lunes, 8 de septiembre de 2025

Daniel Orme (Herman Melville)







Lo que un retratista profundo como el Tiziano, o nuestro 

famoso compatriota Stuart, ve en cualquier rostro, lo que 

tal observador puede estudiar allí atentamente, eso es, en 

esencia, el hombre. Superfluo el intentar desenmarañar su 

historia verdadera de las noticias antagónicas que se escu

chen. No sucede igual con nosotros, quienes somos Tizia

nos y Stuarts deficientes. En ocasiones nos impresiona 

algún rasgo excepcional que de inmediato despierta nuestro 

interés. Pero se trata de un interés que, debido a la ignoran

cia, rebosa de curiosidad común y corriente. Procuramos 

enterarnos por alguien cuáles han sido la carrera y la expe

riencia de ese hombre; tal vez intentemos obtener la infor

mación de él mismo. Pero lo escuchado de otros pudiera 

resultar murmuraciones sin fundamento y, si a él nos acer

camos, pudiera mostrarse quisquillosamente taciturno. En 

pocas palabras, en una mayoría de los casos viene a ser 

como un meteorito caído en un campo. Allí está. Los veci

nos externan su opinión al respecto, y bien pudiera tratarse 

de una opinión bastante extraña; pero ¿qué es? ¿De dónde 

vino? ¿En qué ámbito inimaginable adquirió esa extraña e 

ígnea apariencia metálica, ahora que el ganado pace la 

hierba húmeda a su alrededor? 

De necesidad será imperfecto cualquier intento por des

cribir a un personaje como el que aquí hemos sugerido. No 

obstante ello, es un hombre de tal descripción el que sirve 

de motivo a este ensayo de bosquejo.

 No siempre es verdadero el nombre que de un marino 

aparece en la lista de la tripulación, ni en todos los casos 

indica el país de origen. Asentado esto, necesario es decir 

que, bajo el nombre puesto a la cabeza de este escrito, por 

largo tiempo vivió un hombre perteneciente a un viejo bu

que de guerra; con verdad absoluta puede afirmarse que de 

su historia primera nadie sabía nada, excepto él mismo; y 

allí, desde luego, era inútil buscarla. Atento como se mos

traba siempre a cumplir con sus deberes, no tardó en ganar

se el respeto de los oficiales. En cuanto a sus compañeros, 

si ninguno tenía razón para gustar de alguien tan distinto, 

nadie a la vez se permitía con él la menor libertad. Cual

quier asomo de acercamiento, y en su mirada surgían la 

severidad y el rechazo. 

Llegado por fin a una edad avanzada, se lo retiró como 

capitán de las velas, asignándosele un puesto y un grado 

menores; a saber, el de guardián al pie del mástil central, 

siendo su tarea, simplemente, aguardar el momento de 

apretar o soltar cabos. Pero incluso dicha tarea, debido a las 

guardias nocturnas, exigió al poco tiempo demasiado es

fuerzo del marino, ya septuagenario. En pocas palabras, ató 

su última driza y desapareció en tierra, en algún oscuro 

amarradero. 

Fuera cual fuera su disposición de ánimo original, nunca, 

o al menos nunca en sus viajes posteriores, se le conoció en 

especial por su sociabilidad. No que se mostrara gruñón, 

como algún marino veterano con lumbago, ni recogidamen

te taciturno, como un piel roja; pero sí irritable y, con fre

cuencia, dado a murmurar en voz baja. En ocasiones salía 

con un sobresalto de aquellos soliloquios apagados, acom

pañando la acción con una mirada o un gesto tan peculiar

mente entristecido, que la imaginación calvinista de un 

cierto capellán de fragata dedujo de allí una autocondena y 

un arrepentimiento surgidos de algún hecho terrible ocurri

do en el pasado. 

Era de rasgos amplios, fuertes, como fundidos en hierro; 

pero a consecuencia de la explosión de un cartucho, de los 

ojos hacia abajo tenía el rostro cubierto de un denso pun

teado negriazul. Cuando, de acuerdo con la costumbre, y 

como encargado del mástil central, se quitaba el sombrero, 

para permitirse con el oficial de cubierta un diálogo menos 

lacónico, su frente curtida parecía una leonada luna de oc

tubre, en cuarto creciente sobre una nube ominosa. Junto 

con su taciturno comportamiento ¿sería este inquietante 

aspecto físico, resultado de un mero accidente, sería éste, y 

sólo este aspecto la causa de un rumor que corría entre 

ciertos marinos de popa: que en tiempos pasados había sido 

bucanero en los Cayos y en el Golfo, miembro de la mero

deadora tripulación de Lafitte? Lo cierto es que en una 

ocasión había servido en un buque con patente de corso. 

Aunque un tanto cargado de hombros, por su estatura se 

parecía al campeón de Gat. Tenía las manos gruesas y 

callosas; las uñas de los pulgares, como cuerno arrugado. 

Su cabeza era poderosa y de pelo hirsuto. La barba gris 

acero, ancha como la insignia de un comodoro, y alrededor 

de la boca manchada indeleblemente con el jugo de tabaco 

que taciturnamente le había escurrido en todos sus viajes. 

Cuando su guardia diurna en la cubierta inferior, se acurru

caba silenciosamente entre dos cañones negros; bien habría 

podido sugerir la imagen de un enorme oso gris de las sie

rras californianas, la piel deslucida por la edad, hosco en 

aquella última guarida donde aguardaba su última hora. 

En, sus andanzas terrestres —cerca del mar, no muy le

jos de los muelles, con techo donde pasar la noche y tareas 

mucho más llevaderas en todo sentido, con la posibilidad 

de elegir compañeros cuando así lo deseara, cosa que no 

sucedía muy a menudo—, perdió, felizmente, mucha de la 

aspereza mostrada cuando encargado del mástil central, 

cuando se veía expuesto a todos los climas y su dieta con

sistía en cecina de caballo. 

Un extraño que se le acercara cuando estuviera tomando 

el sol sentado en un viejo trozo de madera, en la playa, y lo 

saludara amablemente no recibiría una contestación ruda; y 

de darse algo más que un mero saludo, probablemente se 

iría con la impresión de haber hablado con un ser interesan

te, aunque peculiar; un filósofo con sal, no carente de un 

cierto tipo de sentido común pesimista. 

Al poco de estar en tierra comenzó a notarse en sus hábi

tos una singularidad. En ocasiones, aunque únicamente 

cuando se creía totalmente a solas, apartaba la pechera de 

su remendado Guernsey y con detenimiento contemplaba 

algo en esa parte de su cuerpo. Si por casualidad lo descu

brían en ello, con rapidez se tapaba y gruñendo hacía saber 

su resentimiento. Esta conducta peculiar despertó la curio

sidad de algunos observadores ociosos, que se alojaban con 

él bajo el mismo techo humilde; como ninguno de ellos 

tenía el valor de interrogarlo sobre la razón de aquel com

portamiento, o de preguntarle qué tenía en el cuerpo, se 

preparó una droga como medio para descubrir el secreto. 

Durante la cena se la puso a hurtadillas, y en una cantidad 

prudente, en su enorme tazón de té. A la mañana siguiente, 

un viejo gaviero susurró a sus compinches el resultado de 

aquella lamentable intrusión nocturna. 

Tras llevarlos a un rincón y mirar furtivamente alrede

dor, dijo: “Escuchen”; y narró una historia inquietante, 

seguida por conjeturas mezcladas a temblores, bastante 

vagas, por cierto, pero suficientes para unos cerebros su

persticiosos e ignorantes. He aquí lo que en verdad había 

descubierto: un crucifijo añil y bermellón tatuado en aquel 

pecho, en el lado del corazón. Cruzaba al sesgo el crucifijo 

una cicatriz blancuzca larga y delgada, que decoloraba la 

piel; pudiera haberla causado el golpe mal detenido o es

quivado de un alfanje. Ahora bien, es usual encontrar la 

Cruz de la Pasión tatuada en un marino, generalmente en el 

antebrazo y en ocasiones, aunque raras, en el tórax. En 

cuanto a la cicatriz, el viejo capitán había conocido, en 

servicio naval legítimo, lo que significaba repeler un abor

daje, no sin recibir en éste (quizás) un recuerdo de batalla. 

Sin embargo, los huéspedes de la pensión fueron de otra 

opinión respecto al descubrimiento, y por fin informaron a 

la dueña que aquél era una especie de hombre prohibido, 

un hombre marcado por el Espíritu Maligno, y que bien 

estaría deshacerse de él, para que el poder de la herradura 

clavada sobre la puerta no perdiera su fuerza y se viera 

reducido a la nada. Sin embargo, aquella buena mujer era 

una dama muy sensata, que no creía en la herradura, aun

que la tolerara; y como el viejo capitán pagaba semanal

mente su estancia, nunca hacía ruido ni causaba problemas, 

puso oídos sordos a toda petición en su contra. 

Como en su presencia siempre se ocultó prudentemente 

todo, el viejo marinero no tuvo por entonces conciencia de 

ninguna manipulación indebida. Cuando en alta mar, nunca 

llegó a sus oídos que algunos de sus compañeros lo creían 

bucanero, pues en los ángulos de su boca había un tranquilo 

gesto leonino que decía: déjenme tranquilo. Por tanto, ig

noraba ahora que el mismo rumor lo había seguido a tierra. 

De haber tenido hábitos sociales, socialmente habría senti

do el efecto de aquello y en vano habría buscado la causa. 

Algún informe equivocado, tuviera o no bases, como en 

algunos casos de eso que los marinos llaman una tempestad 

seca: durante ella no hay lluvia, truenos y relámpagos; y 

pese a todo, los vientos invisibles e intangibles hacen zozo

brar un barco y luego se pregunta: ¿Quién lo hizo? 

Así, Orme continuó su vida solitaria, sin que mayor cosa 

del exterior lo perturbara. Pero los instantes del Tiempo 

siguen cayendo sobre la más tranquila de las horas, y aun

que sea diamantina, acaban por gastarla. En su retiro nues

tro gigante jubilado comienza a suavizarse y cae en una 

especie de decadencia animal. En las naturalezas duras y 

rudas, sobre todo en aquellas que, como las de marinos y 

granjeros, vivieron en medio de los elementos, esa deca

dencia animal afecta en gran manera a la memoria, sobre la 

cual pone una niebla; no es raro que también debilite el 

corazón, aparte de tal vez adormecer en mayor o menor 

medida la conciencia, sea ésta inocente o de otra índole. 

Pero pasemos al final de nuestro bosquejo, necesaria

mente imperfecto. 

Un hermoso día de Pascua, poco después de haberse su

frido un ramalazo de tiempo propicio al reumatismo, des

cubrieron a Orme, solitario y muerto, en una altura que 

dominaba la curva externa de aquel gran fondeadero en 

cuyas playas, al retirarse el mar, había anclado. Era una 

terraza de traza regular y suelo plano, de utilidad en tiem

pos de guerra, pero olvidada en los de paz, cuando se la 

usaba como refugio. Allí situada se encontraba una anti

cuada batería de cañones herrumbrosos. Contra uno de 

éstos se lo encontró reclinado, las piernas estiradas al fren

te, la pipa de arcilla rota en dos, la tabaquera vacía, sin 

hebra alguna, testimoniando esto que se la había fumado 

hasta el final mismo de su contenido. Estaba de cara al 

océano. Los ojos, abiertos, mostraban en la muerte una 

mirada vital fija en las aguas brumosas y en las velas, ape

nas visibles, que iban y venían o se encontraban ancladas 

cerca de allí. 

¿Cuáles habrán sido sus últimos pensamientos? Si algo 

de realidad cupo en los rumores que de él corrían ¿tuvieron 

los remordimientos, la idea de penitencia, lugar en esos 

pensamientos? ¿O nada de eso hubo en ellos? Pensándolo 

bien, ¿no serían su humor cambiante, sus murmullos, sus 

extraños caprichos, sus arranques, sus encogimientos de 

hombros y sus gestos excéntricos, no serían, decimos, sino 

agregados grotescos, como los lobanillos y los nudos y las 

distorsiones que aparecen en la corteza de algún viejo man

zano nacido de casualidad en una meseta inclemente, no 

sólo golpeado por muchas tormentas, sino además obstacu

lizado en su desarrollo natural porque, casualmente echó 

sus primeras raíces en un terreno compacto de rocas? En 

pocas palabras, que al ya no rodearlo la fatalidad, terminara 

por ser lo que fue. Incluso de admitirse en su existencia un 

algo oscuro que prefirió guardar en secreto ¿qué? En mu

chas ocasiones tal reticencia va más en bien de los otros 

que en el propio. No, pensemos mejor que esa decadencia 

animal mencionada antes siguió ofreciéndole amistad hasta 

el final mismo, y que él se hundió en el sueño captando a 

través de la niebla de la memoria muchas escenas lejanas 

llenas de la belleza de este ancho mundo, sugeridas como 

en sueños por las aguas brumosas que ante sí tenía. 

Yace enterrado junto a otros marinos a quienes, asimis

mo, algunos extraños cumplieron con los últimos ritos; está 

en un trozo de tierra solitario, cubierto de escaramujos sil

vestres, del que nadie cuida.






Ilustración. Hovhannes Aivazovsky

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