martes, 30 de septiembre de 2025

El diente roto (Pedro Emilio Coll)






A los doce años, combatiendo Juan Peña con unos granujas recibió un guijarro sobre un diente; la sangre corrió lavándole el sucio de la cara, y el diente se partió en forma de sierra. Desde ese día principia la edad de oro de Juan Peña.


Con la punta de la lengua, Juan tentaba sin cesar el diente roto; el cuerpo inmóvil, vaga la mirada sin pensar. Así, de alborotador y pendenciero, tornóse en callado y tranquilo.


Los padres de Juan, hartos de escuchar quejas de los vecinos y transeúntes víctimas de las perversidades del chico, y que habían agotado toda clase de reprimendas y castigos, estaban ahora estupefactos y angustiados con la súbita transformación de Juan.


Juan no chistaba y permanecía horas enteras en actitud hierática, como en éxtasis; mientras, allá adentro, en la oscuridad de la boca cerrada, la lengua acariciaba el diente roto sin pensar.


-El niño no está bien, Pablo -decía la madre al marido-, hay que llamar al médico.


Llegó el doctor y procedió al diagnóstico: buen pulso, mofletes sanguíneos, excelente apetito, ningún síntoma de enfermedad.


-Señora -terminó por decir el sabio después de un largo examen- la santidad de mi profesión me impone el deber de declarar a usted…


-¿Qué, señor doctor de mi alma? -interrumpió la angustiada madre.


-Que su hijo está mejor que una manzana. Lo que sí es indiscutible -continuó con voz misteriosa- es que estamos en presencia de un caso fenomenal: su hijo de usted, mi estimable señora, sufre de lo que hoy llamamos el mal de pensar; en una palabra, su hijo es un filósofo precoz, un genio tal vez.


En la oscuridad de la boca, Juan acariciaba su diente roto sin pensar.


Parientes y amigos se hicieron eco de la opinión del doctor, acogida con júbilo indecible por los padres de Juan. Pronto en el pueblo todo se citó el caso admirable del “niño prodigio”, y su fama se aumentó como una bomba de papel hinchada de humo. Hasta el maestro de la escuela, que lo había tenido por la más lerda cabeza del orbe, se sometió a la opinión general, por aquello de que voz del pueblo es voz del cielo. Quien más quien menos, cada cual traía a colación un ejemplo: Demóstenes comía arena, Shakespeare era un pilluelo desarrapado, Edison… etcétera.


Creció Juan Peña en medio de libros abiertos ante sus ojos, pero que no leía, distraído con su lengua ocupada en tocar la pequeña sierra del diente roto, sin pensar.


Y con su cuerpo crecía su reputación de hombre juicioso, sabio y “profundo”, y nadie se cansaba de alabar el talento maravilloso de Juan. En plena juventud, las más hermosas mujeres trataban de seducir y conquistar aquel espíritu superior, entregado a hondas meditaciones, para los demás, pero que en la oscuridad de su boca tentaba el diente roto, sin pensar.


Pasaron los años, y Juan Peña fue diputado, académico, ministro y estaba a punto de ser coronado Presidente de la República, cuando la apoplejía lo sorprendió acariciándose su diente roto con la punta de la lengua.


Y doblaron las campanas y fue decretado un riguroso duelo nacional; un orador lloró en una fúnebre oración a nombre de la patria, y cayeron rosas y lágrimas sobre la tumba del grande hombre que no había tenido tiempo de pensar.





Ilustración Gerard van Honthorst 

lunes, 29 de septiembre de 2025

Matar a un niño (Stig Dagerman)







Es un día suave y el sol está oblicuo sobre la llanura. Pronto sonarán las campanas, porque es domingo. Entre dos campos de centeno, dos jóvenes han hallado una senda por la que nunca fueron antes, y en los tres pueblos de la planicie resplandecen los vidrios de las ventanas. Algunos hombres se afeitan frente a los espejos en las mesas de las cocinas, las mujeres cortan pan para el café, canturreando, y los niños están sentados en el suelo y abrochan sus blusas. Es la mañana feliz de un día desgraciado, porque este día un niño será muerto, en el tercer pueblo, por un hombre feliz. Todavía el niño está sentado en el suelo y abrocha su camisa, y el hombre que se afeita dice que hoy harán un paseo en bote por el riachuelo, y la mujer canturrea y coloca el pan, recién cortado, en un plato azul. Ninguna sombra atraviesa la cocina, y, sin embargo, el hombre que matará al niño está al lado de la bomba de bencina roja, en el primer pueblo. Es un hombre feliz que mira en una cámara, y en el cristal ve un pequeño carro azul, y a su lado a una muchacha que ríe. Mientras la muchacha ríe y el hombre toma la hermosa fotografía, el vendedor de bencina ajusta la tapa del tanque y asegura que tendrán un bonito día. La muchacha se sienta en el carro, y el hombre que matará al niño saca su billetera del bolsillo y comenta que viajarán hasta el mar, y en el mar pedirán prestado un bote y remarán lejos, muy lejos. A través de los vidrios bajados, oye la muchacha, en el asiento delantero, lo que él habla; ella cierra los ojos, ve el mar y al hombre junto a sí en el bote. No es ningún hombre malo, es alegre y feliz, y antes de entrar en el carro se detiene un instante frente al radiador que centellea al sol, y se goza del brillo y del olor de bencina y de ciruelo silvestre. No cae ninguna sombra sobre el carro, y el refulgente parachoques no tiene ninguna abolladura y no está rojo de sangre.


Pero, al mismo tiempo que, en el primer pueblo, el hombre cierra la puerta izquierda del carro y tira el botón de arranque, en el tercer pueblo, la mujer abre su alacena, en la cocina, y no encuentra el azúcar. El niño, que ha abrochado su camisa y que ha amarrado los cordones de sus zapatos, está de rodillas en el sofá y contempla el riachuelo que serpentea entre los alisos y el negro bote que está medio varado sobre el pasto. El hombre que perderá a su hijo está recién afeitado y, en ese momento, pliega el soporte del espejo. En la mesa, las tazas de café, el pan, la crema y las moscas. Sólo el azúcar falta, y la madre ordena a su hijo que corra donde los Larsson y pida prestados algunos terrones. Y mientras el niño abre la puerta, le grita el padre que se dé prisa, porque el bote espera en la ribera. Remarán tan lejos como nunca antes remaron. Cuando el niño corre a través del jardín, en todo momento piensa en el riachuelo y en los peces que saltan, y nadie le susurra que sólo le quedan 8 minutos para vivir y que el bote permanecerá allí donde está todo el día y muchos otros días. No es lejos lo de los Larsson: únicamente cruzar el camino, y mientras el niño corre atravesándolo, el pequeño carro azul entra en el otro pueblo. Es un pueblo pequeño con pequeñas casas rojas, con gente que acaba de despertar, que está en su cocina con las tazas de café levantadas y observan al carro venir por el otro lado del seto con grandes nubes de polvo detrás de sí. Va muy rápido, y el hombre en el carro ve cómo los álamos y los postes de telégrafo, recién alquitranados, pasan como sombras grises. Sopla verano por la ventanilla. Salen velozmente del pueblo. El carro se mantiene seguro en medio del camino. Están solos todavía. Es placentero viajar completamente solos por un liso y ancho camino, y a campo abierto es mucho mejor aún. El hombre es feliz y fuerte, y en el codo derecho siente el cuerpo de su futura mujer. No es ningún hombre malo. Tiene prisa por alcanzar el mar. No sería capaz de matar a una mosca, sin embargo, pronto matará a un niño. Mientras avanzan hacía el tercer pueblo, cierra la muchacha otra vez los ojos y juega que no los abrirá hasta que puedan ver el mar, y al compás de los muelles tumbos del carro, sueña en lo terso que estará.


¿Por qué la vida está construida con tanta crueldad, que un minuto antes de que un hombre feliz mate a un niño, todavía es feliz y un minuto antes de que una mujer grite de horror, puede cerrar los ojos y soñar en el ancho mar, y durante el último minuto de la vida de un niño pueden sus padres estar sentados en una cocina y esperar el azúcar y hablar sobre los dientes blancos de su hijo y sobre un paseo en bote, y el niño mismo puede cerrar una verja y empezar a atravesar un camino con algunos terrones en la mano derecha envueltos en papel blanco; y durante este último minuto no ver otra cosa que un largo y brillante riachuelo con grandes peces y un ancho bote con callados remos?


Después, todo es demasiado tarde. Después, está un carro azul al sesgo en el camino, y una mujer que grita retira la mano de la boca, y la mano sangra. Después, un hombre abre la puerta de un coche y trata de mantenerse en pie, aunque tiene un abismo de terror dentro de sí. Después hay algunos terrones de azúcar blanca desparramados absurdamente entre la sangre y la arenilla, y un niño yace inmóvil boca abajo, con la cara duramente apretada contra el camino. Después, llegan dos lívidas personas que todavía no han podido beber su café, que salen corriendo desde la verja y ven en el camino un espectáculo que jamás olvidarán. Porque no es verdad que el tiempo cure todas las heridas. El tiempo no cura la herida de un niño muerto y cura muy mal el dolor de una madre que olvidó comprar azúcar y mandó a su hijo a través del camino para pedirla prestada; e igualmente, mal cura la congoja del hombre feliz, que lo mató… Porque el que ha matado a un niño, no va al mar. El que ha matado a un niño vuelve lentamente a casa en medio del silencio, y junto a sí lleva una mujer muda con la mano vendada; y en todos los pueblos por los que pasan ven que no hay ni una sola persona alegre. Todas las sombras son más oscuras, y cuando se separan todavía es en silencio; y el hombre que ha matado a un niño sabe que este silencio es su enemigo, y que va a tener que necesitar años de su vida para vencerlo, gritando que no fue su culpa. Pero sabe que esto es mentira, y en sus sueños de las noches deseará en cambio tener un solo minuto de su vida pasada para hacer este solo minuto diferente.


Pero tan cruel es la vida para el que ha matado a un niño, que después todo es demasiado tarde.





Ilustración Bartolomé Esteban Murillo

domingo, 28 de septiembre de 2025

El faro de las sanguinarias (Alphonse Daudet)








Aquella noche no pude dormir. El mistral estaba iracundo, y el estrépito de sus grandes silbidos me tuvieron despierto hasta el amanecer. El molino entero crujía, balanceando pesadamente sus aspas mutiladas, que resonaban con el cierzo como el aparejo de un buque. De su destruida techumbre escapábanse las tejas. En lontananza, los pinos apretados que cubrían la colina se agitaban zumbando entre tinieblas. Hubiérase creído que era el alta mar…


Esto me recordó mis gratos insomnios de hace tres años, cuando habitaba yo en el faro de las Sanguinarias, allá abajo, en la costa de Córcega, a la entrada del golfo de Ajaccio.


Otro bello rincón que encontré para meditar y estar solo.


Figuraos una isla rojiza de salvaje aspecto, el faro en una punta, y en la otra una vetusta torre genovesa, donde en mi tiempo vivía una águila. Abajo, a orillas del agua, las ruinas de un lazareto, invadido todo él por las hierbas; luego barrancos, malezas, grandes rocas, algunas cabras montaraces, caballejos corsos triscando con las crines al viento; por último, allá arriba, muy alto, entre un torbellino de aves marinas, la casa del faro, con su plataforma de mampostería blanca, donde los torreros se paseaban de acá para allá, la verde puerta ojival, la torrecilla de hierro fundido, y encima la gran linterna de facetas que relumbra al sol y echa luz hasta durante el día… He aquí la isla de las Sanguinarias, tal como he vuelto a verla en mi imaginación esa noche, al oír roncar mis pinos. Antes de ser poseedor de un molino, en aquella isla encantada era donde iba yo a retirarme algunas veces, cuando necesitaba aire libre y soledad.


—¿Qué hacía allí?


Lo que hago aquí; aun menos. Cuando me soplaban el mistral o la tramontana con excesiva violencia, situábame entre dos peñascos al borde del agua, en medio de las goletas, de los mirlos, de las golondrinas, y allí me estaba todo el día, en esa especie de estupor y delicioso anonadamiento que da la contemplación del mar. ¿No es cierto que conocéis esa grata embriaguez del alma? No se piensa, ni se sueña. 4fodo el ser se os escapa, vuela, se disipa. Se es la gaviota que se zambulle, el polvo de espuma que sobrenada al sol entre dos olas, el blanco humo de aquel vapor—correo que se aleja, esa pequeña barca coralera de rojo velamen, aquella perla de agua, ese jirón de bruma, todo excepto uno mismo… ¡Oh, cuántas de esas bellas horas de semisueño y de divagaciones pase en mi isla!…


Los días de viento fuerte, no pudiéndose estar a orillas del agua, encerrábame en el patio del lazareto, un patio pequeño y melancólico, todo él embalsamado por el romero y el ajenjo silvestres, y allí, arrimado al lienzo de las vetustas paredes, dejábame invadir por el vago olor de abandono y de tristeza que flotaba con los rayos del sol entre los aposentos de piedra, abiertos por todas partes como tumbas antiguas. De vez en cuando oíase un portazo, un salto ligero entre la hierba: era una cabra, que acudía a rumiar al resguardo del viento. Al verme se paraba absorta, y quedábase plantada ante mí, con aire vivaracho, en alto los cuernos, mirándome con ojos infantiles…


Hacia las cinco, el portavoz de los torreros me llamaba para comer. Tomaba entonces un senderito escarpado a pico entre los matorrales, suspenso encima del mar, y me volvía lentamente al faro, girando la vista a cada paso hacia aquel inmenso horizonte de agua y de luz, que parecía ensancharse conforme iba yo subiendo.


Desde lo alto, era encantador. Aun me parece ver aquel magnífico comedor, de anchas losas, paramentos de encina, la bouillabaisse humeante en medio, la puerta abierta de par en par al blanco terrado, y los resplandores del poniente que lo inundaban… Esperábanme allí, para ponerse a la mesa, los torreros. Eran tres: uno de Marsella y dos de Córcega; los tres pequeños, barbudos, con el mismo rostro curtido y resquebrajado, e idéntico pelone (gabán) de pelo de cabra, pero de porte y humor enteramente opuestos entre sí.


Por el modo de vivir de aquellas gentes, comprendíase enseguida la diferencia de ambas razas. El marsellés, industrioso y vivo, siempre atareado, en continuo movimiento, recorría la isla desde la mañana a la noche, cultivando, pescando, recogiendo huevos de gouailles, emboscándose entre los matorrales para ordeñar una cabra al paso, y siempre en vías de hacer un aliolí o de guisar alguna bouillabaisse. Los corsos, fuera de su servicio, no se ocupaban absolutamente de nada; considerábanse como funcionarios, y pasaban todo el día en la cocina jugando interminables partidas de scopa, sin interrumpirlas más que para encender de nuevo las pipas con aire grave, y para picar con tijeras en la palma de las manos grandes hojas de tabaco verde… Por lo demás, marsellés y corsos eran tres buenas personas, sencillos, bonachones, y llenos de miramientos con su huésped, aunque en el fondo hubiera de parecerles un señor muy extraordinario.


¡Figúrense ustedes: ir a encerrarse en el faro por su gusto!… ¡Y ellos, que encuentran tan largos los días, y son tan felices cuando les toca la vez de bajar a tierra!… En la buena estación, esa gran ventura les llega todos los meses. Diez días de tierra firme por treinta de faro: he ahí lo que dispone el reglamento. Pero con el invierno y los grandes temporales, no hay reglamentos que valga. Arrecia el vendaval, suben las olas, las Sanguinarias están blancas de espuma, y los torreros de servicio permanecen bloqueados dos o tres meses consecutivos, algunas veces hasta con terribles circunstancias.


—Caballero, oiga usted lo que me sucedió a mí — me contaba un día el viejo Bartoli, mientras comíamos —he aquí lo que me ocurrió hace cinco años en esta misma mesa donde estamos, una tarde de invierno, como ahora. Aquella tarde solo estábamos dos en el faro: yo y un compañero llamado Tchéco… Los otros estaban en tierra, enfermos, con licencia, no recuerdo bien… Acabábamos de comer, muy tranquilos… De pronto, cátate que mi camarada deja de comer, me mira un momento con unos ojos pícaros, y ¡paf! se cae encima de la mesa, con los brazos adelante. Me acerco a él, lo muevo, lo llamo: “¡Oh, Tché!… ¡Oh, Tché!…” Nada: ¡estaba muerto!.. ¡Figúrese usted qué emoción! Más de una hora estuve estupefacto y tembloroso ante aquel cadáver; luego, de repente, se me ocurre esta idea: “¡Y el faro!” No tuve tiempo más que de subir a la farola y encender. La noche estaba ya encima… ¡Señor, qué noche! El mar y el viento no tenían sus voces naturales. A cada instante parecíame que alguien me llamaba en la escalera… Y además, ¡Una fiebre, una sed! Por nada del inundo me hubiese usted hecho bajar… ¡Me daba tanto miedo el difunto! Sin embargo, hacia el alba me entró un poco de ánimo. Llevé a mi compañero a su cama, le echó la sábana encima, recé un poco, y fui a escape a dar señales de alarma.


Por desgracia, había mar gruesa y de fondo: por más que llamé y llamé, nadie vino… Y yo a solas en el faro con mi pobre Tchéco, ¡sabe Dios por cuánto tiempo! Esperaba poder conservarlo conmigo hasta la llegada del barco: pero al cabo de tres días era de todo punto imposible… ¿ Cómo arreglármelas? ¿Llevarle fuera? ¿Enterrarlo? La roca era demasiado dura; ¡y hay tantos cuervos en la isla! Daba pena abandonarles aquel cristiano. Entonces pensé en bajarlo a uno de los departamentos del lazareto… Toda una tarde me llevó aquella triste faena, y le respondo a usted de que me hizo falta el valor… ¡Mire usted, caballero! Aun hoy, cuando bajo a esa parte de la isla en una tarde de ventarrón, me parece que todavía llevo a cuestas al difunto…


¡Pobre viejo Bartoli! Sudaba solo al pensar en ello.


Así pasábamos las horas de comer, charlando largo y tendido: el faro, el mar, narraciones de naufragios, historias de bandidos corsos… Luego, al caer el día, el torrero del primer cuarto encendía su candileja, agarraba la pipa, la calabaza, un grueso Plutarco de cantos rojos (toda la biblioteca de las Sanguinarias) y desaparecía por el fondo. Al cabo de un momento, en todo el faro oíase un estrépito de cadenas, de poleas, de grandes pesas de reloj a los cuales se daba cuerda.


Durante ese tiempo, iba a sentarme fuera, en la terraza. El sol, muy bajo ya, descendía cada vez con más rapidez hacia el agua, llevándose tras de sí todo el horizonte. Refrescaba el viento, la isla teñíase de color violáceo. Por el cielo Pasaba junto a mí con tardo vuelo un gran pajarraco: era el águila que volvía de regreso a la torre… Poco a poco subían las bramas del mar. Bien pronto veíase tan solo el blanco festón de la espuma en torno de la isla… De pronto, por encima de mi cabeza, surgía una gran oleada de plácida luz. El faro estaba encendido. Dejando en sombras a toda la isla, el claro haz de rayos iba a caer a lo lejos en alta mar, y allí estaba yo envuelto entre tinieblas, bajo aquellas grandes ondas luminosas que apenas me salpicaban al paso… Pero el viento seguía refrescando. Era preciso recogerse. A tientas cerraba el grueso portón y corría las barras de hierro; después, y siempre a tientas, tomaba por una escalerilla de fundición, que retemblaba y sonaba con mis pasos o iba a parar a la cúspide del faro. Por supuesto, allá sí que había luz.


Imaginaos una gigantesca lámpara Cárcel, de seis filas de mecheros, alrededor de la cual giran con lentitud las paredes de la linterna, unas cerradas por enorme lente de cristal, otras abiertas a una gran vidriera inmóvil que resguarda del viento a la llama… Al entrar, quedábame deslumbrado. Esos cobres, esos estaños, esos reflectores de metal blanco, esas, paredes de cristal abombado que giraban con grandes círculos azulados, todo ese espejeo, toda esa balumba de luces, me daban vértigos por un instante.


Sin embargo, poco a poco habituábanse a ello mis ojos, y acababa por sentarme al pie mismo de la lámpara, junto al torrero que leía su Plutarco en voz alta, por temor de quedarse dormido.


Por fuera, la obscuridad, el abismo. En el balconcillo que da vuelta en torno de la vidriera, el viento corre aullando como un loco. Cruje el faro, la mar brama. En la punta de la isla, en las rompientes, las olas como que disparan cañonazos. A veces, un dedo invisible pega en los vidrios: algún ave nocturna, atraída por la luz, y que va a estrellarse de cabeza contra el cristal. Dentro de la linterna centelleante y cálida, nada más que el chisporroteo de la llama, el ruido del aceite que cae gota a gota, y el de la cadena que va desenrollándose, y una voz monótona, que salmodia la vida de Demetrio de Falerea.


A media noche, levantábase el torrero, echaba el postrer vistazo a sus mechas, y bajábamos. Por la escalera salíamos al encuentro el colega del segundo cuarto, quien subía frotándose los ojos; se le entregaban la calabaza y el Plutarco. Luego, antes de meternos en cama, entrábamos un momento en la estancia del fondo, hecha un revoltijo de cadenas, grandes pesas, depósitos de estaño, calabrotes, y allí, a la luz del candilejo, escribía el torrero en el gran libro del faro, siempre abierto:


Media noche. Mar gruesa. Tempestad. Buque de la vista por el horizonte.





Ilustración John Constable

sábado, 27 de septiembre de 2025

Todos los pilotos muertos (William Faulkner)






 I


 


En las fotos, instantáneas hechas deprisa y corriendo, ahora descoloridas, con los cantos doblados al cabo de trece años, alardean y se jactan un poco. Flacos, endurecidos, con sus arreos marciales de latón y de cuero, posan de pie, al lado de las formas esotéricas, de alambre y madera y lona, o apoyados en ellas, en las que volaban sin paracaídas, y también ellos tienen un aire esotérico, un aire no del todo humano, como el de la difunta, sombría, amenazadora apoteosis de una raza vista solo un instante al fulgor de un relámpago y acto seguido esfumada para siempre.


Y es que están muertos todos los pilotos de antaño, muertos el 11 de noviembre de 1918. Cuando se ven fotografías modernas en las que salen ellos, las fotografías recientes, hechas junto a esas recientes formas de acero y lona, con una cobertura abatible sobre el motor, con alerones articulados, parecen un tanto extravagantes: aquellos jóvenes delgados que en su día alardeaban, que se jactaban un poco. Parecen perdidos, aturdidos. En esta era del saxo para la aviación parecen tan fuera de lugar, un tanto anchos de cintura, con los sobrios trajes de chaqueta de hace treinta o treinta y cinco o más años, como a buen seguro lo estarían entre los saxos y las sordinas en miniatura de una orquesta en un night-club. Y es que también están muertos los que aprendieron a respetar aquello cuyo respeto se ganaron con su dureza antes de que existieran fuselajes de sección central soldada y paracaídas y aparatos que no entran en barrena. Por eso miran a las chicas y los chicos de los saxos, ellas con carmín que ya no se corre como el de antes, ellos con cantimploras aerodinámicas apiladas como saxofones, a la entrada de un garaje particular o en el green de un campo de golf, con pronta simpatía y también con desconcierto. «Dios del cielo… —me dijo uno, piloto de una escuadrilla y buen mecánico, suboficial en su día, capitán después y, a la larga, comandante—. Si se puede tratar así un cacharro, ¿para qué quieres volar?».


Pero ya están todos muertos. Ahora han engordado, andan bastante anchos de cintura de tanto sentarse en los despachos, y puede que ya no se les dé del todo bien, con sus esposas y sus hijos y sus casas casi terminadas de pagar en los buenos barrios de la periferia, en donde juegan al golf toda la tarde, tras llegar en el tren de las 5:15, y puede que eso tampoco se les dé bien del todo; los hombres flacos y endurecidos, que alardeaban en serio y bebían en serio, porque habían descubierto que morir y estar muerto no era algo tan apacible como tenían entendido. Por eso está hecho a retazos este relato: una serie de vistazos en los que, instantáneos, sin profundidad ni perspectiva, salen a relucir el portento y la amenaza que presagiaban lo que la raza pudiera soportar y llegar a ser, en instantes fugaces, entre tinieblas y tinieblas.


 


II


 


En 1918 estuve en el Cuartel General del Ala mientras trataba de adaptarme a una pierna ortopédica. Ahí, entre otras cosas, me encargaba de la censura de la correspondencia enviada por todas las escuadrillas del Ala. El trabajo en sí no era malo, pues me dejaba tiempo libre para experimentar con una cámara sincronizada que intentaba perfeccionar. Pero aquello de abrir y leer cartas, páginas breves y garabateadas de cualquier manera, llenas de mentiras transparentes y honrosas, dirigidas a las madres y a las novias, con la caligrafía y la ortografía de un simple colegial… De todos modos, una guerra es una cosa descomunal, y dura demasiado. Supongo que quienes mandan (no me refiero al alto mando, sino a quien sea, o a lo que sea, a eso que controla los acontecimientos) se aburren de vez en cuando. Y cuando uno se aburre se vuelve mezquino y se dedica a las gamberradas.


Así que de vez en cuando visitaba un escuadrón de Camels que estaba acuartelado poco más allá de Amiens y charlaba con el sargento de artillería sobre la sincronización de las ametralladoras. Era el escuadrón de Spoomer. Su tío era comandante del cuerpo y era caballero de la Orden de la Liga, así que siendo capitán del Primer Regimiento de Dragones, a su debido tiempo obtuvo una Estrella de Mons y una condecoración de la Orden de Distinción en el Servicio Prestado, y estaba al mando de una escuadrilla de cazas monoplazas, aunque el tercer percebe que llevaba prendido en la pechera seguía siendo el ala única del observador, y no la doble ala del piloto.


En 1914 estuvo en la Academia Militar de Sandhurst: un tipo de gran envergadura, rubio, con ojos de porcelana. Prefiero pensar que su tío dio la orden de que lo llamaran en cuanto le llegó la noticia, la buena noticia. Probablemente fue en el club del tío (el tío ya era general de brigada, recién regresado a toda prisa de su puesto en la India), sentados los dos frente a frente en una mesa de caoba, mientras el vendedor de prensa daba voces en la calle. «Por Dios —debió de decir el general—, esto va a ser el no va más para el ejército. Pásame el vino».


Me atrevería a decir que el general se llevó un chasco, por no decir que se ofendió, cuando se dio cuenta de que ni los hunos ni el primer ministro se proponían llevar a cabo esta guerra tal como hubiese querido el ejército. De todos modos, Spoomer ya fue destinado a Mons y volvió con la Estrella (aunque Ffollansbye decía que el general mandó a Spoomer derecho a por la Estrella, porque era una condecoración que solo se obtenía estando a mano) antes de que el tío ordenase su traslado a su regimiento, donde Spoomer podría obtener su condecoración en Distinción en el Servicio Prestado. Luego, es posible que el tío lo enviase a ver qué sacaba en claro allí donde el arroyo subterráneo afloraba a la superficie. O puede que Spoomer esta vez fuese por su cuenta. Es lo que prefiero pensar. Prefiero pensar que lo hizo por la patria, aunque de sobra sé que nadie merece el elogio por su valentía ni el oprobio por su cobardía, puesto que hay situaciones en las que cualquiera dará muestras de ambas. Pero allá que fue, y volvió al año con su ala, distintivo de observador, y un perro grande como un ternero.


Esto fue en 1917, cuando Sartoris y él se encontraron y colisionaron. Sartoris era americano, de una plantación de Mississippi donde cultivaban cereales y criaban negros, o los negros cultivaban cereales, o lo que sea. Sartoris tenía un vocabulario funcional de unas doscientas palabras, no más, y me atrevería aquí a decir que el dónde y el cómo y el por qué vivía como vivía era algo que se hallaba fuera de su alcance, quitando que vivía en la plantación con su tía abuela y con su abuelo. Vino pasando antes por el Ejército Canadiense, antes de que Estados Unidos entrase en guerra, y estaba en lista de espera, en el cuartel de Ayr. Eso me lo contó Ffollansbye. Parece ser que Sartoris tenía una novia en Londres, una de esas aspirantes a esposa por tres días y viuda por tres años. Es lo malo que tiene la guerra. Los de esa ralea, los Sartoris y compañía, no murieron hasta 1918, al menos algunos. En cambio, las chicas, las novias, las mujeres, murieron todas el 4 de agosto de 1914.


Total, que Sartoris tenía una novia. Ffollansbye contó que la apodaban Kitchener,[1] «porque tenía soldados a puñados». Dijo que no sabían si Sartoris lo sabía o no, pero que al menos por un tiempo Kitchener, o Kit, pareció darles calabazas a todos y quedarse con Sartoris. Se les veía juntos por todas partes y a todas horas; Ffollansbye me contó entonces que una noche, en un restaurante, se encontró con Sartoris, que estaba solo y bastante borracho. Ffollansbye me contó que ya se había enterado de que dos días antes Kit y Spoomer se habían largado a no sé dónde. Dijo que Sartoris estaba sentado en una mesa, bebiendo hasta ponerse ciego, esperando a que llegase Spoomer. Dijo que al final fue él quien metió a Sartoris en un taxi y lo mandó al aeródromo. Ya estaba casi amaneciendo, y Sartoris se hizo con una guerrera de capitán, que tomó del equipaje de otro, y una liga de mujer que robó de la maleta de otro aviador, o quizás de la suya, y prendió la liga en la pechera como si fuese un percebe o una condecoración. Después fue a despertar a un cabo que había sido boxeador profesional, con el que Sartoris se calzaba los guantes de vez en cuando. «Se llama Spoomer —dijo Sartoris al cabo—. El capitán Spoomer». Lo dijo tambaleándose, señalando la liga con el dedo. «Distinción al Mérito Muslero de Mujer.» Luego, el cabo y él, con la guerrera puesta, bajo la cual se le veía el calzón de lana, se repartieron unos cuantos puñetazos, con las manos sin guantes, al amanecer.


 


III


 


Cualquiera diría que cuando una guerra lo arrastra al fondo, lo tiene que dejar en paz; que, encima, no le dará por gastarle bromas pesadas, por hacer el gamberro. Pero puede que no fuera eso. Puede que fuera porque los tres, Spoomer y Sartoris y el perro, todo se lo tomaban sin ningún humor. Puede que una persona sin humor fuese para ellos una especie de desafío infalible, por encima de truenos y alarmas. Fuera como fuese, una tarde —fue en primavera, antes de la caída de Cambrai— fui al aeródromo en donde estaban los Camels, a charlar con el sargento de artillería, y vi a Sartoris por primera vez. El año anterior se había puesto el mando de la escuadrilla en manos de Spoomer y del perro, y lo primero que hicieron fue ordenar que Sartoris se destacase allí.


Había salido la patrulla vespertina, y había salido el resto del personal supongo que a pasar la tarde en Amiens, y el aeródromo estaba desierto. Estábamos sentados el sargento y yo en sendos bidones de gasolina, vacíos, en la puerta del hangar, cuando vi a un hombre asomar la jeta por la puerta del comedor de los oficiales y mirar a un lado y a otro, abarcando todo el campo, con aire un tanto furtivo y muy alerta. Era Sartoris, que había salido en busca del perro.


—¿El perro? —dije. El sargento me lo explicó entonces, y también esto a retazos, fruto de su propia observación y de las observaciones que todo el personal alistado intercambiaba y comparaba en las mesas del comedor, o de noche, fumándose una pipa: la indagación terrible y omnisciente de quienes ocupan un estadio inferior en el escalafón.


Cuando Spoomer se marchaba del aeródromo, dejaba al perro encerrado en alguna parte. Tenía que encerrarlo cada vez en un sitio distinto, porque Sartoris emprendía la búsqueda del animal y no cejaba hasta dar con él, y entonces lo soltaba. Era por lo visto un perro de notable inteligencia, porque si Spoomer había ido tan solo al cuartel del Ala, o a donde fuese, a resolver un asunto pendiente, el perro se quedaba allí en el aeródromo, y pasaba el rato escarbando en el cubo de la basura que había detrás del comedor de los soldados, al cual tenía adicción y prefería con mucho antes que el de los oficiales. En cambio, si Spoomer se había marchado a Amiens, el perro emprendía el camino de Amiens en el instante mismo en que se veía libre, para regresar después con el propio Spoomer en el coche de la escuadrilla.


—¿Y por qué lo suelta el señor Sartoris? —dije—. ¿Quiere decir usted que el capitán Spoomer no ve con buenos ojos que el perro se coma los desperdicios de la cocina?


Pero el sargento no me estaba escuchando. Había estirado el cuello para mirar por la puerta, y así vimos los dos a Sartoris. Había salido del comedor y se aproximaba al hangar que le quedaba al final de la calle, todavía con aire alerta, moviéndose con toda intención. Entró en el hangar.


—Me parece una puerilidad para un hombre hecho y derecho —dije.


El sargento se quedó mirándome. Y dejó de mirarme.


—Lo que quiere es saber si el capitán Spoomer ha ido o no a Amiens.


Al cabo de un rato vi la luz.


—Ah —dije—, una señorita. ¿Es eso?


—Llámela señorita si quiere —dijo sin mirarme—. Supongo que en este país también tiene que haber algunas señoritas.


Me paré un rato a pensar en esto. Sartoris salió entonces del primer hangar y entró en el segundo.


—La verdad, me pregunto si quedan señoritas en alguna parte —dije.


—Es posible que tenga usted razón. La guerra es muy dura para las mujeres.


—¿Y qué hay de ésta? —dije—. ¿Quién es ella?


Me lo contó. Regentaban un cafetín, «una especie de taberneta», dijo él, entre una vieja bruja, un adefesio, y la chica. Era un local pequeño, en una calle de difícil acceso, al que no iban los oficiales. Tal vez por eso crearon Sartoris y Spoomer semejante furor en ese círculo reducido. Deduje, por lo que dijo el sargento, que la competencia entre el comandante de la escuadrilla y uno de sus pilotos más novatos e inexpertos era objeto de interés general y, además, motivo de las conversaciones más acaloradas e incluso de apuestas entre los elementos alistados de todo el sector de las tropas francesas y británicas por igual.


—Siendo además oficiales… —dijo.


—Entiendo. Han amedrentado a los soldados, los han espantado, ¿no es así? —dije—. ¿No es eso? —el sargento ni siquiera me miró—. Y… ¿fueron muchos los soldados que hubo que amedrentar?


—Supongo que sabrá usted cómo son estas jovencitas —dijo el sargento—, y más con esta guerra.


Y eso es lo que la chica era, o quien era la chica. El sargento dijo que la señorita y la vieja bruja ni siquiera tenían una relación de parentesco. Me contó que Sartoris le había hecho algunos regalos, ropa y bisutería, el tipo de bisutería que se podría comprar en Amiens probablemente. O acaso le comprase los regalos en una cantina, porque Sartoris apenas pasaba de los veinte años. Vi algunas de las cartas que había escrito a su tía abuela, la de América, y eran cartas que podría haber escrito un chaval de tercero matriculado en Harrow, si es que no podría haberlas mejorado. Por lo que acerté a saber, Spoomer no parecía haber hecho ningún regalo a la chica.


—Tal vez sea porque es capitán —dijo el sargento—. O porque por esas condecoraciones no tiene necesidad de hacérselos.


—Debe de ser eso —dije.


Y eso era la chica, la chica que, adornada con la bisutería de a céntimo que le regalaba Sartoris, servía la cerveza y el vino a los soldados británicos y franceses en una callejuela de difícil acceso, en Amiens, la chica por culpa de la cual Spoomer se aprovechaba de su rango para traicionar a Sartoris con ella, al tiempo que obligaba a Sartoris a permanecer en el aeródromo, ocupado en cumplir tareas especiales, y encerrando al perro para que Sartoris no tuviera forma de saber lo que había hecho él. Y Sartoris se vengaba en la medida de lo posible encontrando al perro y soltándolo, para que pudiera escarbar a su antojo en la basura a donde iban a parar los desperdicios plebeyos.


Entró en el hangar en que estábamos el sargento y yo: un muchacho alto, de ojos claros, en una cara que podía resultar o contenta o mohína, y del todo carente de humor. Me miró.


—Hola —dijo.


—Hola —dije. El sargento hizo ademán de levantarse.


—Adelante, sigan a lo suyo —dijo Sartoris—. No tengo necesidad de nada.


Se dirigió al fondo del hangar, que estaba lleno de bidones de gasolina, de embalajes vacíos y demás. Carecía por completo de todo rastro de inhibición, y obraba sin cohibirse, con una total desvergüenza, a pesar de lo pueril de aquella operación en la que tanto se afanaba.


El perro estaba en uno de los embalajes. Salió tal como era, enorme, con un pelaje crespo, de color leonado; Ffollansbye ya me había contado que quitando el ala que lucía Spoomer y su Estrella de Mons y su condecoración de la Orden de Distinción en el Servicio Prestado, el perro y su dueño eran muy parecidos. Salió del hangar sin premura, lanzándome una breve mirada de refilón. Lo vimos marchar y desaparecer al doblar la esquina, camino del comedor de los soldados. Sartoris entonces se dio la vuelta y regresó al comedor de los oficiales, desapareciendo del mismo modo.


Poco después llegó la patrulla vespertina. Mientras los aparatos formaban en fila apareció en el aeródromo el coche de la escuadrilla y se detuvo ante el comedor de los oficiales. Bajó Spoomer.


—Fíjese bien —dijo el sargento—. Intentará que no se le note que estaba atento, que no estaba pendiente de todo.


Se llegó hasta los hangares, grandullón, enorme, con unas medias verdes, de jugar al golf. No reparó en mí hasta que ya entraba en el hangar. Se detuvo; fue un gesto casi imperceptible, y entonces entró lanzándome una breve mirada de refilón.


—Qué hay —dijo con un tono de voz agudo, nervioso, en tensión. El sargento se había puesto en pie. Yo ni siquiera vi si Spoomer miraba hacia el fondo, hacia el embalaje que había caído de costado, aunque sí se había quedado clavado en el sitio.


—Sargento —dijo.


—Señor —dijo éste.


—Sargento —dijo Spoomer—, ¿han llegado ya esos cronómetros?


—Sí, señor. Se recibieron hace dos semanas. Ya están todos en uso.


—Eso está bien, está muy bien —se dio la vuelta, me lanzó de nuevo una breve mirada de refilón y siguió camino por delante de los hangares, más bien con lentitud. Desapareció.


—Ahora fíjese bien —me dijo el sargento—. Seguirá por allí hasta que crea que ya no le estamos mirando.


Lo miramos. De nuevo apareció a la vista, atravesando el campo hacia el comedor de los soldados, ahora a paso más vivo. Desapareció al doblar la esquina. Apareció un momento más tarde, arrastrando a la bestia enorme, inerte, sujetándolo por el cogote.


—Tú no debes comer esa bazofia —dijo—. Eso es para los soldados.


 


IV


 


No supe entonces qué sucedió después. Sartoris no me lo dijo hasta más adelante, pasado un tiempo. Puede que hasta ese momento no tuviera a su favor más que el instinto y alguna prueba circunstancial que le indicasen que estaba siendo objeto de traición: pruebas como era que a Sartoris se le encargase algún cometido que nada tenía que ver con sus atribuciones, y que le obligaba a pasar toda la tarde fuera del aeródromo, para encontrar después al perro escondido y ponerlo en libertad y verlo desaparecer por la carretera de Amiens con su galope inconfundible, desmañado.


Pero algo sucedió. Todo lo que llegué a saber entonces fue que una tarde Sartoris encontró al perro y lo vio marcharse para Amiens. Entonces incumplió las órdenes recibidas, tomó prestada una motocicleta y también él se fue a Amiens. Dos horas después volvió el perro y se pasó por la puerta de cocina del comedor de los oficiales, y poco más tarde llegó el propio Sartoris en un camión (ya estaban evacuando Amiens) cargado con enseres domésticos y conducido por un soldado francés con blusón de campesino. La moto iba cargada en el camión, aunque no parecía que tuviera arreglo. El soldado contó que Sartoris había terminado por derrapar, estrellándose en la cuneta, cuando iba a toda velocidad intentando atropellar al perro.


Solo que nadie supo lo que había ocurrido, o no lo supo entonces. Aunque yo había imaginado la escena antes de que me la contase. Me lo imaginé allí, en un cuartucho lleno de soldados franceses, y la vieja bruja (sabía interpretar las insignias, seguro; al menos los galones) impidiéndole el paso a la vivienda. Me lo imagino furioso, aturdido, sin decir ni pío (no sabía hablar francés), sacándoles más de una cabeza a todos los franceses a los que no era capaz de entender, convencido de que se estaban riendo de él.


—Fue por eso —me dijo—. Se me reían a la cara sin mover un músculo, y todo por culpa de una mujer. Yo sabía que él estaba allí arriba y ellos sabían que yo lo sabía, y que si arramplaba con todo y lo sacaba a la calle a rastras y le abría la cabeza, no solo me apartarían del servicio, sino que me caería una condena a cadena perpetua por haber infringido los artículos de la alianza al invadir propiedad extranjera sin la debida autorización.


Volvió entonces al aeródromo y se encontró con el perro por la carretera e intentó atropellarlo. El perro llegó por sus propios medios y Spoomer regresó algo más tarde y ya se lo llevaba sujeto por el collar, para que no metiera el hocico en los desperdicios del comedor de los soldados, cuando llegó la patrulla vespertina. Salieron seis y regresaron cinco, y el jefe de la patrulla saltó de la máquina antes de que se detuviera del todo el rotor de la hélice. Llevaba un trapo ensangrentado en la mano derecha y fue corriendo hacia Spoomer, que estaba agachado delante del perro, pasivo, con las patas tiesas.


—¡Dios mío! —dijo—. ¡Han tomado Cambrai!


Spoomer ni siquiera lo miró.


—¿Quiénes?


—¡Los alemanes, por Dios!


—Bueno, pues sea por Dios —dijo Spoomer—. Venga, largo de aquí. Ya te he explicado mil veces que eso es una bazofia que no es para ti.


Un hombre así es invulnerable. Cuando Sartoris y yo hablamos por vez primera se lo quise decir. Pero entonces me enteré de que Sartoris también era invencible. Aquella primera vez hablamos.


—Intenté convencerle de que me dejara enseñarle a pilotar un Camel —dijo Sartoris—. Le dije que le enseñaría sin pedir nada a cambio. Le dije que desmantelaría la carlinga para montar los mandos dobles y todo a cambio de nada.


—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Para qué?


—O lo que fuera. La idea era que eligiese él. Que tomase un Scout Experimental, si quería, y yo cogería un Armstrong F. K. 8, e incluso un F. E. 2, y que me lo cepillaba en el cielo en un visto y no visto. Que lo iba a dejar tan clavado en tierra que iba a tener que hacer el pino para poder tragar un buche de agua.


Dos veces hablamos: aquella primera vez y la última.


—Bueno, pues se ve que has hecho algo aún mejor —le dije la última vez.


Apenas le quedaban dientes entonces, y no se le entendía muy bien al hablar, y eso que nunca se le dio bien hablar de nada, un hombre que vivió y murió siendo dueño tal vez de doscientas palabras.


—¿Mejor que qué? —dijo.


—Dijiste que lo ibas a borrar del cielo. Pero no has hecho eso, has hecho algo aún mejor. Lo has echado a patadas. No se le volverá a ver el plumero por todo el continente europeo.


 


V


 


Creo haber dicho que era invulnerable. El 11 de noviembre de 1918 no pudo acabar con él, no pudo condenarle a engordar año tras año, sentado tras la mesa de un despacho, con lo que fue algo endurecido, y flaco, y que de inmediato fue entrando en penumbra, aturdido, traicionado, porque para ese día ya llevaba casi seis meses muerto.


Lo mataron en julio, pero hablamos aquella segunda vez, la otra vez anterior. Esta última vez fue una semana después de que aterrizase la patrulla vespertina e informase de la caída de Cambrai, una semana después de que oyésemos caer las bombas en Amiens. Me lo contó él mismo, desdentado como estaba. Despegó toda la escuadrilla entera. Él abandonó su ruta de vuelo tan pronto llegaron al trecho por donde se había roto el frente, y volvió pilotando su avión hasta Amiens con una botella de coñac en la pernera del mono de piloto. Estaban evacuando Amiens, las carreteras llenas de camiones y carretas cargados con enseres domésticos, de ambulancias del hospital de campaña; estaba prohibida la entrada en la ciudad y en los terrenos colindantes.


Aterrizó en un prado apenas practicable, con muy poco espacio. Dijo que había una vieja que trabajaba en el campo al otro lado del canal (dijo que seguía estando allí cuando regresó una hora después, terqueando agachada entre las filas de hortalizas, bajo el aire húmedo de la primavera, sacudido a intervalos lentos, monstruosos, por el estruendo de las bombas que caían en la ciudad) y una ambulancia ligera, detenida a mitad de camino, en la cuneta.


Fue hacia la ambulancia. El motor aún estaba en marcha. El conductor era un joven con gafas. Parecía un estudiante y estaba más borracho que una cuba, medio espatarrado fuera de la cabina. Sartoris le pegó un lingotazo a su botella y trató de despertar al conductor, pero en vano. Bebió otro buen trago (imagino que para entonces ya iba bastante puesto; me contó que esa misma mañana, cuando Spoomer se marchó en el coche y él encontró al perro y lo vio tomar la carretera de Amiens, intentó que el oficial que estaba al mando de las operaciones le permitiera abstenerse de patrullar, mientras el oficial de operaciones le dijo que la escuadrilla La Fayette lo esperaba en la meseta de Santerre), introdujo al conductor en la ambulancia y se puso al volante para llegar a Amiens.


Dijo que el cabo del ejército francés bebía de la botella en un portal cuando pasó por delante y detuvo la ambulancia frente al cafetín. La puerta estaba cerrada. Se ventiló del todo la botella de coñac y echó abajo la puerta del cafetín de un empellón, como hacen cuando juegan al fútbol americano, cargando con el hombro. Entró. Estaba desierto. Los bancos, taburetes y mesas estaban volcados, ni una sola botella en los estantes, y dijo que al principio ni siquiera supo a qué había ido, así que pensó que debía de ser por las ganas que tenía de beber. Encontró una botella de vino bajo el mostrador y partió el cuello de un golpe contra el canto, y dijo que allí se quedó plantado, viéndose en el espejo que había detrás de la barra, tratando de recordar a qué había ido. «Estaba como loco», dijo.


Cayó entonces el primer obús. Me lo imagino: él allí de pie, en una sala silenciosa, apacible, maloliente, con la puerta vencida de un empellón, la ciudad meditabunda y a la espera algo más allá, y entonces le llegó ese sonido lento, sin prisa, reverberante, que taladra el aire espeso de la primavera como una mano posada sin premura en el húmedo silencio; dijo que el polvo o la arena o el yeso, lo que fuera, se espolvoreó por alguna parte, susurrando en un tenue cuchicheo, y que un gato grande y delgado saltó por encima del mostrador en perfecto silencio y voló hasta el suelo, para esfumarse acto seguido como el mercurio sucio.


Vio entonces la puerta cerrada tras el mostrador y se acordó de lo que le había llevado allí. Dio la vuelta al mostrador. Supuso que la puerta también estaría cerrada, y agarró el pomo y tiró con toda su fuerza. No estaba cerrada con llave. Dijo que pegó un portazo contra los estantes y que hizo un ruido como el de un disparo, que le llevó a dar un respingo. «Me di de cabeza contra el mostrador —dijo—. A lo mejor después me quedé un poco grogui».


Fuera como fuese, se sostuvo en pie sujetándose a la puerta, mirando a la vieja. Estaba sentada en el último peldaño, con el delantal por encima de la cabeza, meciéndose de delante atrás. Dijo que llevaba bastante limpio el delantal, que se movía como el pistón de un motor y que él se quedó en la puerta, quieto, babeando un poco.


—Madame —le dijo. La vieja seguía meciéndose. Él se enderezó con cuidado y se inclinó a tocarle el hombro—. Toinette —dijo—. Où est-elle, Toinette?


Es probable que ése fuera todo el francés que sabía; eso, junto con el añadido de vin, sumado a sus 196 palabras en inglés, componía todo su vocabulario.


La vieja tampoco le respondió. Se mecía de delante atrás como si fuese un juguete de cuerda. Pasó con cuidado por encima de ella y subió la escalera. Había una segunda puerta en lo alto de la escalera. Se detuvo allí, aguzó el oído. Se le llenó la garganta de un líquido caliente, salado. Escupió babeando; se le volvió a llenar la boca. Esa otra puerta tampoco estaba cerrada con llave. Entró sin hacer ruido. Dentro vio una mesa y en ella una gorra de color caqui con la insignia en bronce del Ejército del Aire, y allí de pie, babeando, en la puerta, el perro saltó desde el rincón más alejado de la ventana, y mientras el perro y él se escrutaban mutuamente por encima de la gorra el estruendo del segundo obús llegó apagado y monstruoso a la habitación, agitando las cortinas lacias de la ventana.


Al dar la vuelta a la mesa, el perro también se movió, de modo que la mesa se interpusiera entre ambos, mirándolo en todo momento. Procuraba no hacer ruido, pero golpeó la mesa al pasar (tal vez mientras miraba al perro) y contó que al llegar a la puerta frontera y ponerse al lado con la respiración contenida, babeando, oyó el silencio en la habitación contigua.


—Maman? —dijo una voz.


Dio una patada contra la puerta y luego cargó de un empellón como en el fútbol americano, atravesando la puerta y todo. La muchacha dio un chillido. Pero él dijo que no llegó a verla, que nunca llegó a ver a nadie. Tan solo oyó el chillido al caer a cuatro patas en la otra habitación. Era un dormitorio; en uno de los rincones había un armario ropero enorme, de dos puertas. El armario estaba cerrado, la habitación parecía desierta. No se dirigió al armario. Dijo que se limitó a seguir donde estaba, a cuatro patas, babeando como una vaca, escuchando apagarse la reverberación del tercer obús, viendo las cortinas abombarse hacia el interior como si alguien respirase tras ellas.


Se puso en pie. «Aún estaba grogui —dijo—. Y me imagino que el coñac y el vino se me habían revuelto en las tripas». Yo diría que sí, seguro. Había una silla, y encima unos pantalones bien doblados, y una guerrera con el ala, distintivo del observador, y dos condecoraciones, y un cinturón reglamentario. Ya de pie, mirando la silla, le llegó el estruendo del cuarto obús.


Recogió las prendas. La silla cayó de costado y la apartó de una patada, escabulléndose pegado a la pared hacia la puerta destrozada, para pasar a la primera habitación y recoger la gorra de la mesa. El perro ya no estaba.


Salió al rellano. La mujer seguía sentada en el último peldaño con el delantal por encima de la cabeza, meciéndose de delante atrás. Él permaneció en lo alto de la escalera, aguantando, esperando a escupir.


—Que faites-vous en haut? —oyó decir a una voz que le llegó de abajo.


Desde allí vio el rostro alzado, con bigote, del cabo francés con el que se había cruzado por la calle, el que bebía de la botella. Se miraron unos instantes.


—Descendez —dijo el cabo, e hizo un gesto perentorio con el brazo. Sujetando las prendas en una mano, Sartoris se apoyó con la otra en el pasamanos y saltó por encima.


El cabo se hizo a un lado. Sartoris siguió a la carga, dejándolo atrás, dándose contra la pared y golpeándose de nuevo la cabeza, un golpe que le sonó a hueco. Al ponerse en pie y darse la vuelta, el cabo le asestó una patada intentando darle en la pelvis. Volvió a soltarle una patada. Sartoris dio con el cabo por tierra; quedó tendido boca arriba, con el incómodo capote, buscándose algo en el bolsillo y lanzando una nueva patada a la entrepierna de Sartoris. El cabo entonces liberó la mano y disparó a quemarropa contra Sartoris, con una pistola de cañón corto.


Sartoris saltó sobre él sin darle tiempo a disparar de nuevo, pisoteando la mano con que empuñaba el arma. Dijo que notó los huesos del otro bajo la bota, y que el cabo se puso a chillar como una mujer tras el bigote de bandolero. Eso fue lo que le hizo gracia, dijo Sartoris, que ese sonido llegase de detrás de un bigotazo como el de un pirata de opereta. Y dijo que le puso fin sujetando al cabo con una mano y descargándole con la otra un puñetazo en el mentón hasta que ya no lo oyó. Dijo que la vieja no había dejado de mecerse en ningún momento bajo el delantal almidonado. «Como si se hubiese vestido de domingo a la espera del saqueo y la rapiña», dijo.


Recogió las prendas. En el bar dio otro trago a la botella y volvió a mirarse en el espejo. Vio entonces que sangraba por la boca. Dijo que no supo si se había mordido la lengua al saltar el pasamanos de la escalera o si se había cortado con el cuello partido de la botella. Se la terminó y la arrojó al suelo.


Dijo que no supo entonces qué se proponía hacer. Dijo que ni siquiera se dio cuenta de nada cuando sacó a rastras de la ambulancia al conductor inconsciente y lo vistió con los pantalones y la gorra y la guerrera condecorada del capitán Spoomer, antes de volver a echarlo dentro de la ambulancia.


Recordaba haber visto un polvoriento recado de escribir detrás del mostrador. Fue a buscarlo y encontró en un bolsillo del mono de piloto un trozo de papel, una factura que le había emitido ocho meses atrás un sastre de Londres, y apoyado sobre el mostrador, babeando, entre un escupitajo y otro, anotó al dorso del papel el nombre del capitán Spoomer, su número de escuadrilla, su aeródromo, para colocar el papel en el bolsillo de la guerrera, debajo de las condecoraciones y el ala, y volver al volante de la ambulancia hasta el campo en que había dejado su avión.


Había un batallón del Cuerpo Armado de Australia y Nueva Zelanda apostado junto a la carretera. Dejó con ellos la ambulancia y dentro a su pasajero durmiente, y cuatro de los soldados le ayudaron a poner el motor en marcha y a sujetar las alas para el apurado despegue.


Regresó al frente. Dijo que no recordaba ni siquiera haber llegado allí; dijo que lo último que recordaba era a la anciana en el campo, y que de pronto se encontró en medio del fuego de artillería, volando tan bajo que percibía los impactos en el aire, entre sus alas y la tierra, y distinguía los rostros de los soldados. Dijo que no llegó a saber qué tropas eran, si suyas o nuestras, y que de todos modos las castigó ametrallándolas. «Porque nunca he sabido yo que un hombre en tierra haya sido herido por un avión —dijo—. Bueno, sí; lo retiro. Una vez, en Canadá, un agricultor que labraba en medio de un campo de mil acres de extensión. Un cadete que se le estrelló encima».


Luego volvió a la base. En el aeródromo le dijeron que había pasado volando entre dos hangares, en vuelo rasante, despacio, tanto que vieron las válvulas de las dos ruedas, y que tras rodar por la pista levantó de nuevo el vuelo. El sargento de artillería me contó que ascendió en vertical hasta calar el motor, y que mantuvo el Camel en vuelo invertido. «Estaba mirando al perro —dijo el sargento—. Había vuelto una hora antes y estaba detrás del comedor, escarbando en el cubo de la basura». Dijo que Sartoris cayó en picado hacia el perro y que trazó un loop con dos giros y de nuevo puso el aparato en ascenso vertical, librando por poco un ala y en todo momento en vuelo invertido. El sargento dijo luego que probablemente no dio entrada suficiente al aire en el motor, porque a cien pies de altura el motor dijo basta, y en vuelo invertido Sartoris atravesó las copas de los dos únicos álamos que habían dejado sin talar.


El sargento dijo que salieron corriendo hacia la humareda, hacia el amasijo de cables y madera. Antes de que la alcanzaran, el perro salió trotando de detrás del comedor de los soldados. Dijo que el perro fue el primero en llegar y que vieron a Sartoris a cuatro patas, vomitando, mientras el perro lo miraba. El perro se acercó y husmeó el vómito, y Sartoris se puso en pie y, en precario equilibrio, le dio una patada sin fuerza, pero con toda intención, salvaje.


 


VI


 


El conductor de la ambulancia, con el uniforme de Spoomer, fue devuelto al aeródromo por orden del capitán de los australianos y neozelandeses. Lo acostaron, y seguía durmiendo a pierna suelta cuando el general de brigada y el comandante del Ala llegaron por la tarde. Allí seguían cuando una carreta tirada por una pareja de bueyes apareció en el aeródromo y se detuvo. Sentado sobre las jaulas de alambre llenas de gallinas iba Spoomer con una falda de mujer y un echarpe de punto. Al día siguiente Spoomer regresó a Inglaterra. Nos enteramos de que iba a ser coronel interino en una academia de vuelo.


—Eso al perro le gustará —dije.


—¿Al perro? —dijo Sartoris.


—Allí tendrá mejor comida —dije.


—Ah —dijo Sartoris. Lo habían rebajado a subteniente por incumplimiento del deber al entrar en una zona prohibida con un aparato que era propiedad del Gobierno que, por añadidura, dejó sin vigilancia, y fue trasladado a otra escuadrilla, a una que hasta los pilotos de los F. E. 2, que eran ingobernables, llamaban «la Lavandería».[2]


Esto sucedió la víspera de su partida. No le quedaba ni un diente en su sitio y pidió disculpas por lo mal que hablaba, aunque tampoco sabía hablar cuando tenía la boca intacta.


—Lo bueno —dijo— es que es otra escuadrilla de Camels. Es para morirse de risa.


—¿Para morirse de risa? —dije.


—Es que a mí montarlos no se me da mal. Sé aguantarme con la ametralladora en ristre y mantener las alas niveladas de vez en cuando. Pero no sé pilotar un Camel. Para aterrizar a los mandos de un Camel hay que aflojar la válvula de aire y dejar que se vaya posando. Cuentas hasta diez, y si no te esnafras es que puedes enderezar. Y si te puedes poner de pie y echar a andar, es que has tenido un buen aterrizaje. Y si luego ese trasto se puede volver a usar, eres un as. Pero eso no tiene ninguna gracia.


—¿El qué?


—Los Camels. Lo bueno del caso es que ésta es una escuadrilla de vuelo nocturno. Supongo que estarán todos en la ciudad y que no vuelven hasta que es de noche para despegar. Me han enviado a una escuadrilla de vuelo nocturno. Por eso es para morirse de risa.


—No me reiría yo —dije—. ¿No hay nada que se pueda hacer para remediarlo?


—Claro. Accionar la dichosa válvula del aire como es debido y no estrellarte. Impedir la colisión y que no revienten los indicadores de posición. Eso es pan comido. Basta con pasar la noche entera volando, apagar los indicadores y tomar tierra cuando amanece. Por eso me muero de risa. Yo ni siquiera sé pilotar un Camel en pleno día. Y ellos no tienen ni idea.


—De todos modos, lo has hecho mejor de lo que prometiste —dije—. Lo has echado a patadas. No se le volverá a ver el plumero por todo el continente europeo.


—Sí —dijo—. Eso sí que tiene gracia. Ha tenido que volver a Inglaterra, en donde no queda un solo hombre. Mira tú cuántas mujeres, sin un solo hombre entre dieciocho y ochenta que le eche una mano. Es para morirse de risa.


 


VII


 


Cuando llegó julio, yo seguía en las oficinas del Ala, todavía acostumbrándome a la pierna ortopédica y sentado ante una mesa con unas tijeras, un tarro de cola y otro de tinta roja, y los sobres finos, delgados, unos manchados y otros limpios, que iban llegando en tandas periódicas, sobres destinados a ciudades y aldeas y a veces a lugares que no eran siquiera aldeas, repartidos por toda Inglaterra, cuando un día me encontré con dos dirigidos a la misma persona, al mismo lugar de Estados Unidos: una carta y un paquete. Primero me ocupé de la carta. No indicaba ni lugar ni fecha.


 


Querida Tía Jenny:


Sí, recibí los calcetines que me hizo Elnora. Están muy bien, porque se los di a mi ordenanza y dice que le sientan muy bien. Sí, aquí estoy mejor que en donde estaba, ésta es buena gente, lo único malo son los dichosos Camels. No dejo de ir a la iglesia, con eso cumplo aunque no siempre hay iglesia. A veces sí hay servicios para los mecánicos, porque supongo que un mecánico tiene esa necesidad, pero yo suelo estar muy liado los domingos, aunque calculo que voy lo suficiente. Dile a Elnora que muchas gracias por los calcetines, que están muy bien, aunque a lo mejor es mejor que no le digas que los regalé. Saluda de mi parte a Isom y a los otros negros y al Abuelo le dices que me ha llegado el dinero sin problemas pero que la guerra es cara que no veas.


 


Johnny


 


Claro está que no son los Mambrús de turno los que hacen las guerras, digo yo. Supongo que para hacer una guerra demasiadas palabras hacen falta. Puede que sea por eso.


El paquete iba dirigido, como la carta, a la señora Virginia Sartoris, de Jefferson, Mississippi. ¿Qué demonios se le habrá ocurrido enviarle, me dije? No me lo imaginaba eligiendo un regalo para una mujer residente en el extranjero, escogiendo una de esas bagatelas que algunos hombres saben escoger con una especie de tacto infalible. El suyo sería, si es que algo se le había ocurrido enviar, el mango de una manivela o, a lo mejor, unas cuantas bielas rescatadas de un aparato enemigo que se hubiera estrellado. Así que abrí el paquete. Y me quedé pasmado viendo el contenido.


Contenía un sobre con una dirección escrita, unos cuantos papeles arrugados, con los cantos doblados o rotos, un reloj de pulsera con la correa rígida, embadurnada de un líquido oscuro, seco, unas gafas de aviador a las que les faltaba un cristal, una hebilla de un cinturón de plata con un anagrama. Eso era todo.


No me hizo falta leer la carta. No tuve por qué ver el contenido del paquete, pero quise verlo. No quise leer la carta, pero tenía que hacerlo.


 


… Escuadrón de la R. A. F., Francia,


5 de julio de 1918


 


Mi querida señora:


Es mi deber comunicarle que su hijo fue abatido y murió ayer por la mañana. Lo derribaron cuando volaba en cumplimiento del deber tras las líneas enemigas. No fue por un descuido, ni por impericia. Era un hombre bueno. Las unidades de la aviación enemiga eran en ese momento más numerosas, y disponían de mayor altitud y velocidad, como suele ser nuestro infortunio aunque no sea culpa del Gobierno, que nos suministraría máquinas mejores si las tuviera, aunque eso no le sirva a usted de consuelo. Otro de los nuestros, el señor R. Kyerling, se encontraba mil pies más abajo porque su hijo pasó demasiado tiempo en el hangar y la semana pasada instalaron un motor nuevo en su aparato. El avión de su hijo se incendió en menos de diez segundos al decir del señor Kyerling, y saltó del aparato porque volaba en ese momento de lado, en descenso, y era seguro, hasta que el enemigo tiroteó el estabilizador y los controles y entró en barrena. Me entristece mucho enviarle esta penosa noticia, aunque tal vez le consuele saber que se le enterró con el concurso de un presbítero. El resto de sus efectos personales se le enviarán más adelante.


 


Atentos saludos,


C. Kaye, comandante


 


Se le dio sepultura en el cementerio que hay al norte de Saint Vaast, pues tenemos la esperanza de que no vuelva a ser bombardeado, ya que tenemos la esperanza de que esto acabe pronto, según nuestro capellán, puesto que eran dos Camels y siete los enemigos, esta vez nos tocó a nosotros.


 


C. K., com.


 


El resto de los papeles eran cartas de su tía abuela, no muchas, no muy largas. Desconozco por qué las había conservado, pero así fue. Acaso las hubiera olvidado, como olvidó la factura del sastre londinense que encontró en su mono de piloto aquel día de primavera en Amiens.


 


… y deja en paz a esas mujeres extranjeras. Yo he pasado ya una guerra y sé cómo se comportan las mujeres en la guerra, incluso con los yanquis. Y un granuja como tú, que no sirve para nada…


 


Y esta otra:


 


… creemos que va siendo hora de que vuelvas a casa. Tu abuelo se va haciendo viejo, y no parece que alguna vez se vaya a terminar esa guerra allá tan lejos. Así que vuelve a casa. Ahora hasta los yanquis se han metido en ese fregao. Que peleen ellos si quieren. Esa guerra es suya, no tiene nada que ver con nosotros.


 


Y eso es todo. Eso es. La valentía, la temeridad, llámesele como se quiera llamar, es un destello, un instante de sublimación, y ¡zas! La negrura de siempre. Por eso, es por eso. Es demasiado fuerte para consumirlo continuamente. Y si se consumiera continuamente no sería un destello, un resplandor. Por eso, porque es momentáneo, se puede preservar y perpetuar solo en el papel: una imagen, unas cuantas palabras escritas que en cualquier momento, con un fósforo y una llama inofensiva que cualquier chiquillo puede prender, pueden desaparecer en el acto. Una astilla de madera, dos centímetros de largo, con una punta embadurnada de fósforo, es más larga que la memoria o el dolor; una llama no mayor que una moneda de seis peniques contiene más ferocidad que la valentía o la desesperación.





Ilustración: Joseph Hirsch

viernes, 26 de septiembre de 2025

Jornadas de lecturas

 

Café Literario SADE Filial Moreno

30 de Agosto de 2025 





                                            Ricardo Curci, centro - Osvaldo Rassetto, derecha                                             

Ricardo Curci, izquierda - Hugo Donvito, derecha






jueves, 25 de septiembre de 2025

El fantasma provechoso (Daniel Defoe)






Un caballero rural tenía una vieja casa que era todo lo que quedaba de un antiguo monasterio o convento derruido, y resolvió demolerla aunque pensaba que era demasiado el gusto que esa tarea implicaría. Entonces pensó en una estratagema, que consistía en difundir el rumor de que la casa estaba encantada, e hizo esto con tal habilidad que empezó a ser creído por todos. Con ese objeto se confeccionó un largo traje blanco y con él puesto se propuso pasar velozmente por el patio interior de la casa justo en el momento en que hubiera citado a otras personas, para que estuvieran en la ventana y pudiesen verlo. Ellos difundirían después la noticia de que en la casa había un fantasma. Con este propósito, el amo y la esposa y toda la familia fueron llamados a la ventana donde, aunque estaba tan oscuro que no podía decirse con certeza qué era, sin embargo se podía distinguir claramente la blanca vestidura que cruzaba el patio y entraba por una puerta del viejo edificio. Tan pronto como estuvieron adentro, percibieron en la casa una llamarada que el caballero había planeado hacer con azufre y otros materiales, con el propósito de que dejara un tufo de sulfuro y no sólo el olor de la pólvora.


Como lo esperaba, la estratagema dio resultado. Alguna gente fantasiosa, teniendo noticia de lo que pasaba y deseando ver la aparición, tuvo la ocasión de hacerlo y la vio en la forma en que usualmente se mostraba. Sus frecuentes caminatas se hicieron cosa corriente en una parte de la morada donde el espíritu tenía oportunidad de deslizarse por la puerta hacia otro patio y después hacia la parte habitada.


Inmediatamente se empezó a decir que en la casa había dinero escondido, y el caballero esparció la noticia de que él comenzaría a excavar, seguro de que la gente se pondría muy ansiosa de que así se hiciera. En cambio, no hacía nada al respecto. Se seguía viendo la aparición ir y venir, caminar de un lado para otro, casi todas las noches, y siempre desvaneciéndose con una llamarada, como ya dije, lo cual era realmente extraordinario.


Al fin, alguna gente de la villa vecina, viendo que el caballero daba a la larga o descuidaba el asunto, comenzó a preguntarse si el buen hombre les permitiría excavar, porque sin duda había allí dinero escondido. Pues, si él consentía en que ellos lo cogieran si lo encontraban, excavarían y lo encontrarían aunque tuvieran que excavar toda la casa y tirarla abajo.


El caballero replicó que no era justo que excavaran y tiraran la casa abajo, y que por eso obtuvieran todo lo que encontraran. ¡Eso era muy duro de tragar! Pero que él autorizaba esto: que ellos acarrearían todos los escombros y los materiales que excavaran y aparecían los ladrillos y las maderas en el terreno vecino a la casa, y que a él le correspondería la mitad de lo que encontraran.


Ellos consintieron y comenzaron a trabajar. El espíritu o aparición que rondaba al principio pareció abandonar el lugar, y lo primero que demolieron fue los caños de las chimeneas, lo que significó un gran trabajo. Pero el caballero, deseoso de alentarlos, escondió secretamente veintisiete piezas de oro antiguo en un agujero de la chimenea que no tenía entrada más que por un lado, y que después tapió.


Cuando llegaron hasta el dinero, los ilusos se engañaron totalmente y se maravillaron sin querer razonar. Por casualidad el caballero estaba cerca, pero no exactamente en el lugar, cuando se produjo el hallazgo, cuando lo llamaron. Muy generosamente les dio todo, pero con la condición que no esperaran lo mismo de lo que después encontraran.


En una palabra, este mordisco en su ambición hizo trabajar a los campesinos como burros y meterse más en el engaño. Pero lo que más los alentó fue que en realidad encontraron varias cosas de valor al excavar en la casa, las que tal vez habían estado escondidas desde el tiempo en que se había construido el edificio, por ser una casa religiosa. Algún otro dinero fue encontrado también, de modo que la continua expectación y esperanza de encontrar más de tal manera animó a los campesinos, que muy pronto tiraron la casa abajo. Sí, puede decirse que la demolieron hasta sus mismas raíces, porque excavaron los cimientos, que era lo que deseaba el caballero, y que hubiérale llevado mucho dinero hacer.


No dejaron en la casa ni la cueva para un ratón. Pero, de acuerdo con el trato, llevaron los materiales y apilaron la madera y los ladrillos en un terreno adyacente como el caballero lo había ordenado, y de manera muy pulcra.


Estaban tan persuadidos -a raíz de la aparición que caminaba por la casa- de que había dinero escondido ahí, que nada podía detener la ansiedad de los campesinos por trabajar, como si las almas de las monjas y frailes, o quien quiera que fuera que hubiera escondido algún tesoro en el lugar, suponiendo que estuviera escondido, no pudiera descansar, según se dice de otros casos, o pudiera haber algún modo de encontrarlo después de tantos años, casi doscientos.





Ilustración Theophile Schuler

miércoles, 24 de septiembre de 2025

El boliche (Abelardo Díaz Alfaro)







Un viento seco hacía ondular los paños blancos del semillero. La tierra —labios de moribundo sediento— aguardaba implorante la limosna de lágrimas del cielo. En la inclemencia azul ni una nube presajera de lluvia. Surcos abiertos como una esperanza. Rostros sombríos como una desilusión.


—No hay cuenta con los soles —me decía don Juancho, viejo y rugoso como la tierra misma.


Frente a la vieja casona de don Juancho se tendía en un altozano el blanco semillero de tabaco donde se cunaban las semillas. En aquellas tiernas semillas estaba cifra do el porvenir todo de este hombre hecho en el tabacal.


Más arriba, las tierras peladas, secas, tostadas, donde morían quemadas por la inclemencia del sol las semillas recién trasplantadas. El viejo las miraba como a hijas de su alma y oteaba la milpidez espejante del horizonte en busca de una nube negra y espesa.


—Con la muerte de la luna viene “el norte”, me lo dicen los callos —profirió un campesino. Pero la luna paseó indiferente su faz macilenta sobre la miseria de los hombres del tabacal. Sólo en la alta noche un perro famélico alentó en un aullido largo y quejumbroso una esperanza de queso y miel.


—Mire, usté no sabe lo que es la vida del cosechero de tabaco.


El tabaco es como un niño malcriao; jasta hay que ponerle mosquitero, lo que no hacemos con los propios hijos. Y tener cuidao pa que no lo mate la changa y la pulga. Abonarlo, enverearlo, menearlo. Estar dependiendo de las secas, del norte, que cuando se


colección los ríos profundos mete fuerte arrastra las matas y sancocha las gavillas. En los ranchones hay que cocerlo, guindarlo, rociarlo y mil cosas más. Y hay que pasarse las noches en vela cuidando de la temperatura para que no se sancoche. ¡Y con lo que le paga el ingrato a uno! Aquí los que más ganan son los menos que trabajan.


—Mire, y dispués de tanto trabajo, si se logra, no tiene mercado seguro. Tienen que dil a regalarlo. Las compañías refaccionaoras se combinan para fijarnos precios de compra, y usté ta cogío por el cuello. Y de no, tiene que dil donde el acaparador, y usté sabe que nadie acapara pa perder. Y to son mermas para el que lo cosecha y to ganancias para el que lo recibe. No se trabaja pa ganar.


—Se trabaja para vivir —dije yo con ingenuidad.


—Pa mal vivir —aclaró el viejo acertadamente.


Nada contesté; que de cosas del mal vivir sabía mucho, muchísimo más que yo.


—Treinta años en este tajo, cosecho tras cosecho; estas canas que usté ve, aquí me han salío, y en pago sólo tengo la finca hipotecá. Esta es la última carta que me juego. Si no logro un desquite, me tendré que dil al pueblo a vivir de la caridá. Amigo, lo más malo del tabaco es el boliche, que sólo sirve para la fuma.


Boliche, tabaco que no llega a ser pie, medio ni corona. Boliche, ésa es la vida del tabacalero. Y se alejó por el trillo hasta perderse en la neblina del semillero.


Y musité dolorosamente:


—Boliche, tabaco malo; boliche, tabaco que no llega a ser capa.


Un lampo rojizo como de incendio sobre los cerros anunció la muerte de un día.


El cosechero de tabaco vive eternamente soñando un desquite. Como el jugador de azar que espera en una última carta recuperar todo lo perdido, y pierde aún lo que le que da. Así el pequeño tabacalero, buscando un desquite, que a veces nunca llega, pierde su finca y el pan de los hijos.


Por fin, llegó “el norte”. Las lágrimas del cielo moja ron los labios secos de la tierra todoparidora. Las lluvias cayeron sobre los surcos abiertos e hicieron pesadas las ve redas. Cayeron las lluvias mojando la esperanza de los hombres del tabacal.


Se escuchó, de cerro a cerro, la palabra “norte”… El timonero alentaba el buey que sacudía jubiloso los flancos potentes.


—¡Entra al surco, buey Lucero!… Los “changos”, detrás del arado, buscaban en negro revoloteo los gusanillos.


Y los cerros poco a poco se fueron poblando de hombres, mujeres y niños, que, encorvados sobre la roja besa na, iban sembrando, “enveredando”, abonando, meneando el terreno. Y las semillas crecieron y pusieron su nota ver de plomiza en las laderas de los cerros. Las lluvias trajeron la risa a los rostros famélicos.


El ranchón sacudió su modorra. Penetró el trajín a su vida.


Fue creciendo el tabaco: “pie”, “medio” y “corona”. Mujeres, hombres y niños se entregaban a la tarea del deshoje. Y los fardos enormes entraban a los ranchones en hombros de los campesinos.


¡Pobres mujeres, pobres hombres y pobres niños! Hombres de míseros jornales, curvados de sol a sol, macilentos, de cuerpos magros, comidos por la anemia, hurgados por el hambre. Caras casi verdosas, como la hoja amarga del tabaco. Mujeres gastadas por la maternidad y el trabajo excesivo. Niños prematuramente viejos, que no saben de los Reyes Magos y sí de la noche mala, y del “puya”, cuando lo hay. Y después de toda esa labor ímproba, vi a estos pobres campesinos comer una “sopa larga”


y rala. Mara villa de la dietética campesina. “Sopa larga”, sopa filosófica, sopa de los miserables.


Una vez escuché esta conversación que me sobrecogió de espanto:


—¿No sabes que al hijo de Venancia lo trajeron en una hamaca?, se cayó del ranchón de Pío. Esta noche es el velorio.


Tal es el epílogo de esas vidas anónimas: una hamaca y un velorio.


Los fotutos apuñaleaban el silencio, y los perros ladraban al conjuro estrellado del misterio.


Vi siempre a don Juan moverse ágil en la dura faena. La última vez lo columbré en el deshoje, el viento apacible de la tarde jugueteándole con sus grenchas, blancas como los paños del semillero.


El cosecho fue grande, pero se metió un norte muy fuerte y “sancochó” las gavillas. Además, vinieron la baja de precio y la colección los ríos profundos consiguiente arruinadora venta del tabaco. Y todo mermas para el cosechero y todo ganancias para el acaparador.


Me alejé del barrio, y pocos meses después, mientras deambulaba por las calles del pueblo, alguien me detuvo. De primera intención quise desprenderme del intruso, creyendo fuera un pordiosero o un tunante. Pero reconocí aquella cara.


—¿No se acuerda de don Juancho?


¡Cómo no lo iba a conocer! Los meses le habían hecho huellas de años.


—Perdí la finca que tenía hipotecá. ¿Se acuerda? ¡Era el desquite!


Y en sus ojos temblaba una lágrima de rebeldía.


Hice ademán de ayudarlo con dinero. Pero rehusó con esa hidalguía de los bien nacidos. Y se alejó, no ya por el trillo y sí por una solitaria calleja, arrastrando pesadamente su cuerpo como se lleva una pena.


Y recordé aquella frase: Boliche, tabaco malo, tabaco bueno para “la fuma”. Boliche, tabaco que no llega a ser “pie”, ni “medio”, ni “corona”. Boliche: esa es la vida del tabacalero.






Ilustración Alberto Sughi

martes, 23 de septiembre de 2025

El asedio (Emilio Díaz Valcárcel)






Una familia normal y feliz, pensó apoyada sobre el volante. Un padre gordo y de apariencia próspera, recién afeitado, una bella pareja de niños, y una madre que alcanza ya los treinta años, mofletuda, satisfecha como toda mujer que siente colmados sus instintos cardinales.


Sintió subírsele a la garganta el confuso sentimiento de ilegitimidad que permanecía anclado en ominoso acecho en el fondo de su espíritu. Un espíritu contrahecho, pensó, regocijándose en su propio flagelo. O tal vez el espíritu esté intacto, murmuró agarrándose a una posible reconciliación consigo misma. Pero ningún alivio provino de este pensamiento. Y, sin saber por qué, tiró molesta de su falda hacia abajo, como si con ello cortara el torturante fluir de pensamientos que había comenzado justamente cuando ella detuvo el automóvil frente al edificio de departamentos. La falda, que delataba unas caderas secas, no era lo suficientemente larga para cubrir las rodillas nudosas, casi masculinas.


Neida no vendría a las tres. Tenía que cumplir compromisos con sus amigas, hablar del matrimonio, del joven actor de la última hora, de la temporada playera. Tenía que desenvolverse naturalmente entre los suyos. La podía ver sin mucho esfuerzo: menuda y ágil, primorosa en su ceñido traje beige.


Esperó quince minutos, apoyada aún sobre el volante. El hombre gordo y de apariencia próspera, la madre mofletuda y la bella pareja de niños, que durante un largo rato habían estado detenidos frente a la escalera principal del edificio en actitud de esperar a alguien, decidieron al fin entrar por la gran puerta de cristal esmerilado. (El macho vigilante y serio, cumpliendo a cabalidad su tradicional misión, seguido de la sumisa hembra y de la cría -meditó.) Imaginó esa familia ubicada en un siglo remoto: una tosca guarida en una cueva, el macho y la hembra en cueros, la cría comida por piojos y pústulas hoy desconocidos, trepando dificultosamente el primer peldaño de la historia humana. Esta imagen del origen del hombre la movía a risa. Era su desquite.


Neida, la maldita, la irresponsable Neida no vendrá -se dijo. Atisbó hacia el tercer piso torciendo el cuello por la ventanilla del auto hacia afuera: allí estaban las begonias, los geranios, la jaula con el canario que nunca canta, todo lo que resultaba familiar a su figura. Pero no vio la fina mano posada en la baranda, ni el dorado cabello reflejando el sol de la tarde. Encendió el motor y arrancó calle arriba. Al infierno si no quiso venir, se dijo.


Manejó durante quince minutos por las calles abandonadas. Eran las calles del domingo. Estaba aburrida. La radio sólo le ofrecía sermones religiosos. Se dirigió a las afueras de la ciudad.


II


Vio el letrero (LUGO’S) y se detuvo. Estacionó su automóvil cerca de la entrada y entró al establecimiento. En el patio interior danzaban lentamente unas parejas. Se sentó a una de las mesitas y pidió una bebida. Era su rutina. De casa de Neida al Country Club y de ahí al infierno. Afuera, los automóviles pasaban rugiendo por la ancha carretera de cemento.


Sospechó que tendría visita. Unos hombres la miraban moviendo los labios. Exactamente lo de siempre. Dos vientres abultados pasaron rozándose ante su nariz, movidos por la ligera música del gramófono, bajo el revuelo de hojas arrancadas por la incipiente brisa veraniega. El árbol de mango se elevaba en medio de la plazoleta, una plazoleta resquebrajada y llena de hojarasca. A la gente, a la estúpida gente le gusta la naturaleza, meditó. Neida con sus geranios y su canario machorro. El amor a la naturaleza, al orden, a la perfección…


-¿Bailamos, señorita?


Se sintió incómoda. Era como si le acreditaran un acto heroico que no le pertenecía, como si efectivamente hubiera habido una terrible equivocación al dirigirse a ella y condecorarla con las palabras. Pero tenía que participar de la farsa.


-Gracias. Espero a alguien.


No dio importancia al gesto del hombre. Ya no la alcanzaban. Estaba sola en el fondo de una soledad sin nombre, sin esperanzas de salir alguna vez hacia un mundo cálido y deseado, el mundo de los otros.


Desde una mesa, cuatro hombres la miraban y sonreían. Pensó que la habían descubierto. Se levantó y fue hasta el salón de las damas. El letrerito le despertó la amarga sensación de ilegitimidad que la abrumaba siempre que debía enfrentarse a sí misma. Se empolvó la nariz descuidadamente, ojeó su cuerpo seco y anguloso, se arregló distraída el severo cuello de anchas solapas, abotonado casi hasta la asfixia, y salió nuevamente a la plazoleta de baile. Sentía un ligero dolor de cabeza. Vas a tener problemas a la noche, se dijo. Tendrás que tomar por centésima vez ese maldito sedante.


Un matrimonio joven y dos niños ocuparon la mesa de al lado. Otra vez la imagen del matrimonio feliz, pensó. Los niños, como si hubiesen estado esperando el instante en que sus padres apoyaran los codos sobre la mesa, irrumpieron en el salón de baile, saltando, interrumpiendo en ocasiones a los bailadores. No los quiso mirar. Los odiaba. Temía que se le acercaran con sus latentes amenazas. Frente a ellos siempre estaría desarmada. Cada niño encubría el embrión de un enemigo: mientras mantuvieran su inocencia, no había por qué temer al peligro escondido en cada uno; pero sabía que con el correr del tiempo el conocimiento de la desgracia ajena les daría suficientes armas para la maldad. Había que esperar a que el germen creciera y se manifestara para entonces atacarlo debidamente. Entretanto, no tendría razones suficientes para demostrar su odio.


-¿Bailamos?


Hubiera golpeado aquella mano de dedos tabacosos extendida ante sus ojos, pero en cambio alzó la cara y movió negativamente la cabeza. Los niños la rozaron con su juego.


-Cuidado, pueden darse un golpe -dijo con disimulada furia (tuvo que decirlo, tuvo que aceptar que dos chicos jugaban frente a su mesa y que cuatro ojos paternales la observaban llenos de orgullo y estudiando en ella una posible reacción).


Pegó los labios a su vaso y sorbió con lentitud el gintonic. Adivinaba un sordo movimiento subterráneo, manos y rodillas acariciadas debajo de las mesas; un rumorante mundo de palabras íntimas y pasos bailados. Vio, sin proponérselo, al grupo de hombres que la vigilaban desde una mesa. Había aprendido a esquivar con éxito esa clase de mirada. Siempre que observaba a un hombre con detenimiento advertía su pronta petulancia, su inmediata preparación para el combate. El primitivo cazador, orgulloso y sobreposeído por sus dotes: el oscuro origen de la primacía y la actual petulancia masculina, meditó. Tendrás que quedarte recluida en casa. Tendrás que huir antes de que te encierren como a un animal extraño.


La camarera le trajo otro vaso de bebida. La miró un momento.


-¿Qué le pasó a tu prima?


-Se fue. No quiere trabajar más aquí.


-¿Dónde trabaja ahora?


-No lo sé. Dijo que se iba a casar.


-¿Sí?


-Sí. Ella dijo eso.


-¿Y tú, cuándo te casas?


-¡Cristiana!


-Todas las mujeres ambicionan casarse. ¿No te gustaría a ti?


-Claro. Pero los hombres son tan difíciles de entender que a veces es preferible quedarse soltera.


-Sí, algunas mujeres preferimos quedarnos solteras.


-¿Usted es soltera?


-Desde luego. Tengo mala suerte.


-No diga eso -dijo la chica-. La suerte la hace una misma.


-Es verdad. Yo misma he hecho mi mala suerte. Pero no me arrepiento. Y prefiero salir con amigas, no con hombres. Las amigas somos más sinceras.


Sorbió el brebaje mirando de reojo el cuerpo enjuto de la muchacha, los tirantes que le prestaban un aire absurdamente infantil, el talle alto, ridículo. Sin embargo, estaba formada exactamente igual que las demás.


-¿Y usted, espera a alguien?


La pregunta de la muchacha era inútil, pero el ritual debía ser ejecutado en su más mínimo detalle.


-Vine a tomar el fresco. No hay mucho que hacer los domingos por la tarde. ¿Por qué no te sientas un momentito?


-Ahora no puedo. Usted comprenderá, el trabajo.


No, no era sólo el trabajo, pensó mientras sonreía amablemente a la muchacha. Las curiosidades (ella era una curiosidad, estaba segura de eso) interesan a las personas, pero no tanto como para acercárseles peligrosamente. Sólo sirven para ser observadas desde lejos, desde la seguridad de un balcón, o a través de un espeso cristal, o desde un enrejado de zoológico.


La camarera le devolvió la sonrisa y se fue a atender a otros clientes.


-Estoy segura de que Dios Nuestro Señor no permitirá que nuestros hijos vayan a otra guerra -gritaba una mujer de mediana edad en una mesa cercana.


-Las guerras son fenómenos que pertenecen a los hombres -graznó el vejete que estaba a su lado-. Ellos saben cómo sacarles buen partido.


-Tú te olvidas de Dios -chilló la rubia mujerona, pegando los labios al vaso de cerveza-; tú te olvidas de Él, y todos nos olvidamos y ahí está el resultado, las muertes, mi marido muerto en la guerra.


-Eso estuvo bien -dijo el vejete-. Si no hubiera sido por eso, no estaríamos juntos disfrutando esta hermosa tarde.


-¡No hables de mi difunto marido! -sollozó la mujer, apresurándose a ingerir un largo sorbo-. Por lo menos respeta su memoria, ya que no respetas a su pobre viuda.


-Dios lo tendrá en su regazo.


-Eso es lo único que me tranquiliza, Liborio. Sírvete otro trago.


Si es verdad que Dios existe, pensó ella, debe ser lo más sadista que conoce la humanidad.


Los niños, después de corretear un largo rato por entre las mesas, regresaron jeremiqueando donde sus padres.


-Yo se los decía -gruñía la madre-. Encima de eso debiera darles una paliza.


-¡Agustina, Agustina! -intervenía el hombre.


La camarera la observaba desde el fondo del salón. Ella le hizo una discreta señal con la mano. Es ridícula, pensó, ridícula. La muchacha le sonrió y caminó hacia la barra. (La mujer de los primeros siglos, sin espejos, sin almizcle, sin Revlon… ahora los afeites, los tirantes, el rouge, la absurda estrategia.)


La camarera puso la cuenta sobre la mesa.


-¿A qué hora sales?


-A las doce, a la una, depende de los clientes. ¿Por qué?


-Por nada. Pensé que podría venir a charlar un rato. Podríamos dar un paseo; no te imaginas lo sola que me siento.


La muchacha limpió la mesa, cobró, luego dijo:


-Lo siento de veras. Será otro día.


-¿Pero por qué? Yo tengo un carro, te puedo llevar a tu casa. Tú y yo nos podríamos llevar muy bien.


-Venga otro día. Hoy viene a buscarme un amigo.


Estaba mintiendo, pero se vio obligada a sonreírle. Ridícula, pensó envuelta en una súbita llama de rabia, ningún hombre se preocuparía por tu asqueroso cuerpo. Bebió un sorbo más. Las parejas bailaban en alegre torbellino, bajo la fresca brisa del anochecer. Es hora de que te largues, se dijo; no vale la pena gastar el tiempo entre esta basura.


III


Su departamento estaba ubicado en un quinto piso, frente a la avenida central del elegante suburbio capitalino.


Entró al amplio dormitorio y encendió la luz. Se contempló en el espejo. Te estás poniendo vieja, murmuró; te estás poniendo vieja sin haber logrado nada de la vida, sin haber sido ni siquiera un poco sincera. La imagen de Neida apareció en su memoria: sonriente, juguetona, un poco inocente ante sus palabras, burlándose de sus continuas lecturas, de las reproducciones de pintura moderna, pero seria, intolerante cuando llegaban los momentos íntimos, incapaz de ceder ante sus impulsos.


Levantó el auricular y marcó un número. Contuvo el aliento mientras hablaba:


-… sí, soy yo… ¿está Neida?


Mientras escuchaba la respuesta, le llegaba el ruido acolchado por la altura, de voces humanas y de bocinazos. A esa hora la ciudad entera empezaba a hervir llena de vida. Neida tal vez estaría perdida en ese tumulto. Tenía los ojos fijos en la primorosa reproducción de un Modigliani: una mujer en tonos ocres y rojizos, con un largo cuello estilizado. La copia fue comprada en Macy’s el invierno pasado, luego de la visita al Museo de Arte Moderno, después de las largas charlas sobre Arte y Personalidad Contemporáneos. Neida se había reído mucho de ese cuadro, y se había dejado caer sobe el canapé descuidadamente mostrando una blanca rodilla. Esa noche ella descubrió la furia con que Neida subrayaba sus negativas. Y el cuadro quedó allí, testigo mudo e inútil de otra noche perdida.


-… sí… muchas gracias, cuando regrese le dice que la llamé, gracias…


Colgó el auricular de un golpe. Miró hacia la ventana, cerca de la cual colgaba un grabado de Rafael Tufino. Un grupo de hombres desyerbando, trazados con vigorosas líneas. Esa puede ser la felicidad, meditó; en esos brazos nudosos y en esos rostros contraídos por la miseria hay un serio compromiso con la vida, una sinceridad de propósitos que tú, la scholar, la humanista, nunca has tenido.


Escuchó el creciente rumor nocturno. Domingo en la noche. Las parejas enamoradas bailaban bajo la luna, o hablaban en su particular jerga en los automóviles estratégicamente estacionados. El mundo, ese brillante mundo poblado de ruidos y luces fluorescentes se le desplomaba encima. Los cinematógrafos estaban repletos de jóvenes parejas, de jadeos; dedos ciegos como el instinto se sumergían en un mar de enaguas almidonadas. No quería pensar en la honradez del campo -representada en cierto sentido, en parte, por el grabado junto a la ventana- en la honradez amatoria del campo, en las orillas de los ríos, en el cálido abandono de los bosques, en los anónimos jergones primitivos donde el amor es más puro y menos dialéctico. El mundo seguía su curso, el curso normal, trazado por algún asesino. El rumor subía por la ventana: voces de hombres, de mujeres, risas, risas que golpeaban el centro mismo de su existencia.


Se asomó a la ventana. Vislumbró las siluetas en trajes de noche, los abrigos, la alegría, los descotes, el constante bullicioso fluir humano por la puerta del Casino. Casi podía adivinar la blancura de los dientes, la suavidad innominable de los cuellos femeninos, el concienzudo acicalamiento general, las espantosas manos de los hombres.


Sacó la cabeza ventana afuera. La brisa caliente, bochornosa, que pesaba sobre el ruidoso tráfago de la ciudad, le produjo vértigo. Escupió hacia la noche, hacia la humanidad, hacia aquella multitud de seres altivos y bárbaramente normales que la asediaban con el alarde de la felicidad. Escupió una, dos, tres veces, hasta que sintió que el llanto, un llanto duro que se negaba a humedecer su rostro, se cuajaba bajo sus párpados.





Ilustración Félix Beristain

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...