lunes, 7 de julio de 2025

"De rerum natura" de Tito Lucrecio Caro (Francisco Socas)







Para los antiguos la cosmología explica el mundo en su

totalidad y grandeza, mientras que la que llaman “meteoro-

logía” versa sobre los objetos de lo alto: astros y fenómenos

atmosféricos. Cosmología y meteorología ocupan los libros

V y VI, y toda su doctrina descansa sobre la firme base de la

materia atómica estudiada en la física. El dogma epicúreo.

pretender establecer la mortalidad del mundo y aclarar el

origen de los cuerpos celestes y la tierra, para que el hombre

pueda contemplarlos serenamente sin recaer en miedos reli-

giosos. 


Cielo y tierra no son divinos ni eternos, ni están hechos

para uso y bien de los hombres (V 91-323). El mundo es

mortal, pues si fuera eterno, guardaría memoria de civilización-

ciones incontables, tendría una solidez absoluta, no tendría

un espacio exterior desde donde recibir golpes y no mostrar-

ria conflictos entre sus partes y elementos que presaglan su

fín.


El mundo se ha formado por conglomerados azarosos de

átomos que, a causa del peso, se van disponiendo en ele-

mentos de tierra, mar, aire y éter.


Una o varias explicaciones pueden darse sobre los cuerpos.

celestes, el sostenimiento de la tierra en el espacio, los ta-

maños del sol y la luna, su luz y calor, el día y la noche, las

fases lunares y los eclipses.


Lo mismo cabe decir de la tierra y su historia. De la tle-

rra nacieron plantas y monstruos entre los que perduraron

las formas más capaces y armónicas. De la corbata-

rra salió igualmente la raza humana que se organizó en las

primeras comunidades, a la vez que en ellas por evolución

de los gritos animales fue articulándose el lenguaje y se ha-

l1ló el uso del fuego, surgió la religión, la metalurgia y la

guerra, el vestido, la agricultura, la música y el canto, dentro

de una felicidad sencilla, pronto rota por los desarrollos de

la civilización.


Tampoco los meteoros, sucesos más cercanos a los hom-

bres que los astros pero igualmente sobrecogedores, hijo

obra de dioses. Se aportan explicaciones para los

fenómenos atmosféricos: truenos y rayos, corrientes violentas

tas de agua, nubes y lluvia; y para los terrestres:

terremotos, yeguas que lluvias y rios no hacen rebosar, vol-

cañas, crecidas de ríos como el Nilo, aguas que emanan ga-

ses, pozos y manantiales que se enfrían y calientan, el mag-

netismo y las epidemias.


¿Para qué podía servir el aporte de todos estos datos de

la ciencia natural expuestas con abigarramiento de enciclo-

pediátrico? Ya había advertido Epicuro que el estudio y conoci-

miento de la naturaleza no es para el sabio un fin en sí mismo,

sino que tiene como meta el proporcionar sólidos funda-

mentos a la vida dichosa. El programa que había diseñado

con exactitud: «No es preciso informar en la ciencia de la

naturaleza según vanos axiomas y leyes arbitrarias, sino

como exigen los hechos visibles. Porque nuestra vida no

tiene necesidad ni de un sistema particular ni de

opiniones vanas, sino de transcurrir en paz» ”'


Así pues, no cabe pensar que los epicúreos fueran unos.

campeones de las ciencias positivas. Como casi todos los

filósofos desde Sócrates, las despreciaron más o menos.

Epicuro jamás aconseja a los suyos que participen activa-

mente en el desarrollo de unas ciencias, que en cierto modo

considera acabadas y cuya utilidad es ante todo moral. es

algo parecido a la actitud predominante en la Edad Media

cristiana, que admite que la ciencia revela la labor de Dios

creador sobre un mundo hecho «con número, peso y medi-

da»”, pero no deja de considerar a esa misma ciencia como

tarea mundana y secundaria.


Para Lucrecio la naturaleza no es obra perfecta de dio-

ses sino una improvisadora incansable que únicamente

conforman islas de orden cuando el azar le ofrece un res-

quicio para hacerlo: es la famosa ineptitud de la naturaleza. Para el hombre la naturaleza puede

resultar malvada”, Una amarga invectiva contra ella (V

195-234) la convierte en territorio donde el hombre pisa

«como náufrago arrojado por las olas fieras»*. No es,

pues, la naturaleza la que nos acoge al nacer con manos ma-

ternales, sino que nosotros a nosotros nos salvamos me-

diante la conciencia de la realidad. Sólo ese saber nos con-

suela y salva en la zozobra.


La historia de la humanidad, que es el paso de la horda.

al Estado”, se presenta de modo ambiguo. Primero el hom-

bre aprende de la necesidad exterior y luego de su propia re-

flexión e inventiva, Pero el verdadero y único progreso no

consiste en las innovaciones del ingenio humano (perjudi-

ciales las más de las veces) sino en el control de los tumultos

interiores que permiten alcanzar una suerte de calma a la que sigue luego como un don la vida moderada.

Epicuro, por tanto, no teme enfrentarse con desprecio a los

especialistas de un saber cuando en un momento dado dice

que respecto a los astros hay que forjarse una opinión acorde

de con las apariencias, «sin asustarse de chocar con los artl-

ficios serviles de los astrónomos»”*.Porque,

como se ve, los epicúreos ponen la ciencia, tomada como

conocimiento puro de las realidades físicas, al servicio de un

Ideal ético y social. No se ocupan lo más mínimo de aquel

otro aspecto liberador de la ciencia aplicada que nos hace

sospechar a quienes vivimos bajo el manto protector de má-

quinas y farmacología que si los antiguos hubieran podido

vivir con pararrayos y antibióticos habrían dejado de pensar

en Júpiter y epidemias enviadas por la ira divina todavía

mejor que con la lectura de los libros Y y VI del De rerum

natura. Pero también a los hombres de hoy les suena muy

moderno el recelo lucreciano hacia la tecnología —las po-

cas máquinas que aparecen en el poema son instrumentos de

muerte—O hacia una economía que mira a la obtención

de bienes superfluos, actividades que a la postre vienen a

parar en destrucción e infelicidad. El progreso según Lucre

cio exaspera los deseos, construye ámbitos artificiales para

proyectos inducidos que a la larga traen desdichas”.

frimientos que nos impone la naturaleza son pocos y peque-

ños si los comparamos con los que derivan de la civilización

o, sobre todo, con la imagen falsa y exagerada del dolor y la

muerte que nos fabrica nuestra ignorancia: «Lo insaciable

no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia.

de que la panza necesita hartura infinita», decía Epicuro”.

Porque la compasión solidaria con el hombre sufriente era

uno de los pilares de la doctrina de Epicuro”.

res romanos, con Lucrecio a la cabeza, se mostraron como

guerrilleros de la felicidad individual que se alzan contra los

disciplinados y severos soldados de la uirtus. La rueda fatal

de guerra, ley y negocio producen en las almas dolor y miedo

y unas ansias insaciables que a su vez alimentan los con-

fííctos y reanudan el ciclo, Para parar esta rueda fatal Lucre-

cio propone la autentificación o naturalización de los de-

seos, conjura toda forma de miedo y busca extender la paz

desde el ámbito pequeño y asequible de la amistad.



Lucrecio poetiza la perplejidad que experimenta la men-

te humana cuando asiste al plan extraño y fecundo de la

naturaleza y proclama que debajo de todo ese orden apa-

rent no hay ningún propósito. Como sentenció el biólogo

Jacques Monod en un famoso libro puesto bajo la advoca-

ción de Demócrito, «todas las religiones, casi todas las filo-

sofías, una parte de la ciencia, atestiguan el insaciable, he-

roico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente

su propia contingencia» '%, El hombre, fabricando dioses e

ideas endiosadas para enaltecerse, no cesa de gritar inútil-

mente: no somos cualquier cosa, ¡somos nosotros! Epicuro

y Lucrecio, sin tonos de tragedia, enseñan que la eventualidad

dad de la raza humana la debe hacer mansa, solidaria y di-

chosa.





Ilustración: Jerome Oudet Trez

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