Pocas veces me he sentido bien
haciendo periodismo, o debería decir escribiendo periodismo, porque ésta es
sólo una de las ramas de una actividad demasiado trascendente para ser tomada
como un pasatiempo, y demasiado trivial como para ser considerada una rama de
las artes. ¿Qué es el periodismo? ¿Investigación, información, análisis? En mi
escasa, en mi particularizada y obstinada experiencia, es todo esto junto. Lo
que se investiga debe ser analizado para luego ser informado lo más
correctamente posible. Pero entonces, los que trabajan a conciencia, los
ingenuos que, por una enfermedad de nacimiento, crónica e irreversible, todavía
conservan el germen de Dios hablándoles como una madre posesiva en el fondo de
cada uno de sus actos, señalándoles con el dedo la culpa y el castigo, caen
siempre en la trampa de la realidad. La realidad no es una red sino una serie
infinita de redes entrecruzadas y tejidas sobre sí mismas. Cuando algún nudo se
desata vuelven a formarse muchos otros en alguna otra parte que ni siquiera
imaginamos.
La literatura y el periodismo no son
hermanos más que por ocasionales medios de expresión. La literatura siempre es
un intento de realidad, y su mayor logro es la creación de una nueva realidad
que se ha gestado entre los hilos de las redes ya existentes. Como el sueño
cuando se filtra en la vigilia, o cuando los ingredientes de la realidad
construyen el sueño. El periodismo, en cambio, intenta seguir las cronologías,
los argumentos, la lógica que intuye debe tener todo ese entramado,
inconmensurable, sí, pero también demasiado hermoso por su complejidad como para
no tener un objetivo. Busca, explora, saca deducciones, pero sus instrumentos
son precarios y no alcanzan a discernir más allá de los horizontes de un inocente.
La inocencia no implica imbecilidad, ni mucho menos ignorancia. La inocencia
puede sentir la sordidez y hasta contemplarla cara a cara, pero no la
entenderá.
Y eso es lo que pretende el periodismo,
entender para poder informar. Es, como la literatura, una interpretación más de
la hermética realidad. Y a diferencia de la literatura, para la cual la mentira
es el máximo exponente de la imaginación, la considera un fracaso.
Por eso, cada mes y cada año de mi
trabajo en la editorial se han convertido en fiascos de los que he debido
hacerme cargo, porque quien escribe debe saber que no hay manera de borrar el
pensamiento. A veces, sino muchas, me he quedado interrogante frente a la
máquina de escribir, con un dedo todavía apoyado en las teclas y la otra
frotándome los ojos como si con eso pudiese masajear mi cerebro igual que a un
músculo dolorido, en busca de los oscuros recovecos en donde he abandonado tal
frase o tal idea. ¿Alguna vez lo he dicho, o escrito, o sólo pensado? ¿Y si a mí
me inquieta, por qué no puede ser que a alguien más también? ¿Cómo saber que
nadie nos ha leído, escuchado o visto? La conciencia siembra dudas, la razón,
como dijo Goya, crea monstruos.
Beltrame, que ese entonces era el editor,
luego de unas cuantas crónicas que consideró bien escritas, me había destinado
a escribir notas para el “El radar de Buenos Aires”. Tuve que salir a la calle,
en ese entonces agitada por demasiadas manifestaciones sociales: gremios en
huelga que cortaban la intersección de Rivadavia y Callao. Los periodistas nos
refugiábamos en la confitería El Molino, que cerraba las puertas, pero los
mozos, acostumbrados a los tiros y a obviar las bombas de gases, nos servían
café con medialunas. A veces, los hombres pedían un whisky cuando pasaban las
horas y los tiros, los gritos y las sirenas continuaban hasta bien entrada la
noche. La mayoría de nosotros aprovechábamos para sentarnos a escribir la
crónica del día que aparecería en la primera edición de la mañana. Una vez,
creo que fue un primero de agosto, cuando ya eran las diez de la noche y estaba
muy cansada de estar sentada en las sillas duras y viejas, agotadas también la
ideas que ya había terminado de escribir, me sumé al pedido de mis compañeros
para subir a la torre cerca del molino donde hay una ventana. El dueño, acodado
en el mostrador, condescendió. En ese entonces el diario pagaba todos los
gastos y todos nuestros caprichos de chicos traviesos. Subimos las escaleras
estrechas y llegamos a la ventana que nos dio el gran panorama de la noche de
Buenos Aires. El edificio del congreso seguía con las ventanas iluminadas, las
estatuas exteriores pesadas e incólumes a la violencia, fieles a la eternidad a
la que habían sido confiadas. La plaza seguía repleta de manifestantes, ahora
quietos en su mayoría, sentados o acostados. De vez en cuando se escuchaban
tiros desde Rivadavia, que perseguían a algún grupo de manifestantes. Había
fogatas en medio de Callao, cortada al tránsito desde muy temprano en la
mañana. Y por todos partes carros militares, autos policiales, bomberos,
algunas ambulancias, y los tanques. Los cañones de los tanques apuntaban hacia
la plaza, donde los hombres y las mujeres aparentemente quietos, aguardaban
alrededor del monumento a los dos Congresos. Me abrí paso a codazos entre
Contreras y González, que siempre se veían obligados como buenos caballeros a
protegerme por ser la única mujer en el grupo. Saqué la cabeza por la abertura
mientras Contreras me levantaba un poco de la cintura para ver mejor. Sentí sus
manos tibias, ni violentas ni indiferentes, tímidas como su voz escondida por la cámara tras la que refugiaba su carácter. Era chileno, y había hecho
retratos de varias revoluciones y golpes de estado, hasta había hecho una
exposición unos años antes. Lo consideraban bien en el diario, y creo que tuve
suerte de que me lo asignaran para acompañarme.
Contemplé la muchedumbre en la plaza como
un enjambre quieto de hormigas muertas. Y tuvieron que ser los helicópteros que
entonces pasaron con las luces los que me hicieron darme cuenta de que así era:
gran parte de la gente estaba herida y seguramente muchos muertos. Las luces
iban y venían sobre las caras yertas algunas, sufrientes otras, dibujadas sobre
el asfalto y las baldosas como el fondo de un gran lienzo de concreto.
Contreras me soltó de pronto y comenzó a fotografiar, los demás se asomaron,
algunas con cámaras otros tomando notas. Éramos cuatro hombres y una mujer, y
fui la única que se quedó mirando lo que los demás no parecían advertir, porque
ellos contemplaban el panorama desolador de la guerra civil únicamente por las
connotaciones generales que implicaba para la política y la sociedad. Sus
rostros estaban abrumados y extasiados porque éramos el único medio que tenía
acceso a ese espectáculo. Antes debí aclarar que el dueño de la confitería sólo
a los periodistas del Radar permitía refugiarse dentro: ya sabíamos que
Beltrame tenía un arreglo con él. Lo habían amenazado, dijo el viejo, hijo y
nieto de los fundadores, y necesitaba protección. Beltrame en esa época
concedía y otorgaba como un obispo sus bendiciones: era el suplicio de su miedo
y el eco de su ignominia que sin duda no terminaría de buena manera, yo bien lo
adivinaba.
Y entre los grupos que se levantaban ante
la luminosidad enceguecedora de los helicópteros, vi una mujer de cabello
enmarañado, creo que castaño pero que refulgía con los destellos de las luces.
No lloraba y tenía la mirada clara, firme y enfurecida. Creo que la reconocí.
Se trataba de una de las líderes de la resistencia de izquierda. Las ideologías
estaban tan mezcladas en esa época, que todo el mundo confundía a los
subversivos con izquierdistas, a éstos con socialistas democráticos o con
comunistas soviéticos, y a los militares se los mezclaba en una ensalada de
carismáticos, renovadores, salvadores y terroristas de estado. Pero los cuerpos
estaban allí, tirados en la plaza, y en medio de ellos había una mujer que era
maestra y poco había ejercido su profesión antes de verse mezclada en política
social. Se llamaba Gloria, creo, y la vi caminar con un trozo de tela bajo el
brazo hacia la fuente. Se paró en lo más alto que alcanzó a llegar, no a la
estatua de La República, pero, así y todo, desplegó la tela arrugada y la
sacudió tanto como pudo. Obviamente era la bandera, y su foto apareció en la
primera plana del diario en la mañana siguiente: ella agarrándose de la mano de
alguna estatua vieja y solidaria con también viejas ideas, y en la otra
sacudiendo la bandera con cansancio, y hasta podía verse un lagrimeo incipiente
que Contreras pudo captar como pocas veces pudo hacer, según decía. Los méritos
de una fotografía no están tanto en el fotógrafo, comentaba, sino en la
oportunidad.
Por
supuesto, el diario se vendió y fue un éxito de batallas y reclamos, de
felicitaciones e insultos. Esa mañana entraron varios militares de rango a la
oficina de Beltrame, y le reclamaron con enfado. Cuando salieron, él se quedó
sentado mirando la foto de primera plana sobre su escritorio, con los codos
sobre la mesa, frotándose la frente y la barba con una mano nerviosa, y pasando
un dedo sobre el diario, manchándose seguramente con la tinta de la fotografía.
Se decía que conocía a la mujer aquella, que era o había sido su amante. Yo no
podía creerlo, al principio, pero esa fue la primera que lo entendí.
Contreras entró. Discutieron. Contreras alto,
de cuerpo estirado y flaco excepto en el abdomen, abultado como un embarazo que
tantas bromas pesadas había provocado en la oficina. Salió golpeando la puerta,
los papeles de los escritorios se sacudieron con el viento del estrépito. Se
sentó en su lugar y se tapó la cara. González, su amigo más cercano, apoyó una
mano sobre un hombro, intentó arreglarle el cuello de la camisa blanca como una
esposa dedicada y tímida, y le dijo:
-No te procupes, tenés un nombre, podés conseguir
cualquier laburo mejor.
Luego me tocó el turno. Entré enojada,
pero al ver la cara de Beltrame me convertí en lo que siempre solemos ser las
mujeres cuando vemos a un hombre que llora. Nos convertimos en sus madres, en
su paño de lágrimas, nos cobijamos bajo su sombra transitoriamente lastimada
para permitir que cicatrice. Y nos dejamos amedrentar, tal vez, porque amamos
lo que no somos: la recia sombra de la fuerza lastimada, el orgullo herido, la
indefensión y el frío. Amamos lo que no entendemos, porque si lo hiciéramos, no
sería lo mismo. Eso es lo que le sucede a él, me dije. La extraña, la añora, la
ve en la foto como una nueva insignia de la revolución, y sé que esa fotografía
era tan sugerente de la famosa pintura de Rubens, que no pudo dejar de verla
como una nueva salvadora de la patria, pero que moriría en el intento. Habría
quien la derribaría de su pedestal y le arrancaría la bandera, una vez muerta.
Y sin embargo la patria seguiría viviendo, como siempre, entrando y saliendo de
hospitales psiquiátricos, convaleciendo y creyendo recuperarse a veces,
consumiendo remedios, alcohol y noticias en los noticieros de la televisión del
mediodía. La patria quebrada y reconstruida como un esqueleto de lección de
anatomía.
Dios mío, me dije, cómo la extraña. Sin
duda, la ama, aunque no lo reconozca. Y mientras tanto, él hace como que no le
importa, porque allá arriba están los otros. Si tuviera dignidad, pensé, por un
momento, debería suicidarse. ¿Pero, y Dios? Eso es lo que él debía estar
preguntándose. Siempre llevaba una cruz de plata bajo la camisa, se la veía
sobre el pecho hirsuto en los días de verano cuando se desabrochaba los botones
superiores o en invierno cuando la calefacción obligaba a los hombres a aflojarse las corbatas.
Me miró parado desde el otro lado del
escritorio.
-A vos no necesito decirte nada, ¿no?
Agradecí, silenciosamente, el halago. Que a
las mujeres nos reconozcan la inteligencia, es algo que todavía nos desarma.
Por fuera, era pura furia.
- ¿Cuándo paso por tesorería?
-No te vas-me dijo, sentándose y pasándome
una nómina. Entregale esto a Dora Cifuentes, la del suplemento, ya la conocés.
Así que no me despedía, pero me enterraba
a las noticias del suplemento dominical dedicado a la mujer. Yo no tenía
fuerzas para seguir resistiendo, necesitaba el trabajo, por supuesto, y la cara
de Beltrame no dejó de subyugarme. Era un hombre apuesto, de verdad: el pelo
levemente largo y enrulado sobre las orejas y la nuca, la barba corta y los
ojos azul oscuro que tanto me hacían acordar a las costas de Mar del Plata los
días lluviosos.
Fui a saludar a Fabio Contreras, quién
sabía cuándo volvería a verlo. Lo encontré sentado en el cuchitril que usábamos
de cocina. Tenía una taza de café en la mano, la misma que usaba siempre y que
se había traído de Cuba, con la leyenda “Maten a Fidel”, que por supuesto había
hecho imprimir él acá en Buenos Aires.
- ¿Y? -le pegunté, golpeándole el hombro
con cariño.
Me miró con ternura. Había llorado. Sí,
ese día sería el paño de lágrimas, era evidente. Las otras chicas, las
secretarias, sólo servían para mostrar las piernas y dejarse acariciar, ellas
no escuchaban, ellas no pensaban y su consuelo se limitaba a los besos a
escondidas en el baño y tras las puertas de las oficinas cerradas con
pestillos. Yo consolaba intelectualmente, era una igual, y eso me engrandecía,
sin que ellos se dieran cuenta. Esa es la fuerza de las mujeres: la igualdad en
la individualidad.
Me habló de un posible contrato en Río,
que había rechazado años antes para quedarse acá, pero ese verso ya se lo
conocíamos por antiguo y vencido. La verdad era que había una nueva generación de
fotógrafos que hacía maravillas con las nuevas técnicas, bien lo sabía él, y
sus modos pronto dejarían de valorarse. Yo pensé en su última foto, aquella que
parecía una pintura de Rubens: la libertad y la muerte de una república,
capturada en medio de la noche, sin preparación previa, únicamente con las
luces de los helicópteros y la sombra de las estatuas. Rubens quizá no había
necesitado más, tampoco, que el humo del fuego y la sangre de las batallas, y
su mente había captado todo eso en un instante que se tornó infinito, pero el
tiempo de plasmarlo fue mucho más arduo, seguramente. Para el gordo y flaco
Contreras, sin embargo, fue cuestión de un segundo: el click del disparador de
la cámara pintando para siempre un instante de la historia.
-Me
dijo que me protegiera, ¿sabés?
- ¿Quién?
-¿Quién va a ser, boluda? Beltrame, ya
sabés…los milicos…la foto. A lo mejor lo dejan pasar, pero me conocen…mis
viajes…ya sabés.
-No te preocupés, tienen más de qué
ocuparse en estos tiempos, por ejemplo de explicar el ataque de ayer…
-O de ocultarlo…tienen muchas manos que
se ocupan de muchas cosas, por eso tengo miedo.
- ¿Querés irte a mi casa unos días, para
no estar solo?
- ¿Y qué va a decir tu amigo, el médico,
digo?
-No tiene que decir nada, además, es un
tipo raro, como nosotros…
Nos reímos por primera vez en toda la
mañana, como si el futuro fuese un llano sembrado de césped bajo el sol cálido
de un día de verano.
Varios días después me enteré de que
Beltrame no me había despedido porque era amigo de Leandro Mallea, que estaba
abriendo una editorial pequeña en San Telmo. Lendro me llamó ese mismo día a la
tarde para felicitarme por la nota de primera plana, y hablando, surgió la
verdad.
- ¿Vos se lo pediste?
-No le pedí nada, lo conozco y no meto la
pata en política, lo mío es la literatura…
-La torre de marfil…-dije, y enseguida me
arrepentí.
-Como vos quieras, pero lo de él viene por
cuestión de faldas, ya te habrás enterado.
-Algo así.
- ¿Y vos cómo estás?
Sabía que se refería a mi diabetes.
-Sobreviviendo, problemitas en los pies,
que mi novio se encarga de arreglar….
-Ya sé cómo…
-De la única manera que pueden hacerlo los
médicos-. Volví a arrepentirme, como si atacar a uno y defender a otro fuese la
eterna costumbre de las mujeres.
Desde
esa semana cambié de costumbres, pero la redacción de Dora Cifuentes era igual
de vieja y oficinesca. Dora manejaba un equipo de hombres que escribían lo que
ella quería, y si no lo hacían ella misma tachaba y escribía encima. Tenía toda
una semana para buscar material, elegirlo y redactarlo, y a veces ese exceso de
tiempo, en comparación al ritmo del periódico que hacía dos ediciones diarias,
la saturaba de indecisiones superfluas. Ella misma lo reconocía:
-Esta revista está llena de boludeces, ¿y
vos creés que es más difícil elegir entre dos boludeces que entre dos
genialidades? Cuando una se acostumbra a la mediocridad, se apoltrona en una
especie de oasis lleno de mierda donde una aprende a distinguir un sorete del
otro. ¿Cuál elijo?
No pude más que reírme a carcajadas y se
lo agradecí. Tenía cuarenta años y dos hijos, el marido trabajaba en los
talleres del diario, pero no sabía leer ni escribir, por eso había logrado
meterlo ahí de contrabando, como decía.
-Es una joya mi Pepe-decía siempre, y por eso
no le molestaba trabajar en la redacción del suplemento femenino con todas las
idioteces que la costumbre imponía. Lo que pensara Dora sobre el golpe militar,
se lo callaba, y la vez que entré en su despacho buscando unas pruebas encontré
un libro de Simone de Beauviour con marcas de lápiz y muchas notas.
Me mandó a la calle en busca de notas
alegres, las que llamaba positivas y triviales. Un día me mandó a Avellaneda,
donde un perro había sido salvado de una matanza a piedrazos que unos chicos le
propinaban por un policía viejo que estaba por jubilarse. Don Ramiro, se
llamaba, y nunca había pasado de vigilante en el mismo barrio. Ya estaba viejo
y los ladrones le pasaban por al lado sin que él se diera cuenta, o no le
importaba. Aunque hubiese diez policías jóvenes y fornidos, había orden de no
hacer nada. El crimen estaba organizado, como se decía entre las vecinas. A
veces, por la noche, cuando el vigilante ya se había ido, llegaban autos de
civil y se llevaban a alguien de alguna casa, en general de alguna casa de
pensión, al fondo de un pasillo largo entre dos paredes altas detrás de las
cuales casi siempre había un baldío. Pero en general no había robos, los
chorros independientes se iban a otro lado, donde no hubiese tanta vigilancia.
Porque en estos casos y en estas épocas, el viejo oficial Ramiro, con su pelo
cano y la espalda corva constituía un ejército de un solo hombre. Era como un
ombú: centenario y legendario, inconmovible e inviolable. Los chicos (milicos)
corrían y jugaban (disparaban y mataban) a su alrededor, mientras él daba
sombra a todos.
Lo encontré en la esquina donde me
dijeron que iba a estar. Miraba hacia el frente, con su gorra reglamentaria y
cruzado de brazos.
-Buenos días-le dije.
-Buen día, señorita-me contestó.
-Soy del Radar, vengo a hacerle una nota
sobre un perro que salvó hace unos días.
El viejo se sacó la gorra y posó como para
una fotografía. Le saqué una con mi camarita de mano.
Entonces me contó lo que sucedió.
-Era de tarde. Los chicos cuando salen de
la escuela van a la plaza. Hacen barullo, pero se portan bien. Pero ese día un
perro que no conocíamos se metió a pelear con un chihuahua de la señora que
vive ahí enfrente, ¿la ve?
Me señaló una casa antigua en cuyo jardín
estaba sentada en la mecedora una vieja solterona con un perro que no dejaba de
ladrar a todo el que pasaba por la vereda, y aun cuando no pasaba nadie.
-No me extrañaría que exasperara al otro
perro-dije, tomando el asunto a broma. Pero el policía me miró con
desaprobación.
-La señorita Larriere ya no escucha nada,
y todos debemos ayudarla.
Me
mordí los labios, ya veía que iba a arruinar toda esta estupidez.
-La señorita estaba paseando con su
bastón y llevando a su perrito de la correa. La saludé cuando cruzó la calle y
entró a la plaza. Los chicos jugaban en las hamacas y uno se calló y se golpeó
la cabeza. Cuando llegué, la madre estaba desesperada por el chico, pero ahora
estaba bien, salvo por el chichón y un poco de sangre. Pero mientras pasaba
esto, el perro extraño, al que no le había prestado atención antes empezó a
ladrar al Jacinto, el chihuahua. La señorita Larriere estaba más desesperada
que la madre del chico, usted comprende. Los sordos se asustan fácilmente
porque van perdiendo las proporciones de los hechos y las cosas, y más siendo
una anciana. Me temí que la cosa iba a empeorar, y así fue. Ella no tenía por
costumbre levantar a Jacinto en brazos, no podía agacharse con facilidad si
debía soltar el bastón, y de todos modos el otro perro se tiró encima del chihuahua.
Los dos se agarraron con todo, y menos mal que el otro perro no era mucho más
grande, así las fuerzas fueron parejas por un tiempo.
Don Ramiro carraspeó, tomándose un minuto
para retomar el hilo de su discurso, porque eso era. Si hubiese llevado un
grabador, me dije, no habría necesitado más que transcribirlo.
-La vie…quiero decir la señorita tiraba
de la correa, sin darse cuenta de que lo único que lograba era lastimar más a
su propio perro. Entonces los chicos empezaron a tirarle piedras al perro
extraño, pero por supuesto que también le tocaban a Jacinto. Yo no podía
abandonar al chico, que estaba atontado todavía por el golpe. De pronto la
pelea se detuvo. Le habían dado al perro un cascotazo grande en la cabeza y
estaba tirado en las baldosas junto a los geranios. Jacinto chillaba y
chillaba, con el pelo apelmazado de la saliva del otro, y algunos cortes en la
cabeza, pero se levantó y empezó a tironear para cruzar la calle y volver a su
casa. La señorita estaba como pasmada, se sentía tirada y arrastrada por
Jacinto pero no podía correr, por supuesto, y no quería soltarlo. Si cruzaba
solo podía atropellarlo un auto. Entonces una de las madres que habían
presenciado todo el barullo agarró la correa y contuvo un poco al perrito. La
señorita Larriere estaba excitada y llorosa, la otra la consoló mientras cruzaban
hacia la casona.
Entonces el viejo me miró, como esperando
un aplauso al que no creía ser merecedor.
- ¿Y el perro? -pregunté.
-Ahí, lo ve, sano y salvo.
-Pero al otro me refiero…
-Se murió, por supuesto, ¿no le dije que
le dieron un cascotazo en la cabeza? Lo envolví en una bolsa de arpillera de
las que guarda el cuidador en su galponcito y llamé a la perrera. Quedaron en
hacerle una autopsia por si estaba rabioso…Tratándose de los Larriere, debemos
tener precauciones.
- ¿Y por qué?
Me miró como si fuese una nena curiosa y
no una periodista profesional, y en verdad, no lo era.
-Los Larriere son una familia importante,
ya me entiende, y la señorita es la cuñada del general Gonzaga.
Sí, ya comprendía. No me quedé a comprobar
en la municipalidad si era verdad lo de la autopsia. Si el viejo lo creía
factible o no, todo dependía de su chochera, la cual lo defendería de la
realidad en su próxima jubilación. ¿Y yo qué sacaría en limpio de todo eso?
Nada había sido como me lo habían contado por teléfono en la redacción, y no
tenía ninguna nota sentimental que escribir para el próximo domingo. Pero ya me
daba igual, utilizaría el mismo escenario, haría desaparecer al “perro malo” y
pondría de relieve al chihuahua diciendo que había sufrido un intento de
secuestro por un desalmado anónimo que fue finalmente detenido. Mencionaría a
los Larriere, eso me haría quedar bien con el sistema, por lo menos de momento.
Condescender no es transigir, dicen, y de esa manera domestiqué mi conciencia.
Eran casi las seis y el sol había
descendido lo suficiente esa tarde de invierno para permitir que el frío
hiciera lo que quisiese con las calles. Me metí en un bar luego de caminar más
de quince cuadras hacia el Riachuelo, pero durante todo el camino me siguieron
aturdiendo los ladridos agudamente insoportables del perro faldero, histérico y
más caprichoso que un chico consentido. Varias veces miré atrás, porque me
resultaban tan reales a pesar de la distancia que por instantes casi me convencí
de que la vieja y el perro me seguían. Por supuesto, deseché esa fantasía que
el frío parecía concretar en las veredas llenas de yuyos entre las baldosas y
los adoquines. Ya no estaba en un barrio residencial, sino en zona de barracas,
lo que alguna vez se llamó Barracas al sur. El olor del Riachuelo estaba en el
aire, enquistándose sobre los viejos adoquines, siempre más eternos que el pútrido
asfalto con que escuálidas legiones de empleados mal pagados intentaban
taparlos con ese líquido chirle que desaparecía porque nunca coagulaba del todo
y que a la semana desaparecía con el paso de los camiones. En la esquina había
un bar cuyo nombre no pude adivinar tras los vidrios sucios. Escuché ladridos
graves, y miré atrás. Un perro viejo ladraba hacia la calle por donde yo había
venido. Ya oscurecía. Me pareció ver la sombra de una vieja flaca y renqueante,
y escuché la voz de un tipo que se paró a mirar al lado mío. Dijo algo, pero me
di cuenta de que le hablaba a alguien más adentro del bar. Dijo algo así como:
“la vieja tristonga”. Todo eso era
demasiado tanguero para ser cierto, y me reía para mis adentro recordando un
poema de Homero Manzi. El carretón del tango llegaba lento y tambaleante, y
constrastaba con la figura irreal que yo creía ver a la distancia, al final de
la calle.
Me metí en el bar y me senté a una mesa lo más lejos posible de la vidriera. Allí, junto a la pared y a dos metros del baño de hombres, apoyé mi carpeta de apuntes y guardé el grabador sin usar en la cartera. Todo era tan viejo y sucio en ese sitio, que pensé que era una blasfemia permitir que esas mesas, que tal vez habían escuchado las voces de los primeros inmigrantes, vieran inmiscuirse en su intimidad cualquier objeto que fuese aun mínimamente modernista. Lo máximo, tal vez, al que se habían habituado, fuese el permitir el uso de una birome gastada y sin capuchón, que el mozo, cadete o algún escritor bohemio se prestaban de a ratos, de la mesa al mostrador, del mostrador a la bicicleta, y vuelta a la mesa del poeta viejo y demasiado malo para ser publicado. Pero tal vez la birome se cayera en la calle desde el bolsillo del pibe que llevaba los pedidos a las casas de pensión, o se extraviara en algún bulín resurgido desde la tiniebla del atardecer como un viejo fantasmón de pacotilla.
Podría escribir un relato con todas esas
impresiones, me dije mientras esperaba el café con leche y la medialuna de
grasa, que al fin llegaron, el uno casi frío y la otra endurecida por las
horas. Dispuesta a resignarme, no hubo resignación porque no me importaba.
Consulté mis notas.
Había una posibilidad más para el artículo
del domingo. No era una nota de color, obviamente, pero estaba cerca de lo que
solía atraerme. Por allí, en los aledaños a los viejos barracones que estaban
casi siempre cerrados porque hacía años que no se usaban, había comenzado una
invasión de ratas, o de alimañas, según decían. No recuerdo quién me lo
comentó, creo que uno de los fotógrafos jóvenes que querían quedar bien conmigo
para invitarme a salir. A veces inventaban, otras exageraban, como en esta
oportunidad. Me dije que tal vez sería adecuado orientar la entrevista hacia un
lado de higiene urbanística, e insinuar un poco de connotación social. Yo sabía
que podía hacerlo, y quizá Dora reconociese que se podían aunar ambas
orientaciones: lo serio expresado con tintes amables. Algo así fue lo que
después explotaron los noticieros de la televisión hasta el hartazgo y el
amarillismo pútrido. Pero en el diario, bajo la férula de Beltrame todavía
estábamos con el corset puesto. Y recordé la caricatura que había circulado por
todos lados, clandestinamente, claro, y que debía estar escondida en el doble
fondo de algún cajón de escritorio de la redacción, que mostraba a un general
con gorra, múltiples medallas en las charreteras, pero vestido con un corset de
cocotte, las piernas desnudas y peludas, y las botas puestas. El general se
asfixiaba, pero no dejaba de azotar el aire con su látigo castrense. ¿Quién lo
había dibujado? Todos lo sabían, pero nadie lo mencionaba. Dos años después, el
autor moriría de cáncer, justo cuando el general de turno era velado a cajón
abierto en la bóveda del panteón militar. Cosa que la mujer del dibujante no
pudo hacer, porque la cara del muerto era una caricatura demasiado severa,
demasiado sublime para ser mostrada, hecha por las manos del cáncer.
El
bar se fue llenando de a poco con hombres que salían del trabajo en el puerto o
las barracas. Los más jóvenes pedían cerveza, los más viejos grapa, y me dije
que había retrocedido en el tiempo. No me hacían caso, aunque al principio me
habían mirado un par de veces. Jugaban al truco, se reían, golpeaban la mesa con
los puños. Un par de chicos acompañaban a sus padres, y uno o dos perros se
acostaron bajo las mesas desocupadas. Se encendieron las luces interiores, y
afuera el farol de la esquina peleaba como un Quijote frente a una luz de
mercurio que se había encendido lentamente, fría e indiferente a lo que
estuviese fuera de su halo, como si fuese el límite entre la vida y la muerte. Todo
lo contrario a lo que ocurría dentro del bar, la semi penumbra de las lámparas
de poca potencia que se alternaban con la que estaban quemadas desde años antes,
las sombras vocingleras de los hombres, que se iban tiñendo de alcohol.
Miré la hora en mi reloj de pulsera. Eran
las siete y media. Estaba oscuro y tendría que haberme levantado e irme para
tomar el colectivo que me llevara de vuelta a casa, del otro lado del Riachuelo.
Bernardo ya debía haber vuelto del consultorio porque no tenía guardia esa
noche. Estaría leyendo, lo más probable, perdiendo la noción de la hora hasta
que fuesen quince minutos antes de la nueve para empezar a cocinar algo al ver
que yo llegaría tarde. Pero no quería irme. Pensé en salir a la calle y
recorrer los alrededores. Llamé al mozo, que murmuró una cifra indescifrable en
sus labios gastados por el tabaco. Salí como una señorita bien de los viejos
tiempos, una maestra normal estilo Manuel Gálvez, o una profesora de piano que,
aterida de frío, se había refugiado en el bar, y la calidez de los obreros la
había entibiado. Salí, y muchos me dieron las buenas noches, unos con una
especie de sorna con que disfrazaban el respeto que yo les inspiraba. La
maestrita de los obreros, me dije, parodiando a Edmundo de Amicis, y al fin de cuentas
me sentí cómoda en ese papel, por el cual mi madre había peleado inútilmente
con sus discursos echados puertas adentro, siempre para nosotros, su familia.
El discurso de izquierda, no el popular, no el demagógico, sino el socialista.
Salí a la calle y me cubrí de hielo
invisible. El invierno, sin embargo, me agrada. El invierno es en sí mismo un
ensimismamiento, juego de palabras que ilustra las varias capas en donde la
mente se desarrolla. Hay teorías que explican la psiquis como una serie de
departamentos independientes comunicados por puertas condenadas: se escuchan
cosas tras las paredes lo suficientemente finas, pero las puertas no se abren
sino al final, cuando ya no es necesario ver lo hay que detrás. Otras
representan la psiquis como una serie de compartimientos concéntricos y
superpuestos uno sobre otros: no se anulan, se alimentan del inferior como si
de raíces se tratara, pisos sobre pisos, construyendo inmensos edificios
circulares. Eso es el invierno, me parece, el estar en uno de esos pisos,
mirando por la ventana el transcurrir de lo que hay afuera: la nada, quizá, o la
muerte que pasa y da vueltas, que acecha y parece escabullirse durante el día
al condensarse en el filo del frío que nos roza la cara cuando enfrentamos las
calles, dioses urbanos que hemos levantado en pétreos pedestales para
amedrentarnos con las palabras del consuelo, donde la piedad es una palabra tan
débil como el sonido de las letras que la forman: las vocales débiles, las “d”
como un zumbido mensajero de enfermedad, y la “p” que intenta sobresalir como
un padre de familia cansado al final de un día de trabajo.
En todo esto venía pensando, con el vicio
de la deformación profesional que transforma las ideas en letras impresas sobre
el papel invisible que es mi mente. Eso me evita el dolor de las piernas y los
presagios que me aturden: la enfermedad que presiento cada mañana luego de
ponerme inyecciones de insulina mirando la cara de Bernardo como si fuese un
espejo de mi cara: lo que él pretende mostrar es lo inverso a lo que yo me esmero
en expresar: las facies de la moneda, sí, la moneda que paga el minuto extra se
gasta y va tomando las impresiones de los dedos que la tocan. Él último,
Aqueronte, la guardará en su bolsa y nunca más será tocada.
De pronto, me encontré a las nueve de la
noche a la orilla del Riachuelo, lejos aún del puente. El silencio era extraño,
pero no me era habitual estar a esas horas en un sitio como ese. Escuchaba el
tránsito a lo lejos, pero no alcanzaba a ocultar el sonido de la corriente
lenta del agua tan cerca, que tuve la necesidad de ir hacia ella. Pensé en el
suicidio, ¿por qué? Como otras tantas veces, me regodeo en las fantasías de la
tragedia. Una actriz frustrada, es lo que soy, me parece, vivir en la piel de
los personajes para deshacerme del ansia de victimización con la que alzo la
significación de mi vida a niveles tolerables con la dignidad, o por lo menos
con la idea que yo concibo con tal palabra. Me senté en lo que alguna vez fue
un esquife y que ahora estaba sobre el muelle con yuyos creciendo entre las
maderas.
Entonces escuché unos pasos desde la
calle, pateando pedruscos y a veces tropezando por las puntas de las suelas
rotas. Imaginé a un hombre de contextura grande, corpulento, de barba negra,
pelo ensortijado y con un sobretodo negro de cuellos alzados hasta las orejas.
Vi el vaho blanco que salía de su nariz al respirar, y él debía estar viendo el
mío, por eso se dirigía hacia donde estaba.
Creo que tuve miedo. ¿Me robaría? ¿Me
violaría? Lamenté más mi propia estupidez que el posible delito de un hombre
que no haría, tal vez, más de lo que había estado haciendo toda su vida:
responder sin pensar, y obtener con ello el impecable precio del momento, el
instante que algunos llaman Dios.
Me levanté y caminé otra vez por los
adoquines, creyendo huir. Lo sentí a varios pasos detrás, sin apurarse. Hicimos
dos o tres cuadras de esa manera, y ya estaba hastiada. Me puse a correr, de
esa manera decidiría de una vez la cuestión: si el hombre era un cualquiera, desaparecería
en la distancia, y si no lo era, me alcanzaría muy pronto para terminar con lo
que probablemente estaba previsto en los anales de esa noche. Pero fueron otras
dos cuadras, y los pasos rápidos se repitieron detrás, sin adelantarse ni
retardarse, constantes, y hasta monótonos, como el tecleado de una máquina de
escribir. Los adoquines como teclas donde alguien escribía sobre papel blanco y
bajo el rótulo de mi nombre escrito en letras negras y mayúsculas el expediente
de algún tribunal kafkiano.
Escuché el respirar del hombre, y hasta
creí oír los latidos de su corazón cansado.
Vi un corralón con las puertas abiertas y
lo que creí era una luz tenue. Fui hasta allí y entré, cerrando la puerta.
Adentro, no había más que oscuridad, pero escuché un gorgoteo, quizá la
traducción de esos latidos, pero ahora en la forma de otra sustancia: no la
sangre sino el agua, quizá. ¿Como la rueda de un molino? Pero era un sonido
metálico, también. ¿El cospel del subte al entrar en el molinete? La oscuridad
y el sonido grave del fondo de la noche lo sugerían.
-Está ocupado.
La voz me sorprendió, distorsionada,
neutra.
-Usted disculpe-dije, mirando hacia lo
oscuro. La luz que creí ver antes había desaparecido al cerrar la puerta, ¿una
lámpara se había apagado con ese movimiento o era la luz de la calle que
entraba y salía como si un espejo la expulsara? ¿Un espejo en ese sitio?
Recordé que los espejos reflejan también la oscuridad.
-Un hombre me seguía, y tuve miedo.
Entonces escuché que quien me había
hablado se levantaba y caminaba hacia mí. Reconocí los pasos de botas rotas.
- ¿Qué hacés acá, Ceci?
No alcanzaba a verle la cara, pero
identifiqué la voz, por fin, y creo que me habría largado a llorar, de puro
tonta, de puro sentimentalismo exasperado.
- ¿Fabio?
¿Pero qué hacés vos acá?
Encendió un fósforo y le vi la cara
demacrada, la barba descuidada y los ojos turbios. Retrocedió y encendió una
lámpara de querosene. Se sentó en un banco de madera e hizo la señal de
invitarme a sentarme a su lado. Así lo hice, le agarré una mano y le pregunté
qué había pasado. No lo vi desde la despedida en la redacción, pero no habían
pasado más de quince días. No era tanto tiempo para verlo tan desmejorado. Como
no me contestaba, decidí darle tiempo. Vi que a nuestro alrededor el sitio
estaba arreglado para vivir un largo plazo: un colchón tapado con varias
frazadas, un calentador a garrafa, una olla y una sartén, y a un costado, en un
anaquel armado con cajones de verdura, la cámara de fotos de Fabio y los cuatro
libros que llevaba en todos sus viajes, uno de ellos el South América de
Agustín Álvarez y otro el David Cooperfield de Dickens. De esa manera,
decía, lograba entender lo que nos pasaba a los latinoamericanos.
Agarró una de mis manos y la llevó hasta
su panza. Temí una intimidad que no deseaba, pero me equivoqué. Mis dedos
palparon el vientre que tanto había dado que hablar en la redacción, pero ahora
estaba más grande, y sin embargo el cuerpo de Fabio parecía consumido. Hice el
ademán de apartar la mano cuando sentí el movimiento bajo la piel. Él la retuvo
a la fuerza. Le vi en la cara el dolor, y creo que mi mano lo aliviaba, o por
lo menos lo hacía la idea de que otra mano ajena sintiera lo mismo. Era una
especie de consuelo que Dios no podía dar.
-Me voy a morir, Ceci. Ellos están por
salir.
- ¿De qué estás hablando? Dejate de
pavadas y vamos a casa, Bernardo te va a revisar.
-Dejalo en paz al pobre que ya bastante
tiene con vos.
Lo miré y no supe si reírme o largar de
una vez el llanto que había estado reteniendo todo ese tiempo. Hice ambas cosas
a la vez, y cuando Fabio se acercó y me dio un beso en la mejilla y secó un
poco las tontas lágrimas, supe que hablaba en serio. O estaba loco. O yo lo
estaba por creerle. Porque lo que me contó era inverosímil, tanto como puede
serlo un viaje a la luna o la metamorfosis de un gusano en una mariposa.
Eran ciclos, me explicó. Hay muchos como
ellos, cientos, miles, quizá. Me habló de los Larriere. Le conté de la vieja
del perrito. Se echó a reír.
-A esa la tienen apartada en la casona
porque está senil. Nadie le cree a una vieja chocha, y si es de antigua
alcurnia, le siguen la corriente sin hacerle caso. Es como el riachuelo que
pasa y pasa sin que nadie ya le haga caso, y nadie ve que se lleva cuerpos y
otras cosas entre tanta mugre.
Hizo silencio, y escuchamos las sirenas de
una ambulancia. Una vez le dije a Bernardo que me pareció, en medio de una
noche en nuestra cama, mientras dos o tres ambulancias pasaban raudas, escuchar
el canto de las sirenas, y que había comprendido definitivamente su encanto en
esa ensoñación. Sentí cómo me habían atraído irresistiblemente, hasta el punto
de sentir el ansia de levantarme y asomarme a la ventana, y salir. Eso fue lo
que pensé ahora, con Fabio a mi lado.
-Es mi turno ahora-dijo. -Acá esperamos
hasta que sucede, estamos cerca del agua…
- ¿Y ese ruido metálico, como a vías?
-Es el eco del subte desde el otro lado,
viene del túnel que excavaron bajo el Riachuelo cuando provincia y nación planearon
extender los subterráneos al conurbano, que quedó en el limbo de los proyectos
gubernamentales. A veces lo imagino como un cielo de abortos deformes que
lloran y gritan en silencio, todos rodeados de un cielo rosa sobre un sueño
celeste, mientras los querubines van y vienen cambiando pañales sucios de mierda
y sangre.
Nos reímos. Le pregunté por qué a él, es
decir, la razón de que él fuese uno más.
-Por el mismo motivo por el que vos sufrís
lo que sufrís, Ceci. No elegimos las enfermedades, aunque a veces creemos
haberlas buscado. Pero el mundo elige solamente las que quiere reconocer,
porque le conviene por cualquier razón, la mayoría económicas, por supuesto,
perdón por la perogrullada. La sociedad sufre de los mismos procesos psíquicos
de cualquier individuo: reprime lo que no quiere ver o le hace daño, o simplemente
no comprende. ¿Qué hace con la muerte? La cubre de incienso y recompensas o
castigos, o la ignora sin nombrarla, o lo hace con eufemismos como “defunción”
y “óbito”. Hay otras más técnicas y modernas, pero más inciertas, con lo que no
dicen nada, como el “cese de las funciones vitales”. Todo eso lo hemos
escuchado nosotros en cada entrevista de un choque en la calle o después de un
tiroteo, de los médicos, los policías y los funcionarios.
-Las palabras esconden-dije.
-Las palabras son fantasmas, Cecilia.
Pero no podemos vivir son ellos.
Nos quedamos hablando hasta entrada la
madrugada. Me dijo que desde siempre los barracones habían servido para ocultar
lo que él llamaba la fase del ciclo.
- ¿Son por eso las noticias de ratas y
bichos de toda clase?
-Siempre los hubo en estas zonas, por
supuesto, no en vano se vive cerca del Riachuelo, y de vez en cuando aparece
algo para tapar huecos en las noticias.
Pensé en los carretones que llevaban
basura al río y otros que regresaban a la ciudad con mercadería descendida de
los barcos. Los carromatos que aún seguían arrastrados por bayos viejos cuyas
riendas eran llevadas por manos callosas de hombres ya también viejos como fantasmones
de otro siglo. Pero seguían siendo hombres de carne y hueso que se detenían a
orinar cada vez más seguido y que al final del día entraban al bar a tomar
grapa, una ginebra, y adormecerse en la silla, con un brazo sobre la mesa y el
vaso en el extremo de la mano, la cabeza ladeada sobre un hombro, y roncando
hasta que el mozo los sacudía para echarlos. Y mientras tanto, en su cuerpo,
los seres aquellos se revolvían inquietos por el alcohol. Pero el alcohol le
hacía bien al hombre, porque lo adormecía y lo hacía olvidar.
- ¿Cuándo va a pasar?
-En cualquier momento-me contestó.
Nos acostamos en el colchón. Me abrazó y me
apoyé en su pecho. Apoyé una mano en su panza porque sabía que le hacía bien, y
no tuve miedo de lo que se movía adentro, que era casi una revolución, o una
guerra. Escuché los sonidos de campos de batalla con armazones que se
entrechocaban y revolvían la sangre de Fabio como olas en mares tormentosos.
Besé su barba y luego sus labios. Me pareció ahora ver al hombre que corría por
las calles de ciudades en plena guerra civil en las dictaduras o por los campos
de sublevados de Colombia o Cuba. Lo admiré, es verdad, y lo envidié, en cierto
modo. Y ambos sentimientos se mezclaron tanto que fue una especie de amor. No
pensé en Bernardo y en su iracunda paciencia, esa contradicción que tanto me
atraía.
Fabio respondió a mi beso.
Se desnudó a pesar del frío, como si se
estuviese preparando para amortajarlo. Vi su vientre desnudo de piel fina y
vello crespo, y dejé que se me subiera encima y me bajara la ropa interior.
Sentí que ellos se movían mientras Fabio se deslizaba dentro mío, que eran un
ejército desplazándose por mi piel, conquistando tierras y asentando la
civilización de un nuevo gobierno.
Cuando terminó, me miró raspándome la
cara con la barba. Había tristeza, y sé lo que habría dicho de haberlo dejado,
pero le tapé la boca con la mano.
Pocos después empezaron los dolores. Se
retorció sobre sí mismo, mordiéndose los labios para no gritar. Yo fui de un
lado a otro del barracón, desesperada. ¿Iría en busca de un médico? No podía
dejarlo morir así. No podía creer en todas esas fantasías. Saldría a buscar un
teléfono y llamar al hospital, pero cuando abrí la puerta vi que ya estaba amaneciendo,
y escuché un grito corto y ronco de la garganta agobiada de Fabio. Y con la luz
que entraba, piadosa, a espantar los miedos de la noche, vi los insectos que
inundaban la barraca exactamente igual a un mar que estuviese desbordándose. Y
ellos llegaban hacia la puerta, pero la luz los detenía, como una marea que de
pronto de detiene en la playa. Luego, en el fondo, escuché el tronar del subte
de la madrugada que llegaba por el eco del túnel, transportando hombres y
mujeres hacia sus trabajos en la ciudad. Los insectos se escabulleron por los
rincones y fueron desapareciendo por los agujeros que llevaban hacia todos los
puntos de la ciudad, rodeándonos tras las tenues capas de cemento que
construíamos para protegernos.
El
cuerpo de Fabio era una bolsa vacía, parecida a esa bolsa de arpillera donde el
vigilante de la plaza había puesto al perro muerto.
Caminé de regreso por las calles de la
madrugada hacia la parada del colectivo. No había nadie todavía. Esperé hasta
las seis de la mañana, cuando lo vi venir desde lejos. Entonces sentí que un
perro me olfateaba una pierna. Lo miré, me observó con lástima. Era blanco, y
me di cuenta de que en realidad no me miraba porque estaba ciego. Simplemente
se puso a olfatear mis zapatos y pareció seguir en la vereda. Luego regresó y
agarró algo que corría junto al cordón. Lo masticó, y lo que fuese crujió como
el caparazón de un insecto.
Antes
de subir al colectivo, me limpié las suelas de los zapatos en las baldosas, por
si quedaba alguno, no era cuestión de invadir el colectivo con los engendros de la
noche.
Ilustración: Laurent Ziegler
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