miércoles, 30 de abril de 2025

El amor es ciego (Boris Vian)

 






1


El cinco de agosto, a las ocho, la calina cubría la ciudad. Liviana, en absoluto estorbaba la respiración y se presentaba bajo apariencia singularmente opaca. Parecía, por otra parte, teñida de azul con verdadera intensidad.


Fue cayendo en capas paralelas. Al principio cabrilleaba a veinticinco centímetros del suelo, y los caminantes no podían verse los pies. Una mujer que vivía en el número 22 de la Rue Saint-Braquemart, dejó caer la llave en el momento de entrar en su casa, y no la podía encontrar. Seis personas, entre las que se contaba un bebé, acudieron en su ayuda. Entretanto, a la segunda capa le dio por caer. Y se pudo encontrar la llave, pero no al bebé que había tomado las de villadiego al amparo del meteoro, impaciente por escapar del biberón, sentar cabeza y conocer los serenos placeres del matrimonio. Mil trescientas sesenta y dos llaves, y catorce perros, se extraviaron de tal manera durante la primera mañana. Cansados de vigilar en vano sus flotadores, los pescadores se volvieron majaretas y se fueron a cazar.


La niebla se hacinaba en densidades considerables en la parte baja de las calles en pendiente y en las hondonadas. Formaba alargadas flechas y se colaba por las alcantarillas y los pozos de ventilación. Así invadió los túneles del metro, que dejó de funcionar cuando la lechosa marea alcanzó el nivel de los semáforos. Pero en aquel mismo momento, la tercera capa acababa de descolgarse y, en el exterior, de rodillas para abajo todo era blanquecina oscuridad.


Los de los barrios altos, creyéndose favorecidos, se burlaban de los de las orillas del río. Mas al cabo de una semana todos estaban reconciliados y podían golpearse del mismo modo contra los respectivos muebles de las respectivas habitaciones. La niebla había llegado por entonces hasta el copete de las edificaciones más elevadas. Y si el cimbanillo de la torre fue lo último en desaparecer, el irresistible empuje de la creciente y opaca marea acabó a fin de cuentas por sumergirlo del todo.


2


Orvert Latuile despertó el trece de agosto después de una dormida de trescientas horas. Como saliese de una cogorza de las buenas, en un primer momento temió haberse quedado ciego. Con ello no habría hecho más que rendir homenaje a los innumerables alcoholes que se le habían servido. Tal vez fuese simplemente de noche, pero, en cualquier caso, de una manera distinta. Con los ojos abiertos, sentía la impresión que se experimenta cuando el rayo de luz de una bombilla viene a dar sobre los párpados cerrados. Con mano torpe, buscó el interruptor de la radio. Emitía, pero el informativo solo lo esclareció hasta cierto punto.


Sin tomar en cuenta los agudos comentarios del locutor, Orvert Latuile reflexionó, se rascó el ombligo y notó, oliéndose la uña a continuación, que necesitaba un baño. Pero el amparo de aquella calígine caída sobre todas las cosas como el manto de Noé sobre Noé, como la miseria sobre el mísero mundo, como el velo de Tanit sobre Salambó o como un gato sobre un violín, le hizo colegir la inutilidad de semejante esfuerzo. Además, la tal niebla tenía un dulce aroma a albaricoque tísico que debía contrarrestar las emanaciones personales. Y por añadidura, el sonido se portaba bien y, al envolverse en aquella guata, los ruidos adquirían una curiosa resonancia, blanca y clara como la voz de una soprano lírica cuyo paladar, hundido en una desgraciada caída sobre la esteva de un arado, hubiera sido reemplazado por una prótesis de plata forjada.


Para empezar, Orvert decidió prescindir de todos los problemas y actuar como si nada ocurriese. En consecuencia, se vistió sin dificultad, pues sus indumentos estaban colocados cada uno en su sitio: es decir, unos sobre las sillas, otros debajo de la cama, los calcetines dentro de los zapatos, y éstos, el uno en el interior de un jarrón y el otro calzando el orinal.


-Dios mío -dijo para sí-, qué cosa extraña esta calina.


Reflexión sin gran originalidad que le salvó del ditirambo, del simple entusiasmo, de la tristeza y de la melancolía negra, colocando el fenómeno en la categoría de las cosas sencillamente constatadas. Pero acostumbrándose paulatinamente a lo inhabitual, se fue animando poco a poco hasta el punto de decidirse a encarar determinadas experiencias muy humanas.


-Bajo hasta casa de la portera -se dijo- dejándome la bragueta abierta. Así comprobaremos si en realidad hay niebla, o si se trata de mis ojos.


Como es natural, el espíritu cartesiano de todo francés le induce a dudar de la existencia de cualquier calígine opaca, incluso si es tan tupida como para nublar la vista. Y no es lo que pueda decir la radio lo que vaya a decidir la aceptación de lo chocante. La radio no dice más que majaderías.


-Me la saco -dijo Orvert- y bajo como si nada.


En efecto, se le sacó y bajó como si nada. Por primera vez en su vida advirtió el chasquido del primer escalón, el temblor del segundo, el grillar del cuarto, el carrasqueo del séptimo, el susurrar del décimo, el chichear del décimo cuarto, las sacudidas del décimo séptimo, el bisbiseo del vigésimo segundo y el abejorreo del pasamanos de latón, desatornillado de su sustentáculo terminal.


Se cruzó con alguien que subía aplastándose contra la pared.


-¿Quién va? -dijo, deteniéndose.


-¡Lerond! -respondió el señor Lerond, el inquilino de enfrente.


-Buenos días -dijo Orvert-. Aquí Latuile.


Al tenderle la mano, encontró cierta cosa rígida que soltó con asombro. Lerond emitió una risita embarazada.


-Perdone -dijo-, pero no se ve nada, y esta neblina es endemoniadamente calurosa.


-Cierto -asintió Orvert.


Pensando en su desabotonada bragueta, se avergonzó de constatar que Lerond había tenido la misma idea que él.


-Bueno, hasta la vista -dijo Lerond.


-Hasta la vista -contestó Latuile, desabrochando solapadamente la hebilla de su cinturón.


Cuando el pantalón le hubo caído sobre los pies, se lo quitó, arrojándolo a continuación por el hueco de la escalera. Ciertamente, aquella calina era tan agobiante como una pichona enamorada. Y si Lerond se paseaba con su mancebía al aire ¿por qué tenía Orvert que continuar a medio vestir…? O todo o nada.


Chaqueta y camisa volaban poco después. Decidió conservar los zapatos.


Al llegar al final de la escalera, golpeó con delicadeza en el cristal de la portería.


-¡Adelante! -respondió la voz de la portera.


-¿Hay cartas para mí? -preguntó Orvert.


-¡Oh, señor Latuile! -se desternilló de risa la gruesa mujer-. ¡Siempre con sus chascarrillos…! ¿Y qué, bien dormido ya…? No quise molestarle, pero tendría que haber visto los primeros días de niebla… Todo el mundo parecía fuera de sí. En cambio, ahora… Bueno, digamos que a todo se acostumbra uno…


Por el poderoso perfume que lograba franquear la lacticinosa barrera, Orvert reconoció que se acercaba a él.


-Solamente a la hora del cocido no resulta demasiado cómodo -prosiguió ella-. Pero no deja de ser divertida la nieblecita… Casi se podría decir que alimenta. Como usted sabe, yo como bastante bien… Pues bueno, desde hace tres días, con un vaso de agua y un trozo de pan me basta.


-Va a adelgazar -observó Orvert.


-¡Ja, ja, ja! -cacareó la portera con su risa parecida a un saco de nueces cayendo por la escalera desde el sexto piso-. Compruébelo por sí mismo, señor Latuile. Nunca me había sentido tan en forma. Incluso los melones se me están volviendo a poner en su sitio… Compruébelo, compruébelo por sí mismo…


-Esto…, yo… -dijo Orvert.


-Palpe, palpe, le digo que palpe.


Y cogiendo la mano del sentenciado, la colocó sobre el remate de uno de los melones en cuestión.


-¡Asombroso! -constató Latuile.


-Y eso que tengo cuarenta y dos años -informó la portera-. ¿Eh? ¿Quién lo diría? ¡Ah…! y es que las que son como yo, un poquito gruesas por donde es debido, tienen esa ventaja…


-¡Pero por todos los santos! -exclamó Orvert asombrado-, ¡Está usted desnuda…!


-¡Claro! ¡Lo mismo que usted! -replicó ella.


-Cierto -musitó Orvert para sí-. Brillante idea he tenido.


-Han dicho los del arradio -prosiguió la portera-, que se trata de un aerosol cafronisíaco.


-¡Ah…! -dijo Latuile.


Con la respiración entrecortada, la portera buscaba contacto. Por un instante, el hombre tuvo la sensación de que la dichosa calina le permitiría escamotearse.


-Escuche, por favor, señora Panuche -le imploró-. No somos animales. Aunque se trate de un aerosol afrodisíaco hay que comportarse con mesura.


-¡Oh, oh! -se limitó a decir la señora Panuche con voz jadeante, mientras se servía de las manos con precisión nada mesurada.


-¡Está bien! -dijo finalmente Orvert con dignidad-. Arrégleselas como pueda. Yo no quiero saber nada.


-Oiga -murmuró la portera sin perder su presencia de ánimo-, el señor Lerond es mucho más amable que usted. Con usted, según parece, es una quien tiene que hacerlo todo.


-Escuche -le dijo Latuile-. Acabo de despertarme hoy. Por lo tanto, me falta entrenamiento.


-Descuide, le enseñaré -aseguró la portera.


A Continuacion ocurrieron cosas sobre las que será mejor echar el piadoso manto de este desdichado mundo como sobre las miserias de Noé, de Salambó y el velo de Tanit en la encerrona.


Orvert salió muy vivaracho de la portería. Una vez en la calle aguzó el oído. En efecto, se echaba en falta el ruido de los automóviles. Pero, en su defecto, se dejaban oír innumerables canciones. Y las risas chisporroteaban por todas partes.


Un poco aturdido, se adentró algunos pasos en la calzada. Sus oídos no estaban acostumbrados a un horizonte sonoro de tal profundidad y se sentía un algo extraviado. De repente se percató de que estaba pensando en voz alta.


-¡Dios mío! -decía-. ¡Una niebla afrodisíaca!


Como se puede ver, sus reflexiones sobre el particular habían progresado poco. Pero es preciso ponerse en el lugar de un hombre que duerme durante once días y que despierta en medio de una oscuridad total, complicada además por una especie de generalizado y licencioso envenenamiento, para constatar que su obesa y ruinosa portera se ha transformado en una valquiria de senos puntiagudos y abundantes, en una ávida Circe en su antro de placeres imprevistos.


-¡Caramba! -dijo todavía Orvert para precisar algo más su pensamiento.


Y dándose cuenta de repente de que estaba a pie firme en la misma mitad de la calle, sintió miedo y retrocedió hasta la altura del muro, bajo cuya cornisa caminó a lo largo de un centenar de metros. A esa distancia se encontraba la panadería. Como una dietética estrictamente aplicada le constreñía a consumir algún alimento después de cualquier esfuerzo físico notorio, entró en ella para procurarse un panecillo.


Una gran algazara parecía reinar dentro del establecimiento.


Orvert era hombre de pocos prejuicios. Pero cuando comprendió lo que exigía la panadera de cada cliente y el panadero de cada clienta, sintió cómo se le erizaban los cabellos en la cabeza.


-¡Por todos los diablos! ¡Si le doy un pan de dos libras -estaba diciendo aquélla- tengo derecho a exigir de usted un formato equivalente!


-Pero señora… -protestaba la aguda voz de un viejecillo en quien Latuile reconoció al señor Curepipe, anciano organista de la iglesia del muelle- pero señora…


-¡Y usted es el que toca el órgano de tubos! -exclamó la panadera.


El señor Curepipe se enfadó.


-¡Ya le enseñaré yo a reírse de mi órgano! -dijo amenazadoramente dirigiéndose con paso apresurado hacia la salida, pero ante esta estaba Latuile, a quien el choque cortó la respiración.


-¡El siguiente! -ladró la panadera.


-Quisiera un pan… -dijo Orvert con esfuerzo, dándose masaje en el estómago.


-¡Un pan de cuatro libras para el señor Latuile! -vociferó la expendedora.


-No, no… -gimió Orvert-. Apenas un panecillo…


-¡Grosero! -le espetó la tahonera.


Quien, dirigiéndose a su marido, dijo a continuación:


-¡Oye, Lucien, ocúpate de este! ¡Así aprenderá lo que es bueno!


Los cabellos se le volvieron a erizar a Orvert sobre la cabeza. Y al emprender la huida a toda pastilla, fue a darse de lleno contra la luna del escaparate, que resistió.


Recorriéndola por completo, consiguió salir finalmente. En la panadería la orgía continuaba. El aprendiz se ocupaba de los niños.


-¡En fin, caramba! -refunfuñaba Orvert en la acera-. ¿Qué pasa? ¿Y si a uno le gusta elegir, qué? ¡Pues menuda boca de horno ha de tener la tal panadera…!


A continuación le vino a la cabeza la repostería cercana al puente. La dependienta tenía diecisiete años, la boquita de piñón y un coqueto delantalillo estampado… Quizá en aquel momento no llevase más que el delantalillo…


Sin pensarlo dos veces, partió a grandes zancadas hacia dicho establecimiento. En tres ocasiones al menos tropezó con amasijos de cuerpos entrelazados de los que ni siquiera le interesó detenerse a descubrir las respectivas composiciones. Pero, en uno de los casos, el conglomerado, como mínimo, se componía de cinco palmitos.


-¡Roma! -se limitó a farfullar-. Quo Vadis? ¡Fabiola! Et cum spiritu tuo!  ¡Las orgías! ¡Oh!


Había cosechado de su contacto con la luna del escaparate un chichón de los mejor puestos y se frotaba la cabeza. Lo que no le impedía precipitar la marcha, pues determinada presencia que participaba de su persona, pero que le precedía a mucha distancia, le incitaba a llegar a la meta lo antes posible.


Cuando creyó que ya se acercaba al objetivo, optó por caminar junto a las fachadas de las casas para guiarse por el tacto. Por el redondo disco de contrachapado sujeto con pernos, que mantenía en su sitio una de las rajadas cristaleras, pudo reconocer el establecimiento del anticuario. Dos números más allá, la repostería.


De repente topó con todo el cuerpo con otro que, inmóvil, le daba la espalda. Sin que pudiera evitarlo, se le escapó un grito.


-¡No empuje! -le respondió una voz profunda-. Y apresúrese a separar esa cosa de mis posaderas, si no quiere que le parta ahora mismo la cara.


-Esto… yo… ¿No pensará que…? -dijo Orvert.


Y giró a la izquierda para salvar el obstáculo.


Segundo choque.


-¿Qué le pasa a este? -se interesó una segunda voz de hombre.


-¡A la cola, como todo el mundo!


Siguió el estallido de carcajadas.


-¿Cómo? -acertó a decir Orvert.


-Está claro -explicó una tercera voz-. Seguro que viene en busca de Nelly.


-Así es -balbuceó Orvert.


-Está bien, pues póngase en la cola -prosiguió el hombre-. Somos unos sesenta ya.


Orvert no respondió. Sentía el corazón desgarrado.


Volvió a ponerse en camino sin esperar a averiguar si ella llevaba o no su delantalillo estampado.


Tomó por la primera a la izquierda. Una mujer venía, precisamente, en sentido contrario.


Tras el choque quedaron, cada uno por su lado, sentados en el suelo.


-Perdón -dijo Orvert.


-La culpa es mía -respondió la mujer-. Usted circulaba por su derecha.


-¿Puedo ayudarla a levantarse? -se ofreció Orvert-. Está usted sola ¿no es así?


-¿Y usted? -preguntó ella a su vez-. ¿No estarán a punto de echárseme encima cinco o seis de una vez?


-¿Seguro que es usted una mujer? -continuó Orvert.


-Compruébelo usted mismo -le contestó ella.


Se habían aproximado el uno al otro, y el hombre pudo sentir contra su mejilla el contacto de unos cabellos largos y sedosos. Ahora estaban de rodillas y de frente.


-¿Dónde encontrar un lugar tranquilo? -preguntó Orvert.


-En el centro de la calzada -dijo la mujer.


Lugar hacia el que se dirigieron, tomando como referencia el bordillo de la acera.


-La deseo -dijo Orvert.


-Y yo a usted -dijo la mujer-. Mi nombre es…


Orvert la cortó.


-Me da lo mismo -dijo-. No quiero saber nada más que lo que mis manos y mi cuerpo me revelen.


-Proceda -le animó la mujer.


-Naturalmente -constató Latuile- va usted sin ropa alguna.


-Igual que usted -respondió ella.


Dicho lo cual, se estrecharon el uno contra el otro.


-No tenemos ninguna prisa -prosiguió la mujer-. Comience por los pies y vaya subiendo.


A Orvert le extrañó la proposición. Se lo dijo.


-De tal manera, podrá ser consciente de todo -explicó la mujer-. No tenemos a nuestra disposición, como usted mismo acaba de constatar, más que el instrumento de investigación que significa nuestra piel. No olvide que su mirada no puede atemorizarme. Su autonomía erótica se ha ido al traste. Seamos francos y directos.


-Habla usted muy bien -dijo Orvert.


-Leo siempre Les Temps Modernes -informó la mujer-. Venga, comience de una vez con mi iniciación sexual.


Cosa que Latuile no se privó de hacer reiteradas veces y de diversas maneras. Ella mostraba indudables condiciones, y el terreno de lo posible es muy amplio cuando no hay temor a que la luz se encienda. Y además, eso ya no se usa, después de todo. Las enseñanzas que le impartió Orvert a propósito de dos o tres truquitos nada desdeñables, y la práctica de un empalme simétrico varias veces repetido, acabaron infundiendo confianza en sus relaciones.


Y allí llevaron, de tal modo, la vida sencilla y regalada que hace a los humanos semejantes al dios Pan.


3


Al cabo de un tiempo, la radio anunció que los sabios estaban constatando una regresión regular del fenómeno, y que el espesor de la niebla aminoraba de día en día.


Como la amenaza era de consideración, se celebró gran consejo. Muy pronto se encontró una alternativa, pues el genio del hombre nunca deja de sorprender con sus mil facetas. Y cuando la niebla se disipó, según indicaron los aparatos detectores especiales, la vida siguió felizmente su curso pues todos se habían hecho saltar los ojos.






Ilusrtración: Angelo Caroselli

martes, 29 de abril de 2025

El humbug (Jules Verne)







En el mes de marzo de 1863 me embarqué en el vapor Kentucky, que hace el servicio entre Nueva York y Albany.


En aquella época del año, el arribo de numerosas mercancías provocaba entre ambas ciudades un gran movimiento comercial, que no tenía, por lo demás, nada de excepcional. Los negociantes de Nueva York, en efecto, mantienen, por medio de sus corresponsales, relaciones incesantes con las provincias más alejadas, y extienden así los productos del Viejo Mundo, al mismo tiempo que exportan al extranjero las mercancías de procedencia nacional.


Mi partida para Albany constituía para mí una nueva ocasión de admirar la actividad de Nueva York. De todas partes afluían los viajeros, unos dando prisa a los portadores de sus numerosos equipajes, solos los otros, como verdaderos turistas ingleses, cuyo guardarropa entero se halla encerrado en un saquito imperceptible. Todo el mundo se precipitaba, apresurándose a retener un sitio a bordo del paquebot, al que la especulación dotaba de una elasticidad totalmente americana.


Ya los dos primeros toques de la campana habían llevado el espanto a los que se habían retrasado. El embarcadero se doblaba bajo el peso de los últimos que llegaban, que son, por lo general y en todas partes, gentes cuyo viaje no puede demorarse sin gran perjuicio. Esto no obstante, toda aquella multitud acabó por acomodarse. Paquetes y viajeros se apilaron, se almacenaron. El fuego invadía los tubos de la caldera, y el puente del Kentucky oscilaba como tembloroso. El sol, esforzándose por romper la bruma de la mañana, calentaba un poco aquella atmósfera de marzo, que le obliga a uno a alzarse el cuello del gabán y a sepultar las manos en los bolsillos, sin dejar de decir que va a hacer un día muy hermoso.


Como mi viaje no era en manera alguna un viaje de negocios, como mi portamantas bastaba para contener todo lo que me era necesario y hasta superfluo, como mi espíritu no se preocupaba ni de especulaciones que intentar ni de mercados que vigilar, me dejaba llevar de mis pensamientos, vagando al azar, ese amigo íntimo de los turistas, y al cual dejaba el cuidado de encontrar en el camino algún asunto de placer y de distracción. De pronto, y a tres pasos de mí, pude ver a Mistress Melvil, que sonreía de la manera más encantadora del mundo.


—¡Cómo! ¡Usted, Mistress —exclamé con una sorpresa que sólo mi alegría podía igualar—; usted afronta los riesgos y la muchedumbre de un steamboat del Hudson!


—Indudablemente, querido señor —me respondió Mistress Melvil, dándome la mano a la usanza inglesa—. Por lo demás, no estoy sola; me acompaña mi vieja y buena Arsinoé.


Me mostró, en efecto, sentada sobre un fardo de lana, a su fiel negra, que la contemplaba con ternura. La palabra ternura merecería ser subrayadas en esta circunstancia, porque sólo los sirvientes negros saben mirar de aquella manera.


—Cualesquiera que sean la ayuda y apoyo que pueda prestar Arsinoé —dije—, me siento afortunado del derecho que me corresponde para ser el protector de usted, Mistress, durante esta travesía.


—Si eso es un derecho —replicó ella riendo—, no le deberé por ello ninguna gratitud. Pero ¿cómo es que le encuentro aquí? Según lo que usted nos había dicho, no pensaba llevar a cabo este viaje hasta dentro de algunos días. ¿Cómo es que no nos habló ayer de su partida?


—No sabía nada de ella —repliqué—; tan sólo me decidí a partir para Albany cuando la campana del paquebote me quitó el sueño, a las seis de la mañana. Ya ve usted a qué se debe mi viaje. Si no me hubiera despertado hasta las siete, tal vez habría tomado la ruta de Filadelfia. Pero incluso usted misma, Mistress, parecía ayer la mujer más sedentaria del mundo.


—¡Sin duda! Así es que no debe usted ver en mí a Mistress Melvil, sino al primer agente de Enrique Melvil, negociante armador de Nueva York, que va a vigilar la llegada de un cargamento a Albany. ¡Usted, habitante de los países demasiado civilizados del Viejo Mundo, no comprende esto…! No pudiendo mi marido dejar esta mañana Nueva York, voy yo a reemplazarle. Tenga la seguridad de que no por eso dejarán de hallarse bien hechos los libros, ni serán menos exactas las cuentas.


—Resuelto estoy a no asombrarme de nada. Sin embargo, si semejante cosa aconteciese en Francia, si las mujeres hiciesen los negocios de sus maridos, no tardarían los maridos en hacer los de sus mujeres. Ellos serían quienes tocarían el piano, deshojarían las flores y bordarían los tirantes de los pantalones…


—No se muestra usted muy lisonjero para sus compatriotas —replicó riendo Mistress Melvil.


—Muy al contrario, ya que doy por supuesto que sus mujeres les bordan los tirantes.


En aquel instante, resonó el tercer toque de campana. Los últimos viajeros se precipitaron sobre el puente del Kentucky, en medio de los gritos de los marineros, que se armaban de largos bicheros para alejar el barco del muelle.


Ofrecí mi brazo a Mistress Melvil, y la conduje un poco más hacia popa, donde la muchedumbre era menos compacta.


—Yo le di —comenzó diciendo ella— cartas de recomendación para Albany…


—Ciertamente. ¿Desea usted que le dé nuevamente las gracias más efusivas?


—De ningún modo, puesto que esas cartas le resultan ahora completamente inútiles. Como voy junto a mi padre, a quien están dirigidas las cartas, habrá usted de permitirme, no ya tan sólo el presentarle, sino el ofrecerle hospitalidad en su nombre.


—Tenía yo razón —dije— en contar con la casualidad para hacer un viaje encantador, y, sin embargo, tanto usted como yo, hemos estado a punto de no poder partir.


—¿Por qué?


—Un cierto viajero, aficionado a esas excentricidades; de las que los ingleses tenían la exclusiva antes del descubrimiento de América, quería retener para él solo el Kentucky entero.


—¿Es acaso un hijo de las Indias Orientales, que viaja con un acompañamiento de elefantes y bayaderas?


—¡No, en verdad! Yo asistí a su discusión con el capitán, que rechazaba su petición, y no vi a ningún elefante mezclarse en la conversación. Aquel extravagante parecía un hombre gordo, fuerte, alegre, que debía tener campo libre, eso es todo… ¡Eh! Pero ¿qué veo?… ¡Es él, Mistress! Le reconozco… ¿No ve usted a ese viajero que corre por el muelle gesticulando y dando gritos…? Todavía va a ser causa de que nos retrasemos, porque el steamboat comienza ya a separarse del muelle.


Un hombre de estatura regular, con una cabeza enorme, vestido con un largo gabán de doble cuello, y cubierto con un sombrero de alas anchas, llegaba, en efecto, todo sofocado al embarcadero, cuyo puente volante acababa de ser retirado; gesticulaba y gritaba sin preocuparse de las risas de la muchedumbre reunida en torno suyo.


—¡Eh al Kentucky…! ¡Mil diablos…! ¡Mi sitio está reservado, registrado, pagado y se me deja en tierra…! ¡Mil diablos! ¡Capitán, yo le hago responsable ante el Gran Juez y sus asesores!


—¡Tanto peor para los rezagados! —gritó el capitán, subiendo sobre uno de los tambores—. Tenemos que llegar a hora fija y no podemos perder tiempo.


—¡Mil diablos! —chilló de nuevo el hombre gordo—. Obtendré cien mil dólares y más de daños y perjuicios contra usted… Bobby —exclamó volviéndose hacia uno de los dos negros que le acompañaban—, ocúpate de los equipajes, y corre al hotel mientras Dacopa desamarra cualquier bote para alcanzar a ese condenado Kentucky.


—Es inútil —dijo el capitán, que ordenó largar la última amarra.


—¡Anda, Dacopa! —dijo el hombre gordo estimulando al negro.


Se apoderó este del cable en el momento en el que el paquebote lo arrastraba, y lo amarró a uno de los argollones del muelle. Al mismo tiempo, el obstinado viajero se precipitó en una embarcación, en medio de los aplausos de la multitud, y con algunos golpes de remo llegó a la escalera del Kentucky. Se lanzó sobre el puente, corrió hacia el capitán y le interpeló vivamente, haciendo él solo tanto ruido como diez hombres, y hablando con más volubilidad que veinte comadres. El capitán, no pudiendo decir esta boca es mía, y viendo, por lo demás, que el viajero había hecho acto de posesión, resolvió no preocuparse más del asunto. Cogió de nuevo su portavoz y se dirigió hacia la máquina. En el momento de ir a dar la señal de la partida, el hombre gordo volvió gritando:


—¿Y mis bultos? ¡Mil diablos!


—¡Cómo, sus bultos! —replicó el capitán—. ¿Serían por casualidad, esos que llegan ahora?


Diversos murmullos estallaron entre los viajeros, a quienes este nuevo retraso impacientaba.


—¿A qué viene eso? —gritó el intrépido pasajero—. ¿No soy yo, por ventura, un libre ciudadano de los Estados Unidos de América…? Yo me llamo Augusto Hopkins, y si este nombre no os dice lo bastante…


Ignoro si este nombre gozaba de influencia real sobré la masa de los espectadores, pero lo cierto es que el capitán se vio forzado a acercarse de nuevo al muelle para embarcar el equipaje de Augusto Hopkins, ciudadano libre de los Estados Unidos de América.


—Hay que reconocer —dije a Mistress Melvil— que es ése un hombre bien singular.


—Menos singular que sus bultos —me contestó—, mostrándome dos camiones que conducían al embarcadero, dos enormes cajas de veinte pies de alto, recubiertas de telas enceradas y sujetas por medio de una inextricable red de cuerdas y de nudos. La parte superior y la inferior estaban indicadas con letras rojas, y la palabra “frágil”, inscrita con caracteres de un pie, hacía temblar en cien pasos a la redondas a los representantes de las administraciones responsables.


A pesar de los rumores provocados por la aparición de aquellos bultos monstruosos, el señor Hopkins hizo tanto con los pies, con las manos, con la cabeza y con los pulmones, que fueron depositados sobre el puente tras esfuerzos y retrasos considerables. Por fin, el Kentucky pudo dejar el muelle y remontó el Hudson en medio de los buques de toda clase que lo surcaban.


Los dos negros de Augusto Hopkins se habían instalado, con carácter permanente, al lado de las cajas de su amo. Estas cajas tenían el privilegio de excitar, en el mayor grado, la curiosidad de los pasajeros. La mayor parte de ellos se apretaban en los alrededores, haciendo todas las suposiciones excéntricas que puede inventar la imaginación de allende el Océano. La propia Mistress Melvil parecía preocuparse vivamente de ellas, en tanto que, en mi calidad de francés, yo ponía el mayor cuidado en simular la indiferencia más completa y desdeñosa.


—¡Qué hombre tan especial es usted! —me dijo Mistress Melvil—. No se preocupa del contenido de esos dos monumentos, mientras que a mí me devora la curiosidad.


—Le confesaré —respondí— que todo ello me interesa poco; al ver llegar esas dos inmensidades, hice enseguida las suposiciones más atrevidas: “O contienen una casa de cinco pisos, con sus inquilinos, me dije, o no contienen nada”. Ahora bien, en uno y otro caso, que son los más extraños que pueden imaginarse, no experimentaría una extraordinaria sorpresa. No obstante, Mistress, si usted lo desea, voy a tratar de recoger algunos informes, que le transmitiré inmediatamente.


—Perfectamente —me respondió—, y durante su ausencia comprobaré estas facturas.


Dejé a mi singular compañera de viaje repasar sus sumas con la rapidez de los cajeros del Banco de Nueva York, los cuales, según se dice, no tienen más que dirigir una mirada sobre una columna de cifras para conocer inmediatamente su total.


Sin dejar de pensar en aquella extraña organización, en aquella dualidad de la existencia en el hogar de aquellas encantadoras mujeres americanas, me dirigí hacia aquel que atraía todas las miradas y servía de tema a todas las conversaciones.


Aun cuando sus dos cajas ocultasen completamente a la vista la proa del buque y el curso del Hudson, el timonel dirigía el steamboat con una confianza absoluta, sin preocuparse de los obstáculos. Los obstáculos, sin embargo, debían ser numerosos, porque jamás ningún río, sin exceptuar el Támesis, fue surcado por más buques que los de los Estados Unidos. En una época en que Francia no contaba con más de doce a trece mil buques e Inglaterra cuarenta mil, los Estados Unidos contaban ya sesenta mil, entre los cuales había dos mil vapores, que circulaban por todos los mares del mundo. Por estos números puede formarse una idea del movimiento comercial, y puede, asimismo, explicarse la multitud de accidentes de los que los ríos americanos son teatro.


Es verdad que esas catástrofes, esos choques y esos naufragios son de poca importancia a los ojos dé aquellos atrevidos negociantes. Hasta eso constituye una actividad nueva dada a las Sociedades de seguros, que harían muy malos negocios si sus primas no fueran exorbitantes. A peso y volumen iguales, un hombre en América tiene menos valor e importancia que un saco de carbón de piedra o de café.


Tal vez los americanos tengan razón, pero yo habría dado todas las minas de hulla y todos los cafetales del globo por mi insignificante persona francesa. Ahora bien, yo no dejaba de hallarme inquieto acerca del resultado de nuestro viaje a todo vapor a través de una multitud de obstáculos.


Augusto Hopkins no parecía compartir mis temores. Debía ser de esas gentes que saltan, descarrilan o se estrellan, antes que faltar a un negocio. En todo caso, no se preocupaba lo más mínimo de la belleza de las orillas del Hudson, que huían rápidamente hacia el mar. Entre Nueva York, punto de partida, y Albany, punto de llegada, no había para él otra cosa que dieciocho horas de tiempo perdido. Las deliciosas vistas de la orilla, los pueblecillos agrupados de una manera pintoresca, los bosquecillos diseminados acá y allá en la campiña como bouquets arrojados a los pies de una prima donna, el animado curso de un río magnífico, las primeras emanaciones de la primavera, nada, nada podía sacar a aquel hombre de sus preocupaciones de especulación. Iba y venía de un extremo a otro del Kentucky, mascullando frases ininteligibles, o bien, sentándose precipitadamente sobre un montón de mercancías, sacaba de uno de sus numerosos bolsillos una ancha y gorda cartera atestada de papeles de mil clases… Llegó a figurárseme que él exhibía a propósito todos aquellos papelotes, muestra de la burocracia comercial. Hojeaba rápidamente una correspondencia enorme, y desplegaba cartas fechadas en todos los países y selladas con los timbres de todas las administraciones de Correos del mundo, y cuyas líneas, apretadas, recorría con encarnizamiento muy notable, y también, a mi juicio, muy notado.


Me pareció, pues, imposible el dirigirme a él para adquirir noticias. En vano muchos curiosos habían querido hacer charlar a los dos negros, puestos de centinela cerca de las misteriosas cajas. Aquellos dos hijos de África habían guardado un mutismo absoluto, contradiciendo su locuacidad habitual.


Me disponía, por consiguiente, a volver al lado de Mistress Melvil y a darle cuenta de mis impresiones personales, cuando me hallé en un grupo en cuyo centro peroraba el capitán del Kentucky; se trataba de Hopkins.


—Se lo repito a ustedes —dijo el capitán—, ese extravagante no hace nada como los demás. Ya van diez veces que remonta el Hudson, de Nueva York a Albany, diez veces que se las arregla para llegar tarde y diez veces que transporta cargamentos parecidos. ¿Qué quiere decir eso? Lo ignoro. Corre el rumor de que Hopkins monta una gran empresa a algunas leguas de Albany, y que desde todas las partes del mundo se le expiden mercancías desconocidas.


—Debe ser uno de los principales agentes de la Compañía de las Indias —dijo uno de los asistentes—, que viene a fundar una sucursal en América.


—O más bien un rico propietario de placeres californianos —respondió otro—; debe tener en juego algún suministro…


—O alguna adjudicación —dijo un tercero—. El New York Herald parecía dejarlo presentir en los últimos días.


—No tardaremos —agregó un cuarto— en ver emitir las acciones de una nueva compañía, con un capital de quinientos millones. Yo me inscribo, el primero por cien acciones de mil dólares.


—¿Por qué el primero? —repuso otro—. ¿Tiene ya usted ofertas en ese sentido? Yo estoy dispuesto a desembolsar el importe de doscientas acciones, y más si es preciso.


—¡Si quedan después de las que yo tome! —gritó de lejos uno, cuyo semblante no pude descubrir—. Se trata, evidentemente, de un ferrocarril entre Albany y San Francisco, y el banquero que será su adjudicatario es mi mejor amigo.


—¡Qué dice usted de ferrocarril! Ese Hopkins viene a instalar un cable eléctrico a través del lago Ontario, y esas inmensas cajas encierran los hilos y la gutapercha.


—¡A través del lago Ontario! ¡Pero ése es un negocio de oro! —dijeron muchos negociantes, presa del demonio de la especulación—. El señor Hopkins se dignará exponernos su empresa. ¡Para mí las primeras acciones…!


—¡Para mí, señor Hopkins…!


—¡No, para mí…!


—¡No, para mí…! ¡Ofrezco mil dólares de prima…!


Las demandas se cruzaban, y la confusión se hizo general. Aun cuando la especulación no me tentase, seguí al grupo de agiotistas, que se encaminaba hacia el héroe del Kentucky. Pronto se vio Hopkins rodeado de una muchedumbre compacta, a la que ni siquiera se dignó mirar. Largas series de cifras, de números seguidos de muchos ceros, se alineaban en las hojas sobre su enorme cartera. Las cuatro operaciones fundamentales de la aritmética pululaban bajo su lápiz. Los millones se escapaban de sus labios con la rapidez de un torrente; parecía presa del frenesí de los cálculos. El silencio se estableció en torno de él, a pesar de las tormentas que se agitaban bajo aquellos cráneos americanos, por la pasión del comercio.


Por fin, tras una operación monstruosa, pronunció estas palabras sacramentales:


—Cien millones.


Guardó después rápidamente sus papeles, encerrándolos en su amplia cartera, y sacando de su bolsillo un reloj adornado de una doble fila de perlas finas.


—¡Las nueve…! ¡Las nueve ya! ¡Este maldito barco no marcha…! ¡Capitán…! ¿Dónde está el capitán?


Diciendo esto, Hopkins atravesó bruscamente la triple fila de la multitud que le rodeaba, y vio al capitán, inclinado sobre la escotilla de la máquina, desde donde daba algunas órdenes al maquinista.


—¿Sabe usted, capitán —dijo con importancia— sabe usted que un retraso de diez minutos pueda hacer fracasar para mí un negocio considerable?


—¿A quién habla usted de retraso —dijo el capitán estupefacto ante semejante reproche—, cuando es usted el único causante de él?


—Si usted no se hubiese empeñado en dejarme en tierra —replicó Hopkins alzando la voz y poniéndose a tono con el superior— no habría perdido un tiempo que vale mucho en esta época del año.


—Y si usted y sus cajas hubiesen tomado la precaución de llegar a la hora debida —replicó el capitán irritado—, habríamos podido aprovecharnos de la marea ascendente, y estaríamos tres millas más lejos.


—Yo no me meto en esas consideraciones. Antes de medianoche debo hallarme en el hotel Washington, en Albany, y si llego después habría sido preferible para mi no haber salido de Nueva York. Le prevengo que, en tal caso, reclamaré a la Administración, y a usted los daños y perjuicios.


—¡Déjeme usted en paz! —dijo el capitán, que comenzaba a sulfurarse.


—No, señor; no le dejaré en paz en tanto que su pusilanimidad y sus economías de combustible me pongan en peligro de perder diez fortunas… ¡Vamos, fogoneros, cuatro o cinco buenas paletadas de carbón en vuestros hornos, y usted, maquinista, apriete la válvula de la caldera, a ver si ganamos el tiempo perdido.


Y Hopkins arrojó en la cámara de la máquina una bolsa en la que brillaban algunos dólares.


El capitán montó en una violenta cólera, pero nuestro viajero gritó más alto que él y durante más tiempo que él. Por lo que a mí hace, me alejé rápidamente de aquel sitio, sabiendo que aquella recomendación hecha al maquinista de cargar la válvula para aumentar la presión del vapor y acelerar la marcha del buque podía bien hacer estallar la caldera.


Inútil es decir que mis compañeros de viaje encontraron el expediente muy sencillo, de modo que no hable de ello a Mistress Melvil, que se hubiera reído de mis quiméricos temores.


Cuando me uní de nuevo a ella, sus vastos cálculos estaban terminados, y los cuidados y preocupaciones comerciales no hacían ya fruncir su encantadora frente.


—Dejó usted a la negociante y se encuentra a la mujer de mundo. Puede, pues, usted conversar con ella de lo que más le agrade, y hablarle de arte, de poesía…


—¡Hablar de arte y de poesía después de lo que acabo de ver y de oír…! ¡No, no! Estoy totalmente impregnado del espíritu mercantil; no oigo más que el sonido de los dólares, y estoy deslumbrado por su espléndido brillo; no veo ya en este hermoso río otra cosa que una ruta muy cómoda para las mercancías; en esos lindos pueblecillos, una serie de almacenes de azúcar y de algodón, y pienso seriamente en construir una presa sobre el Hudson y en utilizar sus aguas para hacer girar un molino de café.


—¡Hombre, hombre! ¡Molino de café aparte, ésa es una buena idea!


—Y dígame usted, si lo tiene a bien, ¿por qué no había yo de tener ideas como cualquier hijo de vecino?


—¿Ha sido usted, pues, picado por el tábano de la industria? —preguntó Mistress Melvil, riendo.


—Juzgue usted misma respondí.


Y le referí las diversas escenas de las que había sido testigo. Ella escuchó mi relato gravemente, como conviene a toda inteligencia americana, y se puso a reflexionar. Una parisiense no me habría dejado decir la mitad.


—Y bien, Mistress, ¿qué piensa usted del tal Hopkins?


—Ese hombre —me respondió— puede ser un gran genio especulador, que funda una empresa gigantesca, o sencillamente un exhibidor de osos de la última feria de Baltimore.


Me eché a reír, y la conversación giró sobre otros asuntos.


Nuestro viaje terminó sin nuevos incidentes, a no ser que Hopkins estuvo a punto de arrojar al agua una de sus cajas, queriéndola cambiar de sitio, a pesar del capitán. La discusión que sobrevino le sirvió también para ponderar la importancia de sus negocios y el valor de sus bultos. Almorzó y cenó, no como un hombre que se propone reparar sus fuerzas, sino como quien abriga el propósito de gastar la mayor cantidad posible de dinero. Finalmente, cuando llegamos a nuestro destino, no había un solo viajero que no estuviese dispuesto a contar maravillas de aquel personaje extraordinario.


El Kentucky llegó al muelle de Albany antes de la hora fatal de medianoche. Ofrecí mi brazo a Mistress Melvil, sin dejar de felicitarme por haber desembarcado sano y salvo, en tanto que Augusto Hopkins, después de haber hecho transportar con gran ruido sus dos cajas maravillosas, entraba triunfalmente, seguido de una muchedumbre considerable, en el hotel Washington.


Yo fui recibido por Mister Francis Wilson, padre de Mistress Melvil, con ese agradado y esa franqueza que tanto valor prestan a la hospitalidad. A pesar de mis protestas, hube de aceptar una habitación azul en la casa del honorable comerciante. No es posible dar el nombre de hotel a aquella casa inmensa, cuyos espaciosos departamentos parecen sin importancia al lado de los vastos almacenes, donde se acumulan las mercancías de todos los países del mundo. Una multitud de empleados y de agentes pulula en aquella verdadera ciudad, de la cual las casas de comercio de Burdeos y de El Havre dan sólo una idea muy imperfecta. A pesar de las ocupaciones, de todo género, del amo de la casa, fui tratado como un obispo, y no tuve necesidad de pedir nada, ni aun de desear. Por añadidura, el servicio se hacía mediante negros, y cuando uno ha sido servido por negros, ya no es posible servirse más que por uno mismo.


Al día siguiente, me paseé por la deliciosa ciudad de Albany, de la que simplemente su nombre me había siempre encantado. En ella encontré la misma actividad que en Nueva York, el mismo movimiento y la misma multiplicidad de intereses. La sed de ganancia de las gentes de comercio, su ardor en el trabajo, su necesidad de extraer el dinero por todos los procedimientos que la industria o la especulación descubren no ofrecen, entre los comerciantes del Nuevo Mundo, el aspecto repulsivo que ofrecen con frecuencia entre sus colegas del Viejo Mundo. Hay, en su modo de obrar, cierta grandeza muy simpática. Se concibe que aquellas gentes tengan necesidad de ganar mucho, porque también gastan mucho.


A la hora de las comidas, que fueron dispuestas con lujo, y durante la velada, la conversación, en un principio general, no tardó en especializarse, hablando de la ciudad, de sus placeres, de su teatro. Mister Wilson me pareció hallarse muy al corriente de esas diversiones mundanas, pero me pareció también tan americano como es posible serlo cuando llegamos a hablar de las excentricidades de ciudades enteras, de lo que se trata mucho en Europa.


—¿Alude usted a nuestra actitud respecto a la célebre Lola Montes? —me dijo Mister Wilson.


—Efectivamente respondí; sólo los americanos han podido tomar en serio a la Condesa de Lansfeld.


—La tomamos en serio porque obraba seriamente, del mismo modo que no concedemos ninguna importancia a los asuntos más graves, cuando son tratados ligeramente.


—Lo que, sin duda, le choca —dijo Mistress Melvil con tono burlón— es que Lola Montes visitara nuestros colegios de señoritas.


—Confesaré francamente que el hecho me pareció extraño, porque esa encantadora bailarina no me parece un ejemplo que proponer a las jóvenes.


—Nuestras jóvenes —replicó Mister Wilson— son educadas de una manera más independiente que las vuestras. Cuando Lola Montes visitó sus colegios, no fue ni la bailarina de París, ni la condesa de Lansfeld de Baviera. Quien allí se presentó fue una mujer célebre, cuya vista no podía dejar de ser agradable, y de ello no resultó nada malo para las niñas, que la observaron con curiosidad. Era una fiesta, un placer, una distracción, he ahí todo, ¿dónde está el mal en todo ello?


—El mal está en que esas ovaciones marean a los grandes artistas, resultan inaguantables al regresar de los Estados Unidos.


—¿Tienen por qué quejarse de ello? —preguntó Mister Wilson vivamente.


—Al contrario respondí; pero ¿cómo es posible que Jenny Lind, por ejemplo, se encuentre halagada por una hospitalidad europea, cuando aquí ve a los hombres más notables atropellarse por tirar de su coche en medio de las fiestas públicas? ¿Qué reclamo valdrá jamás la célebre fundación de los hospitales hecha por su empresario?


—Habla usted como un celoso —replicó Mistress Melvil—. Usted no perdona a esa eminente artista que no haya querido nunca dejarse oír en París.


—No, seguramente, Mistress, y por lo demás, no le aconsejaría que fuese, porque no hallaría la acogida que ustedes le han hecho.


—Ustedes se lo pierden —dijo Mister Wilson.


—Menos que ella, a juicio mío.


—Por lo menos, pierden ustedes los hospitales —dijo riendo Mistress Melvil.


La discusión se prolongó así. Al cabo de algunos instantes, Mister Wilson me dijo:


—Ya que esas exhibiciones y esos reclamos le interesan, llega usted en la mejor ocasión. Mañana tiene lugar la adjudicación de los primeros billetes para el concierto de Madame Sontag.


—¿Una adjudicación, como si se tratara de un ferrocarril?


—Así es; y el que hasta ahora se ha presentado con las pretensiones más atrevidas ha sido sencillamente un honrado sombrerero de Albany.


—Sin duda se trata de un melómano.


—¿Él…? ¿John Turnen…? Detesta la música; para él la música es el más desagradable de los ruidos.


—Entonces, ¿qué se propone?


—Anunciarse; es un reclamo. Se hablará de él, no tan sólo en la ciudad, sino en todas las provincias de la Unión, lo mismo en América que en Europa, se le comprarán sombreros, y surtirá de ellos al mundo entero.


—¡Imposible!


—Ya lo verá usted mañana, y si necesita algún sombrero…


—No lo compraré en su casa. Deben ser detestables.


—¡Ah, el empedernido parisiense! —dijo Mister Wilson, levantándose.


Me despedí de mis anfitriones, y me fui a soñar con aquellas excentricidades americanas.


Al día siguiente asistí a la adjudicación del famoso primer billete para el concierto de Madame Sontag, con una seriedad que habría honrado al más flemático habitante de la Unión. El sombrerero John Turner, el héroe de esta nueva excentricidad, se atraía todas las miradas. Sus amigos le abordaban y le cumplimentaban, como si hubiera salvado la independencia del país; otros le alentaban. Se hicieron apuestas sobre su éxito o el de otros concurrentes al mismo honor.


Comenzó la subasta. El primer billete subió rápidamente de cuatro a dos y trescientos dólares. John Turner se juzgaba seguro de ser el último postor, y sólo añadía una débil suma al precio señalado por sus adversarios, ya que a este valiente hombre le bastaba llevarse un solo dólar, y contaba con consagrar, si le era necesario, un millar para la adquisición de esta preciosa localidad. Los números tres, cuatro, cinco y seiscientos se sucedieron con bastante rapidez. Los asistentes estaban sobreexcitados al mayor grado y estimulaban a los licitadores. El primer billete tenía un valor infinito a los ojos de todos, y nadie se inquietaba de lo demás. Era, en suma, una cuestión de honor.


De repente, resonó un hurra más prolongado que los otros. El sombrerero había gritado con voz fuerte:


—¡Mil dólares!


—¡Mil dólares! —repitió el subastador—. ¿No hay quien dé más? ¡Mil dólares el primer billete del concierto…!


En el intervalo de las diversas preguntas del agente, se sentía un vago murmullo en la sala. Yo mismo estaba impresionado a mi pesar. Turner, seguro de su triunfo, paseaba una mirada satisfecha sobre sus admiradores. Tenía en la mano un fajo de billetes de uno de los seiscientos bancos de los Estados Unidos, y los agitaba, en tanto que estas palabras resonaban de nuevo:


—¡Mil dólares…!


—¡Tres mil dólares! —gritó una voz, que me hizo volver la cabeza.


—¡Hurra! —gritó la sala entusiasmada.


—¡Tres mil dólares! —repitió el agente.


Ante semejante competidor, el sombrerero había bajado la cabeza y había huido inadvertido en medio del universal entusiasmo.


—¡Adjudicado en tres mil dólares! —dijo el agente.


Yo vi entonces avanzar a Augusto Hopkins en persona, el libre ciudadano de los Estados Unidos de América. Evidentemente, pasaba al estado de hombre célebre, y ya no quedaba más que componer himnos en su honor.


Me escapé difícilmente de la sala, y sólo después de muchos esfuerzos conseguí abrirme camino por entre las diez mil personas que aguardaban en la puerta al triunfante licitador. Innumerables aclamaciones le saludaron al aparecer. Por segunda vez, desde la víspera, fue acompañado al hotel Washington por la exaltada población. Él saludaba con aspecto, a un tiempo, modesto y altivo, y por la noche, a petición general, se asomó al gran balcón del hotel, aplaudido por una multitud delirante.


—Y bien, ¿qué piensa usted de ello? —me dijo Mister Wilson cuando, después de comer, le puse al corriente de los incidentes del día.


—Pues pienso que, en mi calidad de francés y de parisiense, Madame Sontag pondrá gentilmente a mi disposición un sitio, sin que tenga que pagarle quince mil francos.


—Así lo creo —me respondió Mister Wilson—, pero si ese Hopkins es un hombre hábil, esos tres mil dólares pueden producirle cien mil. Un hombre que ha llegado a su grado de excentricidad, no tiene más que agacharse para recoger millones.


—¿Qué puede ser ese Hopkins? —preguntó Mistress Melvil.


Esto mismo era lo que se preguntaba la ciudad de Albany entera.


Los acontecimientos se encargaron de responder. Algunos días más tarde, en efecto, nuevas cajas, de forma y de dimensiones más extraordinarias todavía, llegaron por el steamboat de Nueva York. Una de ellas, que tenía el aspecto de una casa, fue conducida imprudentemente —o prudentemente tal vez— por una de las estrechas calles de los arrabales de Albany. Pronto se encontró en la imposibilidad de avanzar, y fue preciso dejarla allí, como un trozo de roca. Durante veinticuatro horas, toda la población de la ciudad se encaminó al lugar del suceso. Hopkins se aprovechaba de esas aglomeraciones para exhibirse, lanzando diatribas contra los ignaros arquitectos del lugar, y hablaba nada menos que de hacer cambiar la alineación de las calles de la ciudad para poder dar paso a sus bultos.


Pronto resultó evidente que había necesidad de optar por uno de dos partidos: o demoler la caja, cuyo contenido excitaba la curiosidad, o derribar la casa que le servía de obstáculo. Los curiosos de Albany hubieran preferido, indudablemente, el primer partido, pero Hopkins no lo entendía así. Las cosas, sin embargo, no podían permanecer en aquel estado. La circulación se hallaba interrumpida en el barrio, y la policía amenazaba con hacer proceder judicialmente a la demolición de la condenada caja. Hopkins zanjó la dificultad comprando la casa que le estorbaba y haciéndola en seguida derribar.


Dejo adivinar si este último rasgo le colocó en el más alto pináculo de la celebridad. Su nombre y su historia circularon por todos los salones. De él solo se trató en el Circulo de los Independientes y en el Círculo de la Unión. Nuevas apuestas se cruzaron en los cafés dé Albany acerca de los proyectos de aquel hombre misterioso. Los diarios se entregaron a las suposiciones más aventuradas, que apartaron momentáneamente la atención pública de ciertas dificultades nacidas entre Cuba y los Estados Unidos. Hasta creo que tuvo lugar un duelo entre un negociante y un funcionario de la ciudad, y que el campeón de Hopkins triunfó en aquella ocasión.


Así es que cuando se celebró el concierto de Madame Sontag, al que asistí de un modo menos ruidoso que nuestro héroe, éste estuvo a punto de cambiar con su presencia el objeto de la reunión.


Por fin se explicó el misterio, y pronto Augusto Hopkins no trató de disimularlo. Aquel hombre era pura simplemente un empresario que venía a fundar en los alrededores de Albany una especie de Exposición Universal. Intentaba realizar, por su propia cuenta, una de esas empresas colosales, cuyo monopolio se habían reservado, hasta entonces, los gobiernos y las corporaciones oficiales.


Con este objeto había comprado, a tres leguas de Albany, una inmensa llanura inculta. Sobre ese terreno abandonado ya no se alzaban más que las ruinas del fuerte William, que protegía en otro tiempo las factorías inglesas en las fronteras de Canadá. Hopkins se ocupaba ya en reclutar obreros para dar comienzo a sus gigantescos trabajos. Sus inmensas cajas encerraban, sin duda, instrumentos y máquinas destinadas a las construcciones.


Tan pronto como la noticia circuló por la Bolsa de Albany, los negociantes se preocuparon de ella en sumo grado. Cada uno de ellos trató de entenderse con el gran empresario para arrancarle promesas de acciones; pero Hopkins respondía evasivamente a todas las peticiones. Lo que no fue obstáculo para que hubiese una cotización ficticia para esas acciones imaginarias, y el negocio comenzó a tomar, desde ese momento, una extensión enorme.


—Ese hombre —me dijo un día Mister Wilson— es un especulador muy hábil. Ignoro si es un millonario o un mendigo, pues hace falta ser Job o Rothschild para intentar semejantes empresas, pero, seguramente, hará una inmensa fortuna.


—Yo no sé ya qué creer, mi querido Mister Wilson, ni a cuál de los dos admirar, si al hombre que proyecta tales empresas o al país que las sostiene y preconiza sin pedir más.


—Así es como se alcanza el éxito, mi querido señor.


—O como se arruina uno —respondí.


—Pues bien, sepa usted que en América una quiebra enriquece a todo el mundo y no arruina a nadie.


Yo no podía tener razón contra Mister Wilson más que por los hechos mismos. Así es que aguardaba con impaciencia el resultado de aquellas maniobras y de aquellos reclamos, que me interesaban extraordinariamente. Recogía las menores noticias sobre la empresa de Augusto Hopkins, y leía ávidamente los periódicos que nos informaban muy al pormenor de todo. Ya había salido una primera tanda de obreros, y a la sazón no quedaba nada de las ruinas del fuerte William. Ya no se trataba más que de los trabajos cuyo objetivo excitaba un verdadero entusiasmo, y llegaban proposiciones de todas partes, tanto de Nueva York como de Albany, de Boston y de Baltimore. Los musical instruments, los daguerreotype pictures, los abdominal supporters, los centrifugal pumps, los square pianos se inscribían para figurar en los mejores lugares, y la imaginación americana continuaba desbordándose. Se aseguró que en torno de la Exposición se alzaría una ciudad entera. Se decía que Augusto Hopkins tenía el proyecto de fundar una ciudad rival de Nueva Orleáns y de darle su nombre, añadiéndose que esa ciudad, fortificada a causa de su proximidad a la frontera, no tardaría en convertirse en la capital de los Estados Unidos, etc., etc.


Mientras que esas exageraciones corrían, y se multiplicaban en los cerebros, el héroe del movimiento permanecía casi silencioso. Acudía puntualmente a la Bolsa de Albany, se enteraba del estado de los negocios, tomaba notas, pero no abría la boca para hablar de sus vastos designios. Hasta las gentes se extrañaban de que un hombre de su carácter no hiciese ninguna publicidad propiamente dicha. Tal vez desdeñaba esos medios ordinarios de lanzar una empresa, y se confiaba a su propio mérito.


Ahora bien, en esta situación se hallaban las cosas, cuando una mañana el New York Herald insertó en sus columnas la siguiente noticia:


«Todo el mundo sabe que los trabajos de la Exposición Universal de Albany avanzan con rapidez. Ya han desaparecido las ruinas del viejo fuerte William, y se ponen los cimientos de maravillosos monumentos en medio del entusiasmo general. El otro día, la piqueta de un obrero ha puesto al descubierto los restos de un esqueleto enorme, enterrado, evidentemente, desde hace miles de años. Apresurémonos a añadir que este descubrimiento no retrasará en nada los trabajos que deben dotar a los Estados Unidos de América de una octava maravilla del mundo.»


No concedí a esas líneas más que la indiferente atención que se debe a las innumerables noticias análogas que en los periódicos americanos pululan. No sabía el partido que de ella había de sacarse más tarde. Es verdad que semejante descubrimiento tomó, en labios de Augusto Hopkins, una importancia extraordinaria. Se mostró verdaderamente pródigo en discursos, narraciones, reflexiones y deducciones sobre la exhumación de aquel prodigioso esqueleto. Diríase que subordinaba a aquel encuentro todos sus planes de fortuna y de especulación.


Parecía, por otra parte, que el descubrimiento era verdaderamente milagroso. Practicábanse excavaciones, siguiendo las órdenes de Hopkins, de manera que para encontrar la otra extremidad del gigantesco fósil, tres días de trabajo incesante no habían producido aún ningún resultado. No era posible, por tanto, prever hasta dónde llegarían sus sorprendentes dimensiones, cuando Hopkins, que hacía ejecutar por sí mismo profundas excavaciones a doscientos pies de las primeras, descubrió, al fin, la extremidad de aquel caparazón ciclópeo. La noticia se extendió en seguida, con una rapidez eléctrica, y este hecho, único en los anales de la geología, tomó el carácter de un acontecimiento mundial.


Con su carácter impresionable, exagerador e inestable, no tardaron los americanos en difundir la noticia, cuya importancia aumentaron sin motivo. Se trató de averiguar de dónde podían proceder aquellos enormes restos, qué debía inferirse de su existencia en el suelo indígena, y el Albany Institut emprendió estudios a este respecto.


Esta cuestión, lo reconozco, me interesaba bastante más que los esplendores futuros del Palacio de la Industria y las especulaciones excéntricas del Nuevo Mundo. Así es que traté de estar al tanto del asunto. No me fue difícil, porque los periódicos trataron la cuestión bajo todas las formas posibles. Fui, por otra parte, lo bastante afortunado para conocer los pormenores por el ciudadano Hopkins en persona.


Desde su aparición en la ciudad de Albany, este hombre extraordinario había sido solicitado por la mejor sociedad de la población. En los Estados Unidos, donde la clase noble es la clase comercial, era perfectamente natural que tan atrevido especulador fuera acogido con los honores debidos a su rango. Una noche, pues, le encontré en los salones de Mister Wilson, y sólo se hablaba, como era de esperar, del asunto que a todos apasionaba.


Mister Hopkins hizo una descripción interesante, profunda, erudita, y sin embargo, humorística, de su descubrimiento, del modo que se había producido y de sus incalculables consecuencias. Dejó, al mismo tiempo, entrever que contaba sacar de ello algún partido comercial.


—Únicamente —nos dijo—, nuestros trabajos están por el momento detenidos, porque entre las primeras y las últimas excavaciones que han dejado al descubierto las extremidades del esqueleto, se extiende cierta porción de terreno sobre el que se alzan ya algunas de mis nuevas construcciones.


—Pero ¿está usted seguro —le preguntaron— de que las dos extremidades del animal se unen bajo la parte inexplorada del suelo?


—No puede haber la menor duda —respondió Hopkins con seguridad—. A juzgar por los fragmentos óseos que hemos desenterrado, ese animal debe tener proporciones gigantescas y rebasará, con mucho, la talla del famoso mastodonte descubierto tiempo ha en el valle de Ohio.


—¿Lo cree usted? —exclamó un tal Mister Cornut, especie de naturalista que hacía ciencia del mismo modo que sus compatriotas hacen el comercio.


—Estoy seguro —respondió Hopkins—. Por su estructura, ese monstruo pertenece evidentemente al orden de los paquidermos, pues posee todos los caracteres tan bien descritos por Humboldt.


—¡Qué lástima —dije— que no se le pueda desenterrar entero!


—¿Y quién nos lo impide? —Cornut preguntó vivamente.


—Como ya se han alzado esas construcciones…


Apenas había soltado este disparate, que a mí me parecía una cuca tan racional, cuando me convertí en el centro de un círculo de sonrisas desdeñosas. Les parecía muy sencillo a aquellos audaces negociantes derribarlo todo, incluso un monumento, para desenterrar un contemporáneo del diluvio. Nadie, por consiguiente, quedó sorprendido al oír decir a Hopkins que ya había dado órdenes sobre el particular. Todos le felicitaron y creyeron que el azar tenía razón al favorecer a hombres emprendedores y audaces. Por mi parte, lo felicite sinceramente y me comprometí a ser uno de los primeros en visitar su maravilloso descubrimiento. Hasta le ofrecí trasladarme a Exhihition Parc, denominación ya de dominio público; pero me rogó que aguardase a que estuviesen terminadas las excavaciones, pues no podía juzgarse todavía de la enormidad del fósil.


Cuatro días después, el New York Herald daba detalles nuevos sobre el monstruoso esqueleto. No era ni de un mamut, ni de un mastodonte, ni de un megaterio, ni de un pterodáctilo, ni de un plesiosauro, porque todos los nombres extraños de la Paleontología fueron invocados por antífrasis. Los restos mencionados pertenecen todos a la tercera o, a lo más, a la segunda época geológica, mientras que las excavaciones, dirigidas por Hopkins, habían sido llevadas hasta los terrenos primitivos que constituyen la corteza terrestre, y en la cual hasta entonces no se había encontrado ningún fósil. ¿Qué inferir de ahí, sino que ese monstruo, que no era ni un molusco, ni un paquidermo, ni un roedor, ni un rumiante, ni un carnívoro, ni un anfibio, era un hombre? ¡Y ese hombre, un gigante de más de cuarenta metros de alto! No podía, pues, negarse la existencia de una raza de titanes anterior a la nuestra. Si el hecho era cierto, y todo el mundo lo aceptaba como tal, debían cambiarse las teorías geológicas más firmemente asentadas, puesto que se encontraban fósiles más allá de los depósitos diluvianos, lo que indicaba que habían sido sepultados en una época anterior al diluvio.


Este artículo del New York Herald produjo una inmensa sensación. El texto fue reproducido por todos los periódicos de América, y se entablaron numerosas discusiones. Este motivo de conversación se puso a la orden del día, y las bocas más bonitas del Nuevo Mundo pronunciaron los vocablos más ingratos de la ciencia. Tuvieron lugar grandes discusiones. Del descubrimiento se dedujeron las consecuencias más horrorosas para el suelo de América, que se consagra la cuna del género humano en detrimento de Asia. En los congresos y las Academias, se demostró hasta la evidencia que América, poblada desde los primeros días de la vida, había sido el punto de partida de migraciones sucesivas. El Nuevo Continente había quitado al Viejo Mundo los honores de la antigüedad. Informes muy extensos, inspirados en una ambición patriótica, fueron escritos sobre esta cuestión tan seria. Al fin, una reunión de sabios, cuya acta fue publicada y comentada por todos los órganos de la prensa americana, probó, con una claridad meridiana, que el paraíso terrenal, cercado por Pensilvania, Virginia y el lago Erie, ocupaba antiguamente lo que es ahora la provincia de Ohio.


Confieso que todas estas reflexiones me cautivaron en grado máximo. Veía a Adán y Eva al mando de tropas de animales feroces, lo que no era más que una ficción, tanto en América como a orillas del Éufrates, ya que no se ha encontrado el menor vestigio. La serpiente tentadora tomaba, en mi pensamiento, la forma del constrictor o del crótalo. Pero lo que más me admiraba era que se concedía fe a aquel descubrimiento con una sumisión maravillosa. A nadie se le ocurría la idea de que el famoso esqueleto podía ser un timo, una baladronada, un humbug, como dicen los americanos, y ni siquiera uno de aquellos sabios entusiastas pensaba en ver con sus propios ojos el milagro que ponía su cerebro en ebullición. Hice estas observaciones a Mistress Melvil.


—¿A qué preocuparse ni molestarse? —dijo—. Veremos nuestro querido monstruo cuando sea el momento. En cuanto a su estructura y aspecto, todo el mundo puede conocerlos, pues no se dará un paso en toda América sin encontrarlo reproducido bajo las formas más ingeniosas.


En este punto era, en efecto, en el que brillaba el genio del especulador. Y Augusto Hopkins tanto se mostraba reservado para lanzar el negocio de la Exposición, como demostraba entusiasmo, invención e imaginación para posar su milagroso esqueleto en el espíritu de sus compatriotas. Por otra parte, todo le estaba permitido, después que sus originalidades habían atraído sobre él la atención pública.


Pronto las paredes de las casas de la ciudad se vieron cubiertas de inmensos carteles multicolores, que reproducían el monstruo bajo los más variados aspectos. Hopkins agotó todas las fórmulas hasta entonces conocidas en el género. Empleó los colores más llamativos; tapizó con aquellos carteles las murallas, los parapetos de los muelles, los troncos de los árboles de los paseos; en los unos, las líneas se hallaban trazadas diagonalmente, y en los otros, el reclamo aparecía en letras monstruosas pintadas con brocha, lo que obligaba la atención del transeúnte; varios hombres se paseaban por todas las calles vestidos con blusas y con gabanes que representaban el esqueleto; durante la noche, transparentes inmensos lo proyectaban en negro sobre un fondo luminoso.


Hopkins no se contentó con estos medios de publicidad, ordinarios en América. Los carteles y las cuartas planas de los periódicos no le bastaban. Dio un verdadero curso de esqueletología, en el que invocó la autoridad de los Cuvier, de los Brumenbach, de los Backland, de los Link, de los Stemberg, de los Brongnart, y otros cien que han escrito sobre paleontología. Sus cursos fueron seguidos y aplaudidos, hasta el punto de que un día, quedaron aplastadas dos personas en la puerta. Inútil es decir que Hopkins dispuso que se les hicieran funerales magníficos, y que los pendones y estandartes del cortejo mortuorio reprodujeran también las formas inevitables del fósil de moda.


Todos estos procedimientos eran excelentes para la misma ciudad de Albany y sus contornos, pero lo que importaba era lanzar el negocio en América entera. Mister Lumley, en Inglaterra, desde los primeros pasos de Jenny Lind, propuso a los vendedores de jabón proporcionarles moldes con el retrato en hueco de la ilustre prima donna, lo que fue aceptado, produciendo excelentes resultados, ya que uno se lavaba las manos con la imagen de la eminente cantante. Hopkins se sirvió de un medio análogo. Siguiendo los pasos trazados por los fabricantes, las telas de los vestidos ofrecían al buen gusto de los compradores la imagen del ser prehistórico. El interior de los sombreros también fue revestido del mismo motivo. ¡Hasta los platos recibieron la huella del sorprendente fenómeno! Y me quedo corto. Era imposible evitarlo. Se vestía con él, se peinaba con él, se comía con él, siempre se estaba con su interesante compañía.


El efecto de esta publicidad a alta presión fue inmenso. Y ocurrió que cuando los periódicos, los tambores, las trompetas y las descargas de fusiles anunciaron que el milagro sería en breve plazo entregado a la admiración del público, aquello fue un hurra universal. Se procedió entonces a preparar una sala inmensa para contener, decía el reclamo, «no a los espectadores entusiastas, cuyo número sería infinito, sino el esqueleto de uno de aquellos gigantes a quienes la mitología acusa de haber querido escalar el cielo».


Debía yo salir de Albany a los pocos días, y lamentaba vivamente que mi estancia no pudiese prolongarse todo lo preciso para permitirme asistir a la inauguración de aquel espectáculo único. Por otra parte, no queriendo marcharme sin haber visto algo, resolví dirigirme en secreto a Exhibition Parc.


Una. mañana, con mi fusil en bandolera, me dirigí hacia aquel lado. Durante tres horas aproximadamente caminé hacia el Norte, sin haber podido obtener informes precisos acerca del sitio al que quería llegar. No obstante, a fuerza de buscar el emplazamiento del antiguo fuerte William, llegué, después de andar cinco o seis millas, al término de mi viaje.


Me hallaba en medio de una inmensa llanura, una pequeña parte de la cual había sido removida por algunos trabajos recientes, pero de poca importancia; un espacio considerable de terreno se hallaba herméticamente cerrado por una empalizada. Yo ignoraba si esta empalizada era la que marcaba el límite de los terrenos de la Exposición, pero el hecho hubo de serme confirmado por un cazador de castores que encontré por las cercanías, y que se dirigía a la frontera del Canadá.


—Aquí es —me dijo—, pero no sé lo que se prepara, pues esta mañana me ha parecido oír disparos de carabina.


Le di las gracias y proseguí mis pesquisas.


Al exterior no veía la menor huella de trabajo. Un silencio absoluto reinaba en aquella llanura inculta, a la que construcciones gigantescas debían llevar pronto la vida y el movimiento.


No pudiendo satisfacer mi curiosidad sin penetrar en el recinto, resolví darle la vuelta, para ver si descubría algún medio de acceso. Mucho tiempo anduve sin haber tropezado con nada que se pareciera a una puerta. Muy malhumorado, llegué a no impetrar del cielo otra cosa que una hendidura, un simple agujero para aplicar el ojo, cuando en un ángulo del cercado vi unas tablas derribadas.


Ni un instante vacilé en introducirme en el cercado, hallándome entonces en un terreno devastado. Trozos de roca, que la pólvora había arrancado, se hallaban esparcidos acá y allá; varios montículos de tierra accidentaban el suelo, semejantes a las olas de una mar agitada. Llegué, por fin, al borde de una excavación profunda, en cuyo fondo se divisaba una enorme cantidad de huesos.


Tenía, por fin, ante mis ojos el objeto de tanto ruido y de tantos reclamos. Nada de curioso tenía, seguramente, el espectáculo. Era un amontonamiento de fragmentos óseos de todas clases, rotos en mil pedazos, y hasta la rotura de algunos parecía muy reciente. No me fue posible reconocer entre ellos las partes más importantes del esqueleto humano, que, según las dimensiones anunciadas, debían estar establecidas sobre una escala monstruosa. Sin grandes esfuerzos de imaginación podía creer hallarme en una fábrica de animal negro, y he ahí todo.


Yo permanecía sumamente confuso, como es fácil presumir. Hasta llegaba a imaginarme que era juguete de algún error, cuando percibí, sobre un talud muy trillado por huellas de pasos, algunas gotas de sangre. Seguí aquellas huellas hasta llegar a la abertura de la empalizada, donde descubrí de pronto nuevas manchas de sangre, en las que al entrar no me había fijado. Al lado de esas manchas, un fragmento de papel ennegrecido por la pólvora y que provenía, indudablemente, del taco de un arma de fuego, atrajo mi atención. Todo aquello se encontraba de acuerdo con lo que me había dicho el cazador de castores.


Recogí del suelo el trozo de papel, y no sin algunos esfuerzos descifré varias de las palabras que en él estaban trazadas. Tratábase de una especie de estado de suministros hechos a Mister Augusto Hopkins por un tal Mister Barckley. Nada indicaba la naturaleza de los objetos suministrados, pero nuevos fragmentos que encontré esparcidos acá y allá me hicieron comprender de qué se trataba. Si mi desencanto fue grande, no pude, en cambio, dominar una carcajada inextinguible. Me hallaba, realmente, en presencia del gigante y de su esqueleto, pero de un esqueleto compuesto de partes sumamente heterogéneas, que habían, en otro tiempo, vivido bajo el nombré de búfalos, de bueyes, de terneros y de vacas, en las llanuras de Kentucky. Mister Barckley era, sencillamente, un carnicero de Nueva York, que había expedido inmensas cantidades de huesos al célebre Mister Augusto Hopkins. Aquellos fósiles no habían intentado nunca, a buen seguro, escalar el Olimpo. Sus restos no se encontraban en aquel lugar más que gracias a los cuidados del ilustre farsante, que esperaba descubrirlos, por casualidad, al hacer excavaciones para echar los cimientos de palacios que nunca debían existir.


Me hallaba en este punto de mis reflexiones y de mi hilaridad, que habría sido más sincera si no hubiera sido víctima de aquel increíble humbug, cuando gritos de alegría estallaron en el exterior.


Corrí hacia la brecha y vi a Mister Augusto Hopkins en persona, que, con la carabina en la mano, corría dando grandes demostraciones de placer. Me dirigí hacia él, y no pareció inquietarle mi presencia en el teatro de sus fechorías.


—¡Victoria…! ¡Victoria! —gritaba.


Los dos negros, Boby y Dacopa, marchaban a cierta distancia tras él. En cuanto a mí, instruido y aleccionado ya por la experiencia, me puse en guardia, pensando que el audaz embaucador iba a tomarme por el blanco de sus burlas.


—Soy dichoso —dijo— por tener un testigo de lo que me sucede. Vea usted un hombre que viene de la caza del tigre.


—¡De la caza del tigre! —repetí yo, bien resuelto a no creerle una palabra.


—Y un tigre rojo —añadió—, o, dicho de otro modo, el puma, que goza de bien justificada fama de crueldad. El diablo del animal penetró en mi cercado, como usted puede observar. Destrozó esas barreras, que hasta aquí habían resistido a la curiosidad general, y ha reducido a trozos mi maravilloso esqueleto. Prevenido en el acto, no he vacilado en correr en su persecución y acosarle hasta darle muerte. Le encontré a tres millas de aquí; le miré; fijó sobre mí sus dos ojos feroces y se lanzó con un salto que no pudo acabar más que girando sobre sí mismo, porque le derribé de un balazo. Este es el primer tiro que he disparado en mi vida. Pero, ¡mil diablos!, me reportará algún honor, y no lo daría por mil millones de dólares.


—Ahora van a salir los millones —pensé.


En aquel momento, llegaban los dos negros arrastrando, efectivamente, un tigre rojo de gran talla, animal casi desconocido en aquella parte de América. Su pelaje era de un rojizo uniforme y sus orejas, al igual que la extremidad de su cola, de color negro. No me preocupé de averiguar si Hopkins lo había matado efectivamente o si se le había expedido convenientemente muerto, y hasta disecado, por un Barckley cualquiera, porque me quedé asombrado de la ligereza y la indiferencia con la que el especulador hablaba de su esqueleto. Y, sin embargo, era evidente que aquel negocio debía haberle costado, hasta entonces, la friolera de cien mil francos.


No queriendo hacerle saber que la casualidad me había hecho dueño del secreto de sus artimañas, le dije sencillamente:


—¿Cómo va a lograr usted a salir de ese callejón sin salida?


—¡Pardiez! —respondió—. ¿De qué callejón habla usted? Un animal ha destruido el maravilloso fósil, que hubiera causado la admiración del mundo entero, porque era absolutamente único, pero no ha destruido mi prestigio, mi influencia, y conservo el beneficio de mi posición de hombre célebre.


—Pero ¿cómo va usted a arreglársele con el público entusiasta e impaciente? —pregunté gravemente.


—Diciéndole la verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad.


—¡La verdad! —exclamé, deseoso de saber lo que entendía por esta palabra.


—Sin duda —me replicó con la mayor tranquilidad del mundo—; ¿no es cierto que este animal penetró en mi cercado? ¿No es cierto que ha hecho pedazos esas maravillosas osamentas, que tantos esfuerzos me costaron para extraerlas? ¿No es cierto, por último, que yo le he perseguido y muerto?


—He aquí —me decía para mis adentros— una infinidad de cosas que yo no juraría.


—El público —continuó diciendo Hopkins— no puede elevar más allá sus pretensiones, puesto que conocerá todo el asunto. Hasta llegaré a ganarme con todo esto una reputación de bravura y valentía, y con ella no veo ya qué clase de celebridad me faltará.


—Pero ¿qué le va a reportar la celebridad?


—La fortuna, si sé hacer las cosas. Al hombre conocido, todas las aspiraciones le están permitidas. Puede atreverse a todo y emprenderlo todo. Si Washington hubiese querido enseñar terneras de dos cabezas después de la capitulación de Yorktown, habría ganado indiscutiblemente mucho dinero.


—Es posible —respondí muy serio.


—Es cierto —replicó Augusto Hopkins—. Así es que no tengo más que elegir lo que tengo que mostrar, lanzar o exhibir.


—Sí —dije—, la elección es difícil. Los tenores están muy gastados, las bailarinas pasaron de moda, los hermanos siameses han muerto y las focas continúan mudas, a despecho de los distinguidos profesores que tratan de educarlas.


—No acudiré a semejantes maravillas. Por usados, gastados, muertos y mudos que estén las focas, los siameses, las bailarinas y los tenores, son todavía bastante buenos para un hombre como yo, que tanto vale por sí mismo. Pienso, pues, tener el gusto de verle a usted en París, mi querido señor.


—¿Piensa usted hallar en París ese objeto de poco valor, que debe ilustrarse y enaltecerse por el mérito propio de usted?


—Tal vez —respondió muy serio—; si pongo la mano sobre la hija de alguna portera que no haya podido ser recibida nunca en el Conservatorio, haré de ella la mayor cantatriz de las dos Américas.


Dicho esto, nos despedimos y me volví a Albany. Aquel mismo día se supo la terrible noticia. Hopkins fue considerado como un hombre arruinado y se abrieron suscripciones considerables en su favor. Todo el mundo se dirigió a Exhibition Parc a juzgar el desastre, lo que produjo buena cantidad de dólares al especulador. Vendió en un precio fabuloso la piel del puma, que le había tan oportunamente arruinado, y conservó su reputación de hombre más emprendedor del Nuevo Mundo. Por lo que a mí respecta, regresé a Nueva York, y a Francia luego, dejando a los Estados Unidos poseedores, sin saberlo, de un magnífico humbug más. Pero ¡no tienen que molestarse en contarlos! De todo ello llegué a la conclusión de que el porvenir de los artistas sin talento, de los cantantes sin garganta, de las bailarinas sin agilidad y de los saltarines sin nervio sería muy triste si Cristóbal Colón no hubiera descubierto América.






Ilustración: Katarzyna & Marcin Owczarek






lunes, 28 de abril de 2025

El hechicero (Juan Valera)








El castillo estaba en la cumbre del cerro; y, aunque en lo exterior parecía semiarruinado, se decía que en lo interior tenía aún muy elegante y cómoda vivienda, si bien poco espaciosa.



Nadie se atrevía a vivir allí, sin duda por el terror que causaba lo que del castillo se refería.



Hacía siglos que había vivido en él un tirano cruel, el poderoso Hechicero. Con sus malas artes había logrado prolongar su vida mucho más allá del término que suele conceder la naturaleza a los seres humanos.



Se aseguraba algo más singular todavía. Se aseguraba que el Hechicero no había muerto, sino que sólo había cambiado la condición de su vida, de paladina y clara que era antes, en tenebrosa, oculta y apenas o rara vez perceptible. Pero ¡ay de quien acertaba a verle vagando por la selva, o repentinamente descubría su rostro, iluminado por un rayo de luna, o, sin verle, oía su canto allá a lo lejos, en el silencio de la noche! A quien tal cosa ocurría, ora se le desconcertaba el juicio, ora solían sobrevenirle otras mil trágicas desventuras. Así es que, en veinte o treinta leguas a la redonda, era frase hecha el afirmar que había visto u oído al Hechicero todo el que andaba melancólico y desmedrado, toda muchacha ojerosa, distraída y triste, todo el que moría temprano y todo el que se daba o buscaba la muerte.



Con tan perversa fama, que persistía y se dilataba, en época en que eran los hombres más crédulos que hoy, nadie osaba habitar en el castillo. En torno de él reinaban soledad y desierto.



A su espalda estaba la serranía, con hondos valles, retorcidas cañadas y angostos desfiladeros, y con varios altos montes, cubiertos de densa arboleda, delante de los cuales el cerro del castillo parecía estar como en avanzada.



Por ningún lado, en un radio de dos leguas, se descubría habitación humana, exceptuando una modesta alquería, en el término casi del pinar, dando vista a la fachada principal del castillo, al pie del mismo cerro.



Era dueño de la alquería, y habitaba en ella desde hacía doce años, un matrimonio, en buena edad aún, procedente de la más cercana aldea.



El marido había pasado años peregrinando, comerciando o militando, según se aseguraba, allá en las Indias. Lo cierto es que había vuelto con algunos bienes de fortuna.



Muy por cima del prestigio que suele dar la riqueza (y como riqueza eran considerados su desahogo y holgura en el humilde lugar donde había nacido), resplandecían varias buenas prendas en este hombre, a quien, por suponer que había estado en las Indias, llamaban el Indiano. Tenía muy arrogante figura, era joven aún, fuerte y diestro en todos los ejercicios corporales, y parecía valiente y discreto.



Casi todas las mozas solteras del lugar le desearon para marido. Así es que él pudo elegir, y eligió a la que pasaba y era sin duda más linda, tomándola por mujer, con no pequeña envidia y hasta con acerbo dolor de algunos otros pretendientes.



El Indiano, no bien se casó, se fue a vivir con su mujer a la alquería que poco antes de casarse había comprado.



Allí poseía, criaba o se procuraba con leve fatiga cuanto hay que apetecer para campesino regalo y sano deleite. Un claro arroyo, cuyas aguas, más frescas y abundantes en verano por la derretida nieve, en varias acequias se repartían, regaba la huerta, donde se daban flores y hortalizas. En la ladera, almendros, cerezos y otros árboles frutales. Y en las orillas del arroyo y de las acequias, mastranzos, violetas y mil hierbas olorosas. Había colmenas, donde las industriosas abejas fabricaban cera y miel perfumada por el romero y el tomillo que en los circunstantes cerros nacían. El corral, lejos de la casa, estaba lleno de gallinas y de pavos; en el tinado se guarecían tres lucidas vacas que daban muy sabrosa leche; en la caballeriza, dos hermosos caballos, y en apartada pocilga, una pequeña piara de cerdos, que ya se echaban con habas, ya con las ricas bellotas de un encinar contiguo. Había, además, algunas hazas sembradas de trigo, garbanzos y judías; y, por último, allá en la hondonada un frondoso sotillo, poblado de álamos negros y de mimbreras, hacia cuyo centro iba precipitándose el arroyo y formando, ya espumantes cascadas, ya serenos remansos.



Como el Indiano era excelente cazador, liebres, perdices, patos silvestres y hasta reses mayores no faltaban en su mesa.



Así vivían, como he dicho, hacía más de doce años, marido y mujer, en santa paz y bienandanza, alegrándoles aquella soledad una preciosa y única hija que habían tenido y que rayaba en los once años.



No consta de las historias que hemos consultado, cuál fuese el nombre de esta niña; pero, a fin de facilitar nuestra narración, la llamaremos Silveria.



Bien puede asegurarse, sin exageración alguna, que Silveria era una joya; un primor de muchacha. Se había criado al aire libre, pero ni los ardores del sol ni las otras inclemencias del cielo habían podido ofender nunca la delicadeza de su lozana y aun infantil hermosura. Como por encanto, se mantenía limpia y espléndida la sonrosada blancura de su tez. Sus ojos eran azules como el cielo, y sus cabellos dorados como las espigas en agosto.



Acaso, cuando éramos niños, nos consintieron y mimaron mucho nuestros padres. De todos modos, ¿quién no ha conocido niños consentidos y mimados? Y, sin embargo, a nadie le será fácil concebir y encarecer lo bastante el consentimiento y el mimo de que Silveria era objeto. La madre, por dulce apatía y debilidad de carácter, la dejaba hacer cuanto se le antojaba; y, el padre, que era imperioso, como idolatraba a su hija y se enorgullecía de que se le pareciese en lo resuelta y determinada, y en la valerosa decisión con que ella procuraba siempre lograr su gusto y cumplir su real voluntad, lejos de refrenarla, solía, sin premeditar ni reflexionar, darle alas y aliento para todo. Así es que, cuando el padre se iba, y se iba a menudo, ya de caza, ya a otras excursiones, se diría que por estilo tácito transmitía a la chica todo su imperio. Parecía, pues, Silveria una pequeña reina absoluta, una emperatriz disfrazada de zagala. Por fortuna, era tan generoso y noble el temple natural de su ánimo, que ni su absolutismo menoscababa el cariño y el respeto que a su madre tenía, ni la amplia libertad de que gozaba le valía nunca para propósito que no fuese bueno.



No había en la alquería más servidumbre que la anciana nodriza de la señora, cocinera y ama de llaves a la vez; su hija, ya más que granada, la cual, aunque muy simple, trabajaba mucho y lavaba y, planchaba bien; y el viejo marido de la nodriza, que hacía de gañán, porquerizo y vaquero.



Silveria, como se había criado en aquel rústico apartamiento, sin hablar apenas sino con su gente y con sus padres, era dechado singular de candorosa inocencia. Se había formado de la naturaleza muy alegre y poético concepto, y en vez de recelar o desconfiar de algo, a todo se atrevía y de nada desconfiaba. Cuanto era natural imaginaba ella que existía para su regalo y que se deshacía para obsequiarla. ¿Cómo, pues, había de ser lo sobrenatural menos complaciente y benigno? Por eso, sin darse exacta cuenta de tal discurso, y más bien por instinto, Silveria no se asustaba ni de la obscuridad nocturna, ni de las sombras y del silencio del bosque, ni de los vagos y misteriosos ruidos que forman el agua al correr y el viento al agitar el follaje. El mismo Hechicero, de quien había oído referir mil horrores, en lugar de causarle pavor, le infundía deseo de encontrarse con él y de conocerle y tratarle. A ella se le figuraba que era calumniado y que no podía ser perverso como decían.



Contaba su madre que el Hechicero no la atormentaba ya; pero que durante los primeros años de su matrimonio y de su estancia en la alquería, la había atormentado no poco. Tal vez, de noche, ella había oído su voz entonando melancólicos cantares; tal vez había llegado hasta su oído el son triste y mágico de su melodioso violín; tal vez ella le había entrevisto, al incierto resplandor de las estrellas, cuando atravesaba la selva y llegaba a un claro, donde no había encinas, pinos ni abetos. Entonces decía la madre que la sangre se le helaba con el susto; que sentía pena, como la que deben causar los remordimientos, considerando delito el ver o el oír; y que cerraba ventanas y puertas para que el Hechicero no viniese a buscarla.



Silveria no comprendía lo que contaba su madre, o lo comprendía al revés; ni en el canto ni en el sonido del violín acertaba a distinguir nada de espantable ni de pecaminoso; y lo único que la apenaba era que aquella música, a su ver tan infundadamente medrosa, no sonase ya nunca, o, al menos, no llegase a su oído.



Sin el menor recelo, y ligera como una corza, solía, pues, Silveria salir de su casa, donde su madre andaba distraída y empleada en faenas domésticas, y recorría, saltando y brincando, todas aquellas cercanías. De lo que más gustaba era de ir al pie del castillo, que no estaba lejos, y cuyas almenas y torres y aun la fachada principal, con sus grandes ventanas ojivales, descollando sobre la masa de verdura, se divisaban bien desde el mismo cuarto en que ella dormía.



Delante del castillo había un ancho estanque de agua limpia y pura, porque el abundante arroyo que regaba la huerta, entrando y saliendo, renovaba el agua de continuo. En aquel estanque el castillo se miraba con gusto como en un espejo.



Iluminando fantásticamente su fondo y prestándole apariencias de profundidad infinita, se retrataba también en él la divina amplitud de los cielos.



Por todo alrededor había, además de las encinas y robles de la selva, sauces, higueras, granados, acacias y muy viciosa lozanía de otras plantas y hierbas.



En una fresca mañana de abril Silveria vagaba por aquel lugar solitario y oculto, cogiendo lirios, violetas y rosas, que florecían en abundancia y llenaban el ambiente con su perfume.



A deshoras oyó inesperado estrépito y fue a ocultarse entre unas matas. Entonces vio llegar a caballo a un hombre, que bajó de él y le ató a una rama por la rienda. El hombre estaba en lo mejor de su edad; vestía de negro, y bajo su sombrero con plumas y de ala ancha se descubría muy bello rostro. Era gentil su apostura. A su andar airoso resonaban las doradas espuelas.



El aspecto del forastero no era ciertamente para atemorizar a nadie; de suerte que Silveria, que ya de por sí no pecaba de tímida, salió de su escondite, y marchando hacia el recién llegado, le dijo:



-Buenos días tenga su merced.



Sorprendido el forastero de la repentina aparición, exclamó:



-¿Quién eres tú, chiquilla?



-Soy Silveria -contestó-; soy la hija del Indiano. Vivo a pocos pasos de aquí. Si no lo estorbase la arboleda, se vería desde aquí mi casa. Y el señor caballero, ¿es por ventura el encantador de quien tanto se habla?



-No, hija; yo no soy el encantador; pero ando en su busca. Y tú, dime, ¿qué hacías por aquí?



-Pues, ¿qué había yo de hacer?… Nada…, coger flores. Aquí las hay a manta…, ¡y tan bonitas! ¡Mire, mire cuántas he cogido! -Y extendiendo los brazos y desplegando el delantal, le enseñaba las flores que en él tenía.



-Tome su merced las que quiera.



-Gracias -dijo el caballero.



Y tomando del delantal dos lirios de los que tenían más largo el cabo, se quitó el sombrero, puso en él los lirios al lado de las plumas y volvió a cubrirse.



Tal vez notó la chica, mientras él estaba descubierto, que su cabellera era negra y rizada en bucles, blanca y serena la frente y los ojos dulces y tristes.



Ello es que, cobrando mayor confianza, habló así Silveria:



-Aunque me moteje de sobrado curiosa, ¿quiere su merced decirme qué diantre ha venido a hacer por estos andurriales?



Cayeron en gracia al caballero el imperioso desenfado y el infantil despejo de Silveria, y le respondió sonriendo:



-Hija mía, yo he comprado este castillo, y vengo a vivir en él. Mis criados van a llegar con el equipaje. Por la impaciencia de ver el castillo me he adelantado a trote largo.



-¡Ay! Y yo que nunca le he visto, porque está cerrado con llave… Déjeme su merced que le vea.



-Pues qué, ¿no tienes miedo?



-¿Y de qué?



-Entonces puedes venir conmigo. Aquí están las llaves; abriremos y entraremos, y lo veremos todo.



Dicho y hecho. Aquel joven señor abrió la puerta, y, acompañado de Silveria, recorrió lo interior del castillo.



Luego que subieron la elegante escalera, vieron en el piso principal salas muy bien amuebladas, aunque todo cubierto de telarañas y de polvo.



Desde la ventana del centro, que estaba sobre la puerta y en la mejor sala, ambos se extasiaron al contemplar la magnífica vista. Allí se oteaban ríos y arroyos, risueñas llanuras, cortijos y aldeas distantes, y, como límite más remoto, montañas azules, cuyos picos se dibujaban o se esfumaban en el más nítido azul del aire, diáfano, sin nubes y dorado entonces por el sol. En torno se veían, como mar de verdura, las apiñadas copas de los árboles que circundaban el castillo, y, no muy lejos, a la salida del bosque, la pequeña alquería de Silveria.



-Allí vivo yo -dijo al forastero, mostrándole la alquería con el pequeñuelo y afilado dedo índice.



Miró el forastero la alquería, y, antes de que dijese palabra, exclamó Silveria:



-¡Vaya si soy disparatada! De fijo que van a dar las nueve…, hora de almorzar. Mi padre va a chillar y a rabiar si me echa de menos. Adiós, adiós.



Y salió escapada, y bajó la escalera dando brincos.



No quiso él perseguirla ni detenerla, pero le gritó desde lo alto:



-Muchacha, ten cuidado, no te vayas a caer. Vuelve por aquí cuando quieras.



-Ya volveré, si no incomodo -contestó; y luego, mirando él de nuevo por la ventana, vio a la chica salir corriendo del castillo, cruzar por la orilla del estanque y perderse de vista bajo la enramada, donde estaba la senda más corta que a su casa conducía.



Más de una semana pasó Silveria sin volver al castillo, aunque sentía muchas ganas de volver, estimulada por el afán de saber lo que allí pasaba.



Ella había esperado que el forastero hubiese venido a visitar a sus padres como a sus únicos vecinos, o haberle encontrado a caballo o a pie, en los paseos de ella por el campo. Pero estas esperanzas le salieron vanas. Sin duda el joven señor había buscado la más completa soledad, en la cual de tal modo se complacía, que se pasaba el tiempo encerrado en su nueva mansión, invisible para todos.



Silveria, al cabo, no supo resistir a su deseo de volver a verle. Recordó que le agradaban las flores, y, cogiendo muchas de las más lindas y fragantes que había entonces en su huerta, hizo un ramillete y se fue con él al castillo.



A la puerta había un viejo criado.



-Traigo estas flores para el señor -le dijo Silveria.



El viejo criado echó mano a las flores para llevárselas.



-¡Tate, tate, atrevido! -dijo la muchacha riendo-. Yo misma he de llevar las flores. Anuncie a su amo que Silveria está aquí.



Riendo a su vez el vicio de la despótica desenvoltura de la muchacha, se fue a cumplir su mandato.



Ella le siguió hasta el pie de la escalera, y como desde allí sintiera pasos en lo alto, el viejo gritó:



-Señor, aquí está Silveria.



-Que suba, que suba -respondió el señor al punto.



No fue menester más. Silveria dio un ligero empujón al viejo, que estaba delante de ella atajándole el paso, subió los escalones de dos en dos, hizo una graciosa reverencia al forastero, que ya la aguardaba arriba, y le presentó el ramillete.



Él le tomó, diciendo mil gracias, y besó en la frente a Silveria. Luego añadió, dirigiéndose al criado que acababa de subir:



-Juan, toma estas flores…, con cuidado, no se deshojen. Ponlas en un vaso con agua. Trae bizcochos, confites y vino dulce moscatel para agasajar a mi huéspeda.



Después entraron en el salón donde Silveria lo halló todo más bonito. Ya no había telarañas ni polvo. Los muebles parecían mejores; las telas tenían más vivo color, y las maderas, lustre, bruñidas con la limpieza.



Junto a la ventana principal había un bufete, con recado de escribir, y muchos libros y papeles.



Silveria, arrellanada en un sillón, se comía un bizcocho de los que Juan le presentaba en una bandeja de plata.



-Está muy rico -dijo, y se comió dos más.



Cuando se fue el criado y Silveria se quedó sola con el amo, contestó con sencilla naturalidad a varias preguntas que éste le hizo. Juzgándose así autorizada a preguntar también, sometió al forastero a un chistoso interrogatorio:



-¿Cómo se llama su merced? -le preguntó.



-Me llamo Ricardo, para servirte.



-Para servir a Dios -repuso ella-. Y dígame su merced, ¿en qué emplea su tiempo, encerrado aquí todito el día y sin ver a nadie?



-En escribir.



-¿Y qué escribe?



-Comedias, novelas…; soy poeta.



-Vamos, ya entiendo…, tramoyas y líos de enredo divertido para entretener a la gente ociosa.



-Así es, hija mía.



-Oiga usted, ¿y cómo se arregla su merced a fin de inventar tanta maraña, sacándola de la cabeza? Difícil ha de ser el oficio. ¿Quién se le enseñó?



-El Hechicero, de quien tantas cosas has oído.



-¿Y dónde y cómo le vio su merced?



-Le vi hace años. Le perdí luego, y me temo que no he de volverle a hallar nunca.



Silveria no comprendió nada de esto, y se lo confesó al forastero con inocente franqueza.



-Con el tiempo lo comprenderás -le dijo él-; eres muy niña todavía.



Y como no le dio más explicaciones, ella se sintió lastimada y picada en el fondo de su alma, de que él, no sólo la creyese ignorante, sino por lo pronto, y Dios sabía hasta cuándo, incapaz de aprender, indigna de que se le revelase misterio alguno.



Y en su sentir había allí misterio. A la verdad, la idea inmediata y distinta que ella se formaba del oficio de Ricardo, era la de que inventaba embustes ingeniosos e inofensivos que pudiesen servir de diversión apacible. Pero Silveria cavilaba mucho y su pensamiento iba deprisa y volaba al cavilar, imaginando cosas hermosamente confusas, ya que ella no atinaba entonces a expresarlas con palabras, ni podía siquiera ordenarlas en su cabeza para percibirlas mejor. Sólo vagamente, discurriendo ella en cierta penumbra intelectual, notaba que las ficciones del poeta no eran mero remedo de lo que todos vemos y oímos, sino que penetraban en su honda significación, revelando no poco de lo invisible y de lo inaudito, y haciendo patentes mil tesoros que esconde la naturaleza en su seno. Pero ¿quién prestaba al poeta la llave para abrir el arca en que esos tesoros se custodian? ¿Quién le daba la cifra para interpretar el sentido encubierto de lo que dicen los seres? ¿De qué habla el viento cuando susurra entre las hojas? ¿Qué murmura el arroyo? ¿De qué cantan los pajarillos? ¿Qué cuentan, qué declaran los astros cuando nos iluminan con su luz? De seguro había de haber un ángel, un duende, un genio, un espíritu familiar que nos acudiese en todo esto. Ricardo había de estar en relación con él, había de saber evocaciones a que él obedeciese, conjuros que le sujetasen a su mandado.



Tales ensueños, y otros mil, enteramente inefables, surgían en la imaginación de Silveria y aguijoneaban su curiosidad.



Ricardo, no obstante, había dicho que era muy niña para entender en otros asuntos al parecer de menor importancia. ¿Cómo, pues, había ella de considerarse apta para iniciarse e instruirse en algo, a su vez, más recóndito y obscuro?



Silveria era modesta y prudente, a pesar de su desenfado y de su audacia, y no insistió en preguntar.



Para su consolación y sosiego, puso en lo inexplicado extraño deleite y buscó y halló en lo desconocido inagotable venero de suposiciones fantásticas, que la divertían y embelesaban.



Sus visitas a Ricardo no fueron en lo sucesivo muy frecuentes. Silveria era orgullosa, y no quería estar de más ni ser importuna o cansada; pero Ricardo la trataba bien, como a una chiquilla despejada, mimada y graciosa, y ella siguió visitándole de vez en cuando, trayéndole flores y comiéndole sus bizcochos.



Alentada por él, que le dijo que le mirase como a su hermano mayor, Silveria acabó por tutearle.



Cuando, a solas, pensaba en Ricardo, a veces le tenía grande envidia por el trato íntimo en que se figuraba que había de estar con los genios del aire o con otros seres e inteligencias sobrehumanas; a veces le tenía muchísima lástima al contemplar el aislamiento y abandono en que él vivía, sin padre ni madre que le cuidasen y mimasen como a ella la cuidaban y mimaban.



De esta suerte, fueron pasando días y días hasta que llegó el invierno con sus escarchas y hielos.



La Nochebuena quiso el Indiano obsequiar a su hija, y le compró y le trajo de la menos distante ciudad un precioso Nacimiento. Jerusalén con el templo de Salomón y el palacio de Herodes, todo de cartón pintado, estaba en lo más alto, sobre muchos peñascos, de cartón también; pedacitos de vidrio imitaban ríos y arroyos; la estrella que guiaba a los Reyes Magos aparecía atada a un alambre, y el portal de Belén figuraba en primer término.



Más de cuarenta muñequitos de barro animaban el paisaje. Herodes conversaba con la reina, asomados ambos a un balcón; Melchor, Gaspar y Baltasar iban a caballo, trotando por una vereda y guiados por la estrella maravillosa; el Niño Jesús se veía en el portal con la Virgen, San José, el buey y la mulita; pastores y zagalas se prosternaban adorando al Niño; otros cuidaban de las ovejas o de una manada de pavos; y seis o siete ángeles, vistosísimos y con alas desplegadas, al parecer de oro, anunciaban la Buena Nueva al mundo tocando sendas trompetas.



Iluminado todo esto por dos docenas lo menos de cerillas, tomaba un aspecto deslumbrador; semejaba un ascua de oro.



En extremo se holgó Silveria al ver encendido su Nacimiento. Hubo en la alquería fiesta familiar. La nodriza tocó la zambomba, y amos y criados cantaron villancicos, y patriarcal y primitivamente cenaron juntos sopa de almendras, besugo, potaje de lentejas, y para postre castañas cocidas, olorosos peros y otras frutas bien conservadas desde el otoño.



Terminada la fiesta, todos se recogieron a dormir, mucho antes de media noche; pero Silveria se sentía harto desvelada, y mil ensueños y fantasías tenían alerta y alborotaban su espíritu.



Sola en su cuarto, abrió las maderas de la ventana y se puso a mirar el cielo y los campos solitarios y silenciosos. Ni la más ligera ráfaga de viento movía las ramas. El aire, sin nubes, consentía que la luna bañase con su pálido fulgor los montes y las copas de los árboles. Misteriosa obscuridad prevalecía donde éstos proyectaban su sombra. Alguna nieve, en el ramaje y extendida por el suelo, relucía cual bruñida plata, y al quebrarse en ella los rayos de la luna, ya lanzaban destellos diamantinos, ya formaban iris fugaces.



Silveria contempló todo lo dicho, pero miró también el castillo, que sobresalía entre los árboles, y vio luz al través de los vidrios de la ventana principal. La lámpara ardía aún sobre el bufete, y su amigo sin duda estaba escribiendo o leyendo.



Ella tuvo entonces muy grande compasión de la soledad de su amigo; y, al pensar en que ella se había divertido tanto, mientras él había estado tan solo, se le saltaron las lágrimas. Allá en sus adentros, ponderó y encareció además la magnificencia y primor de su Nacimiento, y se afligió sobremanera de que Ricardo no le hubiese visto. Se sintió dominada por un irresistible deseo de lucir ante su amigo aquella maravilla artística de que era poseedora, gracias a la generosidad de su padre y sin premeditarlo nada, tomó la resolución más atrevida.



Se abrigó lo mejor que pudo, bajó la escalera de puntillas, se apoderó de la llave de la puerta, abrió y volvió a cerrar, y se encontró al raso, con bastante frío, y llevando en las manos el Nacimiento, apagado, que, por dicha, si bien tenía alguna balumba, pesaba muy poco.



Como era robusta y ágil, en menos de diez minutos se plantó en la puerta del castillo, cargada con magos, ángeles, Niño Dios, ovejas, pavos, Jerusalén y pastores.



Depositando su carga en el suelo, dio dos aldabonazos, y pronto oyó la voz del viejo Juan, diciendo:



-¿Quién llama?



-Gente de Paz. ¡Ábreme, hombre!



Juan conoció la voz, y abrió, todo espantado y santiguándose y persignándose.



-¡Ave María Purísima! ¿Qué ha sucedido? Muchacha, ¿te has vuelto loca?



-No seas tonto -replicó ella-. Yo estoy en mi juicio. Vengo a que vea tu amo esta preciosidad. Vamos a encender a escape.



Y, valiéndose de la luz que Juan traía, encendió sin detenerse las candelas todas.



-Cállate, no digas que estoy aquí. Voy a sorprender a tu amo.



Y cargando de nuevo con el Nacimiento, ya todo refulgente, subió Silveria la escalera.



El poeta, con los codos sobre la mesa y absorto en sus meditaciones, no había sentido nada.



Silveria entró, se acercó a él sin hacer ruido, y cuando estuvo a cortísima distancia, recordó lo que el ángel principal llevaba escrito en un cartoncillo, pendiente de la trompeta, y con voz argentina y melodiosa, lo dijo como saludo:



-¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!



Maravillado el poeta, se puso de pie de un salto, y la muchacha, adelantándose rápidamente, colocó sobre la mesa la luminosa y sencilla representación del sagrado misterio.



-¡Vamos! -exclamó-. Confiesa que es muy bonito.



Ricardo lo miró todo, por un breve instante, sin decir palabra. Luego miró a Silveria y dijo:



-¡Ya lo creo…, es un prodigio!



Y asiendo a la chica por la cintura con ambas manos, la levantó a pulso en el aire, la chilló, la brincó y le dio en las frescas mejillas media docena de besos sonoros.



Enseguida la reprendió suave y paternalmente por el audaz desatino de haberse escapado de su casa, viniéndose sola a media noche por entre los pinos. Ella le oyó compungida, pero no arrepentida.



No por eso dejó él de mirar de nuevo el Nacimiento, celebrándole mucho. Después apagó a soplos todas las candelas, se puso la capa y el sombrero hizo que Juan le acompañase, cargado con el Nacimiento, y, tomando a Silveria de la diestra, y en su izquierda una linterna encendida, llevó a la chica a casa de sus padres, donde la hizo entrar, donde Juan dejó el Nacimiento y de donde no se retiró hasta que Silveria quedó dentro y echó la llave.



Pasó tiempo, y las visitas de Silveria y sus coloquios con el poeta no se hicieron más frecuentes. Harto notaba ella, apesadumbrada, aunque sin enojo, que él le hablaba siempre de niñerías, que no se dignaba leerle nada de sus obras, y que no llegaba nunca a explicarle los arcanos procedimientos de su arte.



Pero Silveria, que tenía mucho orgullo, culpaba de todo a sus cortos años, y se afligía poco, porque era confiada, jovial y alegre, y no se afligía sino con sobrado motivo.



Jamás hablaba el poeta de sus escritos, contentándose con saber, por Juan, que en la capital del reino eran cada vez más celebrados, proporcionando a su autor envidiable fama.



Ricardo se ausentaba con frecuencia; iba a la capital, pasaba allí algunos meses y volvía a su retiro.



Apenas volvía, acudía Silveria a verle, y él la encontraba tan niña, tan graciosa y tan inocente como la había dejado.



Aconteció, no obstante, que en una de esas excursiones, Ricardo tardaba mucho en volver. Silveria preguntaba a Juan, que había quedado guardando el castillo, cuándo volvería su amo, y, por las respuestas que de Juan recibía, calculaba que iba el Poeta a tardar mucho, que acaso ya no volvería jamás.



Así transcurrieron, no dos o tres meses, como en otras ausencias, sino más de cinco años; pero Silveria distaba infinito de olvidar al poeta. Siempre le tenía presente en la memoria, y aun le veía en sueños. Y si bien le causaba amarga tristeza la desesperanza de volver a verle en realidad, la energía sana y la noble serenidad de su espíritu se sobreponían a todas las penas. Por Juan sabía además, y esto la consolaba, que Ricardo estaba bien de salud y que alcanzaba brillantes triunfos allá en remotos países.



Ella también triunfaba, a su modo, en aquel apartado retiro en que vivía. Gloriosa transformación y vernal desenvolvimiento hubo en todo su ser. Estaba otra, aunque más bella. Creció hasta ser casi tan alta como su padre; su cabeza parecía, en proporción del resto del cuerpo, más pequeñita y mejor plantada sobre el gracioso cuello, cuyo elegante contorno quedaba descubierto por la cabellera rubia, no caída ya en trenzas sobre la espalda, sino recogida en rodete; los ricillos ensortijados, que flotaban sueltos por detrás, hacían el cuello más lindo aún, como si vertiesen, sobre apretada leche teñida con fresas, lluvia de oro en hilos y de canela en polvo; la majestad gallarda de su ademán y de sus pasos indicaba la salud y el brío de sus miembros todos; la armonía divina de sus formas se revelaban al través de la ceñida vestidura, y, agitándose su firme pecho, se levantaba en curva suave.



En resolución, Silveria era ya una hermosísima mujer; pero tan inocente y pura como cuando niña.



La madre, al ver a Silveria en edad tan sazonada y florida, excitó al Indiano a salir de aquella soledad y a irse a vivir en la aldea o en población mayor y más rica, a fin de hallar un buen novio con quien la chica se casase; pero el Indiano se oponía siempre a tal proyecto y le condenaba como profanación abominable. Aunque valiéndose de términos más rudos, él razonaba de esta suerte. Algo dormía aún en Silveria, y era cruel romper bruscamente su sueño de ángel; era impío, sin aguardar a que ella misma bajase del cielo a cumplir su misión, lanzarla de repente en la tierra, por grandes que fuesen las venturas con que la tierra le brindara.



Convenía, por otra parte, que aquella rosa temprana desplegase sus pétalos con todo reposo y no diese precipitadamente el aroma y la miel de su cáliz. El Indiano alegaba, por último, que no era de temer que su hija perdiese la ocasión. Por su simpar belleza podía aspirar a enlazarse con un príncipe; y como, además, el Indiano había administrado bien su caudal, había ahorrado bastante y podía dotar a Silveria con generosa esplendidez; siempre que se lo propusiese acudirían los novios a bandadas como los gorriones al trigo.



No se sabe si los razonamientos del Indiano convencieron o no a su mujer; pero ella hubo de someterse, según tenía de costumbre.



Silveria continuó, pues, selvática y casi retraída de toda convivencia y trato de gentes, como paloma torcaz, como escondida flor del desierto.



En una tarde apacible del mes de mayo subió Silveria al castillo a ver al anciano Juan, que allí vivía solo.



Extraordinarios fueron su júbilo y su sorpresa cuando supo que la noche anterior, sin previo aviso, había llegado Ricardo después de cinco años de ausente.



Como cuando ella tenía once años, con igual sencillez, si bien con mayor ímpetu, apartó Silveria al criado, corrió por la escalera arriba, y, conmovida, jadeante y bañadas las mejillas en encendido carmín, se lanzó en la sala, donde, por dicha, se encontraba el poeta.



Recordando entonces, de súbito, el saludo angélico de la noche de Navidad, le repitió, diciendo:



-¡Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad!



Pasmado, mudo, extático se quedó él, como si una portentosa deidad hubiera llegado a visitarle.



-¿Qué…, no me conoces? -añadió ella.



Y se arrojó cariñosamente en sus brazos.



Él la apartó de sí blandamente, con honrado temor, y con una admiración y un asombro que Silveria no comprendía.



-¿No eres va mi hermano? -le dijo melancólicamente.



Entonces le contempló por breve espacio, y creyó advertir que una nube de tristeza velaba su faz; pero halló su faz aún más hermosa que en los antiguos días.



Ricardo tomó con afecto en sus manos las manos de ella, y le habló de cosas que ella escuchó con entreabierta boca y con ojos que, por el interés y el espanto con que le miraba y le oía, parecían más dulces y más luminosos y grandes.



Silveria no entendió bien todo el sentido de lo que él decía; pero percibió que se lamentaba de que era muy desventurado, de que ya no podía hacer dichosa a mujer alguna, de que su corazón estaba marchito, y de que, si bien el Hechicero podía volverle aún toda su juvenil lozanía, le había buscado en vano en sus largas peregrinaciones y no había podido hallarle.



En extremo afligieron a Silveria tan dolorosas confesiones. Dos gruesas lágrimas brotaron de sus ojos y se deslizaron por sus frescas mejillas.



Ansiando luego consolar al poeta, y con el mismo candor, con el mismo abandono purísimo con que ella acariciaba a su madre, se acercó a él y empezó a hacerle caricias.



En aquel punto, y con disgusto idéntico al que siente quien recela que alguien trata de impulsarle a cometer un crimen, Ricardo rechazó violentamente a Silveria, exclamando:



-¡No me toques! ¡No me beses! ¡Vete pronto de aquí!



La gentil moza, sin penetrar el motivo de aquellos aparentes y generosos desdenes, se consideró profundamente agraviada.



No se quejó; no rogó; no lloró. Su soberbia cegó la fuente del llanto y ahogó los ruegos y las quejas; pero huyó, volando como lastimada paloma, escapando como cierva herida por emponzoñada flecha clavada en las entrañas.



En hondo estupor había caído el poeta al notar el efecto desastroso del desvío que acababa de mostrar por un irreflexivo primer movimiento.



Apenas volvió en sí, fuerza es confesar que desechó todos los escrúpulos y se arrepintió y hasta se avergonzó de su conducta. Se rió de sí mismo con risa nerviosa y se calificó de imbécil.



A fin de enmendar la que ya juzgaba falta, salió corriendo en pos de Silveria, pero era tarde.



¿Cómo descubrir sus huellas? ¿Cómo reconocer el sendero por donde había huido? El bosque era espesísimo y dilatado. Ricardo vagaba por aquel laberinto; llamaba a voces a Silveria, y el eco sólo le respondía.



Pronto llegó la noche sin luna y con nubes que ocultaban la luz de las estrellas. Completa obscuridad reinaba en el bosque. Tal vez rompía su solemne silencio el silbar de las lechuzas o el tenue gemido del viento manso que agitaba por momentos las hojas.



En los giros y rodeos, que iba dando como loco, vino a parar el poeta cerca de la alquería.



Alegres presentimientos y gratos planes le volvieron de súbito la serenidad.



«Silveria -pensaba él- no se habrá ido a otra parte. Debe de hallarse en su casa. Entraré allí; informaré de todo a los padres, y delante de ellos pediré perdón a Silveria, asegurándole que, lejos de desdeñarla, soy suyo para siempre.»



En la alquería ignoraban aún la vuelta del poeta.



Con singular asombro recibieron el Indiano y su mujer a un hombre a quien sólo de oídas conocían y de quien apenas habían oído hablar en más de cinco años. Pero todo era allí consternación y alboroto. El Indiano acababa de llegar de una larga excursión, y su mujer le había dicho, llorando y sollozando, que Silveria no había vuelto; que Silveria no parecía. Sin más explicaciones, porque no lo consintió la zozobra con que estaban, todos salieron de nuevo al campo a buscar a Silveria.



Inútilmente anduvieron buscándola hasta el amanecer. El día los sorprendió rendidos y desesperados.



La madre imaginaba que el Hechicero le había robado a su hija; el Indiano que se la habían comido los lobos; los criados que se la había tragado la tierra.



Sospechando que se hubiera podido caer en los estanques, revolvieron las aguas y sondearon el fondo sin dar con ella ni muerta ni viva.



Durante todo aquel día, sin reposar apenas, los amos y los dos criados hicieron pesquisas y como un ojeo por varios puntos del bosque, que se extendía leguas.



A las poblaciones más cercanas enviaron avisos de la fuga, con las señas de la fugitiva; ¡pero nada valió! Y aunque entonces no había telégrafos, ni teléfonos, y o no había policía o andaba menos lista que ahora, se empleó tanta diligencia en buscar a Silveria, que al persistir su desaparición, adquiría visos y vislumbres de milagrosa o dígase de fuera del orden natural y ordinario.



Retrocedamos ya al tiempo, en que nos hemos adelantado, y volvamos a cuando huyó Silveria, juzgándose agraviada.



Delirante de rabia y despecho, corrió primero, sin parar y sin saber por donde, internándose en un agreste e intrincado laberinto, por el cual no había ido jamás, y donde no había sendas ni rastro de pies humanos, sino abundancia de brezos, helechos, jaras y otras plantas, que entre los árboles crecían, formando enmarañados matorrales.



Se detuvo un rato, reflexionó y reconoció que se había perdido.



La asaltó grandísimo temor, figurándose el horrible pesar que iba a dar a sus padres si no volvía pronto a su casa.



Pugnó por volver, buscó el camino, se dirigió, ya por un lado, ya por otro; pero a cada paso se desorientaba más y se veía en más desconocido terreno…



La esquividad de aquellos sitios se hizo pronto más temerosa y solemne. Obscurísima noche sorprendió en ellos a Silveria.



Por fortuna, Silveria no sabía lo que era miedo. A pesar de su dolor y de su enojo, gustaba cierto sublime deleite al sentirse circundada de tinieblas y de misterio en medio de lo inexplorado. Quizá el Hechicero iba a aparecérsele allí de repente.



Ideas y sentimientos muy distintos surgieron en su alma. La ira contra el poeta se trocó en piedad. Le creyó enfermo del corazón; le perdonó; disculpó su desvío.



El Hechicero había causado aquel mal, y era menester que el Hechicero le trajese remedio.



Entonces improvisó Silveria una atrevida evocación, un imperioso conjuro, y dijo en alta voz y con valentía:



-¡Acude, acude, Hechicero, para consolar y sanar a mi poeta y hacerle dichoso!



La voz se desvaneció en las tinieblas, sin respuesta ni eco, restaurándose el silencio. La creación entera dormía o estaba muda y sorda.



Nuestra heroína siguió marchando a la ventura, si bien con lentitud. Sus pupilas se habían dilatado y casi veía en la obscuridad. Iba, pues, salvando dificultades y tropiezos, cruzando por entre malezas y riscos, y subiendo y bajando cuestas, porque el suelo era cada vez más agrio y quebrado.



Al fin empezó a alborear.



La fatiga de Silveria era inmensa. No podía tenerse de pie. Logró, no obstante, encaramarse en un peñón, donde se consideró defendida de la humedad, y, confiando en la protección de los cielos, buscó reposo y pronto se quedó dormida.



Sus ensueños no fueron lúgubres. Acaso eran de feliz agüero y se prestaban a interpretación favorable.



Soñó que, mientras su madre le enseñaba a leer en libros devotos, vinieron los genios del aire y se la llevaron volando para enseñarle más sabrosa lectura en el cifrado y sellado libro de naturaleza, cuyos sellos rompieron, abriéndole, a fin de que ella le descifrase y leyese.



Cuando despertó, el sol resplandecía, culminando en el éter. Sus ardientes rayos lo bañaban, lo regocijaban y lo doraban todo.



Ella se restregó los ojos y miró alrededor. Se encontró en honda cañada. Por todas partes, peñascos y breñas. Los picos de los cerros limitaban el horizonte. Aquel lugar debía de ser el riñón de la serranía. Silveria creyó casi imposible haber llegado hasta allí, sin rodar por un precipicio, sin destrozarse el cuerpo entre los espinos y las jaras, o sin el auxilio de aquellos genios del aire con que había soñado.



¿Para qué detenerse en aquel desierto? Con nuevos bríos, aunque sin saber adónde, prosiguió Silveria su camino.



Después de andar más de dos horas, encontró una estrecha senda, que le pareció algo trillada. Formaba toldo a la senda la tupida frondosidad de gigantescos árboles. Apenas algunos sutiles rayos de sol se filtraban a través de las ramas.



Subiendo iba Silveria una cuestecilla, cuando oyó muy cerca los lamentables aullidos de un perro. Precipitó su marcha, llegó al viso, donde había un altozano, y vio por bajo un grupo de chozas.



Junto a las chozas, armadas de sendas estacas, cinco mujeres, desgreñadas y mugrientas, o más bien cinco furias, rodeaban a un perro y le mataban a palos. Catorce o quince chiquillos, cubiertos de harapos y de tizne, celebraban con descompuestos gritos de cruel alegría aquella ejecución desapiadada.



A cierta distancia venía un pobre viejo, de blanca y luenga barba, con un puñal desnudo en la mano, corriendo hacia las mujeres para defender o vengar al perro.



Llevaba un violín colgado a la espalda, y estaba ciego. Era un músico ambulante.



Las mujeres se retiraron hacia las chozas, viéndole venir. Los chiquillos, puestos en hilera, la emprendieron con él a pedradas. Uno de ellos se revolcaba por el suelo y chillaba como un energúmeno. El perro, acosado por todos, le había dado un pequeño mordisco, motivando así la ira de las mujeres y la canina tragedia.



El ciego llegó tarde. El perro había quedado muerto.



Derribándose sobre él el anciano, hizo tales lamentaciones y vertió llanto tan desconsolador, que algo mitigó la ferocidad de aquella gente. Los chiquillos dejaron de tirarle piedras; pero ellos y sus madres continuaron insultándole de palabra.



Le llamaban brujo, mendigo sin vergüenza y hechicero maldito. En esto llegó Silveria, imprevisto y raro personaje en medio de tal escena.



Por salvadora ventura pudo tenerse que los maridos y padres de aquella desharrapada y turbulenta grey, los cuales, bajo la traza de carboneros y leñadores, tal vez eran contrabandistas o bandidos, hubiesen ido lejos, aquel día, a ejercer sus industrias o a entregarse a sus merodeos. Si hubieran estado allí, el ciego y Silveria, que se puso a defenderle, muy animosa, hubieran corrido grave peligro, porque aquellos hombres habían de ser maleantes y desalmados.



Como quiera que fuese, Silveria, convirtiéndose en denodada amazona, se apoderó del arma, que el viejo no sabía esgrimir a causa de su debilidad y de su ceguera, y creyó y aseguró que tendría a raya a toda la chusma.



Lo prudente, sin embargo, era emprender una pronta retirada. El ciego lo pedía así, diciendo con voz temblorosa a Silveria:



-Vámonos, hija mía; me estoy muriendo; apenas puedo andar. Tú eres un ángel. Sírveme de guía y de apoyo. Yo te marcaré el camino que importa seguir, y tú le verás, le distinguirás con tus ojos, que han de ser muy hermosos, y me llevarás por él hasta llegar a un sitio donde aguarde yo con reposo mi muerte, ya cercana.



El viejo, en efecto, tenía el semblante de un moribundo. Violentas pasiones y continuos padecimientos, físicos y morales, habían gastado su vida.



-Sin el perro -dijo- no podía yo irme, si tú, hija mía, no hubieses venido en mi socorro. Ayúdame a llegar a la casa, donde tengo albergue y refugio. No dista mucho de aquí, y, con todo, no sé si llegaré con vida; las fuerzas me faltan.



Silveria, llena de caridad, sostuvo al viejo, y éste, apoyado en su báculo y en el brazo de Silveria, a quien indicaba la vía, fue andando en compañía de la gallarda joven.



Durante el viaje, le hizo el viejo pasmosas confidencias.



-Apenas me hablaste -le dijo-, te reconocí por la voz. Pensé que oía a tu madre, cuando, hace veinte años, ella misma, engañándose, me persuadía con dulces palabras de que me quería bien, y me halagaba con la esperanza de ser mi esposa. Pero, en mal hora para mí, vino al lugar el Indiano. Tu madre se prendó de él perdidamente. Yo la perdono. Comprendo que no tuvo ella la culpa de mi infortunio, sino la influencia invendible de nuestro sino. Entonces mi alma era más fervorosa y enérgica. Mi alma era injusta, y no la perdonaba. No pocas veces proyecté robarla o matarla, y me disuadía y me arredraba luego mi honradez… o mi cobardía. Como demente, vagaba yo en torno de vuestra alquería. Me ocultaba en el castillo. Atormentaba a tu madre como un vivo remordimiento; la asustaba haciéndole creer que el hechicero era yo. Dios, sin duda, quiso castigarme, y me dejó ciego. En adelante, no rondé más en torno de vuestra alquería. Mi vida fue cada vez más desastrosa. Viví errando por montes y valles, tocando mi violín y pordioseando.



Las revelaciones del viejo, su sórdida miseria y las mismas enfermedades, que se estaba notando que le abrumaban bajo su peso, infundían a Silveria repulsión poderosa; pero, en su noble espíritu, podía más la compasión, y la excitaba a no abandonar al desvalido hasta que le dejase en salvo.



Silveria, además, no acertó a resistir a las insistentes preguntas del mendigo, y le contó su vida, su fuga y su empeño de hallar al hechicero para sanar y consolar al poeta.



Entre tanto, la peregrinación continuaba, con trabajosa lentitud, por sitios cada vez más escabrosos. Se habían internado en un estrecho y hondo desfiladero. Por ambos lados se erguían montañas inaccesibles, tajados peñascos, por donde no lograrían trepar ni las cabras montesas. La fértil vegetación espontánea revestía todo aquello de bravía hermosura, que causaba a la vez susto y deleitoso pasmo.



A menudo el viejo se paraba fatigadísimo; se echaba por tierra y reposaba.



En uno de estos momentos de reposo sacó de su zurrón algunos mendrugos de pan bazo y varias rajas de queso, y, al borde de una fuentecilla, compartió con la joven su poco apetitosa y rústica merienda. En otros momentos, Silveria se rindió al sueño y se recobró de su cansancio.



La noche llegó al cabo, con aterradora lobreguez.



-Todavía nos queda bastante que andar -dijo el viejo.



Y sacando del zurrón una linternilla y de la faltriquera eslabón, pedernal, yesca y pajuela, encendió un cabo de vela que dentro de la linternilla estaba colocado. Después entregó a Silveria la linternilla y otros cabos de vela, de que venía provisto, para cuando el que estaba ardiendo se consumiera.



De esta suerte siguieron caminando.



Sería ya cerca de media noche, cuando oyó Silveria ruido de aguas abundantes, que corrían con rapidez, despeñándose entre las rocas.



-Ya estamos a pocos pasos de mi casa -dijo el ciego-. Yo vivo con mi hermana, que es más vieja que yo. Su carácter es violento y avinagrado. Odiaba a tu madre. No quiero que te vea. Podría reconocerte y hacerte daño. Sus hijos, además, son dos forajidos, y de ellos debo recelar lo peor. No bien lleguemos a la orilla del río, es necesario que me dejes. Yo, siguiendo la corriente, me iré sin dificultad a la casa, que dista de allí poquísimo. Tú, ya sola, seguirás andando con valor contra el curso del agua, y procurando no encontrar a ningún ser humano. La linternilla te alumbrará. Al fin llegarás al nacimiento del río, que brota entre las peñas. A poca distancia del gran manantial, si buscas bien, verás la entrada de la caverna. Entra denodadamente; llega hasta el fondo, y yo te aseguro y anuncio que encontrarás al hechicero, según lo deseas.



Pronto llegaron, en efecto, a la misma margen de aquel riachuelo apresurado. Allí se escabulló el vicio; se desvaneció en la obscuridad como soñada visión aérea. Silveria se quedó completamente sola.



Su peregrinación fue más penosa y más arriesgada que antes, por espacio de algunas horas. El casi borrado sendero por donde Silveria iba se levantaba, en no pocos puntos, sobre el nivel del agua, de la que le separaba un negro precipicio. La garganta de las sierras, en que el río había abierto su cauce, se estrechaba cada vez más, y la cima de los montes parecía elevarse, dejando ver menos cielo y menos estrellas.



Amaneció, por último, y penetró en aquella hondonada la incierta luz de la aurora.



Todo se alegró y animó al ir disipándose la obscuridad. Despertaron las aves y saludaron con sus trinos el naciente día.



Silveria llegó entonces al manantial. Brotaba con ímpetu y en gran cantidad la cristalina masa de agua entre enormes y pelados peñascos. Por todas partes se alzaban como colosales paredes los escarpados cerros. La joven se creía sumida en un grande hoyo, porque las revueltas del camino le encubrían el lugar de su ingreso.



Buscó ella con ansia la gruta, y apartando ramas y zarzas, que la celaban algo, vino al fin a dar con la entrada.



Sin vacilar un instante, y con heroica valentía, penetró en el subterráneo, espantando a los búhos y murciélagos que allí anidaban, y que oseados huyeron.



Transcurridos ya más de veinte minutos de marchar en las sombras, un tanto iluminadas por la linternilla, y de seguir un camino tortuoso, viendo Silveria que no llegaba al término, se impacientó, recordó su evocación y gritó con coraje:



-¡Acude, acude, hechicero, para sanar y consolar a mi poeta!



Nadie respondió a la evocación, que retumbó repercutiendo en aquellos huecos y recodos.



El último cabo de vela que en la linterna ardía chisporroteó y acabó de consumirse. La audaz peregrina quedó envuelta en las tinieblas más profundas.



Se adelantó a tientas; iba cuesta arriba; la cuesta era más empinada mientras más se elevaba. El techo de la gruta se hacía más bajo. Silveria tenía que andar agachadísima y tocando en el techo con las manos para no tocarle con la cabeza.



De pronto notó en el techo, en vez de piedra, madera. Palpó con cuidado, y advirtió que eran tablas trabadas con dos barras de hierro. Palpó con mayor atención, y descubrió que las tablas estaban asidas al techo de la gruta por cuatro fuertes goznes.



Subió entonces tres escalones en que terminaba la cuesta, aplicó la espalda al tablón y empujó con brío.



El tablón no tenía candado ni cerradura. No había llave que pudiese estar echada; pero el tablón se resistía al empuje de Silveria, que casi desesperó de levantarle.



Hizo, no obstante, un supremo esfuerzo, y el tablón se levantó, girando sobre los goznes, volcándose de un lado y dejando entrar por la ancha abertura alguna tierra con ortigas, jaramagos y otras pequeñas plantas de que estaba cubierta. La hermosa luz del claro día bañó al mismo tiempo aquella extremidad de la gruta.



-¡Alabado sea Dios! -exclamó Silveria.



Y, saltando alborozada, se encontró en un abandonado e inculto jardincillo, cercado de muy altas murallas, sin ventana alguna.



Sólo divisó, junto a un ángulo de aquel cuadrado recinto, un pequeño arco ojival, y bajo el arco, las primeras gradas de una angostísima escalera de caracol.



A escape pasó ella bajo el arco y subió por la escalera hasta una puertecilla, cerrada con la llave, en que la escalera terminaba.



A pesar de las penalidades y emociones de la aventurada peregrinación, Silveria estaba preciosa de beldad, en su mismo desorden. La rubia cabellera, medio destrenzada y caída; las mejillas, rojas con la agitación; el pecho, levantándose con fuertes latidos, y los ojos, con más brillantez que de ordinario, por leve cerco morado con que la fatiga le había teñido los párpados, al borde de las largas y sedosas pestañas.



Impaciente y contrariada Silveria por el obstáculo que se le ofrecía, golpeó la puertecilla con furor, sacudiendo sobre ella, con la pequeña y linda mano que parecía inverosímil que tamaña fuerza tuviera, los más desaforados y resonantes puñetazos.



Tardaron en abrir, y creció su impaciencia. Volvió a golpear. Luego recordó la evocación, y empezó a recitarla gritando:



-Acude, acude, hechicero…



No tuvo tiempo para concluirla. La puertecilla se abrió de súbito, de par en par, y Silveria vio delante a su poeta, lleno del mismo júbilo que ella sentía.



Lanzó Silveria alrededor una rápida mirada, y reconoció la sala del castillo donde escribía Ricardo y donde ella le había visitado tantas veces.



Quiso entonces, por gracia, repetir la evocación, y empezó a decir nuevamente:



-Acude, acude, hechicero…



Pero tampoco pudo terminar.



Ricardo le selló la boca con un beso prolongadísimo y la ciñó apretadamente entre los brazos para que ya no se le escapase.



Ella le miró un instante con lánguida ternura, y cerró después los ojos como en un desmayo.



Los pájaros, las mariposas, las flores, las estrellas, las fuentes, el sol, la primavera con sus galas, todas las pompas, músicas, glorias y riquezas del mundo imaginó ella que se veían, que se oían y que se gozaban, doscientas mil veces mejor que en la realidad externa, en lo más íntimo y secreto de su alma, sublimada y miríficamente ilustrada en aquella ocasión por la magia soberana del hechicero.



Silveria le había encontrado, al fin, propicio y no contrario. Y él, como merecido premio de la alta empresa, tenaz y valerosamente lograda, hacía en favor de Silveria y de Ricardo sus milagros más beatíficos y deseables.



No nos maravillemos, pues (y hasta válganos lo expuesto para disculpar a Silveria y al poeta), de que no fuesen, sino tres horas más tarde, a ver al Indiano y a su mujer, y a sacarlos de la angustia en que vivían.



Indescriptibles fueron la satisfacción y el contento de ambos cuando volvieron a ver sana y salva a su hija, y asimismo se enteraron de que, sin necesidad de ir a la cercana aldea ni a ninguna otra población, como la madre pretendía, sino en el centro de aquellas esquivas soledades, Silveria había hallado novio muy guapo, según su corazón, conforme con su gusto, y con aptitud y capacidad harto probadas, para toda poesía y aun para toda prosa.



Ojalá que cuantos busquen con inocencia y con buena fe al hechicero, le hallen tan benigno como le hallaron Silveria y Ricardo, y le conserven la vida entera en su compañía, como le conservaron ellos.





Ilustración: Salvator Rosa

La tormenta de nieve (Mijaíl Bulgákov)

A veces como fiera aulla, a veces como niño llora. Toda esta historia comenzó en el momento en que, según las palabras de la omnipresente Ax...