     Dorotea entró con el pescado. Todos aplaudieron y lo felicitaron. Los perros parecieron olvidar su enfrentamiento y alzaron los hocicos. Los hombres también abandonaron su riña por todo el transcurso de la cena. Bebieron del vino de Cataluña que Fermín guardaba en su bodega para ocasiones especiales, y todos alabaron el sabor de esa cosecha de 1877. El capitán había colaborado con una botella que, traída de la bodega del barco, un cabernet de Burdeos.

      - ¿Y cuándo recuperará lo invertido en ese viejo armatoste, capitán? - preguntó Antonio. De vuelta en la contienda, los hombres esta vez se rieron, porque ya el vino había pasado por sus manos para aliviar la tensión.

      -Cuando sea, no me importa, no te preocupes…

      -Si no me preocupo, capitán, eso es lo de menos para mí…-y pidió un brindis por el éxito de los viajes del “Juan Manuel”. -Si regresara el verdadero, de allá en donde lo tienen encerrado, otra cosa sería este país…-La novia de Antonio dejó caer un tenedor sobre el plato, y miró a todos, disculpándose. Él la miró con desaprobación.

       -Es que el abuelo de María Elena fue un unitario, ella es una Varela. No sé cuál de tantos hermanos fue denunciado al Legislador…

      -Lo mataron- dijo ella. Su voz se escuchó clara por primera vez en toda la noche. El novio la ignoró desde ese momento.

      Don Fermín no se metía nunca en política, ése había sido una de las causas de su prosperidad. No decía no a nadie, y luego hacía lo que a él le convenía. Pero sus hijos eran propensos a decir lo que pensaban, y temía mucho por esa causa.

     -Nada de política en esta mesa, ya saben que lo tengo prohibido.

     -No terminemos mal la noche, muchachos-dijo Mendoza, e hizo otro brindis por el gobierno del doctor Pellegrini.

      Como se vio solo alzando la copa, se rio a carcajadas. Altea quiso ayudarlo, y se sumó al brindis, entonces los demás comenzaron a reírse también, pero sin brindar, y los perros empezaron a dar vueltas alrededor de la mesa, excitados por la algarabía de sus dueños, lamiendo la mano de cada alguno de vez en cuando, esperando comida.

 

      Eran más de las doce de la noche cuando terminaron el café que Dorotea fue sirviendo de la gran cafetera que sujetaba con un repasador. Había servido más de tres tazas a cada uno, en la vajilla que les habían regalado a Fermín y su esposa el día que se casaron. El viejo se quedó un largo rato observando la pequeña taza de porcelana austríaca, teniéndola del asa delicadamente con dos de sus gordos dedos. Los hijos lo miraban con resentimiento, y Altea se preguntó qué odiaban más: al padre o al recuerdo de la madre.

       Las mujeres no se habían hablado en toda la cena, y Altea, a pesar de su parquedad natural, sintió que necesitaba solidarizarse con esa chica que esperaba, de un momento a otro y cuando estuviesen solos, la reprimenda de su novio. Intentó acercarse, pero ella no dejaba de echar miradas a Antonio, que sin embargo la ignoraba.

     -No se haga mala sangre, querida-dijo Altea, agarrándola de un codo. La chica estaba sudando, y se preguntó cuándo iría a desmayarse. Pero María Elena soportó hasta la hora en que Antonio debía llevarla hasta su casa. Ambos salieron, y Mendoza aprovecharía su ausencia. Sabía que Antonio temía eso, y dejaría a la novia con rapidez para volver.

      Mendoza estaba dispuesto a quedarse despierto para hablar de negocios con don Fermín.

      -Lorenzo, andá a acostarte, mañana tenés que llevarnos a Santa Lucía-le dijo.

      El chico miró a su padre pidiendo quedarse, pero encontró otra negativa. Debía sentir que había bebido lo mismo que los otros, y por eso era parte de la familia y del negocio. Era lo que decía su cara, pero también decía que estaba desvalido sin la inteligencia de su hermano. Su habilidad para los números era un fenómeno de circo que Antonio explotaba. Se levantó a regañadientes y se fue golpeando la puerta. Duque lo había seguido.

      -Los dejo solos…-dijo Altea.

      -Dorotea le dirá la habitación, ahí siempre duerme el capitán-dijo don Fermín.

       -Dormiré en un catre del negocio, no se preocupe por mí…- la voz de Máximo Mendoza era más cómplice que la de un amante formal, y eso la hizo sentirse bien.

     Se cruzó con la vieja que regresaba de la cocina para levantar la mesa. Sin decirle nada, la llevó hasta la habitación donde dormían los invitados. Era un cuarto amplio con muebles viejos y amontonados. Los techos altos eran frescos, la cama tenía un colchón cómodo y había una jofaina con agua fría. Un espejo de luna en la puerta de un armario reflejó su figura. Tenía el rostro cansado y ojeroso, se sintió vieja y sin futuro. Lo que poco antes había creído sentir por Mendoza, se había eclipsado ante el aspecto de esa habitación de invitados en un pueblo de provincia. Con los indios se había sentido útil, y no había buscado en ellos identificación ni consuelo alguno, sino una especie de energía que la habilitaba para seguir viviendo cada mañana. Pero frente a este espejo antiguo, alumbrada penumbrosamente por las velas, a la una de la mañana, sabiéndose embarazada y aborreciendo a su hijo, mirando su cuerpo desgastado, sintió el deseo de acabar con toda esa misma noche. ¿Qué hacía en un país desolado por los caudillos y la mala política? ¿Qué hacia ella casada con un hombre que nunca había alcanzado a amar, ahora ya estaba segura de eso, y con el hijo de una violación? Pensó en su madre, viuda y encinta, con su delicada hermosura, su tez clara y el cabello casi blanco, en la costa de Dinamarca, mirando el mar que se había llevado al único hombre que amaba. Altea había amado a su padre a través de ella, de su figura desde el retrato colgado en la pared, de sus libros en los estantes de la biblioteca, de los manuscritos científicos conservados en los cajones del escritorio, los recuerdos y las anécdotas de quienes visitaban a la viuda y su hija. El casamiento con Manuel, la llegada a América, eran un claro símbolo de que había intentado, sin método alguno, alcanzar una imitación, porque sabía desde el principio que cualquier cualidad original estaba fuera de su capacidad. Por lo menos eso fue lo que pensaba, y lo único que podría reprocharle a su madre. ¿Pero cómo acusarla de algo que estaba en su personalidad más como un mérito que como una culpa: la fidelidad a la memoria de un hombre irreprochable? Su padre había muerto antes de tiempo, pero también a tiempo, quizá, para librarse de toda oportunidad de ensuciar esa memoria que le rendirían.

      Volvió a mirarse al espejo, y de pronto vio, en el borde izquierdo y superior de la luna ovalada, una cara que la observaba, asomada a la puerta de la habitación, a casi cinco metros, porque la habitación era amplia, y separados solamente por un espacio vacío donde había una alfombra de tejido indígena sobre el piso de madera. Miró la alfombra a través del espejo, era como un pedazo de selva entre el chico menor de don Fermín, Lorenzo, y ella. Atravesar esos cinco metros era como penetrar en un cenagoso terreno donde podría hasta escuchar el canto histérico de los pájaros tropicales, y el olor a humedad y podredumbre. Ella no se daría vuelta, no haría signo alguno de que lo había visto. El perro seguramente estaba al lado del chico, aunque ella no lo viera podía olerlo, y hasta escuchar su respiración jadeante. ¿Pero era el animal o Lorenzo el que jadeaba?

      Giró un poco la cabeza, simulando que se arreglaba el cabello, y pudo darse cuenta de que Lorenzo se había asomado un poco más, apoyando una mano en el marco. Tenía medio cuerpo dentro de la habitación, el torso desnudo, y la otra mano dentro del pantalón, o quizá un calzoncillo largo, no podía asegurarlo, pero era lo más probable.

      Altea no iba a gritar ni pedir ayuda, eso ya lo había decidido.

      Se desabrochó el vestido lentamente, sin dejar de mirarse en el espejo, vigilando sus movimientos. Se descubrió los hombros y fue bajando el vestido hasta la cintura, luego la falda, levantando una pierna y luego otra, y lo arrojó al piso. Notó un movimiento brusco en la imagen del espejo, escuchó la respiración más agitada y notó el movimiento de la mano oculta.

      La luz de las velas si iba agotando, y a ella la estimulaba el hecho de verlo inquieto, atisbando en la oscuridad naciente el cuerpo que cada vez deseaba más y que quizá vería muy claramente dentro de pocos minutos.

      Altea estaba cubierta solo con las enaguas blancas, estrechas a la altura del pecho, más anchas por debajo de la cintura. La cubrían hasta por debajo de las rodillas, y entonces ella se inclinó un poco para sacarse las medias. Las fue deslizando lentamente, echando un vistazo al espejo de vez en cuando, atenta a cualquier sonido o paso de Lorenzo. El chico transpiraba, podía olerse el sudor que debía caer sobre la barba rala. Volvió a erguirse, contemplándose en el espejo, pasando sus manos por el corpiño, insinuando que muy pronto iría a quitárselo. Esperó, era como el conteo lento antes de un estallido, esperando siempre, postergando el instante preciso antes de la explosión, arriesgándose, tal vez inútilmente. Quizá perdería otra vez, pero sería ahora por su propia decisión, y con el placer de haber sometido a aquella tortura al chico. Al hombre, en realidad. Ella era una estampa de hielo veteado de azul y amarillo, por gracia de la luz de las velas. Era un témpano de sentimientos encontrados que se habían encerrado en un volcán muerto. Era de piedra, era una estatua, pero podía hacer que un hombre desatara su violencia hasta el último extremo de vida.

      Y encontró la gran idea: caminó hacia la mesa junto a la cama, donde estaba la flor que don Fermín le había regalado, esa flor que llamaban Cresta de gallo. Grande y roja, la llevó con sus manos hacia el sitio de su entrepierna, y volvió al espejo. Se miró a sí misma, quieta, segura, dominante y hermosa.       

       Oyó los pasos rápidos de Lorenzo, primero sobre la madera, luego sobre la alfombra. Como un indígena semidesnudo corriendo por la selva hacia su presa, acompañado por su perro de caza. Lo sintió correr esos pocos metros igual que vio hacerlo a los indios mientras enseñaba en Toba, rápidos, sigilosos. Sabía que en pocos segundos sería atacada. Vio acercarse el cuerpo de Lorenzo, alto, el pelo oscuro en el pecho blanco como la leche.

      Entonces ella dio un golpe fuerte con el puño sobre el espejo y cerró los ojos. El cristal estalló en añicos y se derrumbó sobre el piso, y el estruendo fue suficiente para que pronto se escuchasen los pasos de dos hombres por el pasillo. Lorenzo ya estaba sobre ella y la había agarrado de la espalda, mientras Altea se cubría el pecho y se encogía como un pájaro desprotegido. Su cabello estaba ensortijado y revuelto, igual que plumas de un ave herida. Sintió forcejeos a su alrededor, gritos e insultos de los hombres. Se sintió zarandeada de un lugar a otro de la habitación. No quiso abrir los ojos, pero veía claramente con los oídos lo que estaba pasando. Los brazos de Mendoza intentaban arrancar las manos de Lorenzo de la piel de Altea, y los dedos de ambos peleaban y se entrelazaban. Ella cayó al piso.

     - ¡No capitán! ¡Déjemelo a mí! -oyó gritar al viejo.

     Mendoza ayudó a Altea a levantarse.

     - ¿Estás bien?

       Ella asintió, pero se restregó los hombros, tenía la piel amoratada e hinchada. Mendoza la acariciaba con cariño, con una expresión de susto y rabia en la mirada. Miró alrededor. Don Fermín había agarrado a su hijo del cabello y lo sacudía con furia.

       - ¡Tenías que salir así, hijo de una puta! -dijo en catalán, pero lo repitió varias veces en español, porque parecía guardar su idioma natal para los momentos felices. Para la bronca y los exabruptos, el español era el adecuado.

       Lo abofeteó con una mano sin soltarle el cabello con la otra. El chico no se rebelaba, parecía haber perdido la fuerza y la altura frente al padre bajo, gordo y fornido. Pero por un momento logró decir:

       - ¡Vos sos un viejo puto!

       Don Fermín siguió tirándole del pelo, por un instante pareció que lo haría sangrar. Lo sacó de la habitación, casi arrastrándolo, y los escucharon gritar por el pasillo. Luego hubo el golpe de una puerta al cerrarse. Y nada más.

       Altea y Mendoza se quedaron sentados en la cama. Él intentaba consolarla, decirle algo que ella no quería escuchar. Max apareció lastimado, con parte del pelo del lomo arrancado. Se sentó a los pies de ambos, pero le costaba moverse.

      -A vos también de te dieron lo tuyo, pobre Max- dijo Mendoza, acariciándole la cabeza.- Parece que tuvo su pelea con Duque para defenderte. Los vimos en el pasillo antes de entrar.

      Altea se había acurrucado entre los brazos de él, sin llorar, sólo temblaba un poco. Seguía con las enaguas y el vestido apenas le cubría los pechos. Los sentía estremecerse contra el cuerpo del capitán. Él casi la estaba acunando, sosteniéndola, abarcando sus hombros lastimados con un brazo, mientras con el otro acariciaba al perro. Entonces se dejaron caer de espaldas en la cama. Ambos miraban el cielo raso, por donde caminaban algunas arañas, y se rieron. No se sabían de qué, pero se reían sin poder contenerse. Y Mendoza, como único medio para detener esa risa, decidió besarla. Altea sintió que su cuerpo se convulsionaba, y él se levantó y se apoyó en ella, sin lastimarla, apenas poniendo su peso como una protección. Y besó los labios y la cara, luego el cuello desnudo que olía a jazmines del jardín del viejo Fermín. Besó los pechos a través de las enaguas, pero pronto se las quitó, sabiendo que ella quería lo mismo que él, encontrar el cuerpo desnudo de uno y otro, sin permisos ni obstáculos. Cuando ambos se vieron a través de la piel y el sudor de esa noche calurosa, en penumbras, porque las velas ya se habían extinguido, oyeron los gritos de los hijos y del padre, mientras ellos dos se buscaban en el cuerpo de cada uno, delirando con imágenes que no provenían de ninguno de sus sentidos. Un éxtasis que se asemejaba a un barco en un río turbulento, sometido al rigor del viento y la tormenta, al capricho de Dios y de las obsesiones que azotan las mentes de los hombres.

      Cuando él salió de ella, la noche estaba comenzando a terminar. Altea sintió, de pronto y con un escalofrío, que alguien podía estar muriendo como moría la noche, lejos de ellos como lo estaba el barco que se balanceaba, moribundo igual a un pobre enfermo por el río Estigia. Quizá, en el mismo barco, aguardando el llamado de Aqueronte, o incluso tal vez llamándolo.  Pero ellos estaban de este lado del mundo, con las almas que reconocían la diferencia entre el día y la noche, porque habían sobrevivido una vez más al extravío de la oscuridad. Sus manos se habían tocado, cuerpo con cuerpo, poseedores del alma.  Sabían, ya, que el alma es un órgano del cuerpo, un sitio que se traslada de espacio en espacio a través de las venas. Y cuando el cuerpo moría, el alma se atrofiaba como una semilla seca. Eso era Dios cuando el hombre moría.

      Altea y Máximo se quedaron dormidos cuando amaneció. El perro se había subido a la cama, con esfuerzo, y se quedó también dormido entre los cuerpos desnudos. Apoyó por un momento el hocico sobre el muslo de Altea, luego sobre el vientre de Mendoza. Parecía estar decidido a elegir, pero esta vez no se llevó el alma de ninguno.

 

 

*

 

 

Cuando ella despertó, vio a Máximo sentado en la cama, con la espalda apoyada en la pared, y en las rodillas dobladas tenía una carpeta de balances. Con un lápiz corto, revisaba las columnas de números concienzudamente. Seguí desnudo, y ese cuerpo le extasiaba la vista. Le arregló el pelo y la barba, y apoyó la cabeza en el hombro. Él le sonrió y la besó, pero hizo un sutil gesto de fastidio. Altea se separó y se tapó con la sábana. Miró por la ventana, no habían cerrado los postigos en la noche, y ahora la luz de la mañana entraba intensa y plena, reflejándose en los cristales rotos, iluminando el armario abierto donde había estado el espejo. La flor estaba muerta sobre el piso.

       - ¿Son las cuentas de tu padrino? -preguntó.

       Mendoza asintió, sin mirarla.

       - ¿Has encontrado alguna irregularidad?

       Él suspiró y cerró el folio.

       -Ninguna, pero Lorenzo, a pesar de su aparente estupidez, es muy hábil para estas cuentas, y yo casi un ignorante. Y Antonio lo maneja como quiere, es la inteligencia estratégica. No sé qué esperaba encontrar, si la trampa fuera tan evidente don Fermín se habría dado cuenta, o cualquier otro.

      - ¿Cuál es el problema con esos chicos? -Altea sabía que esa conversación era una excusa, porque ambos tenían la mente puesta en otra cosa subyacente: ella en que desearía quedarse en esa cama para siempre, con ese hombre, y él en esas cuentas inconclusas.

       -Su madre es el problema.

       - ¿Cómo murió?

       -No murió, vive en Santa Lucía. Don Fermín la echó de la casa. Creo que los chicos siguen viéndola de vez en cuando, por lo menos Antonio.

       - ¿Y por qué la echó?

       -Por bruja.

       Altea se rio.

       -Es verdad, no que sea bruja, me refiero a que la echó por ese motivo. Pero en el pueblo siempre se dijo que tenía facultades especiales, y después de casarse durante casi diez años esta casa era un infierno de discusiones y peleas. Lo único cierto sobre ella es que se dedicaba a los abortos del pueblo y de los alrededores.

       Altea se inclinó en la cama, para mirarlo a los ojos.

      - ¿A ella vas a llevarme?

      -No sé si sigue trabajando, hay otra, me dijeron…

      - ¿Por eso vinimos a lo de don Fermín?

      Ella no entendía los motivos reales de la estrategia, si es que se había tratado de eso, de Máximo. Lo intuía, pero la duda la irritaba.

       -Los hombres- dijo él al verla cerrarse otra vez en la nebulosa fría que pronto se convertiría en hielo- cuando se trata de ustedes, las mujeres, sentimos una tremenda culpa, que nos hace equivocarnos. Hacemos cosas innecesarias, presentamos argumentos complicados, y finalmente damos largas e inútiles excusas. Pero la mirada reprobatoria de las mujeres es un estigma para algunos de nosotros.

       La mirada de Altea no cambió, podían estar teniendo pensamientos benévolos o el más recalcitrante rencor. Él se levantó para vestirse, silenciosamente.

       -Quisiera asearme antes de salir-dijo ella.

       -Le diré a la vieja que te prepare un baño.

       Él salió y saludó a alguien en el pasillo. Ya todos sabían que habían dormido juntos. ¿Qué cara pondría frente a esos chicos, sobre todo ante Lorenzo? Sintió vergüenza y mucha ira. Quería irse lo más pronto posible de esa casa llena de hombres que se entendían con códigos de odio, pero en una perfecta paz. Porque los golpes entre ellos no eran más que expresiones momentáneas, y en cambio sus relaciones con las mujeres sufrían del irrevocable rencor.

      Dorotea llegó. Ella la siguió hasta el cuarto de baño, donde la gran bañera estaba llena de agua tibia. La vieja dio vueltas, preparando las toallas, el jabón y los perfumes que parecían no habían sido sacados de un armario en mucho tiempo.

      -No es necesario todo esto, Dorotea.

      La vieja, siempre muda, se encogió de hombros y salió, cerrando la puerta. Altea cerró con llave. La puerta era de madera, con vidrios esmerilados en la mitad superior. Colgó una toalla contra los curiosos, y se desvistió. El agua estaba tibia y le hizo bien. Cerró los ojos, y vio el agua manchada. Los abrió, y el agua de la bañera estaba limpia. Temió por sí misma, si sangraba estando embarazada, era porque las cosas no iban bien. Pensó en sus primeros sangrados de adolescente, en el miedo atroz que le provocaban, hasta que su madre le explicó la verdad. Pero el agua de la bañera estaba clara y llena de espuma de jabón. ¿Agua y sangre? Desechó el pensamiento y comenzó a secarse y vestirse. Regresó a la habitación para preparar sus cosas. Iría a desayunar, tenía hambre.

      En el comedor estaban sentados don Fermín, Máximo y Antonio. Lorenzo no apareció en toda la mañana. El viejo se levantó con desmedido esmero y atención hacia ella. Ya no mezclaba ninguna expresión en catalán, eran curiosas esas acomodaticias personalidades del viejo: el caballero español, el poderoso comerciante, el viejo enclenque dominado por sus hijos, el padre tirano.

      -Mi querida señora, por favor, tome asiento a mi derecha. -La besó en la mano y la acompañó al asiento. Mendoza, que estaba allí, se levantó y ocupó la silla de al lado. Antonio la saludó con sorna, sin decir nada.

      -No es necesario que se mencione lo de anoche, don Fermín- dijo ella, logrando el efecto que esperaba. Vio que el padre y el hijo se miraban, oliendo algo en el aire, y se dio cuenta que era el perfume que ella llevaba. Debía ser el mismo que muchos años antes usaba la madre de los chicos.

       El viejo se aclaró la garganta, volvió a sentarse colocando la servilleta sobre la falda y continuó desayunando. Nadie dijo nada sino cuando ya habían terminado. La taza de té de Altea estaba vacía, el mate de Máximo estaba frío y la pava casi vacía, las tazas de café que Fermín y Antonio habían consumido varias veces estaban sucias y con restos de las galletas que Dorotea preparaba desde muy temprano.

     -Debemos irnos, don Fermín. Pero antes debemos arreglar unas formalidades-dijo Mendoza. Se levantó y fue a buscar la bolsa de viaje. Sacó un atado de cuero y se lo entregó a Antonio por encima de la mesa.

      -Por favor, capitán…no ensuciemos la mesa familiar con los negocios-dijo el viejo.

      -Con esto saldo la deuda de mi padrino. Considero que la deuda es con su hijo, así separamos lo blanco de lo negro.

     Antonio largó una carcajada fuerte.

     -Usted debe tener ancestros teatrales, capitán. Debe ser el gran abolengo de su familia, que le brota por la piel sin poder evitarlo. -Y se puso a aplaudir. Mendoza se inclinó sobre la mesa y comenzó a estirar los brazos hacia el chico, pero el viejo se interpuso.

     - ¡Por favor, señores!

      Antonio se levantó y recogió el dinero.

      -Le daré el recibo al coronel en cuanto lo vea.

       Don Fermín se adelantó al capitán:

      -No es preocupi, li prometto encarregar  d’això.

      Altea pensó en ese oportuno uso del catalán. Los hombres se fueron cada uno por su lado: Antonio desapareció por el pasillo interior, don Fermín salió para encargarse del transporte que les había preparado para el viaje, Máximo y Altea salieron al patio. El jardín estaba luminoso, y las Crestas de gallo permanecían enormes y siempre oscuras. El perro los acompañaba, rengueando, y Mendoza lo subió luego de ayudar a Altea, que acomodó la falda de su vestido al estrecho espacio. Max se acostó en la parte de atrás, con el bolso del capitán y la pequeña valija de mano de Altea.

       -Se lo devolveré en unos pocos días.

       Don Fermín hizo un gesto de despreocupación.

       -Quédeselo cuanto quiera, capitán, era de mi finada. - Se despidió de Altea con un beso en la mano.

       Cuando ya se habían alejado un largo trecho, ella dijo:

       -Si tuviera algo con que limpiarme…

       Mendoza, que llevaba las riendas, se rio fuerte. Max levantó la cabeza y movió la cola, acomodándose luego entre ellos en el pescante. Le hicieron espacio y Altea le acarició el lomo herido, que comenzaba a cicatrizarse.

       El caballo era un zaino ya no muy joven, iba despacio, y había que espolearlo de tanto en tanto.

      - ¿A cuánta distancia está Santa Lucía? -preguntó Altea.

       -A unas sesenta leguas más o menos.

       Ella suspiró, resignada a la incomodidad de todo aquel trayecto en ese sulky pequeño e incómodo, que les llevaría dos o tres días, por lo menos. La mañana había amanecido clara y despejada, incluso cuando partieron de Lavalle, dejando atrás el pueblo y las últimas calles, todavía había sol, pero pronto las nubes comenzaron a poblar el cielo desde el oeste, primero blancas, luego más oscuras, y para media tarde, ya cubrían todo el cielo y había comenzado a refrescar. Se dio vuelta para buscar la valija, la puso en su regazo mientras Max husmeaba en el interior.

    -¡Quieto!-le dijo ella, y él la miró con ojos tiernos y la lengua afuera. Altea no tenía humor para condescendencias, así que lo empujó hacia atrás, mientras el perro se resistía. Mendoza los miraba y sonreía, y Altea lo retaba igual que al perro. Cuando consiguió lograr que el animal se acostara, sacó de la valija un saco de lana y se cubrió.

      - ¿Querés un abrigo? -le preguntó al capitán. Éste negó, mirando al cielo de vez en cuando.

       -Va a llover antes de la noche, deberemos buscar un refugio. A pocos kilómetros está la chacra de uno de los arrendatarios de mi prima.

       Eran las cinco de la tarde, tal vez, cuando vieron aparecer desde el oeste, una línea oscura, al principio muy fina, que luego fue extendiéndose y tomando la forma de una bandada que se acercaba con lentitud. Altea le señaló aquello con una mano y la otra apoyándose en él. Eran murciélagos en pleno día, y curiosamente en víspera de una tormenta.

      - ¿Vienen desde el Paraná?

      - Sí, pero son originarios del Brasil. Bajan en esta época y dejan sus crías. Luego vuelven todos al norte en el invierno. Por eso es raro verlos tan lejos del río, por esta zona hay pocos árboles, solamente montes y cuevas.

     -Entonces huyen de la tormenta…

     -Eso parece…-dijo él, y ya no dijo más por un largo rato.

     Los murciélagos oscurecieron un poco más la luz de la tarde. Sus aleteos se escuchaban claros a la distancia.

     -Será mejor que te tapes la cabeza, van a pasar por acá. Lástima que no hayamos llegado a la chacra antes…

     -Tenés miedo por el caballo…

     Él asintió.

     -No conozco a este zaino, tal vez se asuste, tal vez no. Atá al perro, es capaz de saltar cuando lleguen.

      Altea ató a Max con una cuerda, y luego se cubrió la cabeza con el saco. Miró al cielo, ya estaban muy cerca, y descendían. Agarró un viejo poncho abandonado en la parte de atrás del sulky y cubrió la cabeza de Mendoza. Él sonrió, agradecido, y le agarró una mano, mientras con la otra conducía las riendas.

      Entonces los murciélagos comenzaron a bajar. Podían ver sus curiosas caras de pequeños monstruos, porque de noche era imposible distinguirlas. Las alas los golpearon, los cuerpos chocaron con ellos y el sulky. Altea oyó los gritos de Mendoza instando al caballo a quedarse quieto, y a éste relinchar. La carreta se sacudía, deteniéndose y tomando impulso con la inquietud del zaino. Max ladraba, pero se escondía bajo el pescante. Altea no quiso gritar, pero estaba asustada. Sintió algo así como mordiscos en los brazos, pero no creía que fuese posible. Cerró los ojos hasta que la bandada pasó. Todo fue cuestión de pocos minutos, pero la sensación mucho más larga.

      Cuando se vieron libres, alzó la mirada y los vio desaparecer hacia el este. La carreta estaba detenida en medio del campo, el caballo se sacudía la cabeza y bufaba. Miró a Máximo, que estaba con las manos sujetando las riendas con suma tensión, se notaba en las venas, marcadas como ríos en el dorso de las manos.

      -Ya pasó...-dijo ella, a modo de consuelo, pero no entendía tal temor en un hombre como él.

      -No sé…-empezó a decir Mendoza. -Sentí miedo …o me pregunto si fue terror… pero no me hagas caso…- Su cara, sin embargo, no pudo librarse de esa sensación.

       Dos horas después comenzó a gotear, y poco rato más tarde la lluvia era muy fuerte. Había cerca un pequeño bosque de eucaliptos, y aguantaron la lluvia torrencial durante dos kilómetros. Aún bajo los árboles, la lluvia se sentía con fuerza.

      -Ponete bajo la carreta-dijo el capitán. Ella lo hizo, llevándose la valija y al perro, mientras veía a Máximo sacar los arneses al caballo y atarlo a un tronco. Luego se sentó junto a ella. Estando hombro con hombro, se miraron a los ojos, sonrieron, y se besaron. Ella se rascó un brazo, luego el otro.

      - ¿Qué pasa?

      -Nada, es que por un momento creía que me habían mordido.

      -A ver...-dijo él, tratando de levantarle las mangas del vestido.

      -No vas a poder…- Se desabrochó los botones superiores del pecho y descubrió un hombro. Había dos mordeduras. Se miró en el otro, y había tres.

      -Santo Dios-dijo él. - Es muy raro que hagan esto, deben ser los myotis…

      - ¿Qué es eso?

      -Una de las especies, la descubrieron unos exploradores alemanes hace muchos años. Mi abuelo conoció a un tal Schinz allá por los años veinte, que se hospedó en Santa Fe. -Quédate quieta un poco, por favor, debo ponerte unas hojas sobre las mordeduras.

      Altea lo vio levantarse y buscar entre el pasto. Max intentó lamerle las heridas, pero ella lo ahuyentó. Todavía no sentía miedo, pero lo veía venir y crecer en su interior, así como había visto a la bandada desde el cielo del río.  Observó cada paso de Máximo, que tardaba, dedicado a buscar cuidadosamente entre el pasto.

     - ¿Qué buscas? - preguntó, irritada. Él sólo hizo un gesto de paciencia con la mano. Lo vio acercarse al caballo y revisarlo. “Ahora se preocupa por el animal mientras estoy esperándolo”, pensó, enojada.

      Al rato él regresó con un empasto de hojas que untó en las heridas, cubriéndolas con la tela de la ropa blanca que tenía ella en la valija.

     - ¿Crees que están rabiosos?

     - ¡No!- contestó él, casi en un grito con el que evidentemente intentó cubrir, echar y destruir aquella sensación de lo casi inevitable.

   

       Llegó la oscuridad y la noche. Altea estaba dormida y él la tenía abrazada contra su pecho. El perro estaba tirado junto a ellos, y temblaba. La lluvia seguía intensa y constante. Debió haber previsto el inconveniente de la lluvia y pedir un vehículo más grande a don Fermín, se dijo. Pero estaba demasiado acostumbrado a viajar solo, aguantándose cualquier precariedad y viajando grandes distancias por el campo, fuera día o noche, con únicamente su caballo. Pero lo que lo preocupaba ahora eran esos murciélagos, porque sabía que los de esa especia eran hematófagos.

      Altea tembló un segundo y él le tocó la frente. Estaba fría. Ella, antes de dormirse, había preguntado si el caballo estaba bien. “Sí”, había contestado, “es difícil perforar la piel de un bayo viejo y peludo como éste”. Pero mientras más había intentado minimizar la situación, más evidente era su temor.

      Apenas amaneció, sacó las provisiones que el viejo Fermín les había dado para el viaje, envueltas en una bolsa de tela, y se puso a preparar un fuego cerca de un árbol. Todo estaba húmedo, pero por lo menos había dejado de llover. Calentó agua y preparó un mate. La yerba estaba seca, igual que el pan. Olió el pedazo de queso que había hecho la vieja Dorotea, y cortó un pedazo. Dejó todo preparado junto al fuego.

      -No te atrevas a acercarte- le dijo a Max. El perro lo miraba con ojos tristes, todavía con aspecto lastimoso luego de la pelea con el otro, pero a salvo de los murciélagos. Fue a despertar a Altea. Ella abrió los ojos, afiebrados, pero no temblaba. Tenía los músculos entumecidos por la posición en que había dormido.

      -Preparé un desayuno campero-dijo a modo de disculpa.

      Ella lo miró con ironía, si hubiese visto lo que comía mientras estaba en Toba con Manuel. Pero al llegar junto al fuego con la vieja pava, un plato de madera con pan y queso, y al perro sentado junto a ellos, esperando un bocado, sonrió. Nunca, ni aún en Cádiz, un desayuno le había parecido más apetitoso que éste. Olió el aroma de los eucaliptos bajo los que se habían protegido, el olor del pasto y la tierra mojada. Aceptó el mate de manos del capitán Mendoza, el mismo capitán de un gran navío y miembro una añeja familia criolla le estaba cebando mate y preparando un trozo de pan con un queso cuyo aroma le trajo reminiscencias de tiempos que nunca había conocido. Ni Dinamarca ni España, únicamente el campo en el que ahora estaban, los árboles, el cielo encapotado, un perro lindo y un caballo viejo. Y frente a ella estaba un hombre en cuyo rostro encontró, por un infinitesimal instante que nunca olvidaría, una contemplativa paz.

      Poco después retomaron el viaje. A ella le dolían los brazos y piernas, así que la ayudó a subir y la cubrió con el poncho. Lo vio armar los arneses del caballo, mientras le revisaba la piel intentando disimular para que Altea no se preocupara.  El animal resistiría más que ella, si había tenido la mala suerte de infectarse.

      - ¿Cuánto falta? -preguntó, a pesar de que se había propuesto no presionarlo más.

      -Bastante, pero nos quedaremos a descansar en la estancia de don Facundo, ya te hablé de él.

      El sulky se asomó desde debajo de los árboles y se sometió al cielo rancio. Garuaba, pero era soportable. Durante la mañana Mendoza había construido un pequeño toldo sobre el pescante. Después del mediodía comenzó a llover nuevamente, y los relámpagos se sucedían igual que lámparas grandes y obsoletas que parpadeaban incansablemente en el horizonte.

       - ¿Se habrá desbordado el río?

       Él se encogió de hombros.

     - ¿Habrá pasado algo malo con el barco?

      -Basta ya de preocuparte. Estamos muy lejos como para volver a ahora, y menos en las condiciones en que estamos.

     -Lo lamento, Máximo. Yo no soy así, pero de pronto, no sé…

     Se sentía vulnerable, porque estaba con frío. Intentaba no temblar para no preocuparlo, pero con sus palabras, que no podía evitar, lograba lo contrario. No quería ser una mujercita miedosa que se colgaba del pantalón de su hombre para ser arrastrada como un fardo molesto y balbuciente, pero así se estaba comportando.

      La lluvia repiqueteaba en el toldo, que se combaba y él debía vaciarlo hacia el costado para no mojarse. A veces, el perro quedaba en medio del chorro de agua, lo veían mejor y las heridas se cicatrizaban. A media tarde, vieron la chacra. Había sarandíes y álamos rodeando el casco de la esrtancia. Cuando estaban acercándose a la tranca de entrada, le extrañó a Mendoza el abandono en que veía el terreno en los alrededores. No había perros que salieran a recibirlos, ni había peones ni movimiento alguno. La tranquera estaba abierta y rota. Pasaron hasta llegar junto al caserón, pero la soledad era tan inmensa, y sobre todo el silencio, que no tuvo más remedio que lamentar una desgracia.

       -Ha pasado algo…-dijo ella.

       Dándose tiempo para responder, él dijo:

       -Por lo menos tenemos refugio.

       La ayudó a bajar, y de pronto una voz de mujer, gritó:

       - ¡Quédense donde están!

       Una gorda con escopeta en mano los amenazaba.

       -Soy el capitán Mendoza, mujer. ¿Y usted quién es? ¿Dónde está don Facundo?

       Ella dejó caer el rifle y fue corriendo hacia ellos.

       - ¡Máximo! -dijo, abrazándolo y llorando.

       -Pero mujer…tranquila…

       Ella levantó la mirada y él reconoció a la esposa de don Facundo Espinoza. Estaba tan diferente, que sólo en los ojos y en la expresión logró encontrar la mirada tierna de esa mujer que, según decían, se había enamorado del capitán antes de casarse con el estanciero.

       - ¿Carmela…?

       -Soy yo, Máximo, aunque no puedas creerlo, pero vamos a entrar. -Miró a Altea con desconfianza.

       -Es una amiga, Carmela, a ti no puedo ocultarte nada.

       -Ni queriendo podrías. Pase, señora, no tenga miedo.

       El interior de la estancia estaba casi vacío, salvo por una mesa, las sillas y el horno a leña. Había cajas con conservas que olían mal sobre el piso y contra las paredes.

      - Pero ¿qué ha pasado?

       Mientras ella, caminando con dificultad, arrimaba las sillas y se sentaba, vieron que sus tobillos estaban sucios e hinchados.

       -Sabés que a Facundo le gustaba jugar…y bueno…teníamos una hipoteca sobre el rancho. Después empezó a sufrir mucho del hígado, por el vino, qué se le va a hacer…y dijo el doctor que no tenía que trabajar tantas horas seguidas en el campo, así que no pudimos pagar desde hace dos años.

      -Ya eso lo sabía…

      -Nos prestaste mucho dinero, aunque a vos no te caía muy bien, se entiende. En fin, gracias a eso vivimos tranquilos mucho tiempo. Pero el gobierno nos quería expropiar, así que Facundo pidió otro préstamo a los Valente. Ahora la propiedad es de ellos. A mí me dejan acá por lástima.

      - Pero cómo, ¿sola? ¿Y tu marido dónde está?

      -Facundo se mató. Se ahorcó de ese árbol…- Carmela se levantó, caminó pesadamente hacia la puerta y les mostró el tronco tronchado de un álamo que alguna vez había dado sombra a la casa.

      -Fue lo primero que vi esa mañana al levantarme para buscar agua. El cuerpo colgando, y los perros aullando. Entonces agarré la escopeta y los maté, para que dejaran de llorar. Porque si yo estaba dispuesta a no llorar, nadie más lo haría. Después, llevé la escalera grande y un cuchillo de la cocina, me subí y corté la cuerda. Entonces vinieron los peones y me miraron. Los despedí a todos a los gritos, no quería a nadie cerca. Hice un pozo, como pude, sabés que pocas fuerzas tengo, y los tiré a todos al fondo, después de arrastrarlos, a él y a sus perros.

      Altea seguía sentada, temblando, apretándose el cuerpo con los brazos y la cabeza contra el pecho. Carmela dijo:

      -Ya me ves cómo estoy ahora. Soy una ruina, Máximo, y tengo tu edad.

      - ¿Y los chicos?

      - Pasaban ese verano en Corrientes con mis suegros, por lo menos Facundo tuvo la consideración de matarse cuando ellos no estaban. Ya no tenemos casa, así que siguen allá. Son pobres como lauchas, pero no los quiero cerca. Me hacen acordar demasiado al padre, y además…qué querés que te diga…me da vergüenza que me vean así.

      Se quedaron en silencio, mirando desde la puerta el tronco tronchado del árbol que ella había hachado al día siguiente. Altea los observaba, la mujer abrazada a la cintura de Máximo, él intentando abarcar con su brazo la entrañable humanidad de Carmela.

      Esa noche, alrededor de la mesa, comieron lo que había quedado de una res que los Valente le enviaban de tanto en tanto. Hablaron de Natacha y de Ariel. Pero Altea no estaba muy dispuesta a escuchar. Carmela dormía en el galpón, el heno daba más calidez al sitio. Ellos dormirían en el rancho, sobre varias frazadas viejas que le quedaban de la cama matrimonial que habían vendido poco antes de la muerte de Facundo.

      -Fue el último mueble que vendimos. Era muy linda, nos la regalaron mis padres cuando nos casamos. ¿Te acordás cuando fuimos a buscarlo al puerto de Buenos Aires? - Se dirigió a Altea para explicarle. -Imagínese, atravesó todo el océano desde Madrid, lo bajaron del barco y entre Facundo y Máximo la pusieron en una gran carreta, porque era un mueble tallado a mano de una sola pieza. La llevamos hasta el puerto de Ensenada, y de allí río arriba hasta acá. Esa noche fue nuestra noche de bodas.

     Carmela sonreía entre sollozos, y Altea no sabía cómo consolarla. Máximo veía que una temblaba de frío, presintiendo lo peor, y que la otra, ya sin esperanza ninguna, se alimentaba de penas y de recuerdos. Decidió que no se quedarían allí más que esa noche. Huirían de la enfermedad que vivía en ese rancho, y buscarían un médico.

 

 

*

 

 

Antes del amanecer, prepararon sus cosas. Carmela les había ofrecido una carreta más grande, aunque algo desvencijada, pero no podía darles animales. El viejo zaino fue atado a la carreta que requirió solo unos pocos arreglos, y partieron sin despedirse de Carmela Espinoza. Sabían que seguramente ella los estaría viendo alejarse desde la casa, pero no se dieron vuelta. A veces la piedad está más cerca de los ojos esquivos y del silencio.

      La mañana era fría, y Altea seguía envuelta en el poncho, puesto así nomás, según los escalofríos que sintiera. Durante la noche él le había curado las mordeduras. Seguían inflamadas.

      - ¿No debería estar con sus hijos, a pesar de lo que piense ella?

      -Anoche me dijo que ellos le escribían, pero nunca les contestó. En la última carta le decían que se irían a Buenos Aires a probar suerte, pero quién sabe…

      - ¿Estabas enamorado de ella, en ese entonces, me refiero?

     El capitán le echó una mirada de reojo, satisfecho de esos celos.

     -Nunca, pero era muy linda, aún se puede ver en esos ojos celestes y las mejillas rosadas. Siempre fue un poco gordita, pero ahora…esas venas de las piernas, esas manos como rotas, y la amargura de la mirada…

      Siguió lloviendo toda la tarde. El caballo caminaba más despacio. Deberían haber encontrado puestos en el camino, pero con esa lluvia hasta las garitas estaban cerradas. Faltaba por lo menos un día para llegar a Santa Lucía con el ritmo que llevaban. Si hubiesen podido encontrar otro caballo…

       Eran más de las seis de la tarde, probablemente, cuando Altea se desmayó. Su cuerpo se venció hacia adelante y a punto estuvo de caer entre el caballo y la carreta. Máximo alcanzó a sujetarla de un brazo, detuvo la marcha y la alzó para acostarla atrás. Ya se venía sintiendo débil desde el mediodía, pero a pesar de aconsejarle que se acostara, ella se había empecinado en seguir con él en el pescante. La cubrió con una de las frazadas que Carmela les había regalado y reanudó el camino. El perro estaba acostado junto a ella, vigilando el camino y a su ama, y de vez en cuando daba un par de ladridos, que tranquilizaban los pensamientos del capitán. Él pensaba en el camino por el que transitaban, tan conocido en un tiempo, pero ahora cambiado por los acontecimientos políticos y el paso del tiempo. Estancias abandonadas, hombres muertos, rancherías levantadas o incendiadas, árboles talados, y gente extraña.

      Antes de la noche se cruzaron con unos gauchos que lo miraron con una mano en las riendas y otra en el mango del puñal junto al cinto. Él igual, pero la mano sobre el revólver. El sable seguía fiel, en la carreta, pero como un viejo estático incapaz de moverse. No podía confiar en la gente que veía, porque eran desconocidos. Y en esas tierras ya casi todos lo eran. Incluso una mirada que no agradaba podía ser motivo de una riña. Los Mendoza y Hurtado ya eran carne vieja y rancia, nadie los quería, y eso los que aún tenían recuerdo de los suyos. Para los demás, era un tipo más con el cual podían tener una gresca o del cual podían obtener algo que robar.

      Uno de los hombres con los que se cruzó, lo saludó con un gesto de la cabeza y las manos en las posiciones oportunas. El capitán saludó también, y supuso al otro dispuesto a asaltarlo. Ya estaba por sacar el revólver y disparar, sin miramientos, porque no se podía confiar en la rapidez del puñal de esos gauchos. Pero cuando ya estaba preparado, lo vio alzar la cabeza y mirar hacia la parte posterior de la carreta. Su mirada cambió, de repente. Giró los ojos hacia Mendoza, al cual sabía atento a lo que él hacía, pero abandonó la mirada tensa, y hasta se pudo percibir la relajación de sus hombros y su espalda. Cuando Máximo vio que el peligro había pasado, el gaucho ya se estaba alejando casi inclinado sobre el bayo, sometida la espalda al ritmo del trote lento, dando golpecitos mimosos al flanco del caballo, pensando quizá en ese extraño que llevaba a su mujer enferma, y un perro que lo ayudada. No iba a asaltar a ese hombre, no iba a camorrearlo. Tal vez eso pensaba, se dijo Mendoza, o quizá simplemente había tenido tanto miedo como el que él había sentido.

      Por la noche llegaron a la orilla de un arroyo. Encendió un fuego, preparó algo de carne del rancho de Carmela, y construyó un toldo para la carreta. Así cubierta, Altea se sintió más tranquila y aceptó unos sorbos de agua, pero no quiso comer. Ahora sí estaba afiebrada. El vestido ya olía mal por la transpiración, así que la cambió, secándole la piel antes de ponerle el vestido limpio. La piel blanca de Altea estaba enrojecida en la cara y en las mordeduras, pero el resto lucía pálido y frío. Ella lo miraba con terneza, acariciándole el pelo mientras él la secaba o intentaba con esmero y paciencia colocarle el vestido de botones y abrochaduras complicadas. Las manos torpes se esforzaban, pero a veces se daban por vencidas, y entonces ella le decía que no se preocupara, que tenía calor. Pero él no quería dejarla descubierta el rocío de la noche y al frescor repentino de la mañana. Se acostó a su lado y se quedó dormido apoyando un brazo sobre el pecho de Altea, cuyo respirar interrumpido por la tos, fue tomando el ritmo irregular de una música que seguramente todavía no se había inventado.

      Lo despertaron los relinchos de varios caballos, los ladridos de Max, y luego varios empujones en un hombro. El gaucho con que se había cruzado la última vez estaba parado en la carreta, empujándolo con el pie.

      -Oiga, compadre. Ya es medio día. ¿P’a dónde va? -Max le seguía ladrando. -¡Juera, pucha, si no querés un rebencazo!-Pero el perro comprendía que no lo decía en serio, y continuó ladrando y moviendo la cola.

     Mendoza se levantó sobresaltado.

     -No se haga mala sangre, amigo. Le traje un par de pingos para que apure el trance, p’a donde vaya. -Y señaló dos caballos junto al del gaucho.

     Se bajaron de la carreta. Mendoza se mojó la cabeza con agua fría y se restregó la cara.

     -Le agradezco mucho la atención, pero no tengo con qué pagarle ahora. Cuando lleguemos a Santa Lucía…

      El gaucho negó con la cabeza.

      -Nada de eso. La señora está muy enferma- dijo, señalando a Altea, que seguía dormida. - Cuando llegué a mi ranchito, le comenté el percance a mi mujer. ¿Y qué esperás?, me dijo. Entonces me traje a estos pingos, y en las alforjas hay algunas cosas que ella juntó de lo que comimos anoche.

     Máximo se quedó mirándolo. Pensaba en Altea, que parecía muerta, y en la cara del gaucho había una tristeza que le hizo un nudo en la garganta.

     - ¿Me oyó, compadre? - insistió el otro, mirándole una oreja como si no lo hubiera escuchado.

Mendoza se rio.

      -Sí, discúlpeme, amigo, es que hace mucho que no vengo por estos entornos y no estoy acostumbrado a anta amabilidad.

      El tipo se quitó el sombrero y se veía cohibido.

     -Ahora veo que hablo con un señor, perdone que lo haya tratado como a uno más, me refiero a…usted comprende.

     -No se preocupe. ¿Cuál es su gracia, compadre?

     -Gualterio Goncalves, para servirlo…

     Se estrecharon las manos.

     -Nombre raro para un gaucho…

     El otro se rio.

     -Cosas de mi viejo, se vino del Brasil y se juntó con mi vieja, india.

     - ¿Y cómo puedo agradecerle la atención y devolverle los pingos?

     -No se hable…solamente déjeme ayudarlo a atarlos a la carreta y si quiere, los acompaño un trecho.

     Ataron los caballos y dejaron que el viejo zaino descansara junto al del gaucho. Retomaron el camino, ya entrada la tarde. Iban en silencio. El toldo de lona se sacudía con el viento, y Goncalves se encargaba de evitar que se desprendiera. Iban rápido, pero apenas se sentían los trajinazos con el trote experto de los caballos nuevos y descansados. Ya no llovía, pero el cielo seguía encapotado.

      - ¿Tiene hijos, Goncalves? -preguntó. La voz de Mendoza fue como un trueno para el silencio impuesto del gaucho.

     -Dos, compadre, pero me los mataron, me queda un nieto.

     - ¿Y cómo fue, si puedo saber?

     -Los milicos, amigo. Trabajaban para el partido, con la misma dedicación que yo lo hice para don Justo, pero los milicos vinieron y los mataron.

     Siguió un largo silencio sólo interrumpido por el rumor del agua del arroyo al que se iban acercando. Pronto llegarían a Santa Lucía.

     - ¿Y qué le pasó a la señora? Si me permite…

     -La mordieron unos murciélagos, hace dos días. No sé si los habrá visto usted…

     El gaucho hizo memoria.

     -Raro por estos pagos, compadre. ¿Cómo eran?

     -Como los que rondan el Paraná por la noche, pero esos no muerden. Los del otro día tienen el cuerpo negro, y son grandes.

     -Ya sé, vienen del Brasil. Hace ya mucho que están bajando a estos pagos por las lluvias. Matan mucho ganado, pero nunca supe que mordieran a la gente. Hay una curandera que sana eso en el pueblo a donde van.

     Mendoza prestó atención.

     - ¿Sabe el nombre, amigo?

     -Cómo no. Aurora Valverde, se llama la mujer. Hace gualichos, pero también cura. Mi china la conoce, pero no habla de ella desde que volvió. Le hizo un trabajo, tengo entendido, compadre, usted ya sabe, cosas de hembra…

      Estaba casi oscuro cuando llegaron a las primeras calles del pueblo. Detuvo la carreta y le dijo al gaucho:

      -Ya estamos, amigazo. Devuélvame al zaino que ya está descansado, y acá no lo vamos a necesitar mucho.

      Cambiaron los arneses y los dos caballos volvieron junto al de Goncalves.

      -No sé cómo agradecerle…

      -Ni se hable, fue un gusto conocer a un señor como usted, capitán…

      Máximo frunció el ceño.

      - ¿Cómo sabe, si no le dije?

      -Ya le conté que fui soldado de don Justo. Conocí al coronel Las Heras en esa época, y sigo haciéndole algunas gauchadas ahora que está viejo. Yo lo vi a usted muchas veces en su estancia, cuando era un chico. Me di cuenta recién hoy de quién era usted, por su forma de hablar. Tiene el mismo señorío de ese entonces.

      Mendoza hizo memoria. ¿Podía ser este gaucho el mismo hombre que le había enseñado a cuidar los caballos enfermos, y con el que había cabalgado recorriendo las estancias de los alrededores ya siendo adolescente?

      -El mismo, compadre, para servirle-dijo el gaucho, como leyendo su pensamiento. Pero era su cara lo que había leído.

      Se dieron la mano, fuertemente, y sin soltarlo, él dijo:

      -Fue un honor volver a verlo, amigo mío. Y mis cariños a la patrona, que lo hizo volver.

     - ¡Está bien ésa, tiene razón, compadre! Ellas saben…- y mirando hacia la carreta, desde donde Altea estaba observándolos con un brazo apoyado en el borde, medio dormida pero atenta, con el perro lamiéndole la mano, él dijo: - Cuide a la señora, y despídame de ella, no soy digno…

      Y el viejo Goncalves se subió a su pingo, dio la vuelta, y se fue al trote. Las ancas de los tres caballos se alejaban a un ritmo sincopado, desapareciendo al paso de la noche.

 

    

*

 

 

Mendoza se acercó a Altea:

       - ¿Cómo estás?

       -Muy mal, Máximo. No tengo fuerzas para nada…

       - ¿Tenés frío? -  preguntó, buscando las frazadas que ella se había sacado de encima. Estaban mojadas.

       -No, por Dios, tengo un calor insoportable.

       Él la agarró de los hombros y ella gritó.

        - ¡No me toques!

        Ya casi era noche completa, pero con una lámpara vio los brazos hinchados y amoratados. Altea se puso a llorar, temblando de escalofríos.

        -Creo que me voy a morir. Yo que quería matarlo…él me va a llevar…

        Máximo pensaba consolarla con palabras, pero era más útil no perder más tiempo y buscar un médico. Dejó la carreta donde estaba, a un costado de la calle que llevaba al centro del pueblo. Caminó hasta encontrar la primera casa iluminada, y golpeó la puerta. Alguien, desde una ventana, preguntó quién era.

       -Necesito un médico con urgencia, por favor…

       -No hay desde hace meses- contestó la mujer desde la ventana, y estaba a punto de cerrarla cuando Máximo retuvo el postigo.

       - ¡¿Pero a quien puedo recurrir entonces?!

       La mujer se encogió de hombros. Fue inútil que él siguiera golpeando. Se fue caminando por la misma calle, y obtuvo la misma respuesta de parte de unos chicos que maltrataban a un perro para divertirse, y de unos borrachos que estaban a la puerta de una fonda.

       - ¿Para qué lo necesita al dotor si se puede saber? -preguntó uno.

       -Mi mujer está enferma…

       - ¿Quiere que la curemos nosotros, si usted no puede, compadre? - Se rieron. Máximo no estaba para perder el tiempo, pero cuando estaba por apartarse lo agarraron y se pusieron a forcejear con él.

      - ¿Qué le pasa? ¿No le puede hacer un hijo? Se lo hacemos nosotros sin cobrarle nada, compadre.

      Entonces Mendoza empezó a repartir golpes, pero ellos eran tres y pronto lo tiraron al piso. Sacó el revólver y apuntó.

      - ¡Fuera hipos de puta!

      Pero los tipos se burlaban, y Máximo disparó. Se quedaron quietos, mirándolo embobados, el susto se les pasó pronto, aunque no intentaron acercarse.

      - ¿Y qué tiene la señora, si se puede saber, compadre?

      -La mordieron unos murciélagos…

      Los hombres se miraron, y como un reflejo, se fueron apartando de Mendoza.

      -Entonces la curandera tiene que verla, compadre, si se salva…

      - ¿Y dónde está?

      - Al final de la calle, donde termina el adoquinado.

      Mendoza se levantó y comenzó a ir en esa dirección, sin dejar de vigilar a los hombres con el arma en mano. Cuando ya pensó que estaba suficientemente lejos de ellos, empezó a correr. Una, dos, tres cuadras, y el empedrado continuaba. Las casas del centro se sucedían unas tras otras, grandes o pequeñas, negocios con vidrieras oscuras o iluminadas. Todavía había gente en la calle, mujeres y hombres solos o en parejas. Lo miraron con curiosidad al verlo correr como un loco, transpirado ante la brisa fría de la noche. Los perros le ladraban, algunos chicos que jugaban en la calle se fueron de pronto a sus casas. Oyó a alguien decir: “Va a la casa de la bruja”, pero quizá fue un eco en el viento, y no podría asegurar nunca si lo imaginó o fue verdad.

      La casa de la bruja pensó. Jamás se habían atrevido ni él ni sus amigos, cuando eran chicos, ir a conocer siquiera por fuera esa casa donde la madre de la que ahora allí vivía, había matado, según decían, al marido. Eran chicos de familias patricias o españolas, que poseían tierras en casi todo Santa Fe o Entre Ríos. Iban de una estancia a otra, y hacían lo que querían. Algunas veces llegaban hasta Santa Lucía, por curiosidad por conocer el lugar donde había ocurrido el asesinato. No era común que una mujer hubiese agarrado la escopeta del marido para matarlo en la cama, mientras dormía. La prensa había hablado de ella durante varias semanas, y en las calles de toda la provincia se comentaba lo que había sucedido en el juicio. La hija era una adolescente, y se llamaba Aurora. Todos le tenían lástima al principio, pero cuando la vieron por primera vez en el ayuntamiento, con su cara repleta de orgullo y desprecio, les hizo temer que cuando ejecutaran a la madre, su alma se encarnaría en la hija. Eso era lo que contaban los ojos de Aurora, según las mujeres, porque los hombres únicamente veían la belleza de la chica, el cuerpo esbelto bajo el vestido blanco con encajes, el sombrero con velo para empalidecer aún más los rasgos de la cara. La madre fue ejecutada por fusilamiento tres meses después, en Buenos Aires. Fue en el último año de Rosas, y decían que él personalmente asistió al acto. La iglesia no quiso enterrarla en tierra bendecida, y fue el general quien autorizó que se la sepultara a un metro exacto del límite del cementerio de Flores. Nadie entendió ese rasgo de piedad por una asesina, pero sus detractores políticos encontraron una soberana coherencia en aquella actitud. Aurora se quedó con la casa, no tenía otros parientes. Nadie se ofreció a ayudarla, y el abogado de la madre cobró sus honorarios con lo que la mujer había ahorrado en el banco del Litoral. ¿Cómo se mantendría la chica?, era la pregunta obligada durante un tiempo. Poco después, ya a nadie interesó lo que ocurría en la casa. El municipio empedró las calles, pero se detuvo ante esa casa, y el pueblo continuó extendiéndose y creciendo, excepto en esa dirección.

     Máximo creció escuchando de vez en cuando sobre aquel asesinato. Era un chico todavía, y preguntaba: ¿Por qué lo mató? Los mayores se echaban miradas aunadas por el silencio. Pero los amigos de su edad decían que se había deshecho del marido cuando éste supo que Aurora no era su hija. ¿Y de quién era?, preguntaba él, entonces. Los chicos se reían y lo empujaban, diciendo. “¡Del diablo!”. En esa respuesta creyó durante mucho tiempo, pero luego se hizo hombre y creía haberse olvidado de aquel suceso. Cuando conoció a Altea, pensó de inmediato en Aurora Valverde, la mujer de Santa Lucía que adivinaba el futuro, según decían, y que realizaba curas mágicas, y que coleccionaba fetos abortados en su casa. Recordó, de pronto, no que fuese hija del demonio, sino lo que se decía de ella: su belleza, su inteligencia, su malicia, su silencio, y los extraños ruidos que hacían, según contaban, los niños abortados en las peceras con formol.

       Por eso habían atracado en Lavalle, y llevado a Altea durante todo ese viaje hacia Santa Lucía. No le había dicho de quién se trataba, sólo estaba tácitamente entendido que se dirigían a donde le harían un aborto, porque ese era el deseo de Altea. Y él, que sabía que Manuel no era el padre, sintió que debía hacer lo que no había hecho Natacha: deshacerse del engendro. Ariel no era su hijo, y sabía, aunque sin palabras, quién era el padre. Ayudar a la eliminación del hijo de Altea, era como hacer que Ariel no existiera. Ariel era un germen, Ariel era un niño enfermo, y lo amaba por acción exclusiva de la piedad. No podría rescatarlo ni hacerlo un hombre, porque de algún modo el futuro parecía nulo para el chico. La madre lo rodeaba con un muro, lo atrofiaba como si intentara devolverlo a su útero. Ariel era un animal que ella poseía. Lo devoraba con su religión, utilizaba las imágenes de Cristo como si éste fuese un caníbal o un pederasta: lo que fuese mejor para retener a Ariel bajo sus polleras. No dejarlo salir, como si su útero fuese un ataúd, o una pecera llena de formol, en donde conservar el cadáver, -un cadáver vivo-, del ser que ella idolatraba, el padre polaco. Krakowsky como el niño enfermo que había sido de niño, según los recuerdos que el viejo le había contado a Natacha. Los inviernos en Varsovia casi lo habían matado, pero también lo habían fortalecido. El íntimo calor de la casa paterna era como la calidez del alma, las habitaciones cerradas, el hogar encendido en cada una, la intimidad bajo las sábanas y colchas gruesas. Y bajo ellas, las personas. Y al lado, alguna habitación vacía.

       La casa al final del empedrado era una vieja casona colonial del tiempo de los virreyes. Se paró frente a la puerta de entrada, entre dos columnas de la recova flanqueadas por grandes macetones con plantas que no pudo distinguir, pero cuyas ramas daban sombras que se movían con la brisa nocturna sobre las ventanas enrejadas. Rejas de bordes panzudos y flores de hierro cubrían las ventanas todo a lo largo de la fachada. El techo de tejas parecía caer hasta muy cerca de la cabeza de quien se parase enfrente. Golpeó la puerta dos veces, con fuerza. Una lámpara trajo una luz bamboleante desde la ventana de la izquierda, y la puerta comenzó a abrir sus cerrojos. La lentitud de aquel trabajo lo exasperaba, pero finalmente la puerta se entreabrió, y una cara de mujer se asomó apenas iluminada.

      - ¿Qué quiere? -preguntó.

      -Busco a Aurora Valverde. Tengo a mi mujer enferma, y necesita atención.

      - ¿Qué es lo que tiene?

      -La mordieron murciélagos, creo que los myotis. Y, además, está embarazada.

      La cabeza de la mujer se movió buscando alrededor.

      -Está en una carreta en la entrada al pueblo.

      Se dio cuenta de que la mujer había fruncido el ceño.

      - ¿La dejó sola con los Benítez rondando?

      Entonces supo que hablaba de los hombres que lo habían atacado, y se maldijo a sí mismo, pero no tuvo tiempo de seguir preguntando ni de ir corriendo en busca de Altea. La cara de la mujer tenía la expresión fija en algo tras él. Máximo se dio vuelta, y vio las llamas. La carreta venía arrastrada por el caballo que corría despavorido en medio de la calle, sin poder desprenderse de lo que parecía una carroza de fuego.

 

 

*

 

 

Los gemelos Benítez eran camorreros porque no tenía otra cosa que hacer más que ir de pueblo en pueblo buscando pendencias. Hoy era Santa Lucía, ayer Goya o Lavalle, mañana Corrientes o Concordia. Eran hijos de un estanciero, y se juntaban con otros no tan ricos como ellos, pero que se les adherían como garrapatas. Además, los necesitaban. Ellos solos eran capaces de inventar cualquier cosa que molestara a los demás, pero a veces necesitaban ayuda. La gente decía que todos los de esa familia nacían con la camorra en la sangre, y que era parte de esa perversión, según la gente, que en cada generación hubiese un par de gemelos. Fuesen cuales fuesen las mujeres o los hombres con quienes se casaran, siempre nacía un par de ellos, y generalmente eran los peores, y como tradición familiar, así los trataban, desde el nacimiento.

      Entonces ellos se fueron acostumbrando a seguir la corriente de lo que debían ser según la tradición, y no les costaba demasiado porque estaba en su sangre, eso era evidente. Pelear y buscar problemas. De chicos rompían cosas, de grandes, provocaban peleas o inventaban trampas en las cuales hacer caer a cualquiera, por lo menos cuando no estaban borrachos. Si lo estaban, sus maneras se parecían a la de cualquier borracho pendenciero, y eso era mejor que verlos lúcidos, porque entonces su malicia era más subrepticia y eficaz. Cuando se metían en problemas serios y los entraban a la cárcel, el capataz de la estancia venía a sacarlos con un fajo de pesos encima, y todo se arreglaba. Los padres, generalmente, estaban en Europa, y cuando el encargado de la estancia les escribía, las novedades sobre los chicos Benítez ya eran viejas.

      La noche que se enfrentaron con el capitán Mendoza, los sorprendió el revólver. Ellos eran de usar facón en su vida cotidiana, las armas de fuego las reservaban para cazar. Como eran hombres de malicia, usaban el cerebro, y a veces las manos. Cuando vieron a Mendoza estaban plenamente borrachos, y recién habían llegado al pueblo esa tarde. Nadie les negaba nada, y aunque no tuvieran pesos con qué pagar en la fonda, los dueños mandaban las cuentas a la estancia de Concordia.

       Dejaron que el tipo, fuese quien fuese, se alejara.

       - ¿Vieron que tenía un galón en la chaqueta? -dijo Joaquín Benítez.

       -Debe ser un desertor, sino ¿qué va a estar haciendo por acá con esas fachas? - respondió Delmiro, y se puso a pensar en medio de la calle, mientras la figura de Mendoza desaparecía sobre el empedrado. -Vamos a ver a la mujercita del milico.

      El amigo que estaba con ellos esa noche dijo:

      -Pero si la mordieron murciélagos, yo no me acerco.

      Delmiro Benítez lo mandó a la mierda con un gesto. - ¿A qué tanto miedo? ¿Creés que nos va a morder? Debe estar delirando de fiebre, y de paso, nos vengamos del tipo.

      Los tres retrocedieron por la calle hacia la entrada al pueblo. Era noche cerrada, y no quedaba nadie. El cielo nublado se iba expandiendo hacia las afueras, y el viento era más fuerte. Había únicamente un punto de luz a varios metros, que fue creciendo hasta que llegaron a la carreta. Escucharon los ladridos, y luego el respirar profundo y ronco de una mujer acostada.

       - ¡Tranquilo, viejo! -dijo Joaquín al perro.

       Max estaba delante de Altea, intentando evitar que subieran.

       -A este lo despachamos…-Delmiro sacó el facón, pero la rapidez de su movimiento tropezó con la mandíbula del perro. Benítez se apartó, medio riéndose, medio dolorido. Los dientes le habían mordido los nervios de la muñeca. Mientras se la apretaba contra el cuerpo, dijo:

     - ¡Quémenla!

     Joaquín Benítez comenzó a buscar ramas y paja seca, mientras el otro los arrojaba dentro de la carreta. Casi no veían a la mujer, que no se movía, y el perro seguía ladrando, con las patas fijas en el borde y el pelo del lomo erizado.

      Entonces Delmiro sacó una petaca de un bolsillo y la tiró también. Escucharon el ruido de la botella rota, y un grito débil desde la sombra. Encendió un fósforo. Su cara se iluminó, inexpresiva, pero latente de algo que el amigo nunca habría sabido definir, pero que Joaquín comprendía. Arrojando el fósforo, el fuego comenzó, y escaparon en diferentes direcciones, pero los gemelos iban juntos.

       Altea empezó a gritar, y cuando quiso levantarse o apartarse de las llamas, tenía el cuerpo endurecido y apenas lograba mover las manos. Los brazos le pesaban y las piernas estaban casi rígidas. Max no dejaba de ladrar al fuego, y el caballo comenzó a encabritarse para liberarse de los arneses. La carreta se sacudía, y las ramas y la paja se movieron a un costado y el fuego se aportó un poco de Altea, por lo menos durante unos segundos en que Max agarró con los dientes el borde de la frazada que la envolvía y comenzó a tirar. Fue retrocediendo con esfuerzo, hasta que se cayó de la carreta. Se paró en dos patas y apoyando las delanteras en el borde, volvió a tirar de la tela con los dientes. Una y otra vez, mientras la carreta se sacudía. Ya había logrado sacar las piernas de Altea, cuando el caballo empezó a correr llevándose la carreta. El cuerpo de Altea cayó al piso porque Max seguía agarrando la tela. Cuando el caballo se alejó por la calle, el perro soltó la frazada y se acercó a su dueña. Le lamió la cara llena de hollín.

 

 

*

 

 

La carreta se acercaba al fin de la calle, percutiendo sobre el empedrado, tirada rápidamente por un caballo desesperado que intentaba huir del fuego que él mismo estaba arrastrando. Los relinchos se sucedían con el ruido de los cascos y las ruedas que aún resistían los golpes y los saltos en las piedras, hasta que llegó a pocos metros de la puerta de la casa. Máximo la vio pasar como una bola de fuego con olor a carne quemada, y sintió que de pronto estaba llegando el fin del mundo. La noche oscura estaba allá en lo alto, pero aquí en la calle había un infierno que no parecía estar siendo arrastrado por un solo animal, porque las llamas se elevaban mucho más alto que el tamaño y la altura de la carreta, y hasta creyó ver que los ojos del caballo lo habían observado en el lapso fugaz de los pocos segundos que duró su paso. Luego, la carreta siguió su camino hacia más allá de la casa, donde ya no había camino. Empezaron a abrirse las ventanas de las casas, y a salir hombres con ropas de dormir, y niños casi desnudos que se habían levantado para presenciar ese alboroto tan extraño a esas horas de la noche del pueblo. Algunas mujeres salían en camisón y el pelo entrenzado, gritando para que volvieran, pero ninguno les hacía caso.

       Máximo corrió desesperado tras la carreta, y cuando vio que se había detenido no mucho más allá, olió con extenuada claridad el aroma de la carne quemada, y lo único que atinó a hacer fue a dejarse caer de rodillas en medio de la calle, con las manos sobre la cara, tapándose la vergüenza que parecía querer mostrarse con su recalcitrante esplendor en todo el ancho de su rostro. Pero su cuerpo la expresaba, el encogimiento de sus hombros, el encorvamiento de su espalda, el temblor de sus rodillas en el barro, y hasta esas manos que parecían transparentes, traidoras, dejando ver la extrema vergüenza y el subsecuente dolor de la culpa.

       Unos dedos se apoyaron en su espalda, y decían lo mismo que la débil voz que resonaba, sin embargo, más fuerte que el crepitar de la madera devorada por el fuego:

       - ¡Estúpido! - dijo la mujer que lo había seguido.

       Pero entonces la gente fue acercándose. Algunos hombres con mantas y cueros mojados para contener el fuego pasaban por su lado, apenas dignándose a echarle una mirada de. Luego fueron los chicos los que gritaron.

       - ¡Miren! - decían, una y otra vez, muchas voces que fueron contagiándose de las voces de los hombres que habían contenido el fuego, y de otros que rodeaban a Máximo.

       Máximo Mendoza se levantó y se dio vuelta, la mujer lo observaba con ojos furiosos y despreciativos. El insulto repercutía claro y nítido en sus oídos, aunque hubiese sido pronunciado una sola vez. Las llamas que se iban extinguiendo lentamente lo seguían diciendo en un idioma tribal, con golpes secos y estallidos de astillas. Miró atrás, hacia donde todos ahora estaban mirando, y algunos brazos extendidos señalando hacia la oscura calle desde la entrada del pueblo. Y del fondo de la noche desde la que él había salido en busca de ayuda, aparecieron los perros arrastrando con sus bocas la tela sobre la que estaba Altea. Se movían lentamente, pero todos al mismo tiempo, y al frente estaba Max, como dirigiendo el trabajo. Nadie se atrevió a acercarse, ni a llamarlos, y menos a tocarlos. Eran sus perros, quizá, y otros vagabundos. Eran doce perros, incluido Max. ¿De dónde habían salido los otros para ayudarlo? ¿Cómo supieron, si no fue él mismo quien los hubiera llamado con quejidos o ladridos?

       Ellos avanzaban por el medio de la calle, mientras a ambos lados se iban formando dos desparejas filas de niños, mujeres y hombres que observaban y cuchicheaban. Algunas viejas se santiguaron. Los perros fueron acercándose hacia donde estaba Mendoza, y cuando estuvieron a pocos metros, se detuvieron y soltaron la tela. Max lo observaba con esa mirada de dulzura e indulgencia que le era conocida, esa mirada triste que iba más allá de cualquier significado. Los otros fueron apartándose, unos con sus dueños, que allí estaban entre el grupo reunido, otros se fueron esquivando las piernas y sin molestar a nadie.

       Máximo Mendoza fue hasta donde estaba Altea. Apenas se atrevió a tocarla, como si fuese un espectro. Estaba viva y respiraba jadeando, poco menos que ahogada por el humo y el hollín que había entrado en sus pulmones. Le besó la cara sucia, desesperadamente, sin saber si le hacía daño o si le estaba quitando el ansiado aire fresco que necesitaba.

      -Los perros de Lázaro-dijo Aurora Valverde, y muchos la miraron, sin preguntarle nada, simplemente alejándose para regresar a sus casas y a sus camas, porque ese asunto sin duda ya no era para que ellos se entrometieran.

      - ¿Qué? - preguntó Mendoza.

      -Los perros que rescataron a Lázaro de su primera muerte…-dijo ella. - Llévela a mi casa, yo me adelantaré-.  Se fue caminando orgullosa e indiferente a los cuchicheos de los curiosos que aún quedaban. Máximo levantó a Altea en brazos, primero con extremo cuidado para no hacerla doler, pero cuando notó el cuerpo liviano y casi rígido, caminó lo más rápido que pudo hacia la casa, trastabillando una vez en el empedrado que terminaba frente a la puerta, y seguido por Max.

       El interior era todo lo que esperaba encontrarse, aunque en este momento no le prestara atención. Una gran estancia con una mesa grande y completamente vacía, sillas de respaldos altos y ornamentos españoles, en las paredes ladrillos pintados de rojo, y varios tapices tejidos de mano indígena. El cielo raso era alto, con vigas de las que colgaban lámparas rústicas y muchas telas de araña. Al fondo, un pequeño altar con un crucifijo y un Cristo con miembros como leños. Aurora lo estaba esperando para conducirlo a la habitación donde debía acostar a Altea. Él la siguió, atravesaron un patio interno con aljibe y parras, y muchos macetones vacíos, luego entraron en una habitación que olía a humedad, fría y oscura.

      Altea abrió los ojos y la luz del patio le hizo daño.

     -Tiene los ojos quemados por el hollín. Déjela en la cama, y no abra los postigos. Traeré agua para limpiarla. Imagino que no trae otra ropa….

     -La valija debe haberse quemado…

     -Le daré algo mío. Desnúdela…

      Max se había acostado con la cabeza entre las patas, moviendo los ojos a cada movimiento a su alrededor, pero pronto se fue durmiendo, y despertó sobresaltado cuando Aurora regresó con dos fuentes de agua y carne. Le acarició la cabeza, diciendo:

      -Tuviste un mal sueño, ¿no es cierto?

      El perro tomó agua, desesperadamente, y cuando la fuente quedó vacía, rechazó la comida y volvió a acostarse.

      -Ese perro ha pasado por mucho a causa de ustedes…

      Mendoza asintió. Ya le había quitado a Altea el vestido chamuscado y comenzado a refrescarle el cuerpo con agua fresca. Lo hacía como un marido apesadumbrado, y lejos estaba del carácter seguro de un capitán de barco. Ella se veía aliviada, pero hacía gestos de dolor, sin atrever a quejarse, probablemente porque se veía en una casa extraña. Aurora agarró otra de las telas que había traído y la embebió en la palangana de porcelana. Las manos de ambos limpiaron la piel de Altea, y a veces se chocaban. Una mirada de la mujer lo alivió por primera vez en esa noche: luego del desprecio, creyó encontrar comprensión. Los ojos azules de la bruja eran oscuros, como el color del mar profundo, el cabello castaño estaba atado en la nuca, con un rodete desprolijo del que se escapaban mechones ocultándole a veces la cara. Se había arremangado, y él pudo ver los antebrazos oscurecidos por el sol del campo, y las manos férreas pero bellas como la de una pianista. Había visto el viejo piano de cola en la sala principal, y se preguntó si ella tocaría, y si ellos podrían escucharla alguna vez. ¿Pero era la misma mujer que tenía fama de bruja, y de la que todos huían como de una maldita?

      - ¿Por qué no se da un baño? Y luego descansa en la habitación de al lado. No tengo sirvientes para que lo ayuden, deberá llenar la tinaja usted mismo.

      Iba a contestar que no, pero la voz de ella no admitía respuesta. Así que se levantó, y se detuvo un instante sujetándose la cabeza.

      - ¿No comió nada, no es verdad? Le dejaré en su habitación mate y bizcochos que hice esta mañana. No se tarde porque se enfriará la pava.

       Antes de salir, se dio vuelta y preguntó:

      - ¿Piensa que se va a salvar?

      No se dignó responder más que con otra pregunta.

      - ¿Para qué vinieron hasta Santa Lucía?

      Ahora era él quien no deseaba contestar, si era evidente que ya lo sabía.

      -Por el niño. Fue violada.

      Aurora asintió.

      -Desde ya le digo, y sé que ella me está escuchando, aunque cierre los ojos, que no podré hacer nada mientras esté en este estado.

      Máximo bajó la mirada al piso.

      - ¿Puedo usar el altar, con su permiso?

        Ella sonrió.

       -Por supuesto, para eso está...-Y ya no le hizo caso, continuando en la tarea de lavar el cuerpo de Altea. Cuando él cerró la puerta, ella ya estaba eligiendo el camisón que le pondría.

       Caminó al patio, lentamente. Unas lámparas iluminaban el lugar, y pudo llenar varios baldes de agua. La manija de la bomba rechinaba con un quejido lamentable, y se preocupó estúpidamente por intentar hacer el menor ruido posible. ¿A quién molestaría? Altea estaba más allá de prestar atención a los sonidos molestos, en un estado donde las conversaciones de los que hablaban alrededor de su cama debían filtrarse como murciélagos en sueños. Y especialmente las últimas palabras de aquella mujer extraña debieron también haberla mordido con tenacidad.

      En su habitación, llenó una gran tinaja de porcelana, se desnudó y se metió en el agua fría. La sensación de bienestar fue inmediata, y también la inveterada costumbre del sueño. Pensó en que había olvidado ir al altar, pero allí mismo, en ese cuarto, sobre la pared frente a él, había una gran cruz. Los residuos de la fe inculcados en su infancia aún permanecían nítidos bajo el polvo de los años. Ni el dinero ni los desencantos, ni siquiera la desesperación habían logrado menoscabar los relieves de las palabras escritas en su memoria. Se preguntó si el alma de la que tanto hablaban era precisamente esa memoria. Mucho había leído a los filósofos de las nuevas escuelas, que intentaban destronar a Dios, y hasta el mismo Dios parecía haber abdicado en pleno siglo XIX. La ciencia lo habían desterrado, los miles de muertos insepultos en las innumerables batallas donde la sangre y la pólvora competían sin la mínima intención de rendirse.

      Miró la cruz, y extrañó a Dios. Una cruz vacía era tan impersonal como una cuna vacía, o un ataúd sin ocupante. Extrañaba los cristos retorcidos que fascinaban a Natacha, ellos sufrían con una evidencia incontrovertible. Ellos tomaban en su cuerpo los dolores de los hombres y por eso eran tan espantosos de observar. Los rezos se hacían con la cabeza gacha y la mirada al piso, no por el sumo respeto de quien no se cree digno de contemplar la pura belleza de lo divino, sino por miedo.

      La cruz vacía era sólo un pedazo de madera tallada, y luego de hacer la señal de la cruz, entrelazó las manos y las juntó sobre su vientre, comenzando a rezar. Su cuerpo desnudo le hizo recordad la noche pasada con Altea, y un remedo de excitación le recorrió el cuerpo. Pero estaba demasiado cansado, y se quedó dormido.

      Cuando despertó, seguía en el agua, y en la mesita junto a la cama había un plato con queso, vino y pan. La mujer debió haber entrado, ¿habría visto su desnudez? Qué importaba, se dijo. Se levantó y se secó. Corrió la cortinita de la puerta de entrada, seguía oscuro, pero había un levísimo claror. Ya debía ser casi la madrugada. Comió y bebió algo, y se acostó. Se cubrió con la sábana e intentó dormir. Y el sueño lo arrastró con harapos para colocarlo en medio de un sendero formado por carrozas de fuego que daban vueltas y vueltas, eternamente, hasta que el horror se transformó en costumbre, y el fuego se hizo hielo, y su cuerpo se tornó rígido como el cuerpo de Altea.

      Escuchó los golpes en la puerta. La intensa luz del mediodía entró en la habitación, pero no abrió los ojos sino cuando escuchó la voz de Aurora junto a la cama.

      -Le traje ropa limpia- y la apoyó en una silla.

      Máximo la miró, aún somnoliento.

      -Gracias- dijo. Luego ella salió y volvió a entrar justo cuando él se había sentado en la cama, sin sabanas que lo cubrieran. Traía una bandeja de plata con la pava, el mate y los bizcochos.

     Él se cubrió rápido, pero ella sonrió.

     -No se preocupe, considéreme como una enfermera.

     -Pero también es una mujer…

     -Casi nadie en el pueblo piensa así de mí, y ya me he acostumbrado. Lo dejo para que se cambie. Era la ropa de mi finado padre.

      Él hizo un gesto que no pudo evitar.

      -Ya conoce la leyenda de la familia Valverde, me imagino. ¿Acaso unas telas viejas que nadie usa hace casi veinte años deberían preocuparlo?

      Ella seguía sorprendiéndolo con ese carácter independiente e intelectual, que ante todo tenía una respuesta de practicidad y de sentido común. Estaba comenzando a darse cuenta de que había dado por sentado algo que nunca habría aceptado en el caso de cualquier otra persona. Primero había incorporado a su entendimiento la leyenda de lo sobrenatural, la misma que ahora se estaba destruyendo por sí misma. Y hasta tal vez el encanto inicial que esa leyenda le había otorgado, iría a transformarse en un desencanto.

      Se visitó y se miró al espejo de luna del armario. Una antigua levita gastada, camisa con volados de moda treinta años antes y un moño que, tras varios intentos de anudarse, dejó sobre la silla.

      Al salir para ver a Altea, se encontró con Aurora, que lo miró con asombro en los ojos azules. Parecían grandes como el cielo del mediodía sobre el patio.

      -Se parece mucho a mi padre- y se rio cuando vio la expresión de Máximo. -No se preocupe, no anda rondando el fantasma de mi madre por la casa para venir a matarlo-. Se dio vuelta para ir a la cocina, y la escuchó reír entre dientes.

      El desencanto no se estaba acercando demasiado, se dijo.

      Entró a la habitación de Altea. Seguía igual que la noche anterior, pero ahora dormía realmente. Le acarició el cabello y le habló, pero ella tenía la cara abotagada y no respondía a sus palabras.

      -Le he dado algo para que descanse- dijo Aurora, entrando con una taza humeante. -Necesita dormir mucho para recuperarse. Las toxinas de los murciélagos producen ese espasmo que usted notó en sus músculos. Es como un calambre insoportable que exaspera hasta a un santo.   

      Máximo la escuchaba hablar y tomar su taza de mate cocido con leche.

      - ¿Desayunó bien? - preguntó, abrazando el contorno de la taza ancha con los dedos y mirándolo con una expresión indefinida. ¿Quién era esa mujer? ¿Qué había detrás de la máscara de la cordialidad? ¿Burla, sarcasmo? Esas preguntas se hacía, al responder:

      - Sí, gracias.

      -Vaya a recorrer un poco el pueblo, así conoce. Y tráigame, por favor, algo del almacén, lo que a usted le guste, y lo preparo para esta noche. No se preocupe por ella…

      Mendoza salió de la casa. Había dormido profundamente, y como no estaba acostumbrado a levantarse tan tarde, seguía somnoliento y el sol le hirió los ojos. Caminó hacia los restos de la carreta. Quedaba el esqueleto de los armazones de metal y unas pocas tablas carbonizadas. Los arneses estaban quemados, y el caballo había desaparecido.

       -Lo enterramos lejos- le dijo alguien. Creyó reconocer a uno de los hombres de anoche.

       - ¿Qué puedo hacer con estos restos?

       -Déjela ahí nomás, ¿p’a qué preocuparse? En unas semanas ya no quedará nada, la gente siempre encuentra algo útil. ¿Y la señora…?

      -Sigue igual. ¿Dígame, paisano, usted cree que fueron los Benítez?

      El hombre tosió, evidentemente incómodo. No iba a hablar mal de una familia de la cual tal vez dependía la economía de toda la región. Se acercó a un oído de Mendoza, y dijo:

      -Deje las cosas como están. Un zaino muerto y una carreta perdida no valen la pena.

      Máximo se apartó con rudeza.

      - ¡Pudieron haberla matado!

      -Fue usted, mi amigo, el sacó el revólver y los provocó. Mucha gente podrá decir lo mismo…-Se dio vuelta y se fue caminando hacia la calle principal del pueblo. Mendoza esperó un rato y siguió el mismo camino. Buscó un almacén, mientras la gente lo observaba por el aspecto de su ropa. Algunos viejos debían reconocer la ropa del padre de Aurora Valverde, el hombre asesinado. Unos chicos le tiraron de la cola de la levita, pero no les hizo caso. Pasando frente a una vidriera, se miró a sí mismo, el pelo ensortijado y la barba crecida que nacía casi hasta las clavículas, la ropa antigua, las ojeras profundas bajo sus ojos. Era una mezcla extraña que provocaba respeto y conmiseración, pero el peso de cada uno de estos elementos estaba por verse.

      Compró carne, harina, papas. Debía mandar un telegrama al banco de la provincia para que le enviaran un giro de dinero, se estaba quedando con poco efectivo luego de pagar a los Valente. Regresó a la casa, seguido por unos chicos revoltosos que daban vueltas a su alrededor, gritando y cantando una canción obscena, algo referido a la bruja y a él. No se inmutó, no estaba dispuesto a entablar una querella en ese pueblo. Estaba muy cansado, y la culpa lo abrumaba.

       Era ya media tarde, dejó la mercadería en la cocina y fue al cuarto de Altea. La expresión de su rostro era más serena. Aurora estaba sentada lejos de la cama, en un rincón en sombras, no la había visto hasta que le habló.

        - ¿Compró algo?

       - Sí, lo dejé en la cocina.

       - ¿Qué le gustaría cenar?

       -Me es indiferente, lo que usted quiera.

       Ella salió y regresó poco después con otra taza humeante. Altea había abierto los ojos y lo miraba con ternura. Él la beso y se sentó en la cama.

       -Ahora va a tomar algo caliente y liviano. -Aurora le ofreció una cucharada de té con leche, mientras Máximo la ayudaba a erguir la cabeza acomodándole una almohada. Altea fue bebiendo sorbo por sorbo, lentamente, mientras Aurora le llevaba a la boca la cuchara a medio llenar, limpiándole los labios con una servilleta. -Es usted una excelente enfermita, y pronto se va a poner bien.

      Máximo contemplaba el evidente sarcasmo en la voz, pero no podía dejar de apreciar la belleza de sus rasgos, y la encomiable, aunque fuese sólo aparente o interesada, hospitalidad que les dedicaba a ambos. Altea los miraba, alternativamente, pero ninguno reparó en lo que podría estar pensando.

      Durante la tarde, Altea continuó durmiendo. Máximo se sentó en una silla del patio, a la sombra de la parra, con las piernas estiradas y las manos juntas sobre la camisa blanca. Aurora llegó para traer la pava y el mate. Mientras cebaba, dijo:

      -Lamento las burlas de la gente, yo estoy acostumbrada…

      -No se preocupe, si me voy a hacer mala sangre por unos chicos maleducados, estoy listo…

      Ella asintió, mientras le alcanzaba el mate.

      -Haré un puchero esta noche con la carne que me trajo. Le agradezco la atención, mi economía no es muy abundante…

     -Si no soy indiscreto, ¿cómo mantiene esta casa?

     -Por la herencia de mi padre…-Ella se rio otra vez, parecía que desde que ellos habían llegado su humor se explayaba en giros bruscos y sarcásticos. -Ya sé qué está pensando: “He hallado la causa del crimen de su madre”. Todos pensaron en eso, era evidente, pero a la gente de los pueblos de provincia les gusta seguir hablando siempre de los demás, porque sus propias vidas son tan…tan…estúpidas… Y bueno, se inventaron la leyenda de que soy hija del diablo, porque eso es más interesante que simplemente un crimen por dinero.

      Siguió un largo silencio interrumpido por el sonido de la bombilla en el mate vacío, el rechinar de la manija de la pava, y el paso de los carros por la calle. Algunos pájaros emitieron un canto entrecortado.

      - ¿Está esperando que le cuente el verdadero motivo del asesinato de mi padre, no es cierto?

       -No he dicho nada, disculpe…

       -Precisamente por eso…-Su voz se había tornado un poco ronca, y la belleza de su cara tomado una tonalidad veteada por el paso de la luz de la tarde entre las hojas del parral.

       -Esa madrugada, me despertó el disparo. Salí corriendo de la cama hacia la habitación de mis padres-. Fue diciendo esto mientras señalaba con el brazo izquierdo el itinerario de los acontecimientos en el mapa real de la casa. La habitación donde ella dormía de chica era la que ocupaba Altea, y la habitación de sus padres donde ella dormía ahora, del otro lado del patio. - Crucé el patio, descalza, y vi por la puerta abierta de su habitación a mi madre con la escopeta sobre el hombro. Pensé en ladrones, pero cuando entré, mi padre estaba acostado boca arriba, con el pecho desnudo y el agujero que le había hecho la escopeta disparada desde tan cerca. Los policías dijeron que había sido un disparo a quemarropa, pero yo no entendía nada. Se llevaron a mi madre, y me encerraron en un hospicio durante todo el juicio.

       La cara de Aurora en ese momento era un dechado de inocencia, y Máximo hasta imaginó tomar la mano de la adolescente que había presenciado el asesinato para consolarla.

       -Después, me restituyeron a la casa, con un tutor del estado hasta que fui mayor de edad. Tuve la suerte de que fuese un abogado decente, porque ahora no tendría nada.

       Otro largo silencio.

       - ¿Mi madre estaba loca?, me preguntaban, ¡justamente a mí! ¡Qué gente estúpida la del juzgado! Si me hubieran preguntado eso en el pueblo, lo entendería, pero la gente del pueblo es más inteligente que los funcionarios de turno. En la calle nadie me preguntaba nada, se limitaban a evitarme y condenarme, como si hubiesen leído en las entrelíneas de las crónicas que habían salido en la prensa durante todo ese tiempo. O quizá, lo descubriesen en mi cara.

      -Vamos, Aurora, no me va a hacer creer…-Y Máximo se reía, renovando su rostro en una expresión de extraño contento. Pero cuando encontró por respuesta la mirada rígida de Aurora Valverde, elevándose ofendida de la silla, y recogiendo las cosas de la merienda otra vez en la bandeja, se calló la boca, y la vio irse altanera hacia la cocina, cerrando la puerta con un portazo.

      Durante el resto de la tarde fue él quien se quedó a cuidar a Altea. Le hablaba, aun cuando estaba con los ojos cerrados, de lo que harían cuando ella sanara. Le prometía hacer un acuerdo con Natacha, ella seguramente terminaría por ceder, y el niño nacería como una bendición para la nueva pareja. Era extraño escuchar hablar a ese hombre tan práctico sobre las imposibilidades que ambos conocían. Y aunque él sabía todo eso, también estaba al tanto de cómo esos sueños ayudaban a recuperar la salud, a veces. Le alcanzaba agua y le daba a beber en cortos sorbos. Sólo una vez entró Aurora para traer leche tibia. No preguntó qué sustancia colocaba en la comida de Altea, pero ésta en seguida se veía dominada por el sueño profundo. Después de las siete de la tarde, cuando ya la luz que llegaba desde el patio era tan tenue que la habitación no era más que una penumbra triste y desolada preñada de silencio, olió el aroma del puchero que llegaba desde la cocina. Tuve el deseo imperioso de ir allá y acompañar a Aurora mientras cocinaba, charlar con ella sentado en una silla junto a la mesa, con un vaso de vino y rodajas de queso, mientras contemplaba su espalda al cocinar. Aunque ella no le contestara, era suficiente con que él supiera que allí estaba, escuchándolo. ¡Qué absurdo y débil hombre que soy!, pensó mientras salía de la habitación. No era él un hombre al que lo hicieran feliz las mujeres enfermas, ni Natacha ni Altea. Aurora Valverde tenía todo el misterio de las mujeres maliciosas, pero su espíritu era vital, y de dónde provenía esa vitalidad no era importante. Si llegaba del diablo, y se rio de sí mismo, tal vez fuese mejor pasar la eternidad en el infierno que en el cielo, donde la beatitud debía ser demasiado aburrida.

      Entró en la cocina y ella lo miró.

      - ¿Dónde quiere cenar? La mesa de la sala es más grande.

      -Pero si somos dos…

      El perro estaba sentado junto al horno de barro, mirándolos y aguardando que se cayera algún pedazo de carne.

      -Acá está bien, y está más cálido.

      Se sentó, tal cual lo había pensado, levemente apartado de la mesa para cruzar las piernas, y un codo apoyado en ella. La miraba ir a izquierda o derecha, agacharse o ponerse en puntas de pie para alcanzar algo.

      - ¿La puedo ayudar?

      -No es necesario, ya todo está listo, sólo falta la cocción. ¿Le sirvo algo? - No esperó la contestación, cuando ya tenía a su lado la tabla, el queso de campo y la copa de vino. Partió un pedazo de pan y se lo llevó a la boca.

      - ¿Cocina todo usted misma?

      -Por supuesto, trato de evitar ir al pueblo.

      - ¿Y nunca se casó?

      - ¿Sabe que hace preguntas estúpidas para tratarse de un hombre ilustrado como usted, un capitán de barco, incluso, que debiera ser más práctico?

       Mendoza se sintió ofendido, por más que ella tuviera razón. Le chocaban esas contestaciones pedantes. Se calló la boca y bebió de su copa.

       Ella estaba apoyada en la mesada, revolviendo la olla, y como todo estaba bien, se puso a preparar la mesa. No lo miró, ni él a ella. Su brazo pasaba muy cerca de su cara, podía sentir casi el olor tenue de las axilas, un aroma a ropa usada durante el día, pero con un tono de almizcle o anís.

       - ¿Cree que se podrá resolver el problema del chico, cuando ella se ponga bien?

       -Depende de cuándo sea eso. Si pasan varias semanas, ya sería complicado, y no lo recomendaría. Además…el espasmo muscular del que le hablé no es solo en los brazos y piernas, sino también en los músculos de útero. La contracción excesiva pude haber dañado al niño, o haberse desprendido, o incluso ahogado al embrión. He visto casos en donde el embrión se ha encapsulado dentro del músculo y convertido en un tumor.

      - ¿Entonces el niño puede morir por sí solo?

      -Tal vez, o nacer enfermo.

     Máximo pensaba, mientras le daba un pedazo de queso al perro y le acariciaba la cabeza.

     -Mire, no amarguemos la cena. Todo lo que le expliqué ya está hecho, y sólo nos resta ver cómo evoluciona. No hay remedios que curen, capitán, sólo alivian un poco la vida.

     Sirvió las verduras calientes en dos platos hondos con un gran cucharón. Trozó la carne como si estuviera disecando un preparado anatómico, con una expresión de extrema concentración en el rostro y los hombros contraídos. Cuando terminó, colocó un trozo en el plato de él y otro más pequeño en el suyo.

     El puchero estaba delicioso, y no recordaba él desde hacía cuánto tiempo no comía algo semejante.

      - ¿Y quién le enseño todo lo que sabe?

      -Mi madre. Era una autodidacta, leía y practicaba todas las ciencias, aunque no le estuviese permitido por ser mujer. Iba al cementerio a practicar disecciones en el edificio del osario. En casa hacía mezclas químicas. Construía elementos de física. Entendía de álgebra y de música. Venía de una familia portuguesa emparentada con otra de Italia. Hubo un anatomista famoso en su familia, Amusco se llamaba.

     -Comprendo- dijo él. -Tal vez su padre era demasiado conservador y estrecho de miras…

     - Era ciego, capitán. Tenía ojos sanos, pero era más ciego que un murciélago.

     Comieron, tratando él de evitar su curiosidad, pero no podía dejar de observarla: la forma que adoptaban sus dedos al agarrar los cubiertos, los movimientos de sus antebrazos y codos, sus hombros. La manera en que los mechones rebeldes se interponían en medio de su cara y ella los apartaba con un soplido. Formas de actuar libres de convencionalismos.

     Cuando terminaron, alabó una vez más la cena, y ella agradeció el cumplido agarrándolo de una mano luego de dejar los platos en la mesada.

     -Venga, capitán. Le mostraré la biblioteca de mis padres.

     Salieron al patio y luego de pasar antes las puertas de las habitaciones que ya conocía, entraron por otra de dos hojas, de hierro forjado y vitreaux con figuras romboidales. La estancia era grande, con un escritorio en el centro y las paredes rodeadas de estantes con libros.

      -Aquí pasaban el día después del trabajo tanto mi madre como mi padre, cuando se llevaban bien, por supuesto. Él sentado frente al escritorio, con sus libros de contabilidad. Mi madre, sentada en ese sofá de la izquierda, a veces con más de un libro a la vez, leyendo uno y buscando datos en los otros, y a veces escribiendo. Cuando él se iba a dormir, apagaba la luz del escritorio y se despedía con un beso. Para ella era una liberación. Yo me levantaba de la cama y la iba a espiar. La veía levantarse y acercarse a la biblioteca buscando libro por libro, obsesionada por encontrar un dato que le faltaba y no podía dejar pendiente para el otro día. Usaba el escritorio recién entonces, porque a mi padre no le agradaba encontrar sus cosas cambiadas de lugar. A veces hablaba o gesticulaba sola, preocupada por sus temas de ciencia. La mayoría de las veces se acostaba a las tres o cuatro de la madrugada. Ordenaba el escritorio tal como lo había dejado mi padre y apagaba las luces. Debo confesar que me atrapó muchas veces espiándola, porque yo me quedaba dormida en la puerta de la biblioteca. Y cuando ya fui mayor, me iba a buscar a la cama y me llevaba con ella, muy silenciosamente, para que mi padre no se enterara. Fue así como aprendí todo lo que ella sabía, y continúo leyendo por las noches. Practicando…

      Mendoza observó los estantes, tratando de leer los viejos lomos desgastados. Literatura, filosofía, historia, álgebra, teología, astronomía, medicina, geografía, zoología, botánica, y los estantes continuaban hasta el techo y de pared a pared. Sobre el escritorio había varias pilas de libros de contabilidad.

      -Esta era la biblioteca de mi padre- dijo ella, apoyando las manos sobre dos pilas de libros que nunca más volvieron a ser abiertos desde el asesinato. -El resto era de la familia de mi madre, y de ella, por supuesto.

     - ¿Y no tiene usted…un laboratorio, o algo semejante?

     Aurora Valverde se le quedó mirando con ojos furiosos.

     -Ya estoy convencida, es usted más que un estúpido, es un imbécil. No me resultaría extraño que sufra de algún retardo mental producto de alguna enfermedad de la infancia, o durante el período de su gestación. No puede sacarse de la cabeza lo que ha escuchado de mi familia desde que era un chico: que mi madre era una bruja, que colaboraba con el demonio, que mataba niños y los conservaba en frascos de formol a todo lo largo de los pasillos de la casa, que tenía un negocio de abortos con otra bruja como Blanca Valente, y qué sé yo cuántas otras cosas más. ¿Quiere ver la escoba que uso para volar? ¿O la olla hirviente donde meto niños vivos? Ya ha visto la cocina y no me dijo nada entonces. Ha esperado ver esta biblioteca para llegar a conclusiones precisamente contrarias a toda la lógica y al razonamiento que todos estos libros intentan clarificar. Cuando las mujeres estamos en la cocina, todo está muy bien para ustedes, pero en una biblioteca una mujer es algo extraño, una mujer no puede pensar más que sentimentalmente. Una mujer que piensa es un monstruo que tiene laboratorios escondidos en los sótanos de su casa, una mujer así no es una mujer, sino que tiene mezcladas los caracteres de un hombre. Sólo así se explica su pregunta, capitán de un barco viejo que ha pasado por las manos de dos insignes asesinos.

      Entonces Máximo Mendoza, irritado más que ofendido, confuso y nervioso, sólo atinó a agarrar a Aurora Valverde de las muñecas, y mientras ella se resistía, comenzó a besarla. Sus labios recorrieron todo el espectro de su contorno, luego el cuello, luego el pecho, siempre sujetándola de los brazos, hasta que sintió que las manos de ella se quedaban quietas. Y al mirarla a los ojos, ella lloraba, y su cuerpo comenzó a estremecerse, hablando cosas en otro idioma, uno desconocido para él. Y entonces los brazos de Aurora le rodearon los hombros, pegándose a él como un animal asustado. Le besó la boca, oliendo el aroma del almizcle. Acre a veces, cautivante siempre. Se acostaron en el sillón donde la madre estudiaba. Él sobre ella, besándola, adorándola. Ella bajo el cuerpo del hombre que se parecía a su padre, de cuerpo fuerte y formas gráciles, de pelo crespo y barba oscura. Adivinaba que bajo la antigua camisa blanca podría tocar el vello del pecho. Y él sabía que bajo el vestido de Aurora estaban los senos tal vez nunca tocados por hombre alguno, nunca vistos, dos manzanas verdes, o dos duraznos cuya pulpa se mezclaría con su saliva.

     Se sacaron la ropa y se buscaron los cuerpos. Pegándose como dos viscosidades que no necesitaran aceites para deslizarse uno sobre y alrededor del otro. Penetrando los orificios de cada uno con la lengua, lamiendo los pliegues, deslizándose por las anfractuosidades de los cuerpos, sujetándose a los miembros de cada uno. El sillón ya no fue suficiente y cayeron al piso, sobre la alfombra tejida por los indios, y creyeron estar revolcándose en un pasto virgen bajo la sombra de los árboles, los árboles que ahora pensaban porque habían sido matados para sostener las ideas del mundo.

      Después, cuando el pensamiento volvió para quedarse, él estaba sentado en el piso, con la espalda apoyada en el borde del sillón y los brazos extendidos sobre el asiento, las piernas extendidas, desnudo. Ella seguía acostada en la alfombra, de costado, casi en posición fetal, salvo que sobre un brazo descansaba su cabeza de ojos abiertos, y el otro brazo doblado sobre su pecho. Ella contemplaba la desnudez del hombre.

     -En realidad, nunca me dijo por qué lo mató. Un acto tan irracional en una mujer tan inteligente-dijo, mientras se levantaba, acodándose primero en la alfombra, luego apoyando las manos, mirando alrededor, como perdida. - Esta biblioteca es como un cerebro, contiene toda la historia y las ideas del mundo. Pero si los libros no se abren, están muertos. El cerebro humano es un cementerio…

     -Lo he leído alguna vez, me parece…

     -Puede ser, las ideas nunca son nuevas. Es el olvido el que nos salva del suicidio…-Y se acercó a Máximo, apoyando la cabeza sobre las piernas de él, acariciando el vello oscuro, y contemplando el órgano humano con el que los hombres dominaban el mundo. Lo tomó con una mano, y dijo: -Esto es más fuerte que la misma idea de Dios.

     -Todo muere, Aurora…

     -Pero Dios ha muerto mucho antes de que muera tu cuerpo.

 

 

*

 

 

No sabía qué día era ni dónde estaba. Todo el tiempo previo había estado dando vueltas en un limbo, poseída por la fiebre que la arrastraba de sueño en sueño: imágenes del campo azotado por la lluvia, el ruido de los truenos, los destellos de los relámpagos, el fuego que la rodeaba, caballos que corrían, gritos escalofriantes de hombres y mujeres, llantos que llegaban hasta el cielo encapotado. Luego de una larga pausa de sueño profundo, las conversaciones a su alrededor: un hombre y una mujer, el chocar de la vajilla, puertas que se cerraban, luces intermitentes desde la ventana que alguien abría.

      Le dolían los ojos. Se miró las manos, estaban flacas como garras de algún pájaro carroñero. Tenía tanta hambre que comenzó a revolver las sábanas como si estuviese escarbando. Una mano grácil, blanca y de uñas cuidadas la detuvo.

     -Tranquila, señora mía, ahora que por fin se ha despertado debe apetecer algo sólido.

     Altea levantó la mirada. Una mujer le hablaba lentamente, como si fuese una nena que nada comprendía. Ella lo sabía todo, ahora, de pronto, comprendía por todo lo que había pasado. La mordedura de los murciélagos y la fiebre. También recordaba que había estado a punto de morir quemada en la carreta. Se tocó la cara, aún le ardía, pero sintió la piel maltrecha o deformada.

     -No se preocupe, su cuerpo no se ha quemado, agradézcale a su perro-dijo, señalando al lado de la cama, donde Max estaba sentado, mirando fijamente a Altea con ojos ávidos de cariño.

     Por ahora, no sentía ganas de moverse, y mucho menos de levantarse. Los brazos le pesaban como troncos, pero estaban flojos, sin embargo, y muy débiles. Movió los dedos de los pies, apenas los sentía. Su expresión se transformó en uno de los rostros del pánico. Entonces el capitán Mendoza se acercó a abrazarla, sentado a su lado en la cama, para mecerla y decirle cosas cariñosas que ella no le había pedido nunca. Ni siquiera las entendía, porque sentía los sonidos atenuados o filtrados a través de una capa de algodón.

     - ¿Qué me pasa? - dijo ella, llorosa a pesar suyo, tocándose las partes del cuerpo que no le respondían, como si no fuesen suyas: las piernas, los oídos, la cara.

     Aurora Valverde, ahora ya sabía quién era esa mujer, que había esperado fuese una vieja gorda y fea, le daba palmadas estúpidas en un hombro, haciendo el sonido con que se intenta consolar a un bebé que llora. Y también se dio cuenta de la verdadera personalidad de la bruja con ese cuchicheo que nada decía y que todo pronunciaba: la mentira a rajatabla por debajo de la mísera realidad superficial. La calidez del cuerpo de Máximo Mendoza entibiaba su lado izquierdo, pero del derecho la mano fría de la bruja ensombrecía su ánimo. Y, sin embargo, la calidez aumentaba su fiebre y la enfermedad, y el frío la disminuía y la atenuaba.

     Cuando Máximo se apartó, si soltarle la mano, vio que tenía los ojos llorosos. Era sólo un remedo del hombre de naturaleza militar que había conocido. Estaba delgado y pálido, el pelo naturalmente ensortijado, desprolijo y muy largo y oscuro. Altea le acarició una mejilla, y él apoyó la cara en la mano de ella.

     - ¿Qué nos ha pasado, vida mía? - dijo él.

     Altea miró a Aurora, vio los celos plasmados en el rostro de la bruja, y luego el sarcasmo cuando él la miró, con culpa.

      Desde entonces Altea, todas las tardes, contemplaba las rutinarias costumbres dedicadas a su cuidado: la entrada de Aurora con el té con leche, el levantarse de Máximo de la silla en la que había pasado la siesta, cuidándola, y de inmediato las miradas inteligentes entre ambos, los roces de los dedos cuando ella le pasaba la bandeja, el contacto de los hombros cuando ambos se entrecruzaban para ponerse ella a un lado y tomarle el pulso en la muñeca, y él del otro para acariciarle la otra mano. Ellos dos la tocaban, pero sus miradas se tocaban entre sí, con anhelo. Era evidente que el amor del capitán Mendoza, si es que alguna vez había sido eso, se había tornado en una especie de cariño culpable, una culpa que se recreaba con otra culpa ante los ojos desaprobadores de su amante, la nueva.

      “¿Cómo es que no se da cuenta del rostro mezquino de la bruja?”, pensaba Altea. “La mira como si ella fuese una pequeña modista de Cádiz resignada al desamor y al engaño”.

      Pero las mujeres eran expertas en generar las culpas, ella lo sabía muy bien. Y los hombres, animales estúpidos, daban vueltas como perros sarnosos en espera de un hueso seco que conserve apenas un resabio del viejo y anhelado amor.

    

      Ya que le había quitado al hombre, irremisiblemente, una tarde le dijo a la bruja que se quedara en la habitación.

      -Siéntese a mi lado, Aurora.

      Ella acercó la mecedora en donde se recostaba Máximo durante la siesta.

      - ¿Dónde está él?

      -Fue a hacer unas compras, y creo que está buscando una carreta nueva.

      -Lo ha domado usted al capitán.

      - ¿Lo cree necesario? Ya alguna más lo hizo antes, pero los hombres quieren simular que son independientes, y una les concede eso de tanto en tanto.

      -Como aflojar la rienda y luego tirar de golpe.

      -Así es, pero no se debe tirar demasiado, sino se corre el riesgo de que se encabriten y corran, como caballo arrastrando el mismo fuego que lo quema.

      Ambas se miraron, y ambas miradas eran frías. Altea veía el fuego y la estéril ramazón de su paso por un estrecho desolado entres altas rocas. Aurora contemplaba los témpanos y los cielos áridos donde los días son madres que no engendran ninguna noche.

      - ¿Sabe por qué hemos venido?

      -Ya le dije al capitán que no podía hacer nada por usted en el estado en que se encontraba. Aún no puedo hacerlo sin matarla a usted.

     -Pero una simple operación…

      -La infección que le transmitieron los murciélagos, señora mía, produce un espasmo en todos los músculos del cuerpo. Su útero ha sufrido, y no me extrañaría que ahora fuese una especie de cuero rígido imposible de abrir. El niño sin duda ha sufrido…

     - ¿Es un varón…? ¿Cómo lo…?

     -Lo es, yo lo supe apenas la vi tirada en la calle, casi quemada, casi muerta. El niño me hablaba, y lo escuché claramente en medio de toda esa gente tonta del pueblo. Ha sufrido, y usted debe aceptarlo.

      - ¿Aceptar qué?

      -A él, como sea.

      -Pero lo siento como una maldición…

      -Entonces acéptelo así. No lo adore, ódielo si lo desea. No lo acaricie, aborrézcalo si eso la hace sentir mejor. Tome su vida como una transformación de la suya, adáptese al sufrimiento y al dolor como si fuera la ansiada felicidad maternal de los tontos.

     Altea no la observaba ya, solamente se tocaba el vientre por debajo del camisón.

     -Hay una vieja leyenda dijo Aurora- que sin duda alguien escribirá alguna vez. Un hombre iba caminando y se encontró con un vagabundo que cocinaba algo en una pequeña fogata. Como anochecía y tenía hambre, el hombre se paró junto al vago, y le preguntó: “¿Qué está cocinando, amigo?” El vago contestó sin levantarse ni mirarlo, siempre atizando el fuego con una vara. “Es mi corazón”. El hombre no pudo hacer más que reírse, obviamente se trataba de un loco o un borracho. “¿Y qué sabor tiene, si se puede saber?”, preguntó, medio en broma y medio en serio. “Es amargo”, dijo el vago, “pero es mi corazón”.

     

     Durante la siguiente semana, fue recuperando la fuerza de las piernas. Se levantaba con ayuda de Máximo, pero siempre estaba Aurora presente, incitándola a que caminase por sí misma. Entonces Altea se soltó bruscamente de él y se quedó parada, con el camisón sobrándole por todos lados y el cabello suelto, claro como espigas de trigo secas. Se miró al espejo que justo tenía enfrente, Aurora lo había puesto allí con toda intención, porque luego de estimularla para caminar, se había apartado de pronto, y la imagen de la convalecencia la apesadumbró. ¿Cómo podía competir ella con la belleza de la bruja? Pero no lloró. Cumplió con lo que se había propuesto, mantenerse en pie sin ayuda.

     Los siguientes días se levantaba, y después de asearse y vestirse con un vestido de Aurora que le quedaba ridículo, se sentaba a desayunar en el patio. Se quedaba casi todo el día, escuchando a las aves raras que la bruja conservaba en jaulas.

      - ¡Qué pájaros raros! - dijo una vez, mientras merendaba mate cocido y tortas fritas.

       -Fueron regalos para mi madre de amigos exploradores. Baumgarten, por ejemplo, le trajo ese papagayo que está ahí en la jaula más grande, hace quince años. Yo era una nena, y me enamoré en cuanto vi de esos colores. Cuando se enoja, abre las alas y las plumas del cuello se levantan, y entonces parece un demonio en llamas. Tiene todos los colores del infierno escondidos bajo las alas.

      - ¿Lo puedo tocar?

      -No se lo aconsejo. Sólo confía en mí.

      -No lo dudo, Aurora.

      -Si me disculpa, señora mía, tengo visitas.

      Se levantó y se fue por el pasillo hacia la puerta de entrada. Altea escuchó una conversación que no entendió, y pronto la bruja llegó acompañada por una mujer que le resultaba conocida. Era una mujer de clase, con un sombrero y un velo que le ocultaban casi toda la cara. Pero la familiaridad estaba en la voz que había escuchado, o más bien en el tono y la forma de hablar. Se dio cuenta que la mujer la había visto y le dirigió una mirada asustada a juzgar por la brusca vuelta con que intentó ocultarse. Aurora y la otra cuchichearon algo unos segundos, y entraron en una de las habitaciones. Escenas como esa había presenciado toda la semana, a diferentes horas de la mañana o de la tarde. Incluso la noche anterior, casi a las diez, oyó la campana de la puerta, los pasos inconfundibles de dos mujeres por el pasillo, y el cierre de la puerta de la habitación de Aurora. Ella nada le había preguntado, pero la bruja pasaba inmediatamente después a verla, con la excusa de si necesitaba algo. En la expresión se notaba la ansiedad por descubrir los signos del sufrimiento en el alma de Altea. Con una simple pregunta de cortesía, se esmeraba en frotarle por la cara que todas esas mujeres salían de la casa habiendo obtenido lo que buscaban. No había frascos con formol en los pasillos, no había piletas con cadáveres, no había siquiera olor a sangre, ni la más leve mancha en los impecables vestidos de la bruja. Todas, menos ella, salían satisfechas. Ella sola saldría con el niño intacto, tal como había entrado a esa casa. Con la maldición a cuestas, condenada a aceptarla como quien acepta que proviene del mismo Dios. Sí, después de todo, estaba empezando a comprender a Manuel y a toda esa cría de curas insomnes y crueles que le habían enseñado a ser como era: el calco invertido de su hermano.

      Cuando ya eran las siete de la tarde y empezaba a oscurecer, las vio salir del cuarto. Aurora ayudando a caminar a la mujer que lloriqueaba un poco, pero ya sin el velo para cubrirla. Entonces los ojos de ambas volvieron a cruzarse, esta vez sin intención, y se reconocieron. Era Lucrecia, la prima del capitán Mendoza, la bien casada con un pariente cercano al general Urquiza. Las oyó despedirse en la puerta, y después el traqueteo de un carruaje que se alejaba por el empedrado.

     Cuando Aurora regresó, sus pasos sonaban orgullosos sobre los viejos ladrillos coloniales.

      - ¿Y cómo se siente la enfermita? ¿Necesita algo antes de la cena?

      Altea hizo el gesto de desprecio más intenso y grande del que fue capaz.

      - ¿Cómo lo hace?- preguntó- ¿Hechizos, palabras mágicas, o qué?

      -Si en verdad quiere saberlo…nada de eso. Solamente la medicina, señora mía, ¿acaso los brujos no fueron siempre los médicos de los antiguos pueblos? Mi biblioteca está a su disposición, Altea. Ahora, si me permite, iré a preparar la cena.

      Evadiendo como pudo la ironía de Aurora, Altea se levantó lentamente y caminó hacia su dormitorio. Esa noche no comería nada, simplemente se acostaría, intentando no escuchar los gemidos desde el otro cuarto, luego de que Máximo se despidiera de ella con un beso. Se comería la ira, que más amarga que su propio corazón, sabía a la podredumbre de todos los abortos que habían sucedido en esa casa. ¿Dónde estaban? ¿Entre qué paredes, bajo qué pisos se escondían? Si la ira que sentía hubiese sido capaz de crear el fermento que matara a su hijo, ella habría sido una de las felices visitantes que salían satisfechas. Pero algo le decía que no era la ira la que los mataba, sino la absoluta y más flagrante indiferencia.

 

     Al fin de esa semana de enero, comenzó a hacer mucho calor. La casona tenía una bomba de agua en la cocina, y otra en el patio de atrás. El agua empezó a escasear el viernes, y el sábado por la mañana ya no quedaba nada en ninguna de los dos pozos. Sólo quedaba la que se juntaba por la lluvia en los grandes macetones vacíos.

      - ¿Qué hace en estos casos, Aurora? -le preguntó Máximo, cuando los tres estaban en la cocina.

      -Espero, nada más. Ninguna sequía puede durar tanto como para llegar a matarme.

      -Pero necesitamos agua, iré hasta el arroyo que está cerca.

      Dos horas después, había vuelto.

      -Está seco, y en el pueblo están igual que nosotros. ¿Qué tal si intentamos en el aljibe? En los viejos tiempos hacían pozos muy profundos.

      -Está clausurado, capitán. Cuando mi padre instaló las bombas anularon ese pozo. Está relleno con tierra y piedras.

       Altea y Máximo sabían que en unos pocos días podrían irse, así que decidieron aguantar y aprovechar el frescor impagable que les ofrecía la casona colonial. Pero durante la tarde Max regresó de su vuelta habitual por el pueblo con la lengua afuera. Estaba sediento, y se acostó a los pies de Altea en el patio. De pronto, alzó la cabeza, oliendo algo. Corrió hacia el aljibe y comenzó a saltar, intentando llegar al borde. 

      -Parece que el instinto perruno no falla. Ahí hay agua, Aurora- dijo Mendoza. Pero ella se levantó y lo detuvo de un brazo. Altea notó la preocupación en la cara de la bruja.

     -Con probar no se pierde nada-dijo él.

     Caminó hasta el aljibe e intentó levantar la tapa. Era una losa pesada y encajada exactamente en los bordes. Fue hasta el galpón donde se guardaban algunas herramientas y regresó con una pala y una zapa. Se esmeró en abrir un canal en la circunferencia entre la pared vieja del aljibe y la loza que lo tapaba. Las mujeres lo miraban trabajar, sentadas a la mesa, dirigiéndose miradas de socavamiento. Cuando el capitán finalmente pudo insertar el filo de la zapa en la grieta, se subió al borde del aljibe y empezó a empujar. Ellas se levantaron, curiosas, el perro saltaba de contento, pero nervioso, preocupado. Altea casi pudo leer, en los movimientos de Max, más que sed, una ansiedad salvaje.

      A medida que todo el círculo se fue agrietando, la losa se iba levantando de a poco. Barro seco y gusanos de tierra fue lo primero que vieron. Era demasiado pesada para moverla de una sola vez, así que Máximo la fue empujando lentamente, y fue entonces que, de pronto, se detuvo.

      - ¿Qué sucede? - preguntó Altea, pero ya no fue necesaria ninguna respuesta. Max saltó al borde y empezó a ladrar hacia el fondo oscuro del pozo, desesperado. Su ladrido se hizo un aullido grave de lamento. Se escuchaba, también el sonido del agua.

      -Al fin de cuentas, hay agua-dijo Aurora, con las manos cruzadas sobre la falda, porque había vuelto a sentarse. Tenía una sonrisa maliciosa, de aquellas que simplemente esperan los acontecimientos.

      Pero era el olor lo que había hecho que Mendoza se detuviera, que salía del fondo del viejo pozo. El agua pasaba por los antiguos túneles excavados por los indios, tal vez, bajo las órdenes de algún capitanejo español del siglo XVI o XVII. El agua corría con fluidez, chocando con objetos duros que golpeaban las paredes, y cuyo sonido era como el percutir de una música primitiva hecha por instrumentos confeccionados por los indios. Tal vez maderas, aunque nada podía ver, quizá huesos. Y el olor era ya inconfundible.

      Aroma a muerto.

      Ése era el laboratorio que había estado esperando ver alguna vez. Y pensando en el perfume que Aurora usaba en las noches mientras estaban juntos, tiró la pala al piso, agarró al perro y lo llevó afuera. Las mujeres lo vieron hacer, al parecer asombradas, pero Altea ya sabía de qué se trataba todo eso. Escucharon ladrar al perro atado a una rueda de la carreta. Luego Máximo volvió al patio, agarró a Altea de un brazo y la llevó a su dormitorio. Aurora adivinaba lo que se estarían diciendo: “¿Nos vamos ahora?”, preguntaría ella, agregando: “Quiero regresar con mi marido”. Y él, aceptando la definitiva condena: “Nos vamos”.

      Los vio salir, con la ropa que llevaban puesta: ella con el vestido que Aurora le había dado, y él con el traje del padre. Parecían dos muñecos disfrazados saliendo del brazo, rígidos como títeres que la bruja ya no podría manejar porque se iban de la casa. Y como iba oscureciendo, ellos penetraron el pasillo y lo atravesaron hasta llegar a la puerta, mientras el eco del zaguán repetía la risa de Aurora Valverde, envuelta por el vaho profundo de los muertos.

 

 

*

 

 

Máximo Mendoza iba pensando que el silencio era doloroso, pero se aferraba a él con uñas y garras, con tal de no mirar a la mujer que tenía al lado. Veía su falda plisada, un vestido inadecuado para el viaje que realizarían de vuelta hacia el río. Uno de un blanco sucio que Aurora Valverde le había entregado como a quien se da una limosna. Pero Altea lo llevaba con displicente orgullo, y la misma frialdad de un témpano en el rostro. Si pudiera verla a la cara por lo menos un instante, y romper ese glaciar de desprecio, porque no era odio, eso siquiera hubiera sido comprensible, y por lo tanto un consuelo para la desazón de Mendoza. Era, sin embargo, la más completa indiferencia, como si el que conducía la carreta no fuese más que un autómata de esos de los que había leído alguna vez. Unos que jugaban al ajedrez y siempre ganaban, máquinas inteligentes que en este caso servían como peones, conduciendo una carreta, nada más. ¿Qué interés podría tener esa mujer tan hermosa en un simple objeto de uso? Eso era él, un hombre para el uso de tres mujeres: Natacha, Altea y Aurora. ¿Era una víctima? Ni siquiera eso. Se había dejado llevar por su propia debilidad. Un capitán de barco nunca domina las aguas, simplemente corre por encima de ellas, y las olvida. Tal era el plan que pensaba mientras sus ojos estaban concentrados en las riendas, en el lomo del caballo, y la falda plisada, mientras el silencio de toda voz humana era un bálsamo parecido al ácido sobre una llaga, doloroso pero adecuado para regodearse en la miseria propia.

      De pronto, la voz le salió sin que lo planeara. Algo dentro de él traicionaba su omnipotente orgullo.

      -Pasaremos por la estancia de mi padrino, se lo prometí- dijo, explicando, siempre justificando sus actos ante la mirada impertérrita y vigilante de esa mujer de hielo. Porque luego del verano de su corazón, había vuelto el invierno.

      Ella no dijo nada. La voz se le había vuelto algo ronca luego de la enfermedad, y cuando hablaba un tono ocre se vislumbraba en la calidad del sonido, casi como si el otoño se dibujara en el aliento que ella exhalaba. Le habría gustado a él ver esas hojas herrumbrosas salir de la boca como de un viento tempestuoso. El otoño era triste, pero lo prefería al horror del invierno. En uno había todavía la luz ocre de la esperanza, en el otro la muerte se avecinaba con la más completa oscuridad.

      El camino sinuoso fue cálido esta vez, ni lluvia ni viento ni frío, únicamente las nubes que tapaban el sol del verano en el momento justo para protegerlos. Entonces se atrevió a mirarla, ya cuando llegaba la noche y se acercaban a Lavalle. Ella miraba al cielo, y se dispuso a hablar.

    -Parece que el cielo es benigno con nosotros, ¿no es cierto?

    ¿Ella quería que le contestara? ¿Tanto lo odiaba que necesitaba humillarlo evitando la verdadera conversación que esperaba? ¿La verdad estaba en la sinceridad o en la esquiva mentira?

      -No lo hemos sido con Dios, me parece- continuó ella diciendo.

      Máximo recordó la cruz en la habitación de la casona colonial, la noche en que se estaba bañando. Cristo era el mensajero de los hombres, el hombre que comprende al hombre: lo acomete, lo traiciona, lo condena, lo perdona. Dios padre era un símbolo beatífico, el don de los cielos, la luz del sol, el verde del campo. ¡Qué empresa la de los cielos, qué gran imperio eficazmente construido!

      Pasaron la noche en Lavalle, en la casa de Fermín Valente. Cuando el viejo lo vio, dijo unas cuantas palabras en catalán que a ninguno les importó traducir, ni él lo intentó al ver el rostro demacrado de ambos.

     - ¿Están los chicos? -preguntó Máximo mientras ayudaba a bajar a Altea.

    - No. Se fueron de pesca el fin de semana. Vuelven mañana.

    Era lo mejor. La vieja Dorotea le ofreció otra vez la misma habitación en que Altea había dormido. Nadie preguntó nada, igual que cuando el silencio es acorde al tiempo en que llega, es decir, el anochecer, el descampado, la vuelta de la gente a sus casas, el cierre de las puertas, las luces que se apagan, el sonido lento de un búho, y el viento extraño entre las hojas de los árboles.

     En la mañana, Valente quiso ofrecerles dinero para comprar ropa y comida, pero fue Mendoza el que firmó un documento en pago del caballo y del sulky que se habían llevado. Por más que se negara, él dejó el papel sobre el mostrador del negocio, y salió por la esquina bajo el cartel de la próspera empresa de Fermín Valente. Mientras se alejaban, miró atrás, y vio que los chicos llegaban a trote rápido, gritando y entusiasmados. Seguramente no habrían pescado más a unos cuantos miserables del campo, metiéndolos en la bolsa de sus negocios.

     El camino que llevaba a la estancia del coronel Las Heras era una bifurcación del que habían hecho desde el puerto. Ya sentía el olor del río, y pensó en su barco. ¿Qué pensarían de él después de tantos días de ausencia? Natacha lo regañaría más que nunca, pero ya no le importaba. La escucharía como siempre, acobijándose en su propia cáscara de indiferencia y de rencor.

      La mañana se había nublado, y los árboles a los lados del camino se veían pesados, sin que una hoja se moviera. Iban lentamente, mirando a los costados, cada uno a su lado, como si esperasen encontrar entre los árboles sin tiempo, porque la inmovilidad absoluta les otorgaba intemporalidad, al hombre y a la mujer que eran casi dos semanas antes.

      Llegaron a la tranquera, abierta por lo rota, que se mecía a expensas de una brisa que nadie sentía. Un sonido de madera quebrada que se arrastraba por el polvo. Siguieron camino hacia el casco de la estancia. Altea contempló la hermosa arquitectura de la casa, amplia, dominando el campo con sus dos pisos. Un resabio de los viejos buenos tiempos. Alrededor, no quedaba nada. Sólo arbustos que se estaban secando por falta de cuidado, un jardín de flores que ya no estaban. Una jauría salió a recibirlos, y Max se puso tieso y alerta en la parte de atrás de la carreta.

      Se detuvieron, y bajando, Máximo gritó:

     - ¡Juera, perros! -mientras descendía y los amenazaba golpeando la fusta contra el piso. La mayoría se alejó, sólo un par permaneció cerca, vigilante, cuando su madrina salió de la casa, haciéndose sombra con la mano en la frente.

     - ¡El niño Máximo! - dijo, y su voz fue ahogándose mientras corría a tropezones para abrazarlo. Altea observaba desde la carreta, y sonreía.

     - ¡Pero ¡qué le ha pasado a mi niño, que está tan flaco, por diosito! - se lamentaba, sin soltarlo de los hombros y contemplándolo de pies a cabeza.

     -Nada importante, tía, contratiempos a los que ya estamos acostumbrados, ¿no es cierto?

     -Y a mí me lo preguntás. ¿No te enteraste?

     - ¿De qué?

     La vieja ahora lloriqueaba, mirando de reojo hacia la carreta, tenía vergüenza de que la vieran así.

     -Entremos a la casa, Máximo- dijo Altea.

     Pero la vieja se puso nerviosa y se negó.

     -Pero tía Eustaquia, tranquilícese. Si no me cuenta…

     La vieja no dejaba de lloriquear, viendo que Altea se acercaba, y contemplando lo demacrada que estaba. Le tocó la cara cuando se saludaron, y fue como saber lo que le pasaba.

    -Pobrecita, te juzgué mal cuando te vi por primera vez…

    -Está bien, no se preocupe. Entremos a la sombra.

    -Pero si está nublado…-dijo la vieja, negándoles la entrada. Pero ya no pudo más y se cobijó en los brazos de Máximo.

    -Está todo vacío, no tengo nada. Duermo en un jergón en medio de la sala, justo donde estaba la alfombra donde dormías de chico, esa tan afelpada, que tenía el olor del corderito todavía, así decías vos, ¿te acordás?

     -Como no me voy a acordar…

     -Vendimos todo, querido, y después…se me fue. Se quedó tirado en la cama muchos días, y no quería levantarse. Yo me enojaba, lo hería a propósito en su orgullo, ¿podés creerlo?, al hombre que amaba desde hacía cuarenta y cinco años.

     - ¿Cómo fue?

     -Se dejó morir, las deudas, qué sé yo…

     -Pero cancelé la deuda con Antonio Valente al día siguiente de encontrarlos a ustedes en el camino.

      La tía Eustaquia lo miró a los ojos y sonrió.

     -Murió el día anterior a cuando vino ese chico. Y como todo estaba a nombre de Gregorio, me dijo que le vendiera la estancia para pagar la deuda, y yo no sabía nada, después me enteré por los peones, pero ya era tarde. Que iba a hacer yo, una vieja sola. Me dejó quedarme a vivir acá…

      Ahora sí se había levantado un viento fuerte. Altea acariciaba la espalda de la vieja, acomodándole el chal de lana, mientras Máximo la abrazaba, dejándola llorar, imaginando la muerte del coronel en la cama, él, que ya no tenía caballo ni estancia, el viejo fuerte cuyas botas ya estaban gastadas como el símbolo exacto de la muerte inminente. Se vio a sí mismo en esa cama, así terminaban todos los antiguos baluartes de la fuerza. Los muertos que uno ha matado devuelven el golpe, se ayudan uno a uno, se juntan sea el tiempo que sea en el que hubiesen muerto. No es una estrategia ni una venganza, es un pago pendiente, y la honorabilidad, siempre amenazada de extinción, necesita imponer su exigencia.

     ¿Iría a reclamar a los Valente? ¿Enfrentarlos, y hasta desafiar a un duelo callejero a Antonio? Pensando en la cara de jactancia del chico, secundado por ese animal de Lorenzo, se sintió invadido de una gran pereza. Se había convertido en un cobarde por cansancio. En quince días había viso derrumbada su personalidad. ¿Pero cuál era ésta? El capitán Máximo Mendoza y Hurtado era una ficción de abolengo.

      Abandonaron la estancia sin entrar en la casa. Hacerlo habría sido ofender los restos de ceniza del orgullo del matrimonio Las Heras. Atrás quedaba la estancia de salones vacíos, cercana, quizá, a ser demolida, porque pronto la vieja Eustaquia seguiría el camino de su esposo. Se fueron en silencio, ambos cabizbajos, en dirección al puerto, que aún distaba varios kilómetros. Llegarían en la tarde, tal vez poco antes de que oscureciera. Se sabían vencidos, y el cielo encapotado era un lúgubre manto de hastío. Uno suspiró, y el otro lo hizo inmediatamente después. Y ambos, entonces, sonrieron simultáneamente. Aún la ironía, una dulce ironía tenía cabida entre ellos, en el estrecho espacio en el pescante. Con un perro que les lamía la cara para cambiarles el ánimo. Max se había acomodado como podía, con sus huesos largos y puntiagudos, haciéndolos reír levemente, con una timidez acorde a dos adolescentes. Se miraron por encima de la cabeza del perro. Él con las manos tensas sosteniendo las riendas, ella con sus manos juntas como una roca sobre la falda. Unidos por el viento que agitaba sus cabellos y traía el aroma del río.

     Y cuando vieron el barco, enorme, hermosamente negro en la noche que caía, vieron las velas oscuras y los crespones de luto que adornaban los mástiles. La carreta se detuvo, la gente reconoció al capitán. Muchos lo saludaron con respeto y en silencio, pero lo miraban con extrañeza. ¿Qué ha pasado?, pensaba Máximo, al bajar de la carreta y ayudar a Altea. Caminaron hacia el muelle, pero antes de llegar, la gente lo rodeaba y lo miraba con inquietud. Él preguntó qué había sucedido, y como no le respondían sacudió a unos cuantos hombres de los brazos con violencia. Lo dejaban hacer, porque lo conocían desde mucho antes, y lo apreciaban.  Uno dijo:

      -Hace mucho que lo andan buscando capitán, ¿dónde se había metido? - Pero ya todos tenían la respuesta al ver a Altea. Ya todos sabían de su debilidad, conociendo a su mujer, y lo amparaban.

      -Acompáñeme al muelle, capitán-dijo después.

      Mendoza y Altea lo siguieron.

      -Tal vez la señora no deba…

      Máximo vio la aprehensión en la cara del hombre, agarró a Altea de un codo suavemente, pidiéndole que se quedara.

      -No me quedaré acá para que todos me miren como bicho raro. Si pasa algo que yo debo saber, es mejor ahora…

      Ellos se encogieron de hombros y continuaron el camino hacia el embarcadero. Había una casilla no muy grande que servía de galpón donde guardaban trastos y herramientas. Entraron y el encargado encendió unas lámparas. Era de día, pero allí no había ventanas. Junto a una pared había un ataúd, y otro justo en el centro. Había olor a podredumbre y encierro. Altea se tapó la nariz.

      -Los trajeron hace como diez días, pero no nos atrevimos a enterrarlos sin el funeral debido y sin su consentimiento, capitán.

     Mendoza se acercó con una lámpara en la mano y leyó lo que estaba escrito en la tapa de cada uno con letras grandes y a carbón. Uno decía Ariel, el otro Manuel. Luego se interpuso ante el paso de Altea, pero ella ya lo había leído.

     -Pero no entiendo, no entiendo nada…-comenzó ella a balbucir. Ya no importaba el olor.

     Mendoza intentó hacerla salir, pero Altea se desprendió y fue hacia el ataúd de Manuel. Apoyó los codos, y la cabeza en sus manos. No lloraba mucho todavía, sólo parecía empecinada en pensar, como si así pudiese comprender lo que estaba viendo.

     Mendoza le puso una mano sobre un hombro, pero su mirada estaba puesta en las letras de Ariel.

      -Al chico lo trajo la marea luego de varios días. Se cayó del barco y lo agarraron los yacarés. Todos los del muelle vimos lo que pasó esa mañana. Nosotros juntamos los restos, capitán, y los pusimos en ese cajón.

      - ¿¡Cómo que se cayó del barco?!

      El hombre inclinó la cabeza y se encogió de hombros. Tartamudeando, dijo:

      -Ya la señora Natacha le explicará…

      Sí, eso él lo sabía bien.

      - ¿Y qué le pasó a mi marido? -preguntó Altea.

      Pero Máximo no escuchó la respuesta. Salió y respiró profundo. Un intenso vahído lo obligó a sostenerse de una pared. Sintió nauseas, pero no quiso vomitar delante de todas aquellas personas que lo conocían y respetaban, porque en ellos veía lástima, y era lo último que deseaba provocar en los demás. De pronto quería que todos sintieran su ira. En realidad, su odio, eso era lo que ahora sentía, sin remordimientos ni conmiseración por nadie.

      Caminó hacia la punta del muelle y se puso a contemplar su barco anclado casi en el centro del ancho río. Y entonces vio a Natacha mirando hacia la costa, con las manos apoyadas como dos garras en la barandilla de cubierta, quizá esperándolo de esa manera desde hacía muchos días. Era una estatua vestida de negro, un dolor petrificado. Una figura más, esculpida sobre ese inmenso ataúd que era ahora el “Juan Manuel de Rosas”, su barco, su hogar y su destino.






Ilustración: Antoine Wiertz

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