Si pudieran los hombres, lo mismo
que parecen sentir que tienen asentado
en el alma un peso que con su carga les
cansa, conocer también por qué causas
ello sucede y de dónde en su pecho se
forma esa suerte de enorme bloque dañoso, no llevarían una
vida tal como ahora las más de las veces vemos que no sabe
cada cual qué hacer consigo mismo y anda buscando cambiar
constantemente de sitio a ver si puede echar a tierra su carga.
Sale una y otra vez de sus ricas estancias a la calle aquel que
ya está harto de estar en casa: (al punto se presenta) y entra,
pues, claro, siente que en la calle no le va mejor; arreando a
sus potros hacia la cortijada se lanza a la carrera, como si se
apresurara para prestar ayuda en el incendio del caserío: bosteza acto seguido, en cuanto cruza el umbral del cortijo, o se
retira a dormir desfallecido y busca aturdimiento, o incluso a
toda prisa se encamina y regresa a la ciudad. De esta manera
cada cual huye de sí mismo y, de quien por lo visto, como sucede, es imposible escapar, no se despega y lo aborrece a su
pesar, porque es que, estando enfermo, no comprende la causa de su dolencia; si la viera bien, entonces cada cual dejaría
lo demás y se afanaría antes que nada en conocer la naturale-
za de las cosas, ya que está en discusión, para la eternidad,
no para una hora tan sólo, el estado en que los mortales dispondrían de todo ese tiempo que tras la muerte les queda al
perdurar.Y en último término, ¿qué malas ansias tan grandes de
vivir nos obliga a temblar desaforadamente en las pruebas
difíciles? Con un límite fijo cuentan los mortales sin duda
para sus vidas sin que nos sea posible evitar la muerte y que
no fenezcamos. Además, nos movemos siempre y andamos
en el mismo sitio sin que por vivir se nos fragüe ningún deleite nuevo; pero cuando falta lo que echamos en falta, eso
parece sobrepasar a lo demás, luego, cuando aquello llega,
echamos en falta otra cosa y siempre domina inalterable la
sed de ansiosa vida. En la incertidumbre queda la suerte que
nos depararán los años sucesivos, qué nos traerá el acaso o
qué final se nos vendrá encima. Y alargando nuestras vidas
no arrancamos ni somos capaces de pellizcar una migaja al
tiempo de la muerte, de modo que acaso tanto rato no vayamos a estar por suerte destruidos. Cabe por tanto alcanzar
estando vivo todos los siglos que se quiera, no menos por
ello la muerte seguirá siendo eterna, ni aquel que en el día
de hoy llegó al final de su vida estará sin ser menos rato que
el otro que falleció muchos meses y años antes.
Un charco de agua que, con un dedo de hondo apenas, se estanca entre losas por los empedrados de la
calle, ofrece una visión bajo tierra que abarca tanto cuanto
desde tierra se abre la honda grieta del cielo, de manera que
te parece contemplar allá abajo nubes y ver cuerpos de aves
que, cosa extraña, bajo tierra se van perdiendo en su cielo.
Ilustración: Hieronymus Bosch
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