El idealismo el auge de las escuelas románticas. El modo de concebir lo bello literario es, pues, relativo y fluctuante."Les beautés litteraires — afirma Remy de Gourmont, — varient avec les royaumes ct avec les epoques". Esto no significa, empero, que no existan ciertas bases arquetípicas, que sirvan de fundamento a un criterio más o menos estable para juzgar las obras literarias ni que ellas puedan considerarse alternativamente buenas o malas según estén o no de acuerdo con la concepción del arte que prive en cada época. Pues si bien las formas literarias devienen constantemente, como teclas las cosas, ese devenir no altera ciertos valores básicos, merced a los cuales y a través de todas las transformaciones del gusto, las producciones que los atesoran perduran y conservan su significación íntima. Quiero decir con -esto que aun cuando el estilo de Avellaneda y su forma de cultivar el lenguaje pudiera no estar de acuerdo para algunos con el sentido actual de la prosa artística, sus escritos tienen, desde este punto de vista, el mérito que les confieren las calidades a que me he referido y que ulteriormente tendremos ocasión de analizar.
Desde su iniciación en la vida cívica ejercitó Avellaneda sus aptitudes de escritor, si bien entonces exclusivamente como arma combativa.
Unía a sus conocimientos jurídicos una regular cultura literaria y manejaba ya su instrumento con facilidad y con destreza. Sus seis años de universidad cordubense se habían dividido entre la filosofía y el derecho y tal vez su espíritu no hubiera florecido muy lozanamente entre los
silogismos latinos del Padre Altieri y otros textos aherrojantes, a no conciliar la adolescente frescura, merced a los poetas e historiadores que llenaban sus furtivas vigilias. De su familiaridad con ellos le vendría sin duda aquella afición a la elocuencia clásica y a los maestros antiguos, que gustaba evocar siempre en pertinentes latines.
Al llegar a Buenos Aires en 1857, había ya hecho sus primeras armas en su Tucumán nativa como colaborador de El Guardia Nacional y redactor de El Eco del Norte por él mismo fundado, y contaba apenas veintidós años cuando después de redactar durante algún tiempo con Cañé el viejo. El Comercio del Plata, heredó de Juan Carlos Gómez la alta cátedra de El Nacional, merced al prestigio ya consolidado de su ilustración y sn talento. Ofrecía entonces el diarismo militante el fragor de un rudo campo de pelea, en que al choque de las ideas brotaban chispas las recias plumas partidarias como otras tantas lanzas de combate.
Eran tiempos duros para Buenos Aires los que por entonces corrían, — dice un escritor refiriéndose a esta época. — El antiguo partido unitario temía la resurrección del viejo bando federal que había servido incondicionalmente a Rosas. El estadio de la prensa se presentaba erizado de dificultades, una u otra divisa contendían, llevaban encarnizadamente sus terribles ataques. Sarmiento, que polemizando en Chile con Bello, aun sobre cuestiones puramente literarias, tratábale según la frase de Lucio Vicente López "con modales de Atila", había trasladado a la prensa de Buenos Aires su rudo lenguaje sin eufemismos. La violencia agresiva de Nicolás Calvo, — uno de los más fieros antagonistas de Mitre, Sarmiento y Gómez, — mantenía latente el rencor entre aquellos furibundos, belígeros como Agamenón y como Ayax clamorosos. Avellaneda llegado a la arena poco después, no podría sustraerse al ambiente ardoroso de esos debates memorables. Sus artículos polémicos y partidistas son, como dice Garro, "de una combatividad apasionada y entusiasta". Alistábase entre los que procuraban la unidad del país, haciendo su profesión de fé en una Declaración inicial: "En el mes pasado me presentaba por primera vez en la prensa, ocupando un lugar en la redacción de El Comercio del Plata, y he escrito en ese diario sin hacer preceder declaración alguna sobre los principios políticos que iban a tener en mí un débil pero ardiente y convencido sostenedor. Lo reputaba inútil. Por mi sangro, por las tradiciones todas de mi familia, me encontraba ligado al gran partido que hace cuarenta años agota su vida y sus fuerzas por constituir uno, soberano e indivisible, al pueblo que el Sol de Mayo presentó libre al mundo ; y al aparecer en la prensa defendiendo sus nobles y santos principios, no me enrolaba cual un extraño en sus filas; ocupaba por derecho de nacimiento mi modesto puesto..." . Nieto de Nicolás Avellaneda y Tula, Gobernador de Catamarca y congresal del año 26, que fuera luego perseguido por la tiranía, hijo de aquel Marco de Avellaneda, cuya cabeza pensativa segaran los sectarios de Rosas, el escritor invocaba así su origen ilustre al tomar partido en las luchas ciudadanas para servir los mismos ideales que sus progenitores.
Avellaneda introdujo en la hoja periódica, el molde de una manera personal y vigorosa. Escribía en períodos más bien breves, sin llegar, mediante cláusulas incidentales o divergentes , al párrafo tenso y prolongado. Era su estilo numeroso, según la denominación de la vieja retórica, es decir, que tenía medida y cadencia, tan raras entre los publicistas de su tiempo. Sobrio, con una sobriedad que no sospechan quienes le reputan declamatorio y difuso, argumentaba con firmeza y enunciaba con claridad y sencillez, destacando aquí y allá en breves líneas, aquellos conceptos que se le antojaban con frecuencia, sustanciales. Esa forma sentenciosa, prestando gravedad y fuerza al discurso, volvía sus artículos de una eficacia pujante. Trataba las cuestiones con buen acopio de doctrina, introduciendo en sus escritos ideas generales e indicando a menudo, concretamente, temperamentos y soluciones viables y satisfactorias; que es decir cumpliendo con largueza la función decente de la prensa. El hombre de gobierno que se mostró más tarde en los parlamentos, en los ministerios y en la presidencia, despuntaba y; en aquella faena periodística, de virtual eficiencia dirigente. Recorriendo la colección de El Nacional de 1859 a 1861, años en que con ligeras interrupciones fuera este diario redactado por él, adviértese la importante labor del diarista hábil, informado y juicioso.
Cuando se exhuman las páginas amarillentas de esos viejos diarios en los que ha quedado así fijada la historia fragmentaria de épocas pretéritas, no vemos al pronto más que frases inanimadas y yertas que semejan carecer para nosotros de significado y de interés. Contemplémoslas, empero, con simpatía; tratemos de transportamos con la imaginación al tiempo en que ellas fueron escritas. Esas palabras parecen entonces animarse y vivir y recobran, por un instante, el vigor de la pasión y de la idea que las engendró. Reconstruímos, merced a su poder evocativo, el cuadro del momento lejano: la álgida contienda política, las tendencias encontradas, los diversos intereses en pugna. . . Y algo así como un sentimiento de veneración se infiltra entonces en nuestro espíritu. ¡ Es el pasado argentino ! La lucha obstinada y bravia de que ha surgido la nacionalidad ya tranquila y unida para siempre. Las viejas discordias se nos representan como prolegómenos indispensables de la armonía actual y sólo vemos en ellas tentativas previas con que los que nos precedieron, buscaban, por caminos diversos, la misma luz de la realidad presente. . .
Los editoriales o sueltos de Avellaneda sobre materia constitucional, comercio, finanzas, instrucción pública o sucesos políticos del momento, muestran, pues, una fuerte dialéctica al servicio de la amplia sindéresis con que encaraba los asuntos fundamentales de la república. En sus escritos de polémica, las citas de Armand Carrel, de Paul Louis Courier o de Girardin, denotan que tenía en cierto modo como modelos a los panfletistas franceses del Imperio y de la Restauración. No usa sin embargo frecuentemente de la ironía ni del sarcasmo. Su tono es más bien solemne y grave. Al atacar no ríe, apostrofa. No desdeña a veces lo pintoresco como en el artículo titulado Madame Lagrange y el estado de sitio. Por lo demás, guarda en todo momento su acompasado andar literario. "Nadie ha tenido en América, en más alto grado que Avellaneda, — dice con razón Carlos María Ramírez — ese mágico secreto de conciliar las bellezas del pensamiento y del estilo, con la meditación profunda y las duras exigencias de los temas áridos. Sus documentos oficiales, aun en los instantes de angustia y peligro, llevan el sello del estadista y el sello del literato, sin que el uno perjudique al otro, como el brillo retórico no quita fuerzas a las arengas de Cicerón y Demóstenes".
Lo que representaba la manera de Avellaneda de ese tiempo de escritores gerundianos y folicularios sin estilo, (si exceptuamos a Gómez y algún otro), puede aquilatarse bien en los dos artículos denominados No vacilamos que escribiera para destruir la sospecha de haber insinuado en su diario el asesinato político de Urquiza. El general Mitre, Gobernador entonces de Buenos Aires, creyó sorprender esa intención en un suelto de El Nacional, y retiró a este diario el subsidio que le acordaba determinando su desaparición, mientras en una carta afectuosa, paternal, explicaba a su redactor en jefe el móvil de aquella violenta medida: "Mi querido Avellaneda: Me ha sucedido con Vd. lo que con mi hijo querido, a quien viendo un arma peligrosa en las manos se la he arrebatado de ellas, aun a riesgo de herirme. No me guarde rencor. . . ".
Avellaneda respondió primero en una carta particular; luego se sinceró ante el público, en los dos artículos mencionados. Defiéndese en ellos serenamente, elocuentemente, de aquella imputación agraviosa. Su acento es de una flagrante sinceridad. Condena el asesinato político, horro- rizándose de que se le suponga su instigador. La pluma nerviosa bajo la impresión del momento, no pierde por ello aquella firme templanza que es la qualité maítresse de su ánimo. Hay una emoción contenida, mezcla de sorpresa, de indignación, de noble altivez, que pasa por sus frases henchiéndolas de belleza moral y de energía. Acierta de tanto en tanto con la frase lapidaria acuñada como pieza de oro, que cae sobre la tabla del debate, pregonando con su claro timbre la "lealtad nativa" del metal: "Al ver tanto peligro como amenaza la suerte de nuestra causa y la libertad de la república, en medio de estos siniestros presagios, que cruzan por el aire, anunciando tal vez la borrasca, queremos contestar las incertidumbres que se apoderan de tantos espíritus con la palabra más viva, más encendida de nuestra fe, y damos testimonio público de ella en un artículo de diario, mostrando como vemos nosotros al través de las nubes del presente, el triunfo definitivo que siempre espera a los que combaten por la justicia que es inmortal y por el derecho que es invencible". Y más adelante: "Eramos niños e inclinándonos sobre un libro que contaba los dramas sangrientos de la más grande de las convulsiones sociales que han conmovido la Europa, veíamos deslizarse con los ojos preñados de lágrimas esa figura conmovedora de Carlota Corday, armada por el fanatismo de un puñal, ella tan inocente y pura como era, para ir a morir sonriendo, con muerte estéril y su patria siempre esclava. Nuestras impresiones de niño, heridas por la imagen melancólica de Carlota Corday, ya nos dijeron: el tiranicidio, que es bárbaro, es también inútil. . . Más tarde fuimos jóvenes, y meditábamos en la ley de la historia, con Vico, con Michelet, con todos los grandes hombres que tienen atento el siglo escuchándolos; y entonces, razonando nuestras impresiones de niño, nos dijimos: El puñal es impotente para obrar una transformación social; allí donde había herido una víctima, sólo ha consentido cambiar un cuadro histórico por otro siempre dejando el mal en el fondo. César muerto, renació más terrible en Octavio".
Se nota cierto movimiento oratorio en estos párrafos vibrantes, pero su belleza es innegable, ellos constituyen al propio tiempo un alegato definitivo. Muestran, por lo demás, la altura moral que caracterizaba a quien creyó siempre en la virtud, en el bien, en la justicia, y cuya elocuencia fincaba por mucho en un fondo de sinceridad austera y de entusiasmo romántico por los más nobles ideales. Pectus est quod disertiim facit¡ dice Quintiliano. Es el corazón lo que engendra la verdadera elocuencia. . .
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