Su nombre era Raat, sin embargo para todo el Instituto era «Basura». Un juego
fácil de palabras. Otros maestros a veces cambiaban de apodo. Las nuevas
promociones escolares encontraban en ellos algún aspecto cómico
inadvertido por las anteriores, y les aplicaban sin consideración alguna el mote
respectivo. Pero Basura conservaba el suyo a través de muchas generaciones de
estudiantes. Toda la ciudad lo conocía, y sus mismos colegas se lo aplicaban fuera del
Instituto, e incluso dentro en cuanto volvía las espaldas. Quienes hospedaban en sus
casas a alumnos del Instituto y se cuidaban de que dedicasen al estudio las horas
oficialmente marcadas, hablaban sin disimular ante ellos del profesor Basura. Un
nuevo sobrenombre que quiso aplicarle el profesor encargado de la clase segunda, no
alcanzó la menor fortuna, entre otras cosas, porque el habitual y consagrado
continuaba despertando en el viejo catedrático el mismo efecto que veintiséis años
atrás. Así, bastaba decir en voz alta a su paso por el patio del Instituto:
—¿No encuentras que huele a basura?
—¡Puah! Ya empieza a venir la hediondez a basura, como todos los días.
Y en el acto, el viejo profesor levantaba bruscamente un hombro, siempre el
derecho, más alto que el otro, y lanzaba oblicuamente por detrás de los cristales de
sus anteojos una mirada verdosa, que los alumnos encontraban falsa y que, en
realidad, era recelosa y vengativa: la mirada de un tirano con remordimientos de
conciencia, que intenta descubrir el puñal oculto entre los pliegues de la ropa. Su
barbilla de madera, ornada por una barba poco poblada, amarillenta y canosa,
temblaba convulsa. No podía castigar a los alumnos que habían pronunciado aquellas
frases, porque no podía probar su intención vejatoria, y tenía que seguir su camino
deslizándose sobre sus piernas flacas y bajo su mugriento sombrero flexible, negro,
de alas anchas.
El año anterior, al celebrar sus bodas de plata con la enseñanza, el Instituto había
preparado en su honor una serenata. Raat había pronunciado un discurso desde su
balcón. Y de pronto, cuando todas las cabezas, echadas hacia atrás, le contemplaban,
una desagradable voz de falsete había exclamado:
—¡Fíjense! Hay basura en el aire.
Otros repitieron:
—¡Hay basura en el aire! ¡Hay basura en el aire!
Raat había previsto la posibilidad de un tal incidente. Sin embargo, empezó a
tartamudear arriba, en su balcón, hundiendo la mirada en las bocas abiertas de los que
gritaban. Sus colegas, los demás profesores del Instituto, presenciaban impasibles la
escena. Raat sentía que tampoco en aquella oportunidad podría alegar prueba alguna
contra los alborotadores, pero conservó cuidadosamente sus nombres. Ya, al día
siguiente, la ignorancia demostrada por el de la voz de falsete al no saber responder
dónde había nacido la Doncella de Orleáns, dio pie al profesor para asegurarle que
aún habría de perjudicarle muchas veces en el curso de su vida. Y, en efecto,
Kieselack, el alumno de la voz atiplada, perdió aquel curso, como lo perdieron, con
él, casi todos aquellos condiscípulos suyos que habían alborotado la noche de la
serenata, entre ellos Von Ertzum. Lohmann, que no había gritado, lo perdió también,
pues favoreció con su flojera las intenciones de Basura, tanto como el primero, con su
falta de capacidad.
A fines del otoño siguiente, una mañana, hacia las once, durante el recreo que iba
a preceder al ejercicio de composición alemana sobre un tema extraído de La
Doncella de Orleáns sucedió que Von Ertzum, a quien su escasa preparación hacía
temer una catástrofe, abrió la ventana, en un ataque de melancólica desesperación, y
gritó al azar, en medio de la niebla, con voz tenebrosa:
—¡Basura!
No sabía si el profesor andaba o no por allí cerca. Y además le tenía sin cuidado.
El pobre muchacho, hijo de nobles terratenientes provincianos, había seguido tan sólo
un impulso irresistible de dar aún, por un instante, libre curso a sus energías, antes de
inmovilizarse dos horas eternas ante una hoja de papel, blanca y vacía, que había de
llenar con palabras sacadas de su cabeza, vacía también. Pero precisamente en aquel
momento cruzaba el profesor el patio. Al herirle el exabrupto lanzado desde la
ventana, dio un salto de costado. Arriba, entre la niebla, distinguió la silueta maciza
de Von Ertzum. Ni en el patio ni en las ventanas había otro alumno a quien Von
Ertzum hubiera podido dirigir su ofensa. «Esta vez —pensó Basura, jubiloso— no
cabe duda de que ha sido a mí. Esta vez puedo, por fin, probárselo.»
Subió la escalera en cinco saltos; abrió con violencia la puerta de la clase; avanzó
por entre los bancos y trepó a la cátedra, contrayendo los dedos en los bordes del
pupitre. Una vez allí, tuvo que tomar aliento, y permaneció de pie, en silencio, todo
estremecido. Los alumnos se habían levantado al verle, y a su tumultuoso alborotar
había sucedido un silencio francamente ensordecedor. Miraban a su profesor como a
un animal dañino al que, desgraciadamente, no se podía matar, y que, por el
momento, había adquirido una lamentable ventaja sobre ellos. Basura respiraba
agitado. Por fin, dijo con voz sepulcral:
—Se me ha lanzado de nuevo una palabra, un calificativo, un nombre, en fin, que
no estoy dispuesto a dejarme aplicar. No he de tolerar (ténganlo bien en cuenta) que
individuos como ustedes, cuya despreciable contextura moral he tenido,
lamentablemente, la ocasión de comprobar, me hagan objeto de su escarnio, y lo
sancionaré siempre que pueda. Su perversidad, Von Ertzum, a más de inspirarme
horror, se quebrará como un cristal frágil ante la firmeza de una resolución que voy a
anunciarle ahora mismo. Antes de finalizar el día daré cuenta de su hazaña al señor
director, para que nuestro Instituto se vea libre, por lo menos, de las más negras heces
de la sociedad humana.
Dicho esto, se quitó el abrigo y ordenó:
—Siéntense.
La clase volvió a sentarse. Sólo Von Ertzum siguió en pie. Su rostro, sembrado de
pecas, aparecía tan rojo como el pelo cerdoso que cubría su cabezota. Quiso decir
algo, y titubeó, abriendo y cerrando la boca varias veces. Por fin, se lanzó:
—No fui yo, señor profesor.
Varias voces confirmaron, solidarias:
—No ha sido él.
Basura se levantó, golpeando con el pie la tarima.
—¡Silencio!… Y usted, Von Ertzum, no olvide que no es el primero de su nombre
para quien yo he constituido un obstáculo en su carrera, y que, de aquí en adelante, he
de hacerle muy difícil, si no imposible, todo avance, como tiempo atrás a su tío.
Usted quiere ser militar, ¿no es verdad? También su tío lo quería. Pero como no pudo
aprobar el curso ni obtener la calificación necesaria para hacer en el Ejército el
servicio de un año, no hubiera ingresado jamás a la carrera de oficial si no hubiese
conseguido una dispensa especial de su soberano. Por cierto que no tardó en verse
obligado a pedir su separación del Ejército, ignoro por qué causa. Ahora bien: el triste
destino de su tío puede ser también el suyo, Von Ertzum. No lo olvide. Usted se lo
tendrá bien merecido. Por mi parte, Von Ertzum, hace mucho tiempo que tengo
formada una opinión sobre su familia; hace más de quince años… Y ahora —la voz
de Basura tronó aquí, subterránea—, como usted no es digno de llegar con su pluma
sin talento a la gloriosa figura de la Doncella, salga de inmediato de la clase, y vaya a
recluirse en el calabozo.
Von Ertzum, de comprensión lenta, permaneció quieto tendiendo el oído.
Embargado por el esfuerzo de atención, imitó inconscientemente con las mandíbulas
los movimientos que el profesor hacía con las suyas. El mentón de Basura, en cuyo
límite superior crecían unos cuantos cañones amarillos, rodaba como sobre carriles,
mientras hablaba, entre las dos arrugas ahondadas a ambos lados de la boca, lanzando
panículas de saliva hasta los primeros bancos. Basura gritó:
—¡Todavía se atreve usted, insensato!… Al calabozo he dicho.
Von Ertzum, asustado, abandonó su banco. Kieselack le murmuró:
—¡Defiéndete, idiota!
Lohmann, detrás, prometió en voz baja:
—¡Déjalo! Ya nos las pagará.
El sentenciado pasó por delante de la cátedra y penetró en el recinto al que Basura
denominaba pomposamente el calabozo: un cuarto obscuro que servía de guardarropa
a la clase. Basura suspiró aliviado cuando el robusto muchacho cerró tras de sí la
puerta del calabozo.
—Bueno. Vamos a recuperar ahora el tiempo que nos ha hecho perder ese
individuo. Angst, aquí tiene usted el tema. Cópielo en la pizarra.
El primero de la clase acercó la hoja a sus ojos miopes y comenzó a copiar con
lentitud. Antes de que las sílabas que iba trazando llegasen a tomar sentido, todos los
alumnos, movidos por una superstición escolar tradicional, dijeron para sí: «¡Dios
mío! ¡Seguro que me suspenden!».
Por fin, se leyó en la pizarra:
JUANA: TRES PETICIONES DIRIGISTE AL CIELO.
Dime, Delfín, si acaso fueron éstas.
(La Doncella de Orleáns, acto I, escena décima.)
Tema: «La tercera petición del Delfín».
Se miraron, confundidos. Basura les había puesto una tarea dificilísima. Satisfecho,
se reclinó en su sillón, sonriendo de través, y se puso a hojear su cuaderno de notas.
—Qué; ¿necesitan ustedes saber algo más? —preguntó como si todo estuviese ya
perfectamente claro—. ¡Vamos! ¡Empiecen!
La mayoría de los alumnos inclinaron el busto sobre sus cuadernos e hicieron
como que escribían. Otros permanecieron inmóviles, la vista perdida en el aire,
anonadados.
—Tienen ustedes aún una hora y cuarto —observó Basura con voz indiferente,
mientras ardía de felicidad por dentro. Ninguno de los pedagogos sin conciencia que
con el apoyo de manuales y frases hechas facilitaban a la banda escolar el análisis de
cualquier escena dramática, había hallado todavía aquel tema.
Algunos estudiantes recordaban la escena décima del primer acto y conocían las
dos primeras plegarias del Delfín Carlos. Pero de la tercera no sabían nada ni tenían
la menor idea de haberla leído. El mejor de la clase y otros dos o tres, Lohmann entre
ellos, estaban incluso seguros de no haberla leído. El Delfín sólo se hacía repetir por
la profetisa dos de sus plegarias nocturnas. Ello le bastaba para ver en Juana una
enviada de Dios. De la tercera no se decía nada en aquella escena. Luego, constaba,
sin duda, en algún otro lugar de la obra, se infería indirectamente del contexto o se
cumplía en alguna forma, sin que a punto fijo se supiera cómo ni dónde. El mismo
número uno se confesaba que podía haber algún detalle que le hubiese pasado
inadvertido. De todos modos, había que decir algo sobre aquella tercera plegaria y
hasta sobre una cuarta o una quinta, si Basura lo hubiera exigido. Una larga práctica
de los ejercicios de composición les había enseñado ya a llenar un cierto número de
páginas con frases más o menos vacías sobre cosas de cuya existencia real no estaban
nada convencidos, tales como el deber, los beneficios de la enseñanza o el honor de
servir con las armas a la patria. El asunto les tenía perfectamente sin cuidado, pero
escribían sobre él. La obra de que procedía les era ya odiosa a fuerza de haber servido
de base meses y más meses para que el profesor les pusiese «pegas», pero escribían
con empeño.
La Doncella de Orleáns venía siendo estudiada por la clase desde nueve meses
atrás. Los que habían perdido el curso la conocían ya del anterior. La habían leído del
principio al fin y del fin al principio; se habían aprendido de memoria escenas
enteras; la habían analizado desde el punto de vista histórico, el poético y el
gramatical; habían puesto en prosa sus versos y transformado de nuevo en verso esta
prosa. Para todos aquellos que al principio habían sentido la dulzura y el esplendor de
la creación poética, ésta había perdido ya todo interés. En el sonsonete, diariamente
repetido, no se percibía ya melodía alguna. Nadie oía ya la pura voz adolescente en la
que se levantan severas y espectrales las espadas, ninguna coraza cubre ya el corazón,
y se extienden ampliamente desplegadas alas de ángel, luminosas y crueles. Aquéllos
que más tarde hubiesen vibrado ante la inocencia inefable de la virgen guerrera,
hubiesen amado en ella el triunfo de la debilidad y hubiesen llorado al ver convertirse
a la invencible amazona, abandonada por el cielo, en una inerme muchachita
enamorada, habrán de tardar ya mucho tiempo en poder experimentar tales
sensaciones. Acaso necesitarían veinte años para que Juana pudiese volver a ser para
ellos algo más que una pedante acartonada y polvorienta.
Las plumas corrían sobre el papel. El profesor Basura se solazaba mirando por
encima del hombro de sus alumnos lo que éstos iban escribiendo. Para él era un buen
día aquel en que lograba atrapar a alguno, sobre todo si se trataba de alguno que le
había gritado su apodo. Aquel día hacía bueno todo un año. Desgraciadamente,
llevaba ya dos cursos en los que no le había sido posible pescar a ninguno de sus
astutos ofensores. Habían sido dos años malos. Un año era bueno o malo, según que
durante él hubiera atrapado a alguno o no le hubiese sido posible probar su delito.
Basura, que se sabía odiado y burlado por los alumnos, los consideraba, a su vez,
como enemigos hereditarios, a los que había que tratar de hacer reprobar el curso.
Habiendo pasado toda su vida en colegios e institutos, le era imposible considerar a
los muchachos y juzgar sus actos desde el punto de vista, más alejado, del hombre
objetivo y experimentado. Los veía tan de cerca como si fuera uno de ellos,
inesperadamente investido de poder sobre los demás y elevado a una cátedra.
Hablaba y pensaba en su idioma y empleaba su argot. Lanzaba sus discursos en el
mismo estilo que ellos hubieran empleado en igual caso; esto es, en períodos
latinizantes sembrados de «así pues», «en realidad de verdad» y otras muletillas
inútiles, restos de su clase de lectura y traducción de Homero en los cursos
superiores; pues, naturalmente, lo que importaba en tales clases era traducir el estilo
exacto y minucioso de los griegos en la forma más torpe y pesada posible. Como sus
miembros habían perdido ya toda flexibilidad, exigía que los alumnos se moviesen
también con lentitud. No comprendía la necesidad juvenil de agitarse continuamente,
hacer ruido, repartir codazos y empujones, atormentar, imaginar travesuras tontas y
desahogar en actos gratuitos el valor superfluo y la energía sin empleo. Cuando
castigaba, no lo hacía con la serena superioridad del que piensa: «Son ustedes unos
majaderos, como corresponde a vuestra edad, y es necesario imponerles un poco de
disciplina», sino que castigaba de verdad, apretando los dientes. Todo lo que sucedía
en el Instituto tenía para Basura la gravedad y la realidad de la vida. La flojera
equivalía a la relajación del ciudadano inútil; la falta de atención y la risa constituían
una resistencia contra el poder del Estado; un garbanzo de pega era el cañonazo
inicial de una revolución; una tentativa de engaño deshonraba para toda la vida.
Basura palidecía en tales ocasiones. Cuando enviaba a alguien al calabozo, se sentía
como un dictador que hubiese deportado nuevamente a un grupo de revolucionarios a
las colonias penitenciarias, y se diese cuenta, al mismo tiempo con orgullo y miedo,
de su poder y de la oculta labor que iba socavándolo. Jamás olvidaba a quienes había
debido encerrar en el calabozo alguna vez, o que habían incurrido de algún modo en
falta contra él. Como llevaba veinticinco años profesando en aquel mismo Instituto,
la ciudad y sus contornos estaban llenos de antiguos alumnos suyos. De aquellos a
quienes había atrapado in fraganti y de aquellos a los que no había podido probar
nada. Y todos ellos seguían llamándole aún por el sobrenombre. El Instituto no
terminaba para él de puertas afuera; se prolongaba a la ciudad entera y a
innumerables habitantes de todas las edades. Por todas panes surgían a su paso
alumnos disipados y perversos que no se habían sabido la lección y le habían
hostilizado. No era nada raro que un alumno nuevo, que había oído hablar de Basura
a alguno de sus familiares, como de un divertido recuerdo juvenil, se viese
sorprendido, a la primera respuesta equivocada, con la siguiente rociada:
—Usted es ya el cuarto de su apellido que pasa por mi clase. Odio a toda su
familia.
Dominando desde la cátedra las cabezas inclinadas de los estudiantes, Basura
experimentaba un sentimiento de segura victoria. Pero mientras tanto, una nueva
amenaza se cernía sobre él. Venía de Lohmann.
Lohmann había despachado rápidamente su composición y se había dedicado
luego a una labor literaria particular. Pero, preocupado por el caso de su amigo Von
Ertzum, no lograba llevarla adelante. Se había constituido, en cierto modo, en
protector moral del robusto joven aristócrata y consideraba como un mandamiento de
su propio honor disimular con su extraordinario talento la debilidad intelectual de su
amigo. En el momento en que Von Ertzum se disponía a contestar alguna inaudita
tontería, Lohmann tosía con estrépito y le apuntaba la respuesta correcta. Cuando no
lograba detener así las simplezas de su camarada, las transformaba en motivos de
admiración al mismo afirmando a los demás que Von Ertzum había contestado a
propósito en tal forma para sacar de sus casillas al profesor.
Lohmann era un muchacho de cabellos negros que se levantaban ondulados sobre
su frente y caían luego a un lado en un desmayado mechón melancólico. Pálido como
el mismo Lucifer, poseía una expresiva mímica. Hacía versos a la manera de Heine y
amaba a una señora de treinta años. Absorbido por la tarea de formarse una amplia
cultura literaria, dedicaba poca atención a los estudios oficiales. El claustro de
profesores acabó por darse cuenta de que Lohmann no empezaba nunca a estudiar
hasta el último trimestre del curso, y, aunque en las pruebas finales daba, a pesar de
todo, un rendimiento satisfactorio, le había hecho repetir dos cursos. De este modo,
teniendo ya diecisiete años, estaba, como su amigo, entre muchachos de catorce y
quince. Y si Von Ertzum parecía tener veinte por su notable desarrollo físico,
Lohmann aparentaba también más edad por la jugosa madurez de su inteligencia.
¿Qué impresión había, pues, de hacer a un Lohmann aquel polichinela
encaramado en la cátedra, aquel infeliz atormentado por una idea fija? Cuando
Basura le preguntaba, abandonaba sin prisa la lectura que le absorbía, totalmente
ajena a la clase; arrugaba el entrecejo con expresión de malestar y consideraba con
los ojos despreciativamente entornadas la desdichada figura del profesor, su tez
polvorienta y la caspa que salpicaba el cuello de su chaqueta. Luego se miraba las
uñas, finas y bien cuidadas. Basura odiaba a Lohmann más que a todos los otros, a
causa de su inaccesible lejanía y casi también porque jamás le había aplicado su
sobrenombre. Sentía obscuramente que aquella abstención significaba un desprecio
todavía mayor. Lohmann no lograba corresponder al odio del viejo profesor más que
con un sordo desprecio, al que se mezclaba algo de compasión salpicada de asco.
Pero la escena anterior con Von Ertzum le había herido como una provocación
personal. De los treinta estudiantes de la clase, era el único que había sentido cuánta
bajeza había en la pública descripción de los reveses del tío de su camarada. Tanto no
podía ya tolerarse a aquel bicho venenoso. Se decidió, pues. Se levantó; apoyó las
manos en el borde de la mesa; fijó sus ojos en los del profesor, con mirada curiosa,
como si fuese a llevar a cabo un experimento singular, y declaró serenamente:
—No me es posible seguir trabajando aquí, señor profesor. Huele a basura.
Basura saltó en su sillón; extendió un brazo en el aire y movió convulsivamente
las mandíbulas sin emitir sonido alguno. No esperaba semejante ataque, sobre todo
instantes después de haber amenazado a otro alumno con la pérdida del curso.
¿Debería atrapar también a aquel Lohmann? Nada le hubiera satisfecho más. Pero
¿podía acaso probarle su delito?… En este momento de perplejidad, el pequeño
Kieselack alzó la mano, castañeteó sus dedos azules, terminados en uñas mordidas, y
chilló con su voz atiplada:
—Lohmann no le deja a uno trabajar en paz. Dice que la clase apesta a basura.
Se escucharon risas contenidas. Algunos patearon. Basura sintió alzarse contra él
un huracán de rebeldía. Presa de terror, saltó de la silla; lanzó los brazos a uno y otro
lado, como repeliendo el ataque de numerosos asaltantes, y exclamó:
—¡Al calabozo! ¡Todos al calabozo!
Desconcertado, creyó que sólo un acto de violencia podía salvarle. Se precipitó
sobre Lohmann; le atenazó por un brazo y tiró de él, gritando:
—¡Fuera! No es usted digno de permanecer un instante más entre nosotros.
Lohmann, se dejó llevar, aburrido y disgustado. Para final, Basura quiso lanzarle
de un empujón contra la puerta del guardarropa, pero fracasó en su intento. Lohmann
se sacudió el traje en el sitio por donde Basura le había agarrado, y penetró con paso
mesurado en el guardarropa. El profesor se volvió entonces en busca de Kieselack.
Pero éste se había deslizado a sus espaldas, y se colaba en aquel mismo instante en el
calabozo, haciéndole una mueca. El número uno de la clase tuvo que explicar al
profesor dónde estaba Kieselack. Basura exigió en el acto que la clase siguiera
ocupándose de su composición sobre Juana de Arco, sin dejarse perturbar por el
incidente:
—¿Por qué no escriben ustedes? Quedan todavía veinte minutos. Les advierto que
no pienso calificar los trabajos inconclusos. Ténganlo así en cuenta.
Esta amenaza tuvo por consecuencia que a nadie se le ocurriera ya una sola idea.
Las caras se alzaron, asustadas. Basura estaba demasiado alterado para complacerse
en ellas. Sentía la necesidad de romper toda posible resistencia, hacer fracasar todos
los atentados futuros e imponer en torno suyo un silencio de cementerio. Los tres
rebeldes habían sido encerrados; pero de sus cuadernos, abiertos aun encima de los
pupitres, le parecía ver emanar todavía el espíritu de la rebelión. Los cogió y se los
llevó al pupitre.
Los escritos de Von Ertzum y Kieselack eran series de frases trabajosas y torpes,
en las que sólo se veía el esfuerzo. Lohmann ni siquiera había articulado su
composición, dividiéndola en A, B, C; a, b, c y 1, 2, 3. Tampoco había escrito más
que una hoja, que Basura leyó con indignación creciente. Decía:
«La tercera plegaria del Delfín. (La Doncella de Orleáns, 1, X).»
«La joven Juana sabe introducirse en la corte, más hábilmente de lo que sus años
y su pasado campesino harían suponer, por medio de un ingenioso truco. Da al Delfín
un extracto de las tres plegarias que él mismo ha dirigido al cielo la noche anterior, y
esta facilidad suya para adivinar el pensamiento impresiona enormemente a los
señores de la corte. Hemos dicho: de las tres plegarias, pero en realidad sólo repite
dos, pues el Delfín, convencido ya, la dispensa de la tercera. Para fortuna suya, pues
era muy difícil que la supiera. En las dos primeras le ha dicho ya todo lo que él puede
haber pedido a Dios; esto es: que si su padre había cometido alguna culpa irredimida
aún, le aceptase Dios a él y no a su pueblo como víctima propiciatoria. Y que si había
de perder su corona y su reino, le diera Dios resignación y le conservara a su mejor
amigo y a su amada. Con esto ha renunciado ya a lo esencial: al Poder. ¿Qué más
habría podido pedir? No busquemos más. El mismo Delfín no lo sabe. Ni Juana. Ni
tampoco Schiller. El poeta no ha ocultado nada de lo que sabía, y, sin embargo, ha
dejado abierta una continuación. Éste es todo el misterio. Y para el que se halle algo
familiarizado con la naturaleza poco reflexiva del poeta, no puede haber en ello
motivo alguno de extrañeza».
Punto final. Esto era todo. Y Basura, escalofriado, sintió que la separación de
aquel alumno, la protección de toda la sociedad humana contra aquel foco de
infección urgía mucho más que la expulsión de Von Ertzum, simplote inofensivo. Al
mismo tiempo, echó una mirada a la página siguiente, medio arrancada del cuaderno,
y en la que aparecían garrapateadas unas cuantas líneas. En el momento en que
descifró su contenido, algo como una nube rosada cubrió sus mejillas angulosas.
Cerró el cuaderno con rápido disimulo, como si no quisiera haber visto nada; lo abrió
de nuevo, y volvió a arrojarlo en seguida entre los demás, en agitada lucha jadeante.
Sentía que había llegado el momento de atrapar a aquel individuo. Un hombre que se
permitía cantar en verso a una artista. A aquella Rosa… Rosa… Cogió por tercera vez
el cuaderno de Lohmann. En esto se escuchó la campana anunciando el término de la
clase.
—Entreguen los trabajos —exclamó Basura en el acto, con la preocupación de
que algún alumno tuviese todavía una ocurrencia salvadora en el último momento.
El primero de la clase recogió los cuadernos. Un grupo de alumnos fue a situarse
a la puerta del guardarropa.
—¡Fuera de ahí! Esperen ustedes —gruñó Basura, nuevamente asustado. Hubiera
querido conservar bajo llave a los tres muchachos hasta haber conseguido su
perdición. Pero las cosas no podían ir tan de prisa. Había que obrar con mesura. En el
caso de Lohmann le cegaba por su exceso de perversión.
Varios alumnos se plantaron ante la cátedra reclamando:
—Queremos nuestros abrigos, señor profesor.
Basura tuvo que franquear el guardarropa. Los tres confinados fueron saliendo
sucesivamente entre los grupos, ya con los abrigos puestos. Lohmann se percató en
seguido que su cuaderno había caído en manos de Basura, y lamentó, aburrido, el
celo del viejo espantajo. Ahora tendría que contarle lo sucedido a su padre para que
hablase al director del Instituto.
Von Ertzum arqueó las cejas rojizas, dando a su rostro la expresión que le haba
valido, por parte de Lohmann, el sobrenombre de «luna borracha». Kieselack había
elaborado durante su encierro todo un sistema de defensa.
—Señor profesor: yo no dije que olía a basura. Dije que Lohmann no paraba de
decir…
—Cállese —tronó Basura, tembloroso. Movió la cabeza de un lado a otro; logró
serenarse, y continuó, con voz ahogada—: El destino se cierne sobre ustedes rozando
sus cabezas. Pueden retirarse.
Los tres se fueron a almorzar; cada uno con su destino cerniéndose sobre su
cabeza.
Ilustración: Francis Bacon
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