Lo que un retratista profundo como el Tiziano, o nuestro
famoso compatriota Stuart, ve en cualquier rostro, lo que
tal observador puede estudiar allí atentamente, eso es, en
esencia, el hombre. Superfluo el intentar desenmarañar su
historia verdadera de las noticias antagónicas que se escu
chen. No sucede igual con nosotros, quienes somos Tizia
nos y Stuarts deficientes. En ocasiones nos impresiona
algún rasgo excepcional que de inmediato despierta nuestro
interés. Pero se trata de un interés que, debido a la ignoran
cia, rebosa de curiosidad común y corriente. Procuramos
enterarnos por alguien cuáles han sido la carrera y la expe
riencia de ese hombre; tal vez intentemos obtener la infor
mación de él mismo. Pero lo escuchado de otros pudiera
resultar murmuraciones sin fundamento y, si a él nos acer
camos, pudiera mostrarse quisquillosamente taciturno. En
pocas palabras, en una mayoría de los casos viene a ser
como un meteorito caído en un campo. Allí está. Los veci
nos externan su opinión al respecto, y bien pudiera tratarse
de una opinión bastante extraña; pero ¿qué es? ¿De dónde
vino? ¿En qué ámbito inimaginable adquirió esa extraña e
ígnea apariencia metálica, ahora que el ganado pace la
hierba húmeda a su alrededor?
De necesidad será imperfecto cualquier intento por des
cribir a un personaje como el que aquí hemos sugerido. No
obstante ello, es un hombre de tal descripción el que sirve
de motivo a este ensayo de bosquejo.
No siempre es verdadero el nombre que de un marino
aparece en la lista de la tripulación, ni en todos los casos
indica el país de origen. Asentado esto, necesario es decir
que, bajo el nombre puesto a la cabeza de este escrito, por
largo tiempo vivió un hombre perteneciente a un viejo bu
que de guerra; con verdad absoluta puede afirmarse que de
su historia primera nadie sabía nada, excepto él mismo; y
allí, desde luego, era inútil buscarla. Atento como se mos
traba siempre a cumplir con sus deberes, no tardó en ganar
se el respeto de los oficiales. En cuanto a sus compañeros,
si ninguno tenía razón para gustar de alguien tan distinto,
nadie a la vez se permitía con él la menor libertad. Cual
quier asomo de acercamiento, y en su mirada surgían la
severidad y el rechazo.
Llegado por fin a una edad avanzada, se lo retiró como
capitán de las velas, asignándosele un puesto y un grado
menores; a saber, el de guardián al pie del mástil central,
siendo su tarea, simplemente, aguardar el momento de
apretar o soltar cabos. Pero incluso dicha tarea, debido a las
guardias nocturnas, exigió al poco tiempo demasiado es
fuerzo del marino, ya septuagenario. En pocas palabras, ató
su última driza y desapareció en tierra, en algún oscuro
amarradero.
Fuera cual fuera su disposición de ánimo original, nunca,
o al menos nunca en sus viajes posteriores, se le conoció en
especial por su sociabilidad. No que se mostrara gruñón,
como algún marino veterano con lumbago, ni recogidamen
te taciturno, como un piel roja; pero sí irritable y, con fre
cuencia, dado a murmurar en voz baja. En ocasiones salía
con un sobresalto de aquellos soliloquios apagados, acom
pañando la acción con una mirada o un gesto tan peculiar
mente entristecido, que la imaginación calvinista de un
cierto capellán de fragata dedujo de allí una autocondena y
un arrepentimiento surgidos de algún hecho terrible ocurri
do en el pasado.
Era de rasgos amplios, fuertes, como fundidos en hierro;
pero a consecuencia de la explosión de un cartucho, de los
ojos hacia abajo tenía el rostro cubierto de un denso pun
teado negriazul. Cuando, de acuerdo con la costumbre, y
como encargado del mástil central, se quitaba el sombrero,
para permitirse con el oficial de cubierta un diálogo menos
lacónico, su frente curtida parecía una leonada luna de oc
tubre, en cuarto creciente sobre una nube ominosa. Junto
con su taciturno comportamiento ¿sería este inquietante
aspecto físico, resultado de un mero accidente, sería éste, y
sólo este aspecto la causa de un rumor que corría entre
ciertos marinos de popa: que en tiempos pasados había sido
bucanero en los Cayos y en el Golfo, miembro de la mero
deadora tripulación de Lafitte? Lo cierto es que en una
ocasión había servido en un buque con patente de corso.
Aunque un tanto cargado de hombros, por su estatura se
parecía al campeón de Gat. Tenía las manos gruesas y
callosas; las uñas de los pulgares, como cuerno arrugado.
Su cabeza era poderosa y de pelo hirsuto. La barba gris
acero, ancha como la insignia de un comodoro, y alrededor
de la boca manchada indeleblemente con el jugo de tabaco
que taciturnamente le había escurrido en todos sus viajes.
Cuando su guardia diurna en la cubierta inferior, se acurru
caba silenciosamente entre dos cañones negros; bien habría
podido sugerir la imagen de un enorme oso gris de las sie
rras californianas, la piel deslucida por la edad, hosco en
aquella última guarida donde aguardaba su última hora.
En, sus andanzas terrestres —cerca del mar, no muy le
jos de los muelles, con techo donde pasar la noche y tareas
mucho más llevaderas en todo sentido, con la posibilidad
de elegir compañeros cuando así lo deseara, cosa que no
sucedía muy a menudo—, perdió, felizmente, mucha de la
aspereza mostrada cuando encargado del mástil central,
cuando se veía expuesto a todos los climas y su dieta con
sistía en cecina de caballo.
Un extraño que se le acercara cuando estuviera tomando
el sol sentado en un viejo trozo de madera, en la playa, y lo
saludara amablemente no recibiría una contestación ruda; y
de darse algo más que un mero saludo, probablemente se
iría con la impresión de haber hablado con un ser interesan
te, aunque peculiar; un filósofo con sal, no carente de un
cierto tipo de sentido común pesimista.
Al poco de estar en tierra comenzó a notarse en sus hábi
tos una singularidad. En ocasiones, aunque únicamente
cuando se creía totalmente a solas, apartaba la pechera de
su remendado Guernsey y con detenimiento contemplaba
algo en esa parte de su cuerpo. Si por casualidad lo descu
brían en ello, con rapidez se tapaba y gruñendo hacía saber
su resentimiento. Esta conducta peculiar despertó la curio
sidad de algunos observadores ociosos, que se alojaban con
él bajo el mismo techo humilde; como ninguno de ellos
tenía el valor de interrogarlo sobre la razón de aquel com
portamiento, o de preguntarle qué tenía en el cuerpo, se
preparó una droga como medio para descubrir el secreto.
Durante la cena se la puso a hurtadillas, y en una cantidad
prudente, en su enorme tazón de té. A la mañana siguiente,
un viejo gaviero susurró a sus compinches el resultado de
aquella lamentable intrusión nocturna.
Tras llevarlos a un rincón y mirar furtivamente alrede
dor, dijo: “Escuchen”; y narró una historia inquietante,
seguida por conjeturas mezcladas a temblores, bastante
vagas, por cierto, pero suficientes para unos cerebros su
persticiosos e ignorantes. He aquí lo que en verdad había
descubierto: un crucifijo añil y bermellón tatuado en aquel
pecho, en el lado del corazón. Cruzaba al sesgo el crucifijo
una cicatriz blancuzca larga y delgada, que decoloraba la
piel; pudiera haberla causado el golpe mal detenido o es
quivado de un alfanje. Ahora bien, es usual encontrar la
Cruz de la Pasión tatuada en un marino, generalmente en el
antebrazo y en ocasiones, aunque raras, en el tórax. En
cuanto a la cicatriz, el viejo capitán había conocido, en
servicio naval legítimo, lo que significaba repeler un abor
daje, no sin recibir en éste (quizás) un recuerdo de batalla.
Sin embargo, los huéspedes de la pensión fueron de otra
opinión respecto al descubrimiento, y por fin informaron a
la dueña que aquél era una especie de hombre prohibido,
un hombre marcado por el Espíritu Maligno, y que bien
estaría deshacerse de él, para que el poder de la herradura
clavada sobre la puerta no perdiera su fuerza y se viera
reducido a la nada. Sin embargo, aquella buena mujer era
una dama muy sensata, que no creía en la herradura, aun
que la tolerara; y como el viejo capitán pagaba semanal
mente su estancia, nunca hacía ruido ni causaba problemas,
puso oídos sordos a toda petición en su contra.
Como en su presencia siempre se ocultó prudentemente
todo, el viejo marinero no tuvo por entonces conciencia de
ninguna manipulación indebida. Cuando en alta mar, nunca
llegó a sus oídos que algunos de sus compañeros lo creían
bucanero, pues en los ángulos de su boca había un tranquilo
gesto leonino que decía: déjenme tranquilo. Por tanto, ig
noraba ahora que el mismo rumor lo había seguido a tierra.
De haber tenido hábitos sociales, socialmente habría senti
do el efecto de aquello y en vano habría buscado la causa.
Algún informe equivocado, tuviera o no bases, como en
algunos casos de eso que los marinos llaman una tempestad
seca: durante ella no hay lluvia, truenos y relámpagos; y
pese a todo, los vientos invisibles e intangibles hacen zozo
brar un barco y luego se pregunta: ¿Quién lo hizo?
Así, Orme continuó su vida solitaria, sin que mayor cosa
del exterior lo perturbara. Pero los instantes del Tiempo
siguen cayendo sobre la más tranquila de las horas, y aun
que sea diamantina, acaban por gastarla. En su retiro nues
tro gigante jubilado comienza a suavizarse y cae en una
especie de decadencia animal. En las naturalezas duras y
rudas, sobre todo en aquellas que, como las de marinos y
granjeros, vivieron en medio de los elementos, esa deca
dencia animal afecta en gran manera a la memoria, sobre la
cual pone una niebla; no es raro que también debilite el
corazón, aparte de tal vez adormecer en mayor o menor
medida la conciencia, sea ésta inocente o de otra índole.
Pero pasemos al final de nuestro bosquejo, necesaria
mente imperfecto.
Un hermoso día de Pascua, poco después de haberse su
frido un ramalazo de tiempo propicio al reumatismo, des
cubrieron a Orme, solitario y muerto, en una altura que
dominaba la curva externa de aquel gran fondeadero en
cuyas playas, al retirarse el mar, había anclado. Era una
terraza de traza regular y suelo plano, de utilidad en tiem
pos de guerra, pero olvidada en los de paz, cuando se la
usaba como refugio. Allí situada se encontraba una anti
cuada batería de cañones herrumbrosos. Contra uno de
éstos se lo encontró reclinado, las piernas estiradas al fren
te, la pipa de arcilla rota en dos, la tabaquera vacía, sin
hebra alguna, testimoniando esto que se la había fumado
hasta el final mismo de su contenido. Estaba de cara al
océano. Los ojos, abiertos, mostraban en la muerte una
mirada vital fija en las aguas brumosas y en las velas, ape
nas visibles, que iban y venían o se encontraban ancladas
cerca de allí.
¿Cuáles habrán sido sus últimos pensamientos? Si algo
de realidad cupo en los rumores que de él corrían ¿tuvieron
los remordimientos, la idea de penitencia, lugar en esos
pensamientos? ¿O nada de eso hubo en ellos? Pensándolo
bien, ¿no serían su humor cambiante, sus murmullos, sus
extraños caprichos, sus arranques, sus encogimientos de
hombros y sus gestos excéntricos, no serían, decimos, sino
agregados grotescos, como los lobanillos y los nudos y las
distorsiones que aparecen en la corteza de algún viejo man
zano nacido de casualidad en una meseta inclemente, no
sólo golpeado por muchas tormentas, sino además obstacu
lizado en su desarrollo natural porque, casualmente echó
sus primeras raíces en un terreno compacto de rocas? En
pocas palabras, que al ya no rodearlo la fatalidad, terminara
por ser lo que fue. Incluso de admitirse en su existencia un
algo oscuro que prefirió guardar en secreto ¿qué? En mu
chas ocasiones tal reticencia va más en bien de los otros
que en el propio. No, pensemos mejor que esa decadencia
animal mencionada antes siguió ofreciéndole amistad hasta
el final mismo, y que él se hundió en el sueño captando a
través de la niebla de la memoria muchas escenas lejanas
llenas de la belleza de este ancho mundo, sugeridas como
en sueños por las aguas brumosas que ante sí tenía.
Yace enterrado junto a otros marinos a quienes, asimis
mo, algunos extraños cumplieron con los últimos ritos; está
en un trozo de tierra solitario, cubierto de escaramujos sil
vestres, del que nadie cuida.
Ilustración. Hovhannes Aivazovsky
No hay comentarios:
Publicar un comentario