Yo he conocido a casi todos estos personajes, a veces por conversaciones con amigos, otras por confidencias recibidas en plan de confesor involuntario. Porque un periodista es una espécimen de confesionario que vive a cielo abierto y con micrófonos que nunca se apagan. He conocido hombres, como decía, capaces de matarse por desamor, aún en esta época de psicologías de bar y colectivo, si consideran que el amor de una mujer es tan importante como para no saber vivir sin él. También a otros que desarrollaron planes de venganza como quien teje una red de pesca, anudando cada hilo roto, tejiendo pacientemente estrategias que intentan formar el edificio de una justicia de la cual están convencidos, sea para vengar a un hijo o a un hermano muertos. Me hablaron de hombres que han matado sin desearlo, y cuya consecuente culpa se transformó en una obsesión más traumática que el mismo asesinato. Hubo quienes mataron para sobrevivir, y cuando pienso en ellos me pregunto la cantidad de veces que me he adjudicado esta excusa. Sobrevivir no es lo mismo que escapar. A veces se mata con la tinta de una birome o de una máquina de escribir. El papel de un diario siempre ha ocultado muchas cosas: en ocasiones una botella escondida, otras un trozo de carne muerta.
Debería decir que esta colección de cuentos es para Gloria, pero no es necesario. Para quienes me conocen, está implícito en el epígrafe, y aún así no me creerían. La extraño como se extraña algo entregado en una casa de empeño, y luego uno se da cuenta que en el fondo de esa tienda no hay más que cachivaches inservibles y restos de cosas muertas. Un desarmadero es también un matadero.
Necesito mencionar a gente que he conocido y que ya no está, como Cecilia Taboada, por ejemplo. La he tomado como personaje de uno de estos relatos, y he abusado de la confianza que mi amigo Leandro me ha otorgado. Debe estar enojado conmigo, lo sé. No sólo por adjudicarme esta confianza, sino por tomar algunos de sus personajes para desarrollar mis tramas. Tantas veces hemos conversado hasta altas horas de la noche en ese viejo bar de la avenida Corrientes cerca del Abasto que nos gustaba tanto, porque cerca estaban las paradas de colectivos y un par de puteros a los que fuimos juntos hasta la puerta y luego nos separamos en el interior, perdiéndonos hasta la madrugada, y saliendo por separado sin vernos sino hasta días después. En esas ocasiones hablábamos de libros y de autores, de la realidad que se arrumbaba en los rincones de ese bar durante la noche. Los ruidos de la calle, las bocinas, los gritos, las risas y las tragedias que no mueren, sino que se esconden en las casas y lugares que no les corresponden, como si se confundieran de domicilio. O quizá lo hacen a propósito, porque en la mañana salen tímidamente, como quien sale de un antro en el que pasó la noche. Y hablamos mucho de Cecilia, por supuesto, cuando aún vivía, de sus crónicas que no quería publicar, de su enfermedad. Hablábamos, también, de Gloria, de cuando se escapaba de mi cama para poner bombas cerca del Congreso, y de su belleza que parecía acrecentarse cuando la policía y los milicos la seguían.
Debo decirle y otorgarle mi permiso, que ya conoce aunque pretenda hacerse el melindroso, para utilizar mis personajes en su literatura, si es que ya no lo ha hecho. Por eso, no existe sólo una conexión entre los cuentos de este libro, como puede encontrarse, por ejemplo, en "Los chicos de la plaza", "La patria del sábado" y "Cecilia", o entre los cuentos "El viejo David" y "El estuche de la tuba", donde hay personajes que reaparecen y ambientes que se repiten. Yo creo que de esta manera se acentúa la relación entre libros por encima de la relación entre los cuentos de una misma colección. Por lo tanto, en el relato "El mar" encontramos un personaje que es hijo del protagonista de "El enterrador", relato de Los seres intermedios de mi amigo Mallea. "El balneario" retoma la misma playa que ya vimos en sus relatos, y la playa donde ocurren los sucesos de "Max" de Los Casas. En "El rostro de los monos" se desarrolla un caso policial mencionado en "Los oscuros". "El asilo" retoma, en tiempo pasado, el lugar de "Los dirigibles". Pueden hacerse otras muchas relaciones entre estos y otros cuentos no mencionados. Como se ve, el objetivo es crear no mundos independientes, sino un mundo que contenga múltiples y dispares conexiones, lazos determinados a la vez por la lógica como por el azar. Esta tendencia no fue intencional, sino que se dio paulatinamente a medida que los personajes surgían en el proceso creativo y ellos mismos iban exigiendo nuevos espacios, llamando a nuevos personajes, reclamando contar sus historias inconclusas. En cuanto a contenido y tono, estos cuentos se acercan más al desarrollo psicológico, a través de historias concretas y trágicas en relatos contemporáneos y realistas, aunque en un par de ellos pueden advertirse ciertos elementos levemente fantásticos, pero que fácilmente son factibles de adjudicarse a la psicología alterada de los protagonistas. Estos cuentos nos traen personajes perturbados por sus propias limitaciones, obsesiones y odios, celos y amores incestuosos, deseos de venganza, inseguridades, traiciones. Todos estos elementos eminentemente humanos nunca se dan por sí solos ni explican por completo su conducta, sólo son clasificaciones que utilizamos para comprender hasta cierto punto algunas motivaciones. Pero los cuentos no son historias clínicas, sino meras historias que cualquiera podría contar en la vereda de su casa, comentando un hecho policial del barrio, o en la sobremesa de un domingo en la reunión familiar. La razón del título del libro, además de ser el de uno de los cuentos, estima que todos los personajes de esta colección se encuentran en situaciones donde la parte primitiva, instintiva y casi siempre violenta se manifiesta de manera espontánea y otras veces planeada. Esta mezcla de animalidad y razón lleva a los personajes a actuar contra otros o contra sí mismos, no siendo sus conductas sólo una manifestación patológica de su psiquis, sino una muestra de la naturaleza humana en general.
No hay tiempos determinados para que se desarrollen ciertas tramas. La época que transitamos es muy propicia, por supuesto. La ilegalidad parece la única regla certera, y la violencia es tan común como tomar el colectivo para ir al trabajo. ¿Será, quizá, que algo nos atrae de ese colectivo que tal vez no llegue porque en medio de la calle habrá una manifestación o desde el edificio de algún ministerio salgan despedidos los fragmentos de vidrio y concreto? O los Falcon que corren por avenida La Plata, o los obuses que obstruyen Juan B. Justo puedan detener la vida de uno de los chicos que camina hacia una escuela que pronto ya no existirá.
La muerte a veces no es una afrenta, sino una vecina malhumorada con la que nos cruzamos en la vereda al salir de casa o de un negocio, y cuando la vemos venir ya no hay tiempo para cruzar la calle. Y a veces, incluso, por la vereda de enfrente camina su avejentada hermana, la desgracia. Entonces uno no sabe cuál elegir, porque una trabaja rápido pero dolorosamente, y la otra es tan lenta, que nos consume sin darnos cuenta hasta exponer nuestros huesos sobre los adoquines de la calle.
Originalmente, esta colección tenía como epígrafe una frase de Juan Carlos Onetti, que se refería a un olor evidente que los personajes fingían no sentir. Era un símbolo del contenido de los textos y del cuento "La memoria" en particular, que entonces encabezaba la obra, porque, como ya hemos hecho referencia, los personajes están en medio de situaciones trágicas, y la idea general del libro era una pregunta: si no hay memoria, ¿hay culpa? Pero poco tiempo antes de la publicación hallé una frase de Abelardo Castillo en el que es, si no me equivoco, el último cuento de El espejo que tiembla, y como ya había decidido que el libro llevaría su título actual, me pareció una frase contundente y terriblemente exacta para poner como encabezamiento, porque de esta manera título y epígrafe coincidirían de manera prácticamente directa. Esto no es dejar de lado al gran Onetti, al cual considero más trascendente que Castillo, sin desvalorar los enormes méritos de éste último, sino simplemente adecuar lo más cercanamente posible entre sí los diversos y múltiples elementos que constituyen la publicación de una obra literaria.
Vayan estas palabras como compensación y desagravio para las posibles ofensas que puedan producir estos relatos a mentes apoltronadas en los cojines de los barrios afortunados de Buenos Aires, o que sirvan de cálido reproche a los que duermen junto al cordón de la vereda. Porque si sobre errores de interpretación se trata, los escritores somos expertos malversadores.
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