jueves, 24 de abril de 2025

Palabras liminares a "Alimentar a las moscas"

  







He dudado mucho antes de emprender la labor de editar estos poemas de Cecilia. Durante largo tiempo no creí ser merecedor de valorar, y menos de juzgar, la calidad de su obra poética o literaria en general.

     La he visto inmersa en la lectura y escritura de sus textos durante nuestra vida juntos, sentada en una mecedora de mimbre en el patio trasero de la casa de Barracas que alquilamos durante cuatro años, o acostada en la cama del departamento de la calle Sarmiento, cuando ya casi no podía caminar. En cada una de esas ocasiones, ella apoyaba la carpeta de tapas raídas, -porque no dejaba de usar cada objeto hasta no aprovechar cada una de sus posibilidades-, sobre las rodillas y escribir casi siempre con lápiz y goma de borrar. Las hilachas de goma quedaban sobre la sábana o el piso, y luego las levantaba con parsimonia.

      A veces me daba a leer sus escritos, sobre todo las crónicas o ensayos, otras los cuentos o relatos, pero rara vez los poemas. Tal vez no me considerase capaz de entenderlos, y era verdad, pero quizá también, y esto lo he aprendido luego de mi constante insistir en su lectura, porque ella misma no estaba segura de su valor.

      Siempre dudaba de cada palabra y cada frase, y cuando la duda no se resolvía casi de inmediato, eliminaba ese objeto de controversia. Por eso sus poemas, a diferencia de su narrativa, son austeros en expresiones inútiles, pero no en palabras. A veces son versos largos, casi narrativos en algunas ocasiones, pero en otras tienen la extensión propia de un concepto o una definición.

      Recuerdo que una vez estaba muy angustiada mientras escribía en su cama. Fue en los últimos tiempos antes de nuestra separación. La pierna fantasma bajo la sábana le seguía molestando con sus cosquilleos imaginarios, mientras la luz del sol penetraba por el ventanal del balcón que daba sobre Sarmiento a las tres de la tarde. A eso de las seis ya oscurecía y la sombra del edificio de enfrente había ensombrecido el departamento. Yo cerré la ventana apenas llegué del hospital. Preparé un mate y me senté a su lado. Me miró con angustia, sin soltar el lápiz cuya punta estaba sobre el papel en blanco de la carpeta que apoyaba sobre la pierna sana.  

    Le pregunté qué sucedía, y sin contestarme, la expresión de su mirada giró de la angustia a la inquietud, como de quien ve algo nuevo. Y luego sus ojos mostraron una exaltación que se fue calmando lentamente. Sin mirarme ya, comenzó a escribir, casi sin tachar o borrar. En la noche, antes de dormirse, me mostró cuatro poemas que forman parte del ciclo dedicado a la ciencia incorporados en esta colección. Al leerlos me di cuenta de lo que he expresado en el párrafo anterior sobre la característica tal vez predominante de su estilo: la peculiar destreza que tenía en concentrar en sus versos un concepto, como si definiese didáctica y alegóricamente al mismo tiempo un problema abstracto. La ciencia es abstracción hasta que es comprobada técnicamente, pero también la técnica es una invención para demostrar lo que hasta entonces ha sido una teoría. Eso ella lo sabía muy bien, y por eso se mostraba condescendiente cuando le explicaba los casos clínicos que me había tocado resolver  en el hospital.

     Pero sobre todo, su escepticismo provenía de su propia enfermedad., del cuerpo que tanto tiempo le llevaba cuidar. Esa cosa tan concreta como es la carne y los fluidos, para ella no había llegado a ser, al final, más que una cosa que no tenía otra realidad que su propio pensamiento elaborado en frases concretas que, al ser capaces de repetirse una y otra vez en su mente y en el papel, formaban otro cuerpo más factible que el supuestamente real. Porque ese cuerpo que ella había creado no sufría los embates del tiempo ni el emponzoñamiento de los venenos internos. Admiraba la química por su obstinación en entender, -ella pensaba que inútilmente-, los recovecos infinitos de las combinaciones del mundo, pero más que nada por crear esas fórmulas representadas en gráficos que eran como inmensas arquitecturas sin fin: un ingeniería comparable a la astronomía, quizá.

    ¿Eso era Dios?, se preguntaba.

     La he visto, en plena noche, dar vueltas en la cama, hasta que la inquietud la hacía levantarse, cuando aún podía hacerlo, e ir hasta nuestra biblioteca. Yo seguía durmiendo, por supuesto, pero en la mañana encontraba un libro de anatomía abierto sobre la mesa de la cocina, como si ella hubiese buscado una receta, -una fórmula-, que explicase la fabricación del mundo que la hastiaba.

      Somos nuestro cuerpo, porque en él está nuestra alma. Somos el alma que construye nuestros huesos.

      La carne que se pudre persiste un tiempo tan largo como su obstinación. Y la obstinación es una virtud que tal vez provenga de Dios. Y Dios también tiene su decrepitud, porque está encerrado en un cráneo.

      Estos poemas fueron terminados y agrupados por Cecilia en vistas a una publicación.

      Ella ha muerto, sin embargo el cuerpo escrito que nos ha legado no sucumbirá a los rigores de la muerte, aunque sufra los rigores de la mezquindad, cuya fuerza a veces es mayor que la obstinación de Dios.




Ilustración: Edward Weston











 

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