6
Natacha lo
cubrió con la manta que uno de los hombres le había traído. Lo abrazó,
frotándole los hombros que temblaban, creyendo ella que por causa del frío,
pero el sol de enero era intenso y se reflejaba despiadadamente sobre el río
revuelto. Todavía se veían algunos yacarés buscando algún resto del cuerpo, y
la sangre se estaba diluyendo rápidamente. Ella miraba el agua, pero aún no
podía angustiarse por Ariel, Manuel lo necesitaba. Ese hombre que había salido
corriendo desnudo para alcanzar al chico parecía necesitarla más que nunca.
Manuel lloraba, intentando taparse la
cara con las manos, siempre temblando y sollozando con un gemido agudo que se
fue enronqueciendo a medida que la garganta se lastimaba. Natacha le decía que
se calmara, que por favor se tranquilizara porque se iba a enfermar nuevamente.
Pero Manuel se dejó caer de rodillas y logró al fin taparse la cara con las
manos fuertemente, tanto que ella no logró apartarlas ni atisbar la expresión
en el rostro. La manta se deslizó por la espalda y ella volvió a acomodarla.
-Vamos, querido, vamos adentro…-le decía
suavemente, para que sólo él la escuchara. Miró de reojo a los demás, temiendo
por un instante revelar algún signo de debilidad, porque estaba acostumbrada a
manifestar su fuerza de una manera muy distinta. Creyó descubrir en los otros
un cruce de miradas confundidas.
Julio se acercó a y empezó a hablar a
Manuel. Entre ella y Julio lo levantaron, ayudándolo de los brazos y sosteniéndolo
por los hombros y la cintura. Los tres caminaron hacia el camarote. La luz del
sol iluminó entonces la cara de Manuel, y entonces ella vio esa extraña expresión
que no era angustia ni dolor, sino pleno terror. Cuando entraron, vio la sangre en la cama y en
el piso, y vio el hacha.
Ella
se detuvo, los hombres dieron un paso más y la miraron. Manuel sabía lo que
ella estaba viendo, y el viejo Julio adivinó todo de inmediato. Manuel estaba
ahora en sus manos, sólo él podría protegerlo de la ira de Natacha.
Ella
corrió hacia la mano muerta de Ariel, caída en el piso junto a la cama. Al
principio no gritó ni lloró. Agarró la mano entre las suyas y apoyó la palma
muerta sobre su mejilla derecha. Ahora sí lloraba y sonreía. Tenía los ojos
abiertos mirando al vacío. Luego alzó la mirada hacia el crucifijo en la pared.
Estaba de rodillas, y así se desplazó hasta ubicarse a sus pies. Se dio vuelta,
viendo cómo Manuel era acostado en la cama manchada, con las sábanas revueltas
y sudadas. Se desplazó, siempre de rodillas hacia la cama.
-Señora, por favor…-dijo Julio, intentando
ayudarla a levantarse. Ella sacudió los brazos para defenderse, mirándolo con
encono. Cuando llegó a la cama, olió las sábanas, y su cara se transformó en
una especie de calidoscopio de expresiones que fueron sucediéndose hasta
confundirse unas con otras, pero todas llevaban el sello inconfundible de los
mártires, cuyas imágenes había estudiado a lo largo de su vida en las iglesias
de Varsovia y en Buenos Aires. Máscaras de porcelana, de cerámica o de madera, donde
la piel agrietada de las mejillas se cuarteaba en infinitos fragmentos
diminutos conteniendo cada uno la esencia del mártir. Los ojos abiertos mirando
hacia un punto incierto del cielo, la mirada acongojada, melancólica, y sobre
todo piadosa. Las manos de los mártires juntas o separadas en actitud de rezo,
los dedos a veces trisados, y en ocasiones faltaba, también, una mano.
El rostro de Natacha adquirió entonces el
semblante de la piedad, como la de aquellas vírgenes cubiertas de un manto
negro y una corona de espinas, con lágrimas de sangre en las mejillas. El olor
de Ariel en las sábanas era lo único que le quedaba de su hijo, por eso puso la
mano muerta sobre la cama. Se levantó apoyándose en el colchón, y rechazando la
ayuda de Julio. Comenzó a recoger los bordes de la sábana y envolvió con ella
la mano del chico. Cuando ya era un bulto, lo abrazó contra el pecho y apretó
la cara sobre la tela.
Manuel estaba tirado en la cama,
reteniendo el llanto o cualquier ruido que llamase la atención de ella. No se
atrevía a mirarla, ni siquiera sabía cómo evitar abrir los ojos, porque cada
vez que los cerraba veía la cara de Ariel en el instante justo de bajar el
hacha. Entonces supo que ella lo estaba mirando, y como si lo llamara, él
levantó la vista hacia Natacha.
Ella estaba al pie de la cama, con la
sábana arrollada apretada fuertemente contra el pecho, y parecía la viva imagen
de la Virgen de los Dolores. Pero a pesar de la máscara piadosa que se
regocijaba en imponerse, había en sus ojos un remolino de viento turbio que
nacía del centro del iris, creciendo como un espiral que arrastrara hojas y
tierra. No había expresión en la mirada de Natacha porque estaban enturbiados
por la suciedad de lo que estaba pensando.
El olor de Ariel estaba todavía en esa
cama, lo mismo que algunos de sus lápices dispersos por el piso. Manuel sintió
el aleteo que otras veces había escuchado. ¿Venía de ella, de sus ojos, del
remolino que dispersaba suciedad? Sintió, por un instante, el olor de la selva
llena de árboles que se sacudían por impulso del viento, y todos los pájaros
levantaban vuelo. Y no era de día, sino una noche oscura donde los murciélagos
iban de rama en rama.
En
esa habitación era de noche, pero afuera la mañana era espléndida en
resplandor. Adentro el ruido del viento y el aleteo eran inmensos, chocando
contra las paredes con cuerpos invisibles quo que despedían el aroma acre de
las heces. Intentó levantarse, pero no hizo más que arrodillarse sobre la cama
y juntar las manos en un rezo dirigido a ella, la nueva Virgen de los Dolores,
cuyas lágrimas eran de barro.
Sintió
los brazos de Julio intentando acostarlo, pero él se resistió, pidiendo perdón,
aunque se hubiese propuesto no decir nada, porque sabía que toda palabra de su
parte no sería más que un nuevo insulto. Y cuando la vio tan tranquila,
observándolo con una indulgencia que tenía todo el entramado de lo artificioso,
volvió a taparse la cara con las manos, rezando un Padrenuestro. Cuando estaba
por la mitad, una mano de Natacha le tocó la cabeza, como bendiciéndolo, y
Manuel levantó la vista mientras decía: “…como nosotros perdonamos a quienes
nos ofenden…”, pero no alcanzó a decir “amén”.
La
mano no era de Natacha.
Ella había desenvuelto la mano muerta y
la había apoyado sobre su cabeza.
Durante todo el día el barco no se movió.
Los hombres daban vueltas por cubierta, algunos esperando órdenes, otros
bebían, y para la noche ya estaban borrachos. Habían visto a Natacha salir del
camarote de Manuel con una sábana enrollada y manchada con sangre, con la
cabeza baja, y hasta alguno creyó ver que caminaba por el pasillo hacia su
habitación besando la sábana. Otros contaban que Manuel estaba en la cama desde
el mediodía, con fiebre.
Durante la tarde lo escucharon gritar, y
cuando alguno golpeaba la puerta para preguntar, o simplemente para esperar
órdenes, Julio abría la puerta y los miraba con desprecio.
- ¿Qué
quieren? - preguntaba. El que había golpeado intentaba ver el interior del
camarote, pero sólo veía una luz junto a la cama. Manuel estaba acostado, dando
vueltas, deshaciéndose de las frazadas y las sábanas, sudando y gimiendo. Se
sacudía el pelo constantemente.
- ¿Hay algo que podamos hacer?
Otros
dos hombres estaban detrás junto a la puerta, también atisbando lo que pasaba
adentro.
-Nada,
sólo esperen y hagan su trabajo de siempre.
- Pero ¿cuándo volverá el capitán…?
- ¡Y
yo qué sé! - dijo Julio, y cerró golpeando la puerta.
Volvió junto a la cama, se sentó en la silla
en la que había pasado toda la tarde. Limpiaba el sudor del enfermo, volvía a
taparlo cada vez que se destapaba, e intentaba, también, que no se lastimara.
Manuel sacudía los brazos y se golpeaba la cara, pero siempre con los ojos
cerrados, como si intentara sacarse algo de la cabeza y no coordinara los
movimientos. Ya lo había visto enfermo pocas semanas antes, pero ahora era
peor, y en ambas oportunidades había sido después del contacto con Natacha. La
primera vez, al saludarse, había visto el estremecimiento de él, por más que
luego ella se hubiese dedicado a cuidarlo; y luego ahora, cuando después de que
ella retirara y envolviera de nuevo la mano muerta con la sábana, él perdió el
conocimiento, y desde entonces no había hecho más que tener pesadillas, gritar
y sudar.
Lo hizo beber tanta agua como pudo,
sujetándole la espalda contra la pared, abriéndole la boca con una mano y
dándole de beber con la otra. Manuel se sacudía y volcaba casi todo el líquido.
No soportaba ninguna tela encima, la piel le ardía y sólo toleraba los paños
fríos que Julio había cortado con una vieja camisa de seda del capitán Mendoza.
Julio
sabía lo que le pasaba. No era una enfermedad del cuerpo, sino que el alma que se
estaba devorando a sí misma. ¿Estaba el alma en algún sitio de la mente? ¿Qué
era la mente, sólo el espacio ocupado por el volumen del cráneo, o involucraba
toda la funcionalidad de un hombre, su cuerpo y su conciencia? Había leído
mucho sobre eso cuando era estudiante, pero luego el cuerpo y sus enfermedades
ocuparon todo el tiempo de sus manos de cirujano. Demasiado para soportarlo, y
por eso se convirtió en un borracho inútil que sólo servía para tratar a las
putas cuando estaba en tierra, y cuando se hubo cansado de ellas, sólo sirvió
para corregir los huesos rotos de los marineros y coser sus heridas. Únicamente
Mendoza había confiado en él, lo mismo que hizo con Tomasa, la vieja esclava.
Mendoza reunía los deshechos: hombres y mujeres que habrían muerto de hambre en
alguna pocilga de pueblo, reunidos en un barco que también era viejo y
declarado inservible hasta que él lo rescató del astillero en que estaba abandonado.
Julio no abandonaría al enfermo, porque
Manuel era un huésped del hombre que lo había rescatado de entre las ratas. Eso
era él cuando Mendoza lo encontró en Paraná, un mendigo que había sido médico
cirujano alguna vez, tirado entre botellas y con ratas dando vueltas por toda
la habitación que debió haber sido su nicho mortuorio. Julio Ruiz, médico
cirujano graduado con honores en La Sorbona y único alumno extranjero que
Charcot había aceptado en La Salpetrierre, había olvidado la mitad de lo
aprendido cuando fue nombrado médico de a bordo y segundo al mando de un barco
que había pertenecido a la flota de Napoleón. ¿Qué significaba todo ese rescate
del pasado en que Mendoza se había esmerado? Como si quisiese rescatar su
propio abolengo ya muerto para siempre. Y a ese teatro había llevado una esposa
tan extranjera como extraña, y un hijo que, por más que cualquiera intentase
desmentirlo, no era suyo.
Pero cuando Julio Ruiz usó otra vez sus
manos, se dio cuenta que ellas recordaban lo que habían tocado: cuerpos muertos
y vivos, pústulas y sangre, huesos y carne herida. Habían hecho callar muchos
gritos y sentido mordeduras, habían sufrido como sus ojos tras horas buscando
en el interior de los cuerpos las causas de la muerte. Y en ese trabajo
recuperó la confianza en sí mismo.
Por eso no abandonaría a Manuel, por más
que hubiese hecho lo que hizo. No era él quien, para juzgarlo, para esa tarea
estaba la esposa del capitán.
*
Natacha salió
del camarote y caminó por el pasillo con la cabeza gacha. Sus labios tocaban la
sábana enrollada. El pelo estaba atado pero varios mechones se habían soltado y
le tapaban parte de la cara. El vestido negro estaba sucio y desgarrado en un
sector bajo de la falda. Mientras caminaba, casi sin mirar adelante, porque
parecía tener los párpados cerrados, la tela rota se arrastraba por el piso de
madera recogiendo polvo y sombra. La misma figura de Natacha era como una
sombra que se desplazara dentro de otra sombra que era el interior del pasillo,
oculto al sol del mediodía. Sólo era evidente su silueta por el leve resplandor
opaco que era la sábana sostenida contra su cuerpo como si fuese una reliquia.
Eso era ahora la mano de Ariel.
Entró a su habitación, cerró la puerta y
se sentó en la cama. Aflojó los brazos y puso la sábana sobre su falda. La
desenvolvió lentamente, pero la sábana era grande y la mano cayó al piso.
Natacha dio un grito gutural, muy bajo, un lamento en realidad. La levantó y la
llevó hasta el mueble donde estaban las imágenes de santos y de vírgenes, justo
bajo el crucifijo que colgaba en la pared. Corrió con cuidado las figuras de
barro y cerámica que había conseguido en Santa Fe y en Buenos Aires. Algunas
eran hechas por los indios, pero a ella se las había traído Máximo, porque él
sabía cómo le gustaban. Era lo único que habían compartido con su marido,
momentos de paz en los que ella, aun sabiendo que él lo hacía para conformarla,
los aceptaba como una comunión entra ambos. El resto del tiempo habían sido
discusiones y silencio, y éste resultaba lo más hiriente de su matrimonio.
Apoyó la mano muerta, manchada de sangre,
que nunca lavaría, sobre el mueble, y vio la estatuilla de porcelana que había
traído de Varsovia. Era una imagen de la virgen de Czestochowa, la virgen negra
que señala el camino de cada uno. Y por eso fue casi lo único que pudo rescatar
de su casa de Polonia y traerla a América cuando se casó con Máximo. La
simbología podía ser controvertida, se dijo muchas veces, mientras tomaba la
figurilla entre sus manos y la palpaba, pero de algún modo le había marcado el
camino hacia esta tierra que tanto aborrecía, pero que se había empecinado en
amar porque sus habitantes se parecían tanto a la Virgen. El mismo color
cetrino de la piel era más que un símbolo, era una evidencia de que ella,
Natacha Krakovsky, debía estar allí, en una tierra de selva y río, entre
hombres y mujeres incultos que no sabían más que cazar y procrearse. Una tierra
donde las ciudades eran una pésima imitación de Europa y donde los más
civilizados eran únicamente capaces de escribir panfletos y malos versos. Allí
había nacido Ariel, rubio y con una piel tan blanca como la leche. Se había
dicho a sí misma, cuando lo vio en la cuna junto a su cama el día que nació,
que era como un ángel. Así lo habían dicho también los peones y las sirvientas
que trabajaban en la chacra de Santa Fe.
Y la mano blanca, más pálida ahora que
nunca, a pesar de la suciedad, posó desde entonces en ese mueble para que ella
pudiese rezarle, y colocó la imagen de la virgen a su lado. Se arrodilló y
juntó las manos, pero como estaba muy cansada las apoyó en el borde del mueble
y recostó su cabeza sobre ellas. Creyó dormirse, pero no importaba, porque así
le era más fácil recordar la casa de Varsovia donde vivía con su padre.
El
viejo Alexei Krakovsky era un hombre hermoso, así siempre lo vio ella, por
además todos lo decían en la ciudad, la institutriz que la cuidaba, las señoras
que venían a visitarlo en las veladas de los sábados. Natacha tenía quince años
cuando comenzó a presidir esas veladas que transcurrían en la planta alta de la
casa de Varsovia durante el invierno, y en la quinta en las afueras durante el
verano. Fue en esa época cuando comenzaron las revueltas de los cosacos, y ella
había escuchado, entre el rumor de los vestidos y la música del violín y el sello
que armonizaban esas tardes, las protestas en voz baja y las malas caras de los
hombres que formaban el círculo alrededor de su padre. Pero él había decidido no hacerles caso a
esas revueltas, al fin y al cabo, siempre había habido y habría revoluciones
porque el pueblo polaco nunca estuvo conforme con nada, y su familia y su
patrimonio siempre habían sobrevivido. Con eso terminaba su argumento, y ya
ninguno de los otros se animaba a contradecirlo, por más que pusieran malas
caras. Por eso, las veladas siempre terminaban bien, con ellos dos parados
junto a la puerta y despidiendo a cada uno de sus invitados, como marido y
mujer. Eso llegaron a ser en el concepto superficial que los demás es formaban
de ellos. “Alexei y su mujer…”, decían las mujeres, y pronto se rectificaban
con una sonrisa que demostraba todo menos benevolencia: “Alexei y su hija.”
Natacha había llegado a ocupar, a sus
quince años, el puesto que su madre habría debido cumplir en esas veladas de
sociedad, si no hubiese muerto cinco años después de que ella nació. Ahora que
era grande, poco recordaba de su madre, sólo algunos tonos de su voz cuando le
cantaba canciones de cuna, o el olor del pelo cuando se abrazaban. Ni siquiera
recordaba su cara con claridad. Todo lo que sabía de ella se lo había contado
su padre, y la nodriza que la había cuidado desde su muerte. “Era una mujer débil”,
dijo el padre. “Era una muñeca a la que le gustaba jugar con muñecas”, dijo la
nodriza. Natacha nunca preguntó más, porque no lo necesitaba. Ella era la
señora de la casa, y aunque oficialmente ocupara ese puesto al cumplir los
quince, ya desde siempre había sido la dueña. Los sirvientes se esmeraban en
cuidarla, y ella sabía que su padre estaba detrás de todas aquellas atenciones.
Recordaba, sí, que ella dormía con su
madre todas las noches. Y haciendo memoria, a veces creía acordarse de verla en
vela, mirando el vacío en la oscuridad del cuarto, a veces temblando, a veces
hablando sola, o tarareando una melodía. Cuando ella murió, esa noche la
dejaron sola en la habitación que le habían dado desde su nacimiento, donde
jugaba y recibía lecciones, pero en la que prácticamente no había dormido.
Tenía cinco años, eso le habían dicho,
pero siempre pudo recordar con certeza el momento en que la nodriza apagó la
luz y cerró la puerta. La sensación de soledad fue tan intensa, que más bien
fue como caerse al vacío. Apoyó la cabeza en la almohada, y sintió hundirse
mientras sus brazos intentaban agarrase a algo que no existía. Y cuando el
vértigo se detuvo, sólo porque se esforzó en abrir los ojos, gritó y lloró
llamado a su padre. La sirvienta llegó primero e intentó consolarla, pero fue
cuando Alexei apareció en la puerta con el pelo rubio revuelto, el torso
desnudo y en calzoncillos largos, cuando ella lo vio y lo llamó.
El padre la levantó en brazos y la llevó a
su habitación. Casi no tenía memoria de lo que pasó esa noche, se había dormido
inmediatamente en que la apoyó en la cama y la cubrió con la manta. Al
despertar, su padre no estaba, pero sentía la calidez de su cuerpo aún en las
sábanas. Miró la habitación, tan diferente al cuarto de su madre. Las paredes
tenían un revestimiento de colores oscuros y formas geométricas. Junto al
ventanal, había un escritorio lleno de papeles y carpetas, un tintero y una
lámpara. En las paredes muchos libros en estantes altos y extensos. Un sillón
estaba junto a una mesita de noche. El aspecto era sobrio, aunque no lo pensó
de esta manera en ese momento, sin embargo, le agradó. Todo en ese cuarto no
mostraba más que una sensación de seguridad: la luz entraba de la forma
adecuada iluminando los libros y el escritorio, la cama estaba muy cerca y sin
embargo no distorsionaba la idea del estudio y el pensamiento. De algún modo,
ya en ese entonces sabía lo que descubrió mucho después, cuando supo leer y
comenzó a explorar esos libros, subiéndose a una silla, sacándolos de los
estantes y hojéandolos primero, luego leyendo las primeras páginas, y después,
ya sentada en el suelo, pasando una tras otra hasta el final.
Pero aquellos que la extasiaban
especialmente eran los que tenían figuras de santos y de vírgenes. En su
exploración se había encontrado con libros de botánica, de astronomía, de
zoología. Todos abundaban en incontables ilustraciones, pero ni siquiera las
figuras de los animales exóticos atrajeron su atención demasiado tiempo. Una y
otra vez volvía a los libros religiosos. No a la biblia, sino a los santorales
y a las vidas de los santos. Leyó a San Agustín y a Santo Tomás, en
traducciones o en latín, porque así su padre se lo había permitido. Pero lo que
la atraían eran las historias de los mártires. Leía una y otra vez los
encarcelamientos y las flagelaciones, las muertes en las hogueras o los
desmembramientos, y buscaba con ansia las ilustraciones en las siguientes
páginas, y cuando no las encontraba, apartaba la vista al vacío sobre el libro,
y las imaginaba.
La nodriza y la institutriz querían
convencerla de que saliera al parque y jugara con otros niños, pero por más que
intentara obedecerlas, regresaba a la habitación cuando ya nadie la vigilaba.
Le contaban al padre lo que pasaba, y él iba a verla. Se sentaba a su lado en
el suelo, le quitaba el libro de las manos, sin brusquedad, y lo cerraba
marcando la página pendiente con una pluma o simplemente con un trozo de tela,
porque eso era lo que hacía con sus propios libros.
-Lo bueno de los libros, Nati, es que no
se ofenden si los haces esperar, y siempre estarán aquí.
La
abrazaba fuerte, eso lo recordaba tan bien porque hubo ocasiones en que se
sintió tan oprimida que no podía respirar, pero era solamente una idea tonta,
porque en realidad lo que se sentía en esos instantes era lo que más tarde
llamó éxtasis. La palabra la había encontrado en un santoral que describía las
flagelaciones de algunos santos como momentos de éxtasis espiritual. El cuerpo
en comunión con el espíritu, esos eran los momentos en que Dios y los hombres
eran uno solo, y por eso Jesús había sufrido tales tormentos.
Sí, su padre era como una deidad: fuerte,
de piel cálida y bello como un dios escandinavo. Y ella en tales momentos,
cuando se sentía abrazado hasta el punto en que su corazón se aceleraba y el
miedo crecía, experimentaba lo más cercano que podía a lo que los santos habían
sentido: el éxtasis de la muerte cercana, y luego el alivio, que era casi una
resignación.
Durante los siguientes diez años siguió
durmiendo en la cama del padre. Su propio cuarto se había convertido en una
especie de estudio al que hizo llevar algunos libros de Alexei y otros que sus
amigos le regalaban. Tenía pocos, porque las niñas de su edad la evadían al
consideraba extraña. Pero esta misma sensación excitaba la curiosidad de los
muchachos, que veían en ella una especie de amigo con el cual podían hablar de
cosas serias y a la vez podían hacer juegos de palabras que rondaban lo sensual.
Cuando iban a visitarla a su cuarto, nadie se los impedía, y ni la culpa ni los
resquemores brotaban entre ellos. La cama estaba siempre tendida, contra una
pared, y ellos conversaban, y hasta a veces bailaban alrededor de la mesa de
escritorio, al ritmo de una flauta que alguno siempre traía y tocaba.
Las mujeres de la casa veían con malos
ojos la costumbre de dormir en la cama del padre, pero pocas veces se animaron
a decirlo. Alexei se reía de ellas, y mirando a Natacha, ambos se sonreían de
la ingenuidad de las otras.
Una
mañana Natacha se despertó asustada. La sensación de hundirse que había tenido
la noche después que murió su madre, había vuelto esa madrugada. Cuando abrió
los ojos, Alexei estaba de espaldas. Contempló la piel de su padre, y extendió
una mano para tocarlo, y entonces vio que tenía la palma manchada de sangre.
Separó las sábanas y contempló las manchas rojas sobre las sábanas. Entonces
lloró, porque había aprendido a no gritar ni quejarse innecesariamente. Alexei
se dio vuelta, y supo lo que estaba pasando.
Durante todo el día permaneció en su propia
habitación. Escuchaba los pasos de las mujeres delante de la puerta. A veces
golpeaban y preguntaban algo. Cuando llegó la hora de la cena, su padre entró.
Ella estaba en su sillón, con un libro en las manos. Él se acuclilló a su lado,
y giró la tapa para leer el título: “La circulación de la sangre” por William
Harvey. Él hizo silencio y se sentó en
el apoyabrazos. Su cadera derecha se apoyaba casi sobre el hombro izquierdo de
Natacha, que en ese entonces tenía doce años. Apoyó su mano fuerte sobre la
cabeza de cabello oscuro de su hija. El contraste de tonos resaltó en la
penumbra creciente de la habitación. El dorso de vello rubio de la mano y el
cabello negro de la hija.
Eran un complemento, no una contradicción.
Decidió
no hacerles caso a las mujeres, que lo habían molestado durante todo el día
diciéndolo que la niña ya no debía dormir con su padre. Y como si ella hubiese
leído su pensamiento, oyó su voz clara y serena, pero con un tono de angustia.
-No van a dejarme dormir más en tu cuarto, ¿no
es verdad?
- ¿Qué saben ellas de lo que pasa entre
nosotros? ¿Qué pueden entender? - respondió
él.
Esa noche ella se quedaría ahí, y las
mujeres cerraron la boca durante todo el día siguiente. Pero la habitación era
tan fría y llena de recuerdos diurnos, que no pudo conciliar el sueño. La
habitación bullía en sonidos de música y letras, y las voces de los libros
hablaban al mismo tiempo. Se sentó en la cama, tapándose los oídos, luego los
ojos y otra vez los oídos, y así una y otra vez. Cuando sintió frío se frotó los
brazos, pero no intentó acostarse para cubrirse con las mantas. Estaba tan
acostumbrada al calor humano durante la noche que la soledad de su cama era
todo lo contrario al éxtasis: era el hundirse en un pozo sin fondo. Entonces se
levantó, salió al pasillo y entró en el cuarto de su padre, que siempre había
sido también el suyo. Se sentó en la cama. Él estaba dormido, pero pronto abrió
los ojos y la miró. Su cara sonreía, y su boca decía algo así como “mi niña o
mi pequeña”, pero ella sabía que tal vez lo estaba imaginando. La sombra de la
noche no podía permitirle ver el rostro de su padre, pero sí podía dejarla
sentir la fuerza de su mano al acariciarla, y el olor de su cuerpo que era una
maraña suave de vello rubio. Se acostó a su lado, como siempre, y sintió el
aliento de Alexei, y el roce de la barba en su mejilla. Y por un instante pensó
que se moría, porque todo el peso del mundo estaba sobre ella. Si se había
muerto, nunca lo supo, porque cuando llegó la mañana, Natacha Krakovsky había
vuelto a nacer.
El invierno siguiente al que cumplió
quince años, Natacha tenía casi el aspecto de una señora casada. Quien no la
conociera y la viera pasar casualmente por las calles de Varsovia, pensaría que
era una mujer de tal vez dieciocho o diecinueve años que estuviese buscando en
las tiendas de la Calle Mayor un vestido para su próximo casamiento. Pero ese
invierno, las calles estaban distintas a otros años. La nieve había caído más
precozmente, y una capa sobre otra iba produciendo una espesa capa de hielo sobre
el empedrado. Se hacía difícil caminar, y más porque los chicos y los jóvenes
daban vueltas y corridas, buscando escuchar las noticias que llegaban de las
afueras. Pocas eran las mujeres que se animaban a salir de compras, y menos a
pasear a tal hora de la tarde, cuando estaba por anochecer. Pero precisamente a
esa hora llegaban los carros desde el campo, y los hombres se acercaban para
saber qué novedades había sobre la revolución.
Cuando llegó a casa, en la puerta había
varios hombres. Muchos eran los amigos habituales de su padre, a otros nunca
los había visto. Su llegada interrumpió frases inconexas y palabras que se
hundieron en otras de saludo y reverencia hacia la señorita Natacha que,
pidiendo permiso, se habría paso entre los cuerpos trajeados de aquellos hombres jóvenes y viejos de la
ciudad. Al entrar al recibidor, vio que otros varios estaban conversando,
fumando sus pipas. Volvieron a saludarla, y sintió las miradas puestas en su
espalda mientras siguió caminando hacia el cuarto de su padre. Sabía que allí
él debía estar en reunión con sus amigos más íntimos, conversando seguramente
sobre las últimas noticias. Se paró en la puerta, y no pudo evitar escuchar,
hablaban fuerte, y a veces daban gritos airados, de ira o de impotencia. Podía
hasta imaginar los movimientos de todos ellos, porque los había visto casi
todas las semanas en las veladas de los sábados, y sabía la forma en que
reaccionaban ante una ofensa o simplemente ante una opinión política o sobre la
última obra vista en un teatro.
Los cosacos habían tomado casi todas los
todas las estancias y granjas de la región. Habían matado a los peones y vivían
en las casas, violando a las sirvientas y matando al ganado.
Escuchó la voz de su padre, inflexible,
negándose a partir de Varsovia. Había trabajado toda su vida por lo que tenía,
y no iba a abandonarlo. Los instó a luchar contra la revolución, pero todos ellos
no eran más que hombres de ciudad, y el resto hacendados que nada sabían de
armas. La larga paz y la abundancia en la que habían vivido, escuchó decir a su
padre, los había apoltronado en la comodidad, y ésta se había convertido en
desidia.
- ¡Mi hija tiene más coraje que ustedes!
- dijo.
Natacha
se sobresaltó, mirando alrededor. Los que estaban cerca había escuchado.
Adentro, se hizo el silencio. Seguramente, los que discutían se echaban miradas
cómplices, pero no le contestarían a Alexei Krakovsky. Conocían su
temperamento, y no los sorprendería verlo un día agarrar una escopeta y salir a
la calle a disparar a los cosacos.
Natacha
fue a su habitación. Oyó los pasos y las voces de los hombres hasta muy tarde.
Después de la cena, su vieja nodriza entró para ayudarla a cambiarse para
dormir, y le dio las malas noticias: la estancia de los Krakovsky estaba en
poder de los cosacos. Habían matado a varios hombres y quemado el establo.
Según decían, habitaban la casa, comiendo del ganado que sacrificaban, y
esperando.
- ¿Qué
esperan? -preguntó Natacha.
La
vieja se encogió de hombros, y al salir se topó con Alexei.
-Esperan que el resto del pueblo polaco se
una a ellos-dijo el padre.
- ¿Vendrán a derrocar al rey?- preguntó
ella, pero ya sabía la respuesta.
Durante el siguiente mes, el padre iba y
venía del campo, pero según le dijo, no había podido entrar a sus tierras. Todo
estaba quieto, no se escuchaban tiros ni se veían incendios. Alexei todavía
confiaba en que el ejército se levantara a favor del rey e hiciera guerra a los
cosacos. Pero Natacha había escuchado a los amigos de su padre, que todas las
noches venía y hablaban entre humo de pipa y vasos de vodka, que el ejército
tenía miedo del pueblo.
Apenas llegó el primer día de la
primavera, el deshielo aún no daba señales de haber comenzado. El invierno se
prolongaba, pero las veladas de los sábados no se interrumpieron. Eran la única
familia que continuaba con sus costumbres. La gente de la ciudad criticaba
aquel empecinamiento de Krakovsky. Muchos habían abandonado sus propiedades,
otros aún no se animaban a dejarlo todo. Y en ese primer mes de esa precaria
primavera, las reuniones continuaron haciéndose con algunos pocos cambios. Ya
no había música, pero la comida no faltaba. Había menos mujeres, pero eso a los
hombres les sirvió para explayarse más rústicamente, gesticulando o hablando
con ciertas obscenidades que, a Natacha, anfitriona absoluta ya en esa época,
no le molestaba. Ellos sabían que era una mujer diferente, y habían visto su
mirada complaciente mientras los escuchaba. Soportaba el humo de las pipas y de
los cigarros, incluso toleraba la forma en que algunos, algo ebrios, apoyaban
discretamente una mano sobre un hombro de ella. Natacha hacía como que no se
había dado cuenta, y se apartaba suavemente para no ofenderlo.
Habían llegado algunos extranjeros, y un
sábado le presentaron a un joven alto, de cabello oscuro y rizado, de tez
blanca y ojos casi negros. Venía de América, de Argentina, y se llamaba Máximo
Hurtado de Mendoza. Se saludaron de la mano, y ella notó la fascinación que
había provocado en sus ojos. Mendoza hablaba un francés fluido y así se
comunicaban sin complicaciones. A veces se separaban para conversar con otro
invitado, pero en seguida volvían a reunirse. Krakovsky también estaba atraído
por Mendoza. Lo había tomado de la mano y del hombro para saludarlo
efusivamente. Le agradaba en grado sumo ver a un visitante tan lejano y culto. Él
sabía que las pampas argentinas no eran los sitios salvajes de los que
escuchaba hablar o leía en los periódicos. Mendoza así lo confirmó, pero dijo
que fuera de Buenos Aires, la situación de los pueblos era muy difícil. Los
malones de los indios no daban tregua, y los caudillos levantaban a la
población continuamente.
-Capitán-dijo Krakovsky. -¿Está
describiendo su país o el mío?
Al mes siguiente, comenzó el deshielo. El
cielo permanecía despejado día tras día, y el sol entraba por las ventanas de
la casa ya sin los reflejos asfixiantes sobre la nieve. Natacha seguía
recibiendo a Mendoza los sábados. Él llegaba antes de las veladas y se quedaba
una o dos horas después de que terminaban. Krakaovsky no se oponía a esa
relación, por el contrario, se alegraba de ver al capitán, y lo saludaba con
efusión, abrazándolo, estimulándolo a que fumara en pipa y dejara la actitud
remilgada cuando se trataba de alcohol. Mendoza se sentaba entonces y ambos
conversaban, mientras Natacha los escuchaba, observándolos en aparente paz.
Pero algo le sucedía desde hacía varios días, y aunque presentía el motivo,
algo más evitaba que lo reconociera, dando vueltas su razón por sitios ajenos a
la verdadera explicación. Se levantaba a buscar un plato olvidado o un vaso
nuevo, y al regresar al salón los hombres la veían distraída, dar vueltas
innecesarias alrededor de los sillones, o alimentar el fuego del hogar cuando
ya no era necesario.
- ¿Qué le pasa, Natacha? -preguntó Mendoza. -Parece
uno de mis perros, dando vueltas y vueltas antes de acomodarse.
Krakovsky comenzó a reír. Dejó la pipa y se
acercó a Mendoza para abrazarlo. Natacha se dio cuenta que estaba pasablemente
ebrio, lo mismo que los últimos dos meses. Los acontecimientos lo preocupaban,
y sabía que parte de su patrimonio ya estaba perdido para siempre. Habían escuchado
que el rey iba a abdicar para que el pueblo no se levantara. Pero lo que no
sabe el rey, había dicho Krakovsky, es que al pueblo le gusta matar, y que
antes de construir, le agrada destruir.
Natacha acompañó a su padre a su cuarto,
y volvió al salón donde Mendoza lo aguardaba. Sentados frente a frente en dos
sillones individuales, se inclinaron uno hacia el otro.
-Sé
que la preocupa la situación de su familia, Natacha. Se escuchan rumores muy
alarmantes. Yo quisiera decirle…
Natacha presentía cambios bruscos en su
vida, y tenía miedo. Creía saber lo que le pediría Mendoza, pero pensaba en su
padre y en ella.
-No puedo abandonar a mi padre, menos
ahora, por supuesto.
Mendoza se reclinó en el respaldo,
suspirando.
-No tengo compromisos con mi familia hasta
la Navidad, y puedo esperar-dijo.
Natacha se fue a acostar junto a su padre.
Krakovsky se había dormido vestido. Le sacó las botas y el saco. Le desprendió
los botones de la camisa, y luego se acostó a su lado. No podía abandonarlo, y
menos ahora, como le había dicho a Mendoza. Pero ambos habían entendido
situaciones diferentes. Ella se refería al hijo que había comenzado a vivir.
El
sábado siguiente, casi a medianoche, la reunión se limitaba a ellos tres y dos
amigos de Alexei. La vieja nodriza y la cocinera sordomuda eran las únicas que
permanecían en la casa. Cerca de las doce se escucharon gritos en la calle, que
iban aumentando con rapidez, y las campanas de los bomberos comenzaron a sonar
con estridencia. Natacha escuchó las campanadas de la iglesia, y creyó ser la
única que las había percibido. Corrió a su cuarto y buscó en el último cajón.
Agarró la imagen de la virgen de Czetchowa, la envolvió en un pañuelo y la
escondió bajo su vestido. Escuchó un disparo. Sabía ya que era lo único que
podría llevarse de Polonia, y cuando entró al salón, las caras de los hombres que
habían entrado se lo confirmaron. Había por lo menos una docena de cosacos con
armas de fuego y puñales, vestidos con ropas de invierno, bufandas y gorros raídos.
Gritaban, pero nada se les entendía. Krakovsky y los demás habían sido tirados
al suelo. Natacha buscó a su padre y lo vio boca abajo. Los cosacos agarraron a
Natacha. Mendoza intentaba levantarse, pero no podía. Los otros dos estaban
quietos, tal vez muertos. Los cosacos recorrieron la casa, tirando abajo los
muebles, buscando comida, ropa y dinero. Hallaron todo eso, pero antes de irse,
hicieron dos tiros. Natacha no vio a quien dispararon, la habían atado en una
silla con los ojos tapados. Cuando oyó el silencio en la casa, supo que la
virgen la había ayudado. Así se lo diría a su padre, que tanto la había
reprendido por esa devoción incomprensible para él. Sólo la nodriza compartía
con ella esa costumbre, y había abusado de la ignorancia de la vieja para
hacerlo sin que su padre se enterara. Natacha no había tenido tiempo de rezar,
sólo había tocado la figura, y se sintió recompensada.
- ¡Padre! -gritó a ciegas- ¡Máximo!
Pero nadie le contestó, únicamente las
campanas de la iglesia cercana que seguían llamando. A quiénes: ¿al pueblo o
las víctimas del pueblo? Pero Jesús había sido uno más del pueblo, no podía
estar contra ellos. Se dijo que si en la oscuridad no había nada: ni casa, ni
vestidos, ni riqueza, y que aún continuaba viva la devoción y el sentimiento, y
sobre todo el hijo que ella estaba creando, nada más se necesitaba. Olió el
humo de los incendios que habían comenzado en la ciudad. Y volvió a gritar:
-
¡Carlota! - llamó a la nodriza, pero seguramente había huido o estaba muerta.
La cocinera, posiblemente, seguía dormida en su imperturbable mundo privado.
Entonces escuchó un gemido. Era el tono de Máximo Mendoza.
- ¡Máximo! - llamó.
Oyó
el movimiento de un cuerpo que se movía sobre el piso. Natacha intentó mover la
silla hasta que cayó al piso, y frotó la cara contra el suelo logró
desprenderse de la venda, y vio a su lado el cuerpo del padre.
Lo llamó, pero no podía tocarlo. Máximo estaba
detrás de ella, desatándole las cuerdas de las manos. Luego la levantó y la
abrazó. Natacha lloraba.
-Fue al primero que mataron- dijo Mendoza,
abrazándola como hacía Krakovsky.-Cuando entraron, se plantó delante de ellos
con la escopeta. Le preguntaron quién vivía aquí. El conde Alexei Krakovsky y
la condesa Natacha, les contestó. Te juro que tu padre sonreía, orgulloso. ¿Te
imaginas diciendo eso frente a esos hombres? Dios mío, qué hombre tan corajudo,
nunca había visto nada igual.
Máximo Mendoza había dicho todo eso
mezclando el español y el francés. Temblaba al hablar, y temblaba mientras
abrazaba a Natacha, que hundió la cara en su camisa con sangre. Se quedaron así
largo rato. La noche sería larga, y ellos sabían que habían sido exceptuados de
la muerte. El miedo, sin embargo, era difícil de matar, y el abrazo era un
refugio más seguro que las paredes de la casa.
Al día siguiente, los amigos de Krakovsky
fueron recogidos por sus familias, y Alexei fue enterrado apresuradamente en el
panteón familiar, en un ataúd simple y sin adornos, que Mendoza y Natacha
habían logrado conseguir luego de caminar por toda la ciudad. Las agencias de
entierros estaban saturadas y no había ataúdes. Los caballos y el carruaje de
los Krakovsky habían sido robados. En la noche se sentaron en medio del salón,
aún devastado.
-Tenemos que irnos Natacha…
Ella había vuelto del cementerio en
silencio, con la cabeza gacha, y apretando en sus manos la estatuilla de la
virgen. Ambos habían caminado tras el féretro mirando al suelo. Mendoza había
colocado su brazo por sobre los hombros de Natacha, y había sentido su llanto
contenido. Se preguntó hasta cuándo aguantaría de esa manera. En algún momento,
debía llorar. Pero ella parecía contener toda su fuerza en las manos con que
sujetaba a la virgen.
-Vamos querida…debes se razonable. Ya nada
te ata a esta ciudad. Te llevaré a mi patria, empezaremos una vida nueva. Te
olvidarás de todo…
Natacha estaba sentada, como acostumbraba,
en el sillón del cuarto de su padre. Máximo se había acuclillado como solía
hacerlo Krakovsly, y le acariciaba los hombros. Como Natacha no le respondía,
bajó la mano y la apoyó en una de sus rodillas. Ella entonces levantó la vista
y lo miró. Él no supo cómo definir esa mirada. Más tarde recordaría que fue la
primera vez que la vio. En los ojos de Natacha había ira y resignación, rencor
y remordimiento. No había amor, por lo menos no como él lo había entendido en
su corta vida y experiencia de romance, sexo o lo que fuese en el que
consideraba el ingenuo Buenos Aires de entonces, después de haber visto y
aprendido lo que había ido a ver y aprender en Europa como todo joven de buena
familia.
Nunca vio amor en los ojos de Natacha, pero sí
había algo mucho más grande que el simple y tal vez sobrevalorado amor. Algo
indefinible que, sin embargo, lo avasallaba como una intensa tormenta de verano
en la pampa. Viento y polvo, día tras día.
Ella lo besó de una forma muy diferente a
como lo había hecho con su padre. Mendoza recibió ese beso, y supo que era muy
distinto al que había recibido de cualquier mujer, y menos de una de casi
dieciséis años. Durmieron en la cama del muerto, pero no hubo ocasión para
ninguno de los dos para pensar en eso. El dolor era placer, y el placer una
satisfacción que se alimentaba a sí misma.
Antes del amanecer, Mendoza apartó la
sábana y se levantó. Ella seguía durmiendo, o eso parecía. Había aprendido,
durante la noche, a ver varias facetas en Natacha. Lo que mostraba no era
siempre falso, y lo que escondía no siempre era la verdad. Pero tardaría mucho
en distinguirlas, y se preguntó si le alcanzarían los años para hacerlo. Porque
sabía que ya estaba unido a ella, el sexo y sus almas lo pedían. Si ella quería
esconder ciertos aspectos, que lo hiciera. El cuerpo de Natacha era una reliquia
fina, y su mente un laberinto de porcelana.
Al mediodía, mientras almorzaban, le
propuso matrimonio. La cocinera los servía, muda e inmutable, se diría que
también ciega para otra cosa que no fuese la cocina. ¿Era como un perro
inteligente?, se preguntaba Mendoza, que sabía de galgos porque los criaba. No,
ni siquiera. Tal vez algo más artificiosamente complejo, como una máquina. Ni
siquiera sabía su nombre.
-Nunca lo supimos-le dijo Natacha-Y nunca
la llamamos, por supuesto. Hay que ir a buscarla y escribirle todo. Yo le enseñé
a leer.
Máximo puso su mano sobre la de ella,
ambas apoyadas junto a una taza de café.
-Una
tarea escabrosa, me imagino. Pero no respondiste a mi pregunta.
Ella lo rechazó. No importaban las
apariencias, le dijo, pronto viajarían. Y eso fue todo. Durante la tarde
Mendoza se sentó al escritorio de Krakovsy y escribió varias cartas. Antes de
la seis fue al correo. Al volver, le describió el estado de la ciudad. La mitad
de las casas que seguían en pie estaban vacías y saqueadas. Las manzanas de la
zona sur habían sido arrasadas por el fuego. Muchos negocios continuaban abiertos,
y el correo custodiado. Decían que el rey seguía pensando en abdicar, pero a esas
alturas no era un rey sino un prisionero en su propio palacio.
Antes de acostarse, Máximo extendió un
mapa sobre la cama y le mostró el itinerario que harían al día siguiente.
Natacha observó el dedo que mostraba la ruta sobre el papel, pero sus ojos seguían
el contorno de la mano y el brazo, luego el hombro y el torso desnudo de
Mendoza. La piel clara y el vello oscuro formaban un contraste en la que ella
hallaba una contradicción que la excitaba, como el frio y el calor, o el dolor
y el placer.
Harían un viaje por tierra hasta Hamburgo,
y luego el barco hacia América. Natacha le preguntó si los hombres eran
parecidos a él en su país, y él le siguió el juego contestando que únicamente
él era así, y se acercó a besarla, pero ella lo detuvo y le preguntó algo en
español. Él se sorprendió, y Natacha le dijo que había estado leyendo algunos
libros.
-A este ritmo hablarás perfecto cuando
lleguemos- dijo él, acercándose de nuevo, pero ella se levantó entusiasmada
como una niña que descubre un nuevo juego y fue a buscar unos libros. Los
desparramó sobre la cama y le pidió que le enseñara a pronunciar correctamente.
Máximo se resignó a pasar la noche de esa manera. Había novelas de Quevedo y
poemas de Góngora, pero encontró el Facundo de Sarmiento. Krakovsky era
un hombre notable, sin duda, se dijo. Abrió el libro y empezó a leer. Natacha
lo escuchaba, sentada en la cama con las piernas cruzadas y la vista fija en
los labios de Máximo. Los deseaba, pero más ansiaba aprender.
El viaje duró casi cuarenta días. El
recorrido por tierra polaca fue lento en el afán de evitar los caminos por
donde sabían que los cosacos iban y venían. En la frontera había muchos
revolucionarios que intentaban evitar la fuga de los que ellos llamaban
burgueses adinerados. Pero, aunque lo que Mendoza y Natacha llevaban era nada
más que ropa, algunos libros del viejo Krakovsky que su hija no quería
abandonar y unos pocos relicarios, como el de la virgen de Czechoswa, sabían
que a pesar de eso no los dejaría pasar si se los encontraban. Así que Mendoza,
que conducía el carro de dos caballos y a cuyo lado estaba ella como una esposa
de clase media, se desvió del camino principal y buscó senderos alternativos.
No conocía tales regiones, pero Natacha lo fue guiando porque estaba habituada
a cabalgar largos trechos cuando estaba de vacaciones en la granja. Los
arrieros acostumbraban acompañarla cuando era todavía una niña y ya de grande solo un par de veces
tuvieron que ir a buscarla, encontrándola de vuelta mientras cabalgaba cansada pero
sonriente hacia la casa del padre.
-Debiste ser una niña rebelde-dijo Mendoza,
con la vista puesta en los alrededores y las manos en las riendas.
-Sólo porque yo hacía lo que quería, pero no
como las demás. Me gustan los caballos y los perros, y los libros, por
supuesto. Entonces ella se inclinó y se agarró la cabeza.
- ¿Qué
sucede?
-Nada,
solamente un mareo.
Continuaron el viaje por caminos estrechos,
entre árboles y rocas. Pudieron sortear las bandas de cosacos y atravesar la
frontera. La llegada al puerto de Hamburgo duró pocos días. Faltaba aún una
semana para la partida, así que se quedaron en una pensión pobre para no llamar
la atención. Las noticias de la rebelión polaca habían llegado transformadas de
boca en boca, y el terror era lo único cierto según lo que escuchaban. La gente
los miraba con recelo, y los pocos que se atrevían a preguntarles algo,
desconfiaban de su palabra.
El domingo siguiente subieron al barco y
partieron. La nave tenía el nombre de Federico II, era vieja y enorme, y
llevaba muchos emigrantes. De los tres mástiles, sólo uno tenía las velas
desplegadas mientras navegaba el Elba. Cuando salieron al Mar del Norte,
Natacha se asomó a cubierta y se apoyó en la borda.
- ¿Ya estamos en el océano?
Mendoza
se paró detrás de ella y la abrazó, apoyando la cabeza sobre uno de sus hombros.
Ambos miraban el mar sin costas.
-Todavía no.
El barco hizo escala en varios puertos
menores, en Ems y luego en Amsterdam, donde tardaron tres días en subir
mercaderías y más emigrantes. Muchos eran polacos, pero cada grupo desconfiaba
del otro y se mantenían.
Al partir de Amsterdam, entraron poco
tiempo después en el Canal de la Mancha, e hicieron la última escala en El
Havre. Natacha vio la forma en que los franceses trataban a los emigrantes de
manera arrogante y despreocupada. Durante el día que estuvieron anclados en el
puerto, Mendoza le dijo que bajaría a ver si encontraba a algún amigo. Máximo
hablaba en francés tan bien como su castellano natal, pero Natacha tenía
resquemor de los franceses.
-Te espero-le dijo.
Mendoza
bajó a tierra, y ella lo vio desaparecer entre la gente, los estibadores, los
marineros y los comerciantes. Se metió en su camarote, un cuarto donde apenas
entraba la cama que compartían. Se puso a rezar a la imagen de la virgen que
había apoyado sobre el piso. Luego sacó un libro del baúl, abrió la portada y
comenzó a leer el texto de medicina que había traído. Sentía nauseas, y temía que
el largo viaje revelara su estado a Mendoza antes de llegar a Buenos Aires.
Debía casarse con él, y lo deseaba, pero su orgullo la obligaba a esperar, a
postergar su anhelo y su necesidad. Debía mantener la imagen de su
aristocracia, pero sobre todo tenía miedo por lo que el alma de su padre podría
decir. Porque desde que había muerto, ella pensaba que lo que antes podía
ocultarle, ahora era imposible. El alma de Alexei estaba en todas partes, en la
tierra que habían dejado y en el mar en el cual habían emprendido el viaje. Y
en el océano tan inmenso el alma de Krakovsky tal vez tuviese el mismo tamaño
de ese mar. ¿Cómo podría esconderse para que no viera el casamiento con
Mendoza? Era verdad que así lo habría querido el viejo, pero era ella quien
ahora se negaba a permitirse abandonarlo. El cuerpo del viejo estaba enterrado
en Polonia, pero parte de él seguía en el cuerpo de Natacha, y desde allí le
hablaba, y tenía mucho miedo de que en mar abierto ese fragmento de cuerpo
recuperase el alma que rondaba por todas partes, buscando algo a lo cual
aferrarse.
Se imaginó por un instante que su familia
era la Sagrada Familia: Dios-Krakovsky, José-Mendoza, Natacha-María. Y el hijo
aún sin nombre al que no se atrevería a llamar Jesús. Cerró los ojos al libro y
se abofeteó una mejilla. No debía permitir tales pensamientos nunca más.
En la noche volvió Mendoza con un amigo.
La llamó para que saliera a cubierta, y ella saludó a un hombre de baja
estatura, canoso, que debía tener más de cincuenta años.
-Natacha, es mi amigo Alberdi, diplomático
ante Francia por mi país.
El viejo era delgado, pero de manos
fuertes, y besó la mano de Natacha.
-No será por mucho tiempo más, el gobierno
no me facilita las tareas.
Máximo
rio.
-Es usted, amigo mío, quien tiene sus
propias ideas y pretende hacer lo que le parece correcto. Por eso lo respeto
mucho más que a los que están allá.
Alberdi insistió en acompañarlos al
camarote, el bullicio en cubierta hacía imposible hablar entre la marea de tantos
idiomas emitidos a los gritos.
Se sentaron en la cama Natacha y el
invitado, y aunque éste quiso negarse, Máximo se sentó en el piso. Y comenzaron
a hablar de Argentina, parte en francés y gran parte en castellano. Natacha se
negó a que le tradujeran, ella quería aprender. Así fue como supo algo sobre
Buenos Aires y las provincias, sobre los gobiernos y sobre el largo exilio de
Alberdi, sobre una gran guerra contra el Paraguay. Escuchó las opiniones del
viejo sobre hombres que ella no conocía, pero cuando escuchó el nombre de
Sarmiento, sacó el libro en el que había aprendido parte del castellano. El
hombre lo tomó entre sus manos, frunció los párpados, pero ambos se dieron
cuenta que era sólo un gesto actuado que simulaba desprecio.
-Siempre
la misma muletilla que le sirve de presentación en todo el mundo-dijo, y dejó
el libro sobre la cama.
-Debo dejarlos, amigos. Mañana madrugo,
las horas tempranas son las únicas que me permiten trabajar más descansado.
Lo despidieron en cubierta, ya mucho después
de medianoche. El puente estaba desierto, y lo vieron desaparecen en tierra
francesa.
-Es un hombre notable-dijo ella.
Máximo la tomó de la cintura y sonrió.
-Es una reliquia viviente, me parece.
El
océano era tan grande, que ella tuvo la extraña sensación de sentirse absolutamente
perdida y extraviada en algo que era lo más parecido a la nada que hubiese
imaginado alguna vez. No imaginaba tal inmensidad, por más que la hubiese leído
en los libros. El cielo parecía más pesado que en tierra, porque el agua
confluía con él y ambos eran una sola cosa que no parecía tener fin. Ella se
sentaba en una silla, apartada de todos, vestida de negro como una viuda, y eso
habrían pensado todos si no hubiesen visto al hombre que solía acompañarla. Su tez
blanca y su cabello oscuro la hacían extraña y rara para los demás, que sólo
tenían ojos y atención para las comidas diarias y los juegos para pasar el ocio
de los días. Al principio intentó quedarse en el camarote, pero la vergüenza de
portarse como una niña la hizo salir y sentarse con un libro en las manos,
levantando la vista para ver la superficie del mar, como buscando algo. Cuando
estuvo segura de que el agua no le hablaría más que con su monótona
certidumbre, y que el cielo no era de piedra sino un vacío, se burló de sus
temores y se unió a Máximo cuando él se sentaba junto a otras familias para
conversar o caminar por cubierta.
Pero todos los días a lo largo de esas
semanas era iguales, ni siquiera hubo una tormenta que se acercara por lo menos
a los incontables relatos que había escuchado de hombres y mujeres durante
aquellas insoportables tardes de calor. Se estaban acercando al trópico, y el
frío invierno polaco se convertía en un cálido y tórrido verano. Transpiraba y
se desprendía el botón superior de la blusa para secarse con un pañuelo que en
seguida escondía en el puño. Máximo estaba en mangas de camisa, pero había visto
tripulantes y pasajeros con el torso descubierto, con cañas de pescar asomadas
a la borda. Máximo se unía a ellos, y Natacha se resignaba a quedarse a
escuchar las insípidas charlas de las mujeres, obligada a contestarles de vez
en cuando, hasta que ya no le preguntaban más, y ella se veía libre entonces
para pensar o leer. A veces. alguna mujer le preguntaba por el embarazo. Ella
se sorprendió al principio, luego ya no se asombró que esas mujeres, cuyo único
oficio era tener hijos, se dieran cuenta. Cruzaban entonces dos o tres palabras
que nadie más iría a escuchar, luego la otra se alejaba como si nunca hubiesen
hablado. Esa mujer que, sin haber leído un libro en toda su vida, parecía saber
todo lo que se necesitaba saber. Pero la tierra no era el mar, ni ese barco era
la estancia donde iría a vivir con Máximo Mendoza. El conocimiento se afirmaba
en la intuición, y ésta se formaba según el lugar y el tiempo. Ella creía en lo
que leía en los libros, y la duda la llevaba de uno en otro, y cuando ya no
hallaba respuestas, para eso tenía sus imágenes y un crucifijo que eran su
punto de anclaje en donde estuviese.
Cuando llegaron al puerto de Buenos Aires,
Natacha estaba delgada y demacrada, había vomitado casi cada bocado que
consumió los últimos diez días, desde que habían zarpado de la última escala en
Río de Janeiro. Durante ese trayecto el mar estuvo casi siempre encrespado y
ventoso. Las noches de lluvia se alternaban con días calurosos. El mal humor de
la gente era general, y la tripulación ansiaba llegar para deshacerse de los
pasajeros.
Natacha bajó del barco y descubrió que
Buenos Aires todavía era como una aldea. No había más que casas que parecían de
adobe en manzanas casi desiertas rodeadas de calles enlodadas por cuales los
caballos hundían las patas.
Máximo vio la cara de desilusión de ella.
-No es siempre así. Es la lluvia de estos
días…
No le preguntó por qué no empedraban.
Mientras iban en el sulky alquilado, que se sacudía en los baches y los charcos,
vio las veredas de barro y las paredes de adobe o de ladrillos rojos, con
ventanas con macetas y a través de las que se veían grandes patios vacíos.
Llegaron a una pensión, y la dueña salió a recibirlos.
- ¡Mi
niño Máximo! -dijo, abrazándolo. Era una matrona entrada en años, con cabello
abundante sujetado con una vieja peineta de dientes rotos.
-
Natacha, ella es doña Elvira-dijo al presentarlas. -Fue mi nodriza acá en
Buenos Aires cuando pasaba mis inviernos acá.
La mujer la saludó con un beso que se inició
efusivo, pero de pronto se detuvo y la miró con picardía.
- ¡Así que esas tenemos! -le dijo a
Mendoza, palmeándole una mejilla con cariñosa brusquedad, y él no pareció
entender del todo. Fue hacia el sulky para bajar el baúl, pero Máximo no quiso
permitirlo. Cuando las manos de ambos se encontraron en la manija, ella se le
acercó al oído: -Buen trabajo-dijo.
Él, entonces, comprendió. Doña Elvira
volvió a donde estaba Natacha y la tomó del brazo. Los tres entraron a la
casona colonial, y cuatro perros los recibieron ladrando y meneando las colas.
- ¡Fuera
chuchos, fuera!
La vieja intentaba apartarlos, pero se reía. Natacha
se sintió cómoda con ellos, la respetaban. La vieja se paró con los brazos
cruzados, observando cómo los cuatro perros se sentaban alrededor de Natacha,
esperando una caricia, pero sin exigirla.
- ¡Mire usted, mi niña! Debió haber llegado
antes para criarlos. ¡A mí me hacen salir callos de la mala sangre que me dan!
Mendoza estaba acostumbrado a los perros,
que fueron el tema de conversación durante la cena. La vieja no tenía más
pensionistas que ellos dos.
-Son malos tiempos, niño. Para mantener esta
casa me veo sola. A veces viene la Tomasa a ayudarme, pero se pasa más tiempo
dándome conversación que limpiando. Y tus tías que quieren todo impecable para
cuando se les canta venir para darse aires de tilingas en Buenos Aires.
Máximo no paraba de reírse de la forma
descarada y sincera que tenía de hablar de su familia. Doña Elvira había notado
la forma que Natacha la miraba.
-Perdóneme, querida, si no me entiende.
Nosotros respetamos mucho a los polacos, son muy trabajadores. Bueno, no me lo
tome a mal, no sé hablar mejor. Digo lo que pienso y lo primero que me viene a
la cabeza.
-No te preocupes Natacha. Cuando mi
familia la escucha protestar, se callan la boca y sonríen como si viesen pasar
un carro.
-Doña Elvira-dijo Natacha, la “eñe” salió con dificultad.
-Entiendo casi todo, y usted es una mujer muy buena.
- ¿Y
usted cómo lo sabe? - Doña Elvira se reía, tomando un vaso más del licor dulce
que le traían de Santa Fe.
-Porque los perros la quieren…
La
vieja se levantó y la abrazó, pero Natacha no le respondió. Elvira lloriqueaba
pensando que había hecho mal, tal vez en Polonia no eran tan efusivos. Entonces
le pidió que la acompañara a su habitación.
Caminaron por la galería y luego bajo el
parral que cubría parte del patio, y entraron al cuarto de doña Elvira. Ella
encendió una lámpara y la habitación se iluminó descubriendo la cama vieja y de
madera noble, la cómoda junto a una pared con manteles de encajes, adornos de
porcelana y muchos trozos de tela.
-Disculpe
el desorden, m’hija. Coso y remiendo mucho, pero ya no me dan los ojos para
tanto.
Entonces
le mostró una imagen de la Virgen que estaba sobre una repisa empotrada en la
pared.
-Es la Virgen de los Dolores. Soy muy
devota de ella, ¿sabe?
Natacha levantó los ojos con ardor, y todo
el cansancio pareció transformarse en una expresión de angustia que se parecía
mucho al rostro de la imagen.
-Yo sé lo que le pasa, m’hija, y que está
sufriendo porque la unión no está bendecida. Acá la virgencita la comprenderá.
Yo, si quiere, le hable al niño Máximo. Los hombres, por más buenos que sean no
entienden nada hasta que tienen al crío en los brazos.
Natacha, sin embargo, pensaba en la forma
en que las reliquias no se apartaban de ella, y al mismo tiempo que rezaba
interiormente, los números de los días y los meses fueron acomodándose en su
lugar correcto.
Sí, dejaría que doña Elvira le hablara a
Máximo. Que el teatro de las buenas intenciones creara la atmósfera necesaria
para que los hechos se encaminasen por los senderos naturales. Ahora sabía que
no había perdido a su padre, sino que lo recuperaría para poder acariciarlo
como no había podido hacerlo, en sus brazos y como a un niño.
Esa noche durmieron en cuartos separados.
La vieja había hablado con Mendoza en la cocina hasta pasada la una de la
madrugada. Oyó que él levantaba la voz, y que ella protestaba con su voz
chillona. Los perros estaban sentados o acostados frente a la puerta. Después
lo vio salir cabizbajo y meterse en el cuarto donde había dormido de chico.
En la mañana, doña Elvira abrió las
cortinas y la hizo despertarse. Le había traído una bandeja con dulces, manteca
y café.
-No te traje el mate porque tenés que
acostumbrarte, por ahora el café para la mañana y mucho dulce para recuperar
peso.
Natacha
la miraba sin entender todavía. La vieja buscó en la ropa del baúl, pero nada
pareció convencerla. Salió y al rato volvió con un vestido blanco.
-Era
mío-dijo, levantándolo y extendiéndolo. -Cuando era joven y flaca…
-Pero…
-Pero
nada, m’hija, tenés que casarte como es debido. Además, no es por ustedes y el
chico solamente. La familia de Máximo te miraría con muy malos ojos si se
enteraran. Yo conozco a esas mujeres, te harían la vida imposible por más que
fueses una santa.
Para las diez de la mañana estaban en la
calle Independencia. Entraron a la Capilla de Ejercicios Espirituales, una
iglesia simple y austera con bancos de madera rústica. No era una iglesia de
Varsovia, pero le agradó a Natacha aquella austeridad que jugaba con el dolor y
la autocompasión.
El vestido le sobraba por todos lados,
pero la vieja se había puesto unos anteojos de gruesos lentes y lo había
ajustado y cosido en menos de una hora. También había mandado a Máximo a buscar
a Tomasa para que preparar la comida mientras estuvieran en la iglesia. A las
nueve los escucharon entrar, junto a la voz de un chico.
-Es el hijo de Tomasa, los va a llevar él.
-Pero…
-Pero nada… ¿es la única palabra que
conocés en español? Mi niño no va a conducir el sulky como si fuera de una
familia cualquiera.
A las nueve y media subieron al sulky,
ellos en el asiento de atrás. Natacha vestida con el vestido de hilo de falda
amplia y bordada, y un velo sobre la cara. Máximo vestía un frac negro sobre un
chaleco marrón y camisa blanca, con un moño marón y un sombrero de galera. La
gente los miraba pasar y se hacían comentarios. Doña Elvira partió después
caminando, con su mejor vestido de seda oscura, sola, intentando en las
primeras cuadras que los perros no la siguieran y volvieran a la casa.
- ¿A dónde va, doña?- le gritaban los
vecinos mientras la veía espantar a los animales.
-Se casa el niño Máximo.
- ¿Y con quien, si puede saberse?
-Con una condesa, ni más ni
menos-contestaba, irguiendo orgullosa la cabeza, mientras alguno de los perros
le mordía la falda para retenerla.
En la iglesia había poca gente. Nadie
sabía del casamiento, por supuesto, pero pronto la noticia se esparció por todo
Buenos Aires. Máximo había tenido la precaución de enviar un telegrama a Santa
Fe, pero sabía que tendría que afrontar las recriminaciones de su familia.
Frente al altar, con un Cristo de madera
que debía ser una reliquia tallada por los indios, ambos se comprometieron a
mantenerse unidos para siempre. El cura era joven y sólo llevaba una
sobrepelliz sobre una vieja sotana que debió haber pertenecido al cura que
había muerto no mucho antes. Cerró la biblia y los bendijo haciendo la señal de
la cruz. Se dieron un beso muy corto, y se escuchó el aplauso tímido de doña
Elvira y de dos beatas que estaban la mayor parte del día en la iglesia y
sirvieron de testigos. Cuando salieron a la vereda, los cuatro perros menearon
las colas y dieron vueltas alrededor.
-Esta es nuestra recepción-dijo Mendoza- lo
lamento mucho.
-Prefiero colas sinceras a sonrisas falsas-contestó
Natacha.
Doña Elvira dio una carcajada. No
comprendía realmente a esa mucjer, ni sabía quién era o lo que realmente
sentía. Varias veces sintió al tocarla una especie de negro dolor que su propio
optimismo se encargaba de contrarrestar con alguna palabra amena, pero sobre
todo con un pensamiento blanco. Le agradaba esa devoción que había visto en su
cara al mirar la estatuilla de la virgen, pero no estaba segura de que el
sentimiento estuviese relacionado con la fe católica. Doña Elvira sabía que
todas las mujeres tienen un fondo extraño, casi un pozo sin fondo que muchas,
como ella misma, se encargaban de llenar con cosas superficiales: palabras,
acciones y pensamientos triviales, y a veces con algo más grande, tal vez los
restos de algún derrumbe interno cuyos restos tapaban gran parte de ese extraño
pozo.
Fuese como fuese, ya no los vería más.
Ella había cumplido su misión. Esa tarde comieron empanadas que Tomasa había
preparado y bebieron junto a los vecinos y amigos que Máximo tenía en Buenos
Aires, y que fueron llegando a medida que se enteraban del casamiento, hasta
altas horas de la noche. Durmieron en el mismo cuarto en el que Máximo Mendoza
había pasado muchos años de su infancia y adolescencia. Era una habitación
austera, masculina, pero en los cajones del armario todavía quedaban restos de
la niñez: pantalones cortos, alguna camisa de bebé, y unos muñecos de trapo.
Antes del amanecer, mientras él dormía, ella sacó un viejo oso de felpa que se
había mantenido libre de las polillas. Lo puso en el baúl, muy al fondo, y
volvió a acostarse. En dos horas saldrían de viaje hacia la estancia.
Remontaron el Paraná en una barcaza que
Mendoza tenía anclada en el puerto. Casi todos conocían a Máximo, y después de
abrazarlo y bromear con el capitán lo vieron subir con su esposa. La saludaron
con un gesto respetuoso, no se atrevían siquiera hablarle porque les habían
dicho que era condesa. Ahora tenían tres baúles, y los dos ayudantes los
subieron y los acomodaron en el camarote. El capitán Mendoza piloteó él mismo
la barcaza, y emprendieron el rumbo hacia el norte.
Natacha se acodó en la borda,
contemplando el paisaje de las riberas, tan distintas a sus tierras. Esto era
selva densa y calurosa. Ya no tenía mareos ni vértigos, a pesar de que el río
tenía una corriente fuerte. Casi todos los vestidos que había comprado en
Buenos Aires eran oscuros, porque pensaba que los colores claros llamaban la
atención. No le agradaba que se acercaran a hablarle, sino cuando ella lo
decidía, y el color negro no era triste sino noble. Creaba distancias y tiempos
necesarios.
Se desabrochó el primer botón del vestido,
y parte de su garganta y su pecho se enfrentaron con el sol del litoral. Se
levantó las mangas y sus antebrazos quedaron al descubierto, delgados y
blancos. Desviaba la vista desde la ribera hacia la cabina donde estaba Máximo,
para preguntarle cómo se llamaba tal árbol y tales flores grandes que flotaban
sobre el río. Y escuchaba la respuesta rápida y segura, vibrando en el aire
estático, contemplando la exuberancia que se correspondía con los nombres
exóticos. Nunca los retendría en su memoria, por más que se esforzara. Era
curioso cómo su tremenda memoria para lo leído y para los idiomas, se había
negado a retener los nombres de las cosas propias de aquellos lugares.
Durante los diez días que duró el viaje,
pararon en varios puertos, pero sólo para que Máximo saludara a alguien o
cumpliera con algún trámite de negocios. Ella comprendía todas las
conversaciones, mientras alcanzara a escucharlas desde su camarote o acodada en
la borda, viendo a su esposo ya a los demás hablar y reír sin hacerle caso, a
quien miraban de vez en cuando. Eran hombres rústicos que no sabían cómo
tratarla, pero ella veía en ellos seres más dóciles y educados que los cosacos
que habían matado a su padre.
-Mañana estaremos en Santa Fe-le había
dicho Máximo cuando dejó el timón en manos de uno de los ayudantes y entró a
acostarse. Se desnudó y se metió en cama, y llevando una de las manos hacia el
abdomen de Natacha. Ella lo dejó hacer, y vio la forma delicada y tímida en que
él pasaba la mano por la piel, acariciándola y deslizándose centímetro a
centímetro hacia abajo, y entonces ella lo detuvo.
-Tengo
miedo.
- ¿De qué?
-De
tu familia.
-No tendrán más remedio que aceptarte.
-Eso ya lo sé, pero no sé si me querrán…
- ¿Acaso te importa demasiado?
- ¿Pero ¿cómo son ellos?
-A mis tíos nada les importa más que las
tierras, el ganado, y la política. Y las tías tendrán algo de qué alardear en
la ciudad con tu título y tu ascendencia polaca. Deberías simular que no hablas
español, así se esmerarán por comprenderte. Ya me las imagino alrededor tuyo
como idiotas…
-Las
mujeres no somos así, ellas me reconocerán, y hablarán mal…
-Basta de preocuparte.
Él
puso una mano sobre su boca y la otra sobre la entrepierna de Natacha. Esa
noche era distinto, tal vez era la tierra que lo reconocía, o el río que hizo
fluir en él algo difrente, más rústico, más fuerte. Se había dejado crecer la
barba, y el vello rozaba las mejillas de Natacha, y hasta el vello del pecho
ahora parecía más crespo y espinoso, rozándole los senos. Y por instantes creyó
que el barco se movía al ritmo de Máximo Mendoza mientras exploraba una vez más
el cuerpo de Natacha, como si fuese un brazo nuevo de aquel inmenso río rodeado
de paredes de selva.
Cuando salió a cubierta en la mañana, ya
vestida y los baúles preparados para conocer a su familia política, vio que
estaban a orillas de un puerto chico y casi deshabitado. Máximo estaba
aparejando el barco en el muelle. La llamó para que bajara. Ella descendió por
el puente y él le dio la bienvenida a la tierra de Santa Fe.
Por primera vez, y quizá por la forma en
que él había acentuado las palabras, Natacha se dio cuenta de lo que significa
aquel nombre. De un modo demasiado extraño aún para ella, todas sus
incertidumbres de pronto se acomodaron en sus sitios correctos, y ya no era
tales. Las dudas y los temores, la inquietud de quién era ella desde la muerte
de Krakovsky, de cuáles eran sus creencias, de si todo lo que había aprendido y
creído de niña continuaba teniendo valor, todo eso tomó su justo espacio en ese
ambiente donde ya no habría nieve, ni estepas, ni cosacos. En un lugar
absolutamente diferente, la santa fe de su infancia: los libros, las imágenes,
los crucifijos y el dios padre rubio y fuerte que la abrazaba continuaban
firmes en un río de agua cálidas, entre altos árboles de estridentes cantos, y
a la sombra de un hombre de cabello oscuro. Los contrarios se atraen, ella lo
sabía, tantos las personas como los lugares. Y el tiempo era una sola
continuidad que no estaba en ella definir.
Como hormigas, de pronto aparecieron
varias mujeres y hombres desde las casuchas del puerto. Todos conocían a
Mendoza y se esmeraban por ofrecerle algo: una mujer llevaba un mate y una pava
en cada mano, otras empanadas dulces, y los hombres arrimaban una carreta y un
caballo. Subieron y emprendieron el viaje hacia la estancia. Natacha abrió la
tela que una de las mujeres le había entregado y comieron pasteles. Era la
primera vez que Natacha probaba aquellas cosas, y él sonrió cuando vio que a
ella le había gustado. Hablaron y rieron de la gente del puerto, mientras
recorrían los caminos de tierra que atravesaban puentes endebles sobre los
arroyos y desviaban lagunas donde flotaban grandes bandadas de patos o teros. A
Máximo le hacía gracia ver los ojos asombrados de Natacha. En esos momentos en
que ella estaba en la tierra que él conocía, se sentía más seguro que los meses
pasados en Europa. Polonia era la incomprensible tierra de ella, pero ese país
ya no existiría en sus vidas. Sólo el río y la estancia, los caballos y los
perros, y el cielo incierto serían los habitantes de sus vidas. Y ella sería
arcilla en sus manos. Eso pensaba, pero también pensaba en el hijo, y esa
arcilla no era suya, y ya no estaba seguro, entonces, de pensar lo que pensaba.
Llegaron a la estancia, pero desde media
hora antes estaban en los campos que pertenecían a la familia. El casco era una
casona grande de un solo piso con techo colonial y completamente rodeada por
una amplia recova. Un ombú estaba a más de cincuenta metros, extendiendo la
media sombra de la tarde hacia la casa, y del otro lado, una corta hilera de jacarandás
protegía los corrales. Desde atrás de la casa, sobresaliendo por encima de los
techos, un bosque de araucarias. La carreta se detuvo a poca distancia de la
entrada, y ya los perros habían comenzado a rodearlos y seguirlos hasta que se
detuvieron. Eran diez o quince entre lebreles y galgos, y algunos otros
mestizos más pequeños. Natacha no podía evitar reírse de esa jauría que meneaba
las colas y ladraba. De la casa salió una sirvienta y detrás apreció Tomasa. A
Natacha le alegró ver a alguien conocido.
-Acabo de llegar con mi compadre,
señorito-dijo la negra. Saludó a Natacha, pero a diferencia de la forma en que
se habían tratado en Buenos Aires, ahora apenas la miró. Natacha presintió que
tal vez las mujeres de la casa le habían prohibido la confianza.
Entonces apareció una mujer muy joven, no
muy alta, pero delgada y con un vestido de tarde. Era rubia y de caminar
esbelto y cuidado. Se detuvo ante ellos y extendió la mano a Natacha.
-Es un gusto, condesa-dijo, guiñando un ojo
a Máximo.
-Nada de títulos, Lucrecia. Natacha, ella
es mi prima. De pronto salió corriendo un joven que agarró la cintura de la
prima para asustarla. Ella se dio vuelta, malhumorada al principio, luego
sonrió. No necesitó presentarlos. Los hombres se abrazaron.
-Tanto tiempo, compadre, tanto tiempo…
-Desde la revolución del setenta que no nos
vemos, ¿no?
-Te fuiste a descansar a Europa, querido, y
trajiste una condesa.
-Basta de títulos. Perdón Natacha, vas a
tener que aguantarlos un largo tiempo hasta que entiendan. Este señor es mi
hermano de pecho, Sebastián Aráoz Urquiza, prometido de mi prima.
Entraron
a la casa y Natacha fue presentada una por una a las tres tías. Dos casadas,
cuyos maridos la saludaron cortésmente, sin dejar sus pipas. La soltera le echó
una larga mirada de pies a cabeza, para la cual se tomó su tiempo. Luego
extendió la mano y dijo:
-Buenas
tardes.
Fue
la única que evitó el título, y Natacha lo tomó como una declaración de guerra.
Los
siguientes días consistieron en acomodarse en la estancia y conocer las
costumbres familiares. No deseaba desentonar tan bruscamente, no quería
mostrarse altiva pero tampoco sumisa. Cuando la tía soltera, que estaba sentada
en una mecedora con un mate en la mano vio que los peones bajaban los baúles, y
que uno de ellos era especialmente pesado, preguntó:
- ¿Qué es tanto bulto?
Máximo estaba en el campo, poniéndose al día
con la economía de la estancia. Los tíos eran hermanos de su madre y la
propiedad no les pertenecía, así que poco habían cuidado de las finanzas. Los
Hurtado de Mendoza eran los propietarios, y la familia de Máximo estaba en
España.
-Libros, tía Clotilde-dijo Natacha.
La
mujer la miró con sorna, y no dijo nada.
A la noche, Máximo había vuelto cansado y se
acostó temprano. Natacha estaba en la biblioteca, un cuarto amplio con una mesa
central y un ventanal que daba hacia donde estaban las araucarias. Los muebles
con libros estaban casi vacíos. Ella había estado acomodando y distribuyendo
los que había comprado en Buenos Aires. Sintió un golpe tibio en la puerta, y
la voz de la tía Clotilde dijo:
-Demasiados libros para una mujer.
Seguramente novelas con ideas extrañas.
Natacha dejó lo que hacía y se acercó a la
mujer.
-Por favor, tía, siéntese.
La mujer no le hizo caso. Comenzó a
recorrer los estantes con la vista, tomó uno, lo abrió y miró a Natacha. Volvió
a dejarlo donde estaba y agarró otro. Hizo lo mismo con varios, hasta que dejó
el último sobre la mesa y se sentó.
- ¿Querés
decirme quién te va a enseñar a leerlos?
-Nadie, tía, no se preocupe, no habrá que
pagar ningún profesor. Aprendí antes de venir, Máximo me ayudó.
-Así que se conocen desde hace mucho, yo tenía
entendido que Máximo estaba en Varsovia sólo desde hace pocos meses.
-Así es tía…
-No mientas, descarada. No podés hablar tan
perfecto el castellano ni leer esos libros en tan poco tiempo.
Natacha
respiró profundo porque sentía que su corazón latía aceleradamente, estaba sudando,
pero confiaba en que la poca luz de lámpara no la delatara. Y menos el temblor
que sentía nacer en su garganta. Cualquier contestación sería inadecuada,
porque la otra no estaba dispuesta a creerle.
-Con la ayuda de Dios, tía, y sobre todo
de la virgen.
Natacha
desapareció en la sombra fuera del alcance de la luz y regresó con algo en sus
manos. Se acercó a la mujer y desenvolvió la tela.
-Es
la virgen de mi patria, tía.
La mujer no pidió permiso para agarrar la
imagen. Vio que el rostro era oscuro y el vestido fastuoso y muy ornamentado.
Entonces Natacha vio aclarase la expresión en la cara de tez broncínea de la
vieja, que era el mismo tono de la piel de Máximo. Él debió heredarlo de la
familia de su madre.
La mujer le devolvió el ícono, y sus ojos
mostraban angustia y ternura.
-Se parece a la virgen de los Dolores. A
su admonición entregamos los cuerpos de mi hermana y mi cuñado, cuando tu
marido era un chico todavía.
-Nunca me contó cómo murieron, tía.
-Mi cuñado era un oficial de marina, y estuvo
en la guerra con el Paraguay. Lo mandaron a Corrientes y después más al norte,
al mando de una flota. Lo mataron en la batalla de Caaguazú. Mi hermana no era
muy fuerte, Máximo fue el único hijo que tuvieron, y casi se muere en el parto.
Menos pudo resistir la muerte de Nicasio. La guerra seguía, pero ella se murió
antes. Era devota de la virgen de los Dolores. Yo la cuidé todo ese tiempo,
mientras se moría de tristeza. Me hizo prometerle que armaríamos una capilla en
la estancia en homenaje a la virgencita.
- ¿Y
usted cree, tía?
La
mujer la miró a los ojos.
- ¿Qué te parece, m’hija? ¿Quién no cree en el
dolor? Es el que construye el mundo.
Le agarró una mano y caminaron juntas por el
pasillo hacia lo que Natacha suponía el fondo de la casa, porque se detuvieron
ante una abertura ojival sin puerta que dejaba entrar un tenue reflejo de la
luna. Afuera se veían las araucarias, algunos restos de fogones y un viejo
aljibe. Unos pocos perros ladraban, pero era más un quejido.
Ellas entraron a un cuarto pequeño, que a
la luz de la lámpara que llevaba la tía dejó ver las paredes blancas y vacías.
Había únicamente un reclinatorio frente al cual estaba el altar con la virgen
de los Dolores. La imagen, pequeña y oscura, resaltaba como una mancha negra en
la pared.
-Esta es la habitación que hice hacer
cuando murió mi hermana. Todas las mañanas muy temprano, cuando aún nadie se ha
levantado, salvo los peones y las sirvientas, vengo a rezar mi decena. Después
voy a misa. Ahora vamos a dormir, mañana te llevo.
Natacha se acercó a la imagen, que estaba
más alta que ella. Sólo podía alcanzarla si levantaba un brazo y la tocaba con
la mano. Eso hizo. Nunca supo por qué motivo usó su mano izquierda, si ella
habitualmente era diestra. Sólo se dio cuenta cuanto sintió el dolor cuando
apoyó los dedos en la estatuilla. Entonces se estremeció con un escalofrío, y
la tía Clotilde se dio cuenta. La vieja la tomó de los hombros y la hizo
retroceder con palabras que ella no entendió. Era latín, probablemente, o una
plegaria en voz muy baja.
Cuando salieron, Natacha le preguntó.
- ¿Qué le ha dicho, tía?
-Nada, m’hija, sólo una tontería en quechua,
o lo que sea, porque nunca aprendí esa lengua tan enrevesada.
- ¿Le pidió perdón?
La vieja la miró con un dejo de asombro.
-Llakikinum. Eso es lo que quise decir.
¿Cómo lo supiste?
-Fue
solamente una intuición, porque es lo que yo habría pedido por atréverme a
tocarla. Ella sufre mucho, tía, ¿se dio cuenta?
La
vieja la llevó a su habitación. Entreabrió la puerta y vio a su sobrino dormido
ya en la cama.
-Buenas noches, tía Clotilde-dijo, besándole
una mejilla.
-Que duermas bien, m`hija. -Ya se estaba yendo
cuando se dio vuelta y dijo:- No dejes que él te moleste cuando no quieres. Los
hombres producen dolor.
Natacha bajó la mirada, y contestó:
- ¿Y si yo quiero, también?
-Entonces matá el deseo.
Se dieron cuenta de que estaban paradas en
medio del pasillo, con la puerta entreabierta de la habitación, en la casi
oscuridad de la una o dos de la mañana, hablando de Dios, probablemente.
- ¿Y entonces qué diferencia hay entre el
dolor que ellos nos infligen y el que nos provocamos nosotras?
-La privación es un dolor más fuerte que
cualquiera que puedan hacernos los demás. La prohibición, m’hija, es la
ausencia. ¿Y cuál más grande dolor que la ausencia de Dios?
-Eso dicen que es el infierno, tía. ¿Entonces
es como desear el infierno?
-Despreciá tu vida, m’hija, porque no vale
nada la de ninguno de nosotros. Mientras más grande es tu desprecio, más
valiosa tu humildad.
Durante esa noche Natacha pensó en todo
eso. No alcanzó casi a dormir, mirando el cuerpo dormido de Máximo Mendoza,
desnudo y cubierto por una sábana hasta la cintura. Deseó tocarlo, pero se
abstuvo. Lo vio respirar profundo. Debió haber bebido de más durante aquella
reunión con su cuñado y amigos, hablando de finanzas y del país. Pero más
debieron haber hablado de recuerdos de la infancia, de la familia, y
seguramente de mujeres que habían conocido.
Estaba amaneciendo cuando escuchó ruidos
desde afuera. Los peones ya se habían puesto a trabajar. Se escuchaba el ruido
de un hacha, ladridos y mugidos. Vio pasar por la ventana la sombra de dos
sirvientas que pasaban charlando hacia el pueblo, quizá, a hacer compras. Olió
el aroma del pan recién horneado, y del café. Se levantó y se vistió. Máximo
seguía durmiendo. Salió al pasillo y se encontró con la tía Clotilde.
-Buenos días, m`hija. ¿Cómo dormiste?
-Bien, tía.
-Ya pasé a rezarle a la virgencita. Ahora
vamos a misa, querida. Es a la siete y tenemos media hora de viaje.
Natacha
se puso un chal sobre los hombros, y al salir se cruzaron con uno de los tíos.
El hombre bostezaba y se despabilaba, vestido con ropa para cabalgar.
-Aquí vienen las beatas-dijo. - Te
conseguiste una discípula.
-No
le hagás caso, m`hija.
El hombre se puso la boina y salió
arrastrando las suelas de las botas hasta que el ruido desapareció al pisar la
tierra seca y subirse al caballo.
Ellas
subieron a una carreta que la tía conducía, atusando al caballo viejo, que hizo
su acostumbrado camino matutino a la capilla. La mañana era clara y limpia,
diferente a las mañanas neblinosas y frías de Polonia. Veían pasar a los
labriegos y sus mujeres rodeadas de chicos, y recorrieron un largo camino
sinuoso entre árboles, que se fue ampliando a medida que las casas se hacían
más habituales. La capilla de la Virgen de los Milagros estaba en las afueras
de Sante Fe. Cuando llegaron había muchas mujeres en la puerta, y pocos
hombres. Entraron y Natacha vio la vieja construcción de los jesuitas, y la
hizo sentirse como si entrase en un sitio conocido. La vetustez del edificio se
mostraba en las imágenes de los laterales: santos hechos de madera cuarteada y
descolorida sobre paredes de adobe pintadas a la cal.
Cuando llegaron frente al altar, se
postraron ante un Cristo que Natacha nunca había visto. Estaba tallado sobre un
gran tronco único, las vetas de la madera no tenían interrupción, salvo las
vueltas y pliegue de la piel y del taparrabos de Jesús, donde las sombras
moldeaban los contornos entre los cuales la figura principal parecía estar
inmersa, atrapada, y cobijada. Porque esa era le impresión que daba la figura
de Cristo sobre la cruz: un sitio donde el dolor es un estrecho escondrijo
privado. Poner los ojos sobre él, era como espiarlo.
Natacha se quedó extasiada, sin poder
desviar la vista a pesar de la vergüenza, y mientras la tía le decía que se
sentaran. Retrocedieron y se ubicaron en la primera fila de asientos. Los demás
continuaron entrando y se sentaron. Muchas mujeres se acercaron a saludarlas y
la tía Clotilde les presentó a su nuera. Casi todos sabían que era una condesa,
y no dejaron de acercarse hasta que el cura apareció por el atrio.
Al terminar la misa, ellas salieron
rodeadas de gente, y la tía intentaba no ser descortés, pero de pronto dijo:
-Ya nos veremos, señoras, ya nos
veremos…-Y agarró fuertemente a Natacha del codo y la hizo subir a la carreta.
Al fin partieron de regreso a la estancia,
quejándose la vieja de todas esas mujeres que sólo querían quedar bien con
Natacha.
-No se preocupe, tía, no me molestan.
-Pero
a mí sí.
En la estancia Máximo y los tíos habían
salido al campo. Las otras mujeres habían ido de compras al pueblo. Natacha y
la tía Clotilde desayunaron solas en un solar bajo las araucarias.
-Dígame, tía. ¿Quién hizo el Cristo del
altar?
-Los indios, m’hija. Los jesuitas tenían
una misión muy grande acá, cuando los echaron quedó todo abandonado muchos
años. Pero ese Cristo se mantuvo sano.
Natacha
pensaba en el rostro sufrido, donde hasta las lágrimas talladas parecían
oscuras como la madera. Durante toda la misa había estado observando la figura.
Las manos crispadas y enfurecidas, el cuello torcido cubierto por la sangre que
caía desde la corona de espinas, el torso desnudo y flaco lleno de cicatrices
que en la madera eran como grietas donde los insectos depositaban sus huevos.
¿Por qué pensaba eso, si no los había visto? ¿O creyó ver las moscas que
caminaban sobre el cuerpo? Entonces vio las piernas del Cristo, huesudas, con
los pies cruzados uno sobre el otro y atravesados por el mismo clavo. Y lo que
le llamó la atención fue que ambas piernas estaban trisadas en diferentes
sitios, una en un muslo con un corte profundo que llegaba casi hasta la mitad,
y la otra en la pierna, oblicuo y más superficial.
- ¿Usted vio, tía, el daño que le hicieron al
Cristo?
Clotilde la miró con sorna.
-Ya
entiendo, te referís a las piernas. Fue a propósito, me dijeron los indios.
- ¿Y
usted por qué los conoce tanto?
-Porque
o uno se lleva bien con ellos, o nos hacen una matanza. No digo acá, pero en
los puestos de frontera todavía siguen salvajes. Además, estos fueron
domesticados por los curas, y son más sumisos que nuestros perros. Ellos
construyeron la capillita acá en la estancia. La familia no quería saber nada,
pero yo me impuse. Al fin de cuentas era en memoria de mi hermana y mi cuñado.
Y los indios son los mejor artesanos de la zona. Son artistas, y ellos crean
según las visiones que tienen.
Se quedaron en silencio, mientras la mañana
avanzaba lentamente bajo un sol que delataba los árboles y sometía al casco de
la estancia a un tórrido manto de calor y dolor. Los perros ladraban de tanto
en tanto, y se escuchaba el trote de los caballos que los peones sacaban a
caminar. Los techos de la chacra relucían y parecían estar quejándose del calor
que iba a azotarlos durante el día.
- ¿Pero por qué esos cortes?
-Mirá,
m’hija. Yo no entiendo mucho de eso, porque es todo muy enrevesado, como todo
lo que los jesuitas hicieron. Ellos les enseñaron a los indios la religión
mezclada con la ciencia, y todo al servicio de Dios, por supuesto, aunque los
echaron por algo más terrenal, según dicen. Pero sea como sea, los indios
aprendieron de matemáticas, y las aplicaron en las artes con que construyeron
la iglesia.
La vieja sacó el rosario de un bolsillo y le
mostró la cruz a Natacha.
- ¿Ves cómo tres lados de la cruz son iguales
y el otro más largo? Si se acorta éste, queda una simetría casi perfecta. Y si
trazás una línea entre cada punta se forma un rombo, pero si agarrás un compás
y lo apoyás en el centro, formás un círculo.
La tía
respiró profundo y tomó un mate. Natacha esperó, y le pidió uno. Era la primera
vez que lo probaría. La tía la felicitó cuando pasó la prueba. Le había
gustado, dijo, pero luego aceptó únicamente por compromiso.
- ¿Y después?
-En
todo círculo se calcula el número griego, el número Pi, que dicen que es
infinito.
Natacha
se quedó pensando. Era necesario el dolor, cualquiera sea, y el dolor físico
siempre es más evidente, y aparentemente más eficaz que el dolor espiritual,
sólo porque es más inmediato. Nuestro cuerpo, se dijo, es una carga, nuestra
carne está hecha para morir, pero antes debe sangrar, y ser golpeada y cortada.
Sin eso, no es carne. Sin eso, sólo es un tejido sin valor porque nunca estuvo
a prueba. ¿Por qué, si no, los sacrificios? Cristo había sido el cordero mayor.
La simetría y el infinito.
La
carne perdurable.
Desde
entonces, la tía Clotilde fue su única aliada. Porque cuando Máximo anunció a
la familia - un domingo mientras almorzaban bajo unos árboles, con el gran
fogón asando la carne a unos metros de la mesa, y las sirvientas yendo y
viniendo de la casa con bebidas para las mujeres y el vino para los hombres,
rodeados por los perros que daban vueltas-, que Natacha estaba embarazada,
todos se quedaron callados por unos segundos. Sólo para ella ese tiempo fue
mucho más largo. Vio en las miradas de la familia que todos comprendían que no
había pasado el tiempo suficiente desde el casamiento, pero luego estalló una
carcajada en la voz rotunda del tío Álvaro, el marido de la hermana mayor. Se
levantó de la silla en la que estaba como postrado por el sol del mediodía, la
carne y el vino, y sacudió a Máximo de los hombros, abrazándolo y palmeándolo.
Estaba borracho, y por eso había dejado de lado lo que en los demás era todavía
un resquemor, por lo menos, sino tácita desaprobación.
-Pero, en fin, muchacho, nadie tiene por qué
enterarse, estas cosas son muy comunes-le dijo al oído, pero todos lo
escucharon.
Natacha bajó la mirada y puso las manos
sobre la falda. La tía Aurelia se acercó a felicitarla con la mueca habitual
que utilizaba para calmar los ánimos de la familia. Le dio un parco beso en la
mejilla y fue a buscar a su marido para que se sentara. La otra tía, la más
seria y remilgada, se levantó y se puso a hablar con Clotilde. Parecían
discutir en voz baja, hasta que Aurelia se acercó a Natacha y le dijo:
-Clotilde
será su amanuense, y ella responderá por usted, querida. -Luego fue hasta donde
estaba su marido, alto y flaco y un bigote cano y espeso.
La tía Clotilde se sentó junto a Natacha y
le dijo que no se preocupara. Ella ya se había dado cuenta, pero entre ambas
había nacido algo que valía más que cualquier apariencia social. Máximo no
creyó conveniente acercarse a su esposa. La familia lo observaba, y se sentó a
conversar con el tío Álvaro y la tía Aurelia. Pasó la tarde y llegó el mate,
tortas fritas y muchos dulces.
El
sol fue cayendo sobre todos ellos: el tío Álvaro acostado en el pasto, junto a
dos perros que de vez en cuando le lamían la cara, las tías casadas se habían
metido en la casa, Clotilde y Natacha estaban sentadas con un libro en las
manos y hablaban. Las brasas se apagaban poco a poco, y una brisa fresca surgió
de entre los árboles. Máximo estaba apoyado contra un tronco cortado, fumando
la pipa. Miraba hacia el casco de la casa, y a los que aún estaban afuera. Miró
a Natacha, cuya mirada captaba de vez en cuando. Sabía que le estaba
reprochando su silencio. Le agradaba que hubiese encontrado en una de sus tías
la protección que nadie más iría a darle. Antes de volver a pisar la tierra en
la que había nacido, pensaba que Natacha y él serían un bastión invencible
frente a la familia. Pero cuando se enfrentó con ellos, volvió a ser el chico
tempranamente huérfano al que todos protegían. Fuese la guerra o las mujeres,
todo era un peligro para el futuro de la familia. Veían en él la única
continuación posible del alto legado que creían estar llevando sobre sus
hombros. Y ahora que una descarada condesa polaca venida a menos lo había
embaucado con hijo y casamiento, ya no podían dejarlo ir. Siempre había sido un
chico que se rebelaba a las reglas, le gustaba esconderse o escaparse, le
agradaba el río y sus peligros. Pero sabían también que era más inteligente que
todos ellos, y lo había heredado de su padre Nicasio. Los Hurtado de Mendoza lo
habían dejado en manos de la familia de su madre, criollos en los que no se
podía confiar del todo. Ya la guerra les había quitado un hijo, y con el fin de
salvar al nieto lo habían hecho viajar a Europa durante más de un año para
retenerlo allí. Pero Máximo, cuando ya casi estaba convencido, había conocido a
Natacha, y de pronto surgió la necesidad de comenzar otra vez, pero en la
tierra en la que había nacido.
La familia de su madre vivía de rentas
que ya no rendían lo suficiente. Habían malgastado parte del patrimonio de los
Mendoza, y ahora Máximo sabía que debían hacer economías. El dinero que los
parientes de España podrían mandarle era un recurso que no quería utilizar a
menos que fuese imprescindible.
El
hijo de Natacha había nacido en octubre del año siguiente a su llegada. Eran
dos meses antes de lo supuesto, pero nadie dijo nada sobre eso, porque algo era
más evidente todavía. Era completamente rubio y de una piel más blanca que la
leche. Máximo lo vio en la cuna junto a la cama de Natacha. Contempló ese
cuerpecito frágil, que tranquilamente podía pasar por un niño prematuro. Pero
cómo ocultar esa rubicundez que contrastaba con ellos. Miró a Natacha, que
miraba al niño de la misma forma que cuando miraba a su padre. Era admiración,
y más que eso. Tal vez una especie de sublimación.
Lo que Máximo se había esmerado por tapar
con millones de toneladas de agua del océano, con miles de kilómetros de
distancia, con todo el peso de la tierra de su país, había vuelto a surgir,
incólume y renacido. La rubicundez de Alexei Krakovsky el polaco en pleno campo
santafecino resplandecía como un sol. Y eso ero lo que descubrió en la cara de
ella: el éxtasis al ver que las sirvientas y los peones que había entrado a
conocer al chico lo miraban extasiados.
- ¡Pero
si es un ángel! -dijo una, y las otras la secundaba, mientras los hombres
miraban al chico y al padre, como confundidos.
Natacha estaba en el más alto esplendor de
su belleza: el cabello negro suelto sobre su cuello blanco y el camisón oscuro.
Sus ojos brillaban porque su niño era el punto de admiración de toda aquella
gente pobre y sencilla. ¿Había venido el chico para ser un símbolo, quizá? Eso
probablemente pensaba, mientras Máximo la miraba desde el otro lado del cuarto,
esperando que la adoración al niño por parte de sus trabajadores terminara de
una vez. Y entonces vio que estaba viendo la escena de esa habitación como
tantas veces la había visto en los pesebres de Navidad.
-Lo llamaremos Ariel, ¿no es cierto,
querido?
Palabra y visión coincidieron en su mente.
Ella seguramente estaba pensando en eso: la virgen y el niño, José y los
pastores. Sólo faltaban los reyes magos, y fue entonces cuando entraron los
tíos con regalos.
Esa noche hubo festejos para todos los
adultos, excepto para Natacha, el niño y la tía Clotilde. Hasta casi la
madrugada hubo música con guitarras, bailes, gritos y risas. Se carnearon y
asaron dos vacas, y Tomasa tuvo que traer del pueblo a dos mocitas para que la
ayudaran.
Las tías desde esa noche se callaron. Lo
evidente debía ser tapado con silencio, que suele ser más fuerte que el hierro.
Durante los siguientes dos años, vendieron
tierras y hacienda. El ahorro hizo que se recuperaran, pero al finalizar el
décimo año de su matrimonio mataron a López y las provincias del litoral fueron
intervenidas. Desde Buenos Aires llegó el ejército que se instaló en las casas
de los hacendados, y como nadie pudo negarse a riesgo de ser considerado
rebelde, dejaron que los meses pasaran mientras la hacienda se perdía
irremediablemente.
Pero la verdad era que Máximo veía que su
matrimonio se había derrumbado desde el momento en que habían llegado a Santa
Fe, y el nacimiento de Ariel no fue más que el único pretexto para que
siguieran viviendo juntos. Natacha se había convertido en una devota que iba a
misa todas las mañanas, y cuando la tía Clotilde se hizo más vieja y achacosa,
fue la excusa inmejorable para no la dejara ni a sol ni sombra. Por las noches
dormían en cuartos separados desde que el chico había nacido, pero él sabía que
ella se quedaba leyendo libros de teología hasta las dos o tres de la
madrugada. Lo sabía porque había tomado la costumbre de ir a la ciudad y cenar
con sus amigos. A veces Aráoz Urquiza lo acompañaba, pero no siempre porque a Lucrecia
no le gustaba; de todos modos, lo hacía la mayoría de las veces porque Máximo
se emborrachaba y no quería dejarlo volver solo a la estancia. Pero cuando
regresaba más o menos sobrio, veía la luz en la biblioteca, y a veces se
asomaba a saludarla. Preguntaba cómo estaba Ariel, ella le contestaba
levantando la vista del libro, y luego volvía a ignorarlo.
Había terminado por querer al chico. Era
apocado y tímido. Cuando tenía ocho años había empezado a mostrar habilidades
para el dibujo, y él le traía desde la ciudad lápices y cuadernos. Se les hizo
una costumbre ir a la arboleda detrás de la estancia y sentarse apoyando la
espalda en un tronco y mirar el follaje alto y frondoso. Intercambiaban
opiniones pueriles, y el chico se ponía a dibujar. Él no quería molestarlo,
porque una sola mirada podía ser suficiente para que se sintiese cohibido y
dejara de dibujar. Natacha sabía esto, y no le gustaba lo que dibujaba Ariel.
Esbozaba árboles y animales del río, aves, a veces la silueta de la estancia,
incluso a algunos de los peones.
-Deberíamos traer a un maestro de dibujo-
le dijo él a su esposa, la tarde que festejaron el décimo cumpleaños de Ariel.
Pero Natacha tenía otros planes.
Cuando llegaron los del ejército a
instalarse, ocuparon los establos y las habitaciones de los trabajadores. Ya
había pocos, así que las camas estaban vacías en su mayoría, y pasaban los días
esperando órdenes del gobierno, consumiendo el ganado de la hacienda de los
Mendoza. Decían que gobierno se lo retribuiría cuando levantaran la
intervención, pero no confiaban en eso. Fueron ellos los que vieron por primera
vez entrar al cura de la parroquia a la estancia. Caminaba medio encorvado, con
la sotana gastada moviéndose con sus pasos rápidos y una biblia en la mano
derecha apretada contra el pecho. No miró hacia los costados, donde estaban los soldados, sentados o tirados en el piso
alrededor de la estancia, ni a los oficiales que estaban a la sombra de la
recova.
Era domingo, así que Máximo estaba en la
casa, y lo vio entrar.
-Buenas tardes, ¿está la señora de la casa?
Máximo estaba en su escritorio, dejó de lado
las cuentas que no habían cerrado en todo el día, y preguntó:
- ¿Quién la busca?
-Soy el nuevo maestro de su hijo.
Entonces Ariel apareció en la sala, y
cuando vio al cura fue corriendo a él y se abrazó a su sotana.
Máximo Mendoza se abstuvo de contestar lo
que necesitaba contestar, y mantuvo un silencio hostil cuando Natacha recibió
al cura y llevaron a Ariel a la biblioteca. Dos horas después, los vio salir.
Él seguía con sus cuentas, inútiles porque ya no les prestaba atención. Saludó
con indiferencia al cura. La mirada de Natacha ya había tomado el cariz del
desprecio desde hacía algunos años. ¿Había sido su culpa, quizá? ¿La
indiferencia, las salidas al pueblo, las mujeres, tal vez?, porque no ignoraría
que él recurría a ellas. ¿O tantos libros de teología, o la iglesia? ¿A lo
mejor fue el desprecio de la familia, ese desamor tan en contraste con las
expansiones que veía su alrededor de él entre la gente del pueblo?
Natacha era un cuerpo sólido y fuerte,
delgado y vestido de oscuro, de rostro desaprobador y palabras secas.
Desde que llegaron a América sólo reía
cuando estaba con Ariel.
¿Extrañaba Polonia? ¿Extrañaba a Krakovsky?
Una sola vez, cuatro años después de nacer
Ariel, había querido preguntarle. Y entonces era una beata que se rehusaba a
dormir en la misma cama que él, y sólo aceptaba un beso como saludo. Fue a la
habitación de ella, entró y cerró la puerta. Natacha no lo había invitado, eso
era lo que mostraba su cara. Entonces no pudo preguntarle, porque ya todo
estaba dicho. Sobre la cama, en la pared, había un crucifijo de madera que los
indios de la capilla de los Milagros le habían regalado. Junto a la cama había
una mesa con una foto. Por un instante se confundió y creyó que era Ariel. Pero
el retrato era de un joven de veinte años o poco más.
Si tan hostil le era, se dijo Mendoza, si
tanto lo despreciaba, entonces no había acto que pudiese empeorar su opinión sobre
él.
Sentía
tanta ira, que no pudo detenerse, consciente en cada instante de cada
movimiento que realizaba. Tiró el retrato al piso, y apretando las manos de
Natacha la retuvo sobre la cama.
-Él
y yo somos el día y la noche, ¿no es cierto?
Intentó
besarla y se encontró con una cara huesuda que ni siquiera tenía olor. Intentó
hallar excitación en la misma ira que sentía, incluso en volver a imaginar lo
que pasaba en Varsovia cuando ella vivía con el padre. Pero ya nada lo
impulsaba hacia el cuerpo de Natacha, porque el alma de ella ya no le interesaba.
Algo de esa ira renació el domingo que
los visitó el cura. Esa noche discutieron. Sus voces resonaron por toda la
estancia, mucho más que de costumbre. Las sirvientas escucharon tras las
puertas, y los hombres esperaban en la recova, pensando que quizá algo iba a
pasar. La tía Clotide estaba en cama desde hacía diez meses por una apoplejía,
y aunque escuchara, no podía moverse ni hablar. Los otros no salieron de sus
habitaciones, estaban acostumbrados.
Una semana más tarde, el cura no vino,
aunque se suponía que era el primer día de lecciones de Ariel. Ese mismo
domingo Máximo fue a la habitación del chico y le anunció que irían pasar el
día en el río. Ambos salieron tomados de la mano. Máximo lo subió al caballo y
ató las provisiones, y comenzaron a alejarse acompañados por dos perros.
Desde ese día, todos los fines de semana,
fueron a pasear en bote. Máximo le enseñaba rudimentos de náutica y de pesca.
Ariel se reía más abiertamente, y ya no temía ensuciarse ni gritar, si así
quería. A veces pasaban la noche en campamento, y regresaban el lunes o el
martes por la mañana, sucios y cansados. Ariel observaba la expresión de su
madre, que los esperaba en la puerta, silenciosa y hosca, pasaba a su lado con
rapidez, y Máximo la ignoraba.
Durante cinco años Ariel y Máximo se
convirtieron en el padre e hijo que no habían sido durante los primeros diez.
La
intervención federal se había levantado, pero la economía seguía mal. Perdieron
más peones y sólo quedaba Tomasa y una sirvienta para la casa. Mendoza había
recurrido a su familia en España, y luego de varias cartas anunció que
compraría un barco para hacer viajes de cabotaje por el Paraná.
La familia, los pocos que quedaban, porque
la tía Aurelia había muerto y el tío Álvaro estaba muriéndose por cirrosis en
un sanatorio, lo miraron como si se hubiese vuelto loco.
- ¿Pero y la familia?
-Sólo
les pedí ayuda para abrirme paso por mis medios…
-Pero qué vergüenza…-dijo la otra tía.
-¿Acaso prefieren perder las tierras y la
casa? No tenemos más que gastos, la educación de Ariel, por supuesto, si
queremos que siga teniendo maestros privados, y la enfermera para la tía
Clotilde, y los gastos del sanatorio del tío, y los impuestos que nos cobra
Buenos Aires, y el préstamo a los Valente…
-Basta-dijo Natacha. -No es necesario que
nos des explicaciones. ¿Y quién se va a encargar y pilotear?
-Soy capitán, ¿no es cierto?
- ¿Y te ausentarás mucho tiempo?
-Tal vez todo el año-dijo. -Les mandaré las
ganancias para cancelar las deudas.
Cuando Ariel cumplió los quince años, ya
no era tan apocado ni tímido, pero se conservaba introvertido. Todos los años
en que su madre lo había llevado cada mañana a misa en el pueblo, los rezos
diarios y la adoración a los crucifijos y las imágenes de la virgen habían
formado en él un sentido de culpa ante todo lo que hiciera o hablara. Sólo con
Máximo logró olvidarse de esa sensación, pero para eso necesitaba estar lejos
de la estancia, donde cada cosa o lugar le recordaba a su madre. La noche que
escuchó los planes de su padre en la mesa, él ya los conocía porque lo habían
hablado durante un día de pesca. Máximo le había dicho que era necesario
ausentarse, pero Ariel pensó más en el barco y el río.
Su cuerpo alto y delgado de adolescente se
había tornado un poco más grueso en los hombros y en las piernas por efecto del
trabajo que ambos realizaban juntos durante los viajes por el Paraná. Mendoza
lo había llevado en sus recorridos por los pueblos costeros, buscando barcos
viejos que pudiese arreglar. Pensaba compray uno grande para llevar mercaderías
y pasajeros, y que aguantase largos viajes hacia el norte. Esperaba también
llegar hasta el Brasil. Ambos hablaban de las tierras que Máximo había visto en
América y en Europa, pero cuando llegaba al recuerdo de Polonia, se callaba,
por más que Ariel le preguntase.
Finalmente, un día fueron a Buenos Aires y
encontraron un viejo velero de la época napoleónica arrumbado en un muelle.
Tenía un mascarón de proa estropeado, y en un costado estaba inscripto el
nombre de “La conquéte”. Subieron y recorrieron la
cubierta y el interior. El inmenso tamaño daba la impresión de un tiempo pasado
que se había detenido. Mendoza habló con muchos hombres en Buenos Aires, y a
donde iba lo acompañaba Ariel. Le dijeron que el barco era una ruina, y a él
entonces se le ocurrió que la vejez y el tamaño fuesen quizá una atracción para
el éxito de su negocio. Habló con un ingeniero. Tenía la idea de convertir al
barco en una máquina de vapor, conservando los mástiles y adaptando la quilla
para el río.
Mandó telegramas a España, y recibió una y
otra vez la suma que pedía, que cada vez era más importante a medida que
pasaban los meses y los arreglos llevaban a otros arreglos. Dos veces las
máquinas de vapor se estropearon en las pruebas, el barco era demasiado pesado.
Finalmente tuvieron éxito, y el día que lo inauguraron los únicos de la familia
que asistieron fueron Ariel y Aráoz Urquiza. El barco fue bautizado con el
nombre de “Juan Manuel de Rosas”. Los que lo vieron botar en Buenos Aires se
dijeron que no le vendría bien tal nombre al éxito comercial, pero Máximo sabía
que en el litoral sería lo contrario.
El primer viaje sería más tarde, aún
faltaban los contratos y ultimar detalles técnicos. Los tres regresaron a Santa
Fe. Natacha había estado demasiado ocupada atendiendo a la salud de la tía
Clotilde, y había aflojado la preocupación que ejercía sobre Ariel. No le
gustaba el apego que había crecido entre ellos, pero había cedido porque la tía
Clotilde le había aconsejado que el chico necesitaba una figura paterna, que no
podía seguir creciendo bajo las faldas de su madre, y menos cuando ya era un
adolescente. Todo eso lo dijo poco antes de enfermarse. Y ahora la tía estaba
cada vez peor. A veces parecía muerta porque apenas se sentía su respiración,
otras, intentaba levantarse empujando su propio cuerpo con el único brazo en
que le quedaban fuerzas, y se caía de la cama. Dos veces se fracturó una pierna
y un brazo, y a la postración se sumaron los entablillados durante más de un
mes. Las enfermeras que ayudaban a cuidarla iban y venían porque no toleraban
el trato que les daba. Al final optó por evitarlas y hacer que Tomasa la
ayudara. La vieja negra se quejó de que debía cocinar y limpiar la casa, que
era demasiado trabajo. No lo decía por la tía, sino por Natacha. Para ella,
Natacha había hecho infeliz a Máximo Mendoza, el niño que había ayudado a criar
y cuyos padres le habían dado la libertad. Pero lo hizo, y todas las mañanas,
como ya no iban a misa, ambas mujeres cambiaban la ropa de cama y lavaban el
cuerpo de la tía Clotilde. Discutían, se insultaban, y la vieja las observaba
sin poder intervenir.
El día que regresaron, Ariel le dijo que
quería acompañar a su padre en sus próximos viajes. Estaban únicamente los
tres, los tíos que quedaban se habían mudado a Santa Fe luego de una discusión
con Natacha.
- ¡Estás loco!- dijo ella.
-Será un período de prueba-dijo Mendoza.
Sé que es chico, pero ha aprendido mucho estos años.
- ¡Ni hablar! ¡No se hablará más de eso
en esta casa! ¡Vamos Ariel, ya terminaste la cena! Vamos a tu habitación. -Se
levantó y agarró al chico de un brazo. Máximo los vio desaparecer tras la
puerta. Cinco minutos después, ella salió y cerró con llave. Nada se escuchaba
desde adentro.
Máximo y Natacha discutieron con gritos en
el comedor. Se volcaron vasos, y los perros, como siempre que los oían, se
escondían en los rincones y bajo la mesa. Tomasa escuchaba tras la puerta de la
cocina, temía que el niño Máximo perdiera la razón y maltratara a su mujer.
Ella era una arpía disfrazada de santa, decía la negra a quien quisiera
escucharla. Atusaba al niño Máximo y había echado a perder a su propio hijo.
Tomasa no confiaba en los curas ni en Dios, porque había iglesias para los
blancos y otras para los negros.
Ya se estaba durmiendo apoyada en la
puerta cuando escuchó un tiro. Abrió la puerta desesperada y vio en el comedor
a Natacha sentada. Buscó a Máximo y lo encontró apuntando una escopeta hacia la
puerta de Ariel. Había hecho saltar la cerradura. Soltó el arma y gritó:
- ¡Hijo!¡Andá a mi habitación, ya!
Miró a Natacha.
-Esta noche Ariel va a dormir conmigo.
No vio rastros de expresión en el rostro
de Natacha. Si hubiese visto por lo menos un sesgo de dolor que representara
toda su vida. Pero él no se daba cuenta que ella había petrificado ese dolor
convirtiendo su cuerpo y su alma en un madero tallado con los rasgos del
Cristo. Había pliegues como grietas que nadie veía, pero que allí estaban bajo
esos vestidos negros que la asemejaban a la virgen dolorosa.
En la mañana, encontraron muerta a la tía
Clotilde. Tomasa entró a la habitación, y vio a Natacha sentada junto a la
cama, en la silla de siempre, agarrando una mano de la tía y sosteniendo el
rosario que había pertenecido a la vieja.
-Avise al patrón-le dijo a la negra.
Tomasa fue al cuarto de Máximo, y como
nadie respondía, abrió la puerta. En la cama seguían padre e hijo, dormidos y
aún vestidos. El cuarto olía a sudor y orina. Vio los orinales bajo la cama y
los vació. Sacudió un hombro de Mendoza, y éste abrió los ojos.
-La tía murió-le dijo.
Mendoza se levantó y se lavó la cara en el
lavabo.
-Usted vaya y ayude a la señora, yo me
encargo del chico.
Despertó a Ariel y le dijo lo que pasaba.
Se cambiaron las ropas y fueron a la habitación de la tía. Ya había llegado el
cura y el médico para el certificado de defunción. Los pocos peones que
quedaban pasaron a dar el pésame.
Velaron a la tía durante todo el día y la
noche. Máximo hizo el papeleo para el funeral y el entierro en el pueblo, y en
la casa entraban y salían vecinos y amigos de la familia. La única hermana que
quedaba viva se sentó en la silla que había sido su preferida durante su vida
en la casa, y su marido permaneció a su lado, parado. Ni lloraban ni hablaban.
Simplemente estaban allí, esperando.
El funeral y el entierro en el cementerio
del pueblo fueron penosos, sobre todo por la cantidad de feligreses de la
iglesia a la que la tía Clotilde había asistido por cuarenta años. Durante el
servicio, Natacha observó detenidamente al Cristo del altar, de la misma forma
en que lo había contemplado la mañana que fue por primera vez. El Cristo no
había envejecido, pero las grietas de la madera eran más numerosas. Lo sabía
porque todas las semanas las contaba desde hacía quince años. Dios era un
contable que nunca se equivocaba, llevaba un libro en el que anotaba los bienes
y los males de cada uno. Pero no era posible que cada grieta en el tallado
fuese un nuevo mal en cada hombre o mujer, tal vez la proporción de la apertura
una millonésima parte de un milímetro, pero todo eso estaba fuera de su
comprensión. Lo había aceptado, o más bien se había resignado a aceptarlo luego
de haber esbozado cientos de esquemas geométricos o numéricos en otras tantas
páginas que guardaba en la biblioteca.
Un esquema de los planes de Dios. Eso
habría sido hermoso.
Y sin escuchar el sermón del cura, siguió
mirando el cuerpo del Cristo, sin resignarse a renunciar al orgullo de su
inteligencia, que la hacía culpable, y esa culpabilidad alimentaba la vanidad
del dolor: mientras más intenso más orgullo. Eso le ofrecería a la Virgen de
los Dolores cuando regresara a la casa. Eso era lo que le decía cada día y cada
noche desde que ya no podía ir a misa con la tía.
Cuando regresaron a la estancia, Máximo se
fue a su cuarto. Natacha fue a la capilla, y le pidió a Ariel que la
acompañara.
Se
arrodillaron juntos en el reclinatorio. Luego de un rato de silencio mirando la
imagen, ella preguntó:
- ¿Qué te dijo tu padre anoche?
-Nada,
dormimos.
- ¿Sabías que yo dormía con mi padre allá en
Varsovia? Los cuerpos de los hombres son hermosos y protectores. Ojalá lo
hubieses conocido, él se parecía mucho a vos.
El primer viaje del “Juan Manuel” debió
esperar casi tres meses a que terminaran los trámites de la herencia y sucesión
de la tía Clotilde. El sábado en que se leyó el testamento, estaban la hermana
y el cuñado, la prima Lucrecia y su marido, y ellos dos con Ariel. A último
momento llegó el cura y se sentó cerca de la puerta.
La
tía dejaba todos sus bienes terrenales a la iglesia.
Nadie
habló, sólo el cura tosió una vez. Se firmaron los papeles y el escribano se
retiró.
En la
mañana Máximo y Ariel sacaban sus valijas para colocarlas en la carreta. Tomasa
los acompañaría. Irían a Buenos Aires para iniciar el primer viaje. Cuando iba
a entrar a despedirse de Natacha, la encontraron vestida de y con una valija al
lado.
-Ya no tengo quien me retenga acá. No voy a
dejar que mi hijo se convierta en un marino borracho como vos. Que cierren la
estancia o que tus parientes se encarguen.
No
hubo argumentos para convencerla. Ariel los escuchó discutir durante todo el
viaje. Cuando llegaron a Buenos Aires, ella contempló el barco, digno de otros
tiempos y otras tierras.
Pensó en Polonia
y miró a su hijo, ya más alto que ella y con una suave barba que ya comenzaba a
crecerle, lo que lo hacía aún más digno de su estirpe.
Entonces
supo que no se había equivocado en ir con ellos. Subió al barco, y creyó
recuperar el pasado.
*
Julio Ruiz
escuchó que golpeaban a la puerta del camarote. Se restregó los ojos y se
desperezó. Había dormido toda la noche en la silla junto a la cama, pero Manuel
seguía acostado, desnudo y cubierto apenas por las sábanas de las que se
desprendía apenas lo tapaba. A veces sus párpados se movían sin alcanzar a
abrir los ojos, seguramente soñaba, y a juzgar por el rechinar de los dientes,
los músculos del cuello marcados con fuerza y los puños, no era nada agradable.
El golpe en la puerta volvió a llamar.
Julio se lavó la cara en la jofaina casi
vacía, desabrochó los botones del pantalón y orinó en la vasija que también
usaba Manuel, pero éste no se había levantado en toda la noche y las sábanas
estaban mojadas.
Volvieron a golpear.
- ¡¿Quién es?!-preguntó enojado.
- Natacha.
Julio levantó la vista al cielo raso y se
resignó.
-Un momento, señora…
Se abrochó los botones, se acomodó la
camisa y escondió la vasija bajo la cama. Abrió los postigos y vio que ya eran
más de las diez de la mañana. El cielo estaba nublado, y en la costa se veía el
movimiento típico de la ciudad y el puerto.
Abrió la puerta, y Natacha entró, con la cara demacrada y el mismo
vestido del día anterior. Aunque casi todos eran negros, él había aprendido a
reconocerlos. Debió haber dormido vestida, si es que había dormido, porque era
fácil imaginarla reclinada con las rodillas sobre el piso, adorando la mano que
se había llevado envuelta en una sábana. ¿Qué haría hecho con ella?
-Buenos días, señora.
-Buenos días, Julio-contestó, sin mirarlo,
porque tenía la vista fija en la cama. -¿Cómo pasó la noche?
-Durmió, si es que puede llamarse dormir a
los sueños o pesadillas que debe estar teniendo. Se mueve constantemente y de
vez en cuando se queja.
- ¿Está enfermo?
Julio intentó percibir algún sentimiento
en la pregunta.
-Tiene fiebre, nada más.
- ¿Nos escucha?
-Creo que sí, pero mantiene los ojos
cerrados como si no quisiera vernos. No me contesta, y si le pongo comida en la
boca ni siquiera la escupe. Se queda con ella en la boca y debo sacársela para
que no se ahogue.
- ¿Es lo que se llama catatonía, Julio?
-No precisamente. Los movimientos que
tiene no deberían estar si se tratara de eso, pero cada caso es distinto. Las
secuelas de un trauma emocional varían en cada persona, y puede ser que en él
persistan normales los reflejos del sistema motor periférico, además del
autónomo.
-Comprendo, Julio. Usted es un hombre
extremadamente inteligente que ha tenido mala suerte en la vida. Y sobre todo
es muy bondadoso cuidando a este hombre que apenas conoce, y sabiendo lo que ha
hecho.
Hizo una pausa, y no hubo respuesta. Julio
seguía con las manos tras la espalda y la mirada fija en la cama.
-Debo pedirle un favor muy grande. No crea
que no lo he pensado bien, lo hice toda la noche.
Abrió la mano derecha que hasta entonces
tenía escondida en puño bajo la palma de la izquierda, ambas frente a su pecho.
Julio había pensado que era un gesto de rezo, pero cuando leyó lo que estaba en
el papel, el significado de las manos se tornó en un símbolo de presa.
Ella le había extendido un papel doblado
en cuatro. Él lo agarró y lo desplegó. Leyó lo que ella le pedía hacer, lo
dobló nuevamente y se lo devolvió.
-Únicamente usted puede hacerlo sin que
muera-dijo ella.
- ¿Y por qué no lo mata directamente?
-Sólo Dios puede decidir eso. Solamente soy
un instrumento para el castigo.
- ¿Dios no tiene manos? ¿Acaso no creó al
hombre a su imagen y semejanza?
Natacha se sentó en el borde de la cama,
apoyó las manos en el colchón y el papel quedó abandonado junto a los pies de
Manuel, que respiraba jadeando.
-No le pido su opinión, Julio. No se trata
de una discusión de principios. Si no lo hace usted, lo hago yo, y estoy segura
de que en mis manos se moriría desangrado, o algo peor.
- ¿Y qué peor que lo que me pide para un
hombre?
-Tómelo como una medida higiénica, Julio.
De esta manera dejará de esparcirse el pecado. Sé que usted no es creyente,
pero sí es un hombre cultivado. Debe conocer el versículo de Mateo que se
refiere a extirpar lo que nos da ocasión de pecar.
Julio se acercó a Natacha y la agarró del
brazo.
-Usted siempre me pareció una mujer enferma,
señora. Le pido que salga y se encierre a llorar en su cuarto.
Ella lo miró asustada. Cuando él la soltó,
dijo:
-Está bien, si eso sirve para que usted
empiece su trabajo. Lo hará por todos nosotros, Julio, incluyéndolo
especialmente a usted. Mi marido me ha contado la razón de que su carrera se
haya derrumbado. Hay una orden de aprehensión contra usted, Julio. Un telegrama
a Buenos Aires, donde vive el doctor Farías, y vendrían a buscarlo.
Sus manos se abrieron con el gesto de un
cura al hacer la Consagración, pero las suyas tenían la intención de mostrar lo
que los rodeaba: un barco viejo y un puesto de trabajo, endebles ambos, pero lo
suficientemente dignos en comparación con la cárcel, o con el fusilamiento.
Julio Ruiz conocía muy bien al diputado
Bartolomé Farías. Su familia tenía antecedentes patricios hasta encontrarse
alguno en la Invasiones inglesas, por lo menos en los registros del Cabildo,
pero se decía que ya en los tiempos de la Segunda Fundación hubo algún Farías
que traqueteó por las calles de barro de la antigua Buenos Aires. Si era cierto
o no, o si el tal Farías que caminara solitario por la entonces aldea de pobres
era o no pariente suyo, quizá ni siquiera él lo sabía con certeza. Pero a los
fines de acrecentar su prestigio, él así lo confirmaba, porque cuando el doctor
Ruiz fue llamado de urgencia a la casona del diputado en el barrio de Palermo,
ésta había comenzado a ocupar su segundo período en la banca de su partido. La
campaña le había costado más esfuerzo que para el primer mandato. “Mucha pulla
y mucha mentira”, le dijo la noche que lo hizo llamar. Ruiz se había hecho
alguna fama en Buenos Aires, luego de su paso por Francia. Los médicos de
Buenos Aires lo habían recibido con frialdad, pero no podían decir, como de
otros, que fuese un charlatán de feria. Su título y su pasantía con Charcot no
permitían esos escamoteos a su dignidad.
-Pase,
doctor-dijo Farías, estrechándole la mano con fuerza y efusividad. Era un
hombre no más alto que él, pero ancho de hombros, ya calvo y con largos
mostachos que terminaban en un pequeño rulo. Luego recogió la pipa que había
dejado sobre la mesa.
-Lamento molestarlo a estas horas, pero me
lo han recomendado mucho, ¿sabe? Es usted una eminencia, y todavía tan joven.
-No
es para tanto, doctor.
-No se disculpe, los que tenemos de qué
jactarnos, no debemos disculparnos por eso. ¿Quién se encargaría, sino? La
palabra de los lisonjeros no vale nada, y de los otros, ya nos sobra.
Debía tener más de cuarenta años, pero era
un hombre fornido y se conservaba ágil. Se notaba en la forma en que caminó por
la sala comedor de la casona, esquivando las sillas de patas y respaldos
tallados con figuras delicadas, y pisando con cuidado las alfombras mullidas
del pasillo que llevaba al dormitorio donde estaba su mujer. Se detuvieron ante
la puerta, y le dijo en voz baja:
-Es el cuarto embarazo de mi señora,
perdió los otros tres antes del parto…Bueno, en realidad, el primero nació,
pero vivió sólo dos días.
-Lo comprendo… ¿Qué edad tiene ella?
- ¡Es muy joven! No es ese el problema.
Los otros doctores dicen que su útero no está preparado, ¿cómo se dice?,
adecuadamente, supongo. Esta vez me preocupa porque ya tiene nueve meses, y
ella está muy ansiosa.
-Entiendo, doctor… ¿puedo pasar?
- ¡No faltaba más! Pero por favor, para
usted soy Bartolo. Le dije a ella que era usted un amigo, porque está muy
reticente a recibir más médicos desconocidos.
Abrió
y dio un vozarrón que sobresaltó a Ruiz luego del cuchicheo tras la puerta.
- ¡Eugenia,
querida! Tenemos visitas.
Julio Ruiz se presentó ante la cama de la
mujer de Farías. Era delgada y no debía tener más de treinta años. El embarazo
le sentaba muy mal, se dijo él. Estaba demacrada y pálida.
- ¿Me permite revisarla, señora?
Ella asintió con desgano. Le hizo las
preguntas de siempre, la auscultó y palpó el vientre. No tenía temperatura y el
pulso era normal. Auscultó la panza de la mujer, y escuchó los débiles latidos
del bebé.
-Todo parece en orden, señora- dijo, y
Farías se acercó con una gran sonrisa y palmeó a Ruiz.
-Pero si es lo que yo le digo a Eugenia,
pero ella se preocupa y no come más que un bocado de pajarito.
La sonrisa y la expresión de Farías se
esmeraban por ser optimistas, como si supiese más de lo que le había explicado
a Ruiz. Cuando regresaron al comedor, se sentaron y bebieron de un licor que la
madre de Farías hacía en Santa Fe.
- ¿Sabe, Bartolo-dijo Ruiz, ¿recibiendo
ahora sí el permiso tácito del diputado Farías- si la señora tiene antecedentes
de familia de casos parecidos?
-No que yo sepa. Mis suegros murieron antes
de yo conocer a Eugenia, y yo ya era un hombre grande cuando la conocí. Vivía
sola en una casa alquilada y se mantenía con costuras. Siempre fue muy
delicada. Es como un pájaro, qué sé yo, no se ría. Aquí me ve, tan fuerte con
estas manos, con este vozarrón, tanto que me tienen miedo en el Congreso cuando
tomo la palabra. Pero cuando se trata de ella, estos dedos que usted ve tan groseros
la tocan apenas para no lastimarla. A veces, Julio, creo que yo la he lastimado
cuando, ya me entiende…
-No se preocupe. Me gustaría saber cuál fue
el diagnóstico de la muerte del primer chico…
Farías carraspeó y dejó la pipa sobre la
mesa.
-Mire, Julio. -El hombre tenía los ojos
brillantes.- ¡La pucha! ¡Mire que a mi edad me vean lloriqueando como una
mujercita!
Ruiz hizo el silencio esperado en tal
ocasión.
-Apenas nos conocemos, y ya me da confianza
usted. Por eso le voy a contar Julio, lo que ni siquiera mi Eugenia sabe. Los
otros doctores, los que la atendieron en los demás embarazos, eran unos
tarambanas. Y yo estaba en otra cosa, con la política de Buenos Aires que me ha
dado muchos dolores de cabeza. Mea culpa,
lo reconozco. Cuando conocí a Eugenia, creí que ya era un solterón empedernido,
de esos que picotean de aquí y allá. Usted no estaba en estos pagos en ese
entonces, pero yo me hice la fama. Cuando me casé con ella, todos decían que el
pajarito se había casado con el rinoceronte. ¿Y sabe usted cuál fue la
ocurrencia de Eugenia cuando escuchó ese comentario? ¿Usted vio a esos
pajaritos que picotean el lomo de los rinocerontes, y ambos conviven armoniosamente?
Farías largó una carcajada que retumbó en
toda la sala. Su mujer lo escuchó y preguntó que pasaba con una voz fina y
apenas audible.
- ¡No
pasa nada, querida!
Entonces Farías se levantó y fue a cerrar la
puerta que separaba el comedor del pasillo.
-Un momento, Julio.
Desapareció
por otra puerta durante algunos minutos. Ruiz miró la hora en su reloj. Eran
las doce y media de la noche. En la mañana tenía que ir muy temprano para
algunas consultas en el hospital Francés. Pero la confianza de Farías le
resultaba agradable. Se sirvió un poco más de licor, y miró con placer la
vajilla en las vitrinas, el mantel de encaje y el centro de mesa, quizá
comprado en París. Del hogar salía un fuerte aroma a roble. No tenía amigos en
Buenos Aires, todas sus relaciones desde su llegada habían sido compañeros y
colegas de trabajo. Farías era el único hombre que le había hablado más como a
un amigo que como a un profesional. El temperamento expansivo era lo que él, en
su deformación profesional, habría calificado de sanguíneo. Pero Ruiz sabía que
pocas veces existía una correlación exacta entre los síntomas y lo que había
hallado en la anatomía. Eso era lo que lo había enemistado, o como Charcot le
dijo la vez que se despidieron, lo había distanciado de la escuela de La
Salpetrierre. El positivismo dominante en la escuela neurológica chocaba con
los estudios psiquiátricos de los que había oído hablar a Breuer. Se había
cruzado con él en varias ocasiones en los pasillos donde las enfermas iban y
venían con su mirada vidriosa y perdida. Breuer era un hombre que no creía más
en la anatomía que en las palabras que decían los locos. Y de pronto ya no
tenía el hogar francés, y la escuela austríaca de neuropsiquiatría no lo había
aceptado. Regresó a Buenos Aires luego de quince años, y la ciudad era otra.
Pero el cosmopolitismo de los teatros era una cosa, y la decrepitud de los
hospitales, otra, así en París como en Buenos Aires. Por eso no se sintió
extraño, y su acento francés le conquistó una clientela que no habría podido
ganar si se hubiese quedado. ¿Por qué había ido a Francia a estudiar?, le
preguntaron muchas veces. Simplemente porque su madre era francesa, y los
Larriere lo separaron de su padre criollo y lo llevaron a Europa. Ruiz padre
había muerto en el campo, sobre el caballo en el que recorría las estancias y
los pueblos de la provincia, visitando enfermos, recentando curas y haciendo
nacer chicos, que muchas veces morían. Porque también era médico.
El día que le mandaron una carta desde
Buenos Aires para avisarle de su muerte, le llegó un paquete con las únicas
cosas que su padre había dejado en la pensión donde vivía. Adentro había un
estetoscopio y un martillo. Ambos estaban viejos y gastados, pero se colocó el
estetoscopio en los oídos y se auscultó el corazón a sí mismo por primera vez.
Tenía entonces diecisiete años. El corazón retumbaba como en una caja vacía,
pero de pronto escuchó un sonido extraño que no se repetiría sino hasta mucho
tiempo después, cuando otro fuese el médico que lo auscultara. Un sonido como
de otra cosa viva dentro suyo, algo que no pertenecía a su cuerpo. Cuando pensó
en esto, su mente proyectó en su memoria una imagen imprecisa, que con el
tiempo iría amoldándose a diversas concepciones del sonido que había escuchado.
Porque fue como una música muy breve que nunca más pudo -o más bien se atrevió -
a escuchar con el estetoscopio que usaría durante toda su carrera. Con apoyarlo
en su pecho habría sido suficiente, pero hacerlo traía consigo el hecho de
develar algo a lo que tenía miedo, sin saber por qué, y cambiar la ficción por
la realidad. Así había decidido actuar, de la misma forma que había visto hacer
a cada uno de sus pacientes cuando ante la verdad que él estaba dispuesto a
entregarles, ellos optaban por la ficción.
Si alguna vez hubiese intentado una teoría
neurpsiquiátrica, habría utilizado el absurdo como factor común, y tanto
hipótesis como corolario se anularían, porque el resultado del absurdo es la
continua contradicción, y el resultado final: la nada, el cero. O lo que quizá
es lo mismo, el eterno círculo. Muchas patologías obsesivas tenían como leiv-motiv algo repetido, a veces una
palabra o combinación de ellas, pero mucho más habitualmente se trataba de
números.
En la música que él había escuchado
alrededor de los latidos de su corazón, o por lo menos la melodía cadenciosa
que creía recordar haber escuchado, había también un estribillo, y como tal, el
círculo era el resultado inevitable de esa geometría musical. Un círculo es una
figura cerrada, que sólo aparentemente tiene límites. Pero cuando el cerebro
humano decide medirlo, encuentra el absurdo del infinito.
Todos estos recuerdos se esfumaron cuando
Farías regresó con una caja que apoyó sobre la mesa. La abrió y empezó a sacar
papeles viejos: cuadernos escolares, documentos, fotos. Entonces se sentó con
una de ellas en las manos, mirándola detenidamente, sin levantar la vista hacia
Ruiz.
-Cuando mi primer hijo nació, y la
enfermera y el médico me lo mostraron en una cunita que hice traer de París, yo
no entendía lo que estaba viendo. No era un niño, doctor, sino una… cosa…un
monstruo, eso es, y ya no me duele tanto decirlo. Vivió dos días, y fue una
bendición de Dios que se muriera. Pero antes de enterrarlo, la noche antes del
funeral cortito que le hicimos en la mañana en el cementerio, mandé buscar un
fotógrafo a la casa. Será un vicio de mi profesión, pero necesitaba algo
concreto del paso de ese chico por el mundo. Me enfurecí con el médico, y hasta
la regañé a Eugenia, como si ambos hubieran tenido la culpa, menos yo. Estaba
dispuesto a llevar a los tribunales al médico por lo que le había hecho a mi
hijo. Nunca toqué al chico, por supuesto, pero desde que tengo su fotografía,
no hay día que pase sin que la mire un poquito siquiera, o que por lo menos
piense en ella.
Alargó el brazo hacia Ruiz. Julio agarró
la foto. Había un bebé muerto, y el bebé tenía el abdomen abierto: se veían los
intestinos, el hígado y el estómago como en un preparado anatómico.
-El chico nació así, sin coberturas
tegumentarias. Esas fueron las palabras del médico. En la foto no se ve, pero
en la espalda también le faltaban partes, y se veían los riñones y los huesos
de la columna.
-Lo lamento mucho. Y dígame, Bartolo,
¿alguien en su familia sufrió de alguna malformación de nacimiento?
-No que yo sepa. Mi padre murió cuando yo
tenía dos años, así que no tengo el más mínimo recuerdo de él vivo. Sólo dos
fotografías muy rudimentarias. Si quiere, las busco…
Comenzó a revolver nuevamente en la caja.
Sacó uno tras otros más papeles y carpetas.
-Aquí están…
Ruiz vio a un hombre delgado y de bastante
edad, canoso y aparentemente consumido por alguna enfermedad. La cara estada
demacrada, el cabello escaso y la ropa parecía colgarle de los hombros.
- ¿No le dijo su madre de qué murió?
-Solamente que estaba enfermo, pero era un
tema tabú. Ella lloraba cada vez que recordaba a papá, así que me crie casi sin
poder preguntarle nada. Para mí fue una leyenda, prácticamente. Lo único que
ella repetía con melancolía, pero sin llorar, era que a él le gustaba mucho
comer cosas ricas, pero que se lamentaba tremendamente de que nada le caía bien
al estómago.
Farías se detuvo, mirando a Ruiz a los
ojos.
-Sí, entiendo lo que está pensando. Por eso
dejé en paz al médico. Después, con los otros dos, ni siquiera hubo nacimiento.
Pero ahora, Julio, tengo mucha esperanza. Eugenia siente que toda va bien y
estoy seguro de que esa maldición se ha terminado. Yo confío en usted, Julio.
Los dejo a ambos en sus manos. Usted viene de Europa, y se ha formado con gente
importante. Acá todos los matasanos no saben más que recetar yuyos o amputar.
No se ría, es así. Lo que no saben lo arreglan cortándolo, y chau problema,
como si nada hubiera pasado.
Esa noche siguieron conversando, y Ruiz
se fue a su casa a las tres de la madrugada. En la mañana se despertó a la hora
de siempre y realizó las consultas que tenía programadas como siempre, salvo
que con un poco más de sueño.
Pasó por la casona de Palermo todos los
días durante las siguientes dos semanas. Farías había acordado darle honorarios
más crecidos a los habituales, y aunque Ruiz intentó rechazarlos, Farías le
pasó un brazo sobre los hombros y le dijo:
- ¡Chist! Usted se lo merece, lo que sí le
pido es que no se lo mencione a sus colegas.
Luego de cada visita se quedaba conversando
con el diputado, pero la mayoría de las veces era interrumpido por el
secretario que lo ayudaba en el congreso, que iba y venía desde su propio
escritorio en la casa hacia el estudio donde trabajaba Farías, o era el
teléfono que sonaba una y otra vez. Bartolomé Farías tenía en revista
veinticinco proyectos de ley en ciernes, y creía haber entendido que el que
ahora estaba en estudio era una requisitoria para aceptar como prueba
fehaciente contra un acusado la simple acusación y denuncia escrita. Él no
entendía nada de todo eso, y sólo veía que cuando la cámara sesionaba no había
hora en que Farías, su secretario o sus compañeros del partido no entraran y
salieran de la casa con noticias que traían del Congreso o del bar en que se
reunían.
Ruiz se quedaba sentado frente al
escritorio, observándolo mientras gritaba por teléfono y expresiones de furia y
asombro se sucedías cuando preguntaba qué había dicho éste o aquel de sus
opositores. Su mujer parecía desaparecer de su mente, la misma que permanecía
en una habitación del primer piso, escuchando lo mismo que había oído desde que
se había casado con ese hombre: leyes que nunca conocería, porque ella y el hijo
estaban más allá de todo eso. Él era el hombre que se encargaba de todo: de las
leyes, de la economía, del futuro del país. Todo lo controlaba, o por lo menos
simulaba hacerlo. Los gritos y los golpes sobre la mesa de su escritorio
intentaban distraer la atención de aquello errores que dislocaban las pautas en
la que el país debía basarse, según él. Pero era en su propia casa donde la
fachada debía ser mejor construida: la tragedia escondida en una habitación del
primer piso.
Únicamente una fotografía era el estrecho
canal que servía para desaguar el dolor, que a veces se acumulaba tanto hasta
tomar el feo olor de la podredumbre.
Un domingo a las ocho de la noche, Ruiz
escuchó el timbre del teléfono. Era la sirvienta de Farías. Lloraba y apenas
lograba entenderla.
- ¡Doctor, por favor, venga! ¡Venga!
- ¿Es la señora, está en trabajo de parto?
- ¡Sí, doctor! ¡Pero grita como loca y yo
no sé qué hacer!
- ¿Y el doctor Farías?
-Está en el Congreso. No se lo puede
molestar…
Ruiz colgó. Agarró el maletín y un abrigo. Tardaría
una hora en llegar a la casona desde la pensión en que alquilaba en Saavedra.
Mientras el sulky traqueteaba en las calles de barro y el empedrado, pensaba en
que sería inútil mandar a alguien a buscar a Farías. Toda una barrera de
secretarios y partidarios evitarían que Bartolo Farías interrumpiera el largo
alegato que le había escuchado practicar durante muchas tardes en su estudio.
Llegó a la casa y subió al cuarto de
Eugenia. Ella estaba abierta de piernas y con la sábana llena de sangre.
- ¿Pero ¿cómo no me hizo llamar antes?
¿Cuándo empezó? -le preguntó a la sirvienta. La mujer lloraba y se tapaba la
cara con el delantal. Julio la agarró de los brazos.
- ¡Llame al hospital, ahora mismo! ¡Que
traigan una ambulancia y enfermeras!
La mujer salió y la escuchó hablar por
teléfono mientras él intentaba detener la hemorragia. Eugenia estaba pálida,
pero los brazos tensos como maderos que se sujetaban al colchón. El cuello era
un nudo de tendones en los que no se podía palpar el pulso, y la cara fruncida
en una expresión de dolor que pocas veces él había visto.
Llenó una jeringa e inyectó un sedante
donde pudo. Era imposible encontrar una vena adecuada. El vientre estaba tenso
y levemente depresivo, como se hubiese vaciado en parte de toda la sangre que
había manchado la cama. Se preguntó si el feto estaba muerto, pero apenas en un
día anterior había escuchado sus latidos. El dolor de Eugenia correspondía con
un aborto abrupto: la hemorragia, la contracción del útero y de los músculos
abdominales.
No podía hacer más que esperar ayuda del
hospital, se dijo. Pero eso no era cierto. Tenía la posibilidad de hacer algo
más que esperar, porque el tiempo, en esos casos era un espiral de muerte.
Apartó la sábana y llamó a la sirvienta.
-Escúcheme y tranquilícese- le dijo a la
mujer. - La necesito con las manos firmes, ¿me entiende?
Ella asintió y salió a en busca de lo que
Ruiz le había pedido: sábanas limpias y jofainas con agua caliente. Se quedó
parada junto a la cama, llevando la mirada muerta desde la cara de Eugenia a la
del doctor Ruiz, pero evitaba ver lo que éste estaba haciendo.
Julio sacó el bisturí del maletín. Lo limpió
en el agua recién hervida, y llevó la punta hacia el vientre de Eugenia. El
sedante había hecho efecto, pero ante el corte volvió a gritar y moverse.
- ¡Sujétela bien! -gritó a la sirvienta, y
ella así lo hacía, aunque cerraba los ojos a la sangre que le salpicaba la
cara.
La
panza de Eugenia Costa de Farías, la hija de almaceneros del barrio de
Monserrat que habían muerto y la habían dejado huérfana, la mujer que se había
ganado la vida haciendo costuras hasta que un gran diputado de Buenos Aires se
dignó poner los ojos en ella, ahora se abría y se desgarraba como el de
cualquier perro de la calle atropellado por un carro.
El vientre ahora flaco se había vaciado
luego de expulsar toda la sangre, y lo único que Julio Ruiz tenía en la mano,
porque una sólo era suficiente para sujetar a esa cosa que había extraído del
útero ya roto, era un simulacro de humano, un engendro con forma de hombre pero
completamente rojo, porque los músculos se movían como serpientes al contacto
con el aire. No tenía piel, no tenía ojos, pero si una boca que comenzó a
expulsar un llanto que fue lo único verdaderamente humano.
Eugenia
levantó la cabeza al oírlo, y lo vio en la palma derecha del doctor Ruiz. Ya no
gritó. Dejó caer la cabeza en la almohada, sin cerrar los ojos, con la vista
fija en el cielo raso.
Ruiz
cubrió con una sábana húmeda el cuerpo del niño. Suturó el vientre de Eugenia y
volvió a inyectarla.
Media hora después escuchó los caballos de
la ambulancia. Las enfermeras entraron y vieron que ya todo estaba hecho. Se
llevaron al chico y a la madre al hospital.
La
sirvienta se había sentado en la cama, toda sucia, y lloraba.
-Yo llamaré al doctor Farías-dijo él, y bajó a
la sala, donde estaba el teléfono.
Bartolomé Farías no interrumpió su alegato
hasta las dos de la madrugada. Nadie quería interrumpirlo, estaba espléndido y
en toda su capacidad discursiva. Sus partidarios lo miraban con admiración, y
hasta los opositores de la cámara, que intentaron interrumpirlo, se dieron por
vencidos. Dos veces los secretarios trataron de llamar su atención, y hasta uno
de ellos hizo el gesto acorde a una llamada telefónica, pero el diputado apenas
apartó la mirada del gran salón de la cámara de diputados, donde era observado
y escuchado con respeto.
Después de los aplausos y de las
felicitaciones, Farías logró apartarse de los hombres de saco y corbata que
intentaban llevarlo hacia el salón comedor, y se encontró con su secretario
personal. Entonces Bartolo vio la cara del viejo José, y creyó comprender. Pero
su sonrisa no correspondía con la congoja del viejo.
No preguntó más que si el doctor Ruiz se
había encargado de todo.
-Así
es, doctor.
Entonces subió al sulky más tranquilo. Luego de dos cuadras vio que no iban a la
casa de Palermo.
- ¿A dónde
me lleva?- preguntó al chofer.
-Al Hospital Francés, doctor.
Entendía. De a poco, iba entendiendo, pero
no podía sacarse de encima las caras que lo observaban en el Congreso, las
palmas que lo aplaudieron, y el eco de su propia voz emitiendo palabras
gloriosas para el futuro del país. ¡Qué triunfo había sido el suyo el de esa
noche! Nadie se olvidaría de ella, y la prensa se encargaría de perpetuarla.
Ruiz lo esperaba en el vestíbulo. Se
dieron un abrazo. La mirada de congoja del médico lo decía todo.
-Los trajimos al hospital….
-Comprendo, Julio, sé que ha hecho todo lo
posible. Considerando los antecedentes, era esperable lo del niño. ¿Puedo ver a
mi mujer?
Julio Ruiz se paró delante justo cuando
Farías daba un paso hacia el corredor que llevaba a las habitaciones.
-Bartolo, tengo que decirle lo que ha
pasado. Venga, sentémonos.
-No necesito sentarme, Julio. Me siento
acongojado por el niño, pero al ver a Eugenia me repondré, ella me necesita.
-Soy yo, entonces, el que tengo que
sentarme.
Caminó hasta un sillón y se sentó con los
codos apoyados en las rodillas y las manos juntas. Farías lo contemplaba
parado. Le dijo todo lo que había sucedido.
-El niño vive, no comprendo cómo, pero aún
vive. Ella falleció poco después de las dos.
Los aplausos repercutieron en la memoria
de Farías.
Qué sonido tan espléndido era ese, y en
especial para las más largas despedidas.
Dos meses después del funeral de la mujer
de Farías, el niño seguía vivo. Lo tenían en una habitación aislada del
hospital. Habían llegado dos o tres médicos franceses y uno alemán para
estudiarlo. Se fueron sin decir nada, tal vez aparecería algún artículo en
alguna revista de medicina sobre el extraño caso sudamericano.
El proyecto de ley presentado fue
aprobado por amplia mayoría, por la cual muy pronto sería admisible como prueba
de culpabilidad la simple denuncia en cualquier comisaría de barrio.
La prensa se había cruzado con encomios e
insultos a la nueva ley, pero la verdad era que Bartolomé Farías adquirió mayor
renombre del que ya tenía, y comenzó a especularse que quizá se postulara para el
senado, o incluso para vicepresidente en el próximo período.
Sin
embargo, él se enclaustró durante todo ese tiempo en su casona de Palermo, como
correspondía a la imagen del esposo apesadumbrado por el luto. No llamó ni
preguntó por el doctor Ruiz, que continuó haciendo sus consultas particulares y
en el hospital, donde veía al hijo de Farías casi cada día. No tenía nombre
porque el padre no había querido dárselo, ni tampoco accedió a bautizarlo. Las
enfermeras habían vencido su instintiva repulsión y lo trataban como a
cualquier otro. Lo llamaron Justo.
Cuando
Ruiz quiso saber el motivo, ellas se encogieron de hombros, mirándose una a
otra, como buscando a la culpable. Se sonrieron, simplemente.
Un viernes a la noche escuchó que la
dueña de la pensión lo llamaba.
-Doctor,
tiene visita.
Era
José Evaristo, el secretario de Farías. Le resultó muy raro que el viejo
saliera de la órbita habitual del diputado.
- ¿Qué anda haciendo por acá, viejo amigo? -le
preguntó.
El viejo se sentó en la cama, había una sola
silla junta a la mesa y estaba endeble. Se sacó el sombrero y respiró profundo.
Estaba agitado.
- ¿Qué le pasa?
-Nada, doctor. Me vine casi corriendo…
- ¿Pero le ocurrió algo al Bartolo?
El
viejo se puso más nervioso aun cuando más se disponía a hablar.
-Mire,
doctor. No debería estar aquí, me siento un traidor. Le he sido fiel al doctor
desde que se recibió de abogado. Lo conozco como a mí mismo. Por eso no me
parece bien lo que está haciendo.
- ¿Y qué está haciendo?
El viejo se levantó y se puso otra vez el
sombrero.
-Váyase mañana, esta noche si puede. El lunes
van a venir a buscarlo.
- ¿Quién?
-La policía. El doctor no me dijo nada,
pero por casualidad vi la carta de denuncia contra usted. Ya la redactó y tiene
fecha del lunes. Ya sabe de qué lo acusa.
- ¡Pero por favor, viejo! No se preocupe.
Ya me han hecho demandas y las he salvado porque la ciencia me ha dado la
razón.
-Pero es por asesinato, doctor. Mi jefe lo
acusa de matar a la señora Eugenia.
El viejo se fue casi sin saludarlo,
mirando a ambos lados de la vereda.
Todo eso era absurdo, se dijo Ruiz. Farías
estaba al tanto de todos los problemas de Eugenia y el niño. Pero cuando se
acostó, se puso a pensar en el resentimiento, que en este caso era una simple
fachada, la cara opuesta del remordimiento.
Farías no podía soportarse a sí mismo.
No podía ser la gloria si al mismo tiempo
era el fracaso.
Una de las paredes tenía que ser derribada.
No huyó como le aconsejaron. Vinieron el
lunes muy temprano y lo llevaron preso. Se inició el proceso. Le dieron un
abogado que debió haber sido elegido entre los amigos del partido. Durante seis
meses salió y entró de la cárcel. No había méritos para considerar asesinato la
muerte de Eugenia Costa, dijeron los jueces. Pero Bartolomé Farías apelaba una
y otra vez, hasta que, luego de un año, prestó nuevo juramento la sirvienta que
había presenciado la operación.
Ruiz nunca recordaba su nombre de pila
porque era un nombre indio, de esos que le costaba pronunciar. Era hija de
india y de padre criollo.
- ¿Usted cómo se llama? -le preguntaron en
el juicio.
-Itza-había contestado, y los presentes se
rieron. Así fue como ese nombre se quedó grabado al fin en su memoria.
Itza había cambiado su testimonio. Durante
todo ese año había tenido que cuidar al chico enfermo. Le había cambiado las
telas que lo envolvían, y aprendido a conocer los nombres de los músculos y
huesos del bebé. Había superado el miedo, primero, luego la repulsión, y luego
la inmensa pena que a veces la hacía llorar y la paralizaba. No podía dejarlo
solo, tampoco podía estar mirándolo continuamente. Hasta que, de ambas situaciones, la menos
dolorosa era la segunda.
Había aprendido a querer al chico.
Cuando Farías entró un día para llevárselo,
ella le preguntó qué le haría.
-Ya sabés…-le había contestado
Entonces ella se tiró al piso y se puso a
llorar.
Farías alzó los ojos con impaciencia y la
pateó. Ella seguía sosteniendo al chico, y las telas delicadas que lo cubrían se
estaban cayendo.
- ¡Por favor, por favor, dotor! ¡Déjemelo!
Yo lo cuidaré como si fuera mío.
- ¡Hubieras
tenido a los tuyos, vieja de mierda!
- ¡Haré
lo que usted quiera dotor!
Entonces surgió la idea, que como una
inspiración le había llegado de la criatura más ignorante que lo rodeaba. Ella
era un instrumento, se dijo él.
-Está bien. Es tuyo, pero tenés que hacer
algo a cambio.
Itza había cambiado su testimonio. Dijo que
el doctor Ruiz había abierto a la señora Eugenia, y sin saber cómo arreglar
eso, la había matado.
Cuando ella terminó de hablar en el estudio
del doctor Farías, frente a los escribanos, se emitió la orden de apresar
nuevamente al doctor Ruiz. Cuando fueron a buscarlo a la pensión de Saavedra,
ya no estaba. Dijo la dueña que unas horas antes había estado un viejo que lo visitaba
muy seguido desde hacía un año. El viejo se había ido para el centro. Ruiz
salió con su maletín, ella creía que a sus consultas.
Lo buscaron durante varias semanas por
Buenos Aires. Se mandaron telegramas a diversas provincias, con una orden de
arresto.
Julio Ruiz recorrió casi toda la provincia
de Buenos Aires durante más de dos años. Había muchos pueblos chicos donde
esconderse. Ya no podía ejercer, por supuesto, pero aún tenía sus manos y sus
brazos para levantar cosechas o arriar ganado, o conducir carretas. Lo que
fuera. Después se fue a Mendoza y estuvo a punto de irse a Chile, pero un día
se dio cuenta que estaba demasiado ebrio para mantenerse en un caballo o en una
mula que lo hiciera cruzar los Andes. No recordaba cómo se había convertido en
eso. Un paria que recorría campos y pueblos apartados, intentando tomar el
color de la tierra para pasar desapercibido. Y nada más fácil para hacerlo, que
convertirse en un borracho. Nadie se fija en ellos, nadie hace caso de sus
insensateces. Y todos evitan acercarse a la mugre que los cubre.
Y un día se despertó, ya de noche, en una
cuneta en la ciudad de Paraná. No tenía idea de cuándo o cómo había llegado. Se
miró en el agua acumulada, a la luz de un farol. Estaba viejo, sucio y flaco.
El doctor Julio Ruiz, la futura promesa de La Salpetrierre, se había convertido
en un escombro. Y en un atisbo de lucidez, se puso a reír, porque se había dado
cuenta de que él era ahora como los enfermos que habitaban los pasillos del
hospicio. Ya no caminando sino apoyado contra una pared, y no con una bata
blanca, sino con una camisa que apretaba el cuerpo hasta casi asfixiarlo.
Más tarde, ya no sabía cuándo, despertó en
una habitación llena de botellas, como un mar de vidrio. Allí lo encontró
Máximo Hurtado de Mendoza.
*
Abrió la puerta
del camarote y llamó:
- ¡Tomasa!
La
voz sonó hueca en el pasillo. Ya era de noche. El barco seguía anclado y
amarrado a un muelle. Todos esperaban la vuelta del capitán Mendoza.
La vieja negra apareció protestando y se
paró con las manos en su cintura ancha.
-Traiga
agua caliente, compresas de las que tengo en mi camarote, las limpias, por
supuesto. También el maletín y la caja de metal que está bajo la cama.
Tomasa miró hacia dentro.
-Pero ¿qué pasó?
-Nada, vieja. Es lo que va a pasar, y vas a
ayudarme.
- ¿Para qué?
-Ya vas a saber. Hacé lo que te digo.
Cuando ella regresó luego de dos o tres
viajes e instaló todo sobre la mesa escritorio, Julio Ruiz se arremangó y se
lavó las manos cuidadosamente. Tomasa vio mucho esmero en esa higiene, pero
también un gran ensimismamiento.
- ¿Me va a decir qué le va a hacer al
señor Manuel?
-Lo que ordenan las Escrituras.
Tomasa alzó las manos al cielo, y dijo:
- ¡Ya me lo veía venir! ¡Cosa de la señora
Natacha! ¿Y usted le obedece como un perro?
-Sí, porque soy un perro que necesita
comer, y que aún quiere vivir.
-No me venga con boberías…algo debe
haberle dicho.
Julio Ruiz ya tenía las manos limpias,
pero continuó haciendo el gesto de Poncio Pilato. Tomasa comprendió y se calló
la boca. Desde ese momento se mordería los labios cuando viese lo que no le
agradaba, o la lengua para no gritar de horror.
Ruiz se sentó en una silla junto a la
cama. Tomó las compresas húmedas y limpió el cuerpo de Manuel. Tomasa lo
ayudaba girándolo sobre la cama. Manuel estaba despierto, lo había visto abrir
los ojos. Y Julio sabía que había escuchado toda la conversación con Natacha.
Cuando estuvo limpio, inyectó el sedante en una vena del brazo. Esperó media
hora mientras sacaba el instrumental quirúrgico de la caja y colocaba cada
pieza una junto a la otra sobre la mesa a su lado. Tomasa nunca lo había visto
trabajar de esa manera, en realidad nunca lo había visto operar, sólo tratar a
los hombres del barco con polvos o cosiendo heridas.
Cuando lo vio agarrar el bisturí con la
mano derecha y llevar la izquierda hacia los genitales de Manuel, Tomasa lo
agarró del brazo. Tenía en la cara la expresión del puro miedo.
- ¿Qué va a hacer, por Dios Santo?
- ¿Qué pensabas, Tomasa, cuando me veías
preparar todo esto? ¿Qué le iba a drenar un forúnculo, tal vez? -Julio sonreía
de la ingenuidad, quizá de la intencional ignorancia de la negra. - ¿Violó al
chico? ¿Hizo que se matara? Lo justo es justo: ojo por ojo y diente por diente.
Somos instrumentos de Dios, Tomasa. ¿Ves estas manos? -dijo, levantándolas, y
el brillo del bisturí cruzó raudamente la cara de la negra. -Son las manos de
Dios, negra. A veces los médicos somos lo más parecido a Dios que se puede
encontrar sobre esta tierra.
Hundió el filo en el cuerpo de Manuel.
Hubo un sobresalto y un grito, y Tomasa apretó los puños y se los llevó a la
cara. Luego, miró a Manuel, y se sentó a su lado, reteniéndole la cabeza a
veces, acariciándole el pecho, pero sobre todo soportando la fuerza con que le
apretaba las manos mientras el médico lo operaba.
Ella intentaba no ver la sangre ni las
manipulaciones del médico, y hablaba cariñosamente a Manuel. Aunque estaba sedado,
su rostro sufría una serie continua de metamorfosis: del dolor al alivio, de la
angustia a la desesperación, y luego el temblor y al final el agotamiento.
El doctor Ruiz no había olvidado su
destreza luego de tanto tiempo, y tal vez podría encontrarse en sus ojos un
cierto brillo de regocijo al hacer lo que había abandonado tanto tiempo antes.
Quizá la sangre que sabía contener, los músculos que exploraba, las venas que
disecaba delicadamente. Cortó y retiró los tejidos que provocaban la
enfermedad: eso había dicho Mateo en la voz casi sacra de Natacha Krakovsky. No
podía negarlo: era una mujer más grande que cualquiera que hubiese conocido. Su
inteligencia nacía de un dolor, que por ser tan profundo era inabarcable, como
las raíces de un ombú. Esa mujer que no pertenecía a América era lo más
semejante a una criatura autóctona. Imposible de desarraigar sin destruir la
tierra.
La sangre fluía por más que intentara
retenerla. Buscó y cosió los vasos sanguíneos. Luego suturó la piel. Lavó la
herida. Manuel ya estaba completamente quieto. Dormido, quizá muerto. El
colchón empapado en sangre, lo mismo que las manos y la ropa de Julio Ruiz. Se
levantó y sintió la sangre sobre el piso, que se iba secando. Buscó el pulso en
las muñecas, y no lo encontró. Luego en el cuello. Era débil, pero el hombre
estaba vivo.
¿Era, sin embargo, un hombre, ahora? ¿Definían
al macho de la especie únicamente esos órganos de la procreación?
Eso se lo dejaría a Natacha Krakovsky, la
sacerdotisa del barco.
Vendó la herida con ayuda de Tomasa, que
lloraba mientras obedecía sus indicaciones. Cuando terminaron, ella vio el
recipiente con los testículos extirpados. Lo tapó con una tela limpia, y
preguntó:
- ¿Qué haremos con esto?
Julio se estaba limpiando las manos, de
espaldas a ella y al enfermo. La luz de las lámparas de aceite le daba en la
espalda, y la cara permanecía en sombras. Los hombros se movían con los gestos
de las manos al lavarse, pero ella estuvo segura de haber distinguido un
encogimiento de hombros. Luego, escuchó la voz que vino desde esa sombra en la
que insistía en mantener la cara. Tomasa pensó, por un instante, en la cara
oculta de la luna.
-Lléveselos a la señora Natacha. Ella sabrá
sumarlos a su colección de reliquias profanas.
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