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Habían estado esperando el barco que habitualmente hacía el recorrido
de ida y vuelta de Buenos Aires hacia el norte, pero luego de una semana, una
barca pesquera atracó en el muelle derruido. Sus dos tripulantes, un chico y un
viejo, bajaron, y sin siquiera mirar a la pareja que aguardaba parada con las
botas casi enterradas en el barro de la orilla, se miraron con una sonrisa de
burla.
- ¿Ustedes son los
pasajeros del “Juan Manuel”? -preguntó el más viejo.
Él se sorprendió
un poco al escuchar su nombre. Tenía un brazo sobre los hombros de su mujer,
que como todas las mañanas desde que habían dejado la aldea, estaba sumida en
una pesadumbre fría y hermética, puntillosamente revelada en cada uno de sus
gestos lentos, estudiados y analizados casi por esos ojos claros de ascendencia
escandinava.
-Sí- respondió
Manuel Menéndez Iribarne, presintiendo que aquella similitud entre el barco que
debía llevarlos durante una parte del viaje de regreso a España y su propio
nombre, a diferencia de lo esperado, no era de buen agüero.
-Encalló hace
quince días a muchos kilómetros río abajo. Lo están reparando. -El viejo se
había quitado la gorra y comenzaba a sacarse la ropa mojada. Desnudo, se tiró
al río, mientras el chico seguía descargando las redes repletas.
La pareja se miró
entre sí, en silencio. Desde que habían salido de la aldea, pocas palabras
habían cruzado. Sentían, sin embargo, demasiado cerca aún la presencia de José:
ella, como a una pared de hierro que le impedía ver y huir, él, como un a dios
aborigen que le estuviese amenazando continuamente. Pero éstas eran sensaciones
que cada uno suponía en el otro, insinuaciones que sus ojos sugerían al saberse
observados.
Desde las seis de
la mañana de cada uno de los últimos días, se paraban uno junto al otro, primero
sin tocarse, luego ella se sujetaba al brazo de él, y después del tercer día,
él pudo poner su brazo derecho sobre los hombros de ella, quien se lo permitió,
temblando al principio, después ya más serena. Si estaban más unidos, no podía
saberlo ninguno de los dos, ya que sólo se trataba de estremecimientos del
cuerpo como manifestaciones del alma, y sentían que nada tenían que ver uno con
el otro. Sus almas eran como dos figuras etruscas azotadas por carnavales
mejicanos, acontecimientos desconcertantes y conflictos irresolubles, apoteosis
terrenales de desesperación.
Y todos sus
pensamientos se dirigían a un centro, precisamente el único sitio que
necesitaban evitar. Por eso recurrieron al barco y al río, por eso la esperanza
puesta en el mar todavía lejano, y la patria de Cádiz como un Paraíso
recuperado.
El centro era el
cuerpo de ella, su vientre sereno y a la vez estremecido, porque todo lo que comía
lo expulsaba otra vez por la boca. Insistía en quedarse hasta muy entrada la
tarde allí parada, sometida a la brisa fría, a los posibles golpes de los
pescadores que pasaban a su lado, mirándola con resquemor y enojo porque
justamente estaba en el camino de muelle pequeño y semiderruido.
Después de una
semana, la noticia los desilusionó aún más de lo que ya estaban, pero por lo
menos sabían ahora a qué atenerse con respecto al tiempo de espera.
- ¿Y cuándo piensa
que podrá pasar? -preguntó Manuel, acercándose a la orilla para que el viejo lo
escuchase desde el agua. El otro se encogió de hombros, y saliendo un rato
después para volverse a poner las ropas que ya se habían secado con rapidez al
sol, le dijo:
-No sé, patrón,
qué le puedo decir. Nosotros pasamos ayer por el lugar donde encalló, y así me
dijeron. Está arrimado a la orilla, levantado sobre palos, y le están reparando
la quilla, uno o dos indios brutos. -El viejo se sonrió porque el chico había
empezado a reírse a carcajadas al escucharlo. -Es que esos no saben nada, y el
capitán debe estar en el pueblo, completamente borracho. - El chico lo empujó y
le dijo algo al oído, el viejo ya no pudo dejar de reírse. -Usted sabe señor…-y
miró de reojo-…dicen que allá la chicha y las mujeres no son fáciles de dejar.
Pero ya no les
hicieron caso, peleándose entre ellos y llevándose todo el producto de su pesca
en una carreta de la que tiraba un bayo enclenque y viejo. Al animal le costó
mucho esfuerzo sacar las ruedas del barro en que se habían enterrado mientras
cargaban. Ellos lo azotaban y lo palmeaban, lo insultaban y acariciaban, hasta
que salieron a paso lento por sobre el camino que se escondía entre los
árboles.
Manuel y Altea se
sentaron sobre un tronco caído. El estruendo de la corriente se había hecho más
intenso luego del mediodía. Las aguas bajaban turbias, con restos de ramas y un
color de barro. No era algo nuevo para ellos, desde su llegada varios años
antes sabían que era temporada de tormentas y el caudal de los ríos que bajaban
del Brasil era mucho más intenso. Las cataratas del Iguazú, según les contaran,
aumentaban su fuerza y arrastraban árboles y hasta pequeñas aldeas enteras y
puertos de sus costas. Habían visto muchos cadáveres de hombres y animales,
también, luego de alguna inundación.
-No hay más
remedio que esperar- dijo él, en voz muy baja, como si le hablara al río, pero
sabía que ella tenía un oído muy sensible. Tantas veces, antes, habría querido
desatar su propio enojo en tímidas murmuraciones, pero se abstenía de hacerlo
para que ella no oyese. Siempre lo irritaba su propia timidez, esa especie de
cobardía que era más una íntima represión aprehendida, o quizá heredada. Esa
vergüenza que lo enorgullecía porque hacía a su distinción, construyendo
ladrillo a ladrillo de instantes esa torre de marfil en la que gustaba
asilarse.
- ¿No podrías
averiguar si alguien nos alquila un bote, no sé, o llevarnos hasta donde sea? Ya
no aguanto más este lugar - dijo ella.
No era ni siquiera
un pueblito, sino un paraje donde los algunos pescadores anclaban para dejar su
carga en viaje a otras costas y volver algunos días después a recogerla. Era
raro que gente que no fuera indígena viviera cerca. Una pareja cuidaba el
muelle, y vivían en una casilla. De día la compartían a veces, pero preferían
esperar el barco en la orilla, porque no soportaban la presencia del hombre y la
mujer gastados por la selva y el río. Él caminaba rengueando por una vieja
fractura en una pierna, se había caído de un árbol intentando cazar un mono,
según dijo, pero la mujer se había reído al mismo tiempo que mostraba con
orgullo la ausencia de su mano derecha: se la había tenido que amputar por una
mordedura de yarará. Les contaron todo esto justamente esa misma noche, cuando
creyeron presentir el mayor desasosiego en sus huéspedes españoles. Le habían
dicho que también ellos eran de la península. Ambas parejas se aborrecían, pero
no habrían sabido nunca justificar con precisión el motivo.
La casilla estaba a oscuras. Cinco años antes
el gobierno de la provincia les había reclamado el pago para instalar la electricidad,
y ellos pagaron con el producto de varios meses de pesca.
-Cuando llegó el
barco con los postes, hubo una tormenta en Corrientes. La torrentada arrastró
todo, y esto quedó así, como lo ven. Ni siquiera llegamos a tener más que dos
casas. Esta es la única que queda. - La voz del hombre era lenta, pero había
algo de jocosidad en el tono. La mujer en cambio miraba con odio a Altea,
sumergiéndose en una especie de envidia por el vestido oscuro que Altea
llevaba, que sin embargo era simple y adaptado a su trabajo de maestra, de
cultivadora en los terrenos junto a la escuela, de carretera de provisiones
desde el pueblo o de enfermera de primeros auxilios. Altea había sido todo eso,
incluso una esposa, que, aunque no pudiese jactarse de apasionada o cariñosa,
era exactamente el espejo de su esposo, por lo menos en cuanto a reacciones. A
la introversión de Manuel correspondía la frialdad de ella. Uno no buscaba en
el otro lo que ese otro no podía ofrecerle. Por eso se amaban, quizá, como un
conocimiento intelectual que había devenido en una especie de amor, que nunca, sin
embargo, habrían podido clasificar.
No hubo demasiadas
ocasiones para pensar en eso, incluso los fines comunes que se habían planteado
en su viaje a América eran simples y eméritos. No habían tenido hijos en Cádiz,
no podían tenerlos, les dijeron varios médicos. Les recomendaron tratamientos,
pero ambos se negaron. Hacerlo representaba saber en quién estaba la causa, y
eso no era benévolo para ninguno de los dos. Si su relación estaba basada en la
armonía conyugal, no debían existir argumentos que fuesen utilizados como
armas. Ella se negó una y otra vez a saberlo, Manuel asintió con su silencio.
Y en la misma
noche en que les dijeron de la avería del “Juan Manuel”, el otro Manuel, el de
ese islote en tierra firme, o en tierra barrosa y resbaladiza empujada por la
maraña de árboles de la selva, dijo en voz alta y clara, reconociéndose en su
voz un orgullo apócrifo:
-Mi señora está
encinta.
La pareja de
cuidadores levantó la vista, cada uno extrañado. Al principio no habían
entendido, ellos no usaban esa palabra, pero la habían oído.
-Ah - dijo él,
mirando a su mujer con una sonrisa de burla. - Está preñada. Esta no entiende,
perdonen los señores, es analfabeta.
La mujer se
levantó, agarró una sartén y le pegó al hombre en la cabeza. Todo fue sin
intención, como un juego de niños que repetían muchas veces. Él se reía
mientras se intentaba defenderse. Ella lo perseguía por el estrecho espacio de
la casilla, hasta que lo hizo caer al suelo, sin que él dejara de reírse.
Mientras, lo insultaba en guaraní y español, mezclando términos portugueses, ambos
estaban borrachos. Altea y Manuel se miraron, resignados a salir de allí y
pasar la noche a la intemperie. Se sentaron sobre la tierra, con las espaldas
apoyadas en un tronco caído. Ya tarde en la noche, se podían escuchar los
gemidos de los cuidadores al hacer el amor, salpicados de golpes e insultos.
Luego, casi a las dos o tres de la madrugada, se hizo el silencio absoluto desde
la casilla. Sólo se escuchaba el rumor del río y el llamado de los búhos,
constante, lúgubre y terso como un terciopelo oscuro que pudiese tocarse en el
aire.
Manuel y Altea se durmieron cuando casi
había amanecido, ella con su cabeza apoyada en un hombro de su esposo, él
cerrando los ojos cuando olió en el vestido de su mujer el aroma del sudor y del
cansancio, el perfume de la vida y de la muerte, tangible e inconfundible,
brotando de ella como una fruta repleta de acre humedad.
*
Al día siguiente, despertaron tarde. Como estaban de espaldas
al muelle, el poco movimiento de esa mañana no había logrado despertarlos. Dos
barcazas, algunos gritos, ladridos de perros que bajaban a la playa y volvían a
subir antes de volver a zarpar la barca de pesca. Un perro olisqueaba los pies
de Manuel cuando éste despertó, era alto y flaco, casi pelado y lleno de
cicatrices. El perro, al verlo despertarse, levantó su hocico largo, lo miró
con resquemor, y luego se acercó un poco más.
- ¡Fuera! - dijo
Manuel. El perro gruñó, mostró los dientes, pero se agazapó como en un juego.
Él conocía esas actitudes. Allá en Cádiz la familia Menéndez Iribarne tenía
extensos campos que arrendaban, y otros que reservaban para su uso particular.
Bosques de caza, campos de cría de ganado lanudo, de caballos o de aves de
corral. Las lanas que vendían eran de la mejor calidad, lo mismo que los
faisanes, se decía en toda la provincia. Manuel se había dedicado a la crianza
de perros de caza, y éste que ahora tenía enfrente era de esa clase. Una cruza,
sin duda, pero que aún conservaba distinción en su postura, y sobre todo en su
actitud: una amenaza velada y una defensa austera. Esa mezcla extraña, no podía
concebirse más que en un animal de caza, inteligente, educado, en un equilibrio
que un hombre jamás podría llegar a conseguir. Un hombre se dejaría dominar por
el sentimiento o por la razón, sin saber encontrar el justo término. Un perro
no se equivoca. Puede ser cruel, si su dueño es cruel.
Un hombre llamaba
al animal desde el río. No entendió el nombre, era en guaraní, tal vez. El
perro prestó atención, todo su cuerpo tenso, con la cabeza dirigida hacia el
llamado, pero, para asombro de Manuel, el perro no corrió. Entonces Altea despertó,
y vio al animal mirándola, y luego sentarse entre ambos, sin abrir la boca ni
mover la cola. Se quedó quieto como una estatua. Altea se irguió un poco, tenía el cuerpo
dolorido, pero con su cara pétrea de hielo escandinavo, sin enojo ni ira, incorporando
toda la bondad que puede expresar un rostro incólume, acercó una mano hacia el
perro y le acarició la cabeza.
El animal era alto, de patas largas, y aún
sentado era más alto que ellos, todavía casi acostados junto al tronco. Era
como un dios que se les hubiera acercado para que lo adoraran sus fieles, pero
tan sumiso como un servidor, porque al fin de cuentas, se dijo Manuel, así
precisamente él había aprendido era el dios de los cristianos. Cuántas veces
había reñido con su hermano José por esta causa. La familia Menéndez Iribarne
tenía una ancestral historia en la práctica del catolicismo. Sitiales propios en
varias catedrales de España, bancos y reclinatorios que llevaban su nombre como
antiguas donaciones. Los conventos de Cádiz ofrecían una misa anual en honor de
la benemérita familia, que cada año otorgaba amplios caudales de su fortuna a
fines benéficos. El escudo heráldico contenía una hostia, entro otros símbolos,
en señal de que cada generación había entregado a alguno de sus miembros a la
Iglesia.
Pero ya no
quedaban muchos, sólo los dos hermanos, José y Manuel Menéndez Iribarne. Se
habló mucho de eso en la familia, durante los años de su niñez y adolescencia.
Se habló, también, de la vocación eclesiástica de Manuel, a quien se veía
siempre apocado, pensativo, como si una armonía ingénita lo destinase al
claustro. José, sin embargo, era violento, iracundo, apasionado. A Manuel no le
gustaba salir de la casa, y José raramente volvía por las noches cuando se iba
con amigos y mujeres.
Cuando fueron ya
casi adultos, José eligió la carrera de marino mercante, y entonces se habló
únicamente de Manuel como un seguro candidato a la Iglesia. Pero los padres
estaban preocupados por la fortuna de la familia. José rehuía al casamiento, y
si tenía hijos los habría tenido en cualquier lugar y de cualquier mujer
desconocida, no podía confiarse en él a ese respecto. Entonces le preguntaron a
Manuel cuál era su vocación, porque él nunca había aceptado o negado que le
gustara dedicar su vida a Dios.
“Quiero casarme”,
respondió, y tanto su madre como su padre lo miraron asombrados. Tenía
dieciocho años y se había enamorado. Le preguntaron de quién. Él dijo que de la
hija de una familia danesa. Los padres se sintieron incómodos. Habían llegado a
una situación en que el futuro de la herencia tal vez caería en manos de la
Iglesia, lo cual habían tratado de evitar con esa especie de pago generacional.
Ahora sería despilfarrada por José, o entregada al extranjero por Manuel. El padre,
Agustín Menéndez, acusó a su hijo de desconsiderado y de infantil. Todavía era
un niño, y virgen seguramente, y venía a poner condiciones a sus padres con una
total desvergüenza. No estaba ahí José, porque había partido hacía seis meses
con la marina española para una larga circunvalación al África, así que Manuel
recibió todos los reproches con una extraña resignación para su edad. La madre
intentó calmar a su marido, pero éste caminó de pared a pared de la sala
comedor donde los tres se habían sentado a hablar.
Una sirvienta de
vez en cuando se asomaba por puerta que llevaba a la cocina, y luego cerraba al
escuchar los gritos del viejo Agustín. Si fuera una mujer de Cádiz, dijo el
padre, en un nuevo argumento por convencerse de que su hijo Manuel era un
estúpido tan terco y cerrado como una piedra. Pero no era estupidez, eso lo
sabía bien, era una extraña especie de madurez de nacimiento. Su hijo ya había
nacido viejo, y miraba todo con una absoluta sensación de tranquilidad.
Manuel veía cómo
el padre lo contemplaba con furia, y su madre ni siquiera lo miraba porque no
lo entendía. Sólo había tenido amor para José, y en él se había agotado.
“Se
llama Altea, y se acaba de recibir de maestra. Nos casaremos e iremos a
América. Tal vez enseñemos a los indígenas, yo también daré clases de
catequesis y viviremos del comercio de la zona del litoral.”
El viejo se largó a reír y tuvo que sentarse.
Siguió riéndose mientras su hijo lo miraba desde el otro lado de la mesa. Un
antiguo jarrón ya se había caído al suelo al comienzo de la discusión, así que
nada estorbaba entre uno y otro.
“Sueños”, dijo el viejo, como una triste
palabra. Miró a su mujer, que estaba sentada a un costado, silenciosa, casi
como si fuese un florero de adorno. “Un hijo nos salió un tiro al aire, y el
otro un soñador de nubes.”
Esa fue la última
conversación que Manuel recordaba con su padre. La vida en la casa siguió como
siempre, hasta que se enteró que Agustín Menéndez había empezado a vender sus
campos y propiedades. Los abogados salían y entraban de la casa, hubo
discusiones en el estudio del viejo, hasta el médico de la familia vino varias
veces a atender a su madre. Los hermanos tenían de quien heredar su terquedad.
El viejo Agustín no daría marcha atrás: vendería todo en vida antes que morirse
sabiendo que su fortuna le sería robada a sus hijos por estupidez ingénita. Que
por lo menos quedara en pie el prestigio, la gloria de la familia y su intachable
historia. Y que, como un final digno de tal alcurnia, la disolución de la aristocrática
familia quedase en un misterio del que todos hablaran con respeto, porque al
fin de cuentas, eso es lo único que importa en cualquier epitafio.
*
El pesquero se había ido, el perro se había quedado. Manuel
se levantó y ayudó a Altea. Ella se sacudió el barro seco de la falda y fue
hasta el río para lavarse la cara. El perro la observaba, y Manuel entonces
preguntó:
- ¿Cómo lo llamaremos?
-Eso te lo dejo a
ti, el que adopta criaturas ajenas- contestó ella, ya lúcida, caminando con
desgano sobre la leve inclinación de la playa. Luego se detuvo, y una mirada de
espanto, que él prácticamente nunca había visto en ella, porque pocas veces
surgió tan expresa y clara en su cara, -y en la noche de la violación él no
estuvo-, se formó bajo la luz clara de la mañana, hermética y desangelada,
caótica luz que trata de ordenarse luego de ser procreada por la oscuridad.
Esa
cara que ahora tenía Altea no era tanto por lo que había dicho, sino por lo que
sentía tras esas palabras, y como ya no era necesario callarse, y viendo en el
rostro de su esposo no la estupidez que muchos creían ver en su
ensimismamiento, sino la pacífica y resignada lucidez de un conocimiento
previo, dijo, acentuando y pronunciando las palabras muy quedamente, casi a
manera de exorcizarlas:
-Ojalá
se muriera.
Se
acuclilló, abriendo las piernas, la falda formándole un puente de tela entre
ellas. El perro se acercó y apoyó la cabeza ahí. Altea lloraba en silencio, y
lo acarició.
Manuel
puso una mano sobre la cabeza de Altea, sobre sus cabellos extremadamente
claros, atados en un rodete desprolijo en la nuca. Después, se pusieron en
camino a la casilla. Suponían que los otros seguían durmiendo, pero la puerta
estaba abierta, los pocos muebles volteados, y el piso de tierra con manchas
oscuras. Pensaron que era el vino volcado, hasta que encontraron el cuerpo del
hombre bajo la tabla de la mesa. Manuel la empujó y se agachó, el hombre tenía
la cabeza aplastada, y se veían fragmentos del cerebro brotando igual que
esporas entre las astillas del cráneo. Altea se tapó la boca, Manuel cubrió el
cuerpo con una sábana sucia. A un costado, encontró la sartén de hierro, llena
de sangre seca.
Volvieron
a salir, buscando alrededor, pero la mujer seguramente había huido con alguno
de los pescadores que habían pasado esa mañana.
-Dejaron un perro y se llevaron a una mujer - dijo
ella, rehecha luego de su amargura, transformada ésta en un sarcasmo salvador.
Manuel sonrió.
-Creo que salimos gananciosos.
Creo que deberíamos enterrarlo primero, es lo más cristiano que se me ocurre.
Altea
asintió. Manuel envolvió el cuerpo con la sábana, y entre ambos lo arrastraron
hacia afuera. La playa estaba desierta, era más del mediodía y ya no se
acercaría ninguna barca hasta entrada la tarde. Buscaron con la vista un lugar
adecuado para enterrarlo, y decidieron que entre los árboles era lo más
adecuado. No sabían qué pasaría con las autoridades si alguien llegaba a
encontrar el cuerpo, y de todos modos ellos no ocultarían la verdad. Manuel
volvió a la casilla en busca de una pala.
Altea lo esperara entre los altos árboles, a pocos metros de la entrada.
El lugar era fresco, el terreno leguminoso y resbaladizo, salvo en los sitios
donde las enredaderas formaban una alfombra en que se tropezaban. Él le dijo a su
mujer que era mejor que no continuara, por las serpientes, pero sabía que ella
no le haría caso, de alguna manera estaba esperando alguna señal de la
providencia que se tradujera en fatalidad.
Altea no era muy creyente, y la única seguridad que tenía era en fuerzas
inciertas, que él presentía más terribles que el ya terrible Dios de los
católicos.
Los rayos del sol penetraban oblicuos entre
las ramas, algunos troncos hablaban de cien o doscientos años de vida. La luz
la iluminaba mientras ella caminaba tras el cuerpo que él arrastraba. La sábana
seguía empapándose de sangre, y era cada vez más pesada la carga. A veces se
enganchaba en las raíces sobresalientes, otras en las enredaderas. Unos pájaros
chillaron ante los intrusos. Cruzaron un sendero por donde el viejo y el chico
habían desaparecido con la carreta, el caballo enclenque y su carga de
pescados.
Manuel
dio un bufido de cansancio y se irguió, frotándose la cintura.
-Este tampoco es sitio adecuado.
- ¿Por qué?
- preguntó ella. - ¿Acaso nos estamos escondiendo?
-No, pero en vistas de la situación, nos
considerarían sospechosos, y el regreso a la patria se nos hará casi imposible
durante un tiempo.
Ella emitió un resoplido
de hastío.
-Esa es la
enseñanza que les han inculcado a ustedes, siempre la sospecha y la sensación
de culpa aun cuando nadie los acusa. - Altea tenía las manos unidas delante de
la cintura, moviéndolas, restregándolas entre sí. -Quedémonos acá, justo junto
al camino. Seguramente conduce a algún pueblito y alguien lo verá. Sospecharán
de la mujer, con seguridad, tal vez la busquen, tal vez no. Nosotros haremos la
denuncia a la primera autoridad que hallemos.
Manuel agarró la
pala y empezó a cavar, ya cansado, no era un hombre fuerte. Delgados, sus
brazos y piernas tenían músculos proporcionados a su estatura media. Eso era lo
que la había atraído de su cuerpo, esa belleza extraña en un hombre, el vello
castaño del torso, la piel trigueña. Ella lo miraba como si quisiera ayudarlo,
y preguntó cómo podía hacerlo. No esperó la negativa, buscó ramas y palmas, y
con ambas empezó a apartar la tierra que él socavaba. El perro no los había
seguido a la casilla, parecía tener miedo a cercarse, seguramente lo habían
echado a golpes o patadas en sus anteriores visitas. Pero de pronto lo vieron
aparecer, y comenzó a rasquetear la tierra al borde de la fosa que lentamente
se iba formando. Ellos se miraron, y no pudieron evitar reírse a pesar del
resentimiento y el rencor, a pesar de la ira y la pesadumbre que construían la
fatalidad de sus vidas desde hacía largo tiempo.
Cuando la fosa fue
tan honda como la altura de Manuel, él salió y entre ambos arrastraron el
cuerpo. El perro olía la tela de la sábana, excitado, le ladraba y la mordía.
Sin duda, recordaba. Ya al borde, dejaron caer el cadáver envuelto. Devolvieron
la tierra, y mientras él apelmazaba la superficie y la cubría de ramas y hojas
secas, ella se dedicó a armar una cruz. Se la entregó y él la contempló con
orgullo. Estaba formada con dos ramas rectas, afirmados sus ángulos con otras
más finas, y bordeadas ellas no con flores, sino con tallos de enredadera.
Recordaba, en cierto modo, las cruces de la iglesia ortodoxa. Miró a su esposa
a los ojos, ella se escudó en un enfurruñamiento avieso.
- ¿No te parece adecuada?
- preguntó.
Se acercó a ella y
le dio un beso en la mejilla. ¿Cuánto tiempo no lo hacía? ¿Cuánto que la
ternura se había escabullido con vergüenza frente a los aleteos de la angustia?
Ella se dio vuelta.
-Voy a
buscar tu devocionario.
Manuel clavó la cruz en el suelo, la afirmó
con piedras, y se quedó parado aguardando a Altea. Los pájaros habían hecho
silencio, finalmente, sólo se escuchaba el rumor del viento entre las hojas. El
perro había quedado indeciso durante un rato, entre seguirla a ella y quedarse
con él. Finalmente se sentó a su lado, ya más tranquilo, hasta que acostó con
el hocico entre la patas, echando una mirada a la tumba y a Manuel, cuando vio
que él se había acuclillado, pronunciado frases que sonaban a sus oídos como
arrullo de río tranquilo.
Ella regresó
y le entregó el devocionario, un libro de tapas de cuero blando, de bordes
extremadamente gastados, con hojas cuyo canto dorado estaba bañado seguramente
en oro. En la primera página, estaba la firma de cada uno de los miembros de la
familia que habían entrado al claustro. Ella se lo dio con cuidado, porque así
lo había traído, protegido por sus manos austeras y blancas, como garras de
pájaros acostumbrados a la nieve. Él, sin embargo, lo recibió como un papel de
escritorio al que tocaba todos los días, familiar, con el aroma de lo cotidiano
y del calor de las manos que ya había penetrado en las tapas y en cada una de
las hojas. Lo abrió, buscó con sapiencia, marcó el sitio adecuado con la cinta
de cuero que no era la original, sino una de muchas que habían sido cosidas por
alguna costurera devota de Cádiz. Comenzó a leer el oficio de difuntos, incómodo
por tener que realizar una selección a la que no se creía apto, incómodo
también porque la imagen que tenía en mente al leer no era la del cuerpo
enterrado. Altea lo veía nervioso, quiso preguntar, pero de pronto él cerró el
libro bruscamente, y comenzó a recitar de memoria, en voz alta, no ya como una
plegaria, sino un reclamo.
-Miseremini mei, miseremini mei, saltem uos,
amici mei, quia manus Domini tetigit me. Quare persequimini me sicut Deus, et
carnibus meis saturamini?
A Manuel se le
había acongojado la voz, y Altea vio lo que no había visto en muchos años de
casada: la manera en que su esposo podía convertirse en otro hombre con
solamente dejar expresar su angustia, y quizá para ello fuese necesario todo lo
que había pasado. Lástima que todo aquello era irremediable, incluso lo que
ella llevaba en su vientre. Un hijo de otro hombre, que además era el hermano
del hombre que no había dejado de amar. Una violación que no podía ser expiada
más que en el dolor de la propia víctima, un hijo del que no podría deshacerse
nunca, porque allí estaba Dios, entre esos árboles, escuchando las palabras de
Manuel, contemplando seguramente el alma que ascendía. Se preguntó cuánto
coraje debió tener la mujer que lo mató. La había aborrecido, pero ahora se
sentía subyugada por la figura de esa mujer que había golpeado una y otra vez con
esa estúpida sartén a su hombre.
Era Manuel lo que
la intrigaba, el impulso contenido que creaba monstruos cada vez más grotescos
en su alma. Si eso que llevaba dentro se muriera, se dijo cientos de veces
desde que había pasado aquello. Si sólo se muriera, si dejara ella de
alimentarse, si se golpeara lo suficientemente fuerte, si consumiera lo que
tantas veces escuchó en la boca de las mujeres indígenas durante los últimos
años. Sabía qué debía tomar, cuál mezcla de especias, cómo prepararlas hasta
formar la dosis adecuada. Pero no lo haría porque allí estaba el rostro de
Manuel, el hombre que no se separaría de ella, que no dejaría de amarla, y que
incluso haría que el hijo de otro fuese para siempre su propio hijo. Si eso no
era a causa de un Dios, qué otra entidad podría hacerlo. En las misas de la
Catedral de Cádiz había escuchado que Dios era bondad y no terror. Pocas veces
lo había entendido, y recién ahora lo comprendía. Pero la bondad en manos de
los otros también era filosa como un cuchillo. El amor de los otros era cruel, y
la misericordia un regalo apropiado para ser aborrecido.
Vio cómo
temblaban las manos de Manuel, apretando el devocionario con fuerza, entonces
ella se acercó, le abrió los dedos rígidos, tan fuertemente asidos como nunca
la habían sujetado a ella. Pensaba en su hermano, probablemente, mirando la
tumba. Entonces él repitió la letanía, mientras el viento se hacía más fuerte,
y el perro comenzó a gemir con desconsuelo. Altea tuvo miedo, su pecho se
estremeció, y una aguda punzada le apretó el vientre. Y el temor se tornó en
espanto: lo que había deseado tal vez se concretara. En su interior gritó
“¡No!”, pero no sabía bien a qué: a la culpa o a la pérdida. ¿Y qué era la
pérdida, sino también temor a la culpa?
Manuel escondió su
cara sobre el pecho de Altea, y sintió la cruz que le había regalado Cahrué,
que ella llevaba de una cadena sobre el pecho, bajo el encaje del cuello del
vestido. Por primera vez, la cruz no lo consoló, sino que irritó sus nervios
hasta el punto de provocar la expansión final de su llanto. Pero pronto aquel
gemido que había comenzado tan tardíamente fue ocultado por otro sonido que
llegaba del río: la bocina de un vapor que se acercaba al muelle. Ambos vieron
la larga sombra de humo en el cielo, que sólo podían vislumbrar entre los
árboles. El perro salió corriendo hacia la playa, y ellos comenzaron a correr
como pudieron, ella tropezando con su falda, él con su cansancio a cuestas.
Cuando salieron de los primeros árboles a la luz intensa de la tarde, vieron el
barco grande y viejo avanzando lentamente por el centro del río, rodeado del
humo que una única chimenea expulsaba en densos nubarrones y con el estruendo
de una maquinaria que parecía estar agonizando. En el costado del casco estaba
escrito el nombre, y ellos se quedaron contemplando a ese monstruo híbrido que
sea acercaba. En el costado del casco, con letras sucias y despintadas, estaba
escrito el nombre. Había llegado, finalmente, el “Juan Manuel de Rosas”.
*
Cuando se dieron cuenta de que el barco llegaba desde el sur,
proa al norte, sintieron que la desilusión podía ser un sentimiento más
iracundo que las más grandes pasiones, incluso más que el que quizá había
provocado el asesinato del hombre que acababan de enterrar. El barco era enorme
aun para el ancho del río en esa zona, en el que habían visto girar muchas
barcazas. Pero para un barco de tal calado, sería imposible, y se preguntaron
cuánto más deberían aguardar para que regresara de vuelta al sur y a Buenos
Aires. Quién sabía hasta dónde viajaría primero.
Era un barco
apropiado para viajes oceánicos, y estaba adaptado con máquinas de vapor o
caldera. El humo que salía de la única chimenea era muy negro, y a medida que
el estruendo de las máquinas se iba apagando, iba tomando un tono grisáceo. Un
intenso olor a resina y kerosene había inundado el aire, y desde la borda
comenzaron a asomarse varios hombres que agitaban los brazos en señal de
saludo. Oyeron gritos y llamados, a la vez que les hacían señas que no
entendían. Manuel dijo:
-Creo que no
pueden acercarse más.
Luego alguien con
gorra de oficial se acercó a la borda e hizo eco con las manos, gritando:
- ¡¿Hay pasajeros?!
- ¡Sí, pero en
viaje a Buenos Aires! - contestó Manuel, y sintió que Altea se sujetaba a él
con desesperación: - ¡Necesitamos provisiones, no se vayan!
Vieron a los
tripulantes hablar entre sí. El oficial gritó:
- ¡Bajaremos un
bote! ¡Quédese en el muelle para sujetar las cuerdas!
Manuel asintió con
la cabeza, y le dijo a Altea:
-Será mejor que
arregles un poco la casilla…
- ¿Por qué? ¿Vamos
a ocultarles lo que pasó?
-No es mi
intención, pero no sabemos quiénes son…
Altea lo observó un
instante con extrañeza, y un brillo muy leve surgió en su mirada. Se apartó de
él y llamó al perro para que la acompañara.
-Max- la escuchó
decir.
Ella ya lo había
bautizado, se dijo Manuel, después preguntaría la razón del nombre.
Los hombres habían bajado el bote a un costado
del casco, de madera despintada y cubierta de moho. Era ya más de las cinco de
la tarde, y el frío acrecía con la bajada del sol, que se estaba ocultando tras
los árboles. La sombra ya había cubierto todo el ancho del cauce. Los pájaros
de los alrededores se habían despertado ante el bullicio de las maquinarias y
los gritos de los hombres. Parecían competir todos entre sí, y era como algo
nuevo luego de la rutinaria quietud de todos aquellos días.
El oficial había
bajado también, y a mitad de camino se levantó para gritar hacia el barco que
detuvieran definitivamente las máquinas y anclaran. El bote finalmente llegó al
muelle, y un marinero le arrojó la cuerda a Manuel, que intentó atarla a un
poste. Alguien le dijo que no era esa la forma, y cuando miró hacia el bote ya
otros dos marineros discutían entre sí y se quejaban de su torpeza. El oficial,
que sin duda debía ser el capitán, intervino, viendo que Manuel no era un
hombre fuerte ni sabía de esas cosas. Se levantó y saltó al muelle luego que sus
hombres afirmaron el lazo. Se acercó a Manuel con la mano extendida y una
sonrisa que se notaba no tanto en sus labios, sino en los movimientos de los
músculos de la cara bajo la barba oscura y tupida.
-Soy el capitán
Mendoza, para servirle señor…
-Manuel Menéndez
Iribarne.
Se estrecharon las
manos, sin soltarse durante el tiempo que duró la mirada que cada uno puso en
el otro. En los ojos del capitán había una ingenua dulzura, de la misma clase
que Manuel había visto convertirse en cruel acrimonia muchas veces antes,
porque para el tipo de personalidad que adivinaba en el capitán, era necesario
mucho temple para no convertir la tragedia en una amarga angustia. No sabía por
qué pensó en todo esto al contacto de sus manos, que, con entrañable ansiedad,
había sumado una a la otra al estrechar la suya.
-Es un gran gusto, señor Iribarne, encontrar
gente como usted, ya he notado su acento de la madre patria. Mi abuelo llegó a
estos lugares hace más de cien años….
-
¿Será, tal vez, descendiente de don Pedro…?
-Abismal descendiente, así es…- afirmó,
sonriendo, el capitán. -Pero ya lejos de las glorias de los antepasados. Ya me
ve…- y señaló el barco y su tripulación, los dos hombres que descargaban las cajas
con provisiones.
-Capitán, me gustaría que tuviéramos tiempo
para hablar, pero imagínese, mi esposa y yo estamos atrapados en este paraje
hace muchos días, esperando el barco que nos lleve a Buenos Aires y de allí a
España. Estamos desolados y confundidos, y luego le contaré los que nos ha
pasado en las últimas horas.
Las cajas se iban
apilando y el muelle parecía empezar a sufrir el peso. Los marineros
preguntaron si debían llevarlas a alguna otra parte.
-Sí, por favor, a
aquella casilla que está allá. - Señaló hacia la luz que Altea había encendido.
- Es de los cuidadores, pero ambos desaparecieron anoche, ya le contaré esa
tragedia. Usted pasará la noche con nosotros, pero no podremos ofrecerle mucha
comodidad, todo esto es muy precario.
El capitán lanzó
una carcajada.
-Señor Iribarne,
acaso usted nos cree una tripulación de primera categoría, pero no lo engañe el
tamaño del barco. Somos hombres de río, y el barco que usted ve es una reliquia
de los tiempos de Rosas. Es una nave que formó parte del bloqueo francés, aunque
ya tenía sus años porque la construyeron en la época napoleónica. Todavía puede
leerse el nombre original bajo la pintura, se llamaba “La conquéte”. Dicen que Rosas se la apropió al levantarse el
bloqueo, aunque oficialmente se la obsequiaron los franceses. Después estuvo
arrumbada en Buenos Aires. Hace dos años la compré ya muy averiada, sin la
aprobación de mi familia, claro, pero era una oportunidad única. La adapté para
maquinaria a vapor, creí que el gasto lo compensaría con las ganancias debidas
a la mayor rapidez, pero solamente he obtenido retrasos y más gastos.
Mientras caminaban
hacia la casilla Manuel quiso saber más.
- ¿Pero no es
difícil navegar por el río con tal calado?
-También hicimos
arreglos en la quilla, por supuesto, pero de todos modos debemos tener mucho
cuidado, sobre todo en las épocas de pocas lluvias. Sin embargo, por el tamaño
y la fuerza es el único que puede subir hasta la zona norte, incluso adentrarse
en el Paraguay y el Brasil. Hacía allí vamos, o íbamos, hasta que nos
ocurrieron varios percances. Uno es el que usted ya conoce, la avería que nos
detuvo más de dos semanas, otro, un problema de familia. Pero ya conversaremos
también de eso.
Manuel se angustió más por Altea que por sí
mismo. La llegada de aquel hombre con quien hablar y la excitación que le
provocaban todas aquellas noticias luego del aislamiento obligado parecían
haber renovado su espíritu. Lo que harían ellos dos era incierto, pero la idea
de que debían quedarse allí por mucho tiempo ya no le resultaba tan
insoportable.
Llegaron a la
casilla, apenas iluminada por dos lámparas de kerosene. Manuel presentó a Altea
y al capitán. Ella se había cambiado el vestido y se había lavado la cara y
arreglado el cabello, pero él se daba cuenta de que intentaba mantenerse en la
sombra para que el capitán no viese su cara demacrada. El capitán era ameno y
condescendiente con la informalidad.
-No se preocupe, mi
estimada señora, le hemos traído comida y kerosene.
Los hombres habían
apilado las cajas en un rincón, mientras Max olisqueaba cada una, excitado y
temeroso. Habían notado las manchas de sangre, pero las cubrieron con las
cajas. Uno de ellos se acercó al capitán y le habló en voz baja. Manuel se
turbó como un delincuente.
-Capitán Mendoza,
le explicaré lo que nos ha pasado.
Las sillas estaban
rotas, así que los tres se sentaron en las cajas. Los hombres regresaron al
barco en busca de otras cosas. La luz de las lámparas se agotaba rápidamente, y
Altea se levantó para renovarlas, pero Mendoza se negó a que ella se molestara.
La veía cansada, él lo haría por ellos.
-Saben, mi mujer y
mi hijo están en el barco. Ella es muy pulcra, muy rígida, y prefiere quedarse
allá, pero yo pasaré la noche con ustedes si no les molesta. Tenemos mucho de
qué hablar, sobre todo de lo que harán. Yo no puedo dar vuelta atrás, no ya por
razones técnicas, sino por contrato. El barco es de mi propiedad, pero vivo de
las mercaderías y de los pasajeros que transporto.
Manuel y Altea se
miraron en la oscuridad que de pronto desapareció cuando la luz renovada
alumbró casi todo el estrecho espacio. Mendoza sorprendió esa mirada que más
que triste era de ira retenida. Se preguntó qué habría pasado entre marido y
mujer si él no hubiese llegado. Se preguntó de quién era la sangre en el piso.
Entonces Manuel
comenzó a contarle la historia de la noche anterior, lo que había sucedido
entre los cuidadores, o más bien lo que suponía. En la mañana lo llevarían a
ver la tumba del hombre. Mendoza escuchó con atención, leyendo en la voz de
Manuel una especie de disculpa permanente, una insinuación de responsabilidad
en el tono. En cambio, en la mirada de ella leyó altivez, desafío, y le hizo
recordar a Natacha, su mujer. No había hecho bien en dejar que ella y el chico
lo acompañaran en ese viaje al Brasil. Ariel aprendería lo que era el río, ya
tenía quince años, pero la sobreprotección de su madre se hacía cada vez más
difícil de contrarrestar. Ella se había obstinado en que no dejaría que Ariel
siguiera la misma profesión del padre, pero los Mendoza no habían sido nunca
otra cosa que hombres de la armada. Y cuando Ariel, levantando la cabeza por
primera vez mientras comían, un mes antes, desafiando a su madre con la mirada,
había dicho que sería también un marinero, ella había comenzado lo que llamaba
su Via Crucis. Todo el catecismo
católico surgió de ella como un escudo y un arsenal.
El perro se había acostado junto a los pies
del capitán mientras Manuel hablaba, y lentamente se había erguido para apoyar
la cabeza en una de las piernas. Mendoza lo acariciaba mientras Max se iba
durmiendo y deslizándose con el discurso y la voz de su nuevo dueño. La voz de
Manuel era monótona pero dulce, para escucharla realmente había que prestarle
mucha atención. Y eso es lo que hacía Mendoza, sin quitar su mirada del rostro
de quien le hablaba medio oculto en las sombras, porque las lámparas se iban
agotando con rapidez.
Manuel se calló,
y su silencio fue como una interrupción, aunque ya había terminado su relato.
Simplemente fue el silencio completo luego de que las tonalidades tersas de su
voz hubiesen moldeado el aire de la casilla, llenándola de un murmullo acorde a
la extenuación de las lámparas. El perro era el único que se había dejado
llevar por los senderos del sueño, pero hasta Mendoza y Altea sintieron un
quiebre repentino al hacerse el silencio. Ella supo, por un instante, cuán sola
estaría sin la voz, aparentemente siempre invisible de Manuel.
-No se preocupe,
Iribarne, cuando encontremos a las primeras autoridades, daré el parte de lo
ocurrido. Mañana iremos a ver el cuerpo, sólo para que yo pueda dejar
constancia escrita de que lo he visto personalmente. ¿No saben cómo se llamaban
ellos?
No, nunca habían
preguntado. Se sintieron avergonzados de esa especie de desidia, pero la única
excusa que podían dar era que su ansiedad por dejar el país lo más pronto
posible los había hecho creer que no estarían en ese paraje por más de unas
horas.
- ¿Y por qué acá,
en este lugar tan aislado?
-Nuestra aldea, en
donde estuvimos enseñando por más de tres años, está tierra adentro, cerca de
un sitio que llaman Toba. De ahí nos llevaron en carreta hacia un curso
paralelo del Paraná, lo cruzamos, seguimos más trecho caminando y en carreta,
hasta este paraje, donde nos dijeron que pasaba un barco hacia Buenos Aires.
Como ve, capitán, estamos hechos a esta vida, pero decidimos irnos…
- Ya veo, este no
es sitio para criar un hijo, lo comprendo.
Altea se
sobresaltó y no pudo evitar un grito agudo que tapó con la mano.
-Disculpe que le
pregunte, capitán Mendoza, pero cómo supo que mi señora está…
-Vamos, Iribarne,
no hay que ser tan remilgados en esta situación. Tengo esposa y un hijo de
quince años, me doy cuenta de las cosas…-Y sonrió, acariciando la cabeza del perro.
- Como este amigo mío, a quien reencuentro luego de mucho tiempo, y en mejores
manos que las anteriores.
- ¿Cómo...? Sólo
sabemos que se escapó de unos pescadores.
-Lo imagino, porque lo molían a palos. Son
unos pescadores de Coronda, ladrones todos, viven en la miseria y crían a sus
familias en la mugre. Hacen de todo, pescan, a veces cultivan en terrenos
tomados. A este animal se lo robaron a unos parientes de Paraná, ellos los han
criado desde que mis tíos abuelos, los Hurtado de Mendoza trajeron a la primera
hembra preñada desde España. -Perdón, señora, por la palabra…
Se rio, levantándose
a reponer el kerosene. Mendoza se acercó a Altea y la tomó de las manos. Ella
sonreía mientras miraba al perro.
-Esa sonrisa es la
que extraño en mi mujer, tal vez conocerla a usted le haga bien- dijo Mendoza.
-Ojalá así fuera
-contestó Altea - pero lo dudo mucho. Yo estoy muy angustiada, aunque su
presencia me ha aliviado de mucho pesar. Por lo menos por esta noche, mañana
quién sabe lo que nos espera. Estoy agotada, completamente.
Manuel se apresuró
entonces a reparar un poco la cama desvencijada y Mendoza lo ayudó. En diez
minutos ya habían terminado de clavar las maderas. Altea arrojó afuera las
sábanas sucias y sacó unas de su baúl. Los hombres la dejaron sola en la
casilla y salieron a fumar. Ya no sabían, o no había qué decirse, sus mentes
vagaban, uno en los cielos, otro en el río, y el humo de cada una de sus pipas
parecía conducirse por los canales de sus diferentes pensamientos. Desde el
otro lado del río llegaba el canto de los búhos, pero el torrente era más
intenso ahora. Las olas rompían en la playa, y sólo se veía la espuma en la
oscuridad. Max los había seguido, y aullaba.
-Voy a hacerle una
pregunta, capitán, y no lo tome a mal. ¿Cómo supo lo de mi esposa? Apenas tiene
seis semanas y no se le nota, y para esas cosas son más sensibles las mujeres.
Mendoza
se rio, y se dio vuelta. Exhaló en su cara, sin querer, el humo de tabaco.
-La
verdad es que no lo supe hasta que el perro se me acercó, mientras usted
hablaba. Yo acariciaba la cabeza del animal, y me miraba de vez en cuando. Se
me ocurrieron muchas cosas a la vez, muchas preguntas. Dígame, ¿no se preguntó
por qué el perro se quedó con ustedes?
- ¿Usted me está
preguntando si el animal tenía un pensamiento al venir a nosotros?
-Tal vez, pero
quizá también estoy preguntando por una función, un objetivo…
- Capitán, no mezclemos el determinismo divino
con el instinto brutal…
Mendoza giró la cabeza para mirar al río otra
vez.
-Como quiera,
amigo mío, porque así lo considero desde hoy, quédese con la excusa de que en
mis viajes he ayudado a muchas parturientas, y también he sido médico a palos, oui, monsieur, si vous aimez. No sé si ha leído a Leibniz,
lo deben haber obviado de su aprendizaje católico, pero no hay nada más cercano
a lo religioso en la filosofía no eclesiástica que la suya. Habla del alma como
células independientes que contienen cada una todo el universo. Mi explicación
es elemental y equívoca, pero dice algo parecido. Incluso dice que los animales
tienen alma.
Manuel
miraba el perfil del capitán, con la pipa en la boca, contra el cielo en parte
estrellado, en parte nublado. ¿Cómo era que sabía tanto de ellos?, y se
enfureció, de pronto, sintiendo que su cuerpo era invadido por una ira muy
parecida a la que había visto siempre en su hermano José. Como Max aullaba, lo
pateó, y el animal salió corriendo a esconderse. Mendoza se dio vuelta otra vez
para mirar a Manuel de frente.
- ¿Por
qué hizo eso?
Manuel se alejó hacia el río, enfurruñado
consigo mismo. Ese extraño había llegado con toda su jactancia, y sabiendo todo,
o casi todo, sobre ellos. Y estaban en sus manos, tanto por su futuro en ese
río como por el cuerpo que habían enterrado. Sentía la ira que no había visto
crecer en todos esos años, desde la partida de España, desde la negativa de su
padre y la venta de la fortuna. Veía en el río el rostro despectivo de la
autosuficiencia, los celos hacia su propio hermano, esa jactancia, esa
prepotencia que había sufrido como una amenaza. Su hermano, a quien odiaba
porque le había dejado toda la responsabilidad de un apellido y una historia.
Las locuras de José con sus amigos, él las callaba, las mujeres que entraba en
la casa, él las ocultaba, y cuántas veces José lo había protegido hasta con su
propio cuerpo cuando Manuel, el débil hermano menor era insultado y golpeado en
las calles de Cádiz por su timidez, por su complacencia, por lo que
consideraban todos como su cobardía de futuro cura.
El
estruendo del río formó un fondo de imágenes violentas, de golpes en calles
oscuras de empedrado y barro, donde las carretas pasaban de largo frente a las
parejas de las prostitutas y los hombres y adolescentes que se escondían en las
bocacalles o los zaguanes de buenas familias. La ciudad de Cádiz y el río
Paraná formaban una sola noche grande, ancha y profunda en su mente, pero sobre
todo en sus oídos. Porque escuchaba los gemidos de la puta con la que él estaba
en ese momento, y detrás, bisbiseando en su oído izquierdo, la voz de José,
aconsejándolo, jadeando como si fue él quien estuviese penetrando a la mujer
contra la pared. Las piernas inclinadas de Manuel, agotándose de subir y bajar,
porque tenía casi el peso de su hermano detrás, empujándolo, sintiendo casi que
José llegaba al éxtasis en el mismo momento que él lo hacía. Y cuando todo
acabó, se arrodilló en el piso, con el sexo agotado y sucio, mientras la mujer
le decía algo que él no entendía porque sus oídos le zumbaban. Sólo comprendió
porque ella tenía la mano extendida, gritando, entonces vio el dinero que José
le entregaba, y ella se fue, protestando, en la oscuridad de la calle. Manuel
levantó la vista, José había puesto una mano en uno de sus hombros, apoyándose
un poco, jadeando. Tenía una gran mancha de semen en el pantalón. Dijo una
obscenidad, riéndose de la cara de susto de Manuel, y fue a orinar contra una
pared. Mientras lo veía de espaldas,
apareció la idea: el cuerpo de José como un Cristo crucificado contra el muro,
las dos líneas de la cruz: el cuerpo y las piernas, una, los brazos doblados en
codo, la otra. Un Cristo escondiendo la cara, y mirando el objeto de su
obsesión, que sostenía en sus manos. Entonces Manuel se acercó a su hermano
mayor, por detrás, silenciosamente. Tenía en la mano la navaja que le habían
regalado para sus dieciséis años. Empujó a José contra la pared, cortó con el
filo los pantalones de su hermano, y metiendo la navaja entre las piernas tocó
los testículos con la punta.
“Que
te vayas”, le dijo una y hasta dos veces, porque José parecía un estúpido,
hasta que oyó en la voz de su hermano menor el resultado de sus extraños
pensamientos, de los oscuros murciélagos que había intentado matar durante
tantas y tantas noches en los que dormían en la misma habitación, viéndolo
crecer hasta convertirse en un hombre que sería capaz de amar. Y ahí estaban
sus perseguidores, los murciélagos cuyo aleteo era un filo de navajas.
Entonces José Menéndez Iribarne se unió a la Marina Mercante, y comenzó
a recorrer el mundo huyendo de lo que siempre volvía a encontrar, y Manuel
Menéndez Iribarne se casó con una mujer que casi no conocía, y huyó con ella a
América, en un patético simulacro de evangelización.
Pensó en Altea, que ya sin duda se había
acostado en el colchón viejo de la casilla, donde los cuidadores habían hecho
el amor muchas veces, borrachos o sobrios, de maneras que él sólo se había
animado a imaginar o soñar. Y a ella no parecía haberlo importado, a pesar de
su impertérrita vanidad, su frío orgullo de casta. Dios mío, se dijo Manuel,
murmurando en voz baja, sin intentar vencer el estruendo del río, porque el río
era como Dios, fuerte e impetuoso, que no se paraba a mirar a los costados a quiénes
dejaba abandonados o a quiénes arrastraba. Unos morían antes, otros después.
Siempre el mismo espíritu de resignación, que ahora no comprendía, de pronto y
tan abruptamente, como si estuviese viendo que Dios mismo estaba haciendo el
amor con Altea. Y pensó en el capitán Mendoza. ¿A dónde había ido? ¿Iba a
regresar al barco o dormir fuera de la casilla? Pensó en el rostro de Altea:
siempre el mismo, y sin embargo, había seducido a su propio hermano.
Manuel se golpeó el pecho, fastidiado de su sacra ignorancia, sacra por
ser tan alta en su apostólica testarudez. Era satisfactorio sentirse víctima,
objeto de engaños y estratégicos abusos, pero también muy acomodaticio. La
actitud de los santos, a veces, según los relatos de los padres de la iglesia, resultaba
demasiado sencilla. Se necesitaba la resignación, y entregar la otra mejilla.
Pero los santos de la iglesia también habían sentido celos, también habían
sentido lujuria y una obsesión que confundía las fronteras entre la cobardía y
la violencia. La razón de los santos engendraba monstruos, y los grabados de
Goya aparecieron sobre el río: monstruos alados y brujas sobre escobas
sobrevolando las aguas. Mujeres desnudas cabalgando sobre falos enormes, y gimiendo
y llorando y gritando como en un aquelarre.
Pensó en Altea, en que tal vez en ese mismo instante el capitán Mendoza
estaba gozando de su mujer, y ella disfrutando de un cuerpo entrenado en los
avatares del río, lejano al esmirriado cuerpo de Manuel, delgado y débil como
el de un seminarista fracasado. Porque eso era lo que habían hecho desear en
España hasta que ya no pudo resistirse más, y cuando finalmente optó por Dios,
Altea le dijo que esperaba un hijo. Tenían dieciocho años, y no se atrevió a
decirles a sus padres la verdad. Les había mentido, había dejado encinta a su
novia, y desde ese momento se sintió infame. Lo único que había podido hacer
era casarse e huir de España, ambos, porque ella también sentía vergüenza. Pero
la vergüenza de Altea era demasiado digna para ser reconocida. En el viaje en
barco, y a los dos meses de embarazo, el niño murió. El médico de abordo estaba
acostumbrado a esos abortos espontáneos de mujeres tan jóvenes, sobre todo en
medio de una travesía por el océano. Los vaivenes del viaje, las tormentas, el
cambio de climas, la comida. “No estaban preparados, muchacho, ya habrá otros”,
le había dicho, fuera de la cabina donde Altea descansaba. Manuel lloró esa
tarde, junto a la cama de Altea, mientras ella dormía. El barco se movía cansinamente,
luego de los tremendos golpes a que había sido sometido por la tormenta en
pleno Atlántico. Ambos agarrados uno al otro en la cabina, mientras la cama se
movía con ellos encima, rezando él el rosario que le había regalado su madre,
ella temblando, pero en un silencio que quería aparentar lo que no era.
Entonces empezó a vomitar y quejarse de dolores en el bajo vientre. Manuel
salió del camarote, empujado de una pared a otra del pasillo del sector de
primera clase, porque no viajaban con los demás inmigrantes, esos que en la
cubierta estaban atados para no caer al agua. Cuando fue en busca del médico,
lo encontró inclinado cerca de un hombre al que le había caído encima una viga
del mástil mayor. Varios empujaban la viga para el doctor pudiera acercarse.
Una mujer, tal vez enfermera, le alcanzaba el maletín. Todo eso bajo la lluvia
y el viento, y las olas que golpeaban el casco y salpicaban la cubierta. Manuel
gritó, pero nadie le hizo caso. Algunos intentaron hacer que volviera a bajar,
otros lo empujaron cuando agarró al médico para que fuera a ver a su mujer,
pero no le hizo caso. Apartaron a Manuel, que cayó de espaldas al suelo, mientras
muchos del bajo pueblo se reían de él.
No
se resignaría a dejarse vencer, entonces que vio que varios señalaban hacia
atrás, por donde él había venido. Altea subía a cubierta, sólo con el camisón
teñido en rojo, mientras el agua de la lluvia esparcía y limpiaba la sangre.
Ella le echó una mirada de dolor entre la lluvia, la misma que siguió viendo
siempre después cada vez que la miraba, hasta que cayó de rodillas sobre la
madera de la cubierta. Entre la sangre estaban, seguramente, los diminutos
fragmentos de su hijo, y el agua se lo llevaba hacia las canaletas del barco, y
las olas, golpeando el casco, parecían devolverlo o rechazarlo. Todos ellos
eran como títeres sin corazón, muñecos de trapo a expensas de la voluntad de
Dios.
Nunca se preguntó qué sintió además de dolor y
asombro. Odio, tal vez, ¿pero hacia quién? A Dios no se le puede odiar, pensaba
él, porque Dios es, por concepto, bondad. Pero él sentía eso, y entonces, si se
lo podía odiar, es porque no era Dios. ¿Por qué culparlo de los avatares del
mundo? Si ayer su hijo existía y hoy no, todo entonces era tan inútil como
gritar en el viento, para que nadie escuche. No le preguntó a Altea, varios
días después de la tormenta, qué sentía, sólo si se encontraba recuperada.
Habían muerto diez de los pasajeros. No entraba en esos números el niño muerto.
No era una persona, todavía, para algunos, pero Manuel sabía que Dios mismo se
había disuelto en sangre, y la sangre en agua de lluvia, y luego en agua
salada. Que Dios estaba hundiéndose en las profundidades del océano, como si lo
castigaran.
Durante el resto del viaje salió a cubierta en
las noches ya tranquilas, caminando entre los cuerpos dormidos de los
emigrantes pobres. Escuchó que algunos lo insultaban, y un par de veces
intentaron robarle. Pero él se quedaba parado a pesar de todo, contemplando la
luna sobre el océano, tan plena, tan hermosa, y sin embargo desgranándose, o
desangrándose, ya no distinguía la diferencia. Su hijo era polvo, como decían
las Escrituras, pero también era agua. La luna era polvo de roca que se
desmoronaba sobre el océano, y el último bastión de Dios, se venía abajo.
Pero la luna sobre el río Paraná era diferente. Los espectros habían
desaparecido, dejando rastros de huellas alares en el cielo de la noche, y la
luna era más grande de lo habitual, una especie de inmensa melaza pegada al
cielo, que bullía en su superficie cambiante, habitada por miles de pobladores
que a tan larga distancia parecían manchas que se desplazaban, cambiando los
tonos del amarillo al ocre. Si hasta podía escuchar el bullicio que hacían,
convirtiendo la noche en una atronadora fábrica cuyas maquinarias se detenían y
recomenzaban en diversos grupos a destiempo, como en una orquesta del caos. Y
él, Manuel, a la orilla del río, sobre el barro y solo, sintió que nadie lo
observaba, ya que todos seguían ocupados en sus propios trabajos. Las multitudes
eran los mejores sitios para el anonimato, así que sintió deseos de quitarse la
ropa y quedarse desnudo frente al río. Tal vez nadar de noche, iluminado por la
luna. Así lo hizo, entonces, zambulléndose en la corriente, dejándose llevar a
veces, y otras nadando, y el agua era tibia y dulce. No le molestaban los peces
que le rozaban las piernas, ni las ramas llevadas por el agua. Salió del río y
se sentó en la orilla, con las piernas dobladas y los brazos sobre las
rodillas. No tenía frío. Se dio cuenta de que estaba excitado, y comenzó a
frotarse el sexo, sin vergüenza esta vez, sin vigilar si alguien lo veía. En la
espesura no había nadie, y si lo había, qué importaba, si nunca iba a saberlo,
por más que se encontrase cara a cara con quien lo había observado. El problema
del hombre era el conocimiento.
Mirando la luna, terminó eyaculando un semen espeso cuyo olor no hizo
más que excitarlo más intensamente, y pensó en Altea, acostada sola o con el
capitán Mendoza, no importaba. Él se metería entre ellos y penetraría a Altea
frente a él, ese hombre que se creía tan seguro de sí mismo, como su hermano
José lo hacía. Se puso el pantalón y caminó rápido hacia la casilla. El
interior seguía iluminado, y estaba seguro de que alguien más estaba con ella,
porque poco antes habían hablado de la escasez de combustible para las
lámparas. La puerta estaba abierta y corrió la cortina que ocultaba la cama,
que él había puesto para defender su intimidad, esa ingenua intención de la que
ahora ella, la engañosa, la seductora, se burlaba.
Esperó verlos juntos, uno junto al otro,
desnudos, lamiéndose mutuamente, ensimismados en el placer de sus cuerpos empapados
en sudor, unidos por la piel y el deseo de los huesos.
Pero Altea estaba sola.
No dormía. Lo vio correr la cortina con
fuerza hasta hacerla caer al piso. Lo había escuchado venir por el camino, con
pasos fuertes y descalzos, incluso la respiración rápida, hasta las palabras
soeces que él venía pronunciando en voz alta. Lo vio frente a la cama rústica,
casi desnudo, todo mojado por el agua del río, el torso con restos de barro.
Abrió los labios para decir algo, pero se arrepintió. Algo le pasaba a Manuel, y
tuvo miedo de que lo que iba a pasar fuese irremediable, porque nunca había
visto tal mirada en los ojos de su esposo. Ya no estaba la excelsa beatitud de
la que parecía querer jactarse en todo momento, esa estúpida beatitud que la
había hecho llegar a aborrecer a lo largo de esos años, sino una especie de
furia engendrada con resentimiento.
Manuel se paró frente a la cama, agitado, y preguntando:
-Siempre me culpaste por la muerte del niño, ¿no es cierto? Nunca
quisiste volver a tener otro en todos estos años, conmigo por lo menos…
Altea ahora ya sabía a qué se debía toda esa ira, y le quedaban dos
caminos: no responder, como lo dictaba su orgullo, o continuar la discusión.
Esto último, tal vez, y sólo tal vez, pudiese hacer razonar a Manuel. Pero no
pudo dejar de ser directa y fría en su respuesta, porque estaba en su
temperamento.
- ¿Quién
nos hizo salir de Cádiz cuando yo estaba encinta, sólo para evitar las malas
lenguas? Yo no te lo pedí, fue tu decisión, que no tuve más remedio que seguir.
Manuel caminó hasta a la cama, y le dio un cachetazo. Ella escondió la
cara entre las manos, pero las separó enseguida.
-No vas
a verme llorar. Eres igual que tu hermano, pero él es menos hipócrita, no se
esconde detrás de una máscara de santo.
Entonces Manuel se subió a la cama y se acostó
sobre Altea. Se sacó los pantalones y hurgó entre la ropa de ella. Rompió la
tela y puso dos dedos en el sexo de Altea. Ella ahogó un grito, pero pronto su
cara se acomodó a una sensación que Manuel debió descifrar mientras frotaba el
interior con sus dedos, extasiado por primera vez de encontrar que el cuerpo de
esa mujer, en el que había entrado tantas veces, esta vez no lo rechazaba.
Ahora Altea tenía otro rostro, y Manuel pensaba, mientras se sacudía sobre ella
como un perro desesperado, que quizá lo que ella necesitaba era odio. Como si
su cuerpo fuese el canal necesario del desfogue, el instrumento para el cual
hubiese sido creado, esperando toda la vida los instrumentos requeridos. Hielo
y fuego, no hielo y cenizas. Porque cada vez que Manuel se le acercaba para
hacerle el amor, era ya cenizas que se estaban apagando. Muchas veces se
preguntó cómo y cuándo se había encendido ese fuego, y sólo lo supo el día que
José llegó en el barco por el río, al pueblo en el que ellos habían comenzado a
trabajar.
Estaba ella en la puerta de la choza que servía de escuela, rodeada de
niños desnudos que correteaban entusiasmados en cada oportunidad que llegaba un
barco, y Manuel estaba hablando con unos comerciantes que dejaban su mercadería
en el puerto. Lo vio levantar la mirada hacia el barco, donde en la proa estaba
José Menéndez Iribarne, agitando los brazos y gritando alegres obscenidades que
hacían reír a la tripulación y a quienes escuchaban desde la orilla. A Manuel
se le calló la pipa de la boca, y no se molestó en levantarla del barro.
Devolvió unos papeles al comerciante y ya no hizo caso a nada que no fuera a la
figura de su hermano en la proa, acercándose como un ídolo a través del río.
Entonces Altea supo realmente por qué motivo habían huido de España, de alguien
que Manuel no sabía controlar más que escapando. Y el objeto de la huida los
había seguido para acompañarlos. Eso fue lo que dijo José cuando bajó del barco
y ya estaba frente a ellos en la puerta de la choza. La familia debía estar
unida. Habló, además, de los consabidos negocios que lo llevaban a todas
partes, y por un tiempo podría utilizar el litoral como oficina central.
Esas fueron sus palabras, mientras abrazaba a
Manuel, y dándole un beso en la mejilla a su cuñada. Manuel no salía de su
asombro, pero no manifestó molestia ni alegría. Todos sabían de qué se trataba:
José necesitaba esconderse por un tiempo de las autoridades de España o de
cualquier otro país. En el litoral correntino, ¿quién lo iba a encontrar? ¿Pero
por eso, solamente, estaba en ese mismo lugar con ellos? Manuel, tal vez, no
quiso expresarlo en voz alta, porque su tono era de congoja. Altea lo notó, y
sintió vergüenza de su marido. José también lo vio, y en sus labios se formó
una sonrisa, y no contestó, y esa silenciosa y segura respuesta permaneció
latente en el aire durante aquellos años en que trabajaron juntos en el pueblo.
Hasta aquella noche de los ritos.
Altea sabía muy bien en quién pensaba Manuel
mientras le hacía el amor, porque él miraba hacia los costados de vez en
cuando, o hacia arriba, como si hubiese alguien por encima de la cabeza de
Altea, mirando. Era, tal vez, el crucifijo, hoy ausente, que toda familia
católica tenía siempre en la pared sobre la cama matrimonial, o era, quizá, la
aprobación de su hermano lo que estaba buscando. Ambas cosas, finalmente, eran
lo mismo. Y fue ella, esta vez, quien no sintió rencor, sino un extraño agradecimiento.
Había recuperado una sensación descubierta recién pocos meses antes. La noche
de los ritos, ella había recibido también una especie de exorcismo, aunque en
ese momento no lo supiera. José Menéndez Iribarne la había exiliado del dominio
del hielo, había roto en pedazos el cristal líquido en que estaba atrapada la
libertad de su cuerpo. Supo entonces que el cuerpo lo era todo, y allí estaban
los cristos, sobre la cama de cada familia católica, para recordar, para
regodearse en el dolor, para decir en todo momento de la vida que el dolor del
alma debe comenzar por el cuerpo, y no hay libertad antes que eso suceda. Por
eso el cuerpo recibía todo primero: la sensación, la duda, la inquina y el
dolor.
Y allí estaba sobre ella Manuel Menéndez
Iribarne, por fin él mismo, por fin pleno fuego, como un árbol en llamas que la
penetraba y la hacía arder. Cuando él se detuvo, ella esperó más, porque
comprendió que era sólo el comienzo. Manuel se quedó sobre ella, sin apartarse
ni un centímetro, consciente del peso sobre el cuerpo de su esposa, pero ella
le rozaba la espalda con las uñas, murmurando:
-Cuando tengamos un hijo nuestro, le pondremos
de nombre Jesús.
Él se levantó, de pronto otra vez furibundo.
Salió de la casilla, desnudo, y tropezó con el capitán, que estaba acostado en
un montón de paja junto a la pared, y el perro dormía a su lado. Tenía los ojos
abiertos, porque ya estaba amaneciendo. No le dijo nada, simplemente siguió
caminando hacia el río. Se zambulló como en la noche, pero no nadó, simplemente
se quedó quieto, haciendo pie, sin dejarse llevar por la corriente. El capitán
Mendoza apareció en el sendero, junto con el perro:
-Parece que se hicieron buenos amigos…-dijo Manuel.
-Después de la patada que usted le dio… pero los animales no guardan
rencor, un poco de resquemor por un tiempo, nada más.
El
capitán se quitó la ropa, dejó la casaca vieja con galones, las botas y el
pantalón apoyados en un tronco, y el sable y la vaina que se veía obligado a
llevar. Se tiró al río y nadó hasta donde estaba Manuel. El perro les ladraba
desde la orilla, y lo animaban para que se metiera al agua. Saltó y empezó a
jugar con ellos, lo levantaban y volvían a tirarlo, y el perro se hundía y
volvía a la superficie ladrando.
Cuando salieron del agua, se sentaron en la orilla, viendo cómo el sol
se asomaba como un chico tímido por encima de la foresta.
-No
hay nada mejor en todo el día que estos baños en el río, bien temprano-dijo Mendoza.
-En el barco no puedo hacerlo con mi hijo porque mi mujer nos mira mal.
-Capitán…-preguntó Manuel…- ¿Puede llevarnos con usted hacia el norte, o
adonde piense que mi mujer y yo podamos trabajar en algo acorde a nosotros?
Mendoza sonrió.
-Esperaba que tomara esa decisión, Iribarne. Puede mandar alguna carta a
su país con algún barco que nos crucemos.
-No
es necesario, nadie nos aguarda.
Era
verdad, o por lo menos eso esperaba. Si José pensaba ir tras ellos, como la
sombra, entonces iría hacia Buenos Aires y luego a Cádiz. Y sería la primera
vez que una sombra se separara del cuerpo al que pertenece.
Ilustración: Zack Zdrale
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