Para los antiguos la cosmología explica el mundo en su
totalidad y grandeza, mientras que la que llaman “meteoro-
logía” versa sobre los objetos de lo alto: astros y fenómenos
atmosféricos. Cosmología y meteorología ocupan los libros
V y VI, y toda su doctrina descansa sobre la firme base de la
materia atómica estudiada en la física. El dogma epicúreo.
pretender establecer la mortalidad del mundo y aclarar el
origen de los cuerpos celestes y la tierra, para que el hombre
pueda contemplarlos serenamente sin recaer en miedos reli-
giosos.
Cielo y tierra no son divinos ni eternos, ni están hechos
para uso y bien de los hombres (V 91-323). El mundo es
mortal, pues si fuera eterno, guardaría memoria de civilización-
ciones incontables, tendría una solidez absoluta, no tendría
un espacio exterior desde donde recibir golpes y no mostrar-
ria conflictos entre sus partes y elementos que presaglan su
fín.
El mundo se ha formado por conglomerados azarosos de
átomos que, a causa del peso, se van disponiendo en ele-
mentos de tierra, mar, aire y éter.
Una o varias explicaciones pueden darse sobre los cuerpos.
celestes, el sostenimiento de la tierra en el espacio, los ta-
maños del sol y la luna, su luz y calor, el día y la noche, las
fases lunares y los eclipses.
Lo mismo cabe decir de la tierra y su historia. De la tle-
rra nacieron plantas y monstruos entre los que perduraron
las formas más capaces y armónicas. De la corbata-
rra salió igualmente la raza humana que se organizó en las
primeras comunidades, a la vez que en ellas por evolución
de los gritos animales fue articulándose el lenguaje y se ha-
l1ló el uso del fuego, surgió la religión, la metalurgia y la
guerra, el vestido, la agricultura, la música y el canto, dentro
de una felicidad sencilla, pronto rota por los desarrollos de
la civilización.
Tampoco los meteoros, sucesos más cercanos a los hom-
bres que los astros pero igualmente sobrecogedores, hijo
obra de dioses. Se aportan explicaciones para los
fenómenos atmosféricos: truenos y rayos, corrientes violentas
tas de agua, nubes y lluvia; y para los terrestres:
terremotos, yeguas que lluvias y rios no hacen rebosar, vol-
cañas, crecidas de ríos como el Nilo, aguas que emanan ga-
ses, pozos y manantiales que se enfrían y calientan, el mag-
netismo y las epidemias.
¿Para qué podía servir el aporte de todos estos datos de
la ciencia natural expuestas con abigarramiento de enciclo-
pediátrico? Ya había advertido Epicuro que el estudio y conoci-
miento de la naturaleza no es para el sabio un fin en sí mismo,
sino que tiene como meta el proporcionar sólidos funda-
mentos a la vida dichosa. El programa que había diseñado
con exactitud: «No es preciso informar en la ciencia de la
naturaleza según vanos axiomas y leyes arbitrarias, sino
como exigen los hechos visibles. Porque nuestra vida no
tiene necesidad ni de un sistema particular ni de
opiniones vanas, sino de transcurrir en paz» ”'
Así pues, no cabe pensar que los epicúreos fueran unos.
campeones de las ciencias positivas. Como casi todos los
filósofos desde Sócrates, las despreciaron más o menos.
Epicuro jamás aconseja a los suyos que participen activa-
mente en el desarrollo de unas ciencias, que en cierto modo
considera acabadas y cuya utilidad es ante todo moral. es
algo parecido a la actitud predominante en la Edad Media
cristiana, que admite que la ciencia revela la labor de Dios
creador sobre un mundo hecho «con número, peso y medi-
da»”, pero no deja de considerar a esa misma ciencia como
tarea mundana y secundaria.
Para Lucrecio la naturaleza no es obra perfecta de dio-
ses sino una improvisadora incansable que únicamente
conforman islas de orden cuando el azar le ofrece un res-
quicio para hacerlo: es la famosa ineptitud de la naturaleza. Para el hombre la naturaleza puede
resultar malvada”, Una amarga invectiva contra ella (V
195-234) la convierte en territorio donde el hombre pisa
«como náufrago arrojado por las olas fieras»*. No es,
pues, la naturaleza la que nos acoge al nacer con manos ma-
ternales, sino que nosotros a nosotros nos salvamos me-
diante la conciencia de la realidad. Sólo ese saber nos con-
suela y salva en la zozobra.
La historia de la humanidad, que es el paso de la horda.
al Estado”, se presenta de modo ambiguo. Primero el hom-
bre aprende de la necesidad exterior y luego de su propia re-
flexión e inventiva, Pero el verdadero y único progreso no
consiste en las innovaciones del ingenio humano (perjudi-
ciales las más de las veces) sino en el control de los tumultos
interiores que permiten alcanzar una suerte de calma a la que sigue luego como un don la vida moderada.
Epicuro, por tanto, no teme enfrentarse con desprecio a los
especialistas de un saber cuando en un momento dado dice
que respecto a los astros hay que forjarse una opinión acorde
de con las apariencias, «sin asustarse de chocar con los artl-
ficios serviles de los astrónomos»”*.Porque,
como se ve, los epicúreos ponen la ciencia, tomada como
conocimiento puro de las realidades físicas, al servicio de un
Ideal ético y social. No se ocupan lo más mínimo de aquel
otro aspecto liberador de la ciencia aplicada que nos hace
sospechar a quienes vivimos bajo el manto protector de má-
quinas y farmacología que si los antiguos hubieran podido
vivir con pararrayos y antibióticos habrían dejado de pensar
en Júpiter y epidemias enviadas por la ira divina todavía
mejor que con la lectura de los libros Y y VI del De rerum
natura. Pero también a los hombres de hoy les suena muy
moderno el recelo lucreciano hacia la tecnología —las po-
cas máquinas que aparecen en el poema son instrumentos de
muerte—O hacia una economía que mira a la obtención
de bienes superfluos, actividades que a la postre vienen a
parar en destrucción e infelicidad. El progreso según Lucre
cio exaspera los deseos, construye ámbitos artificiales para
proyectos inducidos que a la larga traen desdichas”.
frimientos que nos impone la naturaleza son pocos y peque-
ños si los comparamos con los que derivan de la civilización
o, sobre todo, con la imagen falsa y exagerada del dolor y la
muerte que nos fabrica nuestra ignorancia: «Lo insaciable
no es la panza, como el vulgo afirma, sino la falsa creencia.
de que la panza necesita hartura infinita», decía Epicuro”.
Porque la compasión solidaria con el hombre sufriente era
uno de los pilares de la doctrina de Epicuro”.
res romanos, con Lucrecio a la cabeza, se mostraron como
guerrilleros de la felicidad individual que se alzan contra los
disciplinados y severos soldados de la uirtus. La rueda fatal
de guerra, ley y negocio producen en las almas dolor y miedo
y unas ansias insaciables que a su vez alimentan los con-
fííctos y reanudan el ciclo, Para parar esta rueda fatal Lucre-
cio propone la autentificación o naturalización de los de-
seos, conjura toda forma de miedo y busca extender la paz
desde el ámbito pequeño y asequible de la amistad.
Lucrecio poetiza la perplejidad que experimenta la men-
te humana cuando asiste al plan extraño y fecundo de la
naturaleza y proclama que debajo de todo ese orden apa-
rent no hay ningún propósito. Como sentenció el biólogo
Jacques Monod en un famoso libro puesto bajo la advoca-
ción de Demócrito, «todas las religiones, casi todas las filo-
sofías, una parte de la ciencia, atestiguan el insaciable, he-
roico esfuerzo de la humanidad negando desesperadamente
su propia contingencia» '%, El hombre, fabricando dioses e
ideas endiosadas para enaltecerse, no cesa de gritar inútil-
mente: no somos cualquier cosa, ¡somos nosotros! Epicuro
y Lucrecio, sin tonos de tragedia, enseñan que la eventualidad
dad de la raza humana la debe hacer mansa, solidaria y di-
chosa.
Ilustración: Jerome Oudet Trez
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