jueves, 24 de julio de 2025

Perón en Mataderos




 




Si recuerdo esto es porque escribo sentada en mi silla de madera con un almohadón viejo que aún cree darme comodidad, y no tengo la valentía de desengañarlo. La máquina de escribir se ha detenido para que mis dedos descansen, y giro la cabeza hacia el ventanal del balcón. La gente pasa por la vereda de enfrente: a un chico casi lo atropella un colectivo, la madre discute con el chofer, los pasajeros protestan por el retraso, las bocinas suenan y resuenan desde los coches atascados. Escucho las conversaciones de los vecinos del edificio que se han asomado a los balcones. Es mediodía y todos salen a la calle: los chicos de las escuelas, los hombres de las oficinas, las mujeres a comprar.

     Vuelvo la vista a la máquina de escribir, y el barullo de la calle se enturbia y se metamorfosea, no sé por qué motivo, en el recuerdo que tengo impregnado en mis huesos y sale hacia mis manos. Pero antes de teclear, las miro y pienso en mi padre y en su costumbre de acariciarme la cabeza con su mano izquierda mientras me tenía sentada en sus rodillas y mi espalda apoyada en su pecho. Nuestras miradas se dirigían hacia el mismo sitio: la luz que entraba por la puerta de la casa de Mataderos donde vivimos hasta que yo tuve diez años. Era una costumbre de todos los domingos por la tarde, a veces en silencio, otras contándome anécdotas que casi siempre eran las mismas, modificadas por esa elocuencia que siempre hacía nuevo lo que contaba una y otra vez. Pero yo hacía como que no recordaba y no decía nada, así como había aprendido a evitar tocar o mirar su mano derecha.

      Mamá se sentaba en una silla en la vereda a tomar mate, y se volvía para mirarnos, invitándonos. Pero mi padre era ensimismado y retraído. Ella me había contado que no siempre había sido así. Le pregunté desde cuándo, ella me miró, como calando mi capacidad de comprensión, y dijo: desde poco antes de que nacieras.

        Más adelante, cuando supe discernir entre las personalidades de mis padres, llegué a ubicar cada objeto en el extraño rompecabezas que constituye la trama de cada familia. Mamá era extrovertida, pero sumamente desconfiada. Había sido educada en un ambiente de maestros de escuela pública, sometida a los rigores del hambre de los fines de mes y a las largas y casi siempre infructuosas esperas en los hospitales, mientras ella leía en los libros que sacaba de la biblioteca del barrio y devolvía a veces sí, a veces no, porque la bibliotecaria hacía la vista gorda ante esa nena que apenas pasaba de los diez años y leía a Sarte o a Marx. ¿Si entendía algo? Lo supe al escucharla hablar mientras revolvía la olla, esperando que papá volviera del trabajo y mientras yo hacía mi tarea en la mesa de la cocina.

     Era delgada, de cabello lacio y rubio ceniza que ataba en una cola de caballo desprolija y a veces con pequeños grumos de harina que se habían desprendido de sus manos que poco antes habían estado amasando.     

      Era expansiva y sonriente, pero también se ofuscaba por las frases ambiguas e inocentes de mi padre. Porque él era diferente, tímido a veces, demasiado confiado casi siempre, con una cara de ángel que embaucaba a las modistas y a las almaceneras, según decía mamá, pero que se dejaba engañar por sus compañeros de trabajo, por los mecánicos que arreglaban el viejo Fiat cada dos por tres, o por el mismo gobierno.

      Perón era presidente por ese entonces. Yo aún no había nacido, estaba en la panza de mi madre, de siete meses de embarazo. El país era una flagrante contradicción, según ella contaba en la mesa mientras comían. Él llegaba del matadero donde trabajaba desde hacía quince años. Mi padre tenía treinta o treinta y uno, había empezado muy joven, pero nunca había ascendido más que a jefe de sección cuando algún otro se ausentaba porque se había cortado los dedos o lo echaban. Eso era lo que mamá le recriminaba: la conformidad, la falta de osadía. Ella no era peronista, al contrario, aborrecía lo que llamaba demagogia e hipocresía. Había leído el diario de la mañana en la carnicería mientras compraba, o a veces, cuando tenía tiempo, se sentaba en un bar y leía libros que apilaba sobre la mesa hasta la noche, cuando miraba el reloj con la propaganda de Cinzano sobre la pared mugrienta y se asustaba de lo tarde que era. Su marido regresaría del trabajo y la cena aún no estaba preparada.

      Mi padre, sin embargo, iba y venía del matadero sin protestar. Muy raramente lo escuché refunfuñar mientras me llevaba de la mano desde la escuela, cuando me pasaba a buscar luego de salir del trabajo. Yo era la última que se quedaba esperando sentada en un banco de la escuela, sola cuando a todos los demás chicos ya los habían venido a buscar. Yo exploraba la llegada del mío por la vereda, al principio ansiosa, luego ya resignada, y más tarde deseando que tardase, porque leía un libro que la maestra me había prestado. Lo veía llegar medio encorvado, con su mameluco manchado de sangre.

      ¿Qué sucedía en el matadero municipal? Yo lo sabía muy bien, papá me había llevado a mirar desde la puerta: los hombres que iban y venían cargados con reses sobre las espaldas, los ganchos de metal que sonaban como cadenas del infierno de Dante, el olor de la sangre, a veces dulce, a veces agria, y el aspecto que la grasa daba a todo el lugar, como si tiñera la luz con un vaho denso y resbaladizo en el que era fácil perderse y caer. ¿Quién podía estar seguro, me preguntaba, que un hacha cualquiera no confundiera la débil carne del hombre con la inocente carne de una res? El tamaño se confundía entre los vahos de esa grasa que era una especie de lubricante para facilitar los caminos a las zonas más tristes del hombre: el recuerdo que se confunde con la tragedia.

      Pero mi padre llegaba a la puerta de la escuela, palmeaba y la portera le abría con desgano y enojo.

     - ¿Cómo le va, doña Eufemia?

     Y la otra lo esquivaba sin contestar, con el asco que yo adivinaba mientras recogía mis cosas y caminaba luego por el pasillo oscuro hacia la luz de la vereda, donde el cuerpo de mi padre era un bastión que negaba la pesadumbre y el abandono, pero cuya esencia no entendía. El olor de la sangre traía el recuerdo de las hachas y el ruido del motor de las sierras que se escuchaban desde varias cuadras. Mi padre era un obrero del infierno, un portador del crimen de las costumbres. Pero su mirada era la de un ángel protector. Así sentía yo su mano cuando nos encaminábamos juntos hacia casa, saludando a un lado y a otro a los vecinos y los dueños de negocios que dejaban pasar la tarde como quien deja pasar la vida, cruzados de brazos en los umbrales.

     No era peronista, sólo se plegaba a lo que pensaba la mayoría, como todos lo hacían en esa época, o como casi siempre lo hacen los que tienen mucho que perder. Sus ideas, cuando las expresaba en la cocina de nuestra casa, eran similares a la de maná, aunque no supiese explicarlas de la manera adecuada. Sin embargo, su personalidad los hacía diametralmente diferentes, y lo que yo al principio creía una contradicción, era simplemente el efecto complementario de la atracción de los sentimientos. Él hablaba casi entre dientes, y a veces luego de llevar el tenedor a la boca con tallarines enroscados. Contemplaba todos los aspectos de la cosa política: justificaba los gremios, comprendía las intenciones del presidente, toleraba a regañadientes las tramoyas y lo que mi madre llamaba las concupiscencias de los gobernantes. Desde el presidente, decía, hasta el capataz de la fábrica, todos piensan en sí mismos, únicamente. ¿Ella era comunista, en ese entonces? Creo que era librepensadora, y en toda época de fanatismo y caudillismo los límites son muy fáciles de confundir, y por eso son clasificados por el gobierno de turno como quien ordena los muebles de una casa. Se tapian puertas, se cubren manchas y se ocultan los agujeros en el piso.

       Mi padre, sin embargo, era un ingenuo. Para mi madre esos eran los más peligrosos, y tal vez por eso se había enamorado, como quien dice que los polos se atraen, o tal vez porque la extrovertida valentía de ella se complementaba con la aparente pasividad de su marido. A veces me pregunté si era una relación de protectora y protegido, si la superioridad intelectual de mi madre -que también la hacía rebelde y a veces fría, regañona e intolerante- dominaba la parsimonia y la sumisión de mi padre. Pero en él llegué a vislumbrar, como ella debió hacerlo en las noches cuando el mundo desparecía y la cama que compartían era una isla en medio de un océano desolado por hambre y guerras, la lucha interior de mi padre: los ojos que no lloraban, casi, con la congoja insobornable de quien se sabe vencido desde siempre, pero cuyo fracaso era un arma al que había sacado filo durante años y años, en cada rato libre otorgado a la servidumbre. ¿Era ese el filo de sus cuchillos en el matadero? ¿De quién era la carne que cortaba? ¿El carnero del sacrificio o tal vez el simulacro de regicidio?

     Mi madre leía la ira en la mirada de su marido, tras la simple ornamentación de los sumisos y la crespa lana del cordero, la ira era similar a una idea tan fuerte como la expresada en los libros de filosofía y de política. Era más fuerte, lo sabía, por lo menos en el instante y la circunstancia, durase ésta una hora o varios años, según la Constitución y el capricho de los hombres lo determinase. Los ojos de mi padre brillaban en la oscuridad, sobre todo en esa época. Ella me contaba así, con una congoja que me lastimaba mientras dormíamos la breve siesta antes del ajetreo de la tarde. Yo sentía el amor que tenía por su marido en esa tristeza que es la esencia del amor. La alegría es pasajera, la tristeza es el continuum inquebrantable, lo que perdura y le da sentido.

      Lo imagino hablar en esos tiempos, apenas levantando la vista del plato, a la vez tímido de la mirada de su esposa a quien consideraba más inteligente y fuerte. El pelo crespo y oscuro, con rulos duros que continuaban en su barba que apenas tenía ganas de afeitarse cuando regresaba a casa, porque en las mañanas se levantaba a las cuatro y apenas salía con un par de mates en el estómago, y un pan que iba desgajando y comiendo mientras caminaba hacia el matadero. La barba oscura de varios días, el aliento a tabaco, el cuerpo de brazos anchos y pecho hirsuto, y la mirada ingenua de un ángel destructor.

 

       Por ese entonces se había anunciado la visita de Perón al barrio de Mataderos. Los vecinos estaban entusiasmados, me contó mamá. No se hablaba de otra cosa en cada negocio que visitaba, y la paraban en la vereda para jactarse de esa visita extraordinaria, porque conocían sus ideas y lo que ella pensaba del gobierno, todo lo cual iba a contracorriente del pensamiento popular de esa época. Ella se callaba la boca y escuchaba con resignación, porque luego de la primera discusión se dio cuenta que era inútil volver a casa con los brazos cansados después de sostener las bolsas de las compras durante una discusión de una hora o poco menos.

     Es que el presidente venía a contrarrestar con su presencia los rumores dispersados por la prensa en relación con varios asuntos que comprometían al matadero municipal. Todo había comenzado varios meses antes, durante el verano, cuando se encontró el cuerpo de una prostituta entre los residuos de las reses que iban al crematorio. Parece que el camionero que subía los huesos y las bolsas de carne podrida se puso a espantar a los perros que ladraban y buscaban aprovechar algo de lo que se caía del camión, y que se empezaron a pelear. No era raro, por supuesto, pero justo estaban estorbando el paso, así que con patadas y con palos intentó apartarlos. Pero uno se quedó mirándolo, y entre los dientes sostenía la piel de lo que parecía una cabeza humana. Dicen que el camionero miró a todos lados, y no viendo a nadie, intentó acercarse al perro, tal vez para agarrarla y deshacerse de ella. Pero el animal huyo con su presa. Pocos minutos después, el vigilante del barrio llegaba con otros dos. Habían matado al perro y traían una bolsa negra. La tiraron en el piso cerca del camión y la vaciaron: el cuerpo del perro estaba aún con los dientes sobre una de las orejas de la cabeza.

     El camionero se agachó y separó la mandíbula con una sierra. No era el vigilante de siempre, el viejo que estaba desde hacía veinte años vigilando la entrada y salida de las reses, panzón, cansado, y fumando los cigarrillos que compraba caros gracias a las coimas.  Entonces no habría pasado nada. Era otro, más joven y con el uniforme limpio, delgado y con mucho pelo bajo la gorra.

      Vino una ambulancia de la morgue, otros policías, y el matadero se cerró todo el fin de semana. El lunes la prensa anunciaba el hallazgo del cuerpo desmembrado de una prostituta entrada en años. La conocían desde mucho antes porque rondaba el barrio todas las noches, y los que la veían vestida de ama de casa en las tardes, comprando cosas para preparar la cena del hijo que la esperaba en la pensión de la calle Charcas, sabían quién era, pero también sabían que el chico, de catorce años, se parecía  a un mono estúpido, que apenas caminaba, y cuando lo hacía era para escaparse y desaparecer dos o tres días, cuando la policía lo traía de vuelta cubierto de mugre y saliva.

     Al fin de cuentas, era una prostituta, y el tema fue cayendo en el olvido. Dijeron que al chico se lo llevaron a un hospicio, le pregunté alguna vez a mi madre qué podría ser de él. Me miró extrañada, pero sabía que yo sentía curiosidad por esas cosas. Se encogió de hombros y dijo: deben haberlo llevado a un circo.

      Después, a principios del invierno, surgieron otros problemas para el matadero y para el gobierno que lo sostenía. Los cogotudos, como decía el presidente, de la Sociedad Rural, habían denunciado unos chanchullos en los negocios del ministerio. Se privilegiaba a ciertos proveedores en desmedro de los que desde más de cien años antes ofrecían los mejores productos del campo. Eso decían, eso objetaban. No hubo caso. La prensa opositora se esmeró en combatir al gobierno todos los días: se publicaban números fehacientes, y desde las bancas del senado se protestaba y se discutía acaloradamente. Los grandes estancieros no se amedrentaban por los gastos de su campaña, y así, al señor presidente le aconsejaron que retomara el contacto con el pueblo, del cual, si no lo había separado el sentimiento, sí se había visto amilanado por la falta de contacto más estrecho. Es que a veces le es necesario al obrero ver que el hombre al que adoran no es un dios sino también un hombre que tiene manos con artritis y con caries en los dientes que le sonríen. Y entonces aguanta un poco más. De Dios uno se cansa, como se cansa uno de repetir las cosas a un sordo, pero a un hombre que vela y sufre, uno le renueva su confianza.

     Eso era lo que mi madre no entendía, ensimismada en sus ideologías y teorías sociales. Su sentimentalidad debía pasar primero por el cerebro antes de conmover su corazón. Y la vía inversa le resultaba incomprensible, causa de estragos y desastres. Ella justificaba la violencia de las revoluciones basadas en premisas certeramente pensadas, pero la guerra desde el corazón le parecía estúpida, y la que nacía de la ambición, como la de todos esos políticos, ignominiosa.

     La semana anterior a la llegada de Perón, se arreglaron algunas veredas y los frentes de las casas de las calles por donde haría su recorrido. Pintaron el edificio municipal y el frente del matadero, porque por dentro no podía hacerse mucho, sólo tapar ciertos pozos y tapiar puertas que pocos sabían a dónde conducían.

      ¿Mi padre estaba contento? No era partidario, quien estuviese en el gobierno no le importaba demasiado. Compartía la alegría de sus compañeros, fuese sincera o no, simplemente por dejarse llevar por la corriente. Escuchaba las diatribas cada vez más exaltadas de mi madre durante la cena a medida que se acercaba el día señalado, ya que no podía agarrárselas con las vecinas, se descargaba con mi padre.

      -Te va a hacer mal- le decía él, masticando en tanto hablaba. Ella tenía un embarazo avanzado y esa exaltación no le hacía nada bien.

     Mamá miró al techo, como lamentándose otra vez de la ignorancia de los hombres. No se preocupaba de las cuadras que debía caminar con las pesadas bolsas de las compras, ni de las peleas de los regateos, ni de los vaivenes de las veredas rotas o de los colectivos que no la respetaban al cruzar, ni tampoco de la fuerza que hacía al lavar la ropa o del edema de las piernas luego de estar horas limpiando o parada junto a un horno caliente. Nada de eso hacía mellas en su estado, solamente lo hacía el hablar y enojarse. Pero las palabras de mi madre eran sabias porque estaban preñadas de libros no nacidos, eran discursos que mi padre reconocía, y por eso tal vez, su parsimonia frente a ella, la sumisión del que se sabe intelectualmente inferior, pero aun así se atreve a amar el cuerpo y el corazón de quien así le habla; y de su mente, ya es otra cosa. Uno puede amar la inteligencia de otro, enamorarse de ella, pero esa mente responderá con una lógica exenta de toda sinrazón. La admiración puede ser más adecuada, pero a veces es tan fría como indiferente. La mente de mi madre, sin embargo, amaba luego de razonar, y por eso era tan sincero y escaso ese amor, no en intensidad, sino en cantidad. Amaba a mi padre no como a quien debía enseñar o proteger, sino como el igual contrario. Lo veía, quizá, parado en el pico de una montaña, desde el pico de otra montaña. El abismo entre ellos era insalvable, por cierto, pero la unión a veces no necesita un lazo físico, sino simplemente la identificación.

     Desde cada lado de la mesa se hablaban poco, se miraban en silencio la mayor parte del tiempo, se admiraban cayendo luego en el sendero de la comprensión mutua. Una mesa los separaba como cientos de kilómetros llenos de nieve y rocas. Una mesa de madera endeble que fácilmente podía ser hecha pedazos. Pero por nada del mundo querían destruir la inquebrantable distancia que los unía.

 

     Llegó el día, y poco había sido preparado a gusto de los organizadores. El entarimado donde el presidente emitiría su discurso estaba a medio terminar esa mañana, y debieron sumarse los hombres del gobierno. Los asientos para la prensa eran exiguos, porque así había sido decidido. Sólo se permitiría la trasmisión por la cadena nacional y los periodistas de la prensa oficial. Éramos un barrio más de la capital federal, pero casi parecía que se tratara de un municipio aparte lejos del centro. La indiferencia y el descuido hacían más que la distancia, decía mi madre, mirando desde la puerta de casa, con los brazos cruzados sobre el vientre y el delantal de cocina hecho un bollo en sus manos. Miraba a la gente pasar, con sorna y desprecio, y de esa manera se desquitaba de que su marido fuese obligado esa manera a levantarse aún más temprano, a ducharse y afeitarse cuando no tenía ganas de hacerlo, -y hasta se había cortado con la navaja en un momento en que se le cerraron los ojos de sueño frente al espejo-. Ella escuchó la puteada desde la cama y se levantó. Vio el corte, lo curó y le dio un beso. No, no estaba enojada porque él debía ir.

      Las calles estaban repletas para el mediodía. Los organizadores habían logrado poner vallas en los cordones para que el auto oficial pasara con Perón saludando desde la ventanilla. Mamá vio pasar cuando se hizo un espacio entre la gente acodada en las vallas de madera, al auto del presidente y al presidente mismo, con el brazo fuera de la ventanilla y la misma expresión de siempre, aunque se veía viejo y cansado. Extrañaba a la mujer, probablemente, pero ella había hecho mucho más por el país luego de morirse. Eso era lo que casi todos pensaban, aunque nadie lo reconociera. El auto siguió su camino hacia el matadero, donde el trabajo había sido detenido y los obreros, limpios y atildados, esperaban en filas uniformadas como chicos de un colegio. Su marido estaba entre ellos, sin bandera ni signo alguno de mérito o distinción. Era uno más, pero ella alcanzaba a imaginarlo en la distancia de cuadras y gentío, tras las paredes donde se morían las reses que alimentaban las ambiciones del país.

      El auto había llegado a la puerta, los periodistas se acercaron con respeto al presidente pero los guardaespaldas los empujaron. Hubo muchas fotos, pero sólo se conocieron después algunas pocas en la prensa. Perón no era muy alto, apenas de estatura mediana, algo encorvado ahora y con ojeras que no le favorecían. Estaba perdiendo poder, y este acto era una de las clásicas brazadas del ahogado. Salir de la Casa Rosada, caminar las calles y veredas de un barrio que ya había olvidado, entrar en un edificio lleno de mugre, donde la sangre embadurnaba las paredes y los huesos eran amontonados en los rincones. Donde le olor de la lejía era vencido a cada hora de cada día del año. Y donde los hombres no eran hombres sino animales que hablaban y escuchaban, y por eso hacían lo que hacían. Los hombres por los que supuestamente había subido al máximo poder de la nación, y por los que se decía que había firmado leyes, decretado órdenes, propuesto mejoras, y obligado a muchos a hacer lo que no querían para beneficiar a muchos otros que tampoco sabían lo que querían. Si ellos supieran, tal vez pensaba el presidente mientras saludaba uno por uno a los trabajadores del matadero. Sentía la callosidad de sus manos en sus manos. Veía la sonrisa ambigua a veces, ingenua otras, extasiada en la mayoría cuando él los miraba a los ojos y sonreía con su legendaria sonrisa plasmada en cientos de fotos y películas. El temblor de los obreros que por fin tenían enfrente al hombre que decían fue el único en la historia que trabajó por ellos.

     Y cuando llegó a donde estaba mi padre, quizá sintió la fuerza de sus manos, o tal vez los organizadores pensaron que ya era tiempo de terminar con una nota amable esa visita de cortesía, y hallaron en papá al obrero típico: joven, fuerte y de rasgos varoniles.

     Entonces Perón, luego de estrechar su mano y sin soltarla ni dejar de sonreír, le preguntó:

     -Usted, mi amigo, ¿qué trabajo hace?

     Más tarde, cuando mi padre le contó a mamá cada paso de lo que había sucedido, ella se echó a reír por la obviedad de la pregunta.

     -Carneo…señor…presidente.

     Nadie se rio hasta que Perón lo hizo.

     -Nada de señor presidente, mi amigo, acá soy uno más de ustedes. Llámeme Perón…

     -Sí, señor…. digo…-intentó decir mi padre.

     -No se haga mala sangre, mi amigo. ¿Y cómo es su nombre?

     -Benjamín Tejada, señor…Perón.

     Los que escoltaban al presidente se sonreían, y los obreros los miraban.

     -Me imagino que debió ser el más chico de su familia, ¿o me equivoco?

     -No, señor… soy el menor de nueve hermanos, todos varones.

     Perón levantó los brazos y casi gritó, jubiloso:

      - ¡Vean ustedes, queridos, lo que es este muchacho para el país! Un obrero ejemplo de familia y trabajo, por gente como él hemos luchado durante años y años. Si mi Eva te viera, mi amigo, querría conocer a tu esposa y a tus hijos, porque supongo que los tendrás, ¿no?

     El presidente era todo broma y contento, y esa familiaridad comenzaba a preocupar a los que lo escoltaban. Y la preocupación se tornó severa cuando escucharon al presidente decir que quería visitar la casa del obrero.

     “Pero señor presidente”, dijo uno de traje gris al oído de Perón. “Pero qué carajo ni ocho cuartos, yo sé lo que hago”. El presidente estaba en vena de popularidad, o quizá de intentar recuperarla. Muchos decían en esa época que no había sido solamente la causa abierta por las denuncias de la Rural, sino las raíces que se extendían peligrosamente hacia el gobierno, y hacia su propia casa, y lo que era peor, hacia la imagen que la historia tendría de él. ¿Acaso le preocupaba precisamente eso? A medida que se envejece, hay un detrimento de lo práctico e inmediato, que son resultados de la fuerza y de la juventud, y reaparece el idealismo de un adolescente que desea mucho y puede poco. Pero el idealismo de la vejez es consciente de su fin, y por eso no hace más mella que quien golpea en el vacío.

     -Pero señor, yo no soy digno de que entre en mi casa.

     Esas fueron las palabras exactas de mi padre. Mamá no me permitió olvidarlas, porque en su opinión eran antológicas. La mezcla de sarcasmo e ingenuidad que ellas representaban en medio de tal situación, y en especial a quien fueron dirigidas, la hicieron admirar, y por lo tanto amar más, a mi padre. Confirmó en ese tiempo lo que sabía de muchos antes, que la inteligencia de mi padre era intuitiva, y supo ella apreciar otra cosa quizá más grande que la sabiduría de la razón de los libros, y que era la inteligencia poética.

     Dicen que Perón primero se quedó con la boca abierta, pero enseguida reaccionó alzando otra vez las manos y abrazando a mi padre. Las fotos revelan ese abrazo como un canto del cisne del presidente: el signo más representativo de toda su vida política.

       Los colaboradores se miraron sin saber qué hacer cuando escucharon la respuesta. ¿Arrestar al obrero? Ni hablar de eso. Censurar toda esa conversación en la prensa, por supuesto. ¿Pero cómo obligar a todos los otros obreros a callarse la boca? ¿Y quién podía decir que nadie lo había escuchado desde la calle? Había chicos que daban vueltas sin ningún control, y pronto repetirían todo en sus casas.

      Mi madre me contaba todo esto con orgullo.  “Imaginate”, me decía, “que un obrero repitiera esas palabras a un hombre que en sus mejores tiempos se había peleado con el clero hasta el punto de que se quemaran iglesias en esos años. ¿Pero qué iba a hacer sino seguirle la corriente a tu padre? Era un viejo acorralado. Enojarse habría sido como poner la cabeza en la picota para que se la cortaran antes de tiempo la oposición o los militares, que ya se veían venir. Hizo lo más inteligente, se escondió en la muchedumbre que siempre pensó que lo salvaría, pero ya era demasiado diferente para pasar desapercibido. Un lobo no es bien recibido en el rebaño por más que se disfrace de oveja. Ellas huelen la diferencia.”

      -Vamos, mi amigo-dijo Perón, pasando un brazo por encima de los hombros de mi padre.

      - ¿Va a caminar, señor presidente? -preguntó el mismo hombre del traje gris.

      Perón lo pensó mejor.

      - ¿Vive muy lejos, mi amigo?

      -A siete cuadras, señor...

      Perón se rio. Miró al cielo sobre el patio descubierto del matadero. Estaba frío pero despejado.

      -Vamos caminando, mi amigo.

      Todos se miraron, nerviosos, pero la comitiva inició esa especie de procesión por las calles. Los policías apartaban a la gente que estaba más bien curiosa que extasiada. No comprendían qué pasaba. Diversos rumores se formaron en las veredas. Unos decían que condecorarían a mi padre, otro que lo llevarían preso, pero nadie conocía las causas, así que las inventaron, y éstas fueron transmitidas a la prensa al día siguiente.

      Llegaron a casa. Mi madre ya había entrado y estaba sentada a la mesa de la cocina zurciendo una camisa de mi padre. Había escuchado el tumulto desde unos minutos antes pero no le hizo caso. Cuando levantó la vista a la puerta de calle, lo vio entrar y empezó a decir algo con cara ofuscada, pero de pronto vio a los guardaespaldas entrar a la cocina y revisar las alacenas y mirar bajo la mesa, y hasta le quitaron el cesto de costura con las agujas. Estaba asustada y creía que era un robo, y entonces vio a Perón entrar con su eterna sonrisa y acercarse a ella extendiéndole la mano. Ella se quedó boquiabierta, pero reaccionó respondiendo al saludo en silencio. Perón tomó su mano y la besó obsequiosamente.

     -Le pido mil perdones por esta falta de respeto a su hogar, mi querida señora, pero son medidas a cuya humillación me obliga este puesto en que mi querido pueblo me ha llevado.

      -Está bien-dijo ella, todavía tímida y asombrada. Ya estaba pensando, seguramente, en cómo recriminar a su marido.

      -Le he pedido a su esposo que me trajera a conocer su hogar, y veo que usted lleva la esperanza de nuestra patria en su vientre, señora. Me enorgullece tremendamente la patria obrera. Miren señores-dijo dándose vuelta hacia los periodistas que habían entrado. - Observen lo que ha logrado nuestro esfuerzo de tantos años. Si casi se parece a un hogar burgués…

       La casa de mis padres no era una casa de obrero de fábrica como habitualmente se encasillaba a los trabajadores. Era una casa con un patiecito delantero con plantas y flores, una cerca baja para el coche que no teníamos, un porch con una columna que sostenía un alero de tejas coloniales. Adentro, una mesa comedor de doce sillas, muebles con platos y adornos traídos de Mar del Plata, y fotos de la familia. La cocina era chica, y además del dormitorio, un cuarto que preparaban para cuando yo naciera. Detrás, un patio posterior más grande, con una parrilla a medio terminar y un limonero y un kinotero. Un gato daba vueltas por la cocina, pero se escapó cuando los hombres entraron. Lo que sorprendió al presidente aparentemente fueron los libros que a docenas se acumulaban sobre la mesa de la cocina junto al cesto de costura, y el televisor, también, y la prolijidad y limpieza con mi madre conservaba los pisos de madera.

      No era el hogar corriente de los trabajadores del estado en que la propaganda populista se obstinaba en proclamar, ni tampoco la que la oposición insistía en calumniar.

      Perón sabían que se estaba equivocando con cada acto que decidía, pero el salir del paso era su objetivo y su razón de ser ese día. Salir de la agenda protocolar a veces era necesario, parecía decirse.

      - ¿Y cómo se llamará el futuro argentino? -preguntó a mi madre.

      Todos, seguramente esperaban escucharla decir Juan o Eva, y pedir el padrinazgo.

     -Si es niña, Cecilia, si el niño, Ricardo.

      Perón ya no se sorprendió. Buscó en las paredes en busca de símbolos religiosos que explicaran la respuesta que le había dado mi padre un rato antes, pero no las vio. En cambio, encontró libros sobre filosofía y marxismo sobre la mesa.

     El presidente se rio, extendió los brazos y apoyó las manos sobre los hombros de mi madre.

     -Me enorgullecen las mujeres independientes y con fuerza, me hacen acordar a Eva. Ustedes son las compañeras ideales para nosotros los hombres que construimos el país.

     Esperó una respuesta, no hubo nada.

     -Sé que no le agrado, señora.

     Algunos tosieron, y la explosión de los flashes rompió el silencio.

    -Señor presidente-respondió mamá. - No le he pedido que entre en mi casa, pero es bienvenido como cualquiera. Soy librepensadora, y no rechazo a nadie por más que opine diferente.

     - ¿Y usted qué piensa de mí?

     No sé qué hacía mi padre mientras escuchaba, tal vez habría querido escaparse de la cocina como el gato.

      -Que es usted un hombre bien intencionado, pero mal aconsejado.

      Era lo más suave que encontró en toda su biblioteca mental, sin traicionar, demasiado, sus ideologías.

    Perón se sentó y la invió a hacer lo mismo.

    -Me agradaría conversar largamente con usted, señora, pero entenderá que no son las circunstancias. Sin embargo, si tiene un té se lo agradecería.

      El presidente se sacó el sobretodo y se secó el sudor de la frente. El hombre del traje gris se acercó preocupado y le preguntó algo al oído. Perón lo apartó con un gesto y miró a mamá buscar la taza y el plato del juego que había heredado de mi abuela, antiguo y de origen portugués. Perón levantó la taza con delicadeza y mi madre temía que esas manos grandes rompieran el asa.

    -Precioso-dijo Perón. Los ojos le brillaban.

    ¿Tenía fiebre? ¿Estaba emocionado? ¿Era sincero? Estas preguntas se hizo mi madre, mientras aguardaba que se calentara el agua y miraba a mi padre que estaba sentado con las manos cruzadas sobre el mantel, mirando a uno y a otro sucesivamente.

     Ella trajo la tetera y vertió el agua. Luego retiró las hebras y volvió a sentarse.

     -Té inglés- dijo Perón, serio.

     Ella asintió con la cabeza.

     - ¿Está afiliado, compañero? -preguntó a mi padre. Éste levantó la mirada, sorprendido. Esperó unos segundos, quizá aguardaba que mamá lo sacara del apuro.

     -No, señor…

     - ¿Y cómo es eso? -se dio vuelta y mandó acercarse al hombre gris. Éste preguntó:

     - ¿No lo invitaron a afiliarse cuando ingresó a trabajar?

     -Trabajo hace más de quince años, señor, cuando empecé…digamos…usted…

     -Ya sé, no estaba…-Luego conferenció otra vez con el hombre de gris, uno o dos minutos. Mis padres se miraban en silencio, echándose culpas seguramente.

      -Mi amigo-dijo Perón. - Ha sido todo un descuido de la clase dirigente, si usted hubiese sido afiliado, las cosas podrían ser muy distintas.

      Ya se iba a levantar cuando mi madre ni pudo reprimir su boca.

      - ¿No le gusta, entonces, lo que ve?

      Perón volvió a ponerse el sobretodo con la ayuda del otro, luego los guantes, y dijo:

      -Veo un hogar burgués señora, y una educación exquisita. La felicito.

      Palmeó la espalda de mi padre y salió de la casa seguido de toda su comitiva. Unos periodistas quisieron entrevistar a mis padres, pero mamá los echó y cerró la puerta con llave. Bajó las persianas y cerró las ventanas durante todo el resto del día y de la noche. Se quedaron sentados a la mesa de la cocina. La mano derecha de él apretada por la mano izquierda de ella. En completo silencio, mientras la oscuridad de la tarde iba invadiendo la casa en la cual no hubo luz sino hasta la madrugada del día siguiente. Tocaron el timbre y golpearon a la puerta muchas veces. Nadie respondió. Unos dijeron que los vieron salir, otros que se habían muerto de la emoción. Los vecinos que antes se burlaban, ahora tenían, finalmente, motivo para respetarlos.

 

       Esa fue la anécdota que me contó mi madre. Varias veces se refirió a ella, pero una sola vez terminó llorando. Mi padre ya había muerto y ella lo recordaba con enorme pesadumbre. Mucho después supe que dos meses más tarde a esa visita, mi padre se cortó casi toda la mano derecha con un hacha. Un compañero nuevo, que nadie conocía y según algunos era un recomendado, estaba machacando huesos, se le rompió el asa de madera y el hacha salió despedida sobre la mano de mi padre, que estaba al lado faenando unos cueros. Lo llevaron a la enfermería donde no había nada más que vendas sucias. Luego al hospital, donde le cocieron el muñón. La herida no curó en mucho tiempo, así se supo que papá era diabético, de él heredé mi dolencia.

     La mano debió ser operada en muchas ocasiones, y entró y salió del hospital más de diez veces, hasta que ya no quiso operarse más. Lo dejaron cesante sin goce de sueldo, y poco después le llegó el telegrama de despido.

      Reclamó muchas veces al gremio, pero le dieron vueltas y vueltas, hasta que se cansó también de eso. Le escribió cartas a Perón, recordándole la visita a su casa. Las escribió a máquina con la mano izquierda, porque mamá se negó a escribirlas por él. Nunca recibió respuesta, como nunca se recuperó de la sensación de sentirse inútil mientras mi madre trabajaba de sirvienta, al principio, y luego de maestra cuando se recibió en la escuela nocturna.

     Nunca, tampoco, perdió la ira que se reflejaba en sus ojos, que no perdonaban y que rara vez acariciaban. Y cuando lo hacían, era un recuerdo acre como la sangre.

     

     


Ilustración: Jeanna Bauck

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