Si yo, ilustrísimo caballero, condujese el arado, apacentase un
rebaño, cultivase un huerto, remendase un vestido, nadie me mira-
ría, pocos me tendrían en cuenta, raros serían los que me repren-
diesen, y fácilmente podría complacer a todos. Mas, por ser deli-
neador del campo de la naturaleza, preocupado del pasto del al-
ma, ansioso de la cultura de la mente y artesano experto en los
hábitos del entendimiento, he aquí que quien es mirado me ame-
naza, quien es observado me asalta, quien es alcanzado me
muerde, quien es comprendido me devora. No es uno, no son
pocos; son muchos, son casi todos. Si queréis saber cómo ocurre
esto, os diré que la causa es la generalidad de la gente que me
disgusta, el vulgo que odio, la muchedumbre que no me agrada, y
una cosa que me tiene enamorado: aquella por la cual soy libre en
la esclavitud, alegre en la pena, rico en la necesidad y vivo en la
muerte; aquella por la cual no envidio a quienes son siervos en la
libertad, sienten pena en el placer, son pobres en la riqueza y es-
tán muertos en la vida, pues tienen en el cuerpo una cadena que
los constriñe, en el espíritu un infierno que los abate, en el alma un
error que los enferma, en la mente un letargo que los mata; no
habiendo magnanimidad que los libre, ni longanimidad que los
levante, ni esplendor que los ilustre, ni ciencia que los reviva. Ocu-
rre, por eso, que yo no vuelvo atrás, cansado el pie del arduo ca-
mino; ni, desganado, sustraigo los brazos a la obra que se presen-
ta; ni, desesperado, vuelvo las espaldas al enemigo que me ataca;
ni, deslumbrado, aparto los ojos del divino objeto, mientras siento
que la mayoría me considera un sofista, más deseoso de mostrar-
se sutil que de ser veraz; un ambicioso, que se preocupa más por
suscitar una nueva y falsa secta que por confirmar la antigua y
verdadera; un engañador, que se procura el resplandor de la glo-
ria, echando por delante las tinieblas de los errores; un espíritu
inquieto, que subvierte los edificios de la brava disciplina y se con-
vierte en constructor de máquinas de perversidad. Así, Señor, los
santos númenes alejen de mí a todos los que injustamente me
odian, así me sea siempre propicio mi Dios, así me sean favora-
bles todos los que gobiernan este mundo, así los astros me ade-
cúen la semilla al campo y el campo a la semilla”, de modo que
aparezca al mundo útil y glorioso el fruto de mi trabajo, despertan-
do el espíritu y abriendo el sentido a quienes están privados de
luz, pues yo, muy ciertamente, no simulo y, si yerro, no creo, en
verdad, errar, y cuando hablo y escribo, no discuto por amor a la
victoria en sí misma (porque considero enemiga de Dios, vilísima y
sin ápice de honor toda victoria en que no hay verdad), sino que
por amor de la verdadera sabiduría y por deseo de la verdadera
contemplación me fatigo, torturo y atormento. Esto lo han de poner
de manifiesto los argumentos demostrativos que dependen de
vividas razones y derivan de sentidos sujetos a regla, los cuales
son informados por especies no falsas que, como veraces emba-
jadores, se desprenden de los objetos de la naturaleza, hacién-
dose presentes a quienes los buscan, abiertos a quienes los re-
quieren, claros a quienes los aprehenden, ciertos a quienes los
comprenden. Ahora, he aquí que os presento mi contemplación en
torno al infinito universo y los mundos innumerables.
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