domingo, 27 de abril de 2025

Frankenstein (Mary Shelley)

 





¡Maldito, maldito creador! ¿Por qué tuve que vivir? ¿Por qué no apagué en

ese instante la llama de vida que tú tan inconscientemente habías encendido?

No lo sé; aún no se había apoderado de mí la desesperación; experimentaba

sólo sentimientos de ira y venganza. Con gusto hubiera destruido la casa y sus

habitantes, y sus alaridos y su desgracia me hubieran saciado.

Cuando cayó la noche, salí de mi refugio y vagué por el bosque; y ahora,

que ya no me frenaba el miedo a que me descubrieran, di rienda suelta a mi

dolor, prorrumpiendo en espantosos aullidos. Era como un animal salvaje que

hubiera roto sus ataduras; destrozaba lo que se cruzaba en mi camino,

adentrándome en el bosque con la ligereza de un ciervo. ¡Qué noche más

espantosa pasé! Las frías estrellas parecían brillar burlonamente, y los árboles

desnudos agitaban sus ramas; de cuando en cuando el dulce trino de algún

pájaro rompía la total quietud. Todo, menos yo, descansaba o gozaba. Yo,

como el archidemonio, llevaba un infierno en mis entrañas; y, no encontrando

a nadie que me comprendiera, quería arrancar los árboles, sembrar el caos y la

destrucción a mi alrededor, y sentarme después a disfrutar de los destrozos.

Pero era una sensación que no podía durar; pronto el exceso de este

esfuerzo corporal me fatigó, y me senté en la hierba húmeda, sumido en la

impotencia de la desesperación. No había uno de entre los millones de

hombres en la Tierra que se compadeciera de mí y me auxiliara. ¿Debía yo

entonces sentir bondad hacia mis enemigos? ¡No! Desde aquel momento

declararía una guerra sin fin contra la especie, y en particular contra aquel que

me había creado y obligado a sufrir esta insoportable desdicha.

Salió el sol. Al oír voces, supe que me sería imposible volver a mi refugio

durante el día. De modo que me escondí entre la maleza, con la intención de

dedicar las próximas horas a reflexionar sobre mi situación.

El cálido sol y el aire puro me devolvieron en parte la tranquilidad; y

cuando repasé lo sucedido en la casa, no pude por menos que llegar a la

conclusión de que me había precipitado. Obviamente había actuado con

imprudencia. Estaba claro que mi conversación había despertado en el padre

un interés por mí, y yo era un necio por haberme expuesto al horror que

produciría en sus hijos.

Debí haber esperado hasta que el anciano De Lacey estuviera

familiarizado conmigo, y haberme presentado a su familia poco a poco,

cuando estuvieran preparados para mi presencia. Pero creí que mi error no era

irreparable y, tras mucho meditar, decidí volver a la casa, buscar al anciano y

ganarme su apoyo exponiéndole sinceramente mi situación.

Estos pensamientos me calmaron, y por la tarde caí en un profundo sueño;

pero la fiebre que me recorría la sangre me impidió dormir tranquilo.

Constantemente me venía a los ojos la escena del día anterior; en mis sueños

veía cómo las mujeres huían enloquecidas, y Félix, ciego de ira, me arrancaba

del lado de su padre. Desperté exhausto; y, al ver que ya era de noche, salí de

mi escondite en busca de algo que comer.

Cuando hube satisfecho mi hambre, me encaminé hacia el sendero que tan

bien conocía y que llevaba hasta la casa. Allí reinaba la paz. Penetré con

sigilo en el cobertizo, y aguardé en silenciosa expectación la hora en que la

familia solía levantarse. Pero pasó esa hora; el sol estaba ya alto en el cielo, y

mis vecinos no se dejaban ver. Me puse a temblar con violencia, temiéndome

alguna desgracia. El interior de la vivienda estaba oscuro y no se oía ningún

ruido. No puedo describir la agonía de esta espera.

De pronto se acercaron dos campesinos que, deteniéndose cerca de la

casa, comenzaron a discutir, gesticulando violentamente. No entendía lo que

decían, pues hablaban el idioma del país, que era distinto del de mis

protectores. Poco después llegó Félix con otro hombre, lo cual me sorprendió,

pues sabía que no había salido de la casa aquella mañana. Aguardé con

impaciencia a descubrir, por sus palabras, el significado de estas insólitas

imágenes.

—¿Ha pensado usted —decía el acompañante— que tendrá que pagar tres

meses de alquiler, y que perderá la cosecha de su huerto? No quiero

aprovecharme injustamente y le ruego, por tanto, que recapacite sobre su

decisión algunos días más.

—Es inútil —contestó Félix—, no podemos seguir viviendo en su casa.

La vida de mi padre corre grave peligro, debido a lo que le acabo de contar.

Mi mujer y mi hermana tardarán en recobrarse del susto. No insista, se lo

suplico. Recupere su casa y déjeme huir de este lugar.

Félix temblaba mientras decía estas palabras. Entró en la casa con su

acompañante, donde permanecieron algunos minutos, y luego salieron. No

volvía a ver a ningún miembro de la familia De Lacey.

Permanecí en el cobertizo el resto del día en un estado de completa

desesperación. Mis protectores se habían ido, y con ellos el único lazo que me

ataba al mundo. Por primera vez noté que sentimientos de venganza y odio se

apoderaban de mí y que no intentaba reprimirlos; dejándome arrastrar por la

corriente, permití que pensamientos de muerte y destrucción me invadieran.

Cuando pensaba en mis amigos, en la mansa voz de De Lacey, la mirada

tierna de Agatha y la belleza exquisita de la joven árabe, desaparecían estos

pensamientos, y hallaba en el llanto que me producían un cierto alivio; pero

cuando de nuevo pensaba en que me habían abandonado y rechazado, me

volvía la ira, una ira ciega y brutal. Incapaz de dañar a los humanos, volví mi

cólera contra las cosas inanimadas. Avanzada la noche, coloqué alrededor de

la casa diversos objetos combustibles; y, tras destruir todo rastro de cultivo en

la huerta, esperé con forzada impaciencia la desaparición de la luna para

empezar mi tarea.

Así que avanzaba la noche, se levantó un fuerte viento desde el bosque, y

pronto se dispersaron las nubes que cubrían el cielo. La ventolera fue

aumentando hasta que pareció una imponente avalancha, y produjo en mí una

especie de demencia que arrasó los límites de la razón. Prendí fuego a una

rama seca, y comencé una alocada danza alrededor de la casa, antes tan

querida, los ojos fijos en el oeste, donde la luna comenzaba a rozar el

horizonte. Parte de la esfera finalmente se ocultó y blandí mi rama;

desapareció por completo, y, con un aullido, encendí la paja, los matorrales y

arbustos que había colocado. El viento avivó el fuego, y pronto la casa estuvo

envuelta en llamas que la lamían ávidamente con sus destructoras y

puntiagudas lenguas de fuego.

En cuanto me hube convencido de que no había forma de que se salvara

parte alguna de la vivienda, abandoné el lugar, y me adentré en el bosque para

buscar cobijo.

Ahora que el mundo se abría ante mí, ¿a dónde debía dirigir mis pasos?

Decidí huir lejos del lugar de mis infortunios; pero para mí, ser odiado y

despreciado, todos los países serían igualmente hostiles. Finalmente, pensé en

ti. Sabía por tu diario que eras mi padre, mi creador, y ¿a quién podía

dirigirme mejor que a aquel que me había dado la vida? Entre las enseñanzas

que Félix le había dado a Safie se incluía también la geografía. De ella había

aprendido la situación de los distintos países de la Tierra. Tú mencionabas

Ginebra como tu ciudad natal y, por tanto, allí decidí encaminarme.

Mas ¿cómo había de orientarme? Sabía que debía viajar en dirección

suroeste para llegar a mi destino, pero el sol era mi única guía. Desconocía el

nombre de las ciudades por las cuales tenía que pasar, y no podía preguntarle

a nadie; pero, no obstante, no desesperé. Sólo de ti podía ya esperar auxilio,

aunque no sentía por ti otro sentimiento que el odio. ¡Creador insensible y

falto de corazón! Me habías dotado de sentimientos y pasiones para luego

lanzarme al mundo, víctima del desprecio y repugnancia de la humanidad.

Pero sólo de ti podía exigir piedad y reparación, y de ti estaba dispuesto a

conseguir esa justicia que en vano había intentado buscarme entre los demás

seres humanos.

Mi viaje fue largo, y muchos los sufrimientos que padecí. Era a finales de

otoño cuando abandoné la región en la cual había vivido tanto tiempo.

Viajaba sólo de noche, temeroso de encontrarme con algún ser humano. La

naturaleza se marchitaba a mi alrededor y el sol ya no calentaba; tuve que

soportar lluvias torrenciales y copiosas nevadas; vi caudalosos ríos que se

habían helado. La superficie de la Tierra se había endurecido, y estaba gélida

y desnuda. No encontraba dónde resguardarme. ¡Ay!, ¡cuántas veces maldije

la causa de mi existencia! Desapareció la apacibilidad de mi carácter, y todo

mi ser rezumaba amargura y hiel. Cuanto más me aproximaba al lugar donde

vivías, más profundamente sentía que el deseo de venganza se apoderaba de

mi corazón. Empezaron las nevadas y las aguas se helaron, pero yo

continuaba mi viaje. Algunas indicaciones ocasionales me guiaban y tenía un

mapa de la región, pero a menudo me desviaba de mi camino. La angustia de

mis sentimientos no cejaba; no había incidente del cual mi furia y desdicha no

pudieran sacar provecho; pero un suceso que tuvo lugar cuando llegué a la

frontera suiza, cuando ya el sol volvía a calentar y la tierra a reverdecer,

confirmó de manera muy especial la amargura y horror de mis sentimientos.

Solía descansar por el día y viajar de noche, cuando la oscuridad me

protegía de cualquier encuentro. Sin embargo, una mañana, viendo que mi

ruta cruzaba un espeso bosque, me atreví a continuar mi viaje después del

amanecer; era uno de los primeros días de la primavera, y la suavidad del aire

y la hermosa luz consiguieron animarme. Sentí revivir en mí olvidadas

emociones de dulzura y placer que creía muertas. Medio sorprendido por la

novedad de estos sentimientos, me dejé arrastrar por ellos; olvidé mi soledad

y deformación, y me atreví a ser feliz. Ardientes lágrimas humedecieron mis

mejillas, y alcé los ojos hacia el sol agradeciendo la dicha que me enviaba.

Seguí avanzando por las caprichosas sendas del bosque, hasta que llegué a

un profundo y caudaloso río que lo bordeaba y hacia el que varios árboles

inclinaban sus ramas llenas de verdes brotes. Aquí me detuve, dudando sobre

el camino que debía seguir, cuando el murmullo de unas voces me impulsó a

ocultarme a la sombra de un ciprés. Apenas había tenido tiempo de

esconderme, cuando apareció una niña corriendo hacia donde yo estaba, como

si jugara a escaparse de alguien. Seguía corriendo por el escarpado margen

del río, cuando repentinamente se resbaló y cayó al agua. Abandoné

precipitadamente mi escondrijo, y, tras una ardua lucha contra la corriente,

conseguí sacarla y arrastrarla a la orilla. Se encontraba sin sentido; yo

intentaba por todos los medios hacerla volver en sí, cuando me interrumpió la

llegada de un campesino, que debía ser la persona de la que, en broma, huía la

niña. Al verme, se lanzó sobre mí, y arrancándome a la pequeña de los brazos

se encaminó con rapidez hacia la parte más espesa del bosque. Sin saber por

qué, lo seguí velozmente; pero, cuando el hombre vio que me acercaba, me

apuntó con una escopeta que llevaba y disparó. Caí al suelo mientras él, con

renovada celeridad, se adentró en el bosque.

¡Ésta era, pues, la recompensa a mi bondad! Había salvado de la

destrucción a un ser humano, en premio a lo cuál ahora me retorcía bajo el

dolor de una herida que me había astillado el hueso. Los sentimientos de

bondad y afecto que experimenté pocos minutos antes se transformaron en

diabólica furia y rechinar de dientes. Torturado por el daño, juré odio y

venganza eterna a toda la humanidad. Pero el dolor me vencía; sentí como se

me paraba el pulso, y perdí el conocimiento.

Durante unas semanas llevé en el bosque una existencia mísera,

intentando curarme la herida que había recibido. La bala me había penetrado

en el hombro, e ignoraba si seguía allí o lo había traspasado; de todos modos

no disponía de los medios para extraerla. Mi sufrimiento también se veía

aumentado por una terrible sensación de injusticia e ingratitud. Mi deseo de

venganza aumentaba de día en día; una venganza implacable y mortal, que

compensara la angustia y los ultrajes que yo había padecido.

Al cabo de algunas semanas la herida cicatrizó, y proseguí mi viaje. Ni el

sol primaveral ni las suaves brisas podrían ya aliviar mis pesares; la felicidad

me parecía una burla, un insulto a mi desolación, y me hacía sentir más

agudamente que el gozo y el placer no se habían hecho para mí.

Pero ya mis sufrimientos estaban llegando a su fin, y dos meses después

me encontraba en los alrededores de Ginebra.

Llegué al anochecer, y busqué cobijo en los campos cercanos, para

reflexionar sobre el modo de acercarme a ti. Me azotaba el hambre y la fatiga,

y me sentía demasiado desdichado como para poder disfrutar del suave

airecillo vespertino o la perspectiva de la puesta de sol tras los magníficos

montes de Jura.

En ese momento un ligero sueño me alivió del dolor que me infligían mis

pensamientos. Me desperté de repente con la llegada de un hermoso niño que,

con la inocente alegría de la infancia, entraba corriendo en mi escondrijo. De

pronto, al verlo, me asaltó la idea de que esta criatura no tendría prejuicios y

de que era demasiado pequeña como para haber adquirido el miedo a la

deformidad. Por tanto, si lo cogiera, y lo educara como mi amigo y

compañero, ya no estaría tan solo en este poblado mundo.

Azuzado por este impulso, cogí al niño cuando pasó por mi lado, y lo

atraje hacia mí. En cuanto me miró, se tapó los ojos con las manos y lanzó un

grito. Con fuerza le destapé la cara y dije:

—¿Qué significa esto? No voy a hacerte daño; escúchame.

—¡Suélteme! —dijo debatiéndose con violencia—. ¡Monstruo! ¡Ser

repulsivo! Quiere cortarme en pedazos y comerme. ¡Es un ogro! ¡Suélteme, o

se lo diré a mi padre!

—Nunca más volverás a ver a tu padre; vendrás conmigo.

—¡Horrendo monstruo! ¡Suélteme! Mi padre es juez: es el señor

Frankenstein, y lo castigará. No se atreverá a llevarme con usted.

—¡Frankenstein! Perteneces a mi enemigo, a aquel de quien he jurado

vengarme. ¡Tú serás mi primera víctima!

La criatura seguía forcejeando y lanzándome insultos que me llenaban de

desesperación. Lo cogí por la garganta para que se callara, y al momento cayó

muerto a mis pies.

Contemplé mi víctima, y mi corazón se hinchó de exultación y diabólico

triunfo. Palmoteando exclamé:

—Yo también puedo sembrar la desolación; mi enemigo no es

invulnerable. Esta muerte le acarreará la desesperación, y mil otras desgracias

lo atormentarán y destrozarán.

Mientras miraba a la criatura, vi un objeto que le brillaba sobre el pecho.

Lo cogí; era el retrato de una hermosísima mujer. A pesar de mi maldad, me

ablandó y me sedujo. Durante unos instantes contemplé los ojos oscuros,

bordeados de espesas pestañas, los hermosos labios; pero pronto volvió mi

cólera: recordé que me habían privado de los placeres que criaturas como

aquélla podían proporcionarme; y que la mujer que contemplaba, de verme,

hubiera cambiado ese aire de bondad angelical por una expresión de espanto y

repugnancia.

¿Te sorprende que semejantes pensamientos me llenaran de ira?

Poseído de estos pensamientos, abandoné el lugar donde había cometido

el asesinato, y buscaba un lugar más resguardado para esconderme cuando vi

a una mujer que pasaba cerca de mí. Era joven, ciertamente no tan hermosa

como aquélla cuyo retrato sostenía, pero de aspecto agradable, y tenía el

encanto y frescor de la juventud. He aquí, pensé, una de esas criaturas cuyas

sonrisas recibirán todos menos yo; no escapará. Gracias a las lecciones de

Félix, y a las leyes crueles de la especie humana, he aprendido a hacer el mal.

Me acerqué a ella sigilosamente, e introduje el retrato en uno de los pliegues

de su traje.

Vagué durante algunos días por los lugares donde habían sucedido estos

acontecimientos. A veces deseaba encontrarte, otras estaba decidido a

abandonar para siempre este mundo y sus miserias. Por fin me dirigí a estas

montañas, por cuyas cavidades he deambulado, consumido por una

devoradora pasión que sólo tú puedes satisfacer. No podemos separamos

hasta que no accedas a mi petición. Estoy solo, soy desdichado; nadie quiere

compartir mi vida; sólo alguien tan deforme y horrible como yo podría

concederme su amor. Mi compañera deberá ser igual que yo, y tener mis

mismos defectos. Tú deberás crear este ser.





Ilustración: Mike Goedecke


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